LOS HOMBRES
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BIBLIOTECA HISPANO-AMERICANA
PINTADOS POR Sí MISMOS
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COLECCION DE TIPOS Y CUADROS DE COSTUMBRES PECULIARES
DE ESPAÑA, PORTUGAL Y AMÉRICA
ESCRITOS POR LOS MAS REPUTADOS LITERATOS DE ESTOS PAISES
DIJO LA DIRECCION DE
D. Nicolás Díaz de Benjumea
ID. HjXJIS fors
2 ILUSTRADA CON MULTITUD DS MAGNIFICAS LAMINAS DEBIDAS AL LAPIZ DEL REPUTADO DIBUJANTE
D. ENSEBIO PLANAS.
.
TOMO PRIMERO.
7 £ *?
BARCELONA
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO-EDITORIAL DE JUAN PONS
OLMO. 13.
ES PROPIEDAD DE JUAN PONS,
PRÓLOGO.
s un hecho indudable que la civilización tiende á nivelar las
costumbres y usos de los pueblos de la misma manera que la
educación obra el milagro de nivelar los caracteres. En los
grandes centros de la elegancia y de la moda, el trato y las
costumbres sociales son tan semejantes, que apénas hay mo-
tivo para notar á qué nación pertenecen los comensales en
un gran banquete ó los asistentes á un gran baile. Las diferencias,
pues, de usos y costumbres y la formación de lo que se llama tipos
nacionales, y mas propiamente hablando debieran calificarse de pro-
vinciales, son hijas de falta de comunicación recíproca de los pueblos,
al modo que los caracteres extraños ó tipos individuales son efecto de
aislamiento de las personas, ó de espíritu refractario á toda asimilación.
En los tiempos en que cada ciudadano, iba, según la expresión de Trueha,
«de la pátria al cielo,» los tipos nacionales españoles, como los de todos los paí-
ses, eran mas acentuados y los detalles que constituían el conjunto, mucho mas
duraderos. Después que comenzó la facilidad y frecuencia de las comunicaciones,
comenzaron también á alterarse los detalles, de una manera al pronto impercepti-
ble; pero al cabo de algún tiempo tal alteración ha llegado ó formar una variante
de consideración, si ya no es que casi destruye toda la primitiva originalidad.
Obras como la que ofrecemos á nuestros lectores, han de ser periódicas y cada
vez mas frecuentes, en tanto que se opera el movimiento de fusión indispensable,
hijo del progreso, porque el período de quince ó veinte años es bastante á intro-
ducir variaciones que alteran fundamentalmente muchos tipos. Y esto se notará
si se comparan las descripciones hechas en la obra que con el título de «Los es-
TOMO i. i
VI
PRÓLOGO.
pañoles pintados por sí misinos,» se publicó liace unos treinta años en la córte.
En muchas de nuestras provincias, (y tomaremos por ejemplo á Andalucía,
riquísima en tipos especiales), hasta los vestidos característicos dejan de usarse; así
vemos que el traje llamado andaluz va desapareciendo paulatinamente, dándose la
extraña coincidencia de que los llamados majos, van vestidos completamente á
la moda inglesa.
¿Qué tipo mas marcado que el del torero? Cierto que en su traje profesional no
se ha introducido alteración desde que la monterilla sustituyó al sombrero de tres
picos; pero ¿cuántas no ha habido en sus costumbres? Antes iban los toreros á las
plazas conducidos en calesa, vehículo que desapareció ya por completo, y en cambio
ahora les conduce una elegante carretela de alquiler, con sus cocheros y lacayos
en librea. En vez de reunirse en las tabernas, se les vé frecuentar las mesas de
los cafés, como cada hijo de vecino, y estas y otras costumbres les van fusionando
con la gran masa, hasta que lleguen á confundirse con ella; y buen camino llevan
ya andado, cuando antes tenian á orgullo lucir la trenza ó coletilla, y ahora se la
esconden y tapan con el sombrero.
Si después de este se examina el tipo del barbero, acábase por llegar á pareci-
das conclusiones. El barbero era antes un tipo tan excepcional que no permitía
confusión posible. La barbería estaba compuesta de muebles y detalles sacramen-
tales en el oficio. Persianas, una vacía de latón y un jarro con sanguijuelas deco-
raban la puerta. El interior ostentaba invariablemente media docena de estampas
iluminadas de la historia de Robinson, Abelardo ó del hijo pródigo, y otro tanto
de jaulas con canarios y jilgueros, sin faltar un tordo y un perdigón, guitarra y
juego de damas. Las tertulias se componian de clérigos, músicos, maestros de
obras, dos ó tres militares retirados y una media docena de menestrales de la ve-
cindad pertenecientes á varios oficios. Allí se hablaba de todas las cosas de este
planeta y de altri silti; pero sin disputar nunca, porque una palabra oportuna de
maese ponia término á toda agria discusión.
Todo esto ha desaparecido andando los tiempos. El Fígaro de Beaumarchais
pasó ya de esta tierra al panteón de la historia, y solo queda el modelo clásico del
barbero fuera de la oficina de las barbas, de un rapista que no afeita, ni sangra,
ni trasquila, ni saca-muelas, pero que es un camarada agradable y un tercio para
cualquier compañía. Queda la figura de maese Nicolás, como queda la del cura
español, delineadas vagamente por Cervantes; pero que á leguas se reconocen
como tipos de sus respectivas profesiones en relación al trato social.
PRÓLOGO.
VII
¿Qué diremos del antiguo ventero y de su pintada y estereotipada venta? ¿Del
tabernero y su clásica taberna, tan concisa y gráficamente descrita por Baltasar
del Alcázar? Las peregrinaciones en andariega muía ó caballo de alquiler por ma-
los caminos y peores vericuetos, hicieron necesarias esas casas ó alcázares de reden-
ción del sediento y fatigado viajero, donde tantos encuentros, aventuras y escenas
trágicas y amorosas la hicieron lugar predilecto para el desarrollo de los dramas
de nuestros grandes poetas. Al traer los caminos reales el servicio de mensagerías
aceleradas, las ventas se transformaron en paradores y el ventero fué á esconderse
entre breñas á llorar la quiebra del oficio. Finalmente, los paradores fueron venci-
dos á su turno por el espacioso y elegante hotel con mesa dispuesta á toda hora.
Según la descripción que de las tabernas hace el poeta Alcázar, la taberna
española era en su tiempo exactamente como la inglesa de los siglos xvi y xvn.
Se vendía vino simplemente, sin lujo ni comodidad, ni siquiera de una silla para
sentarse:
«Porque allí llego sediento,
Pido vino de lo nuevo,
Mídenlo, dánmelo, bebo,
Págolo y voyme contento.»
Se conoce que ni la media vida, como llama el proverbio antiguo al pan y al
vino, estaba allí completa, ni las aceitunas, ni otras agujas de ensartar el mosto
adornaban los desolados mostradores, ni por consiguiente habia lugar para tertu-
lias ni francachelas. En España, como en Inglaterra, tuvo que sufrir la taberna
una transformación y dar entrada á ciertos alimentos estimulantes y cierto lujo y
buen gusto, que dieron origen al café y mas tarde al restauran t como hoy los co-
nocemos.
En medio de esto, aun quedan tipos casi inmóviles, cuales son, entre otros,
las amas de huéspedes, los sacristanes, el zapatero remendón, las gitanas buñole-
ras, los adivinadores de buenas venturas, los memorialistas y otra porción de gen-
tes dadas á ejercicios y oficios precarios y de poca monta, si bien hasta el zapatero
de portal, que antes tenia que ir á un café donde un patriota leía «El Correspon-
sal» en alta voz, puede hojear hoy una magnífica revista ilustrada, y encontrar
en la vecindad á cualquier rapaz que se la lea y le ponga, desde su mesilla, en
comunicación con todo el orbe civilizado.
Podrá decirse, que en cambio de los tipos que se modifican ó desaparecen, la
civilización va creando constantemente otros nuevos. Hoy tenemos, por ejemplo,
el corredor de bolsa, el telegrafista, el conductor de tramvias, el camarero de lio-
VIII
PRÓLOGO.
tel, el vendedor de periódicos, el editor, el diputado á cortes, el orador de ateneos,
el explorador de tierras ignotas, el médico especialista, y otros muchos pertene-
cientes á las infinitas instituciones y profesiones introducidas por el progreso. No
puede negarse esto, pero también podríamos decir, que estas profesiones no im-
primen carácter como sucedia antiguamente. Podrá liaher tantos tipos como pro-
fesiones; pero no llegan á ser clase y á formar una muchedumbre que se asimile
en sus costumbres, trajes y hábitos, de modo que puedan sus individuos ser reco-
nocidos fuera del ejercicio de sus profesiones. Tan cierto es esto, que aun en lo
pasado, hemos visto infinitos oficios que no constituyeron tipos, apesar del trans-
curso de los años y de la falta de comunicación con otros pueblos. En un sentido
lato, es evidente que cada individuo es un tipo, y cada profesión tiene que exi-
gir cierta igualdad de actos en todos los que la ejercen, que es lo que llamamos
tipo de clase; pero cuando decimos tipos nacionales, queremos significar, que
ciertos oficios ó profesiones lian creado una manera de ser original y análoga en-
tre un número de personas, bastante para llamar la atención y ser estudiado por
la regularidad que ofrece.
Hay mas; estos tipos son en parte realidad, y en parte creación de la poesía,
porque el arte se apodera de todo aquello que por sus manifestaciones constantes,
llega á constituir entidades sociales características, y la poesía llega á su turno
hasta á prestarles apariencia personal típica ó uniforme. Así, por ejemplo, puede
haber y hay canónigos ílacos y frugales en sus alimentos; pero la poesía los ha
presentado de modo, que la imaginación popular no los concibe sino gruesos y
aficionados á la buena mesa. No de otro modo habria dicho casi axiomáticamente
uno de nuestros grandes literatos y poetas en un intencionado epitafio:
«¿Canónigo y de repente
Fallecer en Noche Buena...?
Se le indigestó la cena.»
Por el contrario, el vulgo no puede figurarse á un maestro de escuela ó sacris-
tán, sino delgados y pálidos.
El tipo nacional que mas ha ganado por esta parte de la poesía, es el del bar-
bero de que ya nos hemos ocupado. Antes de Beaumarchais y de Rossini, el
barbero, así en Sevilla como en cualquiera otra ciudad de España, era un hombre
listo, alegre, agradable, hablador y campechano; pero de esto al conceplo que
llegó á formarse del barbero español en las naciones extranjeras, hay una diferen-
cia enorme. Tanto se sublimó, que muchos extranjeros, creyendo á Fígaro perso-
PRÓLOGO.
IX
naje verdadero y que tuvo su oficina en la calle de Francos de la ciudad del
Bétis, lian ido á Sevilla buscando la barbería para hablar con alguno de los des-
cendientes del rapista y alcahuete del conde de Almaviva. Seguro es, que los ex-
tranjeros se imaginan al barbero español siempre fuera de su tienda, dando sere-
natas y ocupándose en tercerías, cosas que nada tienen (pie ver con el oficio; pero
que artísticamente completan su figura.
Bajo este punto de vista, único en que los tipos despiertan interés y curiosi-
dad, los creados por las necesidades de la civilización moderna, tienen que ser
menos acentuados en sus contornos, puesto que fuera del ejercicio ó profesión de-
terminada, en que todos han de hacer lo mismo con cortas diferencias, sus costum-
bres, hábitos, trajes é inclinaciones, aunque distintas individualmente, se aco-
modan y ajustan al nivel común social.
Hé aquí la razón de que obras como la presente salgan á luz mientras quedan
aun verdaderos tipos nacionales, siquiera sean un tanto modificados, pues así ten-
dremos la historia de su transformación hasta que se confundan y pierdan en la
gran masa de los séres, asimilados por el trato y comunicación de todos los pue-
blos, á cuyo contacto se desvanecen todas esas peculiaridades que en otras épocas
diferenciaban á los hombres; los cuales, á este respecto, se asemejan á las piedras,
que de mucho rodar y chocar unas con otras concluyen por pulirse y redondearse.
Pero mientras esta asimilación no se consuma en absoluto, mientras no llega
el dia de la liomogeneizacion social, todo trabajo descriptivo de las clases que
constituyen la gran masa de una nación debe tender á estereotipar esas variantes
que constituyen las tendencias, gustos, preocupaciones, vicios y hasta virtudes
del gran conjunto, á fin de que sirvan no solo de términos comparativos para fijar
las etapas del progreso de un pueblo, sino de estudio para la comparación de épo-
cas distintas y para el análisis y la síntesis en el oleaje de asimilaciones y des-
composiciones sociales.
Estas ideas nos hacen creer que este libro viene á llenar un vacío en la biblio-
teca de cuantas personas se interesan en el movimiento de costumbres de nuestra
raza.
Los Hombres Españoles, Americanos y Lusitanos, pintados por sí mismos, no
constituyen simplemente una colección curiosa de artículos debidos á la pluma de
muy distinguidos escritores hispano-lusitanos de ambos hemisferios; tiene esta
obra mas alto significado y presta mayores utilidades que una galería mas ó me-
nos completa de descripciones.
X
PRÓLOGO.
El libro de que son prólogo estos párrafos representa un trabajo de observa-
ción sobre todas las mas importantes clases sociales de la raza ibérica en ambos
lados del Atlántico; es un estudio sobre sus costumbres, tendencias, progresos y
preocupaciones; es como si dijéramos un análisis concienzudo y minucioso de
cada una dé las partes componentes de la sociedad española, portuguesa y ame-
ricana revelada en sus hombres; análisis hecho por observadores profundos é im-
parciales que se han dignado deferir á nuestras invitaciones y que, por último
resultado, viene á constituir una síntesis bastante completa de la fisonomía gene-
ral de nuestra Península y de la América latina. Por tal concepto, este libro tiene
la importancia de un estudio general y profundo de las costumbres y caracteres
de dichos países, resumiendo en sus páginas la índole y carácter típico de las so-
ciedades que en ellos viven y se desarrollan.
El conocimiento que nuestros dilatados viajes por ambos hemisferios ha podido
darnos en ellos, ha sido causa de la facilidad con que hemos obtenido el concurso
de tantos escritores importantes cuyas firmas honran estas páginas.
Fuera prolijo encomiar con preferencia unos sohre otros los bocetos que aque-
llos literatos han trazado; y para no incurrir en omisiones involuntarias, ni esta-
blecer preferencias siempre odiosas y que pudieran interpretarse torcidamente,
prescindimos de encarecer trabajo alguno. El lector podrá saborear el mérito de
todos, mezclados sin orden alguno que pueda implicar primacías de ninguna clase.
Al lado de la armoniosa prosa de Castelar, de los profundos estudios americanos
del doctor Magariños Cervantes y de los aplaudidos Tejera, figuran las chispean-
tes poesías de Ricardo Sepúlveda y de Ramiro; junto á las valientes y sarcásticas
estrofas del vate lusitano Guerra Junqueiro, insertamos la correcta prosa de Na-
varrete, Rodríguez Solís y tantos otros cuyos escritos han logrado aplauso público
en este género de literatura.
En lo que á nosotros se refiere nos hemos reservado tan solo la descripción de
algunos tipos y costumbres que reputamos imprescindibles en esta obra y que lian
dejado sin describir nuestros ilustrados colaboradores.
Tal es la índole y composición de Los Hombres Españoles, Americanos y Lu-
sitanos, pintados por sí mismos, cuyo texto é ilustraciones juzgamos de necesaria
presencia en las mejores bibliotecas.
Nicolás Díaz de Benjumea.
Luis Ricardo Fors.
por D, Emilio Castelar,
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¡yo
É ahí uno do los tipos, que mas en el mundo cambian
y que toman aspectos mas varios de las circunstancias y
demás medios ambientes, en que nacen y crecen. Un
filósofo puede aparecer como ideal abstracción, fuera casi
del tiempo y del espacio, sin atención á lo que ocurre á
su alrededor; entregado, como sacerdote de lo infinito y
de lo eterno, á la contemplación mística del puro é in-
condicionado pensamiento. Pero el político nace para cumplir sus
ideas ó las ideas de otro, realizándolas en breve período de tiempo
y conteniéndolas dentro de las estrechas fronteras de un limitado
espacio. Por consiguiente, su ministerio nace de necesidades cir-
cunstanciales y va derecho á la realidad impura y concreta, como
necesitado de apreciar, mas que los ideales purísimos, lo eventual y transitorio.
Con solo mirar el mundo y la vida, encontráis en ella tipos correspondientes á
la oposición natural entre los estadistas y los filósofos : teoría los unos y práctica
y realidad los otros. Por regla general, todo matemático sobresaliente en cálculos
abstractos no aplica estos cálculos á la realidad y no resulta en la vida ni un gran
9
cpiífo
12
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
mecánico ni un excelente ingeniero. El hombre mayor en las ciencias fisico-
matemáticas, el que supo deducir de la caida de una manzana verdades tan pro-
fundas como exactas, el que dio el binomio y averiguó la gravedad universal,
Newton, cuyo entendimiento no tropezaba con ningún misterio en la inmensidad
de los espacios, tropezaba, nervioso y tímido, amedrentándose y retrocediendo, con
cualquier objeto en la realidad concreta de la vida. Yo lie visto muchos médicos
sabedores de las mas altas teorías, que lian estudiado el organismo nuestro y los
humores por el organismo derramados, hasta el extremo de convertir la fisiología,
con los milagros de su observación prolija, en una ciencia cuasi exacta; yo los he
visto desconocer por completo, ante una enfermedad á veces ligera, el remedio y
aun el diagnóstico por los médicos mas romancistas conocidos y apreciados, en vir-
tud de una larga é instructiva experiencia. El hombre de estado, pues, se parece
al médico práctico que conoce las enfermedades sociales por los experimentos dia-
rios y no por los estudios científicos.
¿Quiere decir esto que deban despreciar y desconocer los estadistas las teorías
puras y las ciencias abstractas? l)e ninguna suerte. Casualmente, si hay profe-
sión que pida universalidad de conocimientos y riqueza de ideas, es la profesión
de dirigir á los pueblos y de organizar los estados. Quien personifica y encabeza
una sociedad en cierto período de tiempo, ha de conocer en su conjunto las nece-
sidades sociales; y para conocerlas, ha de estudiarlas en las mas opuestas y á ve-
ces mas contradictorias ciencias. La sociedad, abreviado universo, tiene algo de
la riqueza infinita y de la variedad múltiple que tiene la naturaleza. Elevándoos
un poco á las alturas, descubriréis junto á las cúpulas que parecen oraciones con-
deúsadas, las chimeneas despidiendo el humo de la hulla que significa y repre-
senta el trabajo moderno; junto al cuartel donde las armas resuenan y los caballos
de combate relinchan, las dehesas donde abre á la vida los surcos de la tierra el
arado y muge uncido á la yunta el buey, mientras la paloma doméstica desciende
al bebedero y canta en los corrales el gallo madrugador; junto á las obras de arte,
creaciones ideales de la divina inspiración que acerca lo invisible al mundo y
puebla de rosas místicas y de ángeles increados las 1 listes asperezas de nuestra
vida, las cotizaciones, los valores, los cambios, la bolsa llena de afanados agen-
tes, el bufete de los cálculos, el mostrador de las ventas, el mercado de las tran-
sacciones; junto á la universidad que despide y exhala ideas, y la sapientísima
academia que parece un senado de patricios espirituales ¡ay! la ignorancia del
pobre pueblo, la zahúrda del gitano maldito, la taberna de la embriaguez embru-
AMERICANOS Y LUSITANOS
13
tecedora, los antros donde se olvida la conciencia y se aprende el crimen: contra-
dicciones, que obligan al estadista con perentoria obligación á conocer desde los
ideales del arte basta los trabajos de la industria; desde los movimientos de los
espíritus basta los movimientos de los intereses; desde las escuelas, donde las nue-
vas inteligencias amanecen, hasta los presidios donde los criminales se pudren;
desde las plegarias de la religión basta los afanes de la bolsa; cuyos conocimien-
tos, necesarios y saludables, respondiendo á nuestra doble naturaleza, ó no lian
de tener valor, ó lian de participar de la idealidad y de la realidad para servir así
á la ciencia pura como á la impura vida, en la precisión de atender á las inma-
nentes aspiraciones y á los fines transitorios de una sociedad y de una época.
Nada cambia tanto como el estadista. Los filósofos de los tiempos pasados se
parecen á los filósofos de los tiempos presentes, como una gota de agua á otra gota
de agua. Hombres de reflexión y estudio, dados á escribir y hablar, necesitan para
sus meditaciones de cierta reclusión monástica, y para su apostolado y propagan-
da necesitan de sus discípulos, que forman el organismo conocido con el nombre
de escuela, es decir, el cuerpo de la filosofía. Los dos tipos de la idea inmanente
y de la idea trascendente, que Rafael trazó con su creadora mano en las estancias
vaticanas, responden á una con sus sendos aspectos, vários y contradictorios; sa-
cerdotal, como el idealismo, uno, y joven y robusto, como el naturalismo, otro, al
concepto fundamental de los dos sistemas, el de la inmanencia y el de la trascen-
dencia, que todavía se disputan, á guisa de contradicción irreductible, la autoridad
y el dominio sobre los eternos senos del humano espíritu. Pero ¡cómo cambian los
hombres de estado! Comparad á los primeros de la historia con los últimos, com-
parad á Moisés con Bismarck; y advertiréis la diferencia; mientras apenas adver-
tiréis diferencia ninguna, si comparáis á Ivant con Platón. Sacó Moisés á los israe-
litas del cautiverio de Egipto y sacó Bismarck á los alemanes del cautiverio de
Austria; fundó aquel con un pueblo nuevo una nueva sociedad civil, y fundó este
con un pueblo viejo una nueva sociedad política. Dado el tiempo de una y otra
obra, se da la razón de la diferencia esencial entre ambos extraordinarios estadis-
tas. Todo en Moisés leyenda y religión, todo en Bismarck política y cálculo. El
jefe de los hijos de Israel nace, como todos los redentores de pueblos, en la escla-
vitud y en la desgracia; su pobre madre lo confia, desesperada por haber parido
un esclavo, al rio de los misterios, en cuyas orillas, lejos de topar con las fauces
del voraz cocodrilo, que se lo traguen y devoren, topa con el corazón de miseri-
cordiosas mujeres que lo salvan y lo educan. Desde tal hora todo es sobrenatural y
TOMO I. 2
14
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
milagroso en la vida legendaria de aquel hombre. Los mares se abren para dar
paso enjuto ti Israel y se cierran para sumergir á los perseguidores de Israel; las
nubes del cielo se convierten por la noche oscura y callada en columnas de fuego
v las piedras y las arenas del estéril desierto en pedazos de pan; las zarzas del
Oreb arden, las cimas del Sinaí relampaguean y truenan, las áridas peñas fluyen,
los ángeles celestiales bajan, la voz divina retumba : que todo eso y mucho mas
es necesario para fundar una sociedad en la infancia del género humano y en los
comienzos y albores de la humana historia. Cambia, por completo, la misma obra
y el obrero mismo en nuestro siglo. Aunque Bismarck tiene algo de la leyenda
militar por el casco puntiagudo que ciñe su cabeza, y algo de la leyenda religiosa
por la Biblia protestante que lleva bajo el brazo, no le creáis capaz de apelar al
milagro, ni de creer que, á la vuelta de cualquier encrucijada, topará con abismos
dispuestos á tragarse de un bostezo á sus enemigos, ni con zarzas ardientes ilumi-
nadas para revelarle un código cualquiera. La idea positiva y de antemano calcu-
lada es todo su númen; la fuerza de un ejército disciplinado y numeroso, toda su
confianza; la naturaleza implacable produciendo y devorando séres sin descanso,
toda su escuela y su gran maestra; la indiferencia por los medios conducentes al
triunfo toda su moral; la razón práctica toda su política; la experiencia todo su
criterio; el fusil aguja todo su milagro; y su Dios un férreo emperador, caballero
en cabalgadura, que sin tener gran cosa de apocalíptica, podría en humana san-
gre bañarse y romper con sus erraduras, que han destrozado tantos cráneos, múl-
tiples y vividores mundos.
A cada edad del planeta corresponde un hombre de estado diverso. No podría
dominar las sociedades asiáticas quien careciese de comunicación directa y mani-
fiesta con el cielo. Todos los gobernadores y regidores de pueblos primitivos son
hijos ó parientes ó privados ó ministros de los antiguos dioses. El indio, identifi-
cado con la naturaleza, entrégase al español, porque confunde, sin poderlo reme-
diar, en su ignorancia, el ginete con el caballo y los cree un monstruo mitoló-
gico; la previsión de los eclipses con la profecía religiosa y las cree un divino
privilegio; los tiros del arcabuz con los rayos del cielo y los cree un elemento
celeste y una fuerza de la naturaleza en manos de hombres mayores que sus
dioses.
Ln cuanto salís del Oriente y entráis en Occidente, la naturaleza de los hom-
bres de estado cambia, como cambian la misma naturaleza material v el eterno
tiempo. En el Asia Menor, los estadistas son ya reyes mas que sacerdotes, como
AMERICANOS Y LUSITANOS
15
los dioses, á su vez, hombres mas que fuerzas del universo. Y cuando los mares
se tranquilizan y serenan, los golfos y ensenadas se abren como senos amigos y
amantes brazos; las islas surgen coronadas de florestas como las nereidas corona-
das de nácares; los dioses toman, bajo el cincel de los escultores, la forma huma-
na perfecta; los juegos olímpicos llenos de cítaras y de odas, suceden á los sacri-
ficios humanos llenos de sangre; entre largos intercolumnios, á la puerta de los
templos armoniosos, sobre la cincelada tribuna, en las asambleas republicanas, el
hombre de estado aparece como un artista y como un héroe, que se lia sentado en
las escuelas de Sócrates, que ha esgrimido una espada digna de fulgurar en Pla-
tea, que ha hablado con la elocuencia propia de la divina Agora, y que domina,
con su cabeza cubierta del casco áureo, envidiado de Minerva por haberlo escul-
pido Fidias, á los enemigos en los campos de laureles, y á los oradores en las com-
petencias de Atenas.
Cuando una clase domina en cualquier estado, el don de la política se refugia
en ella, y los hombres mas aptos para dirigir los públicos negocios á ella pertene-
cen. Así en la Roma de la república parlamentaria y aristocrática el hombre de
estado, por regla general, está entre los senadores y los patricios. Escipion afri-
cano, que venció la prepotencia cartaginesa, no solamente por su táctica militar,
sino también por su arte político; Fabio Máximo, en quien se compadecían y au-
naban por igual valor y prudencia; Catón, el viejo, que representaba la libertad
privilegiada y tradicional, pertenecen todos al aristocrático patriciado, glorioso
depositario de la tradicional ciencia política y del sentido verdaderamente roma-
no. Luego, en el gran conflicto entre patricios, caballeros y plebeyos, es decir,
entre la aristocracia, la clase media v el pueblo; todos los diversos partidos tuvie-
ron grandes hombres, así en las armas como en las letras, pero no tuvieron gran-
des y preclaros estadistas. Ni los Cfracos, tan semejantes álos tribunos atenienses;
ni Mario, tan célebre por su valor como los primeros capitanes de los mejores
tiempos; ni Sila, en su omnipotente dictadura; ni Cicerón, el orador extraordina-
rio con su milagrosa palabra, lograron fundar el predominio de la clase por ellos
defendida y representada sobre las demás clases sociales. Roto el equilibrio anti-
guo, irreconciliables los partidos que antes aparecían émulos y rivales, no ad-
versarios y enemigos; el don de la política pasó á los conspiradores, empeñados
en tramoyar terribles conjuraciones contra los comicios del pueblo y las asam-
bleas del patriciado, para fundar una dictadura permanente con el triste y nefasto
nombre de imperio.
16
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Así la política romana se refugia en dos hombres extraordinarios, en César
que funda y en Augusto que organiza la autoridad imperial. En el primero, junto
á un genio militar de primer orden, brilla un génio político de primer orden tam-
bién. La firmeza en los propósitos, la seguridad en los fines, el atrevimiento en
las empresas, el disimulo cauteloso, la doblez hipócrita, la celeridad en los mo-
mentos supremos, la previsión de las contingencias futuras hacian de César el
primero entre los generales del mundo. Tras de César vino Augusto, el taimado
v protervo engañador. En él se personificaron todos los errores y todos los vicios
conocidos en el mundo con el nomine de razón de estado. La mentira fué su
Dios y el disimulo su carácter. Por este sentimiento de sí mismo, al morirse, á la
hora de su agonía postrera, convocó en torno de su lecho á sus cortesanos, y vién-
dose pálido y demacrado, se compuso el rostro y se arregló los cabellos al espejo,
como una cortesana, con artera sonrisa. Hipócrita, doble, astuto, falso, mentiroso,
reveló á la posteridad y á la historia el juicio definitivo sobre sí mismo, que le
pesaba en la conciencia. Republicano de nombre, dictador de veras; con todas las
apariencias de la libertad en su gobierno y todas las fuerzas del despotismo en su
persona; falsificando el tribunado, el consulado, la censura en una falsificación
gigantesca, para que Roma pasara de la república á la tiranía sin advertir su
paso; la vida de Augusto fué una prolongada comedia. Así lo confesó pública-
mente, y así concluyó pidiendo, á guisa de consumado actor, el consabido aplauso
á su profunda habilidad en la representación de aquella farsa. Como tiene Roma
tal duración y permanencia en la vida y en las instituciones modernas, así como
á la dictadura imperial le trasmitió la denominación de cesarista y á las personas
reales, á su vez la denominación de augustas, ¡oh! trasmitió la mentira, el dolo,
el engaño, la falsía, la traición, el perjurio de Augusto como cualidades propias del
hombre poseido por la dura é implacable divinidad antropófago, que se llama la
razón de estado.
Los hombres de tal temple han cambiado mucho porque han recibido el color,
con que se presentan á la historia, de las múltiples y supremas circunstancias que
los han rodeado. Unos han tomado la estatura colosal, que tienen hoy en el hu-
mano juicio, de una grande idea, como los Antoninos, por ejemplo, los cuales pue-
den considerarse con verdad como el estoicismo coronado; otros, grandes por sí.
llenos de pensamientos y de afectos generosos, como Juliano el Apóstata, lian
obtenido una inmerecida reprobación por haber opuesto su grandeza personal,
como un dique á la impetuosa y benéfica corriente del progreso; pero todos han
AMERICANOS Y LUSITANOS
í
tomado la mayor parte de su grandeza personal del medio en que lian vivido.
¡ Cuántos grandes generales, pensadores ilustres, consumados políticos, hombres
de ánimo valeroso, con muchas cualidades para personificar la razón de estado,
como Septimio Severo, por ejemplo, se han tristemente hundido en el concepto
de la posteridad por no haber contrastado la decadencia irremediable de su tiempo!
En el seno de las sociedades primitivas, el hombre de estado es un revelador
ó un profeta. La teocracia, personificará eternamente las sociedades recien naci-
das, con la imaginación muy despierta y la razón en gérmen. Así que las socie-
dades crecen, el sacerdocio pierde su poder político; y la autoridad civil se funda
y establece. Tal sucede hasta en los pueblos mas religiosos. Aquella tribu de Judá,
verdadera teocracia en sus orígenes, cuando llega, por virtud de su desarrollo, á
una relativa madurez, separa los reyes de los profetas, y constituye una monar-
quía hasta cierto punto civil y laica. En cumplimiento de tan excelsa ley domi-
nan los papas y los obispos en los períodos bárbaro y feudal de la moderna histo-
ria. Y esto explica sencillamente la influencia de los pontífices romanos sobre las
tribus germánicas; el poder de los prelados católicos sobre los visigodos españoles;
el pacto entre la Iglesia y Garlo-Magno, sobre cuyas bases, por tanto tiempo,
descansa toda Europa; el génio avasallador de un Gregorio YII y de un Inocen-
cio III, génio, cuyo esplendor desaparece y no vuelve, cuando los estados mo-
nárquicos surgen, las nacionalidades políticas nacen, los jurisconsultos predomi-
nan sobre los canonistas y los reyes sobre los señores, comenzando así nueva edad
en los tiempos históricos y nuevas fases en el espíritu humano.
Sucede con los estadistas lo mismo que sucede con los oradores, escasean mu-
cho en la historia. Entre tantos poetas y tantos filósofos perfectos en sus respecti-
vas profesiones, como tiene Grecia, no cuenta nombre alguno de orador que poner
junto al excelso nombre de su inmortal Demóstenes. Entre tantos jurisconsultos
insignes y tantos primeros poetas, como tiene la colosal Roma, en la tribuna de
los Rostros solo se alza una estátua capaz de coronarse con perdurables laureles,
la estátua de Cicerón. Francia solo tiene dos oradores que levantar á la grande al-
tura de los oradores antiguos: en el siglo décimo séptimo, Bossuet; y en el siglo
décimo octavo, Mirabeau. Una de las mayores y mas preciadas riquezas morales
de la Gran Bretaña se encierra en el número de sus oradores extraordinarios que
apénas llegan á seis; y una de las esperanzas, que infunde á todos sus admirado-
res nuestra España, brota de la elocuencia incomparable que resuena en su magní-
fica tribuna. Presenta la historia mayor número de grandiosos estadistas que de
18
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
grandiosos oradores, por una razón muy sencilla, porque los estadistas responden
á necesidades mas permanentes y apremiantes del humano linaje. Así la política
moderna se lia forjado por una série de hombres extraordinarios, á quienes el es-
píritu de su tiempo se les subiera por completo á la mente, concentrándose en
ella como se concentra la etérea luz en los soles. Así que acaban los pontífices po-
líticos, empiezan los reyes políticos también. Estos, en el período teocrático y feu-
dal, no liabian hecho mas que servir á los papas y pelear con los nobles. A me-
diados del siglo décimo tercio, la monarquía se despide ostentosamente de la teo-
cracia por medio de sus reyes santificados y beatos: San Fernando, San Luis, don
Jaime el Conquistador, que ha hecho mayor número de milagros aun que los san-
tos mismos. Pero, al finalizar el siglo décimo tercio, é iniciarse, por el movimien-
to natural de los tiempos al movimiento natural de las ideas paralelo, el siglo dé-
cimo cuarto, los reyes tienen que defender sus respectivas nacionalidades recien
fundadas, y para defenderlas tienen que combatir la vieja tutela de la antigua
teocracia. Por tal razón á los reyes predilectos de Roma suceden los reyes enemi-
gos de Roma, en cambio brusco, que no se podría comprender, si de antemano, y
por anticipación, ¡ah! no se supiese que las ideas preceden á los hechos y á los
hombres de estado los hombres de pensamiento. La gran protesta, que contra la
unidad espiritual de Roma se inicia en el siglo duodécimo por la voz tonante de
Abelardo, no llega, en verdad, á las instituciones, hasta fines del siglo décimo
tercio, y comienzos del siglo décimo cuarto, en que Pedro el Magno de Aragón
recoge allá en Sicilia el guante de Coradino para con él abofetear al pontificado;
V Felipe el Hermoso de Francia disuelve las órdenes monásticas mas batalladoras
y mas adictas á la persona del papa; y Sancho el Bravo de Castilla se burla de
las excomuniones pontificias como cualquier impío de nuestra edad racionalista.
Coinciden, pues, los hombres de estado en las naciones que tienen el mismo
desarrollo en la historia universal y que consiguen igual poder en la civilización
moderna. Una reacción feudal sucede á los esfuerzos de los grandes reyes que in-
tentaron fundar la unidad de las naciones en la unidad de los estados; y esta
reacción la combaten los reyes revolucionarios, Pedro de Portugal, Pedro de Cas-
tilla, Pedro de Aragón. Y cuando la revolución monárquica supera y vence á la
reacción feudal, da el reloj de los tiempos la hora suprema del establecimiento y
organización de las grandes monarquías. Y por la sobra de malas artes y la falta
completa de escrúpulos; por la ausencia de toda fidelidad á la palabra empeñada
y al juramento prestado; por la doblez finísima y la crueldad refinada; por el eni-
AMERICANOS Y LUSITANOS
10
pico de todos los medios, aun los mas reprobables, para conseguir todos los fines
deseados; por la implacable ambición, por la crueldad refinadísima, ident ifícanse
los fundadores de la monarquía moderna, Fernando Y de Castilla, Luis XI de
Francia, Enrique VIII de Inglaterra, Maximiliano de Austria, Juan el Terrible
de Rusia, como si fueran facetas varias de un mismo y solo espíritu.
Y luego, cuando las monarquías absolutas se lian fundado, aseméjanse todos
los reyes, que llevan el poder supremo á su expresión ultima, Felipe II de Espa-
ña, Isabel I de Inglaterra, Luis XIV de Francia, Sixto Y de Roma, como en de-
mostración de que á la unidad del espíritu europeo lia de corresponder la unidad
también de la política europea. Las ideas de su tiempo dominan aun á los hom-
bres que se creen mas dominadores. Todo estadista, que coopera con su génio á
una obra natural de la sociedad prevalece; y todo estadista que contraría ó con-
trasta la corriente social se frustra y se malogra.
Para testimoniar esta verdad, poned los ojos en dos hombres de estado, perte-
necientes á los siglos últimos; y en dos hombres de estado, pertenecientes á nues-
tro mismo siglo: en Mazarino y Alberoni, en Meternich y Cavour. Italiano Ma-
zarino é italiano Alberoni; favorito el uno de Mariana de Austria, que reinaba
sobre la niñez de Luis X1Y y favorito el otro de Isabel de Farnesio, que reinaba
sobre la decrepitud de Felipe V; ambos á dos astutos, ambos á dos sapientísimos
en política y en diplomacia, solo en fortuna se diferencian, favorable la del mi-
nistro francés y adversa la del ministro español, á pesar de alzarse contra el uno
todas las pasiones de la Fronda y de someterse al otro la ciega obediencia gran-
geada para el poder supremo por nuestro letal absolutismo. Mazarino, con el par-
lamento por juez, los municipios en la rebelde Fronda, las provincias y estados
en guerra, París sobre barricadas y en armas, los Condés en enemistad, el here-
dero de la corona en conjuraciones, los grandes en desasosiego irreconciliable, los
pequeños en revolución permanente; bajo un cielo lleno de sombras, sobre una
tierra estremecida de sacudimientos, entre los fragmentos del trono destrozado pol-
la discordia y las guerras de clase atizadas por los últimos espectros del soterrado
feudalismo, somete lo mismo á París que á Burdeos insurrectas, debela en rápidas
victorias la Borgoña y la Turena, el Languedoc y la Normandía, dejando funda-
da la unidad de Francia, y muriendo, á pesar de las cóleras suscitadas por su
vida, en serena y honradísima muerte. Alberoni concibe los proyectos mas vastos
y siente las ambiciones mas desapoderadas; el demonio de la reacción europea,
i[ue dormía con Felipe II en la granítica tumba del Escorial, se apodera del cora-
20
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
zoh y del ánimo de este primer ministro, que arrebata Sicilia á los reyes de Sabo-
ya, Cerdeña á los emperadores de Austria; que extiende la espada del emperador
Carlos Y á un mismo tiempo sobre Italia y sobre Alemania: que conspira, como
si las olas no hubieran deshecho la armada invencible, contra las libertades y la
«y
prepotencia de Inglaterra; que pacta con el Gran Turco, importándole poco, si
llega hasta las puertas de Yiena y deshace la obra de nuestro infante don Fernan-
do; que suscita contra la casa de Orange, reinante por virtud del protestantismo, la
sombra teocrática de los ultramontanos Estuardos; que arroja el chacal coronado
del norte, Cárlos XII de Suecia, sobre una parte de los enemigos de sus planes;
que paraliza la energía y acción de los autócratas de Rusia por temor á sus velei-
dades históricas; que busca en los recónditos senos de París, por la increíble con-
juración de Cellamare, las pavesas de las ligas y las Frondas á ver si abrasan la
regencia de los Orleanes; y con todos estos grandes proyectos y todos estos innu-
merables recursos, concluye, al fin y al cabo, en una desgracia y en una ver-
güenza irreparables, por haber suscitado la reacción universal y opuéstose al
curso progresivo de los tiempos.
É igual enseñanza encierra el ejemplo de Meternich y de Cavour. Hace treinta
años el uno estaba en el zénit de la fortuna y el otro en los ocasos de la mas
triste adversidad. Restaurado el sacro imperio romano en Alemania, triunfante la
reacción cesarista en París, devuelto al papa su feudo secular, sometida la re-
belde Hungría por los odios implacables de los croatas y de los rusos, vencido
Cárlos Alberto en aquella Novara tan triste como Queronea ó Villalar, fusilada
Milán, sumergido el cadáver de Venecia en sus lagunas, montando el feroz Ni-
colás la guardia en las puertas del infame palacio de los Austrias, parecía que la
política de Meternich se apoderaba del mundo y restablecía la Santa Alianza de
los déspotas contra los pueblos, con tanta mas fortuna cuanto que tenia por único
enemigo aquellos diputados del parlamento de Saboya, reunidos, como una ban-
dada de águilas heridas, en las cimas de los Alpes, á las cuales no había llegado,
como iluminadas por un eterno dia, el diluvio de sombras llovido sobre todos los
progresos y todas las libertades por el nefasto espectro de la reacción universal.
Y sin embargo, el año cincuenta y nueve sobreviene; y la obra de Meternich se
hunde, á pesar de su soberbia; y la obra de Cavour se corona con la diadema de la
unidad de Italia y con el advenimiento de una revolución progresiva en toda
Europa.
El verdadero estadista debe servir al espíritu de su tiempo y servirlo por bue-
AMERICANOS Y LUSITANOS
21
líos medios. Una tradición nefasta, conocida con el siniestro nombre de maquia-
velismo, lia infnndido la engañosa idea, que atribuye á la política una irreme-
diable inmoralidad, como si la razón y la justicia no fueran aquí, en el mundo
social, fuerzas tan poderosas como los grandes agentes electro -químicos en el
mundo material. El político de Florencia creyó la razón de estado una fatalidad
tan grande como las fatalidades múltiples reinantes sobre la naturaleza; y así
como á la religión y á la ciencia sustituyó una especie de astrología mágica y de
quiromancia gigantesca, sustituyó al derecho la implacable divinidad de un es-
tado, que solo se curaba de la victoria y no de la razón y de la justicia. El quiso
enseñar á los grandes á ser tiranos, á los pequeños á ser rebeldes, á los conspira-
dores á ser taimados, á los cortesanos á ser falsos, á los estadistas á ser violentos,
A- les dijo que no se curasen de ningún derecho con tal que consiguiesen fausto
éxito, porque solo tiene coronas la fama y aplausos la humanidad para los triun-
fos de la fuerza. Este hombre no se desengañó, ni al ver como el tipo de todas las
ambiciones, César Borgia, se había hundido en oscuro calabozo, así que le faltara
la sombra de su padre, Alejandro VI, el cual dominaba la tierra, no por el nú-
mero de sus ejércitos ni por la extensión de sus estados, sino por la entrega de las
conciencias á la virtud sobrenatural de una idea. Y él mismo que renegó de todos
los vencidos, y volvió las espaldas á todas las derrotas, y lisonjeó todas las fortu-
nas, y redujo la sociedad á una inmensa batalla donde los partidos se devoran
unos á otros en carnicería sin término y sin fin, como la lucha de las especies;
después de haber enseñado á todo el mundo á vencer y á dominar, solo sabe ser-
vir y ser criado sumiso de los últimos tiranos de su patria.
No, la razón de estado no puede ser como una de las fuerzas ciegas del uni-
verso, las cuales no se curan de los séres, á quienes destruyen y devoran. No, el
estadista no puede asemejarse á esos animales feroces, sin mas fin que conservar
su sér á costa de los séres agenos, dispuestos solo al ataque y á la defensa; frente
á los débiles audaz, y medroso frente á los fuertes; sin mas necesidades que la
satisfacción del hambre voraz por la cual conserva su individuo y del amor físico
por el cual conserva su especie; siervo del instinto; entregado, bajo la fatalidad
general del universo, á la fatalidad particular de su propia organización. Ese con-
cepto del estadista pudo encarnarse allá, en las monarquías débiles, al punto y
hora de vencer en abierta guerra material á los señores feudales, y en abierta
guerra moral á los pontífices romanos. Los cánones del dolo, del perjurio, del ase-
sinato, aplicados á una sociedad fundada en la servidumbre de los mas y con-
TOMO i, 3
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
22
cluida y rematada por el derecho de uno solo, en verdad, no puede aplicarse á
sociedades libres, donde prevalece por completo, sobre todas las otras categorías,
la categoría del bien y de la justicia. Así como no tiene hoy aplicación aquel an-
tiguo manual del cortesano, que prolijamente adiestraba en el arte de doblar la
rodilla y el espinazo á los poderosos, no tiene razón de ser, á su vez, el bárbaro
catecismo de la crueldad y de la mentira. Aun las pasiones denominadas políticas,
aquellas en las cuales entran como factores la emulación personal y la envidia
traidora, tienen que purificarse y engrandecerse mucho, si han de servir al im-
pulso y al progreso de las sociedades modernas. A la competencia egoista entre
los individuos, al amor desordenado de sí mismo, á la demente ambición hav'que
sustituir, en siglo tan calumniado como el nuestro, pasiones mas nobles, la pa-
sión por el bien de todos, para que resulte así el engrandecimiento primero de la
patria y la mejora y perfección después de la humanidad. Los antiguos mismos,
en cuanto veían cualquier desgraciado, víctima de las mundanas ambiciones, con-
fiábanlo á los sacerdotes de Esculapio, los cuales cogíanlo por su cuenta y lo tras-
ladaban presurosos á las ruinas de las montañas por los titanes sobrepuestas en su
afan de tocar al cielo, á fin de que los desvariados aprendiesen por aquellas grie-
tas oscuras y por aquellas rocas destrozadas, en cuántos abismos se precipitan y
cuántas catástrofes traen los cegados por la pasión egoista de su propio engrande-
cimiento.
Ya sabemos que la voluntad se mueve por el cerebro y se agranda por la pa-
sión; ya sabemos que las pasiones humanas representan en nuestra especie lo
mismo que representan los instintos animales en especies inferiores; ya sabemos
que mientras un bruto cualquiera se apropia solamente las materias indispensa-
bles á su habitación y las sustancias indispensables á su alimento, el hombre
siente no solo inclinaciones incontrastables á la propiedad, sino también á que la
propiedad se trasmita v eternice como su espíritu y su nombre, allá en sus remó-
los descendientes; y por lo mismo que sabemos todo esto, sabemos también como
las ambiciones humanas tienen muchos y muy varios factores; no solo aquel, tan
sustancial, del deseo de dominio y superioridad sobre los demás hombres, sino
también aquel que consiste, á su vez, en tendencias irremediables á granjearse la
estimación general de sus contemporáneos y á conseguir un renombre imperece-
dero en la posteridad. Pero ningún estadista de altura podrá desconocer que, si la
ambición hace circular en sus venas con mas fuerza la sangre y circular en su
cerebro con mas celeridad las ideas, debe usar esta fuerza superior á la fuerza del
AMERICANOS Y LUSITANOS
resto de los mortales, no en el recreo de un pasajero goce, sino en la consecución
de grandes bienes para sus semejantes y en el cumplimiento de luminosas ideas
para su sociedad y para su tiempo: que si las conquistas de uno solo asombran,
solamente los progresos morales que á todos importan, que á todos aprovechan,
que á todos educan, mejorando la especie humana en su desarrollo y poniendo la
divina justicia en las instituciones, encuentran ecos y mas ecos de resonante glo-
ria, que se perpetúa en todos los anales y se trasmite á todas las generaciones.
El estadista siente su vocación y revela sus aptitudes, como todos los llama-
dos á grandes obras humanas, desde los albores primeros de su inteligencia v
desde los impulsos primeros de su voluntad. El gran conflicto éntre las ideas re-
trógradas y las ideas progresivas, propio de nuestro siglo de transición, ha engen-
drado en verdad, dos clases de estadistas, bien diversas y contrarias; la clase de
los estadistas conservadores y la clase de los estadistas revolucionarios. La pri-
mera, encargada por la Providencia de guardar la sociedad, tal como se la
encuentra, mejorándola, si acaso muy paulatinamente, posee las facultades nece-
sarias al. fin para que ha sido creada: la mesura en su temperamento, la pruden-
cia en su proceder, la parquedad en sus ideas, la experiencia de lo real en su
sentido, el respeto á la tradición en sus supersticiones, el culto á la estabilidad
en sus afectos, la inercia en sus propósitos, el don de gobierno en su voluntad,
todo lo indispensable al ministerio de conservación en las sociedades humanas,
inclinadas de suyo, por causa de su complicadísima complexión y del imperio de
las costumbres, á la inmovilidad y al reposo. La otra clase de estadistas, los esta-
distas revolucionarios, necesitan algo del filósofo en sus ideales, del profeta en
sus presentimientos, del héroe en su audacia, del legislador en sus programas, del
tribuno en su palabra, del sacerdote en su fé, del mártir en su abnegación,
del poeta en sus inspiraciones, del redentor en sus combates, para corresponder
al ministerio, que le ha confiado la Providencia, de impulsar hácia adelante la
inerte sociedad.
Con frecuencia sucede que los encargados, por ministerio providencial, de re-
formar las sociedades humanas, resultan luego encargados, á su vez, de conser-
var, en virtud de las reformas cumplidas, los nuevos organismos necesarios al sue-
lo recien formado por las erupciones de la revolución. Y en verdad, no conozco
facultades mas contradictorias y opuestas que las pedidas por el doble ministerio
de conservación y de reforma en las sociedades humanas. El profeta, que ha pre-
visto con su mirada telescópica los sucesos recien dibujados en las lejanas pers-
24
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
pectivas de un apartado porvenir, tiene por necesidad (pie bajar de las cimas ver-
tiginosas donde agitaba sus alas; que divertir la constante atención de los cielos
etéreos y luminosos donde resplandecían sus ideales; (pie acallar la elocuencia
magnífica, brotada de sus labios, á cuyas inflexiones calan sobre las conciencias
fecunda lluvia de ideas; que reducir las teorías escritas en los infinitos espacios
de su mente á los moldes angostos de una realidad tan triste y tan oscura como
todas las realidades sociales, cuando se las compara con los abstractos arquetipos
de la ciencia; y en esta increíble transformación, pedida por la naturaleza misma
de las cosas é irremediable, cualesquiera que sean el estado social histórico y los pro-
gresos traidos por el innovador y por el apóstol, resulta este sin remedio, en una
contradicción aparente, que le pierde á los ojos vulgares de una generación cega-
da por las nubes del combate diario, pero que le salva y le inmortaliza en el sereno
juicio de la posteridad.
por D. José Selgas.
i hubiésemos de buscar el origen del tipo moderno que se nos
viene á las manos, pidiéndonos los rasgos mas salientes de su
fisonomía, tendríamos que remontarnos al momento, ya bastan-
te lejano, en que el hombre apareció sobre la tierra; mas aun,
al momento en que se encontró dueño del Paraíso, porque en
esa ocasión es cuando por primera vez se nos presenta el hombre
sin camisa.
¡ Y véase qué caprichos suelen tener los idiomas puestos en bocas
humanas! Llama el diccionario descamisado, en su sentido propio,
al que es tan pobre que no tiene sobre que caerse muerto, y cabal-
mente nadie mas rico que el primer hombre, que poseyó él solo los
pingües beneficios del Paraíso, mejorado en tercio y quinto con toda la extensión
de la tierra.
Y aconteció, como la cosa mas natural del mundo, que desde el momento en
que, por razones que no son de este sitio, aunque en verdad caben en todas par-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
26
tes, perdió el perpétuo usufructo de lo que podemos llamar la casa solariega del
linaje humano, y fué cuando, advirtiendo su completa desnudez, comenzó á sentir
que no le Ilegal) a la camisa al cuerpo.
Parece cosa averiguada que ese paño menor, tan íntimamente unido á la parte
extrema de la personalidad humana, fué el primer movimiento, tímido si se
quiere, pero al ñn el primer movimiento del pudor, bella vergüenza en (pie el
alma luego que deja de ser inocente intenta ocultarse y no hace mas que descu-
brirse, porque, bien mirado todo, el pudor es á la malicia lo (pie el remordimiento
al delito.
No es cosa, ciertamente, de poner la camisa sobre la cabeza en señal de borne-
naje, pero tampoco seria conveniente echársela á la espalda como cosa de poco
mas ó menos. Quiero decir, que la camisa empieza en una hoja de parra, y que
en buena filosofía no es un mero detalle suntuario, sino mas bien un sentimiento
y basta un consuelo, como si dijésemos el paño de lágrimas de las flaquezas hu-
manas. Existe, pues, cierta relación psicológica entre la camisa y el alma. Y aquí
recomiendo al lector que conserve en la memoria la última observación hecha,
porque sospecho que mas adelante lia de convenir tenerla presente.
Adan es el primer descamisado que la historia nos presenta, como si desde el
principio se nos hubiese querido advertir, que ese debia ser, figuradamente ha-
blando, el destino del hombre sobre la tierra. Y, ¡válgame Dios! qué esfuerzos
hace el ingenio humano por ocultar la humildad de su persona hasta á sus pro-
pios ojos. No obstante la antigüedad del caso, el tipo auténtico de la nueva espe-
cie, que mueve á escribir estos renglones, no aparece hasta el último tercio del
siglo próximo pasado, que asomó la cabeza en Francia bajo el nombre de saris-
culo t le, sin calzones, traduciendo al pié de la letra; descamisado, haciendo la tra-
ducción mas completa, que es la generalmente admitida.
Eso sí, Robespierre no fué indiferente á cierta pulcritud esmerada en la com-
postura de su toilette, ni Saint Just se desdeñó de dar al aspecto suntuario de su
persona el elegante abandono de estudiada negligée ; ni en fin, Danton, hombre de
grande estómago, hizo nunca ascos á las apetitosas sugestiones del menú. Puede
decirse que aquella generación descamisada no tenia al confort, por enemigo de
la pátria; pues el mismo Marat, asta humana de la bandera de los harapos, se
entregaba con frecuencia á las sensualidades del baño, sino en agua rosada, á lo
menos en agua enrojecida por la sangre que hacia correr de la guillotina.
Cierto; mas fuera de esas genialidades particulares de aquellos sans^culotle,
AMERICANOS Y LUSITANOS
27
los pingajos triunfaron en principio, la miseria externa, como dando testimonio de
las miserias interiores, se puso en moda y los descamisados hicieron favor. No hay
para que juzgarlos, puesto que ellos, que debieron conocerse bien, se condenaron
á muerte sin apelación y sucesivamente se fueron decapitando unos á otros.
A los noventa años, poco mas ó menos, el tipo se encuentra perfeccionado, y
seria un error de señas ir á buscarlo á esas regiones donde la escasez ó la completa
ausencia de los bienes de fortuna, ponen al hombre en la cumbre de aquel magis-
terio desde el cual se enseñan los codos. Las palabras, que al fin y al cabo no han
hecho juramento solemne de conservar perpétuamente su sentido propio, gracias
á la confusión de ideas, que reina y gobierna, esperimentan desviaciones que las
apartan de su significación verdadera; y las hay que, rompiendo completamente
con la tradición, que en materia de lenguaje es la etimología, parece que se com-
placen en representar la idea contraria de lo (pie, según las leyes de la lengua,
significan.
De esta especie de sentido contrapuesto participa como ninguna la voz desca-
misado, y es tal la fuerza de su concepto, permítaseme decirlo así, neológico, que
ya no se usa como designación de un estado individual de material desnudez sino
como espresion de un desahogo particular del espíritu. No espresa la situación
externa del cuerpo, sino mas bien el aspecto interior del alma.
No son ociosas estas esplicaciones si hemos de comprender bien el tipo, que
no de muy antiguo ha obtenido carta de naturaleza entre nosotros. Por eso han
sido necesarias algunas palabras acerca de su origen, y alguna indicación aclara-
toria acerca del sentido de su nombre.
II
Nace el Descamisado ni mas ni menos que el resto de los simples mortales,
porque la naturaleza, mas democrática que los hombres, no le lia concedido privi-
legio ninguno. No preguntéis en qué cuna se mecieron los primeros años de su
vida, pues humilde ó excelso, según las vanidades del mundo, el linaje no ejerce
influencia alguna en su naturaleza.
Tampoco es fácil reconocerlo á primera vista en el movimiento continuo de la
vida, porque su apariencia mas bien descubre al hombre entregado á la sabrosa
indolencia de los goces materiales que al espíritu sombrío que busca en la des-
truccion universal los ideales , como ahora ridiculamente se dice, de una creación
enteramente nueva.
28
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Si en efecto la curiosidad de conocerlo nos mueve á buscarlo, no hay que per-
der el tiempo registrando los talleres, indagando en las fábricas, descendiendo á
esas últimas regiones de la sociedad en que el hombre compra el sustento de su
vida ignorada con el sudor de su frente, porque á este tipo que bosquejamos ja-
más se encuentra oculto bajo el polvo del trabajo.
No llaméis á las puertas desvencijadas de esas viviendas reducidas á la estre-
chez de cuatro paredes desnudas, donde la familia tiembla de frió, se ahoga de
calor ó se muere de hambre, porque el descamisado de nuestros dias entiende la
vida de otra manera, y la penuria de la escasez y la dureza de la miseria son co-
sas que no le hacen maldita la gracia.
Si hemos de tropezar con él, hay que penetrar ya en este, ya en el otro círculo de
recreo, con tal de que el aspecto de la casa revele cierta opulencia y ofrezca aquellas
confortables comodidades que se han hecho indispensables para convertir en paraíso
de delicias este mundo incorregible, empeñado en llamarse valle de lágrimas.
Si como es cosa corriente en las interioridades del edificio, adonde, dicho sea
de paso, concurren también gentes, digámoslo así, sencillas, á quienes nadie se-
ñala con el dedo, hay una habitación algo separada de las demás, y dispuesta de
modo que los aficionados á las eventualidades de la suerte, busquen en los capri-
chos de la fortuna las satisfacciones de la vida, seguramente allí encontraremos
el tipo de una de las ramas de la familia; quizá al embrión de la especie.
Juega, ya por placer, ya por costumbre, ya por necesidad, y en cualquiera de
los tres casos es capaz de jugarse hasta la camisa que lleva puesta, contingencia
que no lo pone nunca en el caso de quedarse sin ella, pues la circunstancia mas
característica del Descamisado que describimos, es cabalmente, no solo la camisa,
sino la camisa limpia, inmaculada, esquisita.
Allí se le encuentra, bajo ese exterior que descubre el desahogo del bienestar
\ la posición fácilmente adquirida de los goces materiales, empeñados en ser el
único destino del hombre sobre la tierra.
Exteriormente sino es siempre la opulencia deslumbradora de todas las vani-
dades satisfechas, es cuando menos el aspecto de esa holgura, ya que no envidia-
ble, envidiada, con que cuentan los hombres felices que pueden decir, para mí se
ha hecho el mundo.
Interiormente es un espíritu completamente desnudo, un alma, que si me es
permitido decirlo así enseña por todas partes los codos, que atestiguan la desolada
miseria en que vive.
A M E R ICA NOS Y LUSITANOS
29
Dios, entre las cuatro paredes de su entendimiento, no Viene á ser mas que
una mera abstracción, una antigtialla, buena sin duda para dormir ;i los niños en
la infancia del mundo.
La sociedad ya es otra cosa, por lo menos desde que Juan Jacobo Rousseau
descubrió el contrato social. Es una compañía, basta cierto punto anónima, repre-
sentada por acciones de bancos y por acciones de guerra, donde se cotizan y ne-
gocian con la prima que permita el estado de los mercados, cuantas malas acciones
se presenten al cambio. La empresa tiene por objeto definitivo la gran obra del
siglo, la de vivir lo mejor posible.
El hombre no es á los ojos de este Descamisado , equívoco si se quiere, pero
realmente auténtico, mas que uno de aquellos hermosos cuadrúpedos que según
Horacio formaban la piara de Epicuro.
Chevalier es un economista que ha dicho: «Nuestra civilización se \é obli-
gada á hacer una triste confesión: en nuestros estados libres, que tanto se glorían
de sus progresos, hay una clase de hombres cuya condición es víctima de la ab-
yección, y esta clase parece que tiende á propagarse mas de lo que se habla visto
en la mayor parte de las ciudades antiguas.»
Otro economista de cuyo nombre no me acuerdo, observa que la miseria crece
en la misma proporción que el lujo.
Pues bien, el Descamisado ha venido á ser por el movimiento natural de las
cosas el ejemplo personal de las averiguaciones hechas por la ciencia económica
en el conjunto total de los pueblos civilizados.
Los economistas no se han fijado mas que en la multitud, y han separado lo
que al mismo tiempo consideran inseparable, á saber, la miseria y el lujo, y han
visto la miseria en unos y el lujo en otros, sin caer en la cuenta de que existe
una nueva especie que facilita la realización del fenómeno económico dentro de
cada individuo.
La miseria escondida en el fondo del alma, el lujo colgado, digámoslo así, por
toda la exterioridad de la persona como una córte suntuosa en un dia de gala.
Tal es el nuevo Descamisado , conforme al sentido, sino etimológico, filosófico sin
duda alguna.
Mr. Chevalier tiene mucha razón al asegurar que esta clase tiende á propa-
garse mas de lo que se habia visto en la mayor parte de las ciudades antiguas.
Pero el saldo economista no ha visto mas allá de sus narices, (defecto de que
suelen adolecer los sabios) pues no ha encontrado por una parte mas que la des-
tomo i, 4
30
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
nudez de los descamisados originarios, ele los descamisados tradicionales, y por otra
parte la opulencia deslumbradora á que han aspirado los hombres de todos los
tiempos; mas no lia advertido que uno y otro estremo, por la ley de misteriosas
atracciones se hallan ya confundidos en un mismo individuo.
El Descamisado, resulta que viene á ser el gran fenómeno económico de nues-
tros tiempos, y como la síntesis del estado moral y económico del mundo moderno.
Decir descamisado, es lo mismo que decir lujo y miseria.
III
De la sala de juego al salón de buen tono hay tan poca distancia que el Des-
camisado puede sin grande esfuerzo salvarla de un solo salto. No digo yo que
se levante para recibirlo el arco de Tito, pero todas las manos se le tienden, todas
las bocas le sonrien, y si como el destructor de Jerusalen no es precisamente la
delicia del género humano, la gente que se viste tres veces al dia, no tiene in-
conveniente, ya que no en abrirle los brazos, por lo menos en abrirle de par en
par las puertas del gran mundo.
En rigor el Descamisado se presenta de una manera irreprochable; están per-
fectamente tomadas todas las precauciones que la toilette, digámoslo así, oficial,
exige; la camisa es blanca como la nieve, la corbata compite en blancura con
la camisa, el frac incorregible, esto es, correcto; el aire suelto y desenfadado
como corresponde al hombre que sabe perfectamente que ha nacido en su tiempo.
En todo aquello que entra por los ojos nada hay que pedirle.
Su erudición en punto á menas es realmente amena. No hay plato ni por nue-
vo ni por exquisito que no se halle anotado en el registro suculento de su paladar.
Saborea las delicias de la mesa como quien sabe hacer los honores debidos á la di-
gestión, y puede decirse, fuera de toda lisonja, que es un estómago sublime.
Príncipe ó duque, potentado ó simple particular, porque de todas clases se dau
ejemplares, sigue sin rebozo las corrientes de su siglo, con tal de que la mesa sea
apetitosa, el salón confortable, la vida muelle y regalada.
¿Qué hay que sacrificar á la realidad continua de esas satisfacciones?... Pe-
didle sacrificios, en inteligencia de que no lia de escasearlos; lustre de la familia,
amistad, favores alcanzados, respetos debidos... todo está pronto á sacrificarlo.
Socialista activo en el fondo de su manera de ser, huye de todo trabajo útil y se
declara individualmente en perfecta huelga.
AMERICANOS Y LUSITANOS
31
Y es razonable. Separa con bastante acierto las debilidades de la materia, de
las fortalezas del espíritu; deja al cuerpo que satisfaga todos los caprichos de sus
apetitos, y echa sobre los hombros desnudos de su inteligencia la balumba de los
grandes problemas. Es... lo diré en francés para mayor claridad, es lo que llama-
mos un sprif /orí; pero téngase en cuenta que los espíritus fuertes son cabal-
mente los que tienen la carne mas flaca; ¡y eso que se dan tan buena vida!
Allí, en el casino, por ejemplo, junto á la chimenea, abandonado al muelle
regazo de la butaca, exhalando en repetidas bocanadas de humo el jugoso perfu-
me de suculento tabaco, con los piés casi á la altura de la cabeza, mediante la
silla sobre la que los tiene colocados para mayor delicia, discute con énfasis tras-
cendental los puntos mas salientes de las cuestiones sociales, puestas á la orden
del dia por el furor inagotable de la controversia.
La libertad humana, los derechos del hombre, los títulos de las clases deshe-
redadas á la posesión del mayorazgo universal, la ignominia del trabajo, las oscu-
ridades de la propiedad... todo lo examina, lo expone y lo resuelve de plano, mer-
ced á la abundancia de lugares comunes con que la ignorancia invencible de que
hablan los teólogos ha enriquecido el lenguaje de los sabios. Porque nuestro tipo
es casi orador, semi-filósofo y hasta medio literato. ¿Por qué no? Cabalmente el
Descamisado de que tratamos posee como única virtud, la cualidad intrínseca de
ser coopartícipe privilegiado en la herencia del mundo; quiero decir, de serlo
todo á medias.
¡La libertad humana!... ¿Quién — pregunta, — puede ponerle límites?... ¿Aca-
so la bestia salvaje ha de ser mas libre que nuestra especie? ¡Los derechos del
hombre! Eso es definitivo. Todavía las leyes pretenden limitar el ejercicio ilegis-
lable, imprescindible del Yo humano; pero la ciencia, señores, no hay que darle
vueltas, acabará con la ley. En vano los escrúpulos supersticiosos de una moral
añeja se obstinan en condenar el suicidio. ¡Qué aberración! Cuando se le ha dicho
al hombre que puede disponer libremente de su alma entregándola, ya á esta
creencia, ya á la otra, ya á ninguna, se quiere impedir que disponga de su vida.
¡Las clases desheredadas! No puedo volver los ojos hácia esa parte de la sociedad
sin que se aflija mi alma y me refugio indignado en el fondo de las mayores co-
modidades como una protesta viva. ¡El trabajo! ¡Ah! ¡Todavía existe esa palabra
en el diccionario de las lenguas cultas! Yo pregunto: ¿Por qué la pobreza ha de
ser un delito que se condene á la j)ena de trabajos forzados? ¡La propiedad! Sí,
cierto, cuestión delicada, porque al fin beato el que posee, pero también tendrá su
32
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
término esa beatería, y entretanto, convengamos en principio en que todo es de
todos.
Tal es el Descamisado por dentro en las grandes cuestiones del dia.
En los salones del buen tono sus tésis no participan de menor desnudez. El
amor libre no le parece mas que una fórmula nueva, á la cual no hemos acostum-
brado todavía el oido, y reclama en su apoyo todos los derechos de la naturaleza.
No sabe por qué no ha de ser libre la. afición mas espontánea de que es capaz el
mecanismo humano. La mujer, — dice con esquisita galantería, — no merece ser
engañada nunca; permítasenos la libertad de dejar una por otra y no nos veremos
en la necesidad de engañarlas. El amor no se puede tomar como la vida que ha
de durar necesariamente hasta la muerte; y sin embargo ¡quién no cambia de
vida!... ¿Es por ventura el amor una obligación? Si lo fuese ¿qué mujer seria
amada?
Por lo que hace á las costumbres es el defensor asiduo de cuantas debilidades
caen en el platillo de las conversaciones.
Una infidelidad... ¡Phs! ¡Mire usted qué arco de iglesia! El mundo está aun
lleno de preocupaciones. Ya no hay mas infieles que los moros. La mujer propia
no es una esclava: y después de todo, un marido que encuentre quien le ayude á
llevar la cruz del matrimonio no tiene por qué quejarse.
Una traición... ¡Bah!... El mundo está muy adelantado para que semejante
cosa escandalice á nadie. El éxito es el juez definitivo: el fin justifica los medios.
En cuanto á los diferentes modos de vivir á que el hombre puede apelar, sos-
tiene que no hay mas que uno, á saber: vivir bien, vivir lo mejor posible; buena
casa, buena mesa, todas las comodidades del bienestar, un lujo desahogado, razo-
nable. Su tésis económica es esta: que el dinero, sea el que quiera el origen de
(pie proceda, vale siempre lo mismo, que es absolutamente necesario para la vida,
y que hay que buscarlo donde se halle, ó convertirse en monedero falso, sistema
hasta cierto punto desacreditado.
En resúmen: el Descamisado es ese gran perdido, ese perdido fastuoso que nos
encontramos en todas partes.
IV
Acaso se crea que son demasiado vagos los contornos en que hemos diluido el
bosquejo de este tipo, que en último resultado se confunde con la especie, cono-
AMERICANOS Y LUSITANOS
33
cicla en todos los tiempos, de esos hombres que echan el cuerpo adelante al mis-
mo tiempo que se echan el alma á la espalda. No me opongo á la fuerza de tan
juiciosa observación, pero téngase en cuenta que el nuevo sentido de la voz des-
camisado se ha hecho para designar en la presente época á esa especie de todos
los tiempos.
Mas si se quieren líneas mas precisas que determinen bien el tipo original
que la palabra por filosófica ampliación determina, ahí está la historia que no nos
dejará mentir, y que sin andarse con rodeos inútiles y con vanas salvedades retó-
ricas, nos presenta de golpe y de cuerpo entero en su doble naturaleza jerárquico
y descamisada el ejemplar auténtico del género verdaderamente descamisado.
A manera de anuncio del sér compuesto que, andando el tiempo liabia de cir-
cular en el mundo como moneda corriente, aparecen á nuestros ojos unidos en una
misma persona, en un solo individuo, el duque de Orleans y Felipe Igualdad .
Marat no fué en sustancia mas que el embrión, el conato, la intuición imperfecta,
incompleta del tipo, la cuna de la especie. Tomó la natural desnudez con que
todo nace por forma auténtica y definitiva de la regeneración social, y elevó los
harapos á la jerarquía de las ideas. Fué, si no hay inconveniente en que así se
diga, el tipo inconsciente, espontáneo, la infancia del arte, el pedazo de mármol
de que liabia de salir después la verdadera estátua, esto es. el Descaminado sun-
tuoso, el que se codea en los salones con las mas altas jerarquías, el que viste so-
berbios uniformes, el que habita en palacios, tal vez el que ciñe corona.
La corrección no se detuvo mucho tiempo y la idea desnudamente expuesta
por Marat encarnó bien pronto en Felipe Igualdad ¡oh pudor! conservando la ca-
misa, no así como se quiera, sino exquisita, pulcra, intachable, dos por lo menos
cada dia, una, si es ¡ireciso, para cada hora.
El infeliz que por las adversidades de la suerte se encuentra condenado á no
tener camisa ¿qué ha de hacer mas que apetecerla? ¿Se resigna nadie á vivir su-
jeto á la triste condición de que no le llegue nunca la camisa al cuerpo? Ese es
el descamisado involuntario. Si al niño recien nacido por su desnudez originaria
no se le puede llamar propiamente descamisado, por la misma razón no debe de-
signarse con ese nombre al que no lleva camisa, sencillamente porque no la tiene.
No, ese no es un tipo moral que forme especie, y cuyos ejemplares obedezcan
á leyes comunes; son casos aislados, fortuitos. La palabra no ha hecho fortuna,
merced á tan mezquina significación, porque entonces ¿qué palabra no seria cé-
lebre? Su valor consiste en la perspicacia con que su sentido designa, no la des-
34
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
nudez material del cuerpo, sino la desnudez moral del alma. A un cadáver no se le
llama desalmado, á pesar de que no tiene alma, porque desalmado no es el que no
la tiene, sino el que no quiere tenerla.
Del mismo modo cuando nos valemos de la palabra descamisado , mas que un
orden de hechos pretendernos espresar un orden, digámoslo así, de ideas; mas que
una clase de pobres desventurados, se nos representa una especie de dichosos aven-
tureros. Así resulta que no es el desorden externo de la persona lo (pie determina
y caracteriza el tipo, sino el desorden interno que se descubre al través de las ga-
las del vestido.
Para determinar mas esta diferencia que salta á la vista, basta observar dos
hechos constantes, que el movimiento agitado de la vida (pie traemos, nos pone
de continuo ante los ojos. Son dos hechos al parecer contradictorios y que en el
fondo se corresponden. Obsérvese cuán penosamente, si llegan á conseguirlo, sa-
len de pobres los que no tienen camisa, y véase de paso con cuánta facilidad pros-
peran los descamisados. A la vez que los primeros se ahogan en la estrechez déla
miseria, los segundos se mueven en la holgura de la comodidad y del regalo.
No es el sans-culotle inculto, de aspecto patibulario, de semblante sombrío, que
lia tomado su descontento por opinión, su fuerza por ley y su cólera por potestad.
Nada de eso. Es el sans-cidoUe sí, pero culto, limpio, risueño, hasta afable... ¡qué
digo!... tolerante, que toma las cosas como vienen, que vive arriba y piensa aba-
jo, (pie medita hondamente en las necesidades de los pueblos porque en la des-
cendencia corriente de las palabras, popularidad viene de pueblo; que adivina los
caprichos de las multitudes para anticiparse á propagarlos; que profesa los erro-
res mas halagüeños á la ignorancia del vulgo como gracia que concede ó como li-
sonja (pie tributa.
Por último, si es simple particular desdeña en principio las jerarquías, pero
tiene su asiento en la mesa de los potentados.
Si es marqués, conde, duque, príncipe, desprecia sus títulos, pero los lleva.
No es posible describirlo con todos sus pormenores, porque en la mayor parte
de ellos se confunde con el resto de los hombres; pero, no importa, porque es im-
posible desconocerlo.
por 1), Cárlos Frontaura,
I
CONSEJO DE FAMILIA
les como os digo, estoy muy desengañado de este Madrid,
que para mí, desde que no voy á la oficina, no tiene atrac-
tivo ninguno, y además, me persuado de que, viviendo en
Madrid, lie de gastar cuanto tengo, sin ahorrar un cuarto,
porque cada vez es aquí mas cara la vida.
— Eso es verdad, que va la muchacha á la plaza con dos
duros cada mañana, y el dia que menos gasta me devuelve un real ó
dos, y lo regular es que le falte una peseta ó cinco reales.
— Pues ya ves si tengo razón. ¿Y el casero? Treinta duros todos
los meses por un cuarto tercero en la calle de la Salud ¡Valiente
salud puede uno tener, subiendo, dos ó tres veces al dia, ochenta es-
calones, y viviendo en estas habitaciones tan estrechas, y expuesto
siempre á coger un aire colado en cuanto se abre la ventana del patio sin cuidar
de cerrar el balcón del gabinete ! . . .
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Sí, buen catarro lie tenido yo todo el invierno.
— Y el año pasado Luisa la pulmonía, que milagro es que la veamos ahora
sentada aquí con nosotros.
— Tienes razón, me estremezco cuando lo recuerdo.
— Pues hijo, tú eres el que dispone y manda. Yo, apénas me acuerdo de Villa-
santa, como salí de allí tan niña, y no he vuelto, pero tú has estado varias veces
A- debes saber bien si se vive regularmente en nuestro pueblo.
— Ya lo creo. No os vayais á figurar que es un villorrio. Es una población
muy bonita, con un paseo precioso y una fuente en medio, y unas acacias que, en
verano, son lo que hay que ver. Hay tres iglesias y un convento de monjas claras,
que se hacen allí unas procesiones por mayo, que de toda la provincia va gente el
dia de la función, y unos bizcochos que llaman maimones, que no hay cosa mejor
para el chocolate. En cuanto á alimentos, no hay en ninguna parte leche como la
de aquellas cabras, que todo el dia están en el monte, y por la noche las traen, y
da gloria ver los cántaros de leche que se venden en la plaza de Rompepiés, que
así la llaman, por lo mal empedrada que está... Pero no os figuréis que toda la
ciudad está mal de empedrado. Las calles tienen sus aceras, no tan anchas como
en Madrid, pero, vamos, lo suficiente para poder andar cómodamente.
— Pero en Yillasanta no habrá reuniones, papá, no habrá mas que paletos,
¿verdad?
— Chica, ¿no os lie dicho que es una ciudad y no un villorrio? Paletos no hay
allí, lo que hay es muchísimo lujo. En el casino cada lunes y cada martes hay baile
de confianza, y allí vereis boato y todo cuento. La última vez que fui á Yillasan-
ta, cuando se murió mi encargado de cobrar la renta, me hicieron ir á un baile que
dieron el casino, y estaba aquello que parecía propiamente un baile de palacio.
¡ Qué vestidos de seda y de terciopelo arrastrando ! ¡ qué guantes hasta el codo con
una hilera de botones relucientes ! ¡ qué collares y qué aderezos ! . . . ¡Y ellos! ¡ habia
muchachos finísimos, vestidos, como unos diputados en dia de apertura de cortes,
con sus fraques, sus chalecos blancos, sus sombreros de esos que se encogen y se
estiran!... ¡Como que en Yillasanta viven muchas familias principales! Allí tenéis
el marqués de Casa Gómez, que tiene cinco hijos de su primera mujer, dos varo-
nes y tres hembras, una casa poderosa, donde recuerdo que, decia mi padre, en
tiempo de la primera guerra civil, era tanto el dinero que habia que hubo nece-
sidad de apuntalarla, y el dinero no se contaba, se pesaba para abreviar. Fué el
padre del marqués contratista de provisiones para el ejército, el hombre mas listo
AMERICANOS Y LUSITANOS
37
que ha nacido, y otro calificativo nada honroso le aplicaban malas lenguas, de en-
vidiosos, sin duda. En Villasanta viven también las que llaman las del Senador,
que son la viuda y las cuñadas de don Froilan Diez de la Peregila, que fue sena-
dor hasta el 1868, y cuando vino la revolución se retiró á Villasanta, y allí se
murió de rabia, es decir de rabia de no poder, como él decía, poner en la ciudad
una horca en cada calle. Era un hombre de un génio atroz. Ya vereis á su seño-
ra; cuando se casó con él contaba veinte años menos que don Froilan, pero él la
tenia metida en un puño, y todavía es joven, y mas jóvenes sus hermanas, y
figuraos si habrá allí lujo que las del Senador los vestidos, los sombreros, los en-
cajes, todo lo traen de Bayona, adonde van todos los veranos. Allí teneis también
al coronel Rebenque; no sirve ya en el ejército, porque fué un año á los baños de
Spa, y encontró una polaca que se enamoró de él, y se casaron, y se vinieron á
Villasanta, donde el coronel tenia y tiene su casa solariega, y no han vuelto á
salir de la ciudad. En fin, hay mucha gente principal, no faltan diversiones, y,
como dicen las del Senador, es aquello una córte en pequeño. Y en cuanto á bue-
na salud, -con deciros que mi abuelo murió de 105 años, sin haber tenido un dolor
de cabeza, y mi padre de 98 cumplidos, y el dia antes de morir liabia andado tres
leguas, y cazado quince pares de codornices, podéis apreciar si será aquello sano.
— Bueno, bueno. Pues no hay mas que hablar, vámonos á Villasanta. Las
chicas lo mismo pueden casarse allí que en Madrid.
— No, lo mismo no, mejor. ¿Vosotras no tendréis novio?
— Ahora, no, papá.
— Es una ventaja. Así no os cuesta trabajo dejar este Madrid, donde todo es
falacia cortesana, egoismo, y poca vergüenza. Yo estoy jubilado con mis veinte
mil reales de haber que no me los puede quitar nadie, es decir, á no ser que
venga el diluvio, como dice mi compañero don Camilo, desde que se ha hecho
republicano, y con esos veinte mil y seis mil lo menos que puedo sacar á mis fincas
en término de Villasanta, siendo yo mi propio administrador, y los cuponcillos
de los ferros, que compré cuando andaban poco mas que tirados, antes de la res-
tauración, reuniremos unos cuarenta mil reales de renta, y podré ahorrar todos los
años veinte lo menos. Esto no lo podemos hacer en Madrid, donde hasta ahora,
hemos venido gastando todos los años los ingresos, y, en algunos, á estos han
superado los gastos. Ansia tengo, mujer mia, hijos nuestros, de vivir tranquila-
mente, de no oir hablar de política, de no verme en apuros y en necesidad de pe-
dir alguna que otra suma adelantada á cuenta de la renta, de respirar el aire puro
TOMO I. 5
38
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
de a(|uel delicioso valle y de aquella orilla del caudaloso rio, y de estar, en fin,
á mis añedías, vestido como quiera, y calzado con alpargatas ó zapatillas., dester-
rando estas horribles botas que me atormentan, haciendo lo que me dé la real
gana, libre, feliz é independiente como el cartaginés, digo, como España antes de
abrirse al cartaginés incautamente.
— ¿d yo, papá?...
— Tú, querido Antonio, trasladarás la matrícula á la universidad de Vallado-
lid, que no está lejos de Villasanta, y allí acabarás tu carrera de abogado, y en
concluyéndola, poco habré de poder si no logro que seas diputado perpetuo por
Villasanta.
— ¡Oh! sí, sí. me gusta el plan .
— Ya lo creo. A ver si vuelve á haber un ministro en nuestra familia.
— ¿Hubo ya alguno, papá?
— Sí, pero nosotros no le hemos conocido, porque floreció en el siglo xv. Ya
tendrás ocasión, hijo, de ver todos nuestros papeles, y por ellos comprenderás que
nuestra familia fué de las mas ilustres. En Villasanta, en la parroquia de Santa
Coleta, que es donde está el archivo, he de buscar mas antecedentes, y ¿quién
sabe si hallaré coyuntura por donde hacer alguna reclamación de intereses al Es-
lado?... Porque mi familia tiene de antiguo muchos privilegios, capellanías, fue-
ros y donaciones reales, que bueno seria averiguar cómo y cuándo han caducado.
El marqués de Casa Gómez le sacó muchas talegas al Tesoro, á fuerza de rebuscar
papeles viejos, que, vendidos al peso, no hubieran dado por ellos dos reales.
— ¿Y cuándo el viaje, Serafín?
— Pues lo mas pronto que se pueda, mujer. Antes he de ir á ver en qué es-
tado se halla la casa que allí poseo, y donde hemos de vivir, la casa de mis abue-
los, arrendada ahora para las oficinas del batallón de la reserva y cuyo arriendo
concluye este mes. Necesitaré que se hagan algunas reparaciones.
Aquello es un palacio, con dos patios, bodega, lagares, horno, huerta, jardin,
granero, corrales, cuadras...
— ¿Tendremos coche, papá?...
— Sí, no faltará quien me venda un coche de lance, y con poco se sostiene,
porque las muías serán las mismas de la labor... A los animales hay que hacerles
trabajar, porque sino se vician, y no se puede con ellos.
— ¡Qué gusto vivir en una casa propia!...
— ¡Oh! es una gran ventaja.
AMERICANOS Y LUSITANOS
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— Sin este fisgoneo de la vecindad, que se entera de todo, y sabe lo que co-
memos, lo que entramos y salimos, y si viene gente á casa ó sino viene un alma.
— Allí, completa independencia.
— Oye, Serafín, ¿y estaremos allí seguros?
— ¡Olí! ya lo creo, tú no te acuerdas, pero antes nadie cerraba las puertas de
las casas, y no liabia ejemplo de que faltase un alfiler. Ahora será lo mismo, poco
mas ó menos. No hay ningún cuidado.
—Sin embargo, nosotros la cerraremos, si te parece.
— Haremos lo que hagan los demás. Otra vez os digo que no creáis que es
Yillasanta un pueblo de cuatro vecinos. Tiene diez mil almas, guardia civil, el
cuadro del batallón de reserva, la sección de la remonta de caballería, adminis-
tración de estancadas, estación telegráfica, un inspector y dos agentes de orden
público, serenos, alguaciles, una córte en pequeño, como os he dicho.
• — Nada, pues, á Yillasanta.
— ¿Lo aprobáis?...
— Sí, -sí.
— ¿Yas con gusto, esposa mia?...
— Sí, puesto que tan ventajoso será, según dices, vivir en ese pueblo.
— Ciudad, mujer, ciudad desde que estuvo allí Carlos II con tercianas, según
lo reza la historia.
— ¡ Jesús! ¿hay tercianas?
— No, mujer, le dieron allí á Carlos II, como le pudieron dar en Madrid ó en
otra parte; mejor dicho, le dieron en el camino, porque por eso entró en Yilla-
santa, y tuvo que guardar cama para curárselas, y ya vereis la casa donde estuvo,
que era la del paje, de S. M. el conde de la Tenaza, que iba con él, y ahora es
el mesón de la Tenaza, en memoria del ilustre dueño.
— Pues no hay mas que hablar. Nos vamos á Yillasanta.
— ¿Estás conforme, Luisita?
— Ya lo creo.
— ¿Y tú, Purita?...
— Sí, papá.
— Os consulto para que no digáis que soy un padre de familia tiránico y ab-
soluto .
— Todos estamos conformes, papá. Y yo á Valladolid, á concluir la carrera.
— Eso es.
40
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Y á ser diputado luego por Yillasanta.
— Eso lo iré yo preparando diplomáticamente para cuando llegue la ocasión.
Tú, mujer, y vosotras, niñas, á prepararlo todo para la traslación. Yo iré el sábado
á Yillasanta y estaré un par de dias, y dentro de veinte ó treinta podremos marchar
todos, enviando los muebles por delante, en pequeña velocidad, para que lleguen
al mismo tiempo que nosotros. Me felicito de vuestra conformidad, y creo resuelto
el problema de que gocemos una existencia tranquila, apacible, en medio de aque-
lla pureza de costumbres de Yillasanta, en trato íntimo con personas que no co-
nocen siquiera todas estas pasiones que se agitan en este Madrid, donde no se
sabe ya quien es amigo y quien enemigo, donde cada cual va á su negocio, aun-
que sea con perjuicio del prójimo, donde la vida cuesta un sentido, donde tienen su
asiento la vanidad, la soberbia, y todo engaño y toda liviandad, donde ya no se
casan los hombres, donde viven las gentes sin saberse cómo, donde todo es tra-
moya. disipación y canto flamenco, donde veo ministros á los que fueron mis su-
balternos, á los que estudiaron conmigo y siempre eran reprobados, ocupando
ahora altísimos puestos, y á los que no tenian una peseta, ni oficio ni beneficio,
desempedrando las calles en magníficos trenes, que nadie sabe por qué artes má-
gicas han logrado tan repentina fortuna En esta Babel, nosotros, ¿qué papel
haremos? Ninguno. Pues en Yillasanta seremos una de las principales familias,
y no se nos negará la consideración que merecemos, y vosotras, niñas, os casareis
con los mas ricos, y tú, mujer mía, serás la reina de la ciudad. Hé dicho. Se acabó
el consejo de familia.
II
LA FAMILIA DE BUENO Y MALO
Don Serafín Bueno y Malo, que así se llamaba, por alianza de la familia de
los Buenos con la de los Malos, de Yillasanta, de cuyas familias no quedaban ya
mas que don Serafín y su mujer, que era también su prima, y los hijos de su ma-
trimonio, era uno de esos empleados beneméritos, de que hay pocos ejemplares,
que, por sus pasos contados, liabia ascendido en su carrera, sin saber, por milagro,
lo que era cesantía, hasta una categoría superior, obteniendo de esta suerte las
condiciones exigidas por la ley para la mas ventajosa jubilación. No pensaba ju-
bilarse don Serafín, pero entró en el ministerio un ministro reformista, y el anti-
AMERICANOS Y LUSITANOS
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guo empleado, ageno á la política, fué invitado cortésmente á presentar la dimi-
sión.
Don Serafín no entendia que un empleado, que cumplía con su deber, manda-
sen estos ó los otros, debia. en ningún caso, abandonar su destino, y desabrida-
mente contestó que si se le quería echar á la calle, podia hacerlo el ministro,
abusando de sus facultades, pero que irse él voluntariamente no lo haría en ma-
nera alguna. Y el ministro, en efecto, le echó á la calle declarándole cesante, sin
la coletilla de quedar S. M. satisfecho de su celo é inteligencia, notoria injusticia
porque ambas cualidades habia demostrado en el desempeño de los destinos que
sirvió, v una probidad ejemplar, habiendo manejado cientos de millones del Esta-
do en su larga carrera.
Herido el excelente funcionario, profundamente afectado de que así se pre-
miaran sus servicios, renunció á volver a servir al Estado, y pidió la jubilación,
á la que dábanle derecho sus largos años de carrera. Pero, fuera de su empleo,
obligado á holgar, teniendo el hábito del trabajo, acometióle abrumadora nostal-
gia, v conoció el hombre que, si se abandonaba á su tristeza, podría comprome-
ter gravemente su salud ya quebrantada, y por esto pensó mudar de residencia,
salir de Madrid donde le enojaba todo lo que veía ú oía, y, después de bien ma-
durado su proyecto, le comunicó á su familia, en la forma que ha visto el lector.
Y grande fué su satisfacción por haber sido tan favorablemente acogido su
proyecto, porque en caso contrario, habría renunciado á realizarlo, siendo como
era el bueno de don Serafín Bueno, marido por todo extremo benévolo y compla-
ciente y padre cariñosísimo.
Pero así su mujer, como sus hijas y su hijo, tenian razones para mostrar con-
formidad completa con la feliz idea del jefe de la familia.
Doña Francisca Malo de Bueno, prima y esposa de don Serafín, sentia tam-
bién enojoso malestar y constante desazón desde que á su marido le habian quita-
do de una plumada el empleo. Ella consideraba como suyo el empleo de su com-
pañero, y quitársele á este era quitársele á ella, y de tal suerte le preocupaba el
suceso, que salla á la calle y creia que la miraban con lástima las gentes compa-
sivas y con burlona insolencia las envidiosas, como gozándose en su contratiempo.
Habia ocurrido que el dia siguiente al en que apareció el decreto en la Gaceta,
los proveedores de los artículos de comer, beber y arder, como si se hubieran
puesto de acuerdo, habian ido de mañana á presentar las cuentas respectivas, he-
cho casual, pero que hizo creer á doña Francisca que ya, por haber sido declara-
42
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
do cesante su marido, el comercio le retiraba su confianza, y los proveedores acu-
dian á cobrar antes de que se acabase el dinero en aquella casa. También habia
coincidido la cesantía con la notificación que el casero habia hecho á doña Fran-
cisca, por no hallarse en casa don Serafín, de que en lo sucesivo el alquiler men-
sual de la habitación subiría cien reales mas, con motivo de haberse hecho algu-
na obra en la finca, y colocado fuentes en todos los cuartos.
El casero no pudo, por mas que hizo, disuadir á doña Francisca de la idea de
que subía el precio del alquiler para que don Serafín dejase la habitación, y tuvo
que sufrir buena copia de frases duras con que la mujer del cesante le apostrofó,
suponiendo que desconfiaba de la puntualidad en los pagos mensuales. Y tan aje-
no estaba el dueño de la finca de semejante pensamiento que manifestó á doña
Francisca que, para convencerla de su error, renunciaba al proyectado aumento
de precio, galantería á que contestó la airada señora: — Aunque nos quiera usted
dar de balde la casa, y dinero encima, la dejaremos.
Tenían doña Francisca y sus niñas unas amigas íntimas, mujer é hijas, de
otro empleado que, por ser amigo del nuevo ministro, fué ascendido, y la buena
señora no tuvo abnegación bastante para no calificar duramente delante de sus
amigas al ministro que cometió con don Serafín tan grande injusticia, y sus ami-
gas. que tampoco eran discretas, quisieron defenderle, y tales elogios, á fuer de
agradecidas, hicieron del tacto, del talento, de la bondad, de la rectitud del nue-
vo consejero de la Corona, que en aquel punto doña Francisca y sus chicas rom-
pieron con sus amigas de toda la vida, y dijeron los vecinos que las dos madres y
las cuatro hijas se habian dicho á voces las mas grandes injurias. Y así debió ser
porque doña Francisca tuvo un arrebato tan fuerte que el médico, á quien hubo
de llamarse, le calificó de principio de congestión cerebral.
Como tenian don Serafín y su mujer tantos conocimientos fueron bastantes las
personas que les visitaron al saber la cesantía, y doña Francisca dió en pensar
que muchas iban á gozarse en su daño y otras á curiosear, y volábase, como ella
decía, cuando le preguntaban: — Pero, ¿cómo ha sido eso? — ¿Qué ha pasado? —
¿Por qué ha hecho eso el ministro? — Ustedes estarían tan agenos, ¿verdad? — ñ
ahora, ¿qué van ustedes á hacer? — Doña Francisca tenia que hacerse gran violen-
cia para no decir una fresca á cada una de las preguntonas, porque, regularmen-
te, ellas eran las que preguntaban, pero contestaba desabrida, y claramente deja-
ba ver su despecho y la indignación de que estaba poseída.
De suerte que para doña Francisca era un gran consuelo y el único remedio
AMERICANOS Y LUSITANOS
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la salida de Madrid, después de haber roto con sus íntimas amigas; de haber en-
friado notablemente sus relaciones con la vecindad, con el casero, con los provee-
dores que surtían su despensa, con todo Madrid, porque doña Francisca no so ex-
plicaba como todo Madrid no había protestado enérgicamente del atropello cometido
por un ministro ignorante y osado contra uno de los funcionarios mas probos, mas
útiles y mas antiguos, como don Serafín, á quien mas de doscientos ministros ha-
bían respetado, haciendo justicia á sus grandes méritos administrativos.
Las chicas Luisita y Purita, que tenían veinte años la primera y diez y ocho
v medio la segunda, eran unas chicas como tantas que hay en Madrid, unas chi-
cas guapitas, bien aderezadas y compuestas, que daba gusto verlas en las maña-
nas de mayo, en el Retiro, y en misa de doce, en San José, los dias festivos, y en
Recoletos por las tardes, paseando con aquellas amiguitas íntimas, con quienes
rompieron luego, siguiendo el ejemplo de las madres respectivas.
Luisita y Purita eran, pues, unas chicas muy estimables por sus cualidades
físicas y morales, y si cada una hubiese contado con dote de un millón ó dos, se-
guramente habrían sido solicitadas por algunos buenos mozos, pero, hijas de un
empleado que gozaba reputación de estoica rectitud, nadie suponía que las mu-
chachas contaran con otro aliciente que el de aquellas cualidades. Algún que otro
jóven inexperto miró con afición á Luisita; por ejemplo, un alférez de infantería,
y algún otro, un aspirante á auxiliar quinto de la Deuda con 5,000 reales se ena-
moró locamente de Purita, y le escribió cartas en verso que contenían poesías de
nuestros primeros poetas, firmadas por él, sin duda porque suponía á la niña de
sus pensamientos poco versada en literatura, y consideraba que, aunque le dedi-
cara todas las poesías de Zorrilla y de don Alberto Lista, jamás conocería el des-
carado plagio la favorecida. Y así habría sido, en efecto, si Purita no hubiese co-
metido la indiscreción de enseñar alguna de aquellas inspiradas composiciones
amatorias á una de sus amigas, que, mas literata, puso ante los ojos de la novia
del aspirante á su amor y á auxiliar quinto de la Deuda, un libro en el que pudo
leer no solo aquella delicada poesía sino otras muchas de las que el joven incauto
improvisaba para apoderarse del sensible corazón de la hija menor de don Serafín.
Purita cogió todas las cartas del aspirante, y cuando este, al anochecer, como
todos los dias, pasó por la acera de enfrente, mirando al balcón de su adorada , esta
le arrojó, atado con un bramante, el paquete que contenia aquellas tiernas poesías
y el retrato del autor, que se había hecho fotografiar, de pié, de frac, con el pelo
rizado y la rayita en medio, con un papel en la mano, en actitud de leer ó declamar.
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Y el grandísimo estúpido habia hecho poner en la alfombra, esparcidos á sus
piés, libros en que se leían en letras microscópicas Calderón, Fray Luis, Cervan-
tes, Espronceda, Zorrilla, etc., etc.
Si cuando era un alto funcionario el padre de las chicas, estas habían logra-
do solamente fijar la atención de un alférez triste y de un tristísimo aspirante á
auxiliar quinto, ahora que el padre habia pasado al monton de las beneméritas
clases pasivas, ¿qué proporciones ventajosas de casamiento podían prometerse Lui-
sita y Purita en este Madrid donde son de tan difícil salida las muchachas que no
tienen fortuna?
Otra cosa seria en la nueva residencia á donde se proponía llevarlas su padre.
Allí serian ellas las mas bonitas, y sobre todo las mas elegantes; allí ocuparían el
primer lugar en las reuniones, y harían gala, Luisita de su habilidad en tocar el
piano, y Purita de la voz de contralto con que valiente acometía los mas compli-
cados ejercicios de agilidad, interpretando corregidas y aumentadas, las mas bellas
páginas musicales de Gounod, Meyerbeer, Rossini y Offembach. Allí, no habia
duda, rendirían con sus encantos y exquisita distinción los corazones de los dos
jóvenes mas ricos de la comarca, y acaso volverían de Villasanta casadas á. Madrid,
á hacer ostentación de su triunfo, con lo cual se morirían de envidia sus anti-
guas amigas y de celos y desesperación el triste alférez y el desvergonzado poeta
huero.
Hé aquí por qué las chicas se conformaron con el pensamiento del señor don
Serafín, y con verdadero apresuramiento pusieron manos á, la obra de arreglar sus
vestidos, adicionándoles faldas, cuerpos y túnicas, con objeto de presentar en Vi-
llasanta una variada colección de trajes de moda, que ellas serian las que la im-
pusieran en aquella culta sociedad de buen tono, como acostumbradas al gusto
cortesano, y prácticas en todo cuanto pudiera referirse al adorno y atavío del bello
sexo. Una gran série de triunfos y satisfacciones del amor propio les esperaba, en
su sentir, en Villasanta, y ya contaban con impaciencia los dias que habían de
tardar en hacer su entrada en la ciudad y su aparición en el primer baile que se
diera en el casino, que, indudablemente, se daría en su obsequio, porque según
decía don Serafín, la junta del casino componíase de la juventud dorada de A illa-
santa, y esta juventud era por todo extremo galante con el bello sexo.
Antonio, el hijo de don Serafín, era un joven de veintidós años cumplidos, es-
tudiante de derecho, algo retrasado en sus estudios, por haber perdido algún año,
que ya sentía el deseo de independencia y libertad y no se avenía do buen grado
AMERICANOS Y LUSITANOS
15
á las reprensiones paternales y la vida de familia. Ganoso estaba el jovenzuelo de
campar por su respeto, que ya no era ningún chiquillo, y dentro de poco seria un
hombre político dispuesto á venir al congreso á emular las glorias de los Cánovas.
Castelar, Ríos Rosas, Pacheco, López, Olózaga, Avala y tantos oradores de uni-
versal reputación.
Acogió, pues, con gran satisfacción el propósito de su padre, holgóse mucho
de ir á vivir solo, en Valladolid, y parecióle en extremo acertado el plan de don
Serafín de prepararle el distrito de Villasanta para que le eligiera diputado en
tiempo oportuno. Precisamente, el que á la sazón era diputado por dicho distrito
podría vivir, á lo sumo, los tres años que á Antonio le faltaban para la edad re-
glamentaria, porque el pobre tenia una enfermedad déla laringe, y el médico que
le asistía en Madrid, amigo de don Serafín, balda dicho que el enfermo podría ir
tirando, dos ó tres años, pero la enfermedad acabaría tirándole al hoyo.
Como por encanto varió el aspecto de la casa de don Serafín, y todo fué júbilo
en la familia del jubilado.
Doña Francisca, mujer de su casa, pulcra y cuidadosa, dedicóse á recoger todo
lo que halda de trasladarse á Villasanta; colocó en cajones llenos de paja la loza y
la cristalería, descolgó colgaduras, quitó visillos, enfundó las sillas, envolvió en
mantas los espejos y los cuadros, separó los muebles viejos y derrengados y todo
linaje de efectos inútiles para venderlos, dirigió la recomposición de los colcho-
nes y el embalaje de los muebles en buen uso, llenó de ropa los mundos y los co-
fres, preservándola con alcánfor de toda contingencia, ayudó á las chicas en la
confección y compostura de los trajes de baile, de visita, de paseo, de casa y de
viaje, que habían de producir gran efecto, á no dudar, entre la aristocracia de Vi-
llasanta, y todo lo previno, y todo lo arregló con notable acierto para que nada
hubiera que hacer á última hora.
Las chicas, además del arreglo de sus trajes, ocupáronse en recoger las flores
contrahechas, los encajes, los pedazos de tela, los sombreros armados, las arma-
duras peladas de sombreros, las cintas, los imperdibles, las allinj illas con que so-
lian adornar sus manos, sus cabellos, el pecho, la garganta, y las orejas, y un
sinnúmero de baratijas de oro, de doublé, de plata, de concha, de cautchouc, de
acero, de nikel, de nácar, de hueso, y todo lo metieron en cajas que habían ser-
vido para dulces, en otras que habian contenido brevas de Cabañas, y Landres de
Zumalacarrcgui, y entreactos de Espartero, y registraron todos los rincones para
que nada se olvidara de tantas ballenas, hebillas, botones,, puntillas, carretes,
TOMO J. ti
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
guantes, mitones, ovillos, frasquitos, tarros, peines, flechas, rizos, puños, cuellos,
trozos de crochet , ó infinidad de cosas mas, todas útiles y necesarias y todas re-
vueltas en el mayor desorden en cajones y canastillas.
Don Serafín estuvo cuatro dias en Yillasanta, visitó su casa, que desocuparla
seguidamente el cuadro del batallón de la reserva, dispuso las reparaciones que
habían de hacerse, y anunció su próximo establecimiento en aquella ciudad, con
su familia, noticia que causó la mayor satisfacción en todos los círculos, porque
todo aquel vecindario había estimado siempre á don Serafín como uno de los hijos
predilectos de Yillasanta, sabiendo sus grandes servicios, y sobre todo, su honra-
dez acrisolada en tantos años de manejar los fondos del Tesoro público. Además,
de antiguo eran gloria de aquella ciudad las familias de los Dueños y los Malos,
en las que contaba la crónica que hubo ilustres capitanes, un lio de don Serafín
lo había sido de realistas, grandes estadistas, algún príncipe déla Iglesia, un mi-
nistro en el siglo quince, que lo mismo pudo ser gobernante del estado ó cór-
chele del corregimiento, varios regidores perpétuos. un abad mitrado, una supe-
riora de las Comendadoras, un virey y varios mártires de la libertad. ¿Cómo no
habían de ser recibidos con júbilo por todos los naturales de Yillasanta, don Se-
rafín Bueno y doña Francisca Malo, que venían á recordar con su presencia en la
noble é histórica ciudad glorias pasadas, que habían dado, en lo antiguo, gran
importancia y notorio prestigio á la villa, que Cárlos II hizo ciudad por un movi-
miento expontáneo de su real munificencia?...
En la iglesia de Santa Coleta, aun se leía en algunas piedras el nombre de
Bueno, que allí estaba sepultado junto á Malo, y así en las sepulturas de los Bue-
nos como en las de los Malos, todavía, á pesar de los estragos que habían hecho
el tiempo y las pisadas de diez generaciones, se podía distinguir el contorno de un
casco, el pico de un águila, ó la garra de un león, señales todas de la egregia pro-
sapia de los Malos y los Buenos.
El cura de la iglesia dió ;í don Serafín noticia de aquellos Malos y Buenos,
sepultados en el templo, y el jubilado visitó con emoción las piedras venerandas,
orando sobre ellas, y haciendo filosóficas reflexiones sobre lo que son las vanida-
des de este mundo. V encargó al párroco que dispusiera misa solemne en sufragio
de todos los Malos y los Buenos de Yillasanta, celebrándose el dia siguiente con
asistencia de las personas notables de la ciudad, del alcalde y dos concejales y de
numeroso pueblo, tocándose el órgano, y pronunciando la oración fúnebre fray
Antolin, ex-carmelita de 80 años, muy querido en Yillasanta, que no habló de
AMERICANOS Y LUSITANOS
otra cosa sino de lo perdido de los tiempos y de lo atrevidos que son los hombres,
y las mujeres y los chicos, y terminó pidiendo un Padre Nuestro y un Ave Ma-
ría por los Buenos y los Malos.
Y todo el pueblo, que hasta entonces, no había puesto atención en las losas
sepulcrales, detúvose delante de ellas, procurando descifrar la leyenda, sin lograr
mas que leer Malo en unas y Bueno en otras, y eso porque sabia que el cura ha-
lda asegurado que Malo y Bueno decían las casi extinguidas letras talladas en la
piedra. Y ya no se habló en los hogares del estado llano, en algunos dias, de otra
cosa sino de que pronto vendría á vivir en Villasanta la familia de Malo y Bueno,
que estaba enterrada en Santa Coleta.
Cada vez mas satisfecho de su buen pensamiento, regresó don Serafín á Ma-
drid, dejando ya principiada la obra en la casa, que se concluiría en un par de
semanas, apalabradas para domésticas dos muchachonas como dos granaderos, con
unas caderas atroces, y unas espaldas y unos pechos en proporción, guapas y
vistosas, que doña Francisca y las chicas se encargarían de descortezar y pulir, y
en poder del alcalde un escrito pidiendo vecindad en Villasanta para sí, su mujer
é hijos, á fin de obtener todos los derechos de la ley.
— Indudablemente, — pensaba, — ha sido inspiración del cielo la mia. Tantos
años olvidado de esta gran ciudad, cuidándome solo de cobrar la rentilla que me
querían dar y sin ocurrírseme que en Villasanta residía la felicidad. Todo lo que es
de mi agrado lo tengo en este pueblo. Trato sencillo y franco, seguridad personal,
devoción sin hipocresía, paz en las familias, respeto á la autoridad, cristiana con-
formidad de todos con la suerte que Dios les lia deparado, afecto á los nombres
gloriosos históricos, amenísima tertulia en la botica de la plaza, tresillo en casa
del coronel Rebenque, á céntimo el tanto, ¡y yo soy tan aficionado!... chocolate
hecho á brazo, que yo no puedo sufrir el de máquina de Madrid, y en fin, la es-
peranza, por lo saludable de las condiciones climatológicas, de vivir tanto como
mi abuelo, que esté en gloria. Locas de contento van á estar Paca y las chicas,
con tantos honestos placeres como han de encontrar, placeres nuevos para ellas.
A fin del mes que viene la romería al Santo Cristo del Encinar, que no queda un
alma en Villasanta, porque todo el mundo va allá, luego la función de la Nati-
vidad de Nuestra Señora, que hay feria, corridas, teatro, y baile en el casino y
en el ayuntamiento. Casi todos los domingos procesiones, por la tarde, y por la
mañana misa mayor con sermón, como el que me predicó fray Antolin. ¡Cuándo
digo que Paca y las chicas van á estar encantadas!... Eli cuanto nos vengamos
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I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
compraremos gallinas, para tener liuevos frescos, que nunca se toman frescos en
Madrid, y liaremos un palomar y antes de un año tengo miles de parejas, y en-
gordaremos nuestro par de lechones, que son un gran avío en una casa, habili-
taremos una conejera, y tendremos unas cabras, y corderos, y ovejas. Y ya be es-
cogido el sitio donde voy á liacer jardin, para que las chicas le cuiden. Y lo que
es la huerta, ya liaré yo de modo que me produzca verduras y fruta para todo el
año. La lian tenido abandonada, y es claro, los frutales no lian dado de sí, y so-
lamente se lian cogido lechugas, según dice el sargento primero del batallón de
la reserva, y perejil. Hay que trabajar, eso sí, pero uno trabaja bien en cosa propia,
y ese trabajo corporal me conviene grandemente después de tantos años de ofici-
na. ¡Olí! aun voy á tener que dar las gracias a ese ministrillo ignorante que me
quitó el empleo. Acaso, intentando hacerme un flaco servicio, me lia hecho un
gran bien, acaso me lia dado la felicidad.
III
Á SUS POSESIONES
S ERAUIN :B UENO Y M ALO
SEÑORA É IUJOS
Se despiden para sus posesiones de Villasanta,
donde ofrecen á V. su casa.
Con esta tarjeta anunció el jubilado á sus amigos y conocidos el cambio de
residencia, y si hubiese dicho sencillamente se despiden para Villasanta, nadie
liabria mostrado estrañeza, pero lo de sus posesiones, llamó la atención de muchos
que ignoraban completamente que don Serafín ¡toseyese propiedades, de que nunca
habia hablado.
\ desde aquel punto, comenzó á perder su prestigio y la reputación de hombre
probo, incorruptible, que gozaba don Serafín, llegándose á creer que las posesiones
adquiridas lo habrian sido por medios poco legítimos, habiendo hecho el funcio-
nario negocios pingües en el ejercicio de su cargo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
49
— ¡Yo bien decía! — observaba uno de los piadosos amigos de don Serafín. —
¡Era un bipocriton con mas camándulas y mas picardía!.. Teníanle todos por un
infeliz, pero á mí no me engañaba con su laboriosidad y su mónita. Desde que
supe que por las noches se iba solo á la oficina, y allí se estaba revolviendo pa-
peles basta las tantas, sospeché algún gatuperio. Y de fijo que no habrá dejado
rastro por donde se puedan probar sus picardías, porque no es él tan inocente. ¡Ya
habrá dejado bien atados todos los cabos!
— ¡Parece imposible! — decía otro. — ¡Un hombre tan severo que no disculpaba á
sus subalternos la mas leve falta, que todo el mundo le presentaba como perfecto
modelo de incorruptibilidad, que una vez, habiéndole regalado un particular intere-
sado en un asunto de interés, sometido á su resolución, cuatro capones y un pavo ce-
bado, le denunció al juzgado de primera instancia como reo de tentativa de soborno!
— ¡Yo no creo ya en nadie, ni en mí mismo, — decía otro, — habiendo resultado
don Serafín un bribón que ha metido el brazo hasta el codo en las arcas del era-
rio, pues por él únicamente hubiera yo puesto las manos en el fuego!
— ¡Anda! ¡anda! — decía aquella íntima amiga de doña Francisca, oyendo lo
que se propalaba de don Serafín, y creyéndolo ciegamente. — ¡Si tendrá buen ol-
fato el ministro que le dejó cesante! ¡Jesús ! ¡Cuánto celebro haber roto con Paca
y sus hijas! ¡Si no puede una fiarse de nadie, si donde menos se piensa se en-
cuentra una con gentes que la comprometen ! . . .
Alguna persona compasiva hubo que intentó defender á don Serafín, expli-
cando que las posesiones de Villasanta, eran herencia de sus padres, y afirmando
saber muy bien, que con su destino, no había hecho nunca otra cosa que vivir mo-
destamente, y que por tanto una calumnia miserable era todo cuanto se decía en
su desprestigio.
Los que oyeron esta generosa defensa atribuyeron á quien la hacia noblemente
cualidades parecidas á las de Don Quijolc de ¡a Mancha, y continuaron dejando
correr, y procurando que corriera, la infame calumnia.
Llegó este rumor á oidos del gobierno, y sigilosamente procuró hallar modo
de averiguar algo que pudiera justificar un proceso, mas que por hacer daño al
empleado de tal manera ofendido, por demostrar su celo por los intereses del es-
tado, y su tino y acierto en descubrir fraudes; pero, á pesar de la buena voluntad
con que se buscaron pruebas, ó indicios siquiera, nada pudo hallarse, porque na-
da, en efecto, se podía encontrar, porque don Serafín había sido realmente el fun-
cionario de mas honrosa v limpia historia.
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Si don Serafín hubiese podido adivinar que su tarjeta de despedida habia de
dar pretexto á la malicia para forjar tanta infamia, seguramente habria inutili-
zado la tirada, como pensó hacerlo cuando llegó á ver una de las dichosas tarje-
tas. Pues lia de saberse que no fue él quien las redactó ni quien las mandó hacer
en la litografía. Fué la pecadora doña Francisca, quien dió en la debilidad de
ceder á los impulsos de la mas pueril vanidad al partir de Madrid.
— Gente hay tan falsa y tan mala, — decía doña Francisca, — que se regocija
creyendo que porque Serafín se ha jubilado, nos vamos á morir de hambre. Pues
no han de tener ese gusto, porque en la tarjeta verán que no nos vamos de Ma-
drid, por haber venido á menos, que no nos vamos huyendo de acreedores, ni si-
quiera por economizar, verán que nos vamos porque vamos á nuestras posesiones.
Y así se dice, y nosotros lo decimos con razón, porque en Villasanta tenemos casa
propia a' tenemos tierrecillas, y como las poseemos, son nuestras posesiones. Con
que va ves, — añadia hablando con su marido, que le había hecho alguna obser-
vación, por lo de las posesiones, — que no he puesto ningún disparate, sino la ver-
dad. Y mira, hijo, francamente te lo digo, esa modestia que tienes, ese encogi-
miento con que siempre te has presentado en el mundo, te han perjudicado mas
de lo que piensas. Ministro debias estar cansado de ser hace mucho tiempo, que
otros, sin ningún mérito mas que su desparpajo y su poca vergüenza, Dios me
perdone, lo han sido, y no se habrán reido poco de tí al verte tan humilde entrar á
darles el parabién y á ponerte á sus órdenes. Hay que hacerse valer, y el que no
hace por sí, hijo, se queda en la estacada, como te has quedado tú, que, gracias
á tus años de servicio te queda un pasar, pero después de haber perdido la vista
v la salud y el buen humor, y recibiendo por premio un desengaño... En fin, va
no tiene remedio, y no hay que pensar en ello. Pero te lo repito, no te apures
porque nos despedimos para nuestras posesiones; siquiera tengo el consuelo de que
á alguno y á alguna, (pie se nos vendían como muy amigos, les ha de saber á
cuerno quemado ver que no estamos como acaso querían vernos, con un trapo
atrás v otro delante, comiéndonos de hambre los codos.
» /
I'V
INSTALACION EN VILLASANTA
La casa de don Serafín está situada precisamente á la entrada de una de las
AMERICANOS Y LUSITANOS
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varias puertas de la ciudad, que todavía conserva sus murallas, no por su utili-
dad, sino por su importancia histórica.
En la muralla misma está la casa, cuyos muros ofrecen el mismo color que
los sillares de esta vetusta fortaleza, excepto en la portada, que el padre de don
Serafín, con un gusto artístico deplorable, hizo blanquear, dando de esta suerte el
mas singular aspecto al escudo de armas que campea sobre la puerta, á. las cariá-
tides, rosetones, emblemas y alegorías que la decoran, y revelan la respetable an-
tigüedad de aquella mansión, que debió ser acaso la del gobernador de tan bien
defendida plaza de guerra, personaje de gran cuenta y de los de horca y cuchillo.
El portal está empedrado, y también le blanqueó el padre de don Serafín, des-
truyendo el precioso artesonado de la techumbre; es ancho y tiene alrededor, no
bancos á la moderna, sino sillares salientes que sirvieron, sin duda, de asiento y
acaso de lecho, á los hombres de armas, en la época en que la vetusta ciudad era
frecuentemente acometida de aleves enemigos, y no cesaba un punto la vigilan-
cia de los defensores; y frente á la gruesa puerta principal hay otra puerta mas
pequeña; pero no menos gruesa que da paso al patio, un patio espacioso con pro-
fusión de esbeltas columnas de piedra caliza que sostienen la galería superior, á
la que da acceso una ancha escalera.
— ¡Jesús! ¡Esto es un palacio! — esclamó doña Francisca al entrar en la casa
de su marido.
— Pues, ¿qué creias? — dijo este. — Nuestra casa es la primera de Villasanta.
Y era verdad, porque entrando en la ciudad por el portillo, abierto en la mu-
ralla, era la primera que se encontraba, á la derecha.
Doña Francisca y las chicas y el chico quedaron realmente encantados de la
casa palacio. Todo lo reconocieron minuciosamente, eligieron las habitaciones que
habian de ocupar, muy satisfechas las chicas de tener cada una su departamento
para sí, con su salón, su gabinete, su alcoba, su ropero, su tocador, como si cada
una tuviese una casa entera.
No se cansaban de admirar aquella serie de salones seguidos, que daba á la
casa semejanza con un palacio real, aquella elevación de techos, aquellas alias
rejas, aquella grandiosidad del edificio todo, y sentian no haber venido antes á
ocupar una residencia que era la única propia de su gloriosa estirpe. En Ma-
drid, ¿quién reparaba en doña Francisca y sus hijas? Nadie, y nadie sospechaba
seguramente, cuando las veía salir de misa de doce de San José, que aquellas tres
mujeres, modestamente vestidas, eran casi casi unas señoras feudales, dueñas de
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
un palacio almenado, en el que acaso almorzó el Cid y merendó Isabel la Católica.
Don Serafín sentía la mayor alegría viendo á su mujer y sus hijas tan entu-
siasmadas con la nueva casa. Había creído que les seria duro renunciar á la vida
de Madrid, y no había contado con la vanidad de la excelente esposa y las inex-
pertas muchachas, que, en viéndose en Yillasanta, en aquel palacio antiguo, die-
ron en creer que eran principalísimas personas é imaginaron que les esperaba lar-
ga serie de triunfos y satisfacciones para su amor propio.
Distribuyéronse las habitaciones, se colocaron los muebles y se advirtió que,
después de colocados todos, la casa parecía desalquilada, como que en solo dos sa-
lones cabían holgadamente los que habían llevado de su piso tercero de la calle
de la Salud. Esta fue la primera contrariedad; pero todo se arreglaba comprando
otros muebles. Precisamente en la plaza tenia una tienda de ellos, muy bien sur-
t ida , el señor Lorenzo, un hombre muy vividor, que fuá famoso contrabandista
hasta que un «lia le pegaron un tiro los carabineros, y de resultas quedó con una
pierna mas corta que la otra, y después de curado, no quiso volver á meterse en
aventuras, vino á Madrid, compró muebles y estableció en Yillasanta un comer-
cio que era antes desconocido. Convínose, pues, que el dia siguiente se llamaría
al señor Lorenzo, y con él se ajustaría la adquisición de lo que faltaba para deco-
rar la casa.
Pero no fué esta, en verdad, la primera contrariedad: fué la segunda. La pri-
mera la proporcionaron á la estimable familia las dos domésticas que don Serafín
había dejado ajustadas. Entre las dos habían aderezado y compuesto la comida, y
muy ufanas la presentaron en la mesa, esperando que los amos quedarían asom-
brados de tanta habilidad, y de seguro confesarían no haber comido jamás tan ri-
camente como el primer dia de su estancia en Yillasanta.
Sin embargo, doña Francisca, que tenia sus pretensiones de entender en todo
lo concerniente al arte culinario, y don Serafín y las chicas y el chico, encontra-
ron la comida detestable, y náuseas sintió doña Francisca solo de ver el lomo
frito, nadando en aceite, que por el color, parecía del velón, y las perdices olien-
do á putrefactas.
La dueña de la casa se permitió alguna observación acerca del extraño condi-
mento de aquellos manjares, ofendiendo la susceptibilidad de las dos maritornes,
que echaron un hocico de media vara, y una de ellas se atrevió á decir:
— Pues señora, como en Yillasanta se come no se come en parte ninguna, y
lo i[ue hoy les hemos puesto á ustedes lo come aquí hasta el rey.
AMERICANOS Y LUSITANOS
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— ¡Qué! ¿Está aquí el rey? — preguntó doña Francisca.
— Es un dicir, señora, y mire usted, que, no porque yo lo diga, pero aquí he
guisado yo á las señoras ¡rrcncipales y ninguna lia tenido que decir ni tanto así,
v todas las presonas, que han comido mis guisos, se han relamido de gusto, sin
agraviar á ustedes.
Ya iba á contestar doña Francisca, pero don Serafín cortó la cuestión discreta-
mente, manifestando que en cada localidad hay sus usos y costumbres y que toda
la comida era, en efecto, superior, pero estando él y su familia acostumbrados á otra
cosa, no les gustaba lo que les habían ofrecido las excelentes cocineras. Fácil era
el remedio; él, su mujer y sus hijos irían acostumbrándose á los guisos de Villa-
santa, y las criadas aprenderían á hacer los que les enseñaría en algunas lecciones
la inteligente doña Francisca. De esta suerte, se adoptaría lo mas selecto de la
cocina madrileña y de la cocina de Villasanta, y el resultado seria que en ningu-
na parte del mundo se comería mejor, y las dos criadas vendrían á ser las mas
perfectas cocineras de la ciudad y de la provincia.
Todas las familias principales enviaron á preguntar si liabian llegado buenos
don Serafín v familia, y todas anunciaron su visita para el dia siguiente, porque,
habiendo llegado tarde los forasteros, no les quedaba en el primer dia tiempo mas
(|ue para descansar, y toda visita de cumplido hubiera sido importuna, por donde
se persuadió la honesta familia de que la gente de Villasanta era muy discreta y
considerada.
Llegó la noche, y entonces advirtieron doña Francisca y todos que para alum-
brar aquellas habitaciones no bastaba un par de quinqués de petróleo. Era preci-
so colocar buen número de luces, en salones y galerías, á no ser que, al oscure-
cer, se cerrase la puerta de la casa, y toda la familia se reuniera en una sola ha-
bitación. Este era un gasto que no había previsto don Serafín, pero absolutamente
necesario, pues de otra manera el antiguo palacio ofrecería un siniestro y medroso
aspecto, en llegando la noche.
De este y otros detalles se trataría en los siguientes dias; todo no había de ha-
cerse en los primeros momentos.
Era tarde y convenia reposar.
Cada una de las niñas tomó una vela, otra tomó el estudiante, y doña Fran-
cisca y don Serafín se arreglaron una lamparilla, que ardiera toda la noche en la
sala inmediata á la alcoba que habían elegido para los dos, porque es de saber que
don Serafín y doña Francisca dormían juntos, juntos en el mismo lecho.
TOMO I. 7
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
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La alcoba, era bastante grande, pero la sala donde estaba la alcoba, era gran-
dísima, era una sala por la que, decia doña Francisca, podian correr caballos.
— ¿Sabes, hijo, que da miedo esta casa?... — dijo á su marido.
— Te parece porque no estás acostumbrada á dormir en habitaciones tan gran-
des. pero es mas sano que dormir en aquellas alcobas de Madrid, donde jamás en-
tra el aire.
Doña Francisca puso la lamparilla sobre una mesa cerca de la puerta de la al-
coba.
— ¿Cerraremos. — preguntó, — la puerta de la alcoba?...
— Como quieras.
Cerró la puerta, que era de cristales, es decir, de vidrios desiguales, cada uno
de su tamaño y de su color.
— ¿Sabes. Seraíin, — añadió, — que esta casa está muy mal de cerraduras y lla-
ves?... Mañana tienes que llamar al cerrajero.
— Ya te 1 1 c dicho que en Yillasanta no hay cuidado. No se sabe aquí lo que es
un robo.
— Rezaremos y á dormir.
No baldan terminado el primer Padre nuestro cuando oyeron aullidos lasti-
meros.
— ¡Seraíin! — exclamó doña Francisca, — ¿oyes esos aullidos?
— Sí, mujer.
— Alguien se va á morir.
— Todos.
— ¿Cómo todos?...
— Claro, todos nos vamos á morir, unos antes y otros después. Padre nuestro
que estás en los cielos
A los aullidos del mastín se unieron los rebuznos de un jumento alborotador,
pero unos rebuznos tristes, angustiosos, prolongados, que sonaban como eco fatí-
dico y siniestro, en medio del silencio de la noche.
— Serafín, ¡por Dios!... — murmuró doña Francisca alarmada.
— No hagas caso. Es un burro.
— ¡Jesús! tengo un miedo.
— ¡Vaya! ¡vaya! no seas niña. A dormir.
Algunos veinte minutos estuvieron los esposos tranquilos, don Serafín casi
dormido, y doña Francisca con los ojos muy abiertos. Pero de pronto, despertóse
AMERICANOS Y LUSITANOS
.).)
el jubilado, á quien su mujer acababa de llamar, diciéndole al oido con angustio-
so acento:
— Serafín, por María Santísima, despierta.
— ¿Qué es eso?... — preguntó sobresaltado.
— En la sala hay gente, Serafín. ¡La Virgen nos favorezca!
— ¿Qué lia de haber?...
Y no terminó la frase don Serafín, porque, efectivamente, en el mismo ins-
tante sonó un golpe en los cristales de la puerta.
— ¡ Caracoles ! — dij o .
— ¡Ay! Serafín, aquí nos degüellan á todos esta noche.
— Será... el viento, — murmuró el jubilado, mas muerto que vivo.
— ¿Serán los espíritus?... Puede que tenga razón don Mateo, que tanto se en-
fadaba porque tú no creias en los espíritus.
Otro golpe en los cristales.
— ¡Por Dios, Serafín! levántate.
— ¿Para qué?...
— Para... ¡Jesús, María y José!... Yo estoy temblando...
— Voy, voy á levantarme... Del te ser el viento.
Otro golpe en los cristales.
— No, ¡por Dios! no te levantes, — murmuró doña Francisca, — yo no me que-
do aquí sola.
Doña Francisca, en medio del terror que la embargaba, tuvo una gran idea.
Ahuecando la voz, preguntó á su marido:
— ¿Has cogido las pistolas?...
— ¿Qué pistolas?...
— ¡Por María Santísima! — dijo doña Francisca al oido del jubilado, — ¡silo
digo para asustar á los ladrones !
— ¡Ah!... Sí, — exclamó don Serafín alzando la voz. — ¡Al que dé un paso le
abraso !
Y al mismo tiempo, se oyó caer algo, y desapareció la ténue claridad que
esparcía la lamparilla en la sala. La oscuridad fué completa.
— ¡Muertos somos, Serafín!
Y se abrazó fuertemente doña Francisca á su marido.
Pero ya no se oyó ningún ruido.
— ¡Han huido! — dijo doña Francisca, al cabo de diez minutos.
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Me han cogido miedo, — observo don Serafín.
— ¡Dios mió! pero ¿y las niñas y el chico?... ¿Qué será de ellos, si los ladro-
nes van á aquellas habitaciones?
Oyóse una detonación espantosa, que á doña Francisca le pareció como un ca-
ñonazo y luego gritos angustiosos de ¡Favor! ¡Socorro! ¡Papá!... Los atribula-
dos padres reconocieron la voz de sus hijas.
— ¡Virgen Santísima! ¡las niñas!
Y la madre se arrojó de la cama, y, ya sin miedo, cogiendo de sobre la mesa
la caja de fósforos, salió á la sala y corrió Inicia donde creia que estaban sus hijas.
El amor maternal prestaba en aquel momento singular energía á la medrosa
mujer. Para alumbrarse encendía fósforos, y al salir á la galería, que era preciso
recorrer para llegará las habitaciones de las chicas, vió con espanto allá en el otro
extremo de la galería surgir otra luz que brilló un momento, y luego todo quedó
en tinieblas, porque á doña Francisca se le apagó el fósforo y se le cayó la cajilla.
— ¡Francisca! ¡Francisca! — gritaba don Serafín, que halda querido seguirá
su mujer, y á oscuras no sabia por donde iba, y en vez de dirigirse al interior de
la casa, se dirigía á una de las enormes ventanas del salón.
Doña Francisca que halda cobrado ánimo, oyendo la voz de su marido, gritó
también:
— ¡Serafín ! ¡ Favor ! ¡ Que nos matan ! . . .
Y luego, los esposos, las chicas y el futuro diputado, gritaron con voces de
alarma y angustia.
Y no se atrevian á moverse.
A los gritos de la familia atribulada contestaron con desaforados ladridos los
perros de los corrales inmediatos.
Y en el punto mismo sonaron fuertes aldabonazos en la puerta de la casa feu-
dal, aldabonazos que el eco repetía lúgubremente.
— Esto es horrible. — pensaba don Serafín, que, por mas vueltas que daba, no
daba con la puerta de salida de la sala, y volvía siempre á la ventana, cuyas enor-
mes puertas de madera tallada pudo abrir.
La noche estaba como boca de lobo.
Pegó el rostro á los vidrios, miró profundamente, y no vió nada, pero oyó que
hablaban en la calle.
No podía entender lo que hablaban, porque los ladridos y las voces le impe-
dían oir.
AMERICANOS Y LUSITANOS
Sonaron mas aldabonazos, y silbidos prolongados, <|iie debian ser señales de
los facinerosos que estaban, sin duda, dentro y fuera de la casa.
Y don Serafín vio en la oscuridad brillar algunas luces que iban y venian,
pero no se alejaban de frente de su palacio.
Una idea luminosa le ocurrió.
En Villasanta liabia serenos; las luces que veía eran las de los farolillos de los
serenos.
Y abrió las puertas de cristales de la alta reja, y asiéndose á los hierros, ex-
clamó:
— ¡Amigos!...
— ¿Quién va? — gritó un sereno, viendo aquella figura blanca en la reja, y
como si temiera que por entre los hierros iba á lanzarse á la calle.
— ¿Son ustedes serenos?... — preguntó el aturdido don Serafín á los tres de los
farolillos.
— Pá servir á Dios y á as tez, — dijo uno de ellos. — ¿Qué les pasa á ustedes?...
— No sé, buen hombre, pero no se vayan ustedes. Debe haber gente estrada
en la casa.
— Hemos oido un tiro y voces.
— V yo no sé qué ha sido de mi mujer y mis hijas y mi hijo. Todos acaso han
muerto. Ya no se oye nada.
— ¿Quiere usted que avisemos al señor juez?.. — preguntó otro de los serenos.
— ¿Y ai capitán de la guardia? — añadió otro.
Don Serafín, en esto, oyó la voz de su mujer que le llamaba desde dentro,
y se apartó de la reja, á tiempo que ya doña Francisca, habiendo encontrado al
fin la caja de fósforos que se le cayó de la mano, entraba en la sala, toda tem-
blando de miedo.
Una y otro cobraron ánimo, al encontrarse; don Serafín tomó la caja de fós-
foros, encendió dos velas, dió una á su mujer, y llevando él la otra en la sinies-
tra mano, y en la derecha un bastón que liabia sido de estoque y va era solo una
caña hueca, emprendieron el registro de la casa para averiguar la horrible rea-
lidad.
Salieron á la galería, y llegaron á las habitaciones que ocupaban las chicas:
la puerta estaba cerrada, llamaron y nadie contestaba.
Doña Francisca temblaba, y no se abrevia á preguntar á su marido.
— ¡Luisa! — exclamó don Serafín. — ¿Estáis ahí?... ¿os han robado?... ¿os lian
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
muerto?... ¡Abrid, si podéis!... somos nosotros... vuestros amantísimos padres...
Y al otro lado de la puerta se oyó ruido como de mover muebles, como si ca-
yeran sillas al suelo.
— ¡María Santísima! — exclamó don Serafín, — ¿quién está ahí dentro?...
— ¡Dios mió! — murmuraba doña Francisca, — ¡esto es horrible!
Y cuando eran ambos presa de una emoción que no puede esplicarse, delante
de aquella puerta cerrada, otra impresión mas violenta vino á llenarles de espanto.
Su hijo, el futuro diputado ministerial por '\ illasanta, porque don Serafín
qneria que su hijo siempre fuera ministerial, en siendo diputado, venia de allá
dentro huyendo como si le persiguieran, y traia heridas en el rostro, heridas le-
ves pues consistían en profundos arañazos, pero (pie asustaron grandemente á los
atribulados padres, al notar con horror la sangre que le brotaban.
— ¡Jesús! ¡yo- muero! — exclamó doña Francisca, ni mas ni menos que una
dama de comedia.
Ovóse un portazo, y correr cerrojos y dar vuelta á una llave.
Don Serafín pidió explicaciones al muchacho que dió la siguiente:
— Oyendo ruido me levanté y salí del cuarto con luz, y en esa galería vi allá
al otro extremo otra luz; la mia se me cayó, la otra se apagó también, y querien-
do, en la oscuridad, volver á mi cuarto, me entré no sé donde y... los gatos me
han puesto como están ustedes viendo.
— ¿Los gatos? — preguntó con estrañeza doña Francisca.
— Sí, señora, los gatos han armado esta noche un estruendo atroz.
— ¡Y han disparado un tiro! — añadió don Serafín.
Abrióse la puerta de la habitación de las muchachas, y aparecieron estas en-
vueltas en los cobertores de sus lechos. Habian oido el ruido, habian dado voces, y
como nadie acudiera, se les ocurrió fortificar la entrada, poniendo delante de la
puerta un sofá, una mesa, sillas, y hasta los colchones.
Todos, menos el futuro legislador, dirigiéronse al salón principal á esperar
allí reunidos, que acabase de amanecer. El muchacho se encerró en su cuarto, sin
permitir que su madre le rociara con árnica la cara, que tan mal tratada liabia
sido por los gatos, bien que doña Francisca creyó, luego que se hubo tranquili-
zado, que los arañazos que ostentaba su hijo mas parecian de gatas (pie de gatos.
Reunidos en el salón el matrimonio y las dos chicas, y puestas las velas en
los candeleras, doña Francisca lanzó un chillido que puso en punta los escasos
pelos de su esposo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
— ¡Mirad! ¡Mirad! — exclamó con espanto, señalando al techo.
Miraron las chicas y chillaron también, como la madre; miró don Seraíin, y
quedó estupefacto .
Revoloteaban por el salón, tropezando en las molduras del antiguo y casi des-
truido artesonado, unos pajarracos, que doña Francisca creía buitres carnívoros
ó terribles águilas.
— ¡Válgame San Caralampio! — exclamó don Serafín, — esta casa es una gan-
ga. No os asustéis, por Dios. — Y con el bastón, que aun conservaba en la mano,
comenzó á dar golpes al aire, con lo cual los murciélagos, que murciélagos eran
alevosos, huyeron asustados y se guarecieron en el techo, mientras el jubilado se
cansaba de sacudir una gran paliza á la atmósfera, hasta rendirse el brazo.
Las mujeres no esperaron allí el resultado del procedimiento que empleaba el
jefe de la familia, y se encerraron en la alcoba.
Poco después vino la clara luz del dia: don Serafín soltó el palo, abrió las ven-
tanas, y cayó rendido en un sillón, rodeándole luego toda la familia.
Y no tardó mucho en saberse que los golpes y carreras que habían oido las
chicas debían atribuirse á los gatos que entraban en un palomar, situado encima
de sus habitaciones; que el tiro le disparó un vecino á un gato enorme que se le
había entrado en el gallinero, inmediato al corral del palacio de don Serafín, y
que los que daban golpes en los cristales de la puerta de la alcoba del matrimo-
nio, y apagaron la lamparilla de la sala, no eran trasgos ni fantasmas, sino sen-
cillamente los dos murciélagos que anidaban en la techumbre del vasto salón de
honor de la mansión solariega de los Rueños.
Lo (pie no se justificó tan aína fue el origen del mapa-mundi que hicieron
los gatos en la cara al espigado hijo de doña Francisca. Esta, que algo adivinó
con su maternal instinto, creyó prudente no hablar del suceso, y las dos criadas,
que sabían algo mas que doña Francisca, se callaron también, como unas pru-
dentísimas mujeres que eran.
"V
TIPOS DE VILLAS ANTA
En todas las casas de '\ illasanta no se habló de otra cosa que del alboroto ha-
bido en la casa de don Serafín aquella noche, y el suceso se aumentó y exageró de
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
tal manera, que todo el mundo entró en gran curiosidad, estimulada por los que
daban la noticia, asegurando que en una de las rejas se habia visto á un hombre
desnudo, á quien zurraban otros, que hacia el interior de la casa hahian inter-
rumpido el silencio de la noche terribles alaridos como de brujas, y otros dislates
por el estilo.
El primero que se presentó á las cinco y media fué el juez municipal, que su-
plía al de primera instancia, ausente á la sazón.
Por los serenos y por la voz pública habia sabido que algo extraordinario ocur-
ría en la casa del nuevo respetable vecino de Villasanta, y acudía, como amigo y
como autoridad á enterarse del suceso.
Doña Francisca le contó lo ocurrido, que todo era muy natural, excepto los
arañazos de los gatos á su hijo, y el juez se tranquilizó, bien que advirtió en don
Serafín, la mujer y las chicas, cierto azoramiento y cierta inquietud, que le cho-
caron infinitamente, porque no comprendía que en población tan pacífica y tran-
quila como Villasanta, pudiera nadie estar azorado ni inquieto.
La aristocracia de la ciudad visitó á la familia del jubilado el dia siguiente al
de su llegada. Allí no se llamaba aristócrata solamente á la familia que se ufana-
ba con un título, ó rótulo de Castilla, mas ó menos ignorado, sino toda familia
que gozaba buena posición, aunque fuera de origen oscuro, ó hubiese logrado la
fortuna por medios poco lucidos, en puridad. Así llamaban familia aristocrática á
la de un don Policarpo Garabato, cuyo abuelo era fama que habia salido al camino á
desba lijar á los pasajeros, viéndose en grave peligro de que le apretaran el pes-
cuezo, de lo que pudo librarse, merced á algún talego de onzas bien repartido;
pero si el abuelo fué un salteador, en cambio el nieto es una persona bien mira-
da, que ni sale al camino, ni tuvo nunca que ver con la justicia, á no ser para
que esta le ayudase á cobrar cantidades que él antes habia prestado á labradores y
traginantes, con el módico interés de un setenta ú ochenta por ciento, medio mas
cómodo y mas expedito de hacer dinero que el que empleó con éxito el abuelo.
Y muchísimo mas dinero hubiera hecho seguramente el bueno de don Policarpo,
sino hubiese habido en la ciudad muchos otros sugetos dedicados al mismo tráfi-
co, es decir, á la usura, pero á la usura en gran escala, que es una especie de
pulpo que, en apoderándose de un infeliz, le aprieta, hasta estrujarle. Pero nin-
guno tan experto como el nieto del salteador para dejar sin una peseta al labra-
dor que acudía á su munificencia en año de mala cosecha. Remediábale, por de
pronto, pero las escrituras de depósito, los pactos de retro, pactos con el demonio,
AMERICANOS Y LUSITANOS
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ijue dijo el inolvidable Ayala, llevaban al incauto á los tribunales y á la miseria,
á poco (|ue se descuidara, quedándose don Policarpo tan tranquilo, y haciéndose
de las mejores fincas del término, amontonando onzas en sus arcas para seguir so-
corriendo de la misma suerte á los necesitados.
Este bienhechor, con su mujer y sus dos hijas, que parecian mas viejas que
su madre, fué el primero que se presentó á visitar á la familia recien llegada y á
ofrecerle sus servicios en todo y para todo, frase que le repitió cincuenta veces el
don Policarpo v otras tantas la prestamista, que no hablaba mas que para repetir
lo que decia su marido, con lo que bien puede figurarse el lector discreto lo ame-
na que seria una conversación con el marido cuando estaba presente la mujer.
Estando todavía de visita la familia de don Policarpo, entró aparatosamente el
marqués de Casa Gómez, con sus tres hijas. Este marqués era un hombre largo,
derecho, correcto, que no movia el cuello, que hablaba pausadamente y con gran
afectación, grandemente versado en materias diplomáticas, y que siempre tenia
la vista fija en Rusia y en Inglaterra, augurando siempre los sucesos políticos,
luego que se habian realizado. Por ejemplo, cuando estalló la guerra entre Fran-
cia y Prusia, el marqués de Casa Gómez dijo en el casino que ya había él pro-
nosticado que la guerra era inevitable, y cuando se recibía la noticia de las derro-
tas sufridas por el ejército francés, siempre afirmaba que, siguiendo en su casa, en
el mapa, la marcha de los ejércitos, había visto claramente que los franceses iban
á llevar una zurra tremenda. Era un tipo ridículo, y el cacique mas odioso de
cuantos hubo, hay y habrá en esta tierra de España. Era el marqués quien indi-
caba los nombres de los concejales, el que señalaba quienes habian de ser los di-
putados provinciales, el que repartía como pan bendito los nombramientos de vo-
cales de las juntas de Instrucción pública, de Beneficencia, de Sanidad, de Monu-
mentos históricos, de Pósitos, de todo, en fin, y en las elecciones de diputados y
de senadores, se excedía á sí mismo preparando el terreno al candidato amigo y
minándosele al contrario, dándose tal traza que, aunque cambiase la situación po-
lítica, la suya no cambiaba, de suerte que su influencia prevalecía lo mismo en
tiempo de los moderados que cuando los progresistas gobernaban, ó cuando la
revolución triunfante todo lo echaba patas arriba.
Los que le habian visto entusiasta de los suaves procedimientos del insigne
general Narvaez para reprimir sediciones, viéronle luego esparterista decidido y
jefe de la milicia nacional de Villasanta, y aun volvió después á ser moderado
por los años 1867 y 68 hasta la revolución de Setiembre, que fué Presidente del
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02
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
comité revolucionario y de la Junta de armamento y defensa, y mas tarde en 1873,
no le impidió su título de Castilla ponderar en el casino las excelencias de la Re-
pública, cuyo advenimiento dijo haber pronosticado muchos años hacia. á si al-
guna vez, el cura de Santa Coleta, que es el único á quien permite el marqués
ciertas libertades, le reprocha sus cambios de postura y de principios políticos, el
estirado, almidonado y estrambótico personaje le contesta invariablemente: —
«Padre, usted es un santo, pero no salte lo (pie es la diplomacia.» ú lo cierto es
que el sistema de Casa-Gomez es sumamente útil para él; de esta suerte ha logra-
do en los ministerios que se le reconozcan créditos de legitimidad problemática,
ha colocado á sus dos hijos, y los senadores y diputados de la provincia se le mues-
tran propicios á apoyar siempre sus reclamaciones, y en verdad que no son pocas,
y de tal naturaleza (pie hasta en compensación de gastos hechos, según él, por
sus antepasados en tiempo de Carlos 1, ha sacado sumas de consideración.
Un diplomático de su estatura, seis pies y algunas pulgadas, no podia menos
de adornar su pecho con las mas estimadas condecoraciones, y así en toda proce-
sión. fiesta oficial y apertura del instituto ó de alguna escuela, se presenta el
hombre con la banda de Isabel la Católica, la cruz sencilla de Cárlos III, la del
Mérito militar, la del Naval, y la de Cristo de Portugal, y su mas profunda pre-
ocupación es cómo podrá alcanzar una condecoración, por lo menos, de cada una
de las naciones que componen este picaro mundo. Seria feliz si pudiera colgarse
un colmillo de elefante.
Las hijas del marqués son el principal ornamento de Yillasanta. Una toca el
piano, otra canta en italiano, en español, en caló y en latín, bien que esta lengua
muerta solo la usa en las funciones de iglesia, y la, tercera despunta por la litera-
tura. habiendo perpetrado ya algunos sonetos con alevosía y ensañamiento, contra
su padre, en los dias de este, contra algunos santos, en los dias de la respectiva
fiesta, y contra todo lo divino y lo humano. El padre tiene el proyecto de pedir á
los senadores y diputados de la provincia que soliciten de las cortes una ley conce-
diendo una pensión nacional á la poetisa, y disponiendo la impresión de los sone-
tos por cuenta del estado. Y es capaz de conseguirlo. Las tres chicas, que no son
chicas porque la menor tiene veintitrés años, son muy elegantes, se visten en Pa-
rís, es decir que de París les traen todo lo que constituye su ajuar, v miran con
desdén á las demás que no se visten tan lejos, y por consiguiente, no son tan ele-
gantes. También les envían de París las composiciones químicas con que se blan-
quean la piel, que, á las veces, cuando entran en el baile del casino, parece pro-
AMERICANOS Y LUSITANOS
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piamente que vienen de un molino harinero. Las tres lian estado á punió de ca-
sarse pero no se han casado. Una quedó con la ropa hecha; otra se libró providen-
cialmente de una gran desventura, sabiendo á tiempo que su prometido, un ame-
ricano, estaba casado con una mejicana pobre, que la liabia dejado en Méjico
hacia seis años, diciéndole que volvería, y no volvió, y la tercera, la poetisa, te-
nia concertado escaparse con un sobrino de don Policarpo, y no se escapó, gracias
á que, entendiendo la trama el padre del raptor, arrimó á este una paliza, y le
facturó luego para Madrid, donde al fin, se escapó con él la hija de su patrona,
una bienhechora de la humanidad pobre, pues admitía huéspedes á ocho reales
con principio, y raro era el que le pagaba.
El marqués no desconfia de que sus hijas se casen con grandes de España, ó
embajadores; ellas sí que empiezan á desconfiar.
Iban á despedirse ya el prestamista, su mujer é hijas y el marqués y las su-
yas, cuando penetraron en el salón las del Senador, otras notabilidades de Villa-
santa, y ya no se despidieron las familias citadas. Las del marqués y las del Se-
nador (Q. E. P. D.) no corrían bien, es decir que no se podian ver ni pintadas, y
eso que todas estaban pintadas siempre. Las últimas presumian de mas elegantes
que las primeras, porque, como be dicho, se surtían de trajes en Bayona, adonde
iban todos los años un par de dias durante la temporada de baños, que ellas toma-
lian en la capital de Guipúzcoa, donde las conocen todas las pupileras, pues regu-
larmente los quince dias que dura su permanencia en aquella ciudad, habitan en
diez casas distintas, y salen riñendo con las diez pupileras. La viuda del Senador
tiene una fama terrible; todo el mundo en Villasanta le atribuye haber indispues-
to matrimonios, desviando del camino recto y seguro de la dicha conyugal á al-
gunos maridos buenos mozos, y también la culpa de la perdición de un capitán
de caballería que, por ella, se batió en duelo con un amigo y compañero de ar-
mas que, rompiéndole de un balazo el brazo derecho, le dejó inútil para el ser-
vicio.
Las del Senador tienen tertulia diaria con juego de tresillo á céntimo el tanto,
y de las ganancias se hace un fondo para costear un dia de gira en el Encinar
cuando se lia reunido lo suficiente, y en estas giras ocurren siempre peripecias
desagradables que dan por resultado que se rompan las relaciones entre algunas
familias, bien que pasado algún tiempo, vuelven á hacer las amistades para des-
hacerlas después. En fin, la del Senador, según dicen los que la tratan con cierta
indulgencia, es el demonio, y sus cuñadas le tienen dentro del cuerpo, y cortan
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
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un pelo en el aire, y todas tres son capaces de sacar los dientes á un ahorcado,
siendo extremadas en cuentos y enredos, de tal suerte que se las considera origen
de todas las desavenencias que existen en lo que se llama la aristocracia de Villa-
santa.
Presentóse luego el coronel Rebenque y su mujer la polaca, una mujer que
lleva siempre un perro en brazos, y otro trincado con un cordon, y duerme con
los dos, y tiene un cerdo de diez años, que va tras ella como un faldero, agrade-
cido á que su ama le lia librado de la suerte de los de su clase, empeñándose en
({lie muera de muerte natural. El coronel se lia acostumbrado á los gustos de su
mujer, lia tomado afición ó los animales, y su casa la tiene llena de ellos, y el
prójimo que se arriesga á visitar al coronel, corre peligro de que un mastín le
muerda, de que un carnero terrible le embista, de que un gatazo enorme le saque
los ojos, y de que un mono muy travieso le haga víctima de alguna travesura,
quitándole la peluca, si la usa, ó el sombrero para tirárselo al pozo.
Estas y otras visitas entretuvieron todo el dia á la familia de don Serafín,
aturdiendo á este y á su mujer, contando la historia pública y privada de todas
las gentes de Yillasanta, haciendo galantes ofrecimientos, y las mas capciosas pre-
i
guntas y suposiciones sobre la gran fortuna de don Serafín, sobre los motivos de
su cesantía y sobre la resolución de retirarse á una ciudad de tan poca importan-
cia como Yillasanta, cuando las dos hermosas hijas del feliz matrimonio serian en
Madrid el encanto de paseos, teatros y salones.
En resumen, ni á don Serafín, ni á doña Francisca, ni á las chicas les gustó
gran cosa el personal aristocrático de Yillasanta. ni la familia del jubilado tuvo la
suerte de agradar á las personas que la visitaron.
— Esta familia tiene sombra, — dijo el marqués de Casa Gómez. — Desde que
conocí yo á don Serafín pensé, no sé por qué, pues no tenia ningún motivo, pensé,
repito, que era un hombre misterioso. Y en efecto, en esa familia hay misterio.
Bastó esta observación de un hombre tan perspicaz como el diplomático para
que todo el mundo conviniese en que aquella familia no habria ido á Yillasanta
por el sencillo placer de gozar vida retirada y tranquila, sino por algún poderoso
motivo que la obligaba á alejarse de la córte.
Habian notado tanto el prestamista como el marqués, como la del Senador, que
don Serafín y su mujer parecian inquietos, fatigados, algo distraídos y preocupa-
dos, y que las chicas mostraban cierto aire de indiferencia, así como si tuvieran
el pensamiento preocupado con otras cosas que con las que les referian sus nue-
AMERICANOS Y LUSITANOS
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vos convecinos. Y en verdad toda aquella apariencia de fatiga no tenia otro ori-
gen que el insomnio y las emociones de la tenebrosa noche anterior.
VI
LA CALUMNIA
Hacia mas de un mes que halda llegado á Yillasanta la familia de Bueno y
Malo.
Un dia don Serafín quiso tener mas luz en una habitación, donde, desde no se
sabe cuando, había una ventana tapiada, y cubierto el hueco por la parte inte-
rior con un amianto. Don Serafín, arrancó el amianto, y comenzó luego á abrir
el hueco, quitando los ladrillos, y ¡oh prodigio! entre los ladrillos cayeron al sue-
lo monedas de oro, onzas, medias onzas, ochentines, con asombro del jubilado, á
quien faltó poco para desmayarse en aquel punto, y por si era ilusión de sus sen-
tidos, aunque cogía y palpaba las monedas, llamó presuroso á doña Francisca,
que también tuvo que apoyarse en la pared para no caer desvanecida sobre aquel
inesperado tesoro.
Había allí unos quince mil duros en monedas de oro, perfectamente colocadas
entre los dobles ladrillos con que se había cerrado la ventana.
Don Serafín y doña Francisca sintieron alegría ante aquel espectáculo, pero
una alegría penosa, por decirlo así, no la alegría bienhechora que produce una
gran satisfacción recibida, sino una alegría mezclada de zozobra y de inquietud,
como si aquel dinero no fuese legítimamente del dueño de la casa. Por la fecha
de las monedas aquella suma estaba allí desde íines del siglo anterior y debió per-
tenecer á un ascendiente de don Serafín, de quien este sabia que fué un gran
avaro, que murió solo, repentinamente, estando sus hijos ausentes en la córte.
Era, pues, evidente que aquel dinero no tenia otro dueño que don Serafín.
Doña Francisca, que era menos pusilánime, trató en vano de calmar la asus-
tadiza conciencia de su marido, haciéndole las mas preciosas reflexiones á fin de
que no tuviera escrúpulo ninguno en recoger aquella gloria de dinero, y guar-
darlo en la gaveta, pero don Serafín, el pobre hombre, no creyó poder tranquili-
zarse sino hacia público su hallazgo, y tomaba consejo y oía el parecer de las
personas discretas y desinteresadas en el asunto. Y sin decir nada á su mujer, el
dia siguiente al del hallazgo, salió, fué al casino, y tomando asiento delante de
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
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la mesa en que él y otros amigos solían tomar café diariamente, contó sencilla-
mente lo que le halda ocurrido.
Los amigos, que eran el marqués de Casa Gómez, el coronel Rebenque y el
prestamista don Poli carpo, miráronse, y miraron á don Serafín. El don Policarpo,
no pudo disimular su envidia; el marqués de Casa Gómez, exclamo: — ¡Ya decía
yo que usted no venia á Yillasanta á humo de pajas! — Y el coronel Rebenque,
encarándose con don Serafín, le dijo: — Mire usted, don Serafín, aquí ya estamos
al cabo de la calle: nadie le dice á usted nada, nadie le pide tampoco, y nadie le
ha preguntado cómo diablos ha podido usted hacer ese capitalazo que tiene, á pe-
sar de tener tres hijos, de haber vivido en Madrid siempre, y de no haberle caído
el premio grande de la lotería. ¿A (pié nos viene usted ahora con ese cuento del
hallazgo de las monedas de oro entre los ladrillos de la ventana? Para justificar
así su fortuna, ¿no es verdad?
Don Serafín sintió (pie la sangre le suida á la garganta y le ahogaba.
— ¿Cree usted (pie miento? — preguntó al marido de la polaca, casi sin poder
articular las palabras.
— ¡Hombre! — repuso groseramente Rebenque, — á ningún hombre le gusta
que se le crea capaz de mamarse el dedo, y usted nos toma por tontos, me parece.
— Vamos, — dijo el marqués con tono conciliador, — la cosa no vale la pena de
(pie dos amigos como ustedes vayan á reñir. Don Serafín sabe, sin duda, es claro
que lo sabrá, que la gente murmura que tiene el riñon bien cubierto, y (pie atri-
buye el origen de su fortuna...
— ¿A qué?... — preguntó con ansiedad el jubilado.
— Pues hombre, á los negocios (pie lia hecho usted en su larga carrera de
empleado.
— ¡Jesús! ¿Yo negocios?... — exclamó con espanto el bueno de don Serafín.
— ¡Caracoles! — dijo Rebenque, — ¿por ventura es usted el primero que los ha-
ce, utilizando su posición oficial?... Si eso ya no estraña á nadie. Y ha hecho us-
ted bien, ¡voto al demonio! haciéndolos con tal habilidad que no se le ha podido
probar el gatuperio.
Don Serafín clavó los ojos en el retirado, y, cogiendo de sobre la mesa el vaso
en que había tomado café el prestamista, lanzóle al rostro de aquel, exclamando:
— ¡Miserable! ¡Miserable calumniador!
Rebenque se levantó, estendió los brazos y cayó sobre la mesa con gran es-
trépito. El golpe le había quitado el sentido, y el cristal le liabia abierto la frente.
AMERICANOS Y LUSITANOS
07
Camareros y socios del casino cogieron á don Serafín, que intentaba romper
otro vaso sobre el cráneo del retirado, mientras otros acudian á recoger á eslc.
El juez, que allí se hallaba, detuvo á don Serafín, el médico acudió al coro-
nel, y del casino salieron dos ó tres sugetos á llevar la noticia de tan grave su-
ceso á todas partes, pronunciándose unánime la opinión contra don Serafín.
El marqués de Casa Gómez decia á todos los que le hablaban del suceso:
— Yo tenia previsto que ese hombre nos daria un disgusto.
Habiendo declarado el médico que el coronel Rebenque sanaría de su herida,
el juez dejó en libertad á don Serafín, mediante la obligación de no salir de la
ciudad.
¿Cómo había de salir el infeliz?
Postrado cayó en el lecho, con todos los síntomas de congestión cerebral, y
dos dias estuvo el desgraciado, sin cesar el delirio y la angustia de una penosísi-
ma agonía.
En brazos de doña Francisca, y al lado de sus hijos, espiró el sin ventura, el
(pie había sido toda su vida hombre intachable, empleado íntegro y celoso y
amantísimo padre de familia.
La calumnia le había elegido para su víctima y un soplo de la calumnia le
mató.
Ignorando lo que de él se decia en Madrid, desde que doña Francisca circuló
aquellas malditas tarjetas, en que la familia se despedía para sus posesiones, lué
el pobre hombre á buscar reposo en la tranquila ciudad, aparentemente tranqui-
la, y, en realidad, un infierno de odios, envidias, rencores y todo linaje de malas
pasiones; y la calumnia, que no deja de perseguir á sus víctimas hasta destruir-
las, siguióle hasta allí.
A los pocos dias de llegar á Villasanta la honrada familia, uno de los hijos
del marqués de ("asa Gómez llegó de Madrid, donde estaba empleado, y fué el
instrumento de que se valió la calumnia. Dijo sencillamente lo que había oido á
personas de Madrid sobre la habilidad burocrática de don Serafín, y la maravi-
llosa maña que se había dado para llenarse de dinero, logrado, á no dudar, ilegí-
timamente, y de seguro, con grave daño del estado, y sobre todo para lograrlo
por tan diestro modo que no había habido medio de probar ninguno de los gran-
des chanchullos que habría hecho en su dilatada carrera.
Doña Francisca y sus hijos no quisieron vivir mas tiempo en aquella ciudad,
68
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
v pasados nueve dias después de la muerte del desgraciado don Serafín, cerra-
ron la casa y volvieron á Madrid, donde viven, recordando siempre al (pie, por
bueno y honrado, mejor premio merecía <pie el que suele otorgar el mundo á los
que tienen esas cualidades unidas á la modestia y á la humildad.
La afligida viuda no se consuela nunca de haber cedido á la pueril vanidad
de darse apariencias de persona de buena y holgada posición.
La casa feudad de Villasanta no la lian querido alquilar los herederos de don
Serafín. El prestamista don Policarpo ha pretendido comprarla con intención de
registrar ladrillo por ladrillo y piedra por piedra, porque don Policarpo, mas pers-
picaz ipie todos sus convecinos, creyó real y efectivo el hallazgo que empezó á
contar don Serafín en el casino.
El coronel Rebenque conserva en la frente la señal del golpe que le dió el ju-
bilado. El marqués de Casa Gómez, dice que él siempre dijo que don Serafín no
sabia donde se liabia metido, y tiene razón. La viuda del Senador se ha casado
con un escribiente del ayuntamiento y ha reñido con sus cuñadas, y las hijas del
marqués, (pie no ven llegar los tres grandes de España, que su padre les ha pro-
metido, piden en sus cortas oraciones que se les presenten á la mayor brevedad
los tres maridos que necesitan, uno para cada una, se entiende.
1 VERBENA.
( CUADRO POPULAR )
A MI ILUSTRE AMIGO PEDRO MANUEL ACUÑA.
por D. Antonio F. Grilo.
I
usa riel enamorado,
Dios de la histórica fiesta
Numen de la serenata,
Protector de las verbenas
Esparce colores nuevos
En la artística paleta
Para trasladar al lienzo
De la popular escena
Lo cómico con lo grave,
El chiste con la sentencia.
La lágrima con la nota
Y la forma con la idea.
5
70
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Venid á correr conmigo
Las ya lujosas aceras
Que invade la muchedumbre
Alrededor de la iglesia.
La Virgen de la «Paloma,»
O la del «('ármen» excelsa,
O el «San Antonio» bendito
Que allá en la Florida reina,
A impacientes y curiosos,
A casadas y doncellas,
A los viejos y á los niños,
A rubias como á morenas,
En bullicioso desorden.
En variedad pintoresca,
El recuerdo de otros años,
Una memoria, una fecha,
Una flor, una esperanza,
Una costumbre (la eterna),
Un santo, (el que se celebre),
Una Virgen (la que sea),
Los identifica y junta,
Y los cita, y los congrega
Lo mismo al pié del alcázar.
Que en la ermita de la aldea.
AMERICANOS Y LUSITANOS
71
II
¿Quién al volver la mirada
Hácia la niñez bendita
No vé una noche adorada?
¡Quién no tiene su velada,
Su velada favorita!!!
¿Quién no lia endulzado sus penas
Con recuerdos del bogar?
En esas noches serenas
¡ Quién no lia llevado á un altar
O lágrimas ó azucenas ! ! !
¿Quién, por costumbre piadosa,
Allá en su pueblo querido,
No bebió con fé ardorosa
El manantial escondido
De una fuente milagrosa!!!
¡ Noches de mi Andalucía
Que ya nunca volverán ! ! !
Al fondo del alma mia
¡ Qué de cosas le decia
La velada de «San Juan!»
Hoy resbalan una á una
Esas horas por mi mente;
Mi ayer, mi madre, mi cuna,
El Bétis lleno de luna
Y la ribera de gente!
72
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Suenan en mi corazón
(\m su música mas grata
Los ecos de una canción:
¡ Y la alegre serenata
Que entraba por el balcón!!!
Aquellas memorias muertas.
Vivas están y despiertas
De mi pedio en lo mas liondo:
¡ Y aquellas rejas abiertas...
Y albaliaca y nardos por fondo!!!
Aquí la voz quejumbrosa
De lastimera guitarra.
Que en pesadumbres rebosa;
Allí la pléyade airosa
De estudiantina bizarra:
Mas allá miradas bellas
En ojos de serafines j
Y blancos, cual las estrellas.
Salpicando los jazmines
Las trenzas de las doncellas.
Allí la ondulante gasa,
Aquí el gracioso sombrero.
Allá la sombra que pasa .
Y el tostado buñolero
Con las memos en la masa!
¡Qué es ver la harina candente
Hervir en la pila honda
AMERICANOS Y LUSITANOS
73
Y á fuego y mano obediente
Llenar, dorada y redonda,
La antigua y clásica fuente!
Al brotar la seguidilla.
La caña en las mesas brilla
Mas limpia y clara que el sol.
Donde está la manzanilla
Como el oro en el crisol.
Allí, sin poder valerse,
El tonel vivo, con faja,
Que al levantarse y caerse,
Echa al aire una navaja
Que busca donde meterse.
La gitana en los corrillos
Luce el garbo y la peineta:
Y entre coplas y estribillos,
Se casa con los palillos
La ya rota pandereta.
Aburrido y complaciente,
Alterna con los beodos
El képis omnipotente
Del municipal que siente
No hacer lo mismo que todos !
Soñolienta caravana
Semeja al ronco hervidero;
1 lucha, hasta la mañana.
Con la bomba veneciana
El candil del rosquillero!!!
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
III
Los tiempos se desvanecen:
Pasan costumbres y modas;
Las verbenas no perecen:
Aunque diferentes todas
Todas ellas se parecen!!!
En todas ellas palpita
Del pueblo el rumor sonoro:
Y con su Virgen bendita
En todas hay una ermita
Trocada en áscua de oro ! ! !
Con vínculos inmortales
Todas tienen su consuelo,
Sus dichas tradicionales,
Sus fuegos artificiales
Y sus campanas á vuelo !
¡ Cuánta niña enamorada
Que está de recuerdos llena,
Vio brillar desconsolada
Las tintas de la alborada
Que mataban la verbena!!!
Clavada en el firmamento,
¡ Cuántas veces fué la luna
Testigo de un sentimiento!
¡ Cuántas la aurora importuna
Selló el casto juramento !
AMERICANOS Y LUSITANOS
A orillas del Manzanares
Aun resuenan los cantares
Por la ribera extendida
Que llevan tantos hogares
Al Patrón de la Florida !
De los «Angeles» Señora
En la costa gaditana.
También aquel pueblo adora
A su Virgen soberana
En verbena encantadora !
Piden culto reverente
Con memoria sacrosanta.
Legado de gente en gente,
Valencia á su «San Vicente»
Y Córdoba á su «Fuensanta.»
Donde amanezca un hogar
Del sol cá la ardiente luz;
En el valle, en el lugar;
Donde se eleve un altar
O se levante una cruz;
Donde la olvidada hiedra
Que entre los peñascos medra.
Cuelgue su penacho oscuro,
De un viejo claustro en el muro
O en una torre de piedra,
Donde esté la tradición;
Donde brille el lontananza
76
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
De mía eterna aspiración:
Donde esté la devoción.
Espuela de la esperanza:
Donde vivas permanecen
Las plegarias que fermentan
Y en las almas se guarecen:
Donde hayan labios que recen
Y corazones que sientan.
Auténtico y verdadero.
(ton sn mezcla de hidalguía.
De cristiano y pendenciero.
Allí estará el pueblo entero:
¡Allí está la pátria miaü!
Allí estarán enlazadas
Con amorosa cadena
Las costumbres veneradas:
Allí estarán las veladas;
¡Allí estará la «Verbena!!!»
*
\
' ' ✓ .
J]J
IP1I1T1I
por D. Enrique Perez Escrich.
Nembrot fué el cazador fuerte
delante de Dios: el héroe de
nuestro cuento lo fué delan-
te de los hombres.
I
seguran los gastrónomos, profundos saliere-adores del arte
culinario, que la cocina italiana tiene una sopa para cada
dia del año ; de modo que cuenta con trescientas sesenta y
cinco variedades alimenticias para preparar el estómago á los
horrores de la digestión.
Mas rica que la cocina italiana es la galería de tipos que encier-
ra dentro de su marco cosmopolita la afición á la venatoria, porque
el adjetivo cazador tiene, metafóricamente hablando, mas ampliacio-
nes que notas han puesto á el Don Quijote de la Mancha sus ilus-
trados comentadores.
Líbrenos Dios de incurrir en la pesadez insoportable para nuestros lectores, de
consignar en esta narración el interminable catálogo del cazador y sus derivados;
dejemos, pues, en el fondo del tintero al cazador teoría , al providencia, al mata
sombra, al amigo de tas innovaciones, al partidario de ¡o antiguo, al amante de los
TOMO J. 10
78
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
perros, al que siempre mata, al defensor de ¡os reclamos, al Jiormiguista, al egoís-
ta, al (jtoton y á otros mil que como hemos dicho podríamos consignar, y no que-
remos decir tampoco nada del matutero porque de este tiene todo cazador un poco,
aunque no sea mas que por dar fuerza y color de verdad á aquellos famosos versos
que dicen:
Dulce y sabrosa.
Mas que la fruta del cercado ajeno.
Porque, seamos francos y confesemos ahora que nadie nos oye, que el cazar de
matute es tan antiguo, tan primitivo, tan en armonía con la naturaleza humana
y tan grato para el hombre como apetitoso para los animales; pues ya en tiempos
de El Génesis existió en el Paraíso un matutero llamado Adan á quien Dios echó
ñ cajas destempladas de aquel delicioso jardin por su poca abstinencia y por su
no mucho respeto á lo que le habia prohibido.
Pero dejando al cazador matutero, terreno resbaladizo que podria conducirnos
por las pendientes pecaminosas de la inmoralidad, ocupémonos solo del cazador
impenitente, desaficionado incorregible, amante de la escopeta, del que mira la
caza como una segunda naturaleza, del que vive para cazar, del verdadero aficio-
nado, en fin, que siente circular por sus venas la caliente sangre cazadora.
Hoy que la afición á oxigenar los pulmones con las purísimas brisas de los
montes se ha desarrollado de un modo superlativo; hoy que se encuentran por to-
das partes cazadores elegantemente pertrechados, que llevan una escopeta por
adorno y un perro por calamidad, que corre soplando como una locomotora qui-
nientos metros delante de su amo; hoy que los médicos cuando no encuentran la
jpanácea del mal que se les consulta, aconsejan á sus enfermos la caza como plan
higiénico, aumentando los émulos de San Eustaquio, San Huberto y San Antolin
de un modo fabuloso; hoy que va desapareciendo aquella raza á que pertenecieron
Xemhrot, don F al fila y Sancho IV, justo es que yo, cazador viejo y jubilado en el
gremio, dedique unas cuantas páginas al héroe de la historia que nos ocupa.
Ruego á los lectores que no traten de vanidoso al que estas líneas escribe, si
les asegura que la presente narración no solo será útil á la humanidad por los
ejemplos que de ella van á desprenderse, sino amena y entretenida para los pro-
fanos en el arte venatorio, por lo tanto, ruego á ustedes que me permitan termi-
nar este pequeño bombo que me dedico con las célebres palabras de don Serapio,
personaje de El Café, de Moratin: La comedia es buena, señores, créanme ustedes ti
AMERICANOS Y LUSITANOS
7(d
mí: la comedia es buena. Solo que en vez de comedia debo decirse e! articulo es
bueno.
Entremos en materia.
II
El héroe de nuestro cuento, porque fué un héroe, se llamaba Alejandro y era
hijo de Madrid, pero no tenemos ningún interés en conservarle su nombre de pila
y su naturaleza; puede el lector si es aficionado á la caza y le conoce llevárselo á
la provincia que se le antoje y ponerle el nombre que mas le agrade, en la segu-
ridad de que por eso no hemos de armarle ningún litigio.
Alejandro mostró desde sus mas tiernos años una afición decidida por la caza,
mataba gorriones con cerbatana, cogia jilgueros, pardillos y verderones con liga;
se exponía cien veces á romperse la crisma por apoderarse de un nido; con una
caña y un trapo negro á la punta, hacia una guerra sin cuartel á los vencejos, los
aviones' v las golondrinas; se daba tal maña en coger las alondras con ballesta v
en descubrir los agujeros de los grillos que llegó á ser la admiración y el asombro
de todos sus compañeros de la infancia.
Aquel muchacho, hermoso, sano, desarrollado, ligero y vivo tenia todos los ins-
tintos, toda la mala intención del gato y se pasaba una hora inmóvil y en acecho
por cazar un gorrión.
Uno de sus grandes placeres consistía en ir á cazar con su padre de morralero
y compartir con el perro los cobros de las piezas que mataban.
A medida que crecia el cuerpo de Alejandro, crecia su afición y sus instintos
de alimaña.
La casualidad le proporcionó un baston-escopeta que no necesitaba mas que
un poco de aire comprimido para despedir los proyectiles; esta escopeta sorda y
prohibida por la ley fué en las manos de nuestro héroe un elemento de destruc-
ción. Desde la ventana de su cuarto que daba á un jardín mataba todos los gatos
que se atrevian á cruzar los tejados de enfrente.
Cuando concluyó con los gatos, buscó otras víctimas que sacrificar, tomando
por blanco de su certera puntería, primero el lorito de una vecina, que suello y
atado por una pata á la barandilla del balcón pasaba el dia entretenido inocente-
mente en decir: ¡Eli, eh, que te la 'pegué! El lorito dejó de pegársela á nadie y Ale-
jandro, después de la muerte del hijo de las selvas de América, dirigió los tiros de
80
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
su escopeta de aire á una ardilla. que encerrada en un cilindro giratorio de alam-
bre, pasaba la vida dando vueltas como una manifestación de la perversidad de
los hombres.
En una palabra, Alejandro fué una calamidad para toda la bicheria del barrio.
A los trece años, su padre, viendo la afición decidida del muchacho, le com-
pró una escopeta de un cañón calibre 20, y le llevó de caza por primera vez al
monte Peregrinos en Torrelodones.
Por el camino el padre le dio algunos consejos sobre la educación del cazador
y el manejo del arma. Alejandro escuchó al autor de sus dias con profunda aten-
ción.
Llegaron al monte, arreó un conejo, apuntó Alejandro y el pobre herbívoro
dió la voltereta.
El novel cazador experimentó en aquel momento emociones verdaderamente
desconocidas! su padre celebró con gozo aquel tenazón digno de un maestro.
Poco después, al hacer una asomada con toda la mala intención del cazador
práctico, volaron dos perdices, Alejandro derribó una y como la perdiz es la poesía
de la caza, el placer, el entusiasmo, la alegría del neófito llegó á tal punto que su
padre temia que le cogiera un accidente.
El maestro satisfecho del discípulo le dió en el alto de aquel cerro, bajo la an-
churosa bóveda del cielo, la patente de cazador y Alejandro se creyó el muchacho
mas feliz del universo.
III
('roemos útil decir algo de la posición social de nuestro héroe.
Alej andró era hijo único de un padre rico, seguia una carrera literaria como
la siguen muchos ricos, por lujo, por adorno y poder colocar en un cuadro el títu-
lo de abogado.
Por otra parte, su padre era uno de esos hombres de buena pasta y condescen-
diente hasta dejárselo de sobra; (pie solo se había ocupado en toda su vida en ca-
zar y comerse las dos terceras partes de su renta y se daba por satisfecho con que
su hijo sacara en los exámenes la nota de aprobado, es decir, la nota mas modesta
de todas la notas, exceptuando la de suspenso con la que solia resignarse también
de vez en cuando, sin que se turbaran ni sus sueños ni sus digestiones.
Con el tiempo Alejandro heredó la fortuna de su padre, esto era lógico. Quedó
AMERICANOS Y LUSITANOS
81
solo y rico en el mundo, lo cual es una soledad muy agradable, y aquí es donde
verdaderamente comienzan las hazañas, las heróicas proezas de nuestro famoso
cazador.
Alejandro, al verse dueño de la fortuna de su padre, echó cuentas consigo mis-
mo, y se dijo:
— Tengo veinte y cuatro años, salud inmejorable, músculos de acero, buenos
pulmones y buenas piernas, soy solo en el mundo y poseo dos casas en Madrid
que me producen, libres de gastos y contribuciones, cerca de siete mil duros al año;
trabajando podria aumentar esta renta, pero también podría disminuirla porque
los negocios de bolsa, que son los únicos que yo podria intentar tienen sus venta-
jas y sus contras: resuelvo, por lo tanto, no trabajar y dedicarme por completo á
mi verdadera afición, al único goce que me electriza, que me domina: la caza.
Tomada esta firme resolución, encargó la administración de sus dos casas á un
amigo de su padre, hombre honradísimo, dio el cargo de ama de gobierno á su
nodriza y tomó á un muchachote de criado, perrero y morralero, acompañante su-
miso en sus expediciones de caza.
Este muchacho que se llamaba Jesús, fué un verdadero mártir, pero tiempo
tendremos de conocerle y simpatizar con él, porque á Jesús le sucedia lo que á los
hijos de la tia María Ignavia que de puro desgraciados hacían gracia.
Alejandro estableció su cuartel general en Madrid en la misma casa en que ha-
lda nacido y vivido con sus padres, dedicó una habitación para las escopetas y
pertrechos de caza, otra para perrera y se dijo:
— Puesto que todo lo tengo arreglado y Brígida cuidará de mi casa y don Ca-
nuto de mi renta, yo puedo dedicarme á cazar tranquilamente; todos los meses me
pasaré tres ó cuatro dias en Madrid y el resto en los cazaderos; voy á darme la
gran vida, á ser el hombre mas feliz de la creación; el verdadero filósofo es aquel
que da al cuerpo lo que le pide y pues el mió me pide cazar, á cazar y sea lo que
l)ios quiera.
Cuando Alejandro tomó á su criado Jesús le dijo con toda la gravedad de las
circunstancias:
- — Jesús, voy á indicarte tus deberes en esta casa; te advierto que yo tengo el
carácter un* poco arrebatado, pero soy mas bueno que el pan, como tendrás ocasión
de apreciar por tí mismo; si me sirves bien, yo no seré ingrato contigo; escúcha-
me con atención y procura no olvidar nada de cuanto voy á decirte.
Jesús, con los brazos caidos, la boca y los ojos enormemente abiertos é inmó-
82
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
vil como un autómata, hacia esfuerzos por sonreírse con toda la buena fé de la es-
tupidez.
— Jesús, — añadió Alejandro,— desde liov tus obligaciones son las siguientes,
procura retenerlas en la memoria: pasearás los perros cuando estemos en Madrid,
una llora por la mañana y otra hora por la noche á las ocho; pero el día que por
un descuido tuyo se coman una morcilla municipal te reviento.
— ¡ di, ji, ji! — contestó Jesús riéndose á su modo.
— Después de pasear los perros, limpiarás con esmero mis botas y mi ropa de
calle, poniéndote luego á disposición de doña Brígida, mi ama de gobierno, por si
ella necesita que vayas á comprar algo: te enseñaré á limpiar las escopetas y á
cargar cartuchos, vendrás conmigo de caza para llevarme el morral y cargar con
las piezas que mate; en los viajes estará á tu cargo la maleta, los comestibles y
los perros; cuando se estravie algo te reviento.
— ¡di, ji, ji! — contestó Jesús.
— Puedes reirte todo lo que quieras pero procura que no llegue el dia que esa
risa se convierta en llanto. Cuando yo caze, vendrás conmigo, como te he dicho,
llevarás la mano que yo te indique sin hacer ni mas ni menos que lo que te en-
cargue; cuando caiga una perdiz de ala ó de torre , tendrás especial cuidado en li-
jarte bien en el sitio en que dé el gachapazo y si por torpeza tuya desorientas á
los perros indicándoles un sitio distinto de aquel en que cayera, te reviento.
— ¡di, ji. ji! — repitió por tercera vez Jesús, pero con menos espansion que las
dos anteriores pues iba comprendiendo la difícil misión que le había tocado en la
tierra.
— En una palabra, — añadió Alejandro, — harás todo aquello que yo te mande;
serás mudo, sordo; no tendrás voluntad propia; y yo en pago de estos servicios te
daré seis duros mensuales, comido y vestido; y si llegas á soportarme doce años
te regalaré como premio de tus buenos servicios, mil duros.
— ¡Mil duros! — exclamó Jesús retrocediendo espantado. — ¡Mil duros!
Y dos enormes lágrimas asomaron á sus ojos.
¡Aberraciones de la naturaleza! El pobre muchacho se había reido siempre
que su amo le amenazaba con reventarle y se echaba á llorar en cuanto le ofrecía
mil duros.
Hay criaturas que nacen destinadas á recibir palos, los golpes les producen
menos efecto que los halagos.
AMERICANOS Y LUSITANOS
83
IV
Pero digamos oigo del desventurado Jesús.
Era un muchachote, un zagalón de diez y ocho años recien llegado de Gali-
cia, con cara de luna llena y mofletes colorados como tomates; su frente era aplas-
tada y ancha y su boca sin la menor espresion dejaba caer sus extremos hacia la
barba, signo característico de la imbecilidad.
Sus ojos grises y apagados parecían fijarse sin ver nada, su cabeza era una
especie de pelota prolongada por el cogote y cubierta de ásperos y abundantes pe-
los rojos. Se conocía que las paredes del cráneo que encerraban la masa encefálica
de Jesús debían tener un grueso de tres pulgadas, dejando muy poca cabida para el
cerebro por cuya razón las ideas no tenian espacio para revolverse dentro de aquel
cráneo.
Al pobre Jesús no le cabían dos cosas en la cabeza, y liabia probado muchas
veces que cuando quería retenerlas luchaban la una con la otra hasta el punto
de hacerse pedazos quedando ambas inservibles.
Pero la naturaleza, siempre sábia y justa, lo que le había quitado de inteligen-
cia se lo había dado de resignación y buena voluntad y el pobre muchacho lo
sufría todo riéndose como un bienaventurado estúpido.
Jesús servia á la mesa de su amo. Una noche entró en el comedor llevando
con mucho cuidado una fuente de carne en salsa.
Alejandro observó que por los bordes de la fuente chorreaban algunas gotas
de salsa y dijo:
— ¿Por qué no has limpiado esa salsa que cae?
— ¿Por dónde, señorito? — preguntó Jesús.
— Por bajo, animal.
Jesús volvió la fuente de arriba abajo como podría haberlo hecho con un plato
vacío, y es claro que la salsa y las tajadas cayeron sobre la mesa salpicando la
pechera y el rostro de Alejandro que arrojó con rabia el pan que tenia en la ma-
no al testuz de su criado.
Jesús comprendía que había hecho una barbaridad de á folio; se mordió el
lábio inferior, abrió todo cuanto pudo sus ojos y sin apercibirse del panecillazo
que le había dado en la cara se quedó mirando á su amo, que al ver aquella estú-
pida fisonomía no pudo contener una carcajada.
84
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El pobre Jesús era poco andarín y como todos los muchachos robustos sufría
los afines de la salud manifestados en diviesos y sabañones, que le daban mucho
que rascar y bastante que sentir.
La caza le gustaba mas en el plato que en el campo, pero era preciso resig-
narse v seguir á su incansable amo. dando manos arriba y abajo con el morral á
la espalda y cargado muchas veces como una acémila con quince ó veinte piezas
de caza.
En estos momentos angustiosos, Jesús para reanimar sus fuerzas pensaba en
los mil duros que le había ofrecido su amo y esto vigorizaba su robusto cuerpo de
un modo prodigioso.
Además el pobre muchacho estaba muy contento de su amo, que á trueque de
algunos pescozones y punteras repartidos alternativamente le alimentaba bien, le
vestía mejor y no escaseaba las propinas.
Siempre que Alejandro y Jesús llevaban una mano cerrada el infeliz mucha-
cho iba diciendo para su capote :
— Dios quiera que no arranque una liebre hacia mis piernas porque mi amo hace
luego á todo lo que corre y á todo lo que vuela, sin reparar lo que tiene delante.
V efectivamente, al año de servicios Jesús halda recibido tres docenas de per-
digones en las extremidades de su cuerpo, pero como cada perdigón que perforaba
su carne le valia un duro, el muchacho se iba connaturalizando á las rociadas de
la escopeta.
"V
Así trascurrieron dos años, sin suceder nada digno de mención; el pobre Je-
sús se afanaba por complacer á su amo, ya iba aprendiendo algo, se hacia como
vulgarmente se dice á las mañas del cazador, pero sacaba la oreja de vez en cuan-
do para no desmentir su probada imbecilidad.
1 n dia se hallaban cazando en Valdelatas, y como Alejandro observó que Je-
sús llevaba colgados de un palo diez y seis conejos v dos liebres, compadecido del
pobre muchacho, le dijo:
— Vete á casa, doja, todo ese peso y vuelve al momento.
Jesús dio media vuelta y se alejó de su amo.
Pasó una hora, dos, tres, se hizo de noche y Alejandro de mal humor por la,
tardanza de su criado se dirigió á la casa del guarda,
AMERICANOS Y LUSITANOS
85
— ¿ Y J esús ? — preguntó .
— No le liemos visto desde que salió con usted esta mañana, — contestó el
guarda.
— ¿Cómo que no? si le lie dicho <jue viniera á traer los conejos.
— Pues no lia venido.
— Entonces de seguro le lia pasado algo.
Alejandro y el guarda estuvieron buscando á Jesús por el monte hasta las
diez de la noche; á esa hora, viendo que eran inútiles sus pesquisas y no respon-
diendo nadie ni á las voces ni á los tiros disparados al aire, volvieron á casa per-
suadidos de que al pobre muchacho le habia sucedido alguna desgracia.
Al amanecer, Alejandro se despertó y oyó unos ronquidos sonoros y acompasa-
dos cuyos ecos le recordaban la robusta respiración de una persona' conocida.
Se incorporó, encendió la bujía y con ella en la mano salió de la alcoba.
En el sofá de la sala dormia profundamente Jesús esperando las órdenes de su
amo.
Alejandro dejó la bujía sobre la mesa, cogió á Jesús por una oreja con gran
detrimento de los salía ñones y le levantó en vilo.
El criado dió un grito, puso una fisonomía imposible de describir; pero cuando
reconoció á su amo, se echó á reir con toda la boca.
Esta risa formaba un contraste cómico con los enormes lagrimones que se des-
prendian de sus espantados ojos.
— Animal, ¿dónde lias estado desde ayer al mediodía? — le preguntó Ale-
— ¡Toma, en Madrid!
— ¿Y á qué lias ido á Madrid?
— ¿No me dijo usted que llevara los conejos y las liebres á casa?
— Sí, pero... ¿los lias llevado á la casa de Madrid?
— Sí, señor.
El pobre Jesús, por obedecer al pié de la letra las órdenes de su amo, habia he-
cho una caminata de seis leguas cargado como una acémila.
Alejandro compadecido de la estupidez de su criado, le cogió por la solapa de
la chaqueta y le dijo:
— Desde boy queda prohibido llamarte Jesús: es un nombre demasiado respe-
table para que lo lleve un espíritu de tu ralea; te llamarás Cfedeon.
— ¿Pero quién era ese Gedeon? — preguntó el muchacho, que no comprendía
TOMO I. II
80
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
el enojo de su amo, después de la caminata que se habia echado al cuerpo por
servirle.
— Gedeon era un animal en forma de hombre, una inteligencia estúpida, un
bruto que al sacudirle caian bellotas de su cuerpo.
Y como al mismo tiempo Alejandro le zarandeaba, el pobre muchacho miró
hacia el suelo como buscando las bellotas de que acababa de hablarle su amo.
Desde aquel dia el criado de nuestro héroe se llamó Gedeon, y así seguiremos
llamándole nosotros en el trascurso de la presente historia.
VI
Era el mes de diciembre. Alejandro y Gedeon se hallaban cazando en la Al-
carria. en Montereclondo, gran criadero de liebres y perdices.
Una noche cayó una de esas nevadas que trasforman la topografía del país
cubriendo las sinuosidades del terreno.
Cuando Alejandro se levantó, al abrir la ventana de su cuarto, el horizonte
(pie se extendia ante sus ojos era majestuoso.
El cazador impenitente permaneció algunos minutos contemplando el poético
panorama y luego, frotándose las manos con marcadas muestras de alegría, se diri-
gió á la cocina donde la guardosa y Gedeon estaban preparándole las migas, su
invariable desayuno.
— Hoy voy á hartarme de matar liebres, — dijo; — la ley prohibe cazar en dias
de nieve; pero yo no entiendo de prohibiciones, cuando estoy en el monte.
Alejandro gozoso, satisfecho ante la perspectiva de caza que tenia delante, se
comió con gran apetito un plato colmado de migas, se bebió un vaso de vino, en-
cendió un cigarro y cogiendo la escopeta, dijo:
— Gedeon, ata los perros: hoy no los necesitamos para nada; luego coge el
morral sin olvidarte del frasco de cognac.
Gedeon exhaló un suspiro. ¡Se hallaba tan bien en la cocina al amor de la lum-
bre!.. . Y por otra parte aquella nieve le hacia pensar en sus sabañones, le daba mie-
do; pero resignado como un filósofo con su suerte, cogió el morral y un palo y si-
guió á su amo, pensando que él seria el mas feliz de los hombres el dia en que su
señorito se dejara de su maldita afición á la caza.
Apénas habian andado quinientos pasos, Alejandro vió la huella de una liebre
sobre la nieve y comenzó á seguirla con la escopeta preparada.
AMERICANOS Y LUSITANOS
87
La huella del herbívoro se perdió junto á una gran maraña festoneada por la
nieve.
— Aquí está, — dijo Alejandro. — Vamos Gedeon, entra por detrás de la mata
dando palos; yo desde este alto domino el terreno y podré tirarle mejor.
Gedeon vio que iba á llenarse de nieve hasta las orejas; pero obedeció con la
paciencia de un mártir.
Salió la liebre y la mató Alejandro exhalando un grito de gozo.
Gedeon cogió el caliente rumiante, lo apioló , operación que le habia enseñado
su amo, v ambos continuaron buscando huellas.
Así se mataron cinco liebres y tres perdices.
Alejandro estaba contento. Gedeon rabiando de sus sabañones, tiritando de
frío y sin poderse explicar cómo su señorito, podiendo estarse bien sentado al ca-
lor de la chimenea, se gozaba arrostrando la inclemencia de aquel horrible dia.
De pronto Gedeon, que iba detrás entregado á sus tristes reflexiones, se detuvo
lanzando un grito de espanto: su amo liahia desaparecido entre la nieve, se habia
hundido- hasta el cuello.
Gedeon quiso correr al auxilio de su amo; pero este que providencialmente al
caer en un hoyo que habia igualado la nieve, llevando la escopeta colocada en el
gancho del pecho, el arma se habia quedado enganchada por los dos extremos, y
Alejandro se habia agarrado á ella con la desesperación del náufrago que se ahoga.
El cazador no se explicaba esta casualidad que habia evitado el que se hun-
diera por completo en la nieve, y temiendo que á Gedeon le sucediera lo mismo,
le gritó:
— ¡No te acerques!
Gedeon se quedó parado; el pobre muchacho no comprendíala prohibición de
su amo; él calculaba muy natural auxiliarle en aquel trance aflictivo.
Mientras tanto Alejandro, agarrado á los cañones de la escopeta, colgado de
ella por decirlo así, revolvía los piés á derecha é izquierda buscando un apoyo,
pero todo era en vano: debajo de él solo existía el vacío, la muerte; comprendió
que si se desprendía la escopeta irremisiblemente la ley de gravedad le arrastra-
ría al fondo de aquel pozo y entonces su salvación era imposible.
A pesar del peligro, estaba sereno y procuraba trasmitir su serenidad ni pobre
Gedeon, prohibiéndole que se acercara porque calculaba que al hacerlo sin las
precauciones necesarias, en vez de auxiliarle, podía muy bien caer en el pozo de
nieve y entonces se perdía toda esperanza de salvación.
88
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Gedeon. viendo ;'i su amo en tan inminente peligro, se eolio á llorar amarga-
mente .
Gedeon, — le dijo Alejandro que tenia el rostro amoratado por el frió de la
nieve v los titánicos esfuerzos que hacia manteniéndose colgado de la escopeta.
— Gedeon, quítate la faja y tírame una punta para que yo la coja, pero sin acer-
carte mucho, no yayas á caer como yo.
Gedeon llevaba una enorme faja negra de estambre, se la quitó y le tiró una
punta al amo quedándose él con la otra.
Alejandro sin soltar la escopeta con la mano derecha, cogió el extremo de la
faja con la izquierda, diciendo:
— Sujeta con todas tus fuerzas el extremo de la faja y agárrate á ese chapar-
ro: como sueltes me voy al fondo y me ahogo, no te digo mas.
— ¡Yo no suelto, yo no suelto! — repitió llorando Gedeon que confiaba en la
robustez de sus fuerzas.
Alejandro se pasó la faja por debajo de los brazos, se agarró luego con las dos
manos sin soltar la escopeta y dando á su cuerpo un empuje violento y vigoroso,
gritó: — ¡Tira ahora, Gedeon. tira ahora!
Alejandro se hundió completamente en la nieve, pero el vigoroso esfuerzo de
Gedeon le arrastró sacándole hasta los bordes del pozo.
Guando Alejandro se vió fuera, se puso en pié con ligereza y dijo limpiándose
la nieve del rostro y del cuerpo: — ¡Gracias Gedeon, me has salvado la vida! cuando
vayamos á Madrid, en pago del buen servicio que me has prestado te daré tres-
cientos duros.
Gedeon bendijo desde el fondo de su alma la nevada y el pozo de nieve que
le habian proporcionado aquella fortunilla.
VII
Después de esta aventura desventurada regresaron á la casa del guarda.
Aquella noche Alejandro comenzó á sentirse molestado por una fuerte destem-
planza y grandes dolores en el pecho y en los hombros, y comprendiendo que
aquello podia ser el principio de una enfermedad, regresó á Madrid con gran ale-
gría de Gedeon.
\ efectivamente, nuestro héroe llegó á su casa en bastante mal estado, se
llamó al médico y durante un mes luchó entre la vida y la muerte.
AMERICANOS Y LUSITANOS
89
La juventud y la robustez de su naturaleza le salvaron, pero los principios de
un reumatismo quedaron en la sangre.
Cuando pasó el peligro, cuando entró en el período de la convalecencia, Ale-
jandro encerrado en su gabinete, iba poco á poco fortaleciendo su cuerpo de los
quebrantos que le Labia causado el catarro pulmonal.
A medida que el cuerpo se fortalecía, Alejandro pensaba en la escopeta, en
las nuevas campañas venatorias que estaba dispuesto á emprender.
Para matar las Loras, que se le Inician interminables, leía con avidez un tomo
de zoología y en particular la historia del subgénero perdiz.
De vez en cuando dejaba aquel tomo sobre sus rodillas y en voz alta excla-
maba con el acento que indudablemente empleó Don Quijote para comentar los
libros de caballería:
— Yo no podré llamarme cazador basta que realice el plan que bulle en mi
cerebro; yo quiero que las obras venatorias consignen mi nombre llevándole á la
posteridad como consignaron el de otros cazadores famosos; para eso es preciso
que yo baga algo mas de lo que Le hecho hasta el presente, necesito crearme
una fisonomía propia: otros se la crearon matando leones, panteras y elefantes,
yo me la crearé matando perdices. La zoología consigna diez y siete variedades
de gallináceas del subgénero perdiz; yo solo conozco una, quiero conocer las de-
más, vaya si las conoceré. Soy libre, independiente, rico, ¿quién podrá impedír-
melo?
Y Alejandro, después de dirigir una mirada amenazadora en derredor suyo y
como si buscara enemigos á quienes combatir, encendia un cigarro y abriendo el
tomo que tenia sobre las rodillas, y dejando asomar una sonrisa de satisfacción á
sus lábios, exclamaba:
■ — Será un viaje delicioso, escribiré mis impresiones, mis aventuras; seré útil
á la humanidad y á la ciencia, recorreré el mundo con la escopeta al hombro y
acompañado de mis leales amigos Fanor y Gedeon (Fanor era un perro); comen-
zaré por matar perdices grises en Francia y Alemania, hártemelas de doble tama-
ño en Grecia, cambras con collar en los ásperos barrancos de Berbería, blancas
'perlinas en las fecundas márgenes del Nilo, encarnadas en los Países Bajos, de
vientre amarillo y brillantes como el oro bañado por los rayos del sol en las in-
cultas selvas del Senegal, torqueolaclas magueopolas en las incultas soledades de
Bengala, guiases en la India, deainan-ham en los elevados montes de la Pasaran -
gua, bermejas en las nevadas sierras de Coroman, aculadas en la ardiente Java; y
90
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
después de recorrer el mundo y de reunir muertas por mi escopeta la mas rica
colección del subgénero perdiz, regresaré á España y podré decir á los cazadores:
¡Pigmeos! ¡Átomos! ¿Qué habéis hecho vosotros para enorgulleceros con el nom-
bre de cazador? Matar conejos, voltear liebres, cazar alondras con espejuelo, sor-
prender á la indolente codorniz, perseguir á la estúpida chocha; y todo esto bajo
el hermoso cielo de España, sin correr el menor peligro, al lado de vuestra casa;
y luego en los cafés, en los bazares de armas, pregonareis á voz en cuello vues-
tros méritos, vuestras proezas, y tendréis la poca vergüenza de decir que la caza
es la imágen de ¡a guerra. Para adquirir el título honroso de cazador de pura san-
gre, es preciso hacer lo que yo he hecho: matar perdices entre las garras de los
tigres, de los leones y las trompas de los elefantes. ¡Sed como yo útiles v arrodi-
llaos delante de las diez y siete especies de gallináceas del subgénero perdiz,
muertas por mi mano, y regaladas á la Historia Natural para asombro de las ge-
neraciones venideras ! . . .
Después de este discurso Alejandro, satisfecho de sí mismo, cerraba los ojos y
reclinando la cabeza sobre el respaldo de la butaca, veía revolotear con los ojos
de la imaginación las diez y siete especies consignadas en los tratados de zoología.
El pobre Gedeon escuchaba algunas veces desde la puerta los discursos de su
amo, y exhalando un suspiro pensaba que no debia ser muy grato arrancar las
perdices de las garras de los leones y los colmillos de los elefantes.
La enfermedad, en vez de aminorar, había desarrollado la afición de Alejandro.
En vano su buena nodriza y su honrado administrador se desvelaban dándole
consejos para que moderara su afición ciega á la escopeta; nuestro héroe, ya lo
hemos dicho, era un cazador impenitente, perseverante, obstinado en la culpa hasta
la muerte.
— ¡Ah! ¡Si este chico se enamorara de alguna muchacha! — solia exclamar
doña Brígida. — ¡Si tuviéramos la suerte de que se casara!
— ¡Ah! — exclamaba á su vez don Canuto. — Eso seria una fortuna para sus
intereses v para su salud, porque el matrimonio es un freno que domestica á los
mas rebeldes.
La casualidad, siempre madre de grandes acontecimientos, estuvo á punto de
favorecer los deseos del administrador y el ama de gobierno de Alejandro.
Una tarde Alejandro salió al balcón, y en vez de dirigir los ojos hácia la iz-
quierda, los dirigió hácia la derecha y vio á una joven que estaba colocando una
hoja de escarola en los alambres de la jaula de un canario.
AMERICANOS Y LUSITANOS
01
El cazador miró á aquella joven, protectora de los animales, con bastante in-
sistencia, y la encontró excesivamente bonita.
Aquella noche entre las perdices, las liebres y las chochas que pasaban por
su imaginación, pasó también la encantadora cabecita de su vecina.
Al dia siguiente, Alejandro se asomó al balcón; la dueña del canario se ha-
llaba casualmente colgando la jaula para que su avecilla de color de oro pálido
disfrutara de un rayo de sol.
El canario se puso á cantar en agradecimiento de las consideraciones que le
tenia su ama, y este canto fué el pretexto para que los dos vecinos cambiaran al-
gunas palabras.
A la hora del almuerzo Alejandro preguntó á su nodriza si conocia á la vecina
del cuarto de al lado, y doña Brígida dió informes tan ventajosos de la dueña del
canario que el cazador durante el almuerzo permaneció distraido.
Por primera vez cruzó la idea del matrimonio, haciéndole cosquillas, por el
corazón de nuestro héroe.
Reasumiendo: Alejandro declaró en forma su amor á la vecina, esta declara-
ción tuvo buen éxito; durante quince dias el amor le hizo olvidar la escopeta, y
doña Brígida, don Canuto y Gedeon estaban locos de contentos.
Como Alejandro era un hombre impresionable y vehemente, resolvió casarse
por la posta, pidió la mano de la novia, encargó á un agente matrimonial los do-
cumentos necesarios para el caso; todo estaba dispuesto, solo faltaba ir á la calle
de la Pasa con los testigos y recibir la bendición del sacerdote al pié de los altares.
Pero estaba escrito: Alejandro recibió una carta la víspera del dia designado
para entrar en el gremio.
La carta decia así:
«Querido Alejandro: Tenemos una entrada de chochas nunca vista; ayer maté
diez y nueve, y estuve lo mas chambón que puedes imaginarte; te espero con
impaciencia, vente porque de seguro no te verás nunca en otra.»
Alejandro dió un salto, llamó á Gedeon, dispuso con rapidez el equipaje v
olvidándose de sus compromisos y de su novia, salia aquella misma tarde en el
tren express del ferro-carril del Norte.
Esta expedición duró todo el mes de diciembre. Alejandro mató muchas cho-
chas, pero al regresar á Madrid doña Brígida con las lágrimas en los ojos, le dijo
que la vecina se habia mudado de cuarto, y (pie lo mismo era hablar de él que
hablarle del demonio.
92
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Alejandro que no liabia nacido para casarse, se encogió de hombros y di jo con
— Después de todo, me alegro, porque aun soy demasiado joven para contraer
matrimonio.
La proyectada expedición universal contra las perdices, volvió á preocupar á
Alejandro.
Una mañana se hallaba tomando café en su gabinete y Cfedeon de pié cerca
de su amo esperaba sus órdenes. — Cfedeon, — le dijo Alejandro, — estoy resuelto á
des satisfacciones, los grandes peligros y las grandes penalidades (jue han de sa-
limos al encuentro.
Gedeon sintió por todo su cuerpo un escalofrío y se le puso la carne de gallina.
El pobre muchacho se reía con la boca y lloraba con el corazón.
— Saldremos de Madrid, — repuso Alejandro, — á mediados de marzo, cuando
comience á preludiar el hermoso tiempo de la primavera; nuestro viaje durará
cuatro ó cinco años, ¡ya verás qué agradablemente pasamos el tiempo!
Gedeon tuvo que apoyarse en una silla para no caerse.
— ¡Qué espectáculos tan sublimes vamos á presenciar! oiremos durante la no-
che el silbido de las culebras, el rugido de las panteras y de los leones, el mugido
del hipopótamo y del elefante, y toda esta armonía de la naturaleza arrullará
nuestro sueño disfrutado dulcemente entre las movibles ramas de los gigantescos
árboles de los bosques.
Gedeon sintió que el sudor corría gota á gota por todo su cuerpo.
— Presenciaremos esas majestuosas tempestades de los trópicos, veremos cru-
zar el rayo por el éter, inflamarse la atmósfera con las emanaciones de los volca-
nes; presenciaremos la irritada cólera de los mares, elevándonos unas veces hasta
el cielo, y hundiéndonos otras hasta los profundos abismos: indudablemente ten-
dremos que mantener luchas titánicas con los salvajes del centro del Africa, de-
fender nuestros cuerpos de la famélica voracidad de los antropófagos, luchar con
los hombres, con las ñeras, con los elementos... ¡Ah! ¡qué placer tan grande!...
¡Esto ensancha el corazón!...
imperturbable serenidad:
emprender mi famosa expedición contra las diez y siete especies de perdices co-
nocidas y espero que tú me acompañes, quiero que compartas conmigo las gran-
AMERICANOS Y LUSITANOS
93
Gedeon miraba á su amo sin verle, porque poco á poco se iba apagando la luz
de sus ojos.
— Tú irás armado, querido Gedeon, armado hasta los dientes; llevarás una
carabina norte-americana del sistema Menchister, de diez y ocho tiros, un rewol-
ver y un cuchillo de monte; yo te enseñaré en los ratos perdidos el manejo del
arma y el modo de hacerla puntería. ¡Qué satisfacción tan grande será para tí el
llevar á cabo proezas que han de ser la gloria de tus descendientes, que han de
consignar tu nombre en las páginas de oro de la historia!...
Gedeon sintió que se le desvanecía la cabeza y que todo daba vueltas en der-
redor suyo.
— Figúrate, querido Gedeon, un enorme cocodrilo que sale arrastrándose
pausadamente de entre las espadañas que bordean un rio; se para delante de tí,
abre su enorme boca capaz de tragarse á un buey, te enseña su triple fila de dien-
tes que trituran el diamante, se va acercando poco á poco y relamiéndose el hoci-
co como si ya te estuviera saboreando; pero tú impertérrito y firme le apuntas con
serenidad al único punto vulnerable de su cuerpo: al ojo, das gusto al dedo y...
Gedeon no pudo mas y cayó tan largo como era á los piés de su amo.
Al pobre muchacho le liabia hecho tal efecto la espantosa descripción de Ale-
jandro, que llegó á sentir por todo su cuerpo las mordeduras de la triple fila de
dientes del cocodrilo y se desmayó.
Socorrieron al pobre Gedeon con los remedios caseros que se emplean en se-
mejantes casos, y una vez restablecido, Alejandro le dijo:
— Veo que te ha impresionado mi relato, y eso me demuestra que tienes co-
razón y sensibilidad para apreciar las cosas. ¡Quien sabe si debajo de tu tosca cor-
teza se oculta el alma de un viajero intrépido! La criatura no sabe nunca para lo
que nace, el tiempo solo le revela la verdad.
Gedeon pensó que para lo que liabia nacido, si su amo realizaba el descabella-
do viaje, era para morir sacrificado por una fiera ó por un antropófago, lo que le
hacia poquísima gracia.
IX
En las horas que le dejaba libre la escopeta, Alejandro se entregaba con avi-
dez á la lectura de la historia natural y de los grandes viajeros del universo.
Estudiaba con gran detenimiento los países que debia recorrer, hacia apuntes
TOMO I. 12
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
94
detallados de todas aquellas cosas que podian serle útiles, formando un itinerario
de las ciudades adonde su administrador debia remitirle fondos.
Mientras tanto doña Brígida le pedia á Dios con la fervorosa fé de un creyente
que apartara del pensamiento de su hijo la descabellada idea del viaje: don Ca-
nuto suspiraba, y el pobre Gedeon pasaba las noches víctima de terribles pesadi-
llas, viendo en el fondo de su alcoba garras de tigres, bocas de cocodrilos y trom-
pas de elefantes; estas visiones le quitaban el sueño y le ponian los pelos de punta.
l'n dia Gedeon se hallaba en la cocina, y como vivia sobresaltado, oyó un
terrible campanillazo que le hizo dar un salto.
Era su amo que le llamaba.
Gedeon entró precipitadamente.
• — ¡Abrázame Gedeon, — le dijo Alejandro saliendo á su encuentro, — acabo de
hacer un gran descubrimiento !
Gedeon abrazó á su amo, pero con algún recelo, pues iba temiendo que el jui-
cio de su señorito no estaba muy firme.
— ¿A tí te gustan los ajos? — le preguntó Alejandro.
Esta pregunta corroboró las sospechas de Gedeon, que sonriéndose á su modo,
dijo:
— Sí, señor.
— Me alegro, porque te prevengo que he descubierto un subgénero de perdiz
mas y para reunirla á, mi colección iremos también á la Fócida, á. esa famosa re-
gión de Grecia; allí conocerás á los descendientes de aquellos héroes que antes de
comenzar una batalla ceñian á sus frentes el laurel de Apolo. Cuando recorramos
el poético golfo de Corinto, ya te diré yo quién era Apolo y sus nueve hermanas,
porque supongo que ahora no lo sabes.
— No señor, no conozco á ninguna de ellas, — contestó Gedeon ingénitamente.
— Visitaremos las marítimas costas de Chyra; sobre aquellas areniscas playas
pasea la perdiz que he descubierto y que bien podremos llamar perdiz fócense.
Es la única de las especies conocidas que no se come, porque su carne tiene un olor
nauseabundo á ajos podridos, que dan náuseas y producen cólicos; pero nosotros,
querido Gedeon, la comeremos: por eso te he preguntado si te gustaban los ajos.
— Pero señor, ¿y si al comerla reventamos? — preguntó Gedeon.
— No importa; la comeremos, es preciso hacer sacrificios por la ciencia, ¿por-
que cómo quieres tú que yo describa el sabor de la perdiz fócense sin haberla pro-
bado?
AMERICANOS Y LUSITANOS
95
— Enlonces la comerá usted solo, señorito.
— Ya te lie diclio que desde el momento en cjue salgamos de Madrid serás un
amigo, un compañero de viaje que compartirás conmigo las glorias y las fatigas,
quiero que tu nombre llegue á la posteridad unido al mió.
Gedeon comprendió que no le quedaba otro remedio que ser el héroe por fuer-
za y dejar que su amo inmortalizara su nombre.
Llegó por fin el mes de marzo: comenzó la primavera á preludiar su poético
reinado, se llenaron de blanca flor los almendros y de violados penachos las lilas.
Alejandro resolvió emprender el dia veinte la famosa expedición.
Ni súplicas, ni lágrimas, ni consejos, le hicieron desistir, porque no basta
para convencer á un cazador impenitente ni la elocuencia de Platón, ni la pacien-
cia de Job, ni la dulzura de Virgilio.
Gedeon viendo á su amo disponer todo lo necesario para el viaje, estaba atur-
dido, daba vueltas por la casa como un palomino atontado, y cuando sus ocupacio-
nes se lo permitían, se encerraba en su cuarto, se tendia en su cama, y derraman-
do un mar de lágrimas, exclamaba:
— ¡Se nos comen! ¡Se nos comen! El pedazo mas grande que va á quedar de
nosotros será una oreja.
Tres dias antes de partir, Gedeon escribió una carta á su familia, que en una
modesta aldea de El Valle de Oro, envidiaba la felicidad que al pobre Jesús le
liabia tocado en suerte en Madrid con un amo tan bueno y tan generoso.
La carta decia así:
«Mis queridos padres, hermanos, primos y demás parientes: Ante todo encar-
go á ustedes que saluden al señor cura en mi nombre y díganle de mi parte que
me encomiende á Dios en sus oraciones, porque según parece van á llover sobre
mí todas aquellas plagas de Faraón, que nos contaba en la cuaresma desde el pul-
pito, haciéndonos llorar á todos los vecinos del pueblo, grandes y pequeños, hom-
bres y mujeres.
»Sabrán ustedes que según parece dentro de pocos dias nos vamos yo y el
amo, sin otro objeto que el de matar perdices entre las garras de los tigres, las
trompas de los elefantes, las 1 tocas de los cocodrilos, y comeremos las fáculas po-
dridas que saben á ajos, dan vómitos y dolor de tripas.
96
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
»Mi amo asegura que todo esto será muy bueno para mis hijos, cuando los
tenga; pero yo para mí pienso que si los salvajes se comen el padre antes de tener
hijos, no sé cómo puede ser bueno para los que aun no han nacido; pero él lo dice
y será verdad, porque un criado humilde como yo debe ser obediente.
»Pero de todas estas cosas, el señor cura, que es un pozo de ciencia, les ente-
rará á ustedes, pues yo con el tal viaje tengo la cabeza lo mismo que una olla de
grillos y me suben del estómago ciertas cosas que me tienen muy removido.
»l)ice mi amo que en este famoso viaje que vamos á emprender para gloria de
Madrid y de Galicia, tan pronto tocaremos el cielo con las manos como los pro-
fundos abismos con los piés, y que todo irá bien si no nos rompemos el bautismo
en una de estas subidas y bajadas.
Como yo no sé adonde me llevan y no las tengo todas conmigo, por lo que
pueda tronar y pensando como conviene á un hijo de mi tierra, he dejado todas
mis economías, que suben á trescientos veinte y cuatro duros, en la Caja de Ahor-
ros para que vayan ganando algo.
»Si muero nombro á mis padres herederos de ese capital, encargándoles dos
misas de á peseta en la ermita del pueblo por el descanso de mi alma.
»Aunque tengo muchas cosas que decir á ustedes, no se me ocurre nada, solo
que sepan que yo ya no me llamo Jesús sino Gedeon, porque dice mi amo que no
debo llevar el nombre que me pusieron al bautizarme.
»Recen ustedes mucho por el pobre Gedeon, antes Jesús; si puedo ya les es-
cribiré á ustedes, dándoles cuenta de mi persona, pues saben que les quiere mu-
cho su hijo: — Jesús, Gedeon, F arranco.»
Gedeon después de escrita esta carta quedó mas tranquilo, la echó al correo y
se dijo :
— Ahora sea lo que Dios quiera.
La carta de Gedeon lleudó á la feliz aldea de El Valle de Oro, se leyó en fami-
lia á la sombra de un corpulento castaño; la presidencia la ocupaba el venerable
cura .
A la primera vez no la entendió nadie, pero en cambio á la segunda la enten-
dieron menos, y eso que el cura leia casi de corrido en su breviario; pero como en-
tendieron perfectamente lo de la Caja de Ahorros, que era para ellos lo mas impor-
tante, guardaron la carta en el arca, se encogieron de hombros y dejaron al tiempo
ol cuidado de todo cuanto pudiera sucederle al pobre Gedeon.
Así las cosas, llegó la hora de la partida.
AMERICANOS Y LUSITANOS
97
Doña Brígida lloraba como una Magdalena, viendo que iba á separarse de
aquel á quien liabia alimentado con el jugo de sus pechos.
Don Canuto daba vueltas por la casa, diciendo en voz baja:
— ¡Es una calaverada! ¡ Es una calaverada!
Por fin partieron Alejandro y Gedeon, el primero lleno de ardimiento y de-
seando matar las diez y siete especies conocidas del subgénero perdiz, y el se-
gundo pensando en los antropófagos, en las garras de los leones, en los silbidos
de las culebras de cascabel y en las trompas de los elefantes.
Alejandro salió de Madrid con la frente levantada como los héroes; Gedeon
con la tímida sonrisa de los mártires en los labios; el pobre muchacho llevaba el
miedo en el corazón, las tinieblas en la mente y la estupidez en el semblante.
XI
Ya comprenderán nuestros lectores con cuánto placer seguiríamos á nuestros
héroes describiendo detalladamente todas las portentosas aventuras que les suce-
dieron por Europa, Asia, Africa y América; pero para esto necesitaríamos una do-
cena de tomos infolio que nosotros no tenemos tiempo para escribir en esta vida
corta y finita, ni nuestros lectores paciencia para leer, aunque se hallaran tan des-
ocupados como los reyes de piedra de la plaza de Oriente.
Forzoso será, por lo tanto, al menos por ahora, dejar en el mas profundo si-
lencio las heroicas empresas, los gigantescos rasgos de valor que llevaron á caho
nuestros héroes.
A los dos meses de su salida de Madrid, don Canuto recibió una carta y un
cajón. La carta era de Alejandro que le participaba que él y Gedeon gozaban de
perfecta salud, y en el cajón encontró cuatro perdices disecadas, dos grises y dos
blancas perlinas de Egipto.
La carta estaba fechada en el Cairo y describía algunas particularidades de la
abundancia de perros vagamundos que circulan por las calles de aquella famosa
ciudad de los Faraones.
Poco después recibió otra carta y otro cajón con otro par de perdices muertas
en las orillas del rio Santo; cuya inundación había sido aquel año tan famosa,
que Gedeon, que la contemplaba desde una azotea, creyó que aquello era un se-
gundo diluvio del que era imposible salvarse.
Sucesivamente y en períodos de tres ó cuatro meses don Canuto iba recibien-
98
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
do otras cartas y otros cajones de perdices disecadas de Alejandro, que el buen ad-
ministrador iba colocando en el gabinete de su administrado bajo campanas de
cristal.
La colección aumentaba; el espíritu de la nodriza y del administrador se iba
tranquilizando, solo que por algunas palabras de la correspondencia de Alejandro
sospechaban que les liabian sucedido algunas aventuras desgraciadas.
Reasumiendo: trascurrieron seis años.
hn el gabinete de Alejandro se hallaban colocados quince subgéneros de per-
diz de las diez y siete conocidas en la zoología.
Don Canuto viendo aquel rico museo de disección, admirando aquellas galli-
náceas inmóviles que liabian cantado sus amores en las regiones mas apartadas
del universo, se frotaba las manos con satisfacción, diciendo:
— \ a pronto dará la vuelta, pues solo faltan dos subgéneros como él dice en
sus cartas. ¡Qué viaje, doña Brígida! ¡Qué viaje! ¡ Ni los del capitán Cook se pue-
den comparar con él !
Y la verdad era que tanto don Canuto como doña Brígida se hallaban orgu-
llosos de la heroica empresa de Alejandro.
Por fin se recibió una carta fechada en Tánger que decía:
«Realizado mi hermoso sueño, muertas y disecadas los dos subgéneros de per-
diz que faltaban á mi colección, tan pronto como me restablezca regresaré á Ma-
drid v tendré el gusto de darles un abrazo y hablarles de mis grandes aventuras.
»E1 pobre Fanoi no existe, se lo ha merendado un cocodrilo; Gedeon y yo nos
encontramos un poco averiados; de seguro que cuando nos vean ustedes entrar
por la puerta no nos conocen: hemos sufrido mucho y liemos perdido algunos
miembros de nuestros cuerpos.
»¡Pero qué importa! Nuestros nombres pasarán á la posteridad con aplauso y
asombro de las generaciones venideras.»
Don Canuto y doña Brígida pensaban qué miembros serian los que liabian
perdido Alejandro y Gedeon y esto les preocupaba grandemente.
XII
Quince dias después recibió don Canuto un parte telegráfico de Cádiz que de-
cía lacónicamente:
«Mañana en el tren correo llegamos á esa. — Alejandro.»
AMERICANOS Y LUSITANOS
99
Imposible seria describir la alegría de la nodriza. y del administrador, hasta
tal punto llegó que aquellos dos viejos se abrazaron con el entusiasmo de la ju-
ventud.
Doña Brígida dispuso un cocido de esos cuyo caldo resucita á un muerto, don
Canuto arregló sus cuentas y dió un vistazo al gabinete de disección.
Aquella noche durmieron poco; una hora antes de la llegada del tren se ha-
llab an en la estación esperando ;i los intrépidos viajeros.
Un ómnibus á domicilio les esperaba para conducirles á casa.
Llegó el tren.
El administrador y la nodriza buscaron con las afanosas miradas del cariño á los
que esperaban, y á no ser por una voz que pronunció sus nombres, los pobres vie-
jos no encuentran á Alejandro ni á Gedeon.
— ¡Eli, señora Brígida, don Canuto, aquí, somos nosotros! — gritaron desde la
portezuela de un coche de primera.
Doña Brígida dió un grito y retrocedió.
De-aquel coche bajaban dos hombres ó por mejor decir las dos terceras partes
de ellos; á uno Je faltaban las orejas y la nariz, vestia un traje abigarrado, estra-
ño, especie de 'poutpurri universal y llevaba unas melenas rojas que le caian sol) re
la espalda; aquel hombre era Gedeon; al otro que le seguia le faltaba un ojo, un
brazo y una pierna, cruzaban su rostro tres ó cuatro cicatrices; en cuanto á su
traje tenia también una variedad pintoresca: este era Alejandro.
La gente comenzó á rodearlos con grandes muestras de curiosidad.
Mientras tanto doña Brígida y don Canuto, repuestos de la sorpresa, les abra-
zaban, les besaban y lloraban.
Dos mozos condujeron al ómnibus los trescientos mil cachivaches que lleva-
ban los viajeros.
Como la gente les seguia en tropel ansiosa de contemplar aquellos dos séres
extraños, Alejandro se volvió con tal ferocidad que la gente se contuvo retroce-
diendo.
— Mírenme ustedes bien, señores, — les dijo,- — me llamo Alejandro, soy un ca-
zador impenitente, (pie ha ido dejando por esos mundos pedazos de su carne y de sus
huesos; este que ven ustedes es Gedeon, mi compañero de infortunio, á quien una
mujer antropófaga se le comió la nariz, y un rey africano le cortó las orejas; us-
tedes podrán mirarnos con curiosidad, pero nosotros en cambio les miramos á us-
tedes con lástima, con compasión, como miran los gigantes á los pigmeos.
100
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Y diciendo esto entró en el ómnibus con la altivez de un conquistador, aun-
que le costó algún trabajo, á causa de su pata de palo y su brazo de menos.
Alejandro traia cuatro enormes cajones llenos de armas y pertrechos de caza,
verdadero museo, tan rico como original, donde se encontraba desde la rústica
bolsa de piel de perro para las balas y el primitivo cuerno para la pólvora de los
reyc Mandingas de la costa de Sierra Leona, basta los mas refinados atavíos, in-
gleses, c1 ^anes y norte-americanos.
Durante los odio primeros dias de su llegada á Madrid, Alejandro se entre-
tuvo en colocar lo mas artísticamente que le fué posible por las paredes de la sala
y el gabinete, todos aquellos pertrechos, tan raros como originales, reunidos du-
rante su famoso viaje.
Cuando terminó su obra, persuadido de que nadie tenia un museo venatorio mas
rico que él y satisfecho de sí mismo, pasó la siguiente circular á la prensa madrileña:
Señor Director del periódico...
«Muy señor mió y de toda mi consideración: Un viajero universal que ha per-
dido en su expedición un ojo, un brazo y una pierna, y ha logrado reunir á fuerza
de ímprobos desvelos y penalidades la mas rica y completa colección del subgé-
nero perdiz, tiene el honor de invitarle á un almuerzo para el jueves dia 15 del
corriente á las doce de la mañana en esta su casa calle de Atocha número... y al
mismo tiempo podrá usted examinar y apreciar con su reconocida inteligencia y
no menos reconocida ilustración las diez y siete especies de perdiz consignadas
por los naturalistas en sus tratados de zoología.
» Aprovecho esta ocasión para ofrecer á usted, señor director, todos mis respetos
y todas mis consideraciones. S. S. Q. B. S. M. — Alejandro.»
Una docena de copias sacadas por don Canuto con letra clara é intachable
limpieza fueron repartidas entre los periódicos mas populares de Madrid.
Llegó el dia del almuerzo, se almorzó bien, se brindó por la intrepidez del ca-
zador impenitente y de su heroico criado Gedeon, se admiró el museo zoológico,
las armas, los pertrechos de caza, en una palabra, Alejandro tuvo un verdadero
éxito; los periodistas le abrazaron, le ofrecieron ser cada uno de ellos una trompa
de la fama para esparcir por el mundo su glorioso nombre.
Excuso decir á ustedes que toda la prensa habló de Alejandro y Gedeon, que
salieron sus retratos y sus biografías en las revistas ilustradas, y que durante un
AMERICANOS Y LUSITANOS
101
mes fueron los héroes, los hombres á la moda y el pasto de la conversación de los
desocupados.
La verdad es que lo merecieron, porque empresas como la de Alejandro no las
lleva a cabo todo el mundo.
Mientras tanto, don Canuto y doña Brígida rabiaban por saber cómo había
perdido Alejandro el brazo, la pierna y el ojo, pero nuestro héroe, que no qi ia
desvirtuar sus portentosas aventuras, les dijo:
— Algún dia se publicarán mis memorias y entonces sabrán ustedes y sabrá
el mundo, cosas que hoy ignoran; mientras tanto y para calmar la curiosidad de
ustedes les diré que el ojo lo perdí en Asia, el brazo en América y la pierna en
África.
- — Pero señor, ¿cuando se quedó usted tuerto no perdió usted la afición á la
caza? — le dijo don Canuto.
— No: me mandé hacer una escopeta con la caja torcida hacia la izquierda,
puesto que era el ojo derecho el que me faltaba, y seguí cazando.
— ¿Y cuando perdió usted el brazo?
— (domo era el izquierdo me hice un aparato con una horquilla para apoyar la
escopeta y seguí cazando.
— ¿Pero y al perder la pierna? — volvió á preguntar don Canuto.
Alej andró exhaló un suspiro, fijó una mirada en el administrador, y dijo con
profundo y triste acento:
— Al perder la pierna pensé en Madrid, y le dije á Gedeon con los ojos llenos
de lágrimas: «Amigo mió, esto se ha acabado, no es la fé la que me abandona,
me siento con valor para recorrer el mundo en pos de otra especie del reino ani-
mal; pero la pérdida de la pierna derecha me imposibilita; es preciso resignarse,
es necesario regresar á nuestra casa.»
Alejandro inclinó con profunda tristeza la frente sobre el pecho, y después de
una pausa, levantando la única mano que tenia hácia el cielo, exclamó:
— Tengo treinta y ocho años, la mejor edad para cazar, pero no hay remedio,
es preciso cortarse la coleta como los toreros que se retiran.
— ¿Y tú, pobre Gedeon, cómo perdistes las narices y las orejas? — preguntó
doña Brígida.
— En Africa, — contestó Gedeon suspirando; — desgraciadamente se enamoro
de mí una mujer salvaje, yo no quise acceder á sus deseos, y ella para probarme
la firmeza de su amor, de un bocado me arrancó la nariz; pero apénas me había
tomo i, 13
102
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
repuesto de aquella brutalidad femenina, el rey de la tribu, hombre excesiva-
mente galante con las mujeres, me mandó cortar las orejas porque habia despre-
ciado á una súbdita suya.
Y Cfedeon dejando asomar dos lágrimas á sus ojos, añadió:
— Yo no siento mas sino que ahora cuando vaya á mi pueblo, me llamará todo el
mundo Gedeon el desorejado, y este apodo no me lo quita ni á mí ni á mis hijos,
si los tengo, ni el mismo emperador de la China en persona.
XIII
Alejandro, plenamente convencido de que habia quedado inútil para la caza,
tuvo un gran pensamiento: casarse, dar al mundo una raza de cazadores impeni-
tentes como él.
Solo una duda le asaltaba: si encontraría una mujer que se atreviera á casarse
con él. tuerto, manco y cojo.
Pero, ¡olí, sublime abnegación! ¡oh. rasgo digno de ser cantado por Homero!
Como Alejandro tenia dos casas en Madrid, encontró una muchacha joven, bo-
nita y modesta que aceptó el único ojo, la única pierna y la única mano que le
ofrecía el cazador impenitente.
Esta heroica muchacha se casó con Alejandro, y tuvieron muchos hijos, todos
varones, todos cazadores impenitentes, todos obstinados en la culpa, porque sabido
es que el hombre es el animal que menos escarmienta en cabeza agena.
Yo estoy seguro, querido lector, de que si eres un verdadero aficionado á la
escopeta, habrás conocido ó conoces á algún descendiente del héroe de mi cuento,
porque cuando se tiene la afición á la caza bien sentada, cuando circula por las
venas sangre cazadora, la chifladura es incurable, porque el cazador impenitente
es obstinado en la culpa hasta la muerte.
En cuanto al pobre Gedeon regresó á su Valle de Oro con una fortunilla de
siete mil duros y aunque se hallaba desnarigado y desorejado encontró una fresca
y rolliza farruca que se casó con él; tuvo muchos hijos para estender la estupi-
dez del padre por el mundo, v cosa estraña, todos nacieron con narices y con ore-
jas, lo cual causó grandes inquietudes á Gedeon sospechando si su mujer habría
faltado á la fidelidad conyugal; porque él no podía esplicarse cómo de un padre
sin orejas y sin narices, nacían hijos con narices y con orejas.
AMERICANOS Y LUSITANOS
103
Pero afortunadamente el cura, que era un sábio, se encargó de disipar las nu-
bes que oscurecían la limitada inteligencia de Gedeon.
¡Ah! Se me olvidaba decir á ustedes que por una casualidad lia caido en mis
manos el manuscrito de los viajes del cazador impenitente j que cuando tenga
tiempo y buen humor lo daré á luz para que sirva de solaz y esparcimiento á los
émulos de San Eustaquio, San Huberto y Sau Antolin, tres buenos cazadores que
se ganaron un rinconcito en el cielo matando reses en la tierra.
por U. Nicolás Díaz de Benjumea.
CUADRO PRIMERO.
or mas que se haya escrito sobre esta solemnidad religiosa,
ni está ni estará jamás agotado un asunto, sobre el cual, no
ya artículos sueltos, sino libros en folio se pudieran escribir
llenos de interés y amenidad, ora pintando el entusiasmo de
la le en los verdaderos creyentes, cuya raza, preciso es con-
fesarlo, va disminuyendo de dia en dia; ora describiendo los
pasos con sus bellísimas esculturas, el lujo de las imágenes, el traje
de los penitentes, la suntuosidad de los monumentos y el carácter so-
lemne que revisten todas las ceremonias eclesiásticas; ya baldando
de la animación del comercio que tan buen provecho saca de estas
tiestas y solemnidades, reforzadas con los placeres de las profanas que
les siguen como su apéndice y complemento; ya, en fin, notando el
asombro y embeleso de los forasteros, especialmente, los de lejanas tierras, que
van á la oriental Sevilla en busca de aromas, poesía é impresiones agradables.
Hoy por boy, la ciudad del Bétis es la que lleva la palma por su gran saber y
artístico entender en el modo de solemnizar este santo tiempo, y no es porque le
I,OS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
105
haya sido ciada esta gracia de balde, ni en nuestros dias. De muy antiguo se con-
sagró la piedad y el buen gusto de los sevillanos á representar los misterios y es-
cenas de la pasión de Jesús, consumiendo en ello muchos caudales y empleando
la habilidad de los mas consumados artistas; de suerte cjue si en otras ciudades,
sirven de escándalo ó de irrisión ante los ojos de una crítica severa, no se puede
negar (pie en Sevilla se habia logrado á fuerza de arte, vencer las dificultades y
escollos, propios de la representación de misterios tan sublimes, sin caer en el
otro extremo de lo ridículo.
Natural era, pues, que desarrollados los medios de comunicación, se extendie-
se la voz y la fama, y entrase por esos mundos la curiosidad de presenciar una
Semana Santa en Sevilla, como la hubo en tiempos pasados de asistir á un carna-
val en Yenecia y la hay ahora de gozar de una temporada en Niza ó en Londres.
Lógico era también, que los directores de los diarios y revistas, anduviesen con
el ojo alerta para llenar sus columnas de reseñas, é impresiones de viajeros, asis-
tentes á tan notables espectáculos, y en efecto, mas de una vez fui encargado de
dibujar á la pluma estos cuadros de dos caras, una de las cuales ostenta mucha
piedad y devoción y otra una irreverencia concebible apénas en un pueblo católico.
Pero una cosa es describir aquello que se está acostumbrado á ver desde la in-
fancia y otra lo que por vez primera nos sorprende. En ambos casos hay sus ven-
tajas é inconvenientes. En el primero puede el autor ser mas exacto y minucioso,
pero le falta el golpe de vista crítico y original del que juzga por sí y ante sí,
sin que le hayan embotado la costumbre ni el juicio del vulgo.
De estos inconvenientes se halla libre esta reseña, puesto que si bien soy es-
pañol v nacido en la ciudad que fundó Hércules, cercó Julio César, ganó San Fer-
nando v bombardeó Espartero sin poder entrar en ella, al decir de los sevillanos
por la protección que nos dispensaron sus dos patronas moderadas-históricas,
Santas Justa y Rufina, hace muchos años que dejé las orillas encantadoras del
Bétis: de manera, que cuando últimamente la visité por el tiempo Santo, cuanto
veía, se hallaba revestido para mí de los caracteres de antiguo y conocido y de
nuevo v sorprendente. A esta circunstancia vino á juntarse la de que un caballero
castellano y devoto, que hacia el viaje á Sevilla como lo hiciera un peregrino á
la Tierra Santa, me fué especialmente recomendado para que le acompañase y en-
señase las maravillas de piedad y santo celo que en tales dias ofrecen las comuni-
dades ó hermandades de la ciudad Mariana por antonomasia, á quien tal vez por
esto llaman la tierra de María Santísima.
100
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Pues, como digo ele mi cuento, llegamos á la ciudad don Peregrino y yo en
la noclie del sábado vísperas del Domingo de Ramos. Anduvimos los principales
hoteles y casas de huéspedes y todas se hallaban atestadas de forasteros. Al cabo
se encontró un medio desvan en uno de los sil ios mas céntricos, donde se alojó mi
amigo por la módica suma de cinco duros diarios sin pitanza, cosa que le pareció
nn asalto de José María, sin mas diferencia de que estelos Inicia en Sierra-More-
na y trabuco al ojo, y aquel le fué hecho con toda urbanidad y cortesía. Yo fui á
alojarme en casa de un antiguo amigo, padre de numerosa familia y conocido en
Sevilla por su entusiasmo hacia las cosas de nuestra santa religión, no sin haber-
nos dado cita para el dia siguiente muy de mañana, pues el cielo y el suelo esta-
ban convidando á tales excursiones.
A orillas del manso Guadalquivir nos solazamos al dia siguiente coi: un vaso
de pura y suculenta leche de vacas, en la agradable compañía de familias ente-
ras que salen á respirar el perfumado ambiente. Damos un paseo por las Delicias,
volvemos á desayunarnos, y comenzamos nuestras excursiones por los templos.
La magnífica y severa catedral es el primero que nos seduce. Hállase ya puesto
su altísimo vexpléndido monumento, cubierto con unos grandes lienzos mientras
se colocan las lámparas y cirios. Las gentes empiezan á congregarse en aquel
vasio espacio, y por fin, escuchamos el canto de la pasión, como difícilmente se
oye en templo alguno del universo. Los sacerdotes que ofician son verdaderos ar-
tistas irreemplazables por los mejores del teatro, y los recitativos del narrador,
del que representa á Jesús, del que hace las veces de los jueces, y por último, el
coro que representa al pueblo, son tan graves, solemnes, majestuosos y clásicos,
que cerrando los ojos y trasportándose en imaginación á la Judea, cree uno oir la
misma voz del Nazareno, el acento de Pilatos y los ecos del pueblo deicida. No
puede darse mayor congruencia y afinidad entre el argumento y la música, y el
juez mas severo, no podrá menos de convenir en que mayor arte ni decoro, mayor
propiedad ni perfección que la que preside á esta parte esencialísima del ceremo-
nial en la gran basílica de Sevilla, ni puede conseguirse, ni siquiera imaginarse.
Presenciamos la continuación de los oficios que realzan el acompañamiento
grave, sonoro y armonioso del rey de los órganos, pulsado por uno de esos pontí-
fices de la música sagrada de que tantos tesoros hay en España, y salimos á con-
tinuar nuestras excursiones.
En la tarde del domingo, hace su estación, esta es la frase, la cofradía de San
Juan de la Palma, saliendo de la iglesia de este nombre, sita en el barrio de la
AMERICANOS Y LUSITANOS
107
Feria. Sus pasos representan, el primero, el prendimiento de Cristo, á que también
llaman, del Silencio, y el segundo á la Virgen María, acompañada de San Juan.
Histórica ó cronológicamente considerados, debieran salir antes los que represen-
tan la entrada en Jerusalem y la Oración del Huerto; pero las hermandades á
quienes estos corresponden, tuvieron una existencia precaria, y unos años se echa-
ban á la calle y otros no, según los fonfros. Ya por esta causa, ya porque los san-
juanistas tenian prescrito el derecho de salir á hora temprana en la tarde del do-
mingo, generalmente rompe la marcha esta antigua cofradía. Cuando penetramos
en el templo, estaban ya los dos pasos en las naves de la iglesia, uno frente al
otro, recibiendo los últimos toques de perfección de mano de los sacristanes y ca-
maristas, como son el arreglo de los floreros y velas de adorno que profusamente
los embellecen, pues la obra gruesa de limpiar la cara á Herodes, componer las
narices ó manos de algún sayón, y dar un baño de barniz al pedestal, se enco-
mienda á algún escultor de la ciudad con la anticipación debida.
A todo esto, la concurrencia, dentro y fuera de la. iglesia, iba aumentando
considerablemente. En la plaza contigua al templo veíase ya á la banda de uní-
sica que debía cerrar la marcha, y junto á ella se formaban dos cuadrillas como
de veinte esforzados atlantes, hijos de Galicia, que debían llevar sobre sus hom-
bros los colosales pasos. El capataz ó jefe del movimiento, que en otros tiempos
vestía su ropita de acristianar de paisano, estaba vestido con una esjwie de uni-
forme semejante al de los peones de la catedral en dia de fiestas de primera clase,
y se ocupaba en arreglar las filas ó tandas según la corpulencia de los cargado-
res. Por todas partes iban llegando nazarenos de túnicas blancas y negras. Los
primeros la llevan blanca y abren la marcha, por asemejar su traje de penitente
á la túnica de Cristo, como la nieve blanca, en señal de loco, secundwn scriptu-
ra v, y los de la segunda mitad, como en toda cofradía, llevan sus vestiduras ne-
gras como el manto de María, color simbólico de sus penas y viudez. Los mayor-
domos, hermanos mayores, diputados, cantores y sus acompañantes, el clero con
capa y sobrepelliz, los acólitos, porta-mangas, cruceros, los hermanos de las bo-
cinas y los de la canastilla , todos iban de acá para allá produciendo una confusión
ordenada, como de gente avezada ya á tales funciones.
Yo no intento describir la Semana Santa entre sacristías, porque para esto
necesitaría un volúmen. Aun fuera de bastidores, ó sea desde las calles y plazas,
como uno de tantos, tendré que acortar el vuelo de la pluma. Así es, que dejo en
el tintero la relación de los accidentes, escenas y cuestiones técnicas ú oficiales,
108
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
sobre etiqueta, presidencia, precedencia y demás conflictos de orden que surgen
en estos casos.
Pero dio la casualidad, que el cielo, que, hasta las dos de la tarde, halda
mostrado su mejor y mas puro azul, quiso enturbiarse y encapotarse, olvidando
sin duda, allá en las alturas, lo que en Sevilla se estaba tratando en favor, honor
y aumento de la te v honra de nuestra Santa Madre la Iglesia. Advierto á mis
• t O
lectores, por via de paréntesis, que durante dos meses, no había caldo una mí-
sera gota de agua llovediza, y excusado es decir, cómo estarían de humor ios la-
bradores.
Hallábase junto á nosotros una buena abuela, con su nieta, que en cuanto
supo que amenazaba lluvia, se arrodilló, y exclamaba:
— ¡Santo Cristo del prendimiento! ¡Por quien eres y lo que puedes, que no se
diga que has dejado de salir, según costumbre! Hace sesenta y cinco años que te
sigo en tu estación por esas calles, en descargo de mis pecados
— ¡Señora! ¿Qué está usted diciendo? — interrumpió un hombre vestido á lo
labriego y con una cara como un pan bendito. — ¿Sabe usted la falta que nos hace
un riego por esas tierras de Dios? ¡A aya con la abuela y sus pecados! Pues, se-
ñora, me parece que ya tiene usted edad de recogerse á buena vida y no de ve-
nir á pedir...
— ¡Déjela usted, hombre! — respondió un joven que oyó la plática. — ¿Cree us-
ted que el Cristo del prendimiento va á escuchar á esta buena vieja ni á cuantos
tienen interés en lucirse en esta cofradía? Lloverá ó no lloverá, según la evapo-
ración que haya habido en la tierra.
En esto debieron caer, no gotas, sino goterones, porque el templo se vió inva-
dido de gentes de todas clases buscando refugio. Los músicos y los gallegos fue-
ron los únicos que quedaron á la intemperie, pues con ellos no rezaba el refrán de:
El Domingo de Ramos
Quien no estrena, no tiene manos.
Como los vecinos de aquel barrido son trabajadores, ninguno quería desafiar
al elemento acuoso.
La iglesia se puso de bote en bote, y esto contribuyó á dificultar las opera-
ciones que, en casos normales, se habrían hecho como en una bolsa. Oyéronse al-
tercados y voces mas altas que lo que permite el diapasón clerical. El hermano
mayor, muy puesto de frac y corbata blanca, se hizo paso por entre la muche-
dumbre y salió á consultar la esfera celeste.
AMERICANOS Y LUSITANOS
1 09
— ¡Allá va don Pámfilo! — dijo un joven que con otros, al parecer estudiantes,
se hallaba cerca de nosotros. — Apuesto á que se figura, que en dando él la cara
al viento, se van á disipar las nubes.
— Déjale en paz, hombre, — continuó otro. — Es el único dia del año en que
luce y se da importancia. Si hoy no sale la cofradía, se cae muerto de repente.
Su barbero, que es el que á mí me afeita, me dijo que en alisarle el rostro y ri-
zarle el pelo, habia gastado todas las navajas y tenacillas de la barbería. Verdad
es, que él también se gasta todo lo que gana por mangonear en las sesiones y
cabildos de los hermanos capirotes.
— ¡Caballeros, no murmurar! — dijo el tercero. — Estamos en tiempo santo, y
en la casa del Señor; con que, ojo. Ustedes no saben el secreto de todo esto...
¡Ave María! ¡Don Capirote! ¡oh don Ca...!
— Calla, hombre, soy yo, — dijo un nazareno, vestido de blanco, que dio un
codazo al pasar al interlocutor.
— ¿Y quién eres tú?
— ¿No me conoces?
— Alzate el capirucho.
A esta intimación, el penitente se alzó el frontal, como lo hubiera hecho
una máscara en carnestolendas.
— ¡Vive Dios! ¡Quién demonio se habia de figurar!... ¿Y por qué te has ves-
tido de payaso á lo religioso?
— Hombre, ya te diré. Estoy de prisa. Vete á la calle de las Sierpes, enfrente
de la fonda de Europa, y lo sabrás todo.
— Pero, ¿sale ó no sale la cofradía?
— Eso depende. ¡Hasta luego!
Don Peregrino me tocó con el brazo y dijo sotto voce: — Vámonos, me siento
incómodo.
— Eso quisiera yo, — respondí; — la atmósfera es sofocante; pero, ¿cómo rom-
per por entre esa masa de fieles devotos? Esperemos un rato.
La conversación interrumpida de los jóvenes, siguió de esta manera:
— ¿Quién es ese? — preguntó uno.
— Un tuno ríe siete suelas. Tanta religión tiene él, como yo en las suelas de
mi zapato. Pero está enamorado de una muchacha rica, cuyo padre se pirra por
estas cosas de la iglesia, y se ha hecho hermano de todas las hermandades para
congraciarse con el futuro suegro.
TOMO I.
14
lio
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¡Vamos! el hermano mayor don Pámfilo, como tú le llamas, — interrumpió
uno de los jóvenes.
Un oleaje de la muchedumbre y las voces de: ¡Paso! ¡paso franco! puso tér-
mino á este coloquio. Por un rompimiento de aquella masa, apareció un hermano
capirote con el antifaz levantado, mostrando un rostro avinagrado y decisivo, v
detrás iba el hermano mayor, sudando la gota gorda, dando en el suelo con la
vara y exclamando: — ¡La cruz á la calle! ¡pues no faltaba mas!
— Pero, señor, — responde el nazareno volviéndose hácia él. — ¿Y el manto de
Herodes?
— ¡Qué manto, ni ocho cuartos! ¡La cruz á la calle! Aquí no manda nadie
mas (jue yo.
— Es que va á tronar y el clero parroquial...
— No hay clero ni niño muerto. ¡Que truene ó que no truene la cruz á la
calle, ó la pongo yo! ¡Ea! Hemos concluido.
Don Peregrino aprovechó aquella oportunidad y tirándome del brazo me sacó
afuera. Estaba algo confuso con lo que liabia visto y oido, pero con lodo no quiso
dejar el campo hasta ver en que paraba aquello.
Y ¡oh fortuna! parece que las nubes, olvidando los intereses y las penurias
de los labradores, tuvieron á bien retirarse y dar gusto á la vieja y á tanta gente
religiosa, y honrada, y desocupada, que estaba esperando en toda la extensión de
la carrera, el paso del rey Herodes con sus sayones ó alguaciles hechos presa del
inocente cordero Jesús.
En efecto, la población entera de Sevilla se desvive por estos espectáculos.
Los propietarios de las casas por donde estas representaciones pueden verse como
en palcos, tienen cuidado de aumentar el alquiler á los inquilinos, ó reservarse el
derecho de alquilar balcones y ventanas durante la Semana Santa, á precios bien
crecidos. El ayuntamiento y contratistas particulares, ponen tendidos, galerías ó
sillas, según las calles, para que los forasteros gocen del golpe de vista á toda su
comodidad, y lo que es por esta vez, la curiosidad pública ganó la partida. Otro
año tocará á los agricultores. Después de todo, ¿quién los mete ó los obliga á tra-
bajar, podiendo ganarse la vida como don Pámfilo y consortes? Ellos no pueden
decir: «Que llueva ó que no llueva, trigo en la era.» En cambio, dice el herma-
no mayor: «Que truene ó que no truene, la cruz en la calle.»
\ allí nos encontramos nosotros entre una turba-multa de gentuza y mujerci-
las, viejas y chiquillos, todos pertenecientes al barrio de la Féria, y muy distin-
AMERICANOS Y LUSITANOS
iil
ta de la que puebla las calles elegantes del tránsito, como son la de las Sierpes,
plaza de San Francisco, calles de Géuova y de Francos.
La cruz se plantó al fin en la calle y poco á poco fueron ordenándose los her-
manos nazarenos, unos que salian de la iglesia, y no pocos que vimos salir de una
taberna contigua con el antifaz enrollado en el cucurucho y unos rostros (pie pa-
recían de matones ó perdona- vidas.
Cuando la mitad de la procesión estuvo fuera y se mostró el paso <le Herodes
al aire libre, allí eran de oir las exclamaciones y ocurrencias de la gente del pue-
blo <pie nos rodeaba.
— ¡Anda, arrastrao! — dijo una mujer mirando al sátrapa. — Como la cara tu-
viste los hechos. ¡Malos mengues te camelen!
— ¡Ay madre! — exclama una muchacha. — ¡Mire el sayón que tira de la cuer-
da cómo se parece á padre !
— Sí, hija, una estampa; / lirao le viera yo por una soga á los profundos del
mar !
Estos y otros dichos, que la decencia no permite consignar, oímos en el corto
espacio de tiempo que estuvo el paso del Cristo del Silencio á nuestra vista. Pero
cuando apareció el de la Virgen, faltaba el tiempo para tomar apuntes.
Un zagalonazo que estaba junto á nosotros, abrió los brazos en cruz y con una
voz ronca y aguardentosa, exclamó:
— ¡Voto á Cristo! (y lo echó redondo). ¡Qué hermosa viene María Santísima
por delante !
— Niña,- — exclama una vieja,- — híncate en rodillas y pídele á María Santísi-
ma que te dé un novio que cuaje, que sea de la estampa de San Juan. ¡Mira qué
real mozo, con su capa de grana y el dedito levan lao !.. .
— Señora, — dijo á esto un hombre al parecer licenciado de ejército y con mas
conchas que un galápago. — ¿A qué no sabe usted por qué representan á San Juan
con esa capa torera?
— ¿Qué quiere usted que yo sepa? ¿Fué quizá el Cuchares de los apóstoles?
— No por cierto, y si usted no lo sabe, yo se lo diré, para que le agradezca el
gran servicio que hizo en el cielo, ahí donde usted lo vé, que parece que no ha
quebrado un plato.
— ¡Ay! no me diga de San Juan, que es el santo de mi devoción. ¡Lo quiero
mas que á esta hembra y á quien la engendró! ¡San Juan bendito, de mi alma:
si pestañearas!
112
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Pues verá usted, — prosiguió el licenciado. — Halda prohibido el Señor que
se diese entrada en el cielo á ningún andaluz, porque todo lo echaban á guasa y
no había seriedad posible en la córte celestial. Con todo eso, un dia logró engatu-
sar á San Pedro uno, por mas señas, sevillano, del barrio de San Roque y criado
en la Dehesa de los galos, quiero decir, procurador. Alarmados los vecinos con la
entrada de aquel mozo, trataron de engañarle por todos los medios posibles, á ver
si se le podia traer fuera de puertas; pero el peje era muy largo para caer en tan
pequeñas redes. Fué San Pedro, acongojado, á visitar á San Juan, contarle el caso
y pedirle consejo, y después de haberle oido con atención, le respondió: — No temas,
Perico, esto es negocio concluido. Ese hombre saldrá hoy mismo y yo soy el que
le va á poner de patitas en la calle, pero se me ha de dar lo que yo pida.
— Eche usted por esa boca, — replicó Pedro.
— Pues lo que yo quiero son dos varas de percal encarnado y que se me haga
incontinenti una capa torera.
Ilízose en efecto, y con ella bajo el brazo, salió San Juan á la parte afuera, de-
jando encargado que entretuviesen al andaluz por allí cerca. De repente se oyen
voces de / huí, loro! y aparece San Juan frente á la puerta con la capa desplega-
da, haciendo verónicas. El andaluz que oye decir toro, sale como una exhalación,
gritando: — ¿Dónde está ese bicho? ¿Dónde está ese bicho? Y apénas le vé en cam-
po raso, se entra San Juan de un salto y pega San Pedro un portazo que todavía
está sonando por los cielos.
— ¡Si tiene la gracia del mundo! — dijo la mujer. — ¡Miren qué bien planlao y
qué dedito tan tieso lleva !.. . ¡Ay hija mia! reza una salve con ahinco á María
Santísima, mientras yo le pido un yerno á esa cara de rosas.
— ¡Cara de rosas! — exclamó una flamenca que oyó el piropo. — Hace un año
que le pedí yo un marido á ese descamisao, y ma salió una serpiente.
— ¡Vamos, vamos! — dijo un sacerdote de los que iban en la procesión. — Un
poco mas de respeto á los santos.
— ¡Señoras, atrás! — exclamó un hermano diputado de orden, á quienes el
pueblo suele llamar mandones. — ¡Atrás! — repitió empujando á la muchacha ru-
damente.
— ¡Pues mire usted, don Capirucho, la cortesía que nos gasta!
— Es que el paso las va á aplastar si no se retiran.
— Bastante ma aplastao usted que ma junlao el estígamo con el espinazo.
— ¡Perdone usted, cielo, que no liabia visto esos dos soles!
AMERICANOS Y LUSITANOS
113
— ¡A buena hora, resquebrajos! — gritó la madre. — Podría usted haberse ten-
lao el capirote y no á mi hija.
— ¿Es usted la madre de este pimpollo? — preguntó el nazareno.
— Pa servir á usted y á Dios.
— Pues debia usted parir todos los dias.
— Pa darle á usted gusto, ¿no es verdad?
— No, señora, para alumbrar la tierra.
— ¡Yaya que tiene el señor gana de bromas ! Bien podría usted emplear el
tiempo en otra cosa.
— ¿En qué mejor que en contemplar esa cara de azucena?
— En cortarse las uñas, que las lleva usted muy largas.
— ¡Y con coronilla, mamá! — prorrumpió la chica riendo á trapo tendido.
A esta indirecta se escabulló el mandarín.
La procesión acabó de pasar al compás de una agradable música . Gran parte
de los espectadores dieron á correr por calles transversales que les conducian á
otros puntos de la carrera, donde se daban otro regalo á los ojos, y el barrio que-
dó desierto por entonces.
Yo propuse á don Peregrino fuésemos á visitarlas calles mas concurridas, mas
él dijo que tenia bastante de función religiosa por aquel dia, y con todo ello no
podía afirmar que estuviese satisfecho.
Despedímonos, pues, hasta la mañana del martes, y ambos fuimos á descan-
sar en el retiro de nuestros aposentos y á meditar sobre la fibra religiosa del cató-
lico pueblo sevillano.
por D. J pan de Dios de la Rada y Delgado.
DIALECTO. TRAJES. LA DANZA PRIMA. LA GIRALDILLA. EL REBODO.
LAS FILAS. LA ESFoYAZA. LA OBLADA. I,A CARRERA. LAS
ROMERÍAS. — LA HUESTE. — LAS XANAS. — LOS VAQUEIROS.
imitado al N. por el Océano Cantábrico, al E. por la pro-
Y'incia de Santander, al S. por la de León, y al O. por la
de Lugo, presentando la figura de una faja estrecha y lar-
ga, mas comprimida por el lado del E. que por su extremo
occidental, dilátase el territorio del antiguo principado en
una extensión de cuarenta y dos leguas de E. á O. y quince de nor-
te á S. en su mayor anchura. Formante al mediodía inexpugnable
muro, atravesando la parte septentrional de la península, uno de los
brazos del Pirineo que, corriendo paralelamente al Océano, viene á
formar la elevada cordillera del confin meridional, conocida en la
Edad Media con el nombre de Montes Berváceos, natural muralla que
apénas deja paso para las asturianas quebradas por el puerto de Pajares. Pirámi-
des cónicas de ancha y dilatada base, con las cimas cubiertas de nieve, parecen
gigantes ancianos de aquella primitiva naturaleza, guardando sus linderos desde
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
115
Cerrado y Leitariegos hasta Cabrales y Peñamellera. De su extendida falda se
desprenden multitud de ramificaciones, llamadas en el país cordales, que forman
cerca de su nacimiento estrechas y profundas hondonadas, vallados y desfiladeros;
y al penetrar en lo interior, trocando su faz agreste é imponente por la dulce y
amena de los prados, dejan entre sus elevaciones largas cañadas, frondosas como
los valles de Andalucía, con pintorescos bancales y bosques de castaños y robles.
Cruzando sus vertientes con las que se desprenden de esta gran cordillera del sur,
presumiendo de rival, álzase un grupo de montañas independientes y aisladas,
que parten desde Buron al O., y extendiendo sus varias ramificaciones basta las
playas del Océano, se mezcla con las de otra cordillera que, levantándose medrosa
entre sus gigantescas hermanas, lentamente se alza desde Bravia para confundir-
se en breve, avergonzada de su osadía, con las empinadas sierras de Cabrales y
Peñamellera. Entre sns rápidas ondulaciones al S. y los cordales quedan los mas
deliciosos llanos que puede idear la poética fantasía. En medio de prados siempre
frescos, serpentean por donde quiera pequeños rios, que así llevan agua deliciosa
y pura, como dulce y arrullador es el murmullo de su corriente. Arroyos mil con
bullidores tumbos de peña en peña se precipitan de las colinas, y después de ofre-
cerlas fecundidad y vida cubriéndolas con su lujosa capa de perenne verdura, se
confunden con los riachuelos para correr en busca de los cercanos mares, que los
traen con magnífica grandeza. «La imaginación del pintor y del poeta, — dice á
propósito del panorama general de Asturias un notable escritor (1), — apénas acer-
taría á idear perspectivas tan hermosas como las que ofrece la vega de Hieres con
sus matizadas llanuras; la de Grado con el puente de Peñaflor y los peñascos que
la estrechan; el florido valle de Villaviciosa, ataviado con sus plantíos de manza-
nos, sus colinas cultivadas en bancales, sus sombrías arboledas y la via del Pun-
tal; las cercanías de Pravia con sus agrupadas colinas vestidas de caseríos, por
entre los que serpentea el Nalon; el valle de San Bartolomé de Miranda, recor-
tado simétricamente por las hermosas montañas (pie le circundan á manera de
anfiteatro, las enramadas y frondosas parroquias de Sonrio, Deva y Calbueñes, con
su despejado horizonte, sus alegres lugares cercados de frutales y tierras de labor
en graciosa alternativa; las risueñas riberas del Nalon en el Barco de Soto, y las
del Narcea en Cornellana; y contrastando con estos sitios deleitosos el severo as-
pecto de las Montañas colosales de Caso, Ponga y Amieba, y las de Somiedo y
Cabrales. Las inmensas moles que se elevan bacinadas desordenamente, revelan
(1) Dicciouar.o geográfico (le Madoz.
116
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
en estos agrestes lugares los grandes trastornos del globo. Ya descuellan á ma-
nera de altísimas pirámides; ya, tomando la forma de antiguos y derruidos mura-
llones, ponen un término á toda comunicación; ó ya ofrecen conjunto informe de
peñascos que, mal trabados entre sí, y abandonando en la apariencia su centro de
gravedad, se abalanzan fuera de su nivel amenazando desplomarse. A una gran
profundidad, se percibe apenas la senda estrecha y tortuosa por donde los rios
que bañan sus cimientos, consiguiendo un paso difícil, precipitan su curso entre
peñascos, cuyas angosturas redoblan el sordo rumor de sus aguas: lales son los
Yeyos de Ponga, las majadas de Ozania, las gargantas de Somiedo, las montañas
de Cabrales, y los elevadísimos peñascos de Urrieles.»
Espesas y seculares selvas, y dilatados bosques de hayas, robles, plátanos y
druídicas encinas recuerdan en aquellos parajes, y otros muchos de la cordillera
meridional, los misterios de la primitiva religión de sus célticos moradores, mien-
tras las alegres camperas de la costa dejan en sus areniscas llanadas ondular á tre-
chos la blonda cabellera de las doradas mieses, que mecen blandamente las brisas
aromadas con el azahar de los naranjos y limoneros resguardados en los ocultos
valles.
Extenso y despejado horizonte confunde sus azules tintas con las verdosas del
Océano, que borda de rizada espuma variadas costas sembradas de rocas y de is-
lotes, en las que domina con su gigante mole el Cabo de Peñas, entre las rias de
Avilés y de Perona. Pintorescos, si no amplios y fáciles puertos, ofrecen, además
de la ensenada de Gijon, deliciosas rias, tales como las de Navia, Pravia, Avilés,
Planes, Rivadesella y Villaviciosa, é inesperados y tranquilos lagos se forman en
la parte oriental de la principal cordillera, sobre las mismas crestas de las monta-
ñas, como el de Nol, en la gran roca de Covadonga, y el de Camayor en Somie-
do. Anchos sumideros naturales absorben el agua de las nieves para convertirlas
mas adelante en fuentes y cascadas como las de Onís, Bobia, Reinaro, Covadon-
ga, Deva, Quirós y Salas, ó bien forman profundas cuevas cubiertas de estalacti-
tas, albergue de pastores muchas de ellas, y cuna la mas escondida, de la extensa
monarquía que restauró Pelayo.
II
Por tan variada y extensa superficie dilátase la agrícola población, cogiendo,
á pesar de sus atrasadas prácticas, así el centeno que crece en sus montañas, como
AMERICANOS Y LUSITANOS
117
el trigo en las llanuras, la escanda ó candeal, propio de aquella comarca, y el
maíz de gruesas mazorcas, de que forman el sustancioso aunque desabrido pan de
borona (1), y nutritivas pastas amasadas con leche de sus mansas vacas. Huertos
salpicados por donde quiera alrededor de las campestres casas blancas y limpias,
les ofrecen en jugosos frutales higos y cerezas, ciruelas y peras, albérchigos y
granadas, entre los que se propagan con robusta vegetación toda clase de legum-
bres y hortalizas.
La castaña del norte les rinde abundante fruto en espesos bosques, y madera
de construcción para cubrir los suelos de las casas, mientras en sus inmensas po-
maradas, que han sustituido á las antiguas viñas, crece la oriental manzana, de
que extraen su agradable sidra, licor del que con razón se dice alegra el corazón
sin turbar fácilmente la cabeza; y pródiga la naturaleza en aquel privilegiado
suelo, ofrece en abundancia á sus habitantes sabrosa caza de volatería y monte-
ría, así como sus mares y rios abundante q>esca, y las vertientes de las mon-
tañas lozanos y frescos pastos, que alimentan numerosos rebaños, piaras de go-
chos (2), y hermosas vacadas de mansas reses. que dan con sus leches y con sus
carnes sabroso y abundante alimento.
Subdividida la propiedad en aquellas regiones hasta un extremo exagerado y
i
aun perjudicial, propagada considerablemente la población, pues vienen á resul-
tar mas de 1,534 habitantes por cada legua cuadrada de las 341,80 (3) que mide
su superficie, no hay terreno que haya dejado de cultivarse; y desde las faldas de
las sierras hasta sus altas cimas ha penetrado la agricultura, haciendo en algunos
puntos monótono el paisaje la constante verdura de las montañas. Lástima gran-
de que á tantos elementos no ayude con todos sus esfuerzos la productiva indus-
tria fabril, que aunque no puede decirse se encuentra abandonada en Asturias,
era susceptible de mas poderoso desarrollo allí donde pródiga la naturaleza ofrece
con abundancia las primeras materias, poderosos motores, en sus grandes saltos de
agua, y ricos criaderos de carbón de piedra, cerca de los cuales en abundantes
minas, ofrecen saciar la ambición del especulador filones de cobre y cobalto, hier-
ro y calamina, plomo, antimonio, galena argentífera y cinabrio, y oro, del que
(I) Esta palabra con que se designa el pan de maíz y el maíz mismo, dice el señor Quadrado, y juzgamos
acertada su conjetura, que tal vez se deriva del adjetivo latino bruna, que quiere decir cosa morena.
(21 Nombre que dan al ganado de cerda.
(3) Así resulta del «Estado demostrativo de la extensión superficial de cada provincia en leguas cuadradas
de 20 al grado, del número de habitantes que aparecen del censo de población de 1857, y de la proporción entre
estos y aquella,» publicado por la comisión de estadística general del reino en el Anuario de España correspon-
diente al año 1858.
TOMO j.
15
118
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
en tiempos de la dominación romana llevaban los señores del mundo mas de
20,000 libras anuales.
La división en concejos conserva todavía recuerdos y costumbres patriarcales,
subdividiéndose aquellos en feligresías, y estas en lugares, y los lugares en casas
solas ó agrupadas, salpicadas cual blancos nidos de palomas en las montañas y en
el llano. (1) Cierto aseo y compostura y basta en algunas cierto lujo, como con
razón dice el señor Quadrado, las distingue de las modestas chozas de Castilla, y
da una idea, no siempre exacta, de la comodidad y bienestar de sus habitantes.
Rara vez la indigencia, continúa dicho señor, aunque harto común en Asturias,
presenta allí por fuera su deforme y repugnante aspecto. A los pintorescos grupos
de edificios añaden gracia y novedad los orrios (2) ó graneros, aislados general-
mente de las casas, construidos de madera, y levantados en alto sobre cuatro pi
lares algunos pies del suelo, para preservar los granos de la humedad.
III
Gozando los placeres de la vida doméstica, vive el montañés y el labrador as-
turiano, conservando así en su tipo como en sus costumbres restos marcados de
su primitiva raza, y de una civilización distinta enteramente de la nuestra. Ape-
gado á sus tradiciones y recuerdos históricos, cada asturiano es una crónica vi-
viente de las mejores glorias de su pueblo. La piel blanca, el cabello rubio y los
ojos azules que tanto abundan en aquella comarca, bien indican todavía las razas
del norte, que allí permanecieron sin mezclarse con los tostados africanos de ne-
(1) La extensión, limites y localidad de los 11 ayuntamientos ó concejos que reúne Asturias varían infini-
tamente, así como sus recursos, vecindario y riqueza. Formados en distintas épocas, y habiendo obtenido sus
cartas-pueblas conforme al desarrollo progresivo de la civilización, dacla la importancia social á sus respecti-
vos territorios, tienen una división informe é irregular, autorizada por la costumbre y sostenida por los intere-
ses creados, pero que ya no puede avenirse, ni con los buenos principios administrativos, ni con la topografía
del país. Ocupan la costa empezando por el E., los de Llanes. Rivadesella, Caravia, Colunga, Villaviciosa, Gijon,
Carreño, Gozon, Aviles, Castrillon, Muros, Pravia, Cudillero, Valdés, Navia, Coaña, el Franco, Castropol y la
Vega de Rivadeo. Desde el límite oriental, siguiendo toda la cordillera que corre por el S. y se inclina después
al O., hasta tocar en los confines de Galicia, se encuentran sucesivamente los de Rivadedeva, Peñamellera, Ca-
brales, Oms, Cangas de Onís, Amieba, Ponga, Caso, Aller, Lena, Quirós, Teverga, Somiedo, Cangas de Tineo,
Leitariegos, Ibias, Grandas de Salime, Santa Eulalia de Oseos, San Martin de Oseos, Taramundi y San Tirso de
Abrer. En el espacio orillado por esta línea de concejos y la que describen los de la costa, se encierran los de
Parres, Cabranes, Pilona. Sariego, Nava, Bimenes, Labiana, Sobrescobio, Langreo, San Martin de Rey Aurelio,
Siero, Noreña, Tíldela, Mieres, Oviedo, Llanera, Corvera, Riosa, Morein, Ribera de Arriba, Ribera de Abajo, Soto
del Barco, las Regueras, Candamo, Illas, Proaza, Santo Adriano, Grado, Yernes y Tamera, Salas, Miranda, Tineo,
Allende, Boal, Illano, Pesoz y Villanueva de Oseos, sobresaliendo entre las capitales de estos concejos, Oviedo,
Gijon, Avilés, Villaviciosa y Luarca. (Madoz, Diccionario Geográfico).
(8) Del latin horrcimi , granero.
AMERICANOS Y LUSITANOS
119
gros ojos y de rizada y oscura cabellera; sus bailes, de los que el principal es la
tan renombrada danza prima, traen á la memoria los primitivos juegos guerreros
de los antiguos astures.
Hablando de él, dice con oportunidad el señor Cavedo: (1) — «Este antiquí-
simo baile, si es que tal nombre merece, muy semejante á las danzas circulares
de que balda Homero, era en otros tiempos un ejercicio gimnástico, que tenia
por objeto agilitar los miembros, y consistía en asirse de las manos empuñándola
lanza, moviendo los brazos, y formando un gran círculo que giraba sobre sí
mismo. Acompañábanse con canciones guerreras y se terminaba con un simula-
cro de batalla. A la lanza de los astures han sustituido los asturianos un palo
largo, arma terrible en sus robustas manos; y para que la semejanza fuese com-
pleta entre la danza de nuestros dias y la primitiva, solia terminar en reñida re-
friega, á la que se daba principio con los vítores que cada bando contendiente
prodigaba á su respectivo concejo, por ejemplo: ¡VivaPravia! ¡Viva Piloña! Las
mujeres danzan separadas de los hombres, y en otros tiempo formaban su círculo
ó rueda dentro de la de aquellos.» Efectivamente, el baile á que nos referimos, y
cuyo mismo nombre está ya revelando su remota antigüedad, es la danza propia
de un pueblo guerrero y de primitiva civilización. El colocar á las mujeres en el
centro, como para defenderlas de los enemigos, lo monótono y acompasado de la
cantil ria, con que van repitiendo sus melancólicos romances, y sobre todo el ixu-
xú, ese antiguo grito de guerra ó lmrra de los astures, convertido también en ex-
clamación de contento, bien corroboran nuestra creencia. Al ver interrumpirse la
danza por esta poderosa voz de alarma, se cree estar asistiendo á un baile céltico
en el seno de sus seculares bosques, y que, sorprendidos por la presencia del ene-
migo, agrupados los guerreros al rededor de sus caros objetos, se lanzan al com-
bate. Esas refriegas con que suele acabar la danza prima, es la tradición conser-
vada á través de los siglos, para revelar al observador la verdadera significación
de aquel histórico regocijo.
Desgraciadamente, á las antiguas canciones guerreras con que se acompaña-
ban en sus danzas han sustituido mucho mas modernos romances, la mayor parte
revelando no mayor distancia que el siglo xvi, pero todos ellos con ese inimitable
sello popular, que está demostrando haber sido compuestos y adicionados por os-
curos trovadores nacidos del pueblo mismo, dejando á sus obras con su propia ru-
deza, melancólica ternura y espontánea inspiración, cualidades todas que nunca
(1) Album de un viaje por Asturias.
120
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
pueden confundirlas con otras de cultos ingenios. El romance de don Bueso, que
en su asunto, sino en su dicción, parece remontarse al siglo xiv y es uno de los
mas usados en el país, es una prueba de esta verdad, notándose, además, en él,
cierto sabor caballeresco, propio de la época. Héle aquí:
Camina don Bueso
Mañanica fria
A tierra de moros
A buscar amiga;
Hallóla lavando
En la fuente fria:
— ¿Qué haces alñ, mora,
O hija de judía?
— Si fueras cristiana
Yo te llevaria,
Y si fueras mora
Yo te dejaría. —
Montóla á caballo
Por ver qué decía:
Durante diez leguas
No hablara la niña.
— Reviente el caballo
Y quien le traía,
Que yo no soy mora
Ni hija de judía:
Soy una cristiana,
Estó aquí cativa
En poder de moros
Diez años había.
— ¡ Oh prados alegres
Donde, siendo niña,
Mi madre, la reina,
Sus paños tendía,
Donde el rey, mi padre,
Sus perros corría !
También es notable aquel otro, el mas común de los que recitan en la danza
prima, y que á pesar de estar formado con separados trozos, mal unidos, de di-
versas épocas, si bien no mas lejanas que el siglo xvn, deja entreverla fantástica
AMERICANOS Y LUSITANOS
121
leyenda primitiva que, perdida en su antigua forma y dicción, sirvió de base á
los modernos cantos, carácter propio de estas composiciones populares conservadas
entre los asturianos:
— ¡ Ay, un galan d‘ esta villa !
¡Ay, un galan d‘ esta casa !
¡ Ay, diga lo que ‘1 queria!
¡ Ay, diga lo que ‘1 buscaba !
¡ Ay, busco la blanca niña !
¡ Ay, busco la niña blanca !
¡Ay, que no 1‘ hay n‘ esta villa!
¡ Ay, que no 1‘ hay n‘ esta casa !
Si no era una mi prima,
Si no era una mi hermana;
¡ Ay, del marido pedida !
¡Ay, del marido vedada!
¡ Ay, bien qu‘ ora la castiga !
¡ Ay, bien que la castigaba !
¡ Ay, con varillas de oliva !
; Ay, con varillas de malva !
¡ Ay, que su amigo 1' espera!
¡ Ay, que su amigo 1‘ aguarda !
Al pié de una fuente fria,
Al pié de una fuente clara,
Que por el oro corría,
Que por el oro manaba,
Ya su buen humor venia,
Ya su buen humor llegaba,
Por donde ora el sol salía,
Por donde ora el sol rayaba,
Y celos le despedia,
Y celos le demandaba.
Este mismo romance suele llevar á veces las siguientes adiciones.
Después del sexto verso:
«¡Ay! ¡Busco la niña blanca!
«La que el cabello tejía,
»La que el cabello trenzaba,
»Que tiene voz delgadica,
»Que tiene la voz delgada,
1 09
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
»Un niño en brazos traía,
»Un niño en brazos llevaba,
»Ramo de ñores traía,
»Ramo de ñores llevaba,
»Que en el mi jardín había,
»Que en el mi jardín estaba.»
Alternando con los anteriores se escuchan otros fragmentos de romances del
mismo género y origen, como se vé por los que siguen:
Un amor que yo llamaba,
El se fuera y no tornaba;
Un amor que yo quería,
El se fuera y no venia.
Alegres cartas m‘ enviaba.
Muy tiernas cartas m‘ envía:
¡ No os caséis ! la muy amada
¡Que no os caséis ! me decía.
¡ Ay, Antonio se llamaba !
¡ Ay, Antonio se decía
Aquel que diúme la saya,
Aquel que dióme la cinta,
Aquel que andaba en la guerra,
Aquel que andaba en la armada
Con espada y con rodela,
Con rodela y con espada...
Quier que le sirva á la mesa,
Quier que le sirva en la sala.
Igualmente, y aunque de distinta cadencia, alargando las notas de la cantu-
ría, repiten también para la danza este antiguo cantar, del que puede decirse lo
mismo que de los anteriores:
¡Ay, Juana, cuerpo garrido!
¡Ay, Juana, cuerpo galano !
¿Dónde le dejas al tu buen amigo?
¿Dónde le dejas al tu bien amado?
— Muerto le dejo á la orilla del rio.
AMERICANOS Y LUSITANOS
123
Déjele muerto á la orilla del vado.
¿Cuánto me das volver lie te le vivo?
¿Cuánto me das volver he te le sano?
— Dóite las armas y dóite el rocino,
Dóite las armas y dóite el caballo.
Otras danzas (1) mucho mas modernas, en que se reflejan las costumbres de
los pueblos meridionales importadas por los marineros á las asturianas costas,
pretenden, aunque en vano, desterrar la tradicional prima y sus romances, con
nuevos cantares. Entre dichos bailes el principal es la g ¿raid illa, cuyo nombre
ya está indicando su origen; en esta bulliciosa danza, donde las parejas se enla-
zan y saltan á la oriental manera, entonan coplas de melancólica ternura, alguna
de las cuales parece contener una triste historia:
Arriba, Manolillo,
Arriba, Manolé;
De la quinta pasada
Ya te liberté.
De laque viene ahora
No sé si podré.
Arriba la cafe lera,
La cafetera con el ca fé.
Y al terminar el estribillo, la danza se hace nías agitada, como si tratase de
aturdir la desgracia de la madre ó de la amante, que, sin medio de estorbarlo, vé
partir á la guerra al hijo de sus entrañas ó al escogido de su corazón.
También esta otra lleva el mismo sello de amorosa y resignada tristeza, y re-
cuerda las frecuentes emigraciones de los asturianos á las playas de América.
Es imposible escucharle en hoca de un marinero sin sentirnos dominados por la
emoción mas profunda:
Ya suenan las trompetas,
Los pitos y tambores:
Adiós, María Dolores,
(11 Se ha notado, y con razón, por algunos escritores, que para la danza prima no se haga jamás uso del
dialecto bable, y si del general idioma castellano; sin que pretendamos dilucidar este fenómeno, solo indicare-
mos que, no solo se observa en Asturias, sino en los demás países que conservan dialectos, el tener traducidos
sus antiguos cantares á la lengua común. La fusión de las primitivas nacionalidades de nuestra península en
una sola, podria explicar satisfactoriamente que los castellanos, para mejor comprenderlos, fuesen vertiendo á
su idioma los cantares del dialecto, y que los poseedores de este insensiblemente admitieran la versión, no solo
por respeto al idioma del estado, sino hasta por galantería, para que mas fácilmente pudieran tomar parte en
sus juegos sus hermanos de Castilla,
124
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Que rae voy á embarcar:
En un barco de flores,
Para la Habaná.
¡Ay flor de mis amores,
Ya no te veré mas!
Y es tan dulce la melodía con que la entonan, hay tanto sentimiento en aque-
llas notas, sin artificio, pero tan inmediatamente nacidas del corazón, que cuando
se alejan llevadas por las marinas brisas, brota de lo mas hondo de nuestro pecho
un sentimiento de profunda pena, que despierta la triste simpatía del dolor.
IV
Otro de los caracteres que mas distingue á los asturianos es el dialecto hable,
recuerdo de la formación del romance durante los siglos xn y xm, que conser-
vándose casi exento de la influencia arábiga, es un testimonio vivo de la glo-
riosa historia de aquella región, donde jamás pudieron penetrar las agarenas
huestes. Como acertadamente escribe el señor Quadrado, siguiendo al autor del
Discurso preliminar de la colección de ¡poemas asturianos impresa en 1839, háblase
allí todavía, con corta diferencia, tal como escribían llerceo, Segura y el Arci-
preste de Hita, de cuya ingénua gracia y maliciosa agudeza se les alcanzan á
menudo bastantes chispas á los naturales. Ya dicho dialecto ocupó dignamente la
atención de Jovellanos, como importante estudio para la historia de la lengua, la
etimología de sus voces y la restauración de muchas perdidas. Notable es tam-
bién el citado discurso, cuya juiciosa crítica y castizo y elegante estilo bien re-
velan á su autor (1), por mas que modestamente ocultara su nombre.
En este tradicional dialecto ensayó la musa asturiana á formular su inspira-
ción, a' á la verdad, supo hacerlo con tanto acierto como demuestran las siguien-
tes coplas, y otras composiciones de diferentes épocas:
Ay, galan, ¿visti aquella?
Vila, y faley con ella.
Amor, el que yo amaba,
Amor, el que yo viera,
Fóse á la romería,
Fóse, ya non viniera.
(1) Don Antonio Cavedo,
AMERICANOS Y LUSITANOS
125
Cartas las quel m‘ escribe
Rellataba so lletra:
Ven per acá, mió vida,
Ven per acá, mió prenda.
Camisa engodornida
1 Como te la tejera !
Camisa engodornada
¡ Como la recosiera !
Non vos caséis, amiga,
Amiga y mas donceya:
Presto é la mió venida,
Mió venida presto era.
Darete un berdugadu
Para la saya nueva
De sayal regalad u,
Color de primavera.
Vuelvet4 acá, rapaza,
Vuelvet' acá, donceya,
Y fngi de lia güeste (1)
Que anda ‘n aquesta tierra.
La excesiva distribución de la propiedad, á que nos referimos poco hace, es
causa de que los labriegos y montañeses cultiven por sí mismos sus tierras, go-
zando las delicias de la vida doméstica, que van desapareciendo á medida que nos
acercamos á las grandes poblaciones. Oigamos cómo describe los placeres de su
modesta ventura un campesino en la notable composición titulada: «La vida de
la aldea, » inserta en dicha colección entre las de autores desconocidos, pero que
se atribuye, como todas ellas, al señor Cavedo:
Cuando de la llabor con sustu y pena.
Parto de traballar, pero contentu,
Volvix pa casa á esmorullar la cena,
Aunque con bones ganes, non famientu,
NTin la conducta propia nin la ayena
Vienen entós á dame sentimientu;
Siéntome xunto á fuebu, y la reciella
Axúntase al olor de la escudiella.
Levántase en el llar la fogarada.
Que fai la leña seca de carbayu;
(1) Alude á las huestes , creencia supersticiosa de que hablaremos en breve,
TOMO i.
16
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
126
Afuman les fariñes; currucada
Tuxa col cuyaron cabo el mió tayu,
Reparte á cada cual la so platada,
Y mirándome en tientes y al soslayu,
Convídame después cola cuayada:
Doi á los ñeñOG, como lo que quiero,
Y á Dios que me lo dió rezo primero.
Ya fartuca la xente y placentera
Con ixuxus atmena la cocina:
Tuxa se pon alegre y gayaspera;
Iteblinca el pequeñin: canta Xuanina
El galaoi dl esta villa á so manera,
Y yo enriestro panoyes entretantu,
Atentu á los treveyos y al so cantil.
Mas cuando ya va llarga la velada
Y el pigam me diz que non ye aína,
De la mano de Tuxa solliviada,
Esmúzome na cama fresquillina.
D! allí baxu la manta colorada
Oyó ruxir el viento na colina,
Dar bramidos el mar alborotada,
Y la lluvia correr per mió teyadu.
¡Que gusta atapadiu y sin cudados,
Pensar’ entós en probes caminantes
Pe los montes perdidos y moyados,
O acordarse d‘ aquellos ñavegantes
Q£ entre vientos y peñes azotados,
Sin saber donde van, ciegos, errantes
Cuerren les tempestades per los mares,
Mientres segura estoi é nos míos llares !
Estes coses pensando de parada
Quiciás cansada de cabar tapinos,
Al sueñu mas sabrosa dan entrada.
Duermo; y cuando amana, los paxarinos
Puestos é no flgar de la corrada
Empezando á facer g’orgolitinos,
Despiértenme contentu y gayasperu
Con ganes de llabrar y dir al eru.
La copiaríamos toda, si hubiéramos de seguir nuestro deseo, y no temiéramos
separarnos demasiado del principal objeto que nos guia. Bien demuestran esas
octavas la dulzura del dialecto, y cuánto se presta á, las modulaciones de la poe-
AMERICANOS Y LUSITANOS
127
sía (1), así como el numen del poeta que con tal encanto supo describir los pla-
ceres del hogar doméstico de los campesinos asturianos.
Y no se crea que la vida del campo til proporcionarles tranquilos goces mate-
riales, apague su inteligencia: robustos y ágiles, dados al trabajo, sobrios, sufri-
dos, firmes en sus propósitos, son penetrantes, están dotados de imaginación y
de no común aptitud para las ciencias y las artes, y la altivez que les inspiran
las glorias de su país y de sus ilustres antecesores, da cierta gravedad á sus pala-
bras, que no evita el encontrar á veces su conversación amenizada con agradables
pero no punzantes sátiras. Civilizados mas de lo que generalmente se cree, casi
no se halla un aldeano que no sepa leer y escribir; y su proverbial honradez llega
á tal extremo, que los robos y asesinatos apenas se conocen en aquellas patriarca-
les montañas y estrechos valles, tan á propósito, entre individuos de peores ins-
tintos, para cometer toda clase de crímenes. Con harta frecuencia vénse acudir
de los salpicados caseríos alegres mozas acompañadas de sus prometidos, que van
á visitar la amiga ó la parienta, ó bien á misa á la lejana iglesia, sin que la mas
ligera nube de impureza oscurezca la pura dicha de que van gozando, entregados
á los planes de su risueño porvenir. Agradable impresión producen esas amantes
parejas, libres por ventura del infestador aliento del vicio, luciendo sus vestidos
de fiesta: los hombres con chaleco y chaqueta, ó roja almilla, encarnada faja de
estambre, calzón y botín alto de paño pardo, dejando escapar el blanco remate de
interior calzoncillo, zapatos de cuero, ó bien de madera en los malos dias de in-
vierno, la montera de paño negro forrada de pana ó terciopelo del mismo color,
tan característica de aquel país, y un largo y fuerte palo de encina por todas ar-
mas, pero que en sus robustas manos es tan terrible para la ofensa como útil para
defender al asturiano, diestro en su difícil manejo: las apuestas labriegas con su
(1) Creemos importante para poder comprender mejor las bellezas del dialecto, transcribir la nota que
acerca de su pronunciación comparada con el castellano moderno y general, pone el señor Quadrado con vista
del citado di-curso preliminar. «La./ suena como y, y algunas veces como ch; \íl/ sustituye á la h aspirada,
v. gr.: /alar por hablar, fér por hacer, y aun encabeza palabras que en castellano carecen de h, v. gr.: /ola por
ola. Antes del diptongo ue la b y la h toman el sonido de ¿7, como güerto, huerto, pile. buey. La o aveces se con-
vierte en ue, v. gr.: giiegos, ojos, fueya , hoja, cucrren, corren: y otras por el contrario el ue en o, como fonte,
ponte, bono. La n al principio de vocablo suena á menudo como ñ. La terminación en o del singular de los nom-
bres masculinos se pronuncia comunmente u, y la a del plural de los femeninos y del pretérito imperfecto y
presente délos verbos se cambia en e. Suprimen la d final, la r de los infinitivos aunque vayan seguidos de pro-
nombres, la sílaba última de ciertos nombres, como.?;®, padre, ma, madre, cay, calle, y la de algunos verbos,
como lien, cien, tenhn, tenian,/«CM?, hacían, do. doy, etc. Es muy original la terminación en go que sustituye á la
ó de la tercera persona de los pretéritos, v. gr.: nacego por nació, rompego,Saligo, senligo. El posesivo mi es mió,
así en el masculino como en el femenino, y á veces lleva por delante el artículo como en el castellano antiguo,
la mió venida, la só casa. El dativo le se traduce i, v. gr.: dixoi, dijole. El verbo ser en algunos tiempos y perso-
nas lleva delante la y, como ye, es, yera , era.»
128
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
corto zagalejo de bayeta encamada ó amarilla, sobre el que se vé una raya de es-
tameña negra que deja descubrir el zagalejo, colilla roja, y camisa de largas man-
gas, sujeta al cuello y puños con botoncitos de cobre ó plata, y encima de la co-
tilla el airoso dengue negro con orla de terciopelo del mismo color, cuyas largas
puntas, después de cruzarse sobre el abultado pedio, van á atarse por la espalda
en el talle, el pañuelo ajustado al rededor de la cara y atado encima de la cabeza,
forman gracioso tocado, y adornan su cuello sartas de corales, de las que algunas
veces penden medallas ó efigies de santos, hechas de plata. El traje de los aldea-
nos se engalana, en los que están solteros, con una pluma de pavo real y ramos de
siempre-vivas en la montera, y cuelgan también del chaleco escapularios y cin-
tas de varios colores, tocadas á la Virgen de Covadonga ú otra devota imagen del
pais. También las mujeres adornan su cuello con estas medidas ó colonias , así
como suelen añadir al referido traje un jubón de anchas mangas, y tela igual á
la saya exterior, que cuando no llevan puesto acostumbran atar á la cintura.
■V
Las tradicionales costumbres del país, consérvanse todavía, en los caseríos
que no están relacionados con las grandes capitales; algunas, caracterizando su
antigüedad, entre las cuales no nos creemos dispensados de consignar la del rebo-
llo, las filas, las esfoyazas, y las obladas de los entierros.
Dias antes déla nupcial ceremonia, la novia, acompañada de su madrina, re-
corre todos los caseríos del territorio en que vive, y al dar parte de su casamiento
ofrece un polvo de tabaco de una caja de plata que en la mano lleva: el que acep-
ta, queda obligado á contribuir para el dote con su presente, que consiste en gra-
no. dinero ó ropa. Esto es lo que se conoce en el país con el nombre de rebodo.
También es notable otra costumbre que se observa en los casamientos. Terminado
el banquete de bodas, que ha de celebrarse siempre en la casa de los padres de la
desposada, se coloca el lecho en un carro de bueyes, adornado con cintas y flores,
y alrededor todos los efectos del dote y menaje. l)e esta suerte, precedido de la
gaita, y de coheteros que van poblando el aire con fuegos artificiales, dirigen el
carro á la casa que van á habitar los novios, marchando detrás de estos y sus pa-
rientes, y allí se celebra la tornaboda con baile y cena. Es creencia entre las mo-
zas del país, que las muchachas que hacen el viaje á Covadonga, y beben con
verdadera fé del agua (pie brota bajo la cueva de la Virgen, encuentran marido
en el término de un año. A esta conseja alude el canto vulgar:
AMERICANOS Y LUSITANOS
129
¡ Oh Virgen de Covadonga !
Bien de veras os lo digo:
Que no vengo mas á veros
Hasta que me deis marido.
Y cuando se lia visto realizada, pone al desposado en la galante obligación de
ir, durante el primer año de matrimonio, á orar con su esposa ante la Virgen, lle-
vando alguna ofrenda de ñores ó de grano.
Pero donde mas se comprende la patriarcal fisonomía de aquel país es en las
filas ó tertulias de las aldeas. Consisten en reunirse, durante las primeras horas
de las noches de invierno, todas las mujeres á hilar, mientras los jóvenes las ga-
lantean, como acertadamente dicen las mujeres, y escuchan de los labios de los
ancianos antiguas y fantásticas leyendas, en que siempre hay moros encantados,
y doncellicas robadas, y caballeros que las libertan; no siendo extraño oir entre
aquellas historias la célebre batalla de Covadonga, que la tradición conserva sin
alterar en nada las relaciones de las crónicas; ó alguna otra gloriosa hazaña del
Infante, que así llaman en toda Asturias al rey Don Pelayo. (1)
No menos gratas que las filas son para los campesinos las esfoyazas, reunio-
nes nocturnas que tienen por objeto enristrar, ó sea despojar de las hojas inútiles
las mazorcas de maíz, enlazando unas con otras para que mas fácilmente pueda
secarse el grano, colgando al aire las ristras. Pero no es esta sencilla operación lo
que atrae en tanta multitud á los mozos y mozas de las cercanías; estimulan mas
agradablemente su diligencia los cuentos con que se amenizan, y los cantos, bai-
les, y ligera refacción de frutas y sidra con que termina la esfoyaza, prorogando
hasta el amanecer el honesto solaz. A estas alegres fiestas se refiere en su compo-
sición titulada P tramo y Tisbe el párroco de Prendes, poeta (pie floreció á media-
dos del siglo xvii, cuando dice:
La postrer nuiche ya de octubre yera,
Y acabóse temprano la esfoyaza,
La xente veladora y placentera,
De comer la garulla daba traza:
Habia de figos una goxa entera,
Peres del forno, gaxos de fogaza.
Y tiraban el fueyo con tarucos,
Partos de reblincar los rapazucos.
(1) El cronista Morales hizo ya esta observación en el siglo xvi.
130
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Llevantóse á isti tiempo Xuan García,
Que yera amu de casa y lióme honrado:
Sabia 11er, y escribir tamien sabia,
Y aun daqué de llatin tenia ‘studiado;
Y dixo: xente, á miu me parecía
Que dar gracias á Dios seria acertado,
Y dejar noramala los treveyos
Que suelen trer tras si mil enguedeyos.
La oblada es oira costumbre del país que bien recuerda su origen romano.
Consiste en una ofrenda, que conduce un pariente ó amigo íntimo del difunto en
el entierro detrás del cadáver, depositándola, después de cubierta la sepultura,
encima de ella; la especie en que consiste esta ofrenda varía según los concejos,
desde un poco de grano basta una ternera escogida, que, llevada por un criado,
marcha delante del féretro. A propósito de los entierros en Asturias, hé aquí lo
que añade el señor Cavedo: «El dia de difuntos, y el del primer aniversario, se
repite la oblada y durante el primer año arde un cirio sobre la sepultura, mien-
tras se dice la misa. En algunos concejos los parientes cercanos del difunto pre-
sentan también su oblada especial, la que, así como la de la casa mortuoria, se
deja en la iglesia durante el funeral. A los concurrentes á este se da una comida
todo la suntuosa que alcanza la familia del muerto, y á los pobres limosna. A la
mesa asisten también los clérigos que se hubiesen reunido para las exequias, que
suelen ser en gran número, y se termina el banquete cerrando las ventanas, co-
locando sobre la misma mesa que sirvió de altar, un crucifijo y dos bujías, y en-
tonando el preste por el eterno descanso del muerto un responso, al que acompa-
ñan todos los asistentes; esta costumbre recuerda los banquetes fúnebres de los
egipcios. Acabada la oración se entregan á cada clérigo los honorarios que le to-
can. Las plañideras de oficio, que por un salario seguian llorando al féretro, es-
tuvieron en uso en Asturias hasta principios del presente siglo.»
Dedicados los aldeanos á las útiles tareas de la agricultura y ganadería, á la
concurrencia á los mercados y á la casa concejil los dias de audiencia, así como á
la pesca y navegación los intrépidos hijos de la costa, con harta frecuencia em-
plean los domingos en batidas y monterías contra osos, lobos y animales dañinos, á
cuyo fin se elige en los concejos anualmente un funcionario llamado montero ma-
yor, que, como su nombre indica, dispone las batidas, y lleva como distintivo de
su cargo un vígaro ó corneta de caza. Por toda recompensa solo tiene el privile-
AMERICANOS Y LUSITANOS
131
gio ele que la primera presa que se mate le corresponda, y una parte mayor que
los demás en el reparto de las pieles, cuyo importe sin embargo no aprovecha,
pues lo invierte en municiones para las cacerías venideras.
Pero donde se vé en delicioso conjunto el completo cuadro de las costumbres
asturianas, es en los mercados, y principalmente en las romerías. Generalmente
la devoción á alguna milagrosa efigie que se venera en apartado y tradicional
santuario, llama á su alrededor á los pacíficos aldeanos, no siendo estraño verlos
también concurrir con el mismo objeto delante de un antiguo palacio señorial,
venerando el recuerdo de gloriosos hechos ó la tumba de algún esclarecido guer-
rero, que siempre el elemento histórico se vé predominar hasta en las comunes
prácticas de las costumbres asturianas. Desde la noche que precede al dia de la
romería, encienden en el frondoso bosque ó risueña pradera que se estiende de-
lante de la ermita ó castillo, una inmensa hoguera, alrededor de la cual, ó en
separados grupos, alternan los acompasados y lentos cantos de la danza prima,
con los modernos de la giralda, y aun boy algunos de la cercana Castilla. Fue-
gos artificiales comparten con las danzas la bulliciosa velada, formando estraña
pero agradable armonía el pastoril eco de la gaita, la grave canturía de los anti-
guos romanos, el crujido de los cohetes y petardos, el estampido de las escopetas
que los mozos disparan en la espansion de su sincero júbilo, y sobresaliendo sobre
todos aquellos diferentes sonidos, el prolongado ixnxu, lanzado al aire con fuerte
voz por los robustos pechos de aquellos montañeses, que guardan para sus mo-
mentos de mas placer el antiguo grito de guerra, como en perenne testimonio de
su belicoso carácter. Iguales ó análogas diversiones se suceden durante el siguiente
dia, no sin que antes hayan orado los fieles campesinos en la venerada iglesia,
prolijamente adornada con llores y paños, y resplandeciente de luces en sus al-
tares y bóvedas. Las familias y amigos alternan las danzas con meriendas ó co-
midas sobre la fresca yerba, y los jóvenes se ejercitan en juegos de destreza, en-
tre los que ocupan el lugar preferente, como en todo pueblo primitivo, las animadas
carreras, en las que el vencedor gana la cuajada; carreras que inspiraron al au-
tor de la ya citada poesía en bable, (1) «La vida del campo,» las tres magníficas
octavas descriptivas que copiamos á continuación:
Como llozanos potros desbocados
Q‘ el vientu cortan sin tocar 1‘ arena,
(1) Es sin disputa notable la analogía que encuentra el señor Quadrado entre esta palabra, con la que se
designa el dialecto asturiano, y la francesa babil. y la inglesa babble, que significa charla ó gerigonza.
132
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Unos tras d‘ otros van precipitados,
El pechu francu, suelta la melena;
Los brazos fasta el codu remangados,
Del triunfo y la esperanza 1‘ alma llena,
Sin zapatos, sin calces, sin ropía,
Mas llixeros que cuete en romería.
Nube de polvu entonces se Levanta,
Y n‘ ella envueltu el mozu que ya espera
Con fartu empeñu y con Liviana planta
El término tocar de su carrera,
Cede y sf atrasa el otru que se llanta
Metanos xunto á él y lu supera
En pierues y en alientos, y la grita
Y les palmades del que mira escita.
Y allega mas forzadu y mas arteru,
Sudarientu, Liviano, espolvoriadu,
A tocar é nos teyos el primera,
Y allí mismo por todos declaradu
Ye el Rey de la coida, y gayasperu
Recibe de les manus d‘ una ñeña
Del vencimiento la esperada enseña.
La coida á que se reñere esta última octava, es el nombre que dan en el país
á la recolección de frutas, en cuyas apacibles tardes se repiten, al terminar las
faenas, los mismos cantares, danzas y corridas que se encuentran en las anima-
das romerías. Pero llega en estas un momento en que á la animación sucede un
silencio respetuoso.
— ¡La procesión! ¡La procesión! — se oye gritar por todas partes.
Y en efecto: precedida de coheteros y tiradores, que sin cesar van haciendo
disparos, adelanta la venerada efigie llevada en hombros de los devotos mozos, y
á veces por las garridas aldeanas, mientras otras conducen delante de la imagen
y al lado de la gaila, uno ó mas ramos, que al fin han de subastarse á la puerta
de la iglesia, para invertir su importe en las preferentes atenciones del culto. Dan
el nombre de ramos á un armazón á manera de paraguas, formado con polos, y
sujeto á unas andas, el cual va cubierto con pañuelos y cintas de colores vários,
joyas, medallas ó plumas, mezcladas con jamones, panes, tortas, gallinas ó bollos
de horoña, todo lo cual se conoce con el nombre de adorno del ramo, y se lia cos-
teado por las jóvenes de la aldea, á cuyo fin, dias antes recorren con él todas las
casas, acompañado de una ó dos gaitas .
AMERICANOS Y LUSITANOS
133
Entre los juegos que alternan con las carreras en las romerías, ó en cualquiera
clase de pública diversión, se cuenta el de bolos y las cucañas , que por conocidos
no describimos; así como en los puertos de mar las corridas de patos. Cuelgan
para ellas en el centro de una cuerda sujeta á los extremos de los palos de dos
barcos, una de aquellas acuáticas aves. Multitud de lanchas avanzan rápida-
mente á fuerza de remo para coger sus tripulantes el pato al pasar por debajo y
entre las dos barcas; y en estas carreras marítimas, vénse con frecuencia caer al
agua los atrevidos marineros, que sin embargo, en breve se cogen á las bandas de
su lancha para volver á disputar el premio.
Las creencias en séres sobrenaturales, tan propias de todas las regiones del
norte, mas arraigadas en Asturias son la del mal de ojo, las huestes y las xanas.
A pesar de la ilustración que hemos dicho se encuentra en aquel país, no faltan
sencillos aldeanos que temen la mirada de ciertas personas, á las cuales suponen
el maléfico poder de causar la muerte á los niños y á los animales domésticos.
Dicen que los hombres ó mujeres en quienes concurre esa fatídica cualidad, lle-
van pintada en la pupila la figura de Satanás; y cuando á pesar de todos los amu-
letos y relicarios que le cuelgan, creen acometido al niño de mal de ojo, le dan
agua que haya tenido en infusión asta de ciervo, medicamento eficacísimo, según
ellos, para la terrible dolencia.
Pero si caminando en negra noche veis vagar entre las montañas algunas
luces que llevan los labradores, no espereis que vuestro guia continúe su camino
en aquella dirección; y si curiosos por conocerla causa de su miedo se lo pregun-
táis, os contestará que son las huestes, fantástica procesión de figuras blancas sin
determinada forma, que llevando en la mano cirios verdes encendidos, vagan á
las altas horas de la noche en derredor de las iglesias ó cementerios. En vano
será que tratéis de disuadirle haciéndole ver que las luces que suelen encontrarse
en tales sitios son fosfóricas emanaciones de los huesos que en ellos se conservan:
os replicará que anuncian la muerte de alguna persona notable, y que cuando
esta es una joven soltera, se la vé á ella misma convertida en blanco fantasma,
con guirnalda de flores en la cabeza, rodeada de otras que ya dejaron de existir y
que van entonando tristísimos cantos.
De mas alegre misión las xanas, hermosas ninfas de peregrina belleza, pero
de cortísima estatura, pues dicen no pasan de un pié, habitan en palacios de cris-
tal debajo de las fuentes solitarias, y después de dar las doce de la noche, salen
por el caño mismo de estas á lavar sus ropas, de extraordinaria blancura, aprove-
T9MO I. 17
134
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
phando los dulces resplandores de la luna creciente. Y no haya miedo que las
aldeanas eviten la frecuencia de estas montañesas ondinas. Si encontrase alguna
en las lejanas fuentes rodeadas de árboles, cualidades ambas que buscan las xa-
nas, y la niña conservase puro su cuerpo como su corazón, la xana le regalará ma-
dejas de hilo que, devanadas en dirección oriental, jamás terminan, ó le dará
tesoros de los que guarda en sus grutas cristalinas, de hermosura sorprendente,
aunque jamás visitadas por séres humanos. Tal es la poética tradición de las xa-
nas, que aunque con triste colorido, y objeto de terror mas que de alegría, se
encuentran en las montañas del norte de Francia con el nombre de las mujeres
blancas, y en Escocia, donde se las llama lavanderas de noche.
Al hablar de las costumbres del principado, no podemos dejar de hacer me-
moria de los vaqueiros, raza odiada que vive en lo mas alto de los montes, sin
que ningún buen asturiano trabe amistad con sus individuos, ni aun roce con
ellos sus vestidos, á no ser para socorrerlos, pues la santa virtud de la caridad se
sobrepone en aquellos naturales á todo género de prevenciones. Esta raza, que no
sabemos por qué lleva el expresado nombre, pues la ganadería así es común á ella
como á las demás gentes del país, mirada con tanta prevención, que llega hasta
el odio el sentimiento que inspira, envuelve un recuerdo histórico que prueba el
amor de los astures á su independencia y á las glorias de su país. Dicen que los
individuos que á ella pertenecen son descendientes de los pocos cristianos que
acompañaron al traidor don Oppas; y así como creen que los diablos se llevaron á
este á los infiernos asido de los cabellos, (1) así también consideran que los
queiros pertenecen á una raza infame y maldita.
(1) En las figuras que adornan el arco de Santa Eulalia de Abamia, que representa el infierno, creen ver
el desastroso fin del obispo don Oppas. que cautivado por Pelayo. fue de orden de este precipitado desde unas
altas peñas y arrebatado por el diablo.
(caracteres en acción)
LTTZ, STT PADRE “Y- STJ P/IPYDLP DO.
por D. José Zorrilla.
SÍNTESIS.
n Andalucía y Méjico
A Dios se encomienda todo :
Por ambos la Providencia
Vela sin cerrar el ojo.
Nadie jamás del mañana
Cuidó en un país ni en otro:
Mañana será otro dia
Y el hoy siempre ha sido corto.
Dios es quien los dias cuenta
Y pone á las vidas coto ;
Y en Dios fiados viviendo,
La vida se pasa pronto.
136
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Las tierras de España y Méjico
Las guardan Santiago apóstol.
La Virgen de Guadalupe
Y los santos sus patronos:
Y como en ambos países
No hay aldea ni villorrio
El cual no esté de algún santo
Bajo el patrocinio próximo,
Y como cada mes de ellos
Trae cinco el martirologio
O el calendario, sus tierras
Son un perpétuo jolgorio:
Y á los cristianos que dejan
Por rezar de arar sus cotos,
Como á San Isidro á arárselos
Van los ángeles custodios.
Y en esto muestra bien Méjico
Que es hijo nuestro y católico;
Por no celebrar las fiestas
No se lo lleva el demonio.
Un dia no hay en el año
Sin misa, repiques y órgano,
Sermón, procesión, cohetes,
Gallos, baile, banca y toros;
Por donde quier que de Méjico
Se atraviesa territorio,
O se está en fiesta ó de fiesta
Se preparan requilorios.
Hijo de España. ¡Ah, buen hijo!
¡Mes y medio de reposo
Y diez y medio de fiesta
Por año ! Como nosotros .
¡ Viva la Virgen y el Papa !
Dios da ochocientos por ocho.
AMERICANOS Y LUSITANOS
137
¡ Gloria á Dios ! Él guarda el campo
Y el trigo se viene solo.
Bajo él nutre el sol vivífico
Las minas de plata y oro,
Y el dinero en él se acuña
Para que ruede redondo.
Así Méjico y España
Pensaban hasta hace poco,
Y á caracteres de entonces
Vamos á dar desarrollo.
Y van en estos artículos
A hablar y obrar por sí propios
Unos que ya perecieron
É imperecederos otros.
138
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
I
LUZ
Luz, vista á la luz espléndida
Con que el poeta la mira,
Es una hurí mejicana
De una beldad peregrina,
De una perfección extrema
Y de una gracia infinita:
Un ángel de amor dotado
De cualidades divinas,
Piedra imán de corazones
De atracción poderosísima,
A cuya acción absorbente
No liay corazón que resista:
Máquina de fundir almas,
Que á fuego atroz las calcina,
A pisón las abatana
Y á mazo las pulveriza.
Pero todos los poetas
Del mismo modo nos pintan
La heroína de sus cuentos
Joven, vieja, fea ó linda.
Nosotros, echando á un lado
La amorosa teología
Y la amorosa poética,
Que á la mujer divinizan,
Que dicen de ella es verdad
Unas cosas preciosísimas,
Mas que solo son al cabo
Unas preciosas mentiras,
Diremos de Luz Meras
En cuatro frases sencillas
AMERICANOS Y LUSITANOS
139
Lo que saber el lector
I)e Luz Meras necesita.
Luz es una viuda joven
Que en los veinte y cuatro frisa,
De educación esmerada,
De buena estirpe nacida
Y en los Llanos por herencia.
Dueña de una de esas fincas
Cuyo estéril tepetate
Nutre á millares las pitas,
Y da al maguey tanto jugo
Como á sus cepas Castilla;
Siendo el maguey al en Méjico
Lo que en España las viñas.
No hay, pues, para que añadir
Que Luz Meras era rica:
Magueyales en los Llanos
Valen tanto como minas.
Mas Luz heredó su hacienda
De un inglés cuya familia
No anduvo jamás con él
En relación ni armonía
Y de quien él con la franca
Espontaneidad que hechiza
En los ingleses, jamás
La dio la menor noticia.
Aquel inglés llegó á Méjico
(No importa el año ni el dia)
Con una gran cara séria
Encuadrada en dos patillas,
Cuyos dos rizos quebraban
Grandes picos de camisa,
Y una gran nariz, que sombra
Daba á su fisonomía.
Ejemplar de inglés, en suma,
140
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Con todas los inequívocas
Mí ireas del inglés vaciado
En la inglesa estereotipia;
Que todas las cualidades
Y los defectos tenia
Del inglés; alma sincera
Y facha un tanto ridicula.
Su porte era grave y tieso,
Siempre de negro vestía:
Su limpieza era estremada
Y sus dos manos blanquísimas.
Este inglés, que agenció en Méjico
Dineros ó los traía,
Era un hombre de negocios
De legalidad estricta,
Que, exacto como un reló
Jamás faltaba á una cita,
Ni retractaba jamás
Su palabra una vez dicha.
El padre de Luz, hallándose
En situación algo crítica
Y algo escaso de recursos
Por una de esas continuas
Catástrofes pecuniarias
Que en esta tierra bellísima
Han producido sus muchas
Revoluciones políticas,
Acudió al inglés, quien prévio
Un papel de pocas líneas,
Cuyo sello un escribano
Legalizó con su firma,
Le abrió su caja de hierro.
Y en diez talegas muy limpias
Le dió diez mil pesos nuevos:
Y el papel de garantía
AMERICANOS Y LUSITANOS
141
Colocando en donde estaban
Las talegas susodichas,
Le despidió con su inglesa
Gravedad característica.
Hé aquí cómo relaciones
Quedaron establecidas
Entre estos dos personajes
De esta relación verídica.
Anduvo el tiempo; el inglés
Cada cuatro meses iba
A hacer al padre de Luz
En su hacienda una visita.
El padre en su gabinete
Al inglés introducía;
Tenian allí á solaz
Una plática brevísima,
Paseaban mientras llegaba
La hora de la comida,
Echaba el padre su siesta
Mientras el inglés leía,
Y á las cuatro de la tarde,
Trás de cortés despedida,
El inglés con su criado
A la ciudad se volvía.
En la primitiva época
De estas idas y venidas
Del buen inglés á su hacienda,
Luz era una muchachilla
Muy traviesa y muy alegre,
Mas peinada todavía,
De trenzas sueltas, de corto
Vestida; en fin, una niña.
Mas tiempo andando, en tres años
Que parecieron tres dias,
Con el precoz desarrollo
TOMO i.
18
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Peculiar en estos climas,
La niña pasó á mujer
Con rapidez imprevista,
Y la alegre mucliaclniela
Se hizo gentil señorita.
Los azares de una guerra
En que á nombre de guerrillas
Merodeaban por los campos
Los partidos en partidas,
No permitieron al padre
I)e Luz cosechas opimas
Coger, y en contribuciones
La escasa renta se le iba.
Cada cuatro meses, fijo
Como el sol, aparecia
El grave inglés en la hacienda
Y se llevaba otra firma
Del hacendado, debajo
De la cantidad inscrita
En la columna de réditos
A la escritura añadida.
El inglés tomaba en cuenta
Las circunstancias; legítimas
Estimaba las escusas
Del propietario, y partía.
Era un hombre razonable:
Ante la razón mas nimia
Del hacendado, cargaba
La cuenta, mas no insistía
En el cobro; el propietario
Haciendo al inglés justicia,
Fué por grados confianza
Acordándole mas íntima.
Le enteró de sus negocios,
Le dió parte de sus miras,
AMERICANOS Y LUSITANOS
143
Esperanzas y proyectos
Para el porvenir; tenían
Que venir tiempos mejores
Sin duda, y al fin pacífica
La república, en dos años
Su hacienda se repondría.
El inglés oía impávido,
Como un suizo su consigna
Al entrar de centinela,
Lo que el viejo le decía;
Y sin permitirse dar
Su opinión, mientras pedida
Claramente no le fuera;
El mejicano seguía
Sosteniendo de su casa
El boato, con la misma
Administración espléndida
Que en su buen tiempo. La rígida
Imparcialidad all dánica
Al inglés no permitia
Meterse en conciencia agena.
Ni trabas, ni cortapisas,
Poner á los gastos de, otro;
Y á la insinuación mas mínima
Del mejicano, su caja
De fierro otra vez abria.
El inglés, la nueva suma
Por él de nuevo pedida,
Le daba, con un artículo
Adicional y otra firma
Modificaba el contrato,
Y sin ceño ni sonrisa
Con sus sacos al guardarle
Para sí mismo decía:
«Yo no comprendo el carácter
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
»De esta gente; en Dios se fía,
»Y encomendándose á Dios,
»No mira por sí y se arruina.
»Lo veo, mas no concibo
>/Que de este modo se viva.
»Pero él se entenderá; ya
»Es hombre, y mientras no pida
»Consejos él, no hay motivo
»Para que yo le dirija
»Observacion; de lo suyo
»Dispone: no es cuenta mia.»
Así se comprende en Londres
La imparcialidad estricta;
Y tal era del inglés
La árida filosofía.
Corrieron otros dos años;
Luz era ya una mocita
De diez y ocho, y como dicen
Los mejicanos, chulísima.
Su padre habla conservado
En medio de su desidia
Un solo afan, uno solo:
La educación de su hija.
Luz, que se crió sin madre,
Pues casi recien nacida
La perdió, tuvo la suerte
De hallar madre en una tia
Que, en un cuerpo contrahecho
De conformación raquítica,
Encerraba un alma noble
De inteligencia perspicua;
Y esta tia que de Luz
Era además la madrina,
La inculcó principios sanos
De una moral, mas que rígida,
AMERICANOS Y LUSITANOS
Sensata, y de una evangélica
Y católica doctrina,
Mas que gazmoña ó hipócrita,
Social y caritativa:
La dió en fin la educación
Que hace de una mujer linda
Hija huena, huena esposa,
Buena madre de familia
Y mujer de sociedad;
Y á la muerte de la tia
La administración doméstica
Quedó á cargo de la chica.
Luz, primorosa en labores
Mujeriles, recihia
De su padre un complemento
De educación semi-artística;
Y en la morada elegante
Que en la capital tenian,
Profesores la pagaba
De mérito y nombradla.
De música, de dibujo
Y otros estudios, que evitan
Que las muchacliuelas entren
Antes de tiempo en la vida;
Que nutran antes de tiempo
Pasiones locas, que vician
Su corazón y del cuerpo
La robustez debilitan.
Por este tiempo el inglés,
Que habitación prevenida
Tenia en la hacienda ya,
Permanencia en ella asidua
Hacia meses enteros;
Pasar sin él no podia
El padre de Luz, y aun ella
14G
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Estaba á él si no adherida
Acostumbrada. El inglés
Que tres ó cuatro caricias
La hizo en tres ó cuatro años,
Mientras que fué una chiquilla,
Cuando llegó á ser mujer
La otorgó la mas cumplida
Consideración, tratándola
Con la mayor cortesía;
Y aun una atención curiosa
Hubiera sin gran malicia
Tomado sus atenciones
Tal vez por galantería.
Tal era la situación
Cuando los últimos dias
De febrero de ochocientos
Cincuenta y siete corrian,
El treinta y uno, después
Del almuerzo, con su fria
Formalidad, el inglés
Pidió al padre una entrevista
En su cámara; y tomando
Lino enfrente de otro sillas,
Entablaron esta plática
Tal vez por ambos prevista,
Por el inglés esperada,
Del mejicano temida,
Y retrasada por ambos
Por razones muy distintas.
AMERICANOS Y LUSITANOS
117
II
SU PADRE
DIÁLOGO
El Inglés. Mañana el último plazo
Cumple de mi último préstamo:
Con capital é intereses
Debeis ciento diez mil pesos
A. "Williams Smith. Yo soy
Amigo y acreedor vuestro;
Vengo, amigo y acreedor.
A presentaros mi crédito;
Pero ni acreedor ni amigo
Acongojaros pretendo;
Acreedor, os pido cuentas;
Amigo, á todo me avengo.
¿Teneis los ciento diez mil
Que me debeis?
Williams
Inglés. [Interrumpiéndole) . Sí ó no. ¿Teneis
Ciento diez mil?
Inglés. Bien; la hacienda de la cual
Hipoteca me habéis hecho,
Vale ciento treinta mil;
Daros sobre ella no puedo
Ni un centavo mas: en caso
De venta, á no hallar me arriesgo
Quien dé los ciento diez mil.
Padre. ¡ Me la vendéis !
Inglés. No digo eso;
El Padre de Luz.
Mas yo espero
Padre.
No los tengo.
148
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Yo no os obligo á venderla;
Como acreedor puedo hacerlo,
Pues que no podéis pagarme;
Mas como amigo, no debo.
¿l)e arreglar este negocio
No habéis pensado algún medio?
Padre .
¡ Ninguno !
Inglés.
Os compro la hacienda
Y os doy al contado el resto.
Padre.
¡Ya montan los intereses
Mas que el capital!
Inglés.
Lo siento;
Pero no es mia la culpa.
Aquí disfraza el comercio,
Con uno mensual, el doce,
Que cobra al año; yo entiendo
Que el doce es mitad de usura,
Mas si yo ese doce llevo,
Es porque de vuestra plaza
Cual está el uso lo acepto.
Padre. Pues es una cosa triste
Inglés. No trato de entristeceros:
Yo soy hombre de conciencia:
Mas como no me entrometo
A aconsejar á un amigo
Que no me pide consejo,
Llegar á este último plazo
Os he dejado en silencio:
Y ni á amigo ni á deudor
Por el precipicio echo.
Rebajo de los quince años
Seis de los doce por ciento;
El capital con el seis
Monta ochenta mil quinientos.
¿Los teneis?
AMERICANOS Y LUSITANOS
140
Padre. No.
Inglés. Pues la hacienda
Compro y su valor completo
Desde ochenta mil y el pico
Hasta el total de su precio.
Padre. ¿Y á Luz y á mí nos echáis
Del solar de mis abuelos?
Inglés. Viviréis ambos conmigo:
Todo quedará en secreto;
Yo administraré la finca
Y os neo-ociaré el dinero
O
Que os resta. Si vivo, es fácil
Con economía y tiempo
Que á comprármela volváis;
Me alegraré mucho de ello,
' Y pondré esta condición
En la escritura.
Padre. Prefiero
Vender y perder.
Inglés. ¿Por qué?
Padre. Porque siempre será ageno
El hogar que me cobije.
Inglés. Mientras uno de ambos muerto
No sea, aun es de los dos,
Pues aun á él guardáis derecho.
Padre. No quiero: vendo la hacienda.
Inglés. Hacéis muy mal; y no creo
Que podáis decir j.amás
Que os puse yo en tal aprieto.
Padre. No; mas no quiero deber
Mi existencia á un extranjero.
Inglés. Es orgullo é injusticia
De vuestra parte.
Padre . Desciendo
De españoles y mi orgullo
TOMO i.
19
150
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Es de mi raza defecto.
Inglés. El orgullo que se apoya
En un noble fundamento,
Es dignidad: ese orgullo
Los ingleses lo tenemos
Como nadie; mas tenerle
Sin razón, es ser soberbio;
Y perdonadme, tener
Orgullo conmigo es necio;
Yo no le tuve con vos;
Además, yo no os ofrezco
Un favor, sino un negocio.
Padre. No importa, la hacienda os vendo,
Pagadla como queráis
Con seis ó doce por ciento.
Calló el buen padre de Luz
Entre apenado y colérico;
Y añadió el inglés, dejándole
Meditar unos momentos:
— Está bien; compro la hacienda
Rebajando el seis: empero
Antes de cerrar el trato
Voy otra propuesta á haceros.
Aunque inglés y comerciante.
Me late dentro del pecho
Un corazón tan leal
Como el del mas caballero.
Si vuestra hija por nadie
Tiene personal afecto,
Yo os la pido por esposa;
Y pues con ella os heredo,
La hacienda es de todos tres;
En los cincuenta mil pesos
AMERICANOS Y LUSITANOS
Que os tengo que dar la doto,
Quedando en la hacienda impuestos.
Si Luz tiene un hijo mió,
Todo es del hijo; si muero...
Tengo un hermano en la India
Y otorgado testamento
Tenemos uno del otro
En favor, porque es el nuestro
Un capital mismo en giro
Puesto por ambos. Si muero
Repito, sin dejar hijos,
Mi hermano hereda; mas dejo
Dotada á Luz en cincuenta
Mil duros, que es lo que os resto.
Comprended mi idea: Luz
Tendrá siempre lo que es vuestro.
Con que pensadlo; teneis
Todavía el dia entero:
Mas no os andéis con repulgos,
Porque mañana, os advierto
Que, estando con mi conciencia
Tranquila, la ley teniendo
Y la razón de mi parte,
Ni á generoso ni á terco
Me habéis de ganar: mañana
Todo ha de quedar resuelto.
Mi proposición es franca
Y no queda ya otro medio
De arreglarlo; elegid, pues,
La venta ó el casamiento.
Dijo el inglés, y tomando
Impávido su sombrero,
Saludó al padre de Luz
Y salió del aposento.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
III
SU MARIDO
Fuera que reflexionara
Su padre, ó que la perspicua
Inteligencia de Luz
De la situación en vista,
Tomara por sí el papel
De redentora y de víctima,
O que su fé no teniendo
Con nadie comprometida,
Tampoco con repugnancia
Viera la oferta humorística
Del inglés, ello es que en julio
Fué Luz su esposa legítima.
Y aunque á nadie dio detalles
Jamás de su vida íntima,
Su posición en el mundo
Pareció al mundo magnífica.
Hizo el inglés de la hacienda
Crecer las rentas exiguas,
Y una mansión casi espléndida
En la ciudad, sostenia.
Ahrió su salón á poco
A sociedad escogida,
Y Luz, reina de su casa,
A placer la dirigia.
Luz fué una de las señoras
En Méjico mejor quistas,
Su sociedad la mas culta,
Su reputación purísima.
El inglés, (|ue en cuanto cabe
En su gravedad, la mima
AMERICANOS Y LUSITANOS
153
No con cariño estremoso
Mas con atención solícita,
Labró á Luz una existencia
Tan dichosa, que su dicha
Dio causa á muchas casadas
I)e admiración ó de envidia;
Y aunque la verdad Dios solo
Del corazón profundiza,
Luz no se mostró j amás
Ni triste ni arrepentida.
Su padre el cincuenta y nueve
Murió de una apoplegía:
El ing'lés en triste calma
Y Luz en dolor sumida,
De la capital se fueron
La pesadumbre justísima
De Luz á llorar en la honda
Soledad de la campiña.
Corrieron otros dos años
Y en la soledad tranquila,
Tranquila sino dichosa
La vida de Luz corria.
Al fin del sesenta y uno
A recoger una firma
De crédito al Director
De la inglesa compañía
Fué nuestro inglés á Pachuca:
Y pisando en una viga
Mal puesta, se hundió en silencio
Por un tiro de lamina.
Cuando empieza este relato
Llevaba Luz todavía
Luto por él; aunque la época
Era ya de él transcurrida.
Siendo el negocio del préstamo
154
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Un secreto de familia,
Luz, del inglés, como esposa,
Siendo heredera legítima,
Y el hermano del difunto
No habiendo vuelto de la India,
Luz sin hijos de la hacienda
Está en posesión pacífica.
Tal es la historia de Luz,
Ahora falta en breves líneas
Señales de la persona
Dar de la hermosa viudita,
Para que el lector curioso
Conozca mejor de vista,
La mejicana á quien nuestra
Pluma aquí caracteriza.
Ahí va. pues su filiación.
Como pudiera escribirla
En su propio pasaporte
La prusiana policía.
Toca su gentil cabeza
Cabello que á negro tira,
Pues solo al sol da cambiantes
De sus rubias medias tintas.
Castaño oscuro y sedoso,
Cuya madeja algo riza
En grandes ondas se quiebra
Cuando de amarres la libra.
Tez pálida, pero fresca,
Transparente y nacarina:
No de ese pálido mate
Que acusa carne enfermiza.
Frente tersa y espaciosa,
Roca fresca, nariz fina:
Ojos negros de mirada
Rápida, serena y límpida,
AMERICANOS Y LUSITANOS
Cuyos transparentes párpados
Dejan ver de la pupila
La sombra oscura á través
De su piel delicadísima:
Y tan ricos de pestañas,
Que hacen sombra á las mejillas
Cuando los baja modesta,
Fatigada ó pensativa.
Su cabeza, en cuello grácil
Bien colocada, gravita
Sobre un cuerpo de estatura
Ni sobrada ni mezquina.
Sus proporciones exactas
De tal modo se combinan,
Que forman un todo bello,
Mas por su noble armonía
Que por el dibujo clásico
De las estátuas antiguas.
Luz, mas pequeña que grande,
Mas graciosa que bonita,
No es del Olímpico tipo
Del de la Vénus de Fidias,
Sino de aquel que Ticiano
Nos dejó en su Monna Lisa;
Toda gracia, toda fácil
Movilidad espresiva,
Que con cada movimiento
De luz y espresion varía.
Sus ebúrneas manos son
Tan pequeñas y pulidas,
Que á no ser primor tan raro
Rara imperfección serian.
Y sus piés son tan enanos,
Que cualquier princesa china
Para acreditar su origen
156
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
De estirpe real, los querría:
Y calza tan pocos puntos
Que á no andar en tal estima
Seinej ante imperfección ,
Por coja se la tendría.
Tal es Luz, beldad en Grecia
Casi desapercibida,
Mujer á quien casi adoran
Méjico y Andalucía.
Tal es Méjico, y así
Viven en aquellos climas
Estas gentes de carácter
Y de razas tan distintas.
I
ron I). Luis Ricardo Fors.
o intentamos describir el sereno.
El sereno, por lo anómalo, es poco menos que indescrip-
tible .
Además, seria faltar á las mas altas consideraciones so-
ciales tratarlo como si fuera un tipo igual á los demás tipos
que medran y se agitan en nuestra sociedad.
Cuando los españoles vivian bajo el paternal gobierno de la
Sacra, Católica y Real Majestad de los monarcas absolutos de dere-
cho divino, los serenos podian no ser considerados mas que como
simples serenos. Hoy, en pleno régimen constitucional, en los tiem-
pos del progreso, de las luces de gas, de los derechos individuales,
de la música de Wagner y del extracto de carne Liebig, el sereno
ha llegado á la categoría de una de las piedras fundamentales que sostienen el
edificio admirable de las instituciones político-sociales de la tierra de los pronun-
ciamientos, y de las irregularidades, y de los toros,
Niéguelo quien quiera.
TOMO i.
¿o
158
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El que así lo haga no tiene nocion exacta de la influencia de un sereno en los
tiempos (|ue alcanzamos, cuando se trata de la seguridad de la familia, la garan-
tía del hogar, la prosperidad é iniciativa de los ciudadanos, los milagros del su-
fragio universal, la fuerza de los gobiernos y el encumbramiento y medro de todos
cuantos en España se creen destinados á ocupar una poltrona ministerial, es de-
cir, de todos los españoles.
Hay quien opina todavía que el sereno es un modesto empleado del munici-
pio, pagado para vigilar las calles, cantar las horas de la noche v advertir al ve-
cindario el estado de la atmósfera.
¡ Error !
Esto pudo haber sido el sereno en los tiempos de oscurantismo, ó sea en las
edades prehistóricas de la vida constitucional de nuestra patria.
Hoy el sereno es otra cosa muy distinta.
Para algo debían servir las revoluciones y el espíritu civilizador de los mo-
dernos tiempos que nos han regalado los delirios de la internacional con sus huel-
gas infructíferas y las maquinaciones de los nihilistas con sus máquinas regicidas.
Desde que disfrutamos todas estas bienaventuranzas, el sereno ya no es sim-
plemente sereno. Se ha trasformado en nublado.
Nos esplicaremos.
Vigilar las calles, es, en la época presente, cosa de poca importancia, puesto
que cualquier siete-mesino sale á las tres de la madrugada de la cervecería ó del
pos tribuí us , (digámoslo en latín para mayor decoro,) rompiendo los bolsillos
del pantalón con el peso de uno ó dos rewolvers de veinte y cinco tiros, con bayo-
neta y balas explosibles. Saber las horas de la noche por boca de pregonero, ca-
rece absolutamente de utilidad en unos tiempos en que cualquier auxiliar de una
oficina del Estado con doce duros mensuales de sueldo, esposa, prole, suegra y
cuñadas, tiene en su alcoba magnífico cronómetro ginebrino de seis mil reales
de precio. ¡Saber el estado de la atmósfera! ¡Bah! ¿Para qué se necesita conocer
tal fruslería, si al retirarse hoy un gomoso por la madrugada brilla la luna en el
firmamento, y si cuando deja la cama á la una de la tarde puede disponer de una
carretela para ir al paseo, á la oficina, á casa de la bailarina, ó á la ruleta ?
Cuando el sereno servia exclusivamente para todas estas pequeneces, cuando
tan solo vigilaba las calles y cantaba las horas, y advertía el tiempo, ó iba en
busca de la comadrona, ó acudía á la botica, el sereno era sereno. Y aun enton-
ces, aun en aquellos dias del apogeo típico de sus primitivas funciones, la auto-
AMERICANOS Y LUSITANOS
159
ridad y respetabilidad de aquel funcionario eran discutidas en epigramas tan in-
tencionados como el que recordamos de don Nicolás Diaz de Uenjumea:
Una noche de huracán y truenos
/ Sereno / iba cantando mi sereno.
Esto enseña, lector, que, en general,
No se debe creer nada oficial.
Cuando así se hablaba del sereno, precisamente en la época del pleno apogeo
de sus funciones esenciales, puede presumirse lo que hoy se puede hablar al verlo
convertido en instrumento electoral, gaceta de chismes, amenaza constante de
malestar para no pocos, y servidor de los manejos de muchos.
No hay que considerar en nuestros tiempos al sereno en el ejercicio exclusivo
de sus funciones antiguas, sino bajo muy distintos aspectos. Ya no sirve nuestro
hombre como servia antes para dormitar junto á su farol y su chuzo en los porta-
les de los edificios, ni para advertir su proximidad á los malhechores por medio
de su canto, ni para distribuir al vecindario décimas macarrónicas en Pascua de
Navidad.
Hoy se emplea el sereno en asuntos menos inocentes, por lo cual hemos dicho
antes que de sereno se ha convertido en nublado.
Familia conocemos nosotros sumida en las privaciones de una miseria vergon-
zante cuyas horribles privaciones han impedido gratificar al sereno del barrio con
la acostumbrada propina de fin de mes. Y desde aquel dia las iras del funciona-
rio nocturno cayeron de tal modo sobre aquellas pobres gentes, que han acabado
por ser sus verdaderas víctimas.
Una joven de la familia en cuestión, bella y virtuosa, quiso salvar á su ma-
dre y hermanos de los horrores del hambre, renunciando á todas las ilusiones de
la juventud, á todos los ensueños de amor y felicidad, ofreciéndose como víctima
propiciatoria á una cofradía benéfica para el cuidado de enfermos, mediante una
pensión vitalicia fundada por un opulento filántropo. Acudió la joven á la prime-
ra autoridad de la provincia para obtener el ingreso en la corporación de que era
patrono; el gobernador pasó la petición á informe del alcalde de la ciudad, este
la remitió al alcalde del barrio y este á su vez pidió informes al sereno, quien
participó á su superior jerárquico que la joven N. N. pertenecía á una familia de
holgazanes cuya vida era tan desarreglada, que derrochaban cuanto se les daba.
160
I. OS HOMBRES ESPAÑOLES
Este informe del sereno corrió del alcalde de barrio al de la ciudad, y de este
al gobernador civil, el cual resolvió la instancia escribiendo al margen : No luí
lugar ¿i ¡o que se solicita, en vista de los malos antecedentes de la interesada.
La joven enfermó gravemente del disgusto, la familia llegó á todos los horro-
res de la miseria, y el sereno quedó vengado de los desgraciados que no pudieron
arrojarle los odio cuartos de propina.
'í no para en esto solo la influencia del sereno, en los tiempos de las luces de
gas.
Antes de dar comienzo al desempeño diario de sus funciones se constituye en
vehículo de todas las maledicencias y chismorreos de la vecindad, trayendo y lle-
vando cuantos rumores pueden desacreditar á las familias honradas ó favorecer á
los perversos, según la fantasía, ó la codicia, ó los rencores de las comadres del
barrio.
Muchas veces el lector habrá visto pasar por nuestras calles, á las primeras
horas de la noche, una comitiva de hombres armados de chuzo y provistos de lin-
terna, andando con paso mesurado, ordenados por parejas ó de tres en tres, casi
silenciosos y con aire ni marcial ni de paisano, que se deslizan entre los tran-
seúntes con siniestro aspecto y como distintos del resto de los mortales por la
práctica de funciones misteriosas.
Aquellos hombres son los serenos de la ciudad preparándose para empezar el
servicio de vigilancia nocturna, disgregándose uno tras otro de la comitiva, á
medida que ésta va pasando por la demarcación de cada uno.
Una vez el sereno en el lugar de sus funciones espera tranquilamente que las
puertas de las tiendas, primero, y las de las escaleras después, vayan cerrándose
unas tras otras para quedarse completamente solo en la via pública. Pero antes
de que llegue esta hora el sereno celebra sus tertulias, averigua todos los chis-
mes del barrio y comenta y graba en su memoria todas las historias sobre la vida
de los vecinos.
Lo mas común es ver al sereno llegarse al dintel de la tienda de comestibles,
\ allí dejar arrimados á la pared farol y chuzo, para liar tranquilamente un cigar-
rillo y trabar conversación sobre los sucesos del dia.
— Buenas noches, señora Tomasa, — exclama con aires de confianza.
— Muy buenas se las dé Dios, — contesta una jamona metida en mas carnes de
las (pie deseara la interesada. — ¿Qué novedades trae usted? ¿Sabe usted cómo si-
gue la comandanta de la esquina?
AMERICANOS Y LUSITANOS
161
— No sé nada. ¿Le lia sucedido alguna cosa?
— ¡Pues hombre! — exclama asombrado el dependiente de la tienda, que des-
de el mostrador había notado la llegada del sereno. — ¡No se habla de otra cosa en
el barrio! El mozo del boticario asegura que no le queda vida para dos dias. A lo
que parece la paliza fué de padre y muy señor mió.
— Pero hombre, ¡qué paliza ni qué rábanos! — prorumpe el funcionario muni-
cipal aguijoneado por la curiosidad, — ¿quieren ustedes explicarme lo que sucede?
— ¡Ea, señor Antonio! — dice la jamona con aire malicioso; — usted sabe mas
que nosotros y quiere hacerse el desentendido, pero ya suponemos el intríngulis
del suceso.
— ¡Yaya si lo sabemos! — interrumpe una muchacha que acaba de recibir del
dependiente un cucurucho de arroz recien pesado. — Mi amo, que es el médico que
la lia asistido y que tiene muy buen olfato, dice que no hay tal cabla ni tal niño
muerto, sino una paliza soberana, cuyas señales han quedado en todo el cuerpo
de la buena señora. ¡Yaya unos maridos Nerones! ¡Pues si todas las veces que las
señoras reciben visitas estando fuera sus maridos tuvieran que recibir palizas, yo
les aseguro á ustedes que mi señorita no tendría hueso sano en el cuerpo ! Señora
Tomasa, apunte usted este arroz que me llevo, porque no lie bajado los cuartos.
Sale la criada y apénas tiene tiempo de entrar en el portal del lado cuando la
dueña del almacén se dirige con cara de vinagre al mozo del mostrador:
— Mira. Jacinto; esta vez es la última que se hace crédito á la mujer del mé-
dico. Ya debe tres pesetas menos seis cuartos y no lleva trazas de pensar en pa-
garlas por ahora. Yo no tengo tienda para llenar la barriga á nadie por su bonita
cara.
— ¡Bien dicho! — exclama el sereno, — esos señores que se dan tono y luego
pagan al sereno dos reales todos los meses para que les vigile la calle mientras
duermen, no merecen que se les tenga consideración alguna.
— 1 luego, — exclama la señora Tomasa, — si fueran gentes como una, pero
¡quid! ¡Ay, sereno! ¡ Si viera usted qué gentes! ¡Dan un ejemplo en el barrio!
— ¿Qué me dirá usted á mí, que soy el que veo todas las noches las sombras
chinescas y entradas y salidas de galanes y carlitas y señas por los balcones?
— Todas son unas... — y el mozo del mostrador no acabó la frase para prender
un cigarrillo que acabó de liar en aquel momento.
— ¡h por lo visto, — agregó el sereno, — la comandanta hace como las demás,
según ha explicado la criada del médico!... Pues lo que es á esta, el primer dia
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
162
la entierran de una pulmonía cogida en el balcón mientras charla con un lechu-
guino que viene todas las noches á levantarle los cascos desde la calle... Se cono-
ce que todas tiran por el mismo camino, porque el jueves pasado á eso de la una,
mientras iba yo dando la segunda vuelta por el barrio, vi abrirse el balcón de los
americanos de la casa amarilla y una de las muchachas echó una llave á un hom-
bre que la recogió, abrió la puerta de la escalera, entró en la casa, y no le vi sa-
lir sino á la madrugada... Pero basta de conversación, están dando las diez v vov
á dar la vuelta por esos mundos por si al cabo se le ocurre venir por ellas... ¡Fe-
lices noches!
- — ¡Téngalas usted buenas, sereno!
La jamona dejó su silla, el mozo procedió á cerrar la tienda y el sereno se ale-
jó pausadamente saludando á los que hallaba al paso, empujando las puertas cer-
radas, por si no lo estaban, y cantando la hora para noticia de los que la ignoraban.
Tal es la primera hora nocturna del sereno: averiguar vidas agenas, comen-
tarlas, agravarlas y propalarlas.
Las restantes las emplea en llevar la alta y baja de los trasnochadores del
barrio.
El sabe la costumbre de cada vecino en cuanto á las horas de recogerse al ho-
gar; conoce por los pasos los individuos que viven en su jurisdicción; gradúa por
el valor de las propinas la solicitud y amabilidad que emplea en el saludo, desde
la oficiosidad de acompañarles y alumbrarles la acera con el farol, hasta la grose-
ría de volverles las espaldas á su paso.
Es el sereno registro de todos los oficios, ocupaciones y empleos de las gentes
de su barrio, y tiene en la memoria todas las filiaciones desde el general al bar-
rendero, y de la marquesa á la fregona; sabe las enfermedades que todos ellos pa-
decen con mas frecuencia, y lleva la estadística de todas las criaturas recien na-
cidas y de las que se hallan próximas á nacer.
Fuera de sus funciones nocturnas, sirve de palanca á las instituciones públicas.
El sereno no solo es voto en unas elecciones, sino máquina de votos, inapre-
ciable en manos inteligentes. La experiencia lia enseñado la trascendencia del
sereno en la lucha electoral. Se multiplica á sí mismo y multiplica á los demás,
según la voluntad de los fabricantes de concejales y diputados.
Se ofusca quien cree que el sereno puede ser, cuando mas, un solo voto en
una maniobra electoral. Puede ser, y ordinariamente es, dos votos, diez votos,
veinte votos, según la habilidad de quien lo sabe multiplicar.
AMERICANOS Y LUSITANOS
163
Imagínese el lector la significación electoral ele una compañía de serenos co-
nocedores cada uno de su barrio respectivo. Supongamos que sean cien los indi-
viduos de esta compañía: haciendo votar á todos, obtendremos cuando menos cien
votos .
Pero el sereno sabe todos los electores que hay en su barrio; sabe los que han
fallecido, los que se encuentran ausentes, los que se hallan enfermos, los queja-
más van á votar, y si todos estos llegan por ejemplo á veinte en cada barrio arro-
jan un total de dos mil votos en la jurisdicción de la compañía. Entonces ésta,
convenientemente disfrazada y protegida y amaestrada por sus jefes, vota por to-
dos aquellos que no pueden ó no quieren votar, y en tal caso queda trasformada,
para los efectos del escrutinio, de cien votos en dos mil y cien.
¡Maravillosos procedimientos de la civilización moderna! ¡Misterios de nues-
tras sociedades, que hacen depender muchas veces de la papeleta de un sereno la
suerte de una provincia ó el orden de una nación !
No en vano dijimos al principio que en nuestros dias el sereno se ha conver-
tido en nublado. Y como no creemos en la bondad de unos tiempos, en que por
medio de un sereno se puede falsear la voluntad de los pueblos, ó sembrar la ma-
ledicencia entre los ciudadanos, ó introducir la desgracia en las familias, escla-
maremos á guisa de última pincelada en este boceto:
— ¡Líbrenos Dios del sereno!
<YYW
rs/wyvw
por D. Enrique Rodríguez Sons.
I
„ l geólogo, el numismático, el bibliófilo... tres personas dis-
tintas y un solo hombre verdadero, el anticuario, compendio
y resúmen de los tres.
El anticuario puede dividirse, v se divide con efecto, en
tres ramos principales: el erudito, el aficionado y el merca-
der.
El erudito hace de esta ciencia una religión, á la que consagra
un verdadero culto, y quema ante ella el incienso de toda su fortuna.
El aficionado ama la ciencia, pero no se sacrifica por ella. Respecto
del mercader, la ciencia es para él un comercio, las antigüedades una
especulación, el arte una mercancía. El erudito es el creyente, el fa-
nático, el mártir. El aficionado un adepto. El comerciante un Judas. Para el eru-
dito todos los estudios, todos los sinsabores, todos los trabajos, todas las vigilias.
Para el mercader todos los goces de la especulación, todas las alegrías del cálcu-
lo. todas las ventajas de la compra- venta.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
165
II
El erudito, encorvado sobre las polvorientas hojas de un antiguo libro, le aca-
ricia como á una mujer hermosa y le sonríe como á un hijo querido, porque en
las páginas de aquel viejo volúmen, adquirido á costa de las mas grandes pena-
lidades, se hallan las famosas poesías ó cantares del célebre Arcipreste de Hita,
como lo prueba una de las coplas, que á la letra dice:
«Porque de todo bien es comienzo é vais la Virgen Santa María, por end yo
Juan Ruis arcipreste de Fita, primero fis cantar de los sus gozos siete, que así
dis.»
O el Poema ó Libro de Alejandro, códice de pergamino, en 4.° de 153 hojas
útiles, cuya letra es como del siglo xiv, encuadernado en tabla, forrado de be-
cerro encarnado con algunas labores, y una manecilla al frente para cerrarle, (1)
su autor Juan Lorenzo Segura de Astorga, clérigo, según se desprende de la úl-
tima copla, que es la MMDX, en la cual después de haber pedido á los lectores
recen por él un Pater noster, escribe:
«Se quisierdes saber quien escrebió este ditado,
Joan Lorenzo , ion clérigo é ondrado,
Segura de Astorga , de malinos bien temprado;
En el dia del juicio Dios sea mió pag-ado. Amen.»
O la Disciplina clericalis , de Rabbí Moseli Sefardi, de Huesca, por otro nom-
bre Pedro Alfonso, que así le mandó llamar en 1106, su padrino de pila el rey
don Alonso el Batallador, libro notabilísimo, en cuyo prólogo se lee: j Leus in hoc
opúsculo sit mihi in adjutorium, qui me librum nunc componere et in latinum
transferre compuht, de lo cual se infiere que el autor escribió primero en arábigo
ó hebreo, y que deseando luego vulgarizar su obra la tradujo al latín.
El anticuario erudito contempla en silencio la carcomida hoja de una espada
tratando de adivinar si con efecto tiene en sus manos la famosa colada del insigne
Cid Campeador. Vuelve los ojos á un tapiz que adorna su ancho salón, conquis-
tado á fuerza de oro y de trabajos, v parece interrogar á los chisperos y á las ma-
jas que le adornan si fué el epigramático pincel de Coya quien los trazó en el
lienzo. Torna el rostro, y al verse retratado en un diáfano cristal, se extasía re-
tí) Lo posee en su biblioteca el duque del Infantado,
TOMO i.
¿1
16G
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cordando que según todas las señales, este fué uno de los primitivos espejos fabri-
cados en la hermosa Yenecia. Sentado el anticuario erudito ante una gran mesa,
repasa con orgullo cuantos objetos la ocupan, el papiro que perteneció á uno de
los primeros faquires de la India; el grosero arco compuesto de los nervios y de
las tripas de los animales muertos y de las ramas filamentosas y verdes de la ma-
dreselva; las hachas y los cuchillos de piedra, de la primera edad del hombre.
Las conchas, los trozos de alfarería, el brazalete formado de un cordon triple, el
del centro liso y los dos exteriores figurando una cuerda retorcida, cerrado por
medio por una especie de gancho ó mas bien cuerda dentada, de bronce, pero re-
vestido por el tiempo con una capa de esmalte, imposible de imitar hoy, y que
pertenece á la edad de bronce. El raspador y el alisador, instrumentos rústicos
con los cuales raspaban y alisaban las pieles de los animales los hombres de la
edad de hierro. Los anzuelos fabricados de hueso, las monedas de bronce, no fa-
bricadas con troquel, sino fundidas, muy semejantes á los ochavos morunos, con
un busto groseramente hecho en un lado y en el otro un perro con cuernos. La
espada de hoja de hierro y puño de bronce. Los collares, brazaletes, sortijas, cin-
turones, vasos de hierro y bronce y algunos de oro, ninguno de plata, y algunos
objetos de marfil, parecidos á alfileres, y que las señoras debian emplear para su-
jetar sus cabellos, en la época de la edad de hierro. Mas lejos, el anticuario con-
templa en un rincón, cuidadosamente conservados, los arados de madera y hierro de
la época primitiva; y luego, sobre un elegante velador, un cráneo y varios huesos
petrificados, varias ánforas, varias urnas cinerarias y algunos barros saguntinos,
restos indudables de los legionarios romanos. En otro rincón del gabinete un tríp-
tico con pinturas de Alfonso Durero, y sobre él, el rico devocionario, con miniaturas
imitando lirios, que usó la católica Isabel; y á su lado, formando lo que los fran-
ceses llaman pendan t, la famosa Biblia que esgrimió como una arma de muerte
entre sus convulsos dedos el fraile eremita Martin Latero. En las paredes del sa-
lón, reunidos á costa de mil y mil esfuerzos, una Concepción del gran Murillo,
quizás la verdadera; una Madonna , de Leonardo de Yinci; una Sacra Familia, de
Rafael; una dama veneciana, del Ticiano; el retrato de Beatriz, de Guido Reni;
unas Meninas, de Velazquez; un retrato del cardenal Portocarrero, de Coello;
Una escena campestre, de Yan-Dyck y Una maja de Goya; y sobre ricos pedesta-
les, verdaderas obras de arte, La cabeza de San Pedro, del gran Miguel Angel;
una Virgen, de Berruguete; una Magdalena , do Cánova; y un Cristo yacente, de
Montañés.
AMERICANOS Y LUSITANOS
1 67
III
El anticuario, especie de enciclopedia viviente, historia completa de la hu-
manidad, arca de iodos los conocimientos, archivo de todas las artes, será siempre
digno de respeto y de consideración y de gloria. En tanto que el otro, el merca-
der, será siempre objeto de hurla, de censura y de escarnio. El uno atesora para
la ciencia, y el otro para su bolsillo. El erudito ama el arte por el arte; y el otro
por lo que le produce, y sin embargo los dos se completan.
Todo en el anticuario es viejo. Si tiene esposa la genealogía de ésta se perde-
rá en la noche de los tiempos. Si tiene hijos serán contemporáneos de Noé. En
cuanto á su edad no recordará de seguro cuando ha nacido, y en su interior sen-
tirá no ser tan viejo como el mar. La ciencia le da vida, y el hallazgo de un olí-
jeto antiguo le rejuvenece. Si la gota le impide salir de paseo no le impedirá
correr tr.as un libro, una moneda, ó un cuadro, hasta conseguirlo. Como aquel
agente de negocios que se preciaba de muy listo y por ocuparse de los asuntos de
los otros dejaba que su mujer fuese galanteada por todos, el anticuario todo lo
abandona, todo lo olvida, familia, hijos, posición, por el estudio de la ciencia y la
adquisición de un objeto raro ó de un mueble antiguo.
Nada tan bello como la pintura que de este tipo nos ha dejado el imponde-
rable Víctor Hugo, la cual no resistimos al deseo de copiar:
«La única opinión del señor M... consistía en amar apasionadamente las plan-
tas, y sobre todo los libros.
»No comprendía que los hombres se ocupasen de otra cosa que de contemplar
arbustos y hojear libros antiguos.
»E1 tener libros no le impedía leer, y el ser botánico, no le impedia ser jardi-
nero.
»No había logrado amar tanto á una mujer como á una cebolla de tulipán, ni
á un hombre tanto como á un ejemplar de Elzevir.
»Nunca salía sin lle\'ar un libro bajo el brazo, y casi siempre volvía con dos.
»E1 único adorno de sus habitaciones eran herbarios en cuadros, y estampas
de antiguos maestros.
»Bu criada era también una variedad.
vLos cerebros absorbidos en una sábia meditación, ó en una locura, ó lo que
sucede con mayor frecuencia, en ambas cosas á la vez, solo son sensibles muy
168
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
lentamente á las realidades de la vida. Hasta su propio destino es cosa que se
presenta lejana para ellos. De esas concentraciones resulta una pasividad, que si
iuese razonada se asemejaria á la íilosofía. Los tales cerebros declinan, descien-
den, se deslizan y aun se desploman, sin apercibirse de ello. Concluven. es ver-
dad, por despertar, pero tardíamente. Mientras tanto parece que son extraños al
juego entablado entre su felicidad y su desgracia. Sus hábitos intelectuales tie-
nen la oscilación de un péndulo. Una vez montados en una ilusión siguen andan-
do por mucho tiempo, aun cuando la ilusión haya desaparecido. Un reloj no se de-
tiene en el momento mismo en que se pien le la 11 ave.»
¡ Magnífico retrato !
IV
Existe también un mentido anticuario, falsificador de objetos antiguos; esotra
variedad de la especie.
Nosotros liemos oido hacer grandes elogios de cierto artista que ejecuta nota-
bles imitaciones de las épocas árabe y romana, las entierra en el jardín de su
casa, y luego las vende como legítimas á los ingleses, suponiendo que han sido
halladas en alguna excavación reciente.
Existe también el escritor que para darse aires de sábio y de hombre de cien-
cia, afirma que ha sido hallado el esqueleto del rey de los cimbrios Tentobochus
(siglo xvn), el cual medía seis metros de altura, y luego resulta que es el esque-
leto de un elefante fósil!...
V
Como nuevos ejemplares de la gran familia del anticuario vamos á presentar
á nuestros benévolos lectores al ignorante-ilustrado, y al ilustrado-ignorante, si
es que estas dos palabras caben juntas; es decir, al hombre de carrera que desco-
noce el valor y la importancia de las obras antiguas, y al profano, al ignorante,
que apasionado por la ciencia, admira y comprende el valor de los objetos anti-
guos. Ejemplo: Un amigo nuestro, entusiasta aficionado, visitó hace dos veranos
la provincia de Zamora y se hospedó en el pueblo de V... en la casa del cura para
el cual se había procurado una gran recomendación. La conversación recayó bien
pronto, como era natural, dada la manía de mi amigo, sobre el objeto que le lie-
AMERICANOS Y LUSITANOS
169
yaba á aquellos apartados lugares, ó sea la adquisición de libros, armas ú objetos
antiguos. El cura entristecido se apresuró á manifestarle que en aquel pueblo no
liabia nada, absolutamente nada, digno de comprarse. Insistió mi am igo, y el
cura, deseoso de que su huésped no se fuera sin algún objeto viejo, como él decia,
le regaló unos líbreteos que tenia en el desvan expuestos á la voracidad de los ra-
tones. Estos líbreteos eran un magnífico ejemplar de la Historia clel Emperador
Carlos V, por fray Prudencio Sandoval, impreso en 1500, con soberbios grabados
de la época, representando los personajes mas célebres de aquellos revueltos tiem-
pos, Cárlos Y, Enrique YIII, Entero, etc., y una rara edición de las Fábulas de
Esojoo. Mi amigo dió al ama cuatro duros por la molestia de bajarlos del desvan y
sacó trescientos por aquellos libracos, cuyo valor y mérito desconocia un hombre
de ciencia como el cura, y estimó bien pronto mi amigo, que era, puede decirse,
un ignorante.
Otro caso, histórico también:
Al año siguiente, emprendió de nuevo mi amigo su acostumbrada expedición,
y al visitar la escuela del pueblo de H... halló á un niño castigado ó llevar ¡mr
coroza un magnífico capacete bilbilitano, ó de Calatayud, muy pesado, del si-
glo xv, que el señor maestro habia hecho pintar de colorado, y bajo cuyo peso la
criatura lanzaba agudos ayes. Mi amigo propuso al maestro cambiarle el casco
por otro objeto mas apropiado, á lo que accedió inmediatamente. Hoy el casco fi-
gura en la armería de un noble y ha valido á mi amigo una respetable suma. El
maestro, á pesar de que por sus estudios estaba obligado á ello, no comprendió el
mérito de aquella verdadera joya.
VI
En el anticuario se admiran los dos extremos. Tiene sns polos como el mun-
do, su verano y su invierno, su noche y su aurora, su alegría y su tristeza.
Según los historiadores el célebre Carnot, era un hombre de pequeña estatu-
ra, con calzón corto, peinado á lo Rousseau, con un frac gris, que pasaba su tiem-
po en ir de la calle de San Elorentin á las Tullerías, donde buscaba antigüedades.
Cuando iba al ejército se quitaba el frac gris y se ponia el uniforme de general,
y luego de ganada la batalla regresaba á París á continuar su tarea de buscar an-
tigüedades. ¡Hé aquí la ciencia y la guerra unidas, en amoroso consorcio!
En el anticuario lo ridículo aparece al lado de lo trágico.
170
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
No es posible recordar sin reir á aquel célebre bibliófilo que ocupado en des-
cifrar un antiguo manuscrito no advirtió que el gato ha devorado su almuerzo, y
satisfecho con haber hallado el título de la obra y creyendo de buena fé que ha
almorzado, se apresuró á pedir el postre á la criada; y no hay manera de recordar
sin espanto al célebre convencional francés Mr. Berard, diputado del Oise, que
pocas horas antes de votar la muerte de Luis XYI subió presuroso las escaleras de
una pobre boardilla de la calle de San Lázaro, para admirar un cuadro de Ru-
bens, hallado casualmente.
Concluyamos.
Si todos los fanatismos son graves, si el corazón humano, al igual de la cien-
cia, tiene pliegues, honduras y secretos á los cuales no es posible llegar, el anti-
cuario merece disculpa porque su fanatismo á nadie perjudica, y antes por el con-
trario, sirve en gran manera al conocimiento de las épocas, al estudio de los
tiempos y á la filosofía de la historia.
por D. Carlos M. Ocho a.
uién no le conoce?
¿Quién no lia tenido ocasión de verle ejercitar su acti-
vidad, moverse siempre, intrigando en todo tiempo y bajo
todas las situaciones políticas, y siendo una de las perso-
nas de mas viso de la localidad en que vive, y aun del
distrito en que aquella localidad se llalla enclavada?
Podemos dividir en cuatro órdenes la especie de los caciques.
Primero: El gran cacique, aquel cuya influencia está en las
radas esferas de la gobernación del Estado.
Segundo: El cacique provincial, concretado siempre á ejercer
dominio y á explotar en su proveclio y el de sus amigos, la pro-
vincia.
Tercero: El cacique de distrito, muñidor electoral, bien relacionado en la di-
putación provincial, en la administración económica de la provincia y que cuenta
con la protección incondicional del diputado á cortes por su distrito.
Y cuarto: El cacique local, que casi siempre empuña la vara de alcalde, ó
hace empuñarla á algún paniaguado suyo, mayor contribuyente del pueblo, si
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
172
bien la circunstancia de ejercer el cargo de primera autoridad en la localidad, le
hace resultar favorecido en los impuestos, tributando por la mitad de lo que de-
biera tributar, invadiéndolo todo, gobernándolo á su manera y siempre en prove-
cho propio.
Estos cuatro órdenes constituyen ese núcleo, conocido con el nombre de caci-
quismo, cuya funesta gestión político-administrativa, es origen de continuos
trastornos en las poblaciones rurales, y causa de una série no interrumpida de
injusticias y abusos de todo género.
No intentéis nunca averiguar, porque seria en vano, la idea política que tiene
el cacique: todas son para él buenas y todos los gobiernos inmejorables, siempre
que le aseguren intereses, que no son por cierto la satisfacción del amor propio.
Dominado siempre por pequeñas pasiones, cifra su felicidad en poder hacer
daño á sus enemigos, aprovechando para ello todos los medios por bajos y rastre-
ros que sean.
Es un ente funesto en política, puesto que no considera esta sino como un
medio para satisfacer ambiciones bastardas; y su escepticismo es de tal naturaleza,
que con igual entusiasmo saluda á un gobierno monárquico, que se encasqueta
el gorro frigio; teniendo siempre por norma de conducta el interés y ofreciéndose
en subasta al que mas da.
Su influencia es tal, que llega á las mas altas esferas de gobernación, impone
condiciones á los hombres políticos importantes, y consigue inclinar á menudo en
su favor y contra ley, la balanza de la justicia.
El gran cacique es el que, consiguiendo la dominación de uno ó mas distritos,
hácese fuerte con el gobierno que no le concede cuantas mercedes le pide, y que
son: destinos para sus amigos, condonación de contribuciones para sus electores,
la facultad de nombrar los alcaldes y los ayuntamientos en sus distritos, estancar
los expedientes sobre pago de bienes nacionales de aquellos de sus mas poderosos
agentes electorales, satisfacer inmediatamente y contra toda equidad las deudas
de bienes de propios y otras muchas cosas, que por ser de todos conocidas, no
creemos necesario enumerar.
Casi en el mismo sentido puede bosquejarse el cacique de segundo orden ó sea
el de la provincia, con la única diferencia de que la esfera de acción de éste, se
circunscribe á la administración provincial.
Allí tiene á su cargo el aprobar las cuentas municipales de tal ó cual ayunta-
miento amigo, á pesar de los reparos que pudieran contener, ó el de impedir que
AMERICANOS Y LUSITANOS
173
esas cuentas se exijan, haciendo pesar su influencia en el gobierno civil y en la
administración económica.
Muy parecida á la misión de este cacique, es la del cacique del distrito, ó sea
el de tercera clase, si bien este explota su influencia además para satisfacer
venganzas y resentimientos personales, para colocar á sus deudos, sin cuya cir-
cunstancia niega sus servicios y su gestión electoral dentro del distrito al que
aspira á representar éste en las cortes ó en la provincia.
Casi siempre el cacique de distrito, lo es á su vez de localidad, y por conse-
cuencia, al enumerar las cualidades mas salientes de éste, las hacemos á aquel
aplicables, evitándonos una doble descripción.
Generalmente en los pueblos se llama el cacique don Fulano ó señor Fulano,
y muchas veces d tío Fulano, sin que esta última democrática denominación, sea
parte para que deje de tener las mismas cualidades y la misma influencia que los
otros .
Odios.de familia, encontrados intereses, el deseo de ejercer siempre los cargos
de autoridad local, determinan el caciquismo de los pueblos; y los caciques loca-
les, amparados en sus colegas de distrito, sumisos y obedientes siempre á los mis-
mos y sostenidos por ellos, liácense guerra sin tregua ni cuartel, siendo conser-
vadores cuando los contrarios son demócratas, y siendo demócratas y carlistas
cuando los contrarios son conservadores.
El cacique local, arrienda siempre á sus parientes y amigos los servicios mu-
nicipales; en los repartos han de resultar siempre los suyos favorecidos; es alcal-
de, y procura no rendir nunca cuentas; en el amillaramiento para pago de la con-
tribución territorial, siempre aparecen sus fincas con menor cantidad de la que
tienen, y en la clasificación como de ínfima calidad, y los servicios de bagajes y
otros, pesan sobre los contrarios; si roturan éstos una linde ó se entran con el ara-
do en una cañada ó camino, denuncia ó multa al canto, pero el cacique y los su-
yos están libres de estos percances. Llegado el momento de una elección, sabe
perfectamente cambiar las urnas ó pucheros en que las papeletas se depositan, y
que los votos, aun cuando sean contrarios á su patrono aparezcan en pro, v si al-
guno se atreve á protestar, lo encarcela por perturbador del orden. En una pala-
bra, todo cuanto de personalismo, de egoista y de ruin pueda caber en la huma-
na mente, todo se alberga en la del cacique local.
Aunque á grandes rasgos descrito el cacique, bajo sus diferentes aspectos,
basta lo manifestado para formar idea de lo que en el orden político y administra-
TOMO i, 22
174
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
tivo representan esas influencias bastardas, inspiradas siempre en personalísinias
miras y nunca en aspiraciones patrióticas.
Cuando leemos en algún periódico de provincias, y esto es muy frecuente, la-
mentaciones y quejas lanzadas á los vientos de la publicidad, en nombre de los
pueblos sacrificados, de los pueblos arruinados, de los pueblos desatendidos, no
podemos menos de recordar la inmoral conducta de esos que se pretende presentar
como víctimas de otros, y que lo son de sus propias malas artes.
Los pueblos que sacan á subasta los sufragios dando los votos al candidato
que mas ofrece ó da; esos pueblos que no solo soportan sino que ayudan, por falta
de energía acaso, la conducta de éste ó del otro cacique, y que búllanse propicios
á servir los intereses del gobierno, siempre que éste deje de investigar convenien-
temente y si lo lia investigado deje de castigar ciertas irregularidades cometidas
en la administración del municipio; esos pueblos, repetimos, no tienen derecho á
quejarse Ínterin no apelen á otros procedimientos, y por norma de sus acciones
tengan, en primer término, la moralidad y la justicia.
El caciquismo rural imperante, es causa de viciosos procedimientos en la admi-
nistración de los municipios, origen de perturbaciones é irregularidades en las
corporaciones provinciales y motor que determina en las oficinas del Estado el
compadrazgo, el favoritismo, la injusticia y otros males que todos lamentamos y
de que son culpables en primer término los que empiezan falseando la represen-
1 ación nacional.
Hablaríamos con gusto de los medios que para extinguir el caciquismo por
completo seria conveniente adoptar, pero además de faltarnos espacio para ello, la
índole de esta colección no nos permite hacerlo.
Pero ya liemos dado á conocer al cacique bajo sus diferentes matices; hemos
patentizado su famosísima y perturbadora influencia en la gobernación del país, y
por último liemos deducido la necesidad imperiosa de acabar con ese caciquismo
imperante, causa de males que todos lamentamos.
. . , .
por D. Alejandro Magariños Cervantes.
«4 It
W
áfc
lámase estancia en el Rio de la Plata á un pedazo «le tier-
ra, comunmente de dos á tres leguas de largo y otras tan-
tas de ancho, ocupadas por numerosos rebaños, vacunos,
caballares y lanares: suele haber basta 30.000 animales
en una sola. En el centro hay una gran casa de material,
donde reside el propietario con su familia, con los '¡icones (gauchos),
y las mujeres propias y agenas de estos; ó un capataz, especie de
mayordomo, encargado de la administración y de hacer ejecutar las
faenas rurales. Cuando la casa es pequeña, como sucede por lo regu-
lar, parte de los gauchos vive en ranchos (1) edificados á corta dis-
tancia de ella.
Las faenas de la estancia se reducen á cuidar del ganado y á matar diaria-
mente cierta cantidad de reses, según el mayor ó menor número de las que posee
y necesita el establecimiento.
El trabajo de los peones se limita á enlazar, derribar y desollar las reses, en
lo que lian adquirido tal perfección con la práctica, que en pocos minutos las des-
(1) Chozas de barro y paja.
170
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cuartizan y sacan el cuero sin el menor tajo ni partícula carnosa; lo estaquean, y
preparan la carne en tiras delgadas para el tasajo ó charque, artículo que consti-
tuye uno de los principales ramos de exportación.
Fuera de esto, no se crea que el cuidado del peón sobre el ganado es semejan-
te al de los pastores en Europa. El gaucho se levanta antes que el sol, se dirige
á los corrales, deja salir los rebaños, y cuando estos se han derramado por los cam-
pos, se vuelve tranquilamente á la casa á tomar mate y fumar hasta la hora del
trabajo, si hay trabajo, que por lo regular nada mas tiene que hacer hasta que
cae la tarde, y es preciso, no siempre, volver á recoger el ganado.
Como tiene una inclinación muy regular al dolce far niente y aquel género de
vida la desarrolla poderosamente, como necesita emplear en algo el tiempo para
no consumirse de tedio, busca en el vino, en el juego, en el trato de sus iguales,
un medio de recreación y de solaz. La pulpería llena todos estos requisitos.
Es la pulpería generalmente un rancho miserable, situado á dos, á cuatro, á
seis leguas de la estancia, donde se expende detestable vino, aguardiente, queso,
etcétera; es el punto de reunión, el rendez-zous, á que asisten de diez leguas á la
redonda, los gauchos mas cercanos de aquel pago ó departamento.
Allí entre el crujido de los vasos, el. estruendo de las carcajadas, el murmullo
de las guitarras, el run run de las chilenas, (1) el estridor de los puñales que se
cruzan con demasiada frecuencia, y no en vano, se forman esas reputaciones co-
losales, esos hombres de alto prestigio entre el gauchaje, que mas tarde aparecen
á su frente é imponen la ley á la sociedad culta é ilustrada de las ciudades.
Artigas, Quiroga, Rosas, todos los caudillos, se lian apoyado mas de una vez
sobre el sucio y grasiento mostrador de una pulpería, antes de arrellenarse en la
silla del poder.
En estas reuniones se habla de las últimas carreras, y se arman otras nuevas,
de las Yerras, (2) de los animales extraviados, de los asesinatos y pendencias que
han tenido lugar en la semana, y de todo lo que es propio de su vida vagabunda
y desocupada.
Siempre hay entre ellos un pallador ó cantor, que hace el gasto de la función,
sin gastar él nada. En su lenguaje tosco y desaliñado, pero á menudo muy poé-
tico y vehemente, improvisa, acompañándose con la guitarra, cantos mas ó menos
largos, cuyo asunto está tomado de la misma fuente de sus conversaciones, ó de
(1) Espuelas para domar.
(2) Fiesta para marcar el ganado.
AMERICANOS Y LUSITANOS
177
las desgracias y trabajos de algún caudillo famoso, de los malones (1) de los in-
dios, ó de sus propias aventuras.
Así el gaucho, en su estado de peón, es, á juicio nuestro, el tipo mas promi-
nente que ofrece la sociabilidad argentina. (2) El que habita en los pueblos como
el que tiene un pequeño patrimonio y vive independiente, aunque participan de
la mayor parte de las cualidades que caracterizan al primero, ni tienen su expon-
taneidad, ni tantos puntos de contacto como él, con los habitantes de los demás
países de América, donde existen condiciones de existencia análogas á la suya.
Arrancamos como punto de partida de las estancias para que se vea, como
aislada, sin vecinos, casi sin comercio con el resto de los hombres, cada familia
forma una pequeña colonia; como ese aislamiento detiene é impide los progresos
de la civilización, que no puede acrecentarse sino á medida que la sociedad se
hace mas numerosa, y los lazos que la unen mas íntimos y multiplicados; para
que se note, de paso, cómo la soledad desenvuelve y cimenta en el hombre el sen-
timiento de la independencia y la libertad; cómo nutre esa altivez de carácter que
en todos tiempos ha distinguido á los pueblos de raza castellana. (3)
Considerando al gaucho desde la cuna, se vé que, apénas puede sostenerse
sobre el caballo, es decir, desde la edad de cinco ó seis años, éste es una parte
integrante de su persona; desde que llega á la pubertad, le ensilla con el sol, y
no se desmonta sino para comer, jugar y dormir; si como sucede á menudo, el
dueño de la estancia donde ha nacido, aunque muy honrado en el fondo, es un
infeliz cuya razón no ha podido ser cultivada, crece y llega á ser hombre, sin te-
ner mas que una idea confusa y no muy buena de la divinidad; como se cria do-
mando potros, degollando novillos, corriendo carreras que á veces le cuestan la
vida, vagando solo en la inmensidad de los campos, sin mas armas que su lazo,
sus bolas (4) y su puñal; cruzando á nado los rios mas caudalosos, prendido con
una mano de las crines de su corcel, y con la otra nadando y empujándole contra
la corriente; como se cria luchando con los animales feroces, y muy especialmen-
te con los tigres, que suelen asaltarle al cruzar un bosque, y con mas frecuencia
(1) Expediciones contra los cristianos.
(2) Empleamos esta palabra en su aceptación mas lata: no nos limitamos á lo que hoy se llama República
Argentina.
(3) Humboldt, Voy. aux reg. cquinox., tomo III, página 18.
(4) El lazo es una cuerda trenzada, de treinta á cincuenta varas de largo, con una argolla en el extremo
que sirve de contrapeso para lanzarle. Las bolas son tres esferas de hierro ó piedra, del tamaño del puño sujetas
á un centro común por cordeles, y que se arrojan á una gran distancia, cogiendo la mas pequeña y haciendo gi-
rar las otras dos por encima de la cabeza. Es increíble la fuerza que llevan con el impulso del brazo y la veloci-
dad del caballo.
178
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
en la margen de los grandes ríos; expuesto á las asechanzas de los gauchos malos,
especie de bandidos, capaces de asesinarle por la chaqueta que lleva puesta, por
las espuelas, ó el poncho; acostumbrado á soportar horas enteras los ardientes ra-
yos del sol en el rigor del verano, y los helados cierzos del mas frió invierno; á
dormir en todas las estaciones á la intemperie, bajo un ombú, ó una tapera; (1)
á galopar tres dias y tres noches sin descansar, y á alimentarse únicamente de
carne medio asada, sin sal, sin pan, sin mas principio ni postre; el gaucho reúne
en su carácter mucho de la energía independiente de la raza guaraní, y mucho
de la fortaleza de hierro y extraordinario valor de los primeros conquistadores.
La necesidad de luchar brazo á brazo con una naturaleza exótica y grandiosa,
los peligros siempre renacientes que le rodean, la costumbre de verter sangre dia-
riamente, el desamparo y orfandad á que se vé reducido desde sus primeros años,
le hacen reconcentrarse en su personalidad, desenvolver sus facultades físicas de
un modo maravilloso, (2) y adquirir una indiferencia, verdaderamente admirable,
para dar y recibir la muerte.
Como sus necesidades son muy limitadas y le bastan pocos dias de trabajo
para satisfacerlas largo tiempo, como está seguro de encontrar otra estancia donde
acomodarse cuando se le antoje dejar á su patrón, por la escasez de brazos y hom-
bres inteligentes en las faenas rurales, se acostumbra desde sus mas tiernos años á no
depender de nadie y á considerar á sus superiores de igual á igual. No le dará el
título de amo por todo el oro del mundo: patrón á secas y gracias. ¡Ay del te-
merario que desconociendo su carácter, y condado en su calidad de señor, le in-
sultase, aunque fuese con motivo, sin prevenirse!... Antes de acabar la frase, una
certera puñalada le dejaría tendido en tierra, y los demás compañeros facilitarían
al asesino el mejor caballo para que huyera, si se hallaba en paraje donde pudiera
alcanzarle la justicia.
El gaucho, aunque despejado, con muy felices disposiciones, y también noble
y generoso, cuando todavía la desgracia no ha agriado su carácter, es supersticio-
so, desconfiado, muy reservado y lleno de antipatías contra el hombre de la ciu-
dad, que tiene otras maneras, otros hábitos, otras ideas, que habla de distinto
modo, y hasta usa otro traje. El le desdeña y menosprecia altamente, y no se to-
ma el trabajo de ocultarlo.
Existe entre ambos una repulsión instintiva é involuntaria, porque el contras-
(1) Casa derribada en medio del campo.
(2) Vid. lo que cuenta Azara de los vaquéanos. Descrip , tomo I, página 310.
AMERICANOS Y LUSITANOS
179
te, en efecto, no puede ser mas chocante; comparemos un hombre vestido á la
europea, con frac y pantalones, sombrero de castor y guantes, cortada su barba y
cabellera, con otro cuya larga melena circunda su cuello, da una expresión feroz
á su tostado semblante y un aire de melancólica altivez á su mirada lija é impo-
nente, mientras cae sobre el pecho su prolongada barba, mas negra y reluciente
que el ébano. Yeámosle tal como aparecería á nuestros ojos, si nos trasladásemos
á los campos de Buenos-Aires, Montevideo ó la Rioja. Contemplemos su sombre-
ro de copa redonda y ancha ala, adornado de algunas flores, prenda de amor, ó
plumas de pavo real; su chaqueta de grana ó paño, caprichosamente bordada; su
chiripá (dos ó tres varas de seda ó bayeta) envuelto alrededor de la cintura, y ya
recogido entre los muslos, ya suelto y á guisa de saya descendiendo hasta los tobillos
sujeto por una banda ó tirador, donde guarda los avíos para fumar, el dinero, etc.,
y que sirve además para colocar atravesado, el enorme cuchillo, comunmente
de vaina y cabo de plata, su compañero inseparable, que no abandona en ninguna
ocasión ni circunstancia, y tan afilado que puede un hombre afeitarse con él; (1)
contemplemos su ancho calzoncillo de lienzo, adornado en los extremos con un
gran fleco ó criváo que, resguardando sus piernas, oculta á medias unas espuelas
de plata colosales, y las blanquecinas botas de potro, formadas con la piel sobada de
este animal, las cuales, partidas en la punta, dejan al descubierto los dedos délos
pies para asegurarse mejor en el estribo, de forma triangular y tan pequeño que
apénas cabe el dedo principal. Echemos, en fin, una última ojeada sobre el pon-
cho que se mete por la cabeza, y que, doblando sobre los hombros de uno y otro
lado para poder jugar los brazos, llega por delante hasta las rodillas, y acaba,
junto con el estraño arreo de su caballo, que no describiremos porque nos parece
inútil perder el tiempo en digresiones cuando no son necesarias, acaba por darle
un aspecto verdaderamente raro y original.
En cuanto al idioma, es en el fondo el español, pero tan estropeado y diabóli-
camente pronunciado, enriquecido en algunas provincias con muchas voces de-
rivadas del quechua, guaraní y otras lenguas y dialectos indios como chiripá,
chapango, (2) pangaré, (3) ñacurutú, (4) vichará, (5) guano, (G) etc., con otras
españolas, pero que no se usan jamás en este sentido por nadie que hable caste-
(1) Azara. Descrip., tomo I, página 307.
(2) Guitarra mala.
(3) Color de un caballo.
(4) Lechuza, feo.
(5) Ponchos de lana que se fabrican en Mendoza y San Juan.
(0) Sacar el guano, usar una cosa hasta inutilizarla.
180
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
llano; como rancho, (1) quiebra, (2) nación, (3) sumida , (4) armarse, (5) f ri-
za, (6) gatéela, (7) etc., con otras españolas y americanas, pero cuya pronun-
ciación y significación son muy distintas, como rcdelir, (8) Ay ¡una, (9) male-
ro, (10) lacera, (11) apodarse, (12) maturrango, (13) orejiar, (14) trajinista, (15)
redota, (16) morao, (17) guasquearse, (18) etc., etc., formando de todo esto una
intrincada fraseología, que nosotros mismos, los de la ciudad, á veces no enten-
demos hasta haber andado algún tiempo por los campos.
Cúmplenos ahora para completar el cuadro que bosquejamos, manifestar como
cuanto mas se aleja el gaucho del hombre civilizado, tanto mas se acerca al sal-
vaje, y como en sus instintos, en su traje, costumbres é ideas, descubre á juicio
nuestro, las afinidades que le ligan á él.
Casi sin entrar en mas investigaciones, todo cuanto vamos á decir se deduce
de sus habitaciones. «Estas son, por lo general, unos ranchos ó chozas desparra-
madas por los campos, bajas y cubiertas de paja con las paredes de palos vertica-
les juntos, clavados en tierra, y tapados sus claros con barro.» (19) ¿No veis aquí
el primer signo, el primer anillo de la dilatada cadena que le une al hombre sal-
vaje? ¿La primera causa de la desociacion y el aislamiento de la familia, libre de
toda traba, sin necesidades como sin deseos, la mujer y los hijos vejetando como las
plantas, y los hombres vagando de pulpería en pulpería para proporcionarse una so-
ciedad facticia de algunas horas, porque el hogar doméstico los arroja, los expele, y
les obliga á buscaren otra parte la distracción y el empleo de su actividad, aunque
sea para malgastarla entre los vasos, las carreras de caballos y las puñaladas?
(1) Choza de barro y paja.
(2) Valiente.
(3) Extranjero.
(4) Puñalada.
(5) Hacerse: unido con otras palabras este verbo, sirve para locuciones muy usuales entre ellos: armarse
rico, armar una estancia, etc.
(6) Pellejo (sacarlo).
(7) Onza de oro.
(8) Gastar el dinero.
(9) Hidep... ¡Voto al diablo!
(10) Criminal, asesino.
(11) Casa arruinada.
(12) Embriagarse.
(13) Poco ginete, torpe: también se dice malucho.
(14) Pasar el tiempo.
(15) Calavera.
(16) Descalabro, desgracia.
(17) Ruin, villano, cobarde.
(18) Irse, huir.
(19) Azara, Descrip. é Hist., tomo I, página 302,
AMERICANOS Y LUSITANOS
181
Hemos indicado ya la especie de instinto de locomoción, que le obliga á no
permanecer mucho tiempo en un mismo paraje, y á dejar por el menor pretexto,
á veces sin ninguno, la estancia donde reside; parece que su alma indómita, an-
siosa de libertad, necesita á menudo perderse en la inmensidad de los desiertos;
parece que halla un misterioso deleite inefable en la soledad, en el silencio, en el
peligro, en los azares de los campos, en la pompa majestuosa de su imponente,
lujosa y gigante naturaleza.
Así el gaucho, sin ser nómada, pasa la mayor parte de su vida errante de es-
tancia en estancia y de pago en pago.
Es una de las máximas de nuestro protagonista, que naide es mas que naide;
ya liemos visto mas arriba cómo se habitúa desde la infancia á bastarse á sí mis-
mo, á no tolerar que nadie le falte en lo mas mínimo y á hacerse la justicia por su
mano. Hemos Y'isto además, no solo su indiferencia, sino también la antipatía v odio
profundo que profesa á todo lo que viene de la ciudad, creyendo en su ignorancia
que no hay en todo el globo un estado mas venturoso y envidiable que el suyo.
Roberston, señala como uno de los rasgos característicos de los salvajes su
afición al juego y la embriaguez, la destreza casi increíble de sus sentidos, su in-
capacidad é insubordinación para sujetarse á un plan en sus operaciones milita-
res, la reserva que les hace no comunicarse sus ideas, ni pedirse mutuamente al-
gún favor, de miedo de importunar y ser gravosos á los demás (1); cualidades
todas que se realzan en el gaucho, que juega hasta la camisa, visita diariamente
la pulpería, conoce en una inmensa extensión de territorio por el gusto de la
hierba, las ondulaciones del terreno, la proximidad de un bosque, ó un solo árbol,
el color de la tierra, la dirección de los rios y otras causas que ignoramos, la dis-
tancia á que se halla del punto adonde se dirige, las circunstancias de la locali-
dad que pisa; que distingue en las inmensas soledades de la Pampa, sobre la me-
nuda hierba que la cubre, las huellas de un hombre, caballo ú otro animal, que
lia pasado cuatro ó cinco dias antes; que siguiendo leguas enteras en su rastro sin
perderlo, sabe calcular, á punto fijo, á una gran distancia, echándose en tierra y
aplicando el oido, la causa del ruido imperceptible que se escucha, y distingue si
es de animales ó de gentes, si son muchos ó pocos ginetes, si vienen despacio ó
á galope, solos ó perseguidos, que no puede en la guerra sujetarse á los duros
ejercicios de la milicia, y no es temible sino en los primeros choques ó en la mon-
tonera (guerra de recursos), de la cual las hordas de la Argelia, siempre presentes
(1) Roberston, libro IV, páginas Ul, 269. 351 y 419.
tomo i. 23
182
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
y siempre intangibles por la superioridad de sus caballos, su destreza y el cono-
cimiento práctico del terreno, dan la mas cabal idea; que prefiere, en fin, sujetar-
se al trabajo, atravesar un desierto solo, exponerse á la muerte, antes que impor-
tunar á sus compañeros para que remedien su necesidad ó se incomoden en acom-
pañarle. Le pareceria ridículo y degradante.
Si de estos rasgos generales á toda la raza indígena, buscamos algunos espe-
ciales de las primitivas tribus ó parcialidades de nuestras provincias, las conexio-
nes se aumentan á tal extremo, que no liay diferencia alguna entre ciertas cua-
lidades y hábitos del indio y el gaucho, con la particularidad que en este último
se han desarrollado con mas vigor y espontaneidad, acabando por sobrepujar á su
modelo. (1)
No es extraño, por lo tanto, que esa influencia se revele hasta en su traje,
hasta en los arreos de su caballo, hasta en las armas que usa. ¿Qué otra cosa es
el chiripá que el chamal de los indios? ¿El testero, las plumas de avestruz, la
manca (2), no son una imitación de las prendas con que aquellos engalanan sus
corceles? ¿Qué otra cosa es el lazo, qué otra cosa son las bolas, mas que los laques
ó libes inventados por los patagones, según algunos autores, y usados antes de la
conquista por las tribus de la Banda Oriental, la Pampa y el Chaco?
Las ideas que emitimos en este artículo están en gérmen, y como otras mu-
chas, son susceptibles de mas ámplio desarrollo. Bástanos á nosotros el haber se-
ñalado, descendiendo desde su origen hasta las circunstancias al parecer mas in-
significantes, el modo como ha nacido y se ha desenvuelto ese elemento bárbaro,
pero lleno de vida y esperanzas en el porvenir, así como su carácter y la posición
que ocupa en nuestra sociedad: elemento que constituye, propiamente hablando,
la mayoría de las provincias del Rio de la Plata.
La mayoría del Plata, repetimos, que se simboliza en el gaucho, tal como le
hemos descrito; el cual en medio de su vida aventurera, abandonado desde la in-
fancia á sus instintos y propias fuerzas; ignorante, audaz, rebelde á toda autori-
dad; mas extraviado por falsas ideas, que corrompido y malo; acostumbrado á
conducirse en los actos mas triviales como en los mas solemnes de la vida, sin el
freno de la sociedad y de las leyes; es el bárbaro en todo el sentimiento y la es-
pontaneidad de la independencia individual.
Il) Véase lo que cuenta Guevara en la 1.a parte de su historia, y Azara, (Descrip., página 151 hasta 176) de
las cualidades físicas y morales, costumbres y creencias de los charrúas, aibayas, pampas, etc.
(2) El testero es una especie de adorno que se pone en la frente á los caballos, y la manea que sirve para
sujetarlos, atándosela á los piés delanteros, se compone de dos ramales con un ojal y boton de la misma piel,
sujetos á una argolla de bronce ó plata.
por I). Nicolás Díaz de Benjumea.
CÍÍABBG SEGlíHB 0, (*)
v r
üera de los años en que el número de las cofradías es exce-
sivo, el Lunes y Martes Santo se pasan sin novedad alguna
que ofrecer á los incansables forasteros. Años lia habido en
que el mismo Miércoles era dia quebrado para los curiosos.
En estas ocasiones merece estudio el temple de los sevilla-
nos. Si les habíais de negocios, responden: — Con estas fies-
tas no se hace nada. — Si de las funciones religiosas :-
Ah ! — excla-
man tristemente, — esto no es ni sombra de lo que era. Todo va de-
generando. Cuando el cabildo era el primer propietario de la ciudad,
y de nueve mil casas, el clero era dueño de siete mil, entonces te-
nia que ver una Semana Santa. ¡Ya vé usted, hay iglesias que no tienen ni para
la cera del monumento !
Por fortuna, el año de que hablamos fué uno de los mas espléndidos. Desde
que Sevilla, por medio de las líneas férreas se puso en comunicación con el resto
(*) Véase el cuadro primero en la página 104.
184
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
del mundo, la población activa, comercial é industrial, entrevio lo mucho que
convenia á sus intereses fomentar estas instituciones y sostener unas costumbres
en que no ha tenido ni puede tener rival. Viejas hermandades cuyos pasos se
apolillaban en oscuros desvanes, se dieron á la obra de resurrección. La juventud
rica del comercio fundó ó dio vida á confraternidades que se presentaban osten-
tando un lujo desusado. Los mantos y joyas de las vírgenes competían en lujo y
representaban sumas enormes. La de la Angustia, por ejemplo, lució un manto
de terciopelo bordado de estrellas de oro, que se estimaba en mas de cinco mil du-
ros. Los trajes de los nazarenos, que antes eran de tela tosca, como percalina ó
cólera, pasaron á ser de merino ó de terciopelo. La prensa comenzó sus reclamos
y las tarifas económicas de ferro-carriles concluyeron por atraer á la ciudad del
Bétis á muchas de las gentes mas distinguidas de España y á no pocas de las na-
ciones extranjeras. Hoy es ya corriente anunciar con anticipación, que el minis-
tro tal y su familia han tomado habitaciones en tal hotel, y que el duque A... y
'el general B... se proponen visitar á Sevilla durante la Semana Santa y la féria.
Por añadidura, no falta un poeta como Víctor Hugo ó un maestro como Verdi ó
Wagner, un patricio como Garibaldi, un monarca ó un diplomático cual Bis-
marck, de quien se dice, por conducto fidedigno, que piensa ir á la ciudad invicta
á restablecer su delicada salud, y presenciar de camino las fiestas profanas y reli-
giosas. V verdaderamente, considerado el caso bajo el punto de vista social ó co-
mercial, no puede negarse el ingenio con que los sevillanos han logrado dar al
orbe elegante lo que se llama una estación, season ó temporada, que rivaliza con
las mas notables del almanaque social del gran mundo. Londres tiene la suya que
abraza fines de primavera y principios de verano. Niza y San Petersburgo se
comparten el invierno. París no tiene época fija, porque todo el año es temporada
en la ciudad de los placeres. El resto del año se lo disputan Trouville, Baden-
Baden, Spa, Biarritz y la legión de puertos y refugios de enfermos y bañistas;
pero en el cogollo ó riñon de la primavera en un clima meridional, cuando las
llores y el azahar se encargan de embalsamar el ambiente, no hay mas que Sevi-
lla para atraer y cautivar al cogollo de la sociedad rica y trashumante.
Yo aplaudo este triunfo y emulación, y el arte y perseverancia con que se
han popularizado fiestas y escenas que antes tenían poco interés y se hacian, di-
gámoslo así, á puerta cerrada. El pueblo sevillano se encontró con esta tradición
antiquísima, que no conocia otro móvil que la piedad y el celo religioso. ¿Qué
hacer con ella? Aboliría era imposible. El único recurso consistía en transformar-
AMERICANOS Y LUSITANOS
185
la, modernizarla, llamar en su auxilio á todo cuanto puede halagar la vanidad,
el interés, el orgullo y demás pasioncillas que, después de todo, son el resorte de
la mayoría de los hombres.
Digo esto, porque nadie habrá tan cándido que crea, que vienen los foraste-
ros á recogerse en contemplación mística de los dolores de la pasión y agonías del
Calvario de Jesús. El aspecto de las calles y el de las procesiones rechazan seme-
jante idea. Si alguna hermandad cumple con un fin puramente cristiano y reli-
gioso, es la de San Antonio Abad, que hace su estación en la noche del Jueves y
madrugada del Viernes Santo, y entonces están las calles casi desiertas, aunque
no de escándalos y orgías. Pero arrojemos la pluma del moralista, y tomemos la
del cronista imparcial.
El martes por la mañana teníamos un acto á que asistir, verdaderamente sui-
(jéneris. Pocos se preocupan de la escena (pie este dia tiene lugar en la sala del
Provisor de la catedral de Sevilla, y cuyo objeto es «tomar la hora» las cofradías.
Ahora bien, conviene que el lector sepa como hay hermandades, que por haber
salido á hacer su estación con regularidad por muchos años, tienen por fundación
ó privilegio, ó bien han adquirido por prescripción el derecho de salir en tal dia
y á tal hora. Si acontece (pie un año es crecido el número de las que intentan
«echar la cruz á la calle, » claro es que tiene que haber conflictos, porque las de
estación vespertina, pretenden salir lo mas tarde posible, á fin de que les coja la
noche y puedan ostentar sus pasos iluminados; y las que la hacen de noche, quie-
ren salir temprano, para que no les tome la luz del dia. Si cada cual tuviese su
zona ó su carrera, como sucede en las otras procesiones, no habria cuestión de
precedencia; pero como todas invariablemente lian de venir al centro y atravesar
las naves de la iglesia Metropolitana, aquí te quiero ver, escopeta.
— Si usted quiere presenciar una escena curiosa, — me liabia dicho un amigo,
— váyase en la mañana del martes á la catedral, y éntrese por la puerta que está
al pié de la Giralda y pregunte por la sala del Provisor.
— No lo echaré en saco roto, — respondí, y en efecto, en compañía de don Pe-
regrino, nos personamos en dicho dia en la dicha sala, en cuyas gradas tomamos
asiento como uno de tantos que allí liabia, quienes de capa, quienes de levita,
pero todos con un cartapacio, esperando á que el señor Provisor, que no tardó mu-
cho en aparecer, diese principio á la sesión.
Debo advertir á mis lectores, que en este y otros semejantes casos, siempre
acostumbro á llevar una cartera de regular tamaño, que me da aspecto de hombre
186
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
de negocios, ó por lo menos de persona de qnien hay que guardarse, por aquello
de que nadie sabe lo que se guisa dentro. Así es, que apenas tomamos asiento, el
individuo que se hallaba á mi lado me preguntó:
— ¿Es usted diputado de alguna cofradía?
— Sí, señor, — respondí con toda seriedad.
— ¡ Eramos pocos y parió mi abuela! — fué la contestación del interpelante.
— Oiga usted, — repliqué, conteniendo como pude la risa que en los labios me
retozaba, — en las cosas del servicio de Dios, lo que abunda no daña. Tanto de-
recho tengo yo como usted para venir aquí y tomar la hora.
— Lo que yo tomaría de buena gana, — dijo un jovenzuelo que estaba en la
grada frontera, — es un soldado de Pavía y unas cañas de Manzanilla...
— ¡Silencio! — exclamó una especie de sacristán, tras del cual venia el vene-
rable Provisor, hombre anciano, de fisonomía dulce y bondadosa, y no muy á
propósito para dirigir y domeñar aquel congreso.
— Abrese la sesión, — dijo con voz apénas perceptible. — El hermano mas pró-
ximo á mi derecha tiene la palabra.
—Señor Provisor, — dijo uno de la izquierda, levantándose, con aire de des-
parpajo.— Aquí no hay derechas ni izquierdas. Yo soy representante de una
archi-cofradía mas antigua que la del hermano que se halla enfrente de mí, y me
toca hablar primero.
— ¿Qué archi-cofradía es la de vuestra merced? — preguntó el bueno del Pro-
visor con la mayor dulzura.
— La de la Oración del Huerto. Si hay aquí algún diputado que histórica y
cronológicamente represente un acto de la Pasión de Nuestro Redentor Jesús, an-
terior al de la Oración, entiéndase que yo me callo, me humillo y le cedo el
puesto; pero mientras no, entiéndase bien, por nada ni por nadie cedo mi derecho.
— Y ¿qué pretende usted? — interrogó el Provisor.
— Que nuestra hermandad ponga la cruz en la calle el Jueves Santo á las
cuatro de la tarde.
Describir las esclamaciones, carcajadas y tumulto con que fueron acogidas
estas palabras por la concurrencia, seria poco menos que imposible. El presidente
agitaba la campanilla en vano, y tuvo que valerse de la voz estentórea del sacris-
tán, que hacia las veces de portero y secretario y clamaba: — ¡Silencio, señores!
¡Orden! Callen todos y hable uno.
— Eso no puede ser, — gritó el joven de la manzanilla.
AMERICANOS Y LUSITANOS
187
— ¡Señores! — rugió el diputado de la Oración del Huerto, acompañando su
rugido con unos ademanes que parecía querer tragarse á sus contrarios.
— ¡Señores! digo jo, — exclamó otro individuo de enfrente: — ¿Pin qué ciudad
vivimos? ¿Entre qué gentes estamos? ¿Qué dirán los sábios de las naciones ex-
tranjeras, los historiadores que vienen á ver nuestras costumbres, si de ese modo
hacemos un pisto de la pasión? La Oración del Huerto debe salir antes del Pren-
dimiento de Cristo, j sino que se quede en su casa.
— ¡Bien, muy bien! — exclamaron todos, aplaudiendo frenéticos al orador.
— Pero, por nuestro Padre Jesús Nazareno, — gritó el preopinante. — ¿Hay sen-
tido común en nuestras cofradías? ¿No liemos visto salir el Martes Santo á Jesús
crucificado y herido por la lanza de Longinos? ¿No ha hecho mil veces su esta-
ción el Paso de la Cena con los apóstoles, después de Nuestro Señor de las tres
caldas? La cuestión no es de argumento sino de antigüedad. Nuestra cofradía es
la mas antigua que en Sevilla existe. Data nada menos que del siglo xvi, cuando
Felipe IQ de gloriosa memoria, vino á visitar nuestra ciudad, y aquí tengo los
documentos de su fundación que no me dejarán mentir. Véanse, léanse y hágase
justicia, que pido y para ello...
— Esos documentos son falsos, — gritó uno de los concurrentes.
— Hermano, — dijo el Provisor, — no tenemos tiempo para entrar en honduras.
La cofradía hará su estación esta tarde á las tres, y no se me replique.
— ¡Protesto! — gritó el representante.
— Se admite la protesta, — replicó el Provisor.
— Esto es atarle á uno las manos, meterlo en un saco y echarlo al rio. ¿Cómo
es posible que salgamos á la calle dentro de cuatro horas? En Sevilla ni hay go-
bierno, ni cabeza, ni
— Señor Provisor, — dijo el secretario, — me parece que su reverencia ha co-
metido un error. Querrá decir, mañana miércoles.
— Eso quiero decir, — repuso tomando un buen polvo de rapé á cuatro dedos. —
Hable ahora el hermano por turno. Eli, se entiende, por turno rigoroso de anti-
güedad.
A estas palabras se levantaron cuatro individuos, pretendiendo que la her-
mandad á cuyo seno pertenecían era la mas antigua. Tres de ellos agitaban en
sus manos unos legajos con cubiertas de pergamino y cintas verdes, diciendo que
allí podia verse la fecha de la fundación.
— Señores, — dijo el cuarto, —yo no tengo necesidad de documentos, que entre
188
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
paréntesis tienen letra antigua y es preciso ser un paleo-calígrafo, como lo deben
ser estos caballeros
— ¿Qué lia dicho que somos? — preguntó uno de los aludidos.
— Algún insulto debe ser, — respondió otro, — porque eso de 'pali-cidi-gafo
no suena á cosa buena. Yo por mi parte se lo devuelvo y arrojo á la cara.
— Que se escriban esas palabras, — dijo el tercero.
— Que se escriban, — repitió el orador. — y sobre todo con letra antigua, puesto
que se trata de cuestión de antigüedad.
— Yo, señor Provisor, voy á ser muy breve, pero muy claro. Voy á llamar al
pan pan y al vino vino. Hay aquí ciertos diputados, (cuidado que no los nombro,
ni intento hacer alusiones personales, porque las cosas, quiero decir, las cofra-
días, por lo que significan, por lo que son en sí, están á mayor altura y merecen
mas consideración que cuatro pelagatos que se introducen en ellas para farolear,
mangonear y hacer su negocio). Yo creo que los que me escuchan, los señores
«pie se sientan en estos escaños, los apoderados de instituciones tan venerandas,
como que con ellas y por ellas y mediante ellas se mantiene fervorosa y entu-
siasta la antigua fé de nuestros padres, no están movidos por ningún interés mez-
quino, idea bastarda, cálculo egoísta ni segunda intención mundana ó mejor diré
financiera. El que por tales móviles se rija ó dirija, que levante el dedo...
Pausa, mientras el orador se retuerce el bigote, atusa el pelo y mira en der-
redor con aire triunfal.
— Ya lo vé usía, — continúa, — ninguno levanta el dedo; prueba concluyente,
de que aquí venimos todos animados de los mejores sentimientos. Y ¿cómo podria
ser de otra manera? La católica, la religiosa Sevilla, en un tiempo emporio del
comercio y de la industria...
— Permítame usted que le interrumpa, — dijo el Provisor, — pero me parece
que está usted divagando y fuera de la cuestión. Aquí se viene á tomar la hora
de salida de las cofradías: usted ha empezado diciendo que iha á ser breve y cla-
ro, y la verdad es, lo digo con sentimiento, que hasta ahora, no sabemos ni lo
que usted quiere ni qué hermandad representa...
— ¿Qué hermandad represento? — continuó el archi-p arlante. — Otro que no
fuera el que en este instante tiene la alta honra de emitir su voz, de dirigirse á
usía v de ocupar la atención de los dignos diputados que me escuchan, liarla la
historia al por menudo de las hermandades, cofradías y archi-cofradías que ha ha-
bido en Sevilla desde que abrazó la fé católico-apostólico-romana, para dejar pa-
AMERICANOS Y LUSITANOS
189
tentemente consignada la antigüedad de la que, aunque pecador indigno, ha te-
nido á bien elegirme por su procurador y agente en este negocio. Yo no me to-
maré este ímprobo é inútil trabajo, porque basta la enunciación de su título, basta
la indicación de su argumento, basta la mas somera descripción de la escena que
reproduce en su paso de la pasión de nuestro Redentor divino, para que luego al
punto, se comprenda su antigüedad, y el derecho que le asiste á escoger el dia y
la hora mas cómoda de toda esta semana de espectáculos. Yo bien sé, y los seño-
res diputados que don su acostumbrada benevolencia me escuchan no pueden ne-
garme sin hacer traición á sus conciencias, sin ahogar sus sentimientos, sin dejar
de ser hombres probos y honrados como me complazco en creerlo; yo bien sé, re-
pito, que el Jueves y el Viernes Santo son los dos dias que todas las hermandades
apetecen para hacer sus estaciones por la ciudad. Nada mas natural y lógico. Se-
villa, en estos dias, quiero decir, su población y toda su forastería, se dan cita para
estas tardes y las procesiones logran mayor lucimiento y esplendor. Pues bien,
esta es la razón que me mueve á pedir para mi hermandad tan deseado privilegio.
— Pero, ¡por el santo Job, y las tres Marías! — volvió á interrumpir el bueno
y longanísimo Provisor. — ¿Podremos saber á qué hermandad pertenece usted y
en cuyo interés muestra tanta facundia?
— Eso lo diré yo en breves palabras, — continuó el orador, — porque soy amigo
del tiempo y conozco lo que vale. Tanto es así, que de todos los autores y escrito-
res antiguos y modernos, el que mas me encanta y deleita, el que llevo siempre
conmigo, es Salustio, y señores, ya saben ustedes que este gran hombre es el
modelo de la concisión. Pues bien, la hermandad que represento, como procura-
dor, entiéndase bien, porque no pertenezco á otra hermandad sino á la social, ó á
la gran familia humana, es tan antigua, que, como dije antes, solo la enuncia-
ción de la escena que representa lo está diciendo á voces. Es, señor Provisor, la
de los ladrones.
— ¡De los ladrones! — repitió el presidente con extrañeza.
— ¡Pido la palabra! — exclamó uno de los portadores de cartapacios. — -En Se-
villa no ha habido ni hay hermandad de ladrones. Yo tengo al dedillo la historia
de todas las cofradías, y no hay ninguna con esa advocación.
— Perdone el orador, — dijo el presidente, — eso de hermandad de ladrones me
disuena. ¿Habla usted en sério ó en broma?
— Me esplicaré, — prosiguió el archi-parlante, que mostraba un desparpajo y
campechanería, liors lirjne, como dicen los franceses. — El paso ó argumento de
TOMO I. 24
190
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
mi hermandad era el descendimiento de Cristo, cuya cofradía conocen cuantos me
escuchan. Pero, ¿qué sucedió? Que con la penuria de los tiempos, la falta de di-
neros y por consiguiente de reparos y restauraciones de las esculturas, la Virgen
Santísima se desmejoró y las tres Marías se pusieron de suerte que no liahia por
donde cogerlas. Nicodemus se cayó de la cruz y se hizo polvo; la figura del Cris-
to, que era de pasta, empezó á carcomerse y deshacerse, de modo que se necesi-
taba hacer otras nuevas para presentarse en público con decoro. Solo quedaron
las figuras de Dimas y Cfeta, ó sea del buen y del mal ladrón, y como cada año
aumentan los forasteros, y da la casualidad de que un devoto ha prometido cos-
tear los demás gastos de movilización de la cofradía, siempre que fuese necesario,
lié aquí la razón de haber escogido por término medio el salir á la calle con lo úni-
co que ha quedado decente, que son los dos ladrones, y el motivo de venir yo aquí
á pedir dia y hora con tanto derecho como el que más, porque, señores, no habrá
quien me niegue, que en punto á antigüedad de hermandades ninguna puede
competir con la de mis clientes de la cruz. La humanidad empezó su existencia
con un robo, pues no hizo otra cosa Eva, apoderándose de la fruta de un árbol
contra la voluntad y mandato de su dueño. Siguió su hijo Cain, que se dió á ro-
bar por los caminos...
— Camino lleva usted de no acabar en cien años, — interrumpió el Provisor, —
si va á hacer la historia de todos los ladrones y sus hermandades, ó cuadrillas.
— No pienso tal, — replicó el procurador, — pero conste lo dicho, y si alguno
se atreve á contestarme, aquí estoy yo para responderle.
— ¿Hay quien tenga alguna objeción que oponer? — preguntó el presidente.
Todos los circunstantes guardaron silencio. Se miraban unos á otros como
encandilados y permanecían mudos como estátuas en sus asientos.
— Visto que nadie replica, — continuó el Provisor, — la hermandad de... ¿de
qué dijo usted?
— De los ladrones.
— La hermandad de los ladrones hará estación el Viernes Santo á las cuatro
lloras de la tarde.
Dicho esto, se levantó el orador, hizo un reverente saludo, y de paso nos gui-
ñó el ojo, como si quisiera decirnos que le siguiésemos.
Salimos detrás de él, y apénas nos hallamos al aire libre en las gradas de la
catedral, se vino á nosotros sonriendo y preguntándonos, qué nos había parecido
la sesión.
AMERICANOS Y LUSITANOS
191
— La verdad, — dijo don Peregrino, — yo no sé como calificarla. A veces pa-
recíame asunto formal y á veces pura pantomima. Usted sabrá mejor que nadie lo
que hay en ello.
— Pues sepan ustedes que para farsantes, farsante y medio. Todos los años se
repiten estas sesiones ridiculas, donde se insultan y andan á la greña los diputa-
dos de cofradías. Yo no pertenezco á ninguna, ni soy representante, ni quien tal
pensó. Pero me gusta pasar un buen rato á costa de los necios, y sabiendo que el
Provisor es un bendito, y estas gentes ignorantes basta dejarlo de sobra, me be
venido á pasar la mañana alegremente con las flaquezas del prójimo, y á soltar-
les cuatro indirectas del padre Cobos.
— Humor se necesita, — respondí. — Tenia razón mi amigo, cuando me dijo
viniese á presenciar una de las escenas mas cómicas y curiosas que pueden ima-
ginarse, y crea usted, que si algún dia escribo los recuerdos de mi viaje, no ol-
vidaré este extraño episodio de las fiestas de Semana Santa.
por D. Ricardo Sepúlveda.
lé. viva la gracia, viva el salero!
Es para un ramillete pintiparado.
— Pero ¿á quién te refieres?
— A aquel torero
Que en la esquina del Suizo nos lia mirado.
Es un valiente espada, de los mejores;
Y con toros de Salas Race primores:
Esto lo dice él mismo; pero distingo,
Yo sé lo muy medroso que está en la brega,
Aunque gana lo menos, cada domingo,
Media talega.
Por dos horas escasas de hacer que hacemos.
Gana mas que un Ministro de la Corona.
Y en dias de trabajo siempre le vemos
Luciendo la sandunga de su persona.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
193
Pantalón ajustado, botas flamantes,
Y en la camisa algunos gordos brillantes;
Calañés ó pavero de lo mas caro,
Nada de corbatines ni de tirillas,
Y alguna vez, aunque esto va siendo raro,
Grandes patillas.
Tal vez me baya olvidado de algún detalle;
Mas de perfil, de espaldas y basta de frente,
Así es cualquier torero visto en la calle,
Es decir, cuando suele ser mas valiente.
Tipo español de raza, de Baco aluno,
Es generoso á veces como ninguno;
Solo lleva zapatos cuando torea,
Y, pues son las corridas tan celebradas,
Justo es demos de ellas alguna idea
Con tres plumadas.
.A. LOS TOROS
Desde la Puerta del Sol,
Que es donde empieza el jaleo
De la corrida anunciada,
Dos horas antes lo menos,
Cruzan echando demonios
Mas de mil coches diversos.
Omnibus de bote en bote
Y averiados peseteros,
Que conducen á la plaza,
Entre gritos y entre temos,
104
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
A los alegres vecinos
De la villa, y forasteros;
Muchachas muy sofocadas
Del calor y los aprietos.
Menestrales, horterillas,
Y modistas y extranjeros;
Niñas con mantilla blanca,
Cocineras con pañuelo,
Militares de paisano,
Chulos y niños de pecho;
Porque la española ñesta,
Tiene siempre el privilegio,
De traer juntas á todas
Las clases de nuestro pueblo.
Todo es ruido y algazara,
Y chistes, y chicoleos,
Y saltos dentro del coche
Y bastantes veces... vuelcos.
Entremos, pues, en un ómnibus,
Y. si es posible, sentémonos,
Para escuchar lo que dicen
Los que ocupan los asientos.
— ¡Eh, aquí, á la plaza, á la plaza
¡Que me marcho y que no vuelvo!
— ¿Hay asiento?
— Arriba hay cinco.
¡Eh, á la plaza, caballero!
— Pero, mayoral, ¿marchamos?
— Pero, mayoral, ¿qué hacemos?
— En seguida, señorito;
Llegaremos en un credo.
— Sí. con el credo en la boca
AMERICANOS Y LUSITANOS
195
Tendremos que ir.
— Por supuesto.
¡Eli, á la plaza... arre, beata,
Coronela, ríííííá... lucero!...
Un Inglés. — ¿Estar muy lejos la arena ?
Un Chulo. — ¿Qué arena?
— Taurina. ..
— Cuerno .
— Justo, el cuerno, donde vamos.
— ¡Ali! No señor, no está léjos;
En llegando, en seguidita
Se encuentra usté allí.
— Ya entiendo.
¿Y quién morir boy?
— El toro.
— Yo no querer decir eso,
Sino quién ser las espadas.
— (Me paice á mí que le pego
A este tio). Pus... Lagarto,
Y luego y dimpués Frascuelo.
— ¿Frascuelo ser picador?
— ¿Picador?... Pues ya lo creo;
Y muy valiente, sarasa.
— ¿Cómo lia dicho usté, ser eso ?
— ¿Se quié usté quedar conmigo?
— Yo voy á un palco, y no puedo.
— Cállate, Juan; no te entiende.
— El demonio del abuelo...
— ¿Qué lias tomado?
— Dos del uno;
Como traigo á la Remedios...
— \ o tuve que ir á empeñar
Los tirantes y el chaleco.
— Pues yo, por mor de esta prójima,
Empeñé ayer el brasero,
196
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
^ así la traigo á los toros,
Y la convido á refresco.
Aunque mañana no coma
O duerma...
—Sí, va, en el suelo.
— Pero es que los toros, chico,
Me causan á mí un efecto,
Que aunque no tenga dos reales
Para poner el puchero,
No pierdo ni una corrida.
— Ni tampoco yo la pierdo.
El Inglés. — ¿De quién son los toros, cóven?
— (Hombre, me carga este viejo).
Pues deben ser de... su padre
Y de su madre.
— ¡ Grosero !
— ¿Qué ha dicho usté?... Si no fuera
Por los toros...
— ¡Eli, qué es eso!
¡ Haya paz ! .. .
— Ahí viene Paco
Calderón, en un jamelgo.
— Y en aquel coche Lagarto.
— ¡Viva la gracia, salero!
— Pues los de hoy son de Miura.
— Sí, señor, y de los buenos;
Y va á haber una jindama...
El Inglés. — ¿Qué ser jindama?
— Ser... miedo.
— Vaya, ya llegamos: corre,
Porque hay que coger buen puesto,
Junto á la contrabarrera.
— Lo que es allí no me atrevo:
Y además voy con la Chata,
Que le gusta estar mas léjos.
AMERICANOS Y LUSITANOS
19
E1T LOS TOLOS
— Adiós, Manuel.
— Hola, amigo.
— ¿Usted aquí, don Ignacio?
— Hombre, sí; en habiendo toros,
Con mi gota y con mis años
Vengo siempre.
- — Buena entrada
Va á tener boy don Casiano.
— ¿V qué tal los bichos?
— Buenos:
Estuve en el apartado,
Y son de libras, y pegan...
El Inglés. — ¿Con qué pegar?
— Con un palo.
— ¿Quién es ese?
— Es un inglés
Que se quiere ir enterando,
Y á todo el mundo pregunta...
Vamos á pasar buen rato.
— ¿Qué asiento tiene usted, mister?
— Mire usted, creo que es palco.
— ¿A ver?... Centro-grada, nueve...
¡Hombre, si estamos de lado!
— Me alegro. De esa manera
Usté poder explicando...
— Sí, señor, con mil amores.
— Con amor no es necesario.
— Venga usté á ver los toreros,
Que ya deben ir llegando.
— Ser muy bonitas las majas
TOMO l.
25
198
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Con esos pañuelos blancos
A la cabeza; me gustan.
— No son pañuelos.
— ¿Ser trapos?
— No señor, son las mantillas.
— ¿Van en mantillas?...
— ¡Qué ganso
Allí tiene usté á Lagartijo.
¡Hola, Rafael! ¿Cómo vamos?
Rafael . — Estoy partido .
El Inglés. — ¡Carramba!
Pues no veo los pedazos.
Oiga, señor Lagar tica,
¿Por qué llevar ese rabo
En la cabeza?...
— Es la moña.
— Estar usté mucho guapo.
— Ya lia llegado el presidente.
— Vaya, á la plaza, muchachos.
— Buena suerte.
— Muchas gracias.
El Inglés. — Que no se rompa usted algo.
— Mucho, buen tino ha tenido
El presidente.
— Lagarto,
A ver si te luces, hombre.
— Trae aquí el capote, Pablo.
— Hola, tumbón.
— Adiós, Chuchi.
— Salvador, mucho cuidado.
’ . #
— ¡Quién quería el agua... aguááá!...
— Sentarse, señores, vamos.
AMERICANOS Y LUSITANOS
199
— El primer toro: buen mozo.
¡ Qué arrogante y qué parado !
— ¡Buena vara!
— ¿Quién lia sido?
— Calderón, que tiene un brazo...
El Inglés. — ¿Es Calderón de la Barca?
— No señor, este es del barco.
— Chuchi, al toro... al toro...
El Inglés. — ¿Un chucho?
Quién ser...
— El que va montado.
— Vaya un marronazo... ¡Pillo!
¡Tunante! ¡A la cárcel!
El Inglés.
— ¡ Diablo !
¡ Ir á la cárcel por eso !
— Mucho; buen quite.
— Ser bravo
Ese torero.
— Es Frascuelo.
— Pastor, no recortes tanto.
El Inglés. — Yo no veo que recorte
Nada...
— Para suerte, Paco:
Siempre cae de piés.
— Al toro,
Juaneca... Mucho... Caballos.
— Caballos... ¡Vaya un servicio!
— ¡ Qué herradero!
— ¡Bruto, bárbaro!
El Inglés. — Se van á pegar.
— No hay miedo;
la están bien acostumbrados.
—Eli...
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¿Y las banderillas?
— Vamos, por íin lian tocado.
— Ya salen los mozos cruos.
El Inglés. — Mejor dirá usté quemados.
— Mucho, buen par al relance.
El Inglés. — ¿Y quién las lia puesto?
—El Gallo.
El Inglés. — ¿El gallo?... Pues no le veo.
— ¡Vaya un torito marrajo!
¡Cómo se entablera! Calma,
Que te va á dar un mal rato.
— Eli... Ya lo enganchó.
El Inglés. — ¿Qué ha sido?
— No lia sido nada, un puntazo.
— Si no es por Frascuelo y Angel...
— Y Cuatro-dedos.
— ¡Canastos!
¿Dice usté que cuatro dedos
Le ha entrado el asta?
— Al contrario.
— Ya va á matar Lagartijo.
El Inglés. — ¿Y qué dice?...
— Está brindando.
— A ver si matas al toro
De un volapié hasta la mano.
— Unen pase de pecho; mucho.
Bien. — ¿Ha visto usté qué cambio?
El Inglés. — ¿Cambio? No señor, no he visto.
— Aun no, que no está cuadrado
El toro.
El Inglés. — ¿Cuadrado el toro?
No lo estará en muchos años.
— Ahora, Rafael, aprovecha;
Anda, que tú eres el amo.
— ¡Soberbio !
AMERICANOS Y LUSITANOS
201
— ¡ Bien !
— ¡Qué magnífico
Volapié le ha propinado !
— No necesita puntilla.
El Inglés. — ¿Puntilla un toro?
— Un cigarro.
Mister, venga la petaca.
El Inglés. — ¿Pero qué hace usté? Carramho;
Vuélvame usté mi sombrero.
— Hombre, no; si voy á echárselo
Al matador.
— ¿Qué, no tiene?
Heme usté, estoy resfriado.
— Allá va... ¡Rafael, Rafael!
El Inglés. — Usté tendrá que pagarlo.
— Ya tiene usté aquí el sombrero.
— Mire usté que pisoteado.
¿Y la petaca?...
— Eso no;
Porque ese ha sido un regalo
Que usté le hace.
— Muchas gracias;
Adiós, señores, me marcho.
— Vaya usté con Dios, sarasa.
¡ Qué baile !
— ¡ Vaya un bromazo!
— Sentarse, que sale el toro.
— Hombre, mire usté á aquel palco
Que pié asoma.
— Muy bonito.
— Eli, que se vé...
— Ese zapato...
— Allí se matan.
— No es nada.
— Hombre, vaya un naranjazo
202
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Que le lian pegado á aquel viejo.
— Pues allí siguen los palos.
— ¡Pastillas y caramelos!
■ — ¡Eli, los del agua, que mancho!
— Le digo á usté que esa ha sido
Recibiendo.
— No, aguantando.
— Que sí.
— Que no.
— Por supuesto:
Usté será de Lagarto,
Porque entiende usté de toros,
Como yo de pintar patos.
— Lagarto es mejor que nadie,
Siempre con los piés paraos,
y no como ese.. .
— Silencio.
— ¿Escribe usté en El Enano ?
— Oiga usté, que no permito
Esas bromitas; ¿estamos?
— ¡Ay, qué miedo!... Usté perdone...
— Que le largo á usté un sopapo.
— ¡Eli!... que se pegan; silencio.
— No lo entiende usté.
— Al cadalso.
— Allí está el doctor Garrido...
— ¿No está en su farmacia?
— Claro.
— ¿Tienes ahí la panacea?
— Hola, doctor, ¿cómo vamos?...
— Que salude...
— Que se vaya...
— Doctor, cura ese caballo.
— Doctor, cómprale naranjas
A ese chico.
AMERICANOS Y LUSITANOS
203
— Escucha, Pablo;
Bríndale unas banderillas
A Garrido.
— Bien, muchacho;
Buen volapié ha sido ese.
— Rafael, suplica á tu hermano
Que dé al toro la puntilla. . .
¿No ves? Ya lo ha levantado.
— Una.
— Dos.
— ¡Qué puntillero!
—Tres.
— ¡Al corral!
— ¡ Fuera !
— ¡ Cuatróóó !
— ¡ F uera enterradores !
—Vaya,
A la quinta lias acertado.
A ver si el año que viene
Te contrata el empresario.
Y así, poco mas ó menos,
Continúa este bromazo,
Hasta que el último toro
Se lo llevan arrastrado.
DE EOS TOEOS
Y después de terminada
La corrida felizmente,
O de otra peor manera,
204
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Como ocurre algunas veces,
Vuelven las "entes á casa.
O
Pero ya no tan alegres,
Sino mollinos y roncos
De gritar al presidente,
Y á los toreros maulones,
Como lo son casi siempre.
Cada cual defiende un lance
l)e capa, ó alguna suerte
Del torero predilecto,
Que tiene por mas valiente.
— Porque también en la plaza
Hay partidos, y eso es de ene.
Quién recuerda muy contento,
Que lia tropezado en un pliegue
De la capa de Frascuelo,
Y le lia visto hablar de frente;
O jurar á algún piquero,
O soplar á Villaverde;
Quién cuenta que se lia lucido
Diciendo veinte mil pestes
Al presidente porque
No mandó poner rehiletes;
Quién que ha dado un puro á Pablo,
Y así sucesivamente;
Afirmando todos que
Mas á los toros no vuelven
Hasta... la corrida próxima,
Que es lo que siempre sucede.
Y entre tanto los toreros,
Intactos ó con un siete
En la taleguilla , en coche
Van á ver á sus mujeres,
Que esperando su regreso
Están rezando impacientes,
AMERICANOS Y LUSITANOS
205
Y á la Virgen y á algún santo
Dos ó tres velas encienden.
Saliendo bien de la lidia,
Ya están los chicos corrientes,
Sin tener ocupaciones
Hasta... el domingo que viene;
Se quitan el trajecillo,
Y al Imperial á las nueve,
A contarse la corrida,
Mirando pasar la gente.
Es verdad que algunos de ellos
En la misma plaza mueren;
Mas son gajes del oficio,
Que con tanto gusto tienen:
Y mientras haya españoles,
Habrá toreros muy ternes,
Que, aprendiendo en los novillos
Que es donde todos aprenden,
A lidiar toros de libras
Y toda clase de reses,
Ponen después unos palos,
Que sirven de mondadientes
Al bicho, pues se los ponen
En la boca muchas veces;
Y luego, con los de puntas
Y de cinco años se atreven,
Y sufren algún puntazo
En el sitio que mas duele;
Mas tarde, salir consiguen
A provincias, á Albacete
Por ejemplo, y á la postre
A la villa y córte vienen
Con un torero de invierno,
Que á torear se compromete
En verano, y ya está el chico
TOMO I,
26
206
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Dando que hablar á la gente,
Hasta qne la alternativa
Una tarde le conceden,
Y contrata su cuadrilla,
Y es espada que promete;
Pero yo opino que, al cabo,
La afición ha de perderse,
Y se acabarán los toros,
Y los toreros — se entiende; —
Quedando, á lo sumo, para
Que esta proeza recuerde,
Algún cuadro de Valdivia,
Ilustrando las paredes,
por D. Luis Ricardo Fors.
ste tipo es exclusivamente de hoy. Carece de equivalente
entre los tipos de otros tiempos.
No es el lechuguino, ni el currutaco, ni el petrimetre,
ni siquiera el clandy.
Todos estos denotan un sér que raya en lo ridículo por
la exageración de la moda en su vestido.
El gomoso lleva su exageración y ridiculez no solo al modo de
vestirse v presentarse, sino hasta á la manera de proceder y pensar.
Los antiguos currutacos y petrimetres eran risibles por fuera...
Los gomosos lo son por fuera y por dentro.
No sabemos á punto fijo el origen de la denominación de gomoso,
porque aun cuando se derive del gommeux francés, esto no explica la causa del
calificativo.
Gomoso en español, ó gommeux en francés, nada nos dice sino cosa que desti-
la goma. Tal idea, apropiada al tipo de que nos ocupamos, no expresa con pro-
piedad y exactitud la vida, costumbres y extravagancias del gomoso.
Para formar concepto aproximado de ellas, es necesario examinar este tipo
208
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cuando se presenta en público; seguirle hasta el menor de sus movimientos;
apuntar aunque sea la mas insignificante de sus palabras.
El gomoso no puede confundirse con ningún otro tipo de los (pie pululan en
la sociedad moderna.
Donde se vean hombres robustos, figuras de verdaderos hombres; en donde
haya actitudes y costumbres varoniles; siempre que aparezca desarrollo en la es-
tatura del sexo fuerte y que éste se presenta con todos los atributos de naturali-
dad, fuerza, sencillez, espontaneidad y desembarazo peculiares de los hombres, es
inútil buscar gomosos.
El gomoso es la negación de todas estas cosas.
Por regla general (y todas las reglas generales tienen excepción), el gomoso
es lo opuesto á toda apariencia de virilidad.
Basta analizar al gomoso, para convencerse de que esto es innegable.
Si el lector vive en Madrid y quiere hacer el estudio de los gomosos, no ha de
tomarse mas trabajo que permanecer en la Carrera de San Jerónimo, delante los
cristales de Lhardy ó en cualquiera de las Cuatro Esquinas; si se halla en Barce-
lona basta (pie se detenga en la esquina de la calle de Fernando y la Rambla; si
en Sevilla, en la calle de las Sierpes frente al Casino Sevillano; si en Lisboa, en
cualquiera chanelaría del Ciliado; si en París, en las arcadas del Granel Hotel; si
en Londres, en el crescent de Picadilly ó en las salas de Símmson‘s Divans ó en
los aparadores de Ixcgcnt Street; si en la Habana, en las puertas del Louvre; si en
Nueva- Yorck, en las esquinas de la Cuarta Avenida; si en Monaco, frente las gradas
del Casino; y en todos estos lugares y en otros equivalentes de otras mil poblacio-
nes, puede estar seguro de que no pasará cinco minutos, sin que se ofrezca á sus
miradas el tipo clásico del gomoso.
Sus señas son moríales.
A primera vista diríase que el sér que se va á examinar es un siete-mesino;
una criatura contrahecha y enfermiza. Pero no lo es.
Aquello que parece todo ésto, es la personificación auténtica del gomoso.
Aquello es, como dirían los ciegos vendedores de calendarios, el verdadero Za-
ragozano.
Lo primero que llama la atención, es que no hay un gomoso siquiera que
lleve un sombrero á medida.
El sombrero de nuestro tipo, parece hecho casi siempre para sugetos mas chi-
cos que él ó para cabezas mas pequeñas que la suya.
AMERICANOS Y LUSITANOS
209
La ley de la gomería exige que el viento mas insignificante baste para llevar-
se aquella prenda de vestir. Sin embargo, esta contingencia acontece muy rara-
mente, porque la etiqueta q ovnis km prescribe que el cráneo de nuestro héroe, su
cabello y su sombrero constituyan tres cosas distintas y un solo conglomerado
verdadero, por obra y gracia de cierto charol ó pringue que acaba por convertir
la cabellera en parche y el sombrero en esclavo de los cabellos.
Lo repetimos: las señas son mortales y el gomoso no es susceptible de confu-
sión con ningún otro sér humano.
Le acompaña indefectiblemente un bastoncillo cuyo puño hace cambiar cada
mes, para que parezca siempre un bastón nuevo; no puede ir sin guantes y raras
veces sale á la calle sin corsé.
El gomoso debe ir prensado y enguantado, si no quiere faltar al santo y seña
del gremio á que pertenece.
Sus manos han de competir con las de una muchacha y su cuerpo debe lucir
la delgadez de cintura mas exagerada que sea posible.
Por esto el gomoso usa guantes hasta para ponerse las botinas y se lava cien
veces al dia las manos con pasta de almendras y las cubre de cascarilla y leche
cutánea.
Por esto el gomoso se encierra en un verdadero laberinto de ballenas ó se opri-
me y ahoga con ajustadísimas fajas y cinturones que estrujan su talle, le ponen
los bofes en los labios, agolpan la sangre á sus carrillos y le adelgazan por abajo
tanto cuanto le abotargan por arriba, dando á su pecho, hombros y espaldas la
apariencia de una joroba circular.
Imagine el lector la clase de martirio en que vive el gomoso, lanzándose por
estos mundos de Dios duro y envarado como cachiporra de tambor mayor, merced
á las operaciones de reforma corporal que sufre, para presentarse en público con
todos los requisitos que caracterizan la benemérita orden de que forma parte.
Su tipo no puede despintarse ni confundirse.
Visto de lejos, siempre nos lia hecho el efecto de un tapón de botella soste-
niéndose por la parte mas estrecha.
Visto de cerca, lo hemos considerado en todas ocasiones como un hombre re-
ducido á la dosis mas homeopática posible de la seriedad del género humano, ó,
en otros términos, nos ha parecido siempre una cantidad de ridiculez elevada á
todas las potencias y ampliaciones de que sean capaces los mas sabios matemáti-
cos de la tierra.
210
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Podria definirse al gomoso diciendo que consiste en un pedazo de insipidez
humana que, principiando por algunos ojos de gallo oprimidos en un par de botas,
sube y se encarama basta un mechón de pelos que se escapa por debajo de las
alas de un sombrero.
La muestra seria siempre la prueba palpable de la definición.
Anda el gomoso con un vaivén que no deja duda sobre el martirio de que es
víctima. El calzado, la moda, el furor de mostrar unos pies distintos de los que
realmente tiene, hacen de nuestro tipo un verdadero émulo de las damas chinas.
Toda su estatura es insignificante y cuando por rarísima excepción su talla se
parece á la de los hombres, aparece desfigurada por las opresiones á que el gomo-
so sujeta su cintura, ó desaparece por el aire afeminado de todo su sér, empaque-
tado entre las costuras de un traje destinado á presentar un cuerpo humano con
formas completamente distintas de las que realmente tiene.
La exhibición de su cuerpo es la misión sagrada del gomoso.
Invierno y verano se contonea con el mismo entusiasmo, mostrando por pla-
zas y calles el perfil de su naturaleza artificial.
Los abrigos que guarecen del frió ó los tejidos ténues que contrarestan el ca-
lor, están para él prohibidos por completo.
El gomoso anda siempre á cuerpo gentil.
Luce su cintura aunque tirite de frió ó se exponga á una pulmonía, y no deja
su corsé, sus fajas ó sus cinturones, aunque le ahogue el sol de la canícula ó le
asfixie la temperatura del ecuador.
Tal es el gomoso visto por fuera.
Añádanse algunos toques mas á la pintura y nadie podrá desconocerlo.
Estos toques son imprescindibles porque forman las insignias consagradas por
el gremio. Consisten en la flor que aparece por el ojal del pecho, las cortinillas de
pelo charolado que caen sobre la frente, y el pañolito de puntas de colores y per-
fume de heno inglés ó plantas chinas, que asoma por el bolsillo del costado iz-
quierdo.
¡Ecce Homo!
Esto acaba el retrato del gomoso en su parte de perspectiva.
Su vida, sus clases, su carácter y naturaleza no son menos dignas de darse á
luz.
La vida del gomoso es el ocio.
Generalmente nuestro tipo es un vago, pero algunos de ellos trabajan; y como
AMERICANOS Y LUSITANOS
211
estos ejemplares son rarísimos, constituyen la excepción de la regla y no pueden
aspirar á imprimir carácter en el gremio.
El gomoso clásico no sabe lo que es levantarse de la cama antes de mediodía.
Abandona el lecho, emplea de dos á tres horas en las operaciones de su refor-
ma personal, y se lanza á la calle sobre las cuatro de la tarde en invierno y las
seis en verano.
Apénas fuera, acude invariablemente al mismo punto de reunión en que sabe
ha de hallar á sus colegas de gomeria. Poco á poco va engrosando el grupo, y
cuando los gomosos se consideran falange bastante numerosa, se dedican á hom-
brear.
El gomoso no se considera hombre sino en corporación.
Solo, no sirve sino para recibir resignadamente un bofetón de cualquiera: acom-
pañado es capaz de pegárselo al lucero del alba... si cree que el lucero del alba
no ha de devolvérselo.
Nada hay mas digno de risa que esa turba de siete-mesinos de pelo charolado
y violetas en el ojal, cuando se tropiezan con una muchacha tímida ó algún obrero
de pocos años.
Allí de los piropos verdes para la primera y de las provocaciones para el se-
gundo.
Pero aparece entre ellos un hombre y hace ademan de sacudir mofletes... Los
gomosos se apartan prudentemente y, en menos tiempo del que se necesita para
escribirlo, desaparecen del alcance de la mano de cualquiera que se pare delante
de ellos.
De noche el gomoso suele usar bastón de estoque y revolwer de seis tiros;
pero á pesar de tales utensilios gratifica al sereno ó al vigilante del barrio, para
que le custodien hasta la puerta de su domicilio.
El acto mas importante de la vida de nuestro héroe es la conquista del bello
sexo.
El gomoso cree que su misión en la tierra es seducir todas las doncellas, per-
vertir todas las casadas y enloquecer todas las viudas. Cuantos actos realiza están
encaminados á obtener el amor de las mujeres. No se viste sino para atraer las
miradas de aquellas por su elegancia, ni habla sino para convencer al bello sexo
de sus dotes de conquistador.
El gomoso ignora que la mujer aborrece el afeminamiento y adora la viri-
lidad.
212
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Cree que seduce, y aburre; piensa que le buscan, y le evitan; está convencido
de que conquista, y repugna; y por esto, cuando se encuentra en lo mas elevado
de sus ilusiones y juzga que las mujeres mas recatadas y mas difíciles están sub-
yugadas á sus atractivos, suele dar en el gabinete de un médico especialista, que
le convence dolorosamente de sus derrotas platónico-sensuales.
Si el gomoso no fuera digno de lástima, seria cosa de diversión.
Tiene figura de hombre y apenas llega á serlo; habla y no dice nada; trata
de embellecerse y se hace grotesco; está entre hombres y le toman por mujer;
alterna con mujeres y lo tratan como niño; el gomoso es un quid pro quo viviente,
un error con forma humana, un sér inútil é inservible que come y se agita en el
bullicio humano, porque sí.
Hay quien cree en la existencia de varias clases de gomosos, pero los que tal
creen lo han examinado mal.
Se pretende que hay gomosos por naturaleza y gomosos por afición.
Es un error.
Desde el momento en que el hombre se hace esclavo del corsé, y se pringa la
frente con los mejungues que le abrillantan las cortinillas y rizitos de la misma,
y se embadurna de cold-cream, y se baña en leche de Vénus, y se blanquea ma-
nos y cara con cascarilla de Yucatán ó polvos de arroz de Riméis, desde que hace
todo ésto, y aprisiona sus piés en botitos dignos de los martirios de la inquisición,
y se contonea como muchacha por las calles, y habla con voz atiplada á todas
horas, no se es mas que gomoso puro.
Cuando á tanto se llega, es que se lia perdido hasta el concepto de la virilidad.
Es que se ha desconocido ya toda nocion de la dignidad y de la misión del hom-
bre en la tierra.
Los individuos que se encuentran en tales condiciones no forman, ni pueden
formar otra cosa, que una familia indivisa é indivisible.
La familia de los siete-mesinos afeminados.
Esta familia es la que encierra el proto-tipo de la gomería, porque retrata,
asimila y comprende á todos los gomosos en una sola categoría de séres, que en
todos los países, bajo todos los meridianos y en todas las zonas del globo, equivale
al doctorado en imbecilidad humana.
EL CAFÉ IDE LTTLIO CÉSAR.
por D. José Navarrete.
Sevilla
ace veinte y tantos anos, en la mejor ciudad de aquella
tierra
Donde está el rumbo á dos cuartos
Y la sal á muchos menos,
habia (y creo que aun existe) un café, llamado como
indica el epígrafe de este artículo, sin duda porque á
Julio César la cercó
De muros y torres altas,
á cuyo café concurrían, por tandas, los borradlos procedentes de
todas las tiendas de montañés, desde las doce de la noche basta las
cinco de la mañana en verano, y basta las seis en invierno.
El Café cíe Julio César estaba situado junto á una sombrerería, donde por un
napoleón y el viejo se daba un sombrero nuevo, en la calle estrecha de Colon, por
TOMO I,
27
214
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
la que se va desde la plaza de San Francisco á las gradas de la Catedral, y era un
saloncillo de escasa holgura, bajo de techo y ahumado, cuya decoración consistía
en siete ú ocho mesas de pino, sucias y pringosas, rodeada cada una de cuatro
banquillos, seis candiles colgados en la pared, el mostrador junto á un rincón y
una ventana que solo se abría en ciertos momentos solemnes, como se verá luego.
Sobre una mesa del mostrador campeaba un gran anafe con una cafetera hu-
meante encima, y en fila se veían las tazas y los platos de loza sevillana, que sa-
llan no mas que desconchados de la prueba de arrojarlos al suelo con violencia,
v las copas y las botellas de aguardiente.
El café se confeccionaba fuera de la casa, para lo cual el dueño contrataba las
borras y las sobras líquidas de otros establecimientos importantes. Respecto al
aguardiente, baste con decir que se llamaba arranca-ganóle ó arrastra-gañote por
unos v por otros ¡a ¡ala, origen, sin duda, de la frase usada hoy por el vulgo de
Sevilla de dar la lata, que significa dar una desazón.
Los precios subían á una mota la taza de café, servida desde luego con leche
y con el azúcar (sin cucharilla), y un cuarto la copa de aguardiente.
El amo, Jeromo, era un buen mozo, muy sério, con el pelo echado á la cara
y sin ninguno mas en ésta; con fama de valiente, y constando en su hoja de ser-
vicios haber vendido boquerones en Málaga y pertenecido tres años al Fijo de
Ceuta. Tenia por dependientes á dos chicos montañeses, colorados, lustrosos, y
siempre en mangas de unas camisas muy sucias: se llamaban Perico y Ventura.
En la parroquia figuraban gitanos de la Cava de Triana, verduleros de la Ma-
carena, barrileros de la Carretería, torerillos de San Bernardo, cocheros de los
carruajes de Palacios y de Ferrer, y algunos señoritos, militares y paisanos del
casino de la plaza del Duque, que, después de correrla toda la noche, cenaban
mariscos, riñones y manzanilla en las tiendas de Lorenzo, de Valvanera, ó de
Montes, oyendo cantar á Silverio, á Piedra y á Sartorius, yendo después al baile
de Miguelito Barrera y por último á visitar los corredores y las alcobas de otros
establecimientos de las calles de Velazquez y de Santa Justa y de los callejones
de San Francisco de Paula, cayendo á las tres ó las cuatro de la madrugada en
el Café de Julio César á tomar la espuela, ó sea la última copa de aguardiente.
Siendo la casa pequeña y reducidos los precios, lo que á Jeromo le convenia
era despachar mucho, y para ello, que los concurrentes no se eternizaran en las
mesas, contando valentías, ó templándose con la ronquera del alcohol, para can-
tar unas serranas como Paco el Sevillano, que es hoy el primer canlaor de polos,
AMERICANOS Y LUSITANOS
215
cañas y seguidillas y que ya entonces, con su clara y extensa voz y su primoroso
estilo, era el regocijo de la afición y la esperanza de Molina y de Perico er pelao.
— Vamos, caballeros, vamos, que es tarde, — decia Jeromo con aquella grave-
dad del asno que le era peculiar, recorriendo el cafetín cuya atmósfera podia cor-
tarse.— Vamos allá, vamos allá, que hay mucha gente esperando á la puerta.
Después de una pausa, anadia dirigiéndose al montañesillo que estaba de en-
tra y sal con las cafeteras:
— ¿Has cobrado, niño?
En las primeras horas, solia el pueblo atender las intimaciones de Jeromo y
despejar el salón; pero allá, á las tres ó las cuatro de la mañana, sobre todo si
hacia frió, era imposible hacer salir de allí aquella piara de curdas (como decia
un amigo mió.) que disputaban á gritos, golpeaban las mesas, se desafiaban,
querian convidar á todo el mundo sin un ochavo, y ofrecían en suma, uno de los
cuadros mas repugnantes que puedan imaginarse.
Cuando Jeromo (después de hecha la recaudación) conocía que por la buena
tenia el pleito perdido, se retiraba detrás del mostrador y le decia á uno de los
dependientes:
— Niño, el sahumerio.
El chiquillo cogia una cazuela que estaba en un rincón; echaba en ella con los
dedos unas áscuas del anafe y sobre las áscuas unos polvos que tenia en un papel que
sacaba del bolsillo y que levantaban en seguida una humareda espesa de un olor
fuerte, acre, picante, nauseabundo, pegajoso, insoportable, y daba una vuelta por
el saloncillo con la cazuela en la mano, agitándola, como quien inciensa, al pa-
sar junto á cada mesa y aumentando la dosis de polvos cuando echaba poco humo.
Era digno de pintarse el aspecto que ofrecia entonces el café: los borrachos
empezaban á toser, á estornudar, á escupir, á lanzar imprecaciones, á dar arca-
das, á pedir aire, á querer matar al montañés que les daba er jumaso, como ellos
decian y que se retiraba detrás de Jeromo, que en aquellos momentos tenia siempre
el cuchillo á mano; y por último, dándose empellones, se lanzaban en tropel á
coger la puerta, so pena de ahogarse, echando ya algunos los hígados por la boca.
Después abria el chiquillo la ventana y entraba otra tanda de borrachos.
Nadie pudo averiguar nunca qué sustancias químicas componían aquellos
polvos infernales. Jeromo decia que le habia dado el secreto un boticario del Per-
chel; y seria conveniente conocerlo, porque el tal sahumerio lo están pidiendo á
voces algunos lu gares que no son el Café de Julio César.
por D. Miguel Tejera.
os usos y costumbres de una nación son indudablemente
el resultado de las influencias que tienen sobre el hombre
el clima, las producciones de la naturaleza, la situación
geográfica, las leyes, los gobiernos, y las relaciones con
los demás habitantes de la tierra.
Así vemos las tres zonas en que naturalmente está dividida Ve-
nezuela, pobladas de gentes cuyos usos y costumbres difieren bas-
tante entre sí.
En la zona agrícola, el hombre vive al abrigo de suaves climas;
los feraces terrenos que posee, le dan tempranas y abundantes cose-
chas; escasa industria le basta á recoger cuantioso producto de las
plantas generosas que prosperan en sus vírgenes comarcas, sin el trabajo de sus
manos; y mas que los otros habitantes del país, puede estar en roce con los ex-
tranjeros que vienen á Venezuela.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
217
A esta reunión de favorables circunstancias es á lo que se debe el que la ma-
yoría de la población habite esta hermosa parte del territorio de la República . En
ella se hallan las principales ciudades y casi todas las industrias que dan vida al
comercio interior y exterior.
Los hijos de estas regiones gustan de la sociedad; y así, se les vé plantar sus
chozas cerca de las de sus vecinos en lugares convenientes, tanto para atender á
sus plantaciones ó estar cerca del lugar de su trabajo, como para prestarse mutuo
auxilio en caso de necesidad, y reunirse los dias feriados á bailar y divertirse al
compás de sus guitarras y maracas. Se nota en ellos alguna falta de apego al tra-
bajo, cosa que se comprende al considerar la facilidad con que adquieren la sub-
sistencia. Son muy amigos de diversiones y les encanta la música, que, como
dice Baralt, es «afición y embeleso del venezolano.» Son crédulos, hospitalarios,
valerosos, de clara inteligencia, y muy fáciles de impresionar por medio de la pa-
labra; de suerte que casi todos los trastornos políticos que después de la indepen-
dencia han azotado á Venezuela, han tenido su base en la región agrícola del
país, debido esto sin duda á la influencia ejercida sobre ellos por los hombres que
han proclamado en el país doctrinas diversas.
En los centros de población se conservan las costumbres de los antiguos colo-
nizadores, con algunas modificaciones que necesariamente ha introducido el cons-
tante trato con los extranjeros y sobre todo el cambio de las instituciones despóti-
cas y degradantes de la colonia, por las sábias leyes que inspira la libertad. Bajo
la dominación española era el pueblo absolutamente pobre, fanático, y mas que
ésto, ignorante; las altas clases de la sociedad, supersticiosas, llenas de vanidad y
sin instrucción alguna; apénas uno que otro virtuoso varón se dedicaba al estu-
dio, y miraba con desden los títulos y miserias en que ponian todas sus aspira-
ciones aquellas desdichadas gentes. Hoy, no obstante las sangrientas y desastro-
sas luchas que ha soportado Venezuela, el pueblo tiene ideas generales de las
cosas, aspira á instruirse, y acaso es uno de los menos fanáticos de América.
La alta sociedad no tiene hoy que envidiar en su cultura á la de los países
mas adelantados: la -finura de sus maneras, la franqueza de su trato y la cumpli-
da caballerosidad y gentileza que presiden á todos sus procederes, hacen de ella
el encanto de los extranjeros que la frecuentan, y la admiración de los viajeros.
Pero hay algo que es mas honroso que todo esto para los habitantes de esta
zona, y es el espíritu filantrópico que se descubre en toda clase de gentes. Incli-
nados por naturaleza á la práctica del bien, son caritativos, generosos, y miran
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
218
como un deber ofrecer sincera hospitalidad á quien la lia menester. En los viajes
que liemos tenido ocasión de hacer por las principales poblaciones, ¡ cuántas veces
hemos admirado prácticas sublimes inspiradas por tan bellas cualidades ! Estando
en Ciudad de Cura, vimos caer de su caballo á un viajero, arrojando sangre por
la boca; pocos instantes después estaba rodeado de numerosas personas del vecin-
dario, que se disputaban el gusto de ponerle á su cuidado. Llevóle al fin á su
casa aquel que podía ofrecerle mas comodidades, y allí fué colmado de atenciones
aquel desconocido, durante tres meses, como si fuera uno de los miembros de la
familia.
En Valencia se enfermó gravemente uno de los amigos con quienes habíamos
ido á aquella ciudad. Apénas llevábamos allí seis dias, y todas nuestras relacio-
nes'estaban reducidas á la señora de la casa en que nos habíamos alojado; mas,
sabido por los vecinos lo que pasaba, vinieron á ofrecernos sus servicios, y no
contentos con ésto, acudieron á la habitación del enfermo, y ayudaron eficazmen-
te á la bondadosa dueña de la casa, que trataba de que nada faltase á nuestro
amigo.
Quisiéramos citar aquí muchos otros casos como estos que hemos presenciado;
pero siendo para ello estrecho el espacio de que podemos disponer, nos abstenemos
de hacerlo.
En tiempo del coloniaje y aun algunos años después, tratábase á los jóvenes
con suma dureza y barbaridad en las escuelas, colegios y aun en la casa paterna.
Basados los padres y preceptores en aquel funesto adagio, de que la letra con san-
gre enira, castigaban con azotes y con palos las faltas de la juventud, y llegaba
esta barbaridad á ejercerse hasta en mozos de veinte y mas años. Cuáles fuesen
los frutos de semejante tratamiento, no hay para qué decirlo. Pero al fin, la liber-
tad, «alma de lo bueno, de lo bello y de lo grande,» brilló al cabo sobre la pátria
nuestra; y á su benéfica luz han desaparecido aquellos menguados hábitos de la
esclavitud.
¡Cuán grande y generosa debió de ser aquella generación de héroes, que, á
pesar de haber crecido bajo tan funestas prácticas, pudo tener la virtud y cons-
tancia necesarias para redimir la pátria de la mas afrentosa servidumbre, y que
sacándola oscura y ensangrentada, de manos de sus terribles dominadores, nos la
legó libre, gloriosa y llena de las mas bellas esperanzas!
Antes amaba el hijo á su padre como á una especie de deidad amenazante, y
casi puede decirse que solo le temía; hoy le profesa respeto y entrañable amor.
AMERICANOS Y LUSITANOS
210
Nunca, en aquellos dias del pasado, se hubiera atrevido un joven á manifestar á
sus padres los secretos de su corazón; habia de buscar entre sus amigos, persona
en quien depositar sus íntimos sentimientos, y á quien pedir consejo en los tran-
ces peligrosos en que á veces se empeña la incauta juventud.
Afortunadamente esto ha desaparecido, y al presente los padres son los mejo-
res amigos de sus hijos, y casi siempre sus mas íntimos consejeros; reinan sobre
ellos por el dulce imperio del amor, y cuando se ven en la dura necesidad de cas-
tigarlos, tratan de evitar toda pena corporal desde que el niño ha entrado en el
uso de la razón; comprendiendo muy bien que no se inspiran sentimientos delica-
dos, ni se inclina al cumplimiento del deber por medio de la dureza del castigo,
sino despertando en los tiernos corazones aquellas ideas de dignidad y de decoro,
que son la mas sólida base de la rectitud de la razón.
En el pueblo inculto, aun se hace uso de los azotes para castigar á los hijos,
pero no con frecuencia; y se nota afortunadamente que esta odiosa costumbre va
desapareciendo.
En los colegios particulares se conserva todavía el uso de la palmeta, pero no
se aplica generalmente sino á los niños de ocho á doce años. También se observa una
decidida tendencia á extinguir esta especie de castigo, y es de esperar que dentro
de pocos años ya no exista.
Los que habitan las llanuras son muy diferentes en todos sus hábitos. El cli-
ma abrasador en que viven, la lucha constante que sostienen con los elementos y
las fieras, y las largas marchas que hacen desde muy temprana edad por las de-
siertas pampas, ya á pié, ya á caballo, les dan una fuerza muscular prodigiosa y
una destreza y agilidad extraordinarias.
Hijo del cruzamiento de las razas española, indígena y africana, el llanero es
de tez morena, de regular estatura, delgado, y de una musculatura muy bien
desarrollada. El es, como ha dicho el señor J. M. Samper «el lazo de unión entre
la civilización y la barbarie, entre la ley que sujeta y la libertad sin freno moral:
entre la sociedad con todas sus trabas convencionales mas ó menos artificiales, y
la soledad imponente de los desiertos donde solo impera la naturaleza con su in-
mortal grandeza y su solemne majestad.»
El llanero es enemigo de residir en las ciudades; cuando se halla en ellas se
juzga aprisionado. Solo le es grato vivir en sus desiertos, gozando de aquella gran-
diosa perspectiva que ofrecen las interminables llanuras cubiertas de gramíneas
gigantescas. Amante de la soledad, construye su choza á orillas de los rios ó de
220
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
los caños, donde, con solemne pompa, alzan innumerables palmeras su magnífico
follaje. Su compañero inseparable es el caballo: tómalo al atajo en las sabanas
desde potro, lo doma con arte peregrina, y enseñándole á secundar todos sus es-
fuerzos en la terrible lucha que constantemente sostiene con las fieras, lo liace
su verdadero amigo en el desierto.
Pobre en extremo, no siempre tiene los necesarios aparejos; así, se le vé á
veces saltar sobre su caballo en pelo, y atravesar las llanuras á todo escape, en-
lazando con suma precisión toros corpulentos y bravios, ó derribándolos por la
cola. Otras, se lanza en las ciénagas, en los caños ó en los rios caudalosos y los
atraviesa á nado, defendiéndose con gran destreza y artificio del enjambre de cai-
manes y peligrosos cocodrilos que pueblan aquellas aguas. Sin embargo, en mu-
chas ocasiones arrostra el ¡lanero con todo linaje de peligros aun sin la compañía
de su caballo, sin mas ayuda que su astucia y su vigorosa constitución; y tenien-
do por únicas armas una lanza, un sable ó un cuchillo, triunfa de los feroces ti-
gres que amenazan constantemente los ganados; y aun sin arma de ninguna es-
pecie aguarda tranquilamente la acometida del mas bravo toro, y haciendo uso
de su cobija «lo capea con singular donaire y brío.»
Tal género de vida hace que el llanero sea por demás astuto y cauteloso, ene-
migo de toda sujeción y servidumbre.
«Ama, como su verdadera y única patria, las llanuras. A ellas se acostumbra
fácilmente el habitador de montañas, pero fuera de ellas sus hijos hallan estrecha
la tierra, el agua desabrida, triste el cielo.»
«Injustamente se le lia comparado en todo con los beduinos. El llanero jamás
hace traición al que en él se confía, ni carece de fé y honor como aquellos bandi-
dos del desierto; debajo de su techo recibe hospitalidad el viajero, y ordinaria-
mente se le vé rechazar con noble orgullo el precio de un servicio. No puede
decirse de él que sea generoso; mas nunca por amor al dinero se le lia visto pros-
tituirse, como raza proscrita, á villanos oficios.» (1)
No es como muchos lian querido pintarle, feroz en sus venganzas, ni despro-
visto de toda piedad para con sus enemigos. Por naturaleza intrépido y lleno de
un espíritu belicoso, es temible en la contienda, pero sabe perdonar á los rendi-
dos. Si alguna vez comete con ellos actos de crueldad, débelo, no á su propia
inclinación, sino á la influencia que sobre él ejerza algún caudillo sanguinario.
En su corazón afianza sus raíces la gratitud, como una planta bendita; y así vé-
(1) Baralt y Diaz, Resúmen de la historia de Venezuela.
AMERICANOS Y LUSITANOS
221
sele consagrar con todo desprendimiento, á ser útil en lo posible ú su bienheclior.
«Como creyente, nace, vive y muere á su modo, sin cuidarse del cura ni del sa-
cristán;» (1) y como ciudadano, mira con indiferencia las leyes, desprecia al que
no puede soportar una vida como la suya; pero cuando llega la hora en que oye
la voz de la libertad que le llama á sus filas, siempre le halla listo para sacrifi-
carse por ella.
Sus costumbres y trabajos le hacen el soldado aguerrido de las llanuras.
«Prácticos del terreno y la movilidad que les proporciona su ligero equipaje, los
hombres de los llanos no pueden ser vencidos sino por hombres de los llanos, y
Venezuela tiene en aquellas inmensas sabanas y en el pecho de sus valerosos hi-
jos el mas firme baluarte de la independencia nacional.» (2)
Y ¡ cosa admirable ! todas estas condiciones une el llanero la de ser poeta,
músico y gracioso galanteador de la mujer.
A veces se le vé á la pálida luz de la luna y bajo alguna erguida palma, en-
tonando peregrinas trovas al compás de su guitarra; otras, bajo su choza y en
medio de sus joropos y fandangos, improvisa al son de su bandola, con admirable
gracia y facilidad, largos romances ó chistosas coplas. Cuando marcha condu-
ciendo los ganados, entona un canto dulce y melancólico que parece una tierna
queja ó un lánguido suspiro, con el cual los guia por aquellas inmensas soleda-
des. Diríase al ver la poderosa influencia que ejerce por este medio sobre su re-
baño, que hay en la armonía de su voz algo de mágico.
Tal es el llanero; tipo original que reúne á la vez las costumbres tártaras y
árabes, y los sentimientos dignos que exigen la hospitalidad, la gratitud, el des-
prendimiento y el patriotismo.
En la zona de los bosques, el suelo agreste é inculto, cubierto de impenetra-
bles selvas donde apénas se oye el rugido de las fieras, el silvido de los vientos,
el murmurio de los torrentes ó el variado canto de las aves, tiene una nran seme-
janza con el hombre que la habita. Rudo é inculto, vive de la pesca, de la caza
ó de las frutas silvestres que le ofrecen las vírgenes comarcas en que mora; y sin
cuidados que le angustien, «pasa la vida dormitando al dulce murmurio de sus
palmas.»
Unos construyen sus propias chozas á orillas de los rios y bajo la magnífica
arboleda que las cubre; otros forman pequeños pueblecillos en apartados y deli—
(1) J. M. Samper.
(2) Codazzi, Geografía de Venezuela.
tomo i.
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2*22
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
ciosos lugares, y se entretienen tejiendo chinchorros y hamacas que adornan ele-
gantemente con ricas plumas de variados colores; otros, en fin, viven errantes en
selvas desconocidas.
Los guaharibos, blancos de color y pequeños de estatura, moran en la fértil
región donde tiene sus vertientes el caudaloso Orinoco. Los piaroas, macos, ma-
poyes y otros de condición apacible y amigos de la agricultura, viven tranquila-
mente en las selvas del Sipapo, del Cuchivero, del Padamo y del V entuari y otros,
construyendo sus chozas, en aquella comarca verdaderamente privilegiada, en
donde á la naturaleza le plugo establecer el sistema de aguas negras que no crian
ningún insecto.
Los guaicas, también blancos, viven sobre el Ocamo, Matacuna y Manaviche;
célebres por el uso del curare, y enemigos acérrimos de los guaharibos .
Tribus errantes habitan las márgenes del Caroni y el Caima, sin que tengan
otros medios de subsistencia que la pesca, la caza ó las frutas silvestres. Otras se
hallan diseminadas entre la sierra Imaca y el Cuy uní; y allá, en el pantanoso
delta del Orinoco, vive la nación guarauna, amiga del comercio y que comienza
va á reunirse en pequeños pueblos.
Numerosas tribus se hallan diseminadas á las orillas de los rios y en medio
de las selvas.
Lástima es que los gobiernos que ha tenido hasta hoy Venezuela, hayan des-
cuidado completamente la digna obra de civilizar por medios eficaces á esta parte
de los habitantes de la República. Esos séres desdichados, cuya suerte se ha visto
con tal indiferencia, reliquia verdadera de los antiguos poseedores de nuestro fe-
cundo suelo, ¿son acaso indignos de que hagamos de ellos miembros útiles á la so-
ciedad, ó creemos que deben civilizarse por sí mismos ó con el solo influjo que sobre
ellos pueda ejercer uno que otro viajero que se interna en aquellas soledades?
En los años que tiene Venezuela de haberse constituido en nación indepen-
diente, acaso ha venido á la mente de los gobernantes la idea justa de propender
á la civilización de los bárbaros que aun habitan parte del país, como una espe-
ranza bella, pero irrealizable.
¡Gloriosa administración aquella bajo cuyos auspicios se lleve á cabo la civi-
lización de esos indígenas, vistos hasta hoy, para mal de la pátria, con tanto
abandono ! Las generaciones venideras bendecirán su nombre con religiosa gra-
titud y tal obra será considerada para nuestra pátria como una segunda y no me-
nos gloriosa emancipación.
por D. Cecilio Navarro.
odo el que tiene comezón de hablar y habla sin ton ni son,
ó mucho y sin sustancia, es lo que en buen castellano se
llama charlatán.
En esta acepción genérica, pueden ser charlatanes, sin
permiso de nadie, cuantos tengan esa aptitud ó Unjo de irse
por la boca, como por ejemplo, el leguleyo, el politiqueante, el
filosofastro, el medicastro, el poetastro, y demás profesores de la
misma desinencia ó capacidad.
Pero el carácter típico, el tipo y aun prototipo histórico, el
charlatán técnico, auténtico, licenciado, licencioso, es necesaria
y fatalmente sacamuelas.
Este tipo, verdaderamente popular, sino elocuente, locuaz; sino discursista,
verboso; sino razonador, palabrero; siempre un tipo perfectísimo, dentro de su
misma imperfección, viene á ser un brote ubérrimo, lujurioso ó lujuriante, como
se dice en galliparla, y de todas maneras un gérmen perdido por su misma fe-
cundidad en el jardin de la oratoria.
224
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
d no se hubiera perdido, sino que liabria llegado á ser disertísimo orador, si
como se consagró á sacar muelas, se hubiera consagrado el charlatán á meter
ideas en la cabeza.
Pero es un tipo vano, vacío.
A no puede ser otra cosa, si ha de ser charlatán en la máxima expresión ó
profesión de sacamuelas.
El tipo no es ni puede ser exclusivamente español, es universal. Allí donde
hay hombres, hay necesariamente muelas. No hay que seguir la inducción. ¿Ha-
brá quien dude que donde hay muelas, surge naturalmente la necesidad de un
profesor que saque las buenas y deje las malas?
Hásenos escapado aquí una equivocación. No la salvamos, sin embargo: á ve-
ces se expresa mejor el concepto, diciéndolo al revés.
Sea de esto lo que quiera, el sacamuelas fué siempre una necesidad sentida, y
lo que es necesario se cumple siempre en la historia, por decirlo así, diciéndolo
también con ínfulas oratorias.
Hay, pues, y no puede menos de haber en todas partes, honorables sacamue-
las.
Pero el tipo aleman se pierde, no ya por lo facundo, sino por lo vulgar ó re-
gular, como quiera que es un profesor que saca muelas, como el herrero clavos:
zahnlrecher , arrancador de dientes, nombre que, dicho sea de paso, seria bárbaro,
si no fuera filosófico.
El tipo americano sabe mas que el español, pero habla ó jierora mucho menos,
defecto que ha de tenerse en cuenta para juzgar bien del mérito del sacamuelas.
El italiano es una afeminación del tipo general, sin ciencia, ni puños, ni ac-
cidentes oratorios, bien que pretenda suplirlo todo con el acento dulzón de su gar-
rulería.
El francés es el maestro de los sacamuelas: charlando mas que todos juntos,
parece que habla bien, y es mentira; parece que sabe mucho, y no es verdad.
Ignora menos que el español y el italiano; pero no sale del empirismo de raza.
Sin embargo, es un sacamuelas elegante, cortés, reverencioso hasta quebrar-
se por la espina; no habla nunca sino coinme il faut, no habla ni opera sin guan-
tes, no obtura sino con oro, ni engarza sino con el mismo metal. Sobre todo, y
esto es lo principal, saca siempre las muelas sans eprouver aacune cloiileur, es de-
cir sin dolor... del sacamuelas.
No liemos tenido el gusto de observar el tipo inglés: liáilo infaliblemente, su-
AMERICANOS Y LUSITANOS
225
puesta su necesidad; sino que en esto como en todo, lia de ser una degeneración
del aleman, esto es, lia de entrar mejor en la familia, hablando un poco mas y
sabiendo un poco menos que él.
Sea como quiera, no entra en nuestro plan el empeño de describir el tipo ge-
neral en todas sus fases: solo nos proponemos reivindicar la gloria de nuestro tipo
nacional, y aun así. Dios y ayuda, que esto de seguir á un charlatán es empeño
temerario.
II
El sacamuelas español, á quien todos conocemos por su nombre, no se llama
así ni mucho menos, técnicamente hablando; á lo menos no se conoce por él el
mismo sacamuelas, ó no responde por este mal nombre.
Llámase técnicamente el sacamuelas, según interpretación auténtica, dentista
de SS. MM. y AA.
Esto, en primer lugar, dentro de la monarquía, por supuesto; fuera de ella, el
sacamuelas se las saca en primer lugar á la república, llamándose gallardamente
dentista presidencial, ó mas gráficamente, tricolor, ó con mas libertad, igualdad
y fraternidad, dentista de Pí ó de Castelar.
Caben luego otras denominaciones no menos gráficas, sino tan pretenciosas,
y llámase á sí mismo el sacamuelas profesor odontológico, ó cirujano dentífrico, ó
invadiendo toda la facultad, como leimos años atrás en un Aviso al público, médico-
cirujano de dentificacion .
El sacamuelas, ó sea el dentista, por darles gusto en tecnología, sino siempre
doctor, es casi siempre licenciado por París ó Nueva-Yorck, lo que en materia de
dientes, vale tanto como decir, cuando se decia, por Salamanca ó Alcalá en dere-
cho ó teología.
Y aun hay profesor de estos, que en su noble ambición de adquirir mas y mas
conocimientos para hacer luego todo el bien posible á la humanidad doliente, sa-
cándoles las muelas, sin experimentar ningún dolor, no lia limitado sus viajes á
aquellas dos metrópolis, sino que fué á Pekín y aun mas allá, volviendo al fin
cargado, como noblemente se propuso, de conocimientos, té indio, hojas de loto y
otras yerbas para el dolor de estómago del ilustrado público.
Aquí hay una invasión de facultades, por cuanto el sacamuelas no saca, sino
que mete la pata en la jurisdicción del médico.
226
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Pero no hay tales carneros, al decir del mismo profesor, quien salvando su
conciencia ó su responsabilidad, bien que nadie lo acusara, á lo menos en la oca-
sión á que aludimos, decia así á su respetable auditorio:
«El estómago es la cocina de este pequeño mundo humanitario; pero sin mue-
las que preparen el guisado, es inútil la cocina. Por consiguiente, señores y se-
ñoras, mios y mias, la dentificacion es un precioso aparato, anterior y superior al
estómago física y moralmente. Y, una de dos, ó el estómago lia de reconocerse y
declararse á priori dependiente de las muelas, ó tiene que irse con la música á
otra parte.»
Aquí interrumpió el insigne gárrulo su bárbaro discurso, mas solo para des-
pachar algunas cajas de té indio y otras yerbas, única solución de continuidad
admisible en su fluida facundia.
Y hecho esto, continuó persiguiendo la conclusión que buscaba, añadiendo
con sin igual gallardía:
«Está, pues, en relación directa é inmediata uno con otro aparato, y entra,
por consecuencia obligada, en la competencia del dentista, si como verlo y gra-
cia, sabe su obligación, todo el conducto digestivo-intestinal, desde la boca has-
ta... perdonen ustedes el modo de señalar.»
Y para que no quedara duda del punto en que, según él, terminaba su com-
petencia, anunciaba incontinenti hojas de loto, como el mas precioso específico
para curar las almorranas.
Claro es que entraba en su competencia, según su arrastrada lógica; sino que
este industrial vendia también pastillas de jabón de leche de almendra, de atre-
cho y otros extraños lacticinios, no sabemos por qué otra relación ó dependencia
odontológica.
Hay otros charlatanes, que al son de algún instrumento, por lo común pulsá-
til, cuando no de viento, de vendabal, de pistón, y siempre al compás de su asom-
brosa charla, venden en calles y plazas y en medio de un corro de público, ilus-
trado siempre, mil utensilios, trebejos y baratijas; pero estos charlatanes son de
ínfima ralea, como quiera que no tienen título de sacamuelas, y no pueden por
consiguiente alegar en su abono ni ciencia, ni arte, ni aun legítima charlatane-
ría. ¿Cuándo, ni cómo, ni en qué pudiera equipararse á la culta y técnica locua-
cidad de un cirujano denlífugo ó dentífrico la bárbara peroración de un ignaro y
pedestre buhonero?
«j Maldito charlatán!» decia con mucha sal y pimienta uno de estos cirujanos,
AMERICANOS Y LUSITANOS
227
que estando un día en uso de la palabra, se veía con frecuencia interrumpido por
el abuso de otra mas chillona, pero nada odontológica. «¡ Maldito cliarlatan !»
Y aun anadia dirigiéndose á lo mas granado y culto del ilustrado público:
«¡Cosas de España! Si hubiera aquí buen gobierno, prohibiria la autoridad
hablar en público á los charlatanes en perjuicio de los que tenemos título profe-
sional muy bien ganado.»
Es gallardía.
Pero no á humo de paja lo dijo quien lo dijo, pues este insigne charlatán con
título profesional y todo, á quien nos guardaremos muy mucho de nombrar, por-
que tomaría infaliblemente la palabra para alusión personal y estaría hablando
hasta el día del juicio; éste, como todos los de su profesión, exhibe públicamente
en cada sesión al aire libre, no ya solo sus títulos profesionales, expedidos en Pa-
rís ó Nueva- Yorck ó en la misma universidad de Oxford, sino también certifica-
dos tan fidedignos como honrosos, de admirables curaciones, y diplomas de cruces
y calvarios, concedidos por reyes y emperadores y hasta por el mismo Pontífice
Romano.
Y si no los exhiben en la rigorosa acepción de la palabra, los presentan, que
viene á ser lo mismo, los ofrecen en mano á la lectura del público ilustrado, aun-
que á la conveniente distancia ó altura para que no pueda leerlos el ilustrado pú-
blico.
La intención basta, cuando hay buena fé; y la buena fé de tan honorables
profesores, sin contar con la nuestra, nos veda creer que sean papeles mojados.
III
Hay, y no puede menos de haber, según digimos, sacamuelas en todas partes;
sino que el sacamuelas, como los grandes cetáceos, no es pez que navegue en
mares de poco fondo. Por eso, pues, si bien hace excursiones á los pueblos subal-
ternos, cuando su propio instinto le advierte que hay que sacar algo, su residen-
cia ordinaria es la capital.
Aquí tiene su laboratorio, ó técnicamente, su gabinete; gabinete ó laboratorio
echado á los cuatro vientos de la publicidad y aun á los treinta y dos de la aguja
de marear, con solo el soplo de un anuncio, que en letras de cuerpo entero dicen,
como quien dijera: Hipócrates , Principe de la medicina:
Lúcas Gómez, profesor dentífrico.
228
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Algunos, mas cultos, ponen: Odeontológico .
Otros, mas modestos, ponen simplemente: Dentista, después del Lúeas Gómez,
por supuesto.
Ninguno, ni por modesto ni por culto, pone jamás sacamuelas.
Como quiera que sea el gabinete por fuera, por dentro es el estudio del profe-
sor; sino que el tal profesor no tiene que estudiar nada, por la sencilla y á la vez
poderosa razón de sabérselo ya todo.
Con esto, no hay allí cosa de libro, ni hace maldita la falta; sino llaves maes-
tras, tenazas, gatillos, perros, diablos, y demás instrumentos de sacar.
Esta cerrajería odontológica no es ni debe ser nunca numerosa; lo primero
porque no lo exige la operación de sacar, que facultativa y todo, consta solo de
tres tirones, aunque hay ejemplos de mas; y lo segundo, porque ha de responder
á la necesidad ó conveniencia de que el gabinete sea portátil.
En efecto, dentro de estos límites, todo el gabinete del sacamuelas, cabe en
un coche de alquiler, que ya con este aparato primordial y algunos accesorios de
efecto, viene á ser la tribuna del mas gárrulo de los oradores, y el verdadero
trono, á veces con dosel y todo, del rey de los profesores públicos, del profesor de
odcontologia.
ti es de ver como se engríe, vestido de sociedad y aun de toda etiqueta, se-
cura! um quid, y hasta arrogante y gentil de su persona, aunque no tenga cinco
piés, como quiera que está en alio y con ó sin perdón, á todos se los pasa por de-
bajo de la pata; se engrie y con razón, porque está en berlina, es decir, en exhi-
bición, en exposición universal, luciendo todas sus facultades y aptitudes, no ya
solo de sacamuelas y peronador, (pie es un orador mas largo, sino hasta de pres-
tidigitador; expediente con que abre la sesión, aunque esté solo, bien seguro de
atraer muy luego público ilustrado con el incentivo, siempre aceptable, de un
espectáculo gratis d ato .
No por eso, sale de situación ni deja de estar en carácter el licenciado saca-
muelas, aunque á primera vista no se alcancen bien las relaciones de los dientes
con los títeres.
En el coche, como en su propia cátedra, explica luego el profesor con pasmoso
desenfado, osteología, odontología, veterinaria, en fin, aplicada al arte de sacar
muelas.
Y las saca, uniendo la teoría á la práctica, porque al buen pagador no duelen
prendas; las saca y las pone, limpia, fija y da esplendor, ni mas ni menos que la
AMERICANOS Y LUSITANOS
229
Academia Española; aunque lo que es poner, no pone nada, sino en su gabinete,
donde se dejó los dientes. Y ved qué cosa: estas piezas que con mejor derecho que
el loto y el té indio entran en su competencia, no son hechas por el profesor, sino
por un menestral acaso extraño á la profesión. Así es que muchos dignos saca-
muelas se desdeñan de ponerlas y solo se consagran á sacar.
A vueltas de esto y lo otro y lo de mas allá, pondera sus largos estudios; la
utilidad que han traido á la ciencia y á la humanidad, ambas dolientes, sus mas
largos viajes; el primor de sus manos en esto de sacarlo todo, sin maldito el do-
lor; se despacha, en fin, á su gusto.
Y no acaha nunca; acaba, sí; pero como si no acabara, porque vuelve á empezar.
Y todo esto con fluidez vertiginosa, con habla desortografiada, con supresión
de puntos y comas, sin mas interrupción que las facultativas, gárrulas también,
de sacar y meter, ó sea cobrar después de los tres tirones.
No hay que extrañarlo: está en su cátedra, y además y sobre todo está en la
lección de todos los dias y naturalmente se la sabe de memoria.
Ni se dejó en el tintero de su abundosa elocuencia el justo encomio de su des-
interés, que llega, con la cola á lo menos, á la abnegación. Saca gratis et amore
las muelas á los pobres de solemnidad, bien que saque lo que puede á los demás
pobres pacientes; y no quiere sacar cosa de hueso á los ricos, sino en último ex-
tremo, pues dice en beneficio ageno y contra el suyo propio á voz en grito que
toda extracción inutiliza, no uno solo, sino dos preciosos instrumentos de masti-
cación, de nutrición y de vida, y debe aconsejarse su conservación dentro de la
moral dentífrica.
Hé aquí un desinterés que tiene tres bemoles, porque en efecto está dentro de
la moral común. Pero en la dentífrica, como muerto el perro, se acabó la rabia,
no quiere el sacamuelas empezar por matar el perro de cuya rabia vive, y se es-
fuerza con la mayor abnegación en vender antes todos sus paliativos, teniendo
como tiene asegurado el duro de la extracción.
I"V
El gabinete odontológico, que cabe en un coche de alquiler, puede caber
también en unas alforjas, reducido á su mínima expresión, sin que falte ninguno
de sus hierros y demás menesteres de la profesión, cada y cuando el sacamuelas
va á visitar su distrito,
TOMO l.
29
230
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El profesor, en esta otra exhibición de facultades, no lia descendido en mane-
ra alguna; está á la misma altura física, moral é intelectual; pero su cátedra es
ahora mas modesta: es una silla... de montar.
Es el mismo profesor, licenciado por Oxford, revalidado en Pekin, médico-
cirujano de dentíficacion de SS. MM. y AA.; solo que ahora va á cuatro piés...
va á caballo.
Dejémoslo ir, que ya parecerá.
Cuando parezca, no hay que preguntar quién es; él mismo se anticipará con
garbo de sans facón , que quiere decir sin vergüenza ni cortedad ninguna, y os
entregará sus credenciales.
O
Las credenciales de un charlatán son prospectos, aunque con cierto aire ó corte
de edictos ó proclamas.
Hé aquí una que nos viene de molde y hemos de insertar textualmente para
que no se crea que recargamos el carácter, mal aconsejados por la envidia:
«Don Julián Martínez Rubio, cirujano dentífrico de SS. MM. y AA., premia-
do en París y Londres y otras exposiciones:
» Tiene el honor de ofrecer al ilustrado público de esta culta y morigerada
población sus filantrópicos servicios de dentíficacion garantizados con el estudio y
la experiencia de una larga carrera dentro y fuera de España.
» Extrae muelas, dientes y raigones subrepticios sin experimentar ningún do-
lor; corrige y perfecciona con toda perfección las desigualdades dentrífugas, liman-
do salientes y arrancando sobrepuestos, sin dolor; empasta y obtura por todos los
sistemas conocidos, á plata, á oro, á zinc, y por otro de su propia invención, que
es el mejor de todos ellos, por cuanto es una pasta mixta de ambos á tres elementos
físicos sin cosa de mercurio ni otra sustancia inmoral ni corrosiva. Cura radical-
mente la excoriación escorbútica, las úlceras fungosas, las oftalmías mandibula-
res y demás desperfectos denticales; añade también sueltos á las piezas montadas
sobre planchas ó bases de cuchú; y todo esto sin ningún dolor, como tiene acre-
ditado y acredita diariamente en sus operaciones públicas y privadas, nacionales
y extranjeras.
» Inventor también de un elixir vegetativo-animal de virtud maravillosa en
la Academia de Medicina de París, cura instantinamente el mal olor de la boca,
y fortalece la dentición mas endeble dejándola para siempre limpia y completa-
mente masticable.
» Ofrece á mas, aunque agena á su profesión, una sustancia extraída de plan-,
AMERICANOS Y LUSITANOS
231
tas exóticas y elaborada en pastillas de á real para sacar de raíz toda clase de
manchas de aceite, de sebo, de grasa, de mugre, de fruta, de tinta, de vino y
demás licores maculares.
»E1 especialista solo permanecerá en esta culta y morigerada población tres
dias; lo que tiene el honor de advertir al ilustrado público, para que aproveche la
favorable ocasión de servirse de sus servicios.
» Firmado. — Julián Martínez Rubio.»
Ante esta pieza, tan preciosa como auténtica, y tan auténtica como hecha de
mano maestra, mano del mismo interesado, no es ya lícito darnos por sospechosos
atribuyéndonos el empeño de exagerar el tipo ó cualquiera otra mira adversa á
tan honorable clase, ni por envidia ni por ningún otro sentimiento de hostilidad.
Ni pudiéramos haber dicho menos, aun animados del mejor deseo, ateniéndonos
extrictamente, como narradores de costumbres, á las inviolables reglas del arte, ar-
te de hacer comedias y comedia de figurón, cuyo héroe es siempre el mismo figurón.
Tampoco pudiera resentirse justamente el sacamuelas, cuando en tan grata ó
ingrata pintura nos ayuda al fin el mismo sacamuelas.
Y en su insigne trabajo, que habla solo por su gran colorido, expresión y
movimiento, daríamos por terminado el nuestro, si á pesar de nuestra modestia
y dudando siempre de nuestras propias fuerzas, no tuviéramos la pretensión de
hacer un verdadero cuadro; y para este empeño faltan aun algunos toques.
Hemos visto al sacamuelas ejercer en coche allá en las plazas públicas de la
capital, y hay que verlo también ejercer á caballo en los pueblos subalternos,
aunque no liemos de tomarnos el fatigoso trabajo de seguirlo á todos ellos, pues
para muestra basta un pueblo, ó sea un boton, como reza el refrán.
Ejerciendo á Caballo el sacamuelas, no se da ya punto de reposo ni en manos
ni en lengua, pues siempre hay que coger de una á otra cosecha, y en punto á
muelas, se guardan en el lugar para él solo todas las que han madurado desde la
visita anterior.
Que para coger la fruta se empine un hombre todo lo que pueda, cuando es el
árbol alto, no tiene nada de extraño, es lo racional; lo extraño, lo absurdo es que,
siendo bajo el árbol, tan bajo como un hombre ó una mujer, se suba el sacamue-
las á un camello para coger su fruta.
¿Es que no puede ó que no debe descender al nivel de los demás?
— Baje usted de ese animal, — decia una tarde al mismo Martínez Rubio una
tímida paciente; — baje usted y me la sacará mejor.
232
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¡Bueno fuera! — contestó casi dignamente el charlatán. — ¡Bueno fuera que
bajara yo á operar!
No es, pues, que no puede, sino que no debe descender.
Y acaso acaso sea también que no le sea del todo posible, embarazado como va
entre todos los trastos de su gabinete; pues si bien no hemos tenido ocasión de
ver donde duerme el sacamuelas ambulante, sí hemos visto donde come: come
allí mismo donde almuerza... á caballo siempre.
Desde esta altura, que sigue siendo su cátedra, no menos digna que la otra,
exhibe al público, siempre ilustrado, sus títulos, certificados y diplomas con la
chusca precaución ya conocida; tiene el honor de ofrecer sus excelentes servicios
garantizados por años como los relojes mas pecadores que justos; corrige y perfec-
ciona, empasta y obtura á plata, á oro y hasta á calderilla; cura instant inamente el
mal olor de la boca, la excoriación escorbútica, las úlceras fungosas, las oftalmias
mandibulares y demás desperfectos dentífricos.
No hace nada de esto ni mucho menos; pero dice que lo hace, lo dice sin
puntos ni comas, desbocado como un caballo, que no sea el suyo, el cual expues-
to desde por la mañana hasta la noche á la lluvia, lluvia de palabras, y á todas
las inclemencias de la charlatanería, no mueve en su asombro pié ni mano, como
si fuera un manso y pacientísimo camello.
Pero si no hace nada de eso el charlatán, no deja de sacar muelas, mandíbu-
las y cuartos; y todo esto sin dolor.
¡Sin dolor! Esto nos trae á la memoria un paso de tragicomedia en cuya he-
roica acción fué protagonista el mismo sacamuelas, representante histórico y au-
téntico del tipo, y cuya catástrofe vamos á referir en cuatro rasgos para dar dig-
no remate á este trabajo.
Tráenos también á la mano este oportuno epigrama:
— No hay dolor como el de muelas,
Cuando aprieta de verdad.
— Hay quien sin dolor las saca.
— Ese aprieta mucho mas.
~v
Había ido por casualidad ó de intento á un pueblo de Andalucía un ingeniero
hidráulico, que no era en verdad hidráulico ni ingeniero, sino un charlatán, es-
AMERICANOS Y LUSITANOS
233
pecie de sacamuelas del ingenio, por cuanto iba sacando muy ingeniosamente del
pueblo todo lo que se liabia propuesto.
El pueblo, aunque no á mucha distancia del rio, carecía de aguas potables, y
las liabia traido en abundancia hasta la misma plaza de la Constitución, dirigien-
do bien ó mal el acueducto y cobrando cuatro ó seis meses de honorarios, como
tal facultativo, á razón de tres duros diarios.
Habia dirigido después la visual á una moza del pueblo, propietaria de muy
buenos fundos y no malas partes por su honestidad y belleza, y estaba á la sazón
en vísperas de bodas.
A ver si este ingeniero hidráulico no era en cierto modo un sacamuelas. Y él,
en verdad, las sacaba sin dolor.
Al dolor vamos.
Todo estaba preparado para tan feliz conyugio, que venia á ser un golpe de
estado en el pueblo.
Pero como el diablo no duerme y es enemigo siempre de la dicha agena, ya
que no pudo descomponerla, hubo de poner para retrasarla y ganar tiempo, toda
su infernal rabia en una muela del novio.
En efecto, la muela del juicio se le liabia vuelto loca de puro rabiar.
Pero si el diablo da la llaga, Dios da la medicina.
Aquí de nuestro héroe, caido como del cielo.
— «Don Julián Martínez Rubio, (decia el charlatán en la plaza recitando de
memoria su técnico prospecto) médico-cirujano de dentificacion de SS, MM. y AA.,
premiado en París y Londres y otras exposiciones...»
— Pare usted esa jaca, compadre, — le gritó el alcalde á cierta distancia, bien
que la jaca estuviera parada.
El orador no hizo caso de esta incongruencia y continuó en el uso de la pa-
labra.
— «Tiene el honor de ofrecer al ilustrado público sus filarmónicos servicios
garantizados por el estudio, y la experiencia de una larga carrera dentro y fuera
de España.»
— Pare usted esa jaca, — repitió el alcalde.
— «Extrae muelas, — prosiguió el otro, gárrulo y palabrero, — extrae muelas,
dientes, raigones subrepticios, corrige y perfecciona con toda perfección las des-
igualdades dentífricas, limando salientes y arrancando sobrepuesto; empasta y ob
tura por todos los sistemas conocidos y por conocer á plata, á oro, á zinc...»
234
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¡Que pare usted esa jaca! — volvió á repetir el alcalde, enseñando el bastón
de autoridad.
— «Yo ejerzo mi facultad con título profesional y por la gracia de Dios y la
Constitución de SS. MM. y AA., y en su virtud continúo sacando...»
— No se saca ya ni un pelo, cuanto menos un quijal á nadie de este mundo,
tan y mientras no venga usted ú sacarle el mismo juicio á mi mas estimado amigo.
— Pues no es eso sino continuar ejerciendo; estoy á las órdenes de usted, señor
alcalde.
— Vamos allá.
— Quisiera saber préviamente, — dijo luego el charlatán, — qué casta de pájaro
es el paciente, porque según sea su casta, así será mi procedimiento científico y
así también serán mis honorarios. A cada categoría de pacientes aplicamos su
instrumento respectivo: al pobre de solemnidad, que es parroquiano gratis, las te-
nazas; al que puede dar mas de las gracias, los alicates; al que dar puede una
peseta, el gatillo, y al que tiene para dar un duro, la llave inglesa. Ahora bien,
vuelvo á preguntar: ¿Qué casta de pájaro es ese amigo?
— Es un pájaro de cuenta, — contestó enfáticamente el alcalde.
— Llave inglesa, pues.
— Y si tiene usted otra superior, aunque valga un duro mas...
— Superior no hay ya ninguna, á no ser las de San Pedro; pero por el duro
mas, le aplicaré toda la superioridad de mi ciencia.
— A la mano de Dios.
Y llegamos á la casa de la novia, en cuya sala estaba el paciente, hundido en
una poltrona con todo el abandono de quien tiene la salud atravesada por el agu-
do puñal de un dolor de muelas.
Con esto, ni él se fijó en el charlatán, ni el charlatán pudo fijarse en él, que
tenia la dolorida cara entre las manos.
El cirujano de SS. MM. y A A. se inclinó profundamente al entrar, haciendo
por la primera vez de su vida un saludo sin palabras, saludo inverosímil que fal-
seaba el carácter, pero, con todo eso, no dejaba de estar en situación.
Después, armado de todas armas, digámoslo así, pues empuñaba la llave in-
glesa, llave que, como dijo el profesor, no reconoce superioridad sino en las de
San Pedro, y seguido en primer término por la novia y la suegra, en segundo
por el alcalde y en último por unos cuantos amigos de la casa, se acercó al pa-
ciente y tocándole en el hombro, le dijo cortésmente:
AMERICANOS Y LUSITANOS
235
— Estoy á las órdenes de usted.
El paciente se incorporó al aviso, descubriéndose á la vez la cara.
— ¡Ah! — exclamaron sorda y simultáneamente ambos á dos charlatanes.
Se hahian reconocido.
Los circunstantes tomamos la exclamación por un quejido refiriéndola al do-
liente; refiriéndola al sacamuelas, nos pareció hasta absurda, como quiera que él
ejercia siempre sin dolor.
Con todo eso, no hicimos alto en tan ligero incidente, tanto mas cuanto los
dos charlatanes, tomaron el prudente partido de disimular aprestándose el uno á
operar y el otro á someterse al sacrificio.
— No le haga usted mucho daño, — encargó la flevil novia.
— Ni mucho ni poco, — añadió el alcalde, como reconviniendo; — está ajustado
en un duro mas que no ha de hacerle ninguno.
— Ninguno, — contestó el sacamuelas con tan imperceptible sonrisa, que no al-
teró su heroica seriedad.
Y el maldito, á pesar del encargo de la novia y del recuerdo del alcalde, dió
unos pasos retrógrados, dejó la llave inglesa en su estuche, tomó no ya el gatillo
ni los perros alicates siquiera, sino la última categoría de sus instrumentos, las
tenazas, y volvió cerca del paciente.
— ¿Cuál es la muela dañada? — le preguntó con voz afectuosa, digámoslo
así.
El doliente le indicó una de las del juicio.
El sacamuelas aplicó sus tenazas á otra que no tenia cosa de eso, esto es, cosa
de daño, á la que no le dolia ni le habia dolido nunca, á la mas sana de todas, y
muy luego vino afuera, aunque no á dos ni tres tirones.
Aunque el dolor fué supremo, hubo de sufrirlo el doliente sin proferir una
queja, con un disimulo heroico; lo cual dió propicia ocasión al sacamuelas para
confirmar con una prueba mas su prodigiosa habilidad en presencia de irrecusa-
bles testigos.
— ¡Sin dolor! — dijo el ladino, mostrando la muela sana en sus pésimas tena-
zas. — ¡ Sin dolor!
— ¡Del sacamuelas! — gritó ahora el doliente entre sollozos echando á rodar su
disimulo.
Ante este descrédito, acahó de vengarse el sacamuelas revelando...
Pero esto no cabe en un cuadro ya acabado.
236
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
¿Qué nos importa que el seudo-ingeniero tuviera ó no obligaciones de concien-
cia con una hermana del sacamuelas?
VI
Cuatro palabras mas.
Los que sériamente se consagran al estudio de la odontología no deben darse
aquí por aludidos; esos, como todos los hombres de ciencia, no son charlatanes,
sino pensadores, ni por mas que saquen, son tampoco sacamuelas, son dentistas.
Hay dentistas alemanes doctorados en medicina y cirugía; no sino un dentis-
ta americano fué el que Hizo en las muelas el primer ensayo anestésico para ope-
rar sin dolor; y hay bastantes dentistas españoles, que, sin ser inventores, reali-
zan diariamente ese verdadero milagro, suspendiendo, mientras operan, la sensi-
bilidad del paciente, no con el empirismo y garrulería del charlatán, sino con la
ciencia y conciencia del modesto y reservado profesor.
Hecha esta necesaria salvedad, para la cual pedimos la palabra, después de
agotado el asunto, no tenemos mas que decir, á no ser también sacamuelas.
por D. Cristóbal Pascual y Ceñís.
o canto del amor las gentilezas
Ni de Marte y Mercurio los cuidados,
Ni de nautas heroicos las proezas
Perdidas en islotes ignorados;
No mi musa con fáciles lindezas
Su voz ha de elevar á altos estrados,
Antes rasando el suelo de corrida
Al autor de la escoba ha de dar vida.
El granerer, oscuro y viejo tipo
Cuyo origen se pierde en las edades,
Jamás se presentó al daguerreotipo
Del pintor de las grandes sociedades,
Y es que el pobre á mi ver no sufrió el hipo
De brillar como artista en las ciudades, (*)
(*) Fabricante y vendedor de escobas.
TOMO i.
30
238
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Antes humilde, listo y consecuente,
Limpia á todo español desde Torrente.
Que su alcurnia es antigua así lo infiero
Sin revolver mohosos pergaminos,
Pues si el polvo no fuera lo primero,
No existieran el hombre y sus destinos;
Y como Adan fué polvo, harto ligero,
Y el polvo y el barrer son tan vecinos,
Concluyen con gran lógica mis trovas
Que en los tiempos de Adan ya habida escobas.
Mas no canto yo al arte informe y rudo
Que en manojos ató plantas ó varas,
Sino á la escoba culta que no dudo
Nació después de industrias mas preclaras,
Porque es obvio que el hombre apénas pudo
Llegar á pelamangos, sin que avaras
Sus manos arrancasen á la tierra
El hierro que en sus sótanos encierra.
Después alzó á Babel, mas el destino
Pronunciándose en contra del progreso
Al hombre le instruyó que en su camino
Jamás podrá avanzar si pierde el seso,
Y en castigo eternal del desatino
Que por grande cayó del propio peso,
Dispersó por senderos ignorados
A los hijos de Adan extraviados.
Desde entonces la raza que en España
Hizo pié tras los altos Pirineos,
Lina vez con la fuerza, otras con maña,
Llenó la tradición de mil trofeos,
Mas mezclada su fé con la fé extraña
De paganos y moros devaneos,
De aquel tipo y carácter primitivos
Los rasgos se guardaron menos vivos.
¡Pero Iberia triunfó!... y entonce Edeta
AMERICANOS Y LUSITANOS
239
Sus hijos acercando al fuerte muro
Dióles su vega, encanto del poeta,
Y en ella un porvenir siempre seguro;
Sobrios y activos, su mirada inquieta
Tendieron mas allá, y un cielo puro
Divisando entre el Sur y el Occidente,
Al borde se sentaron de un Torrente.
¡Gran villa por demás! su fértil vega
Dilatándose en cintas de esmeralda
A nuestra huerta su matiz allega
Ciñéndole á su ocaso doble falda;
Y cual esmaltes que el capricho agrega
Aquí la roja flor, y allí la gualda,
Sus aromas esparcen ondulantes
Bajo un cielo de hermosos cambiantes.
Sus blancas casas, de la paz espejo,
Templos son donde el culto es la limpieza
Brillante sobre el nítido azulejo
Que ni al mísero esquiva su belleza;
Allí el niño y el joven como el viejo,
Al trabajo pidiendo su riqueza,
Descansan por momentos presurosos
Tornando á sus afanes codiciosos.
No hay que decir si enmedio el paraíso
Huríes faltarán de tal frescura
Que desde el niveo rostro al pié conciso
Sean sal del placer por su hermosura;
Baste añadir, que para ser preciso
El poeta que cante á una cintura,
Ha de ceñir el compendioso talle
De la bija de Torrente y de su valle.
¿Qué mucho si al pisar este terreno
Sembrado de peligros y de abrojos,
Todavía no be dicho nada bueno
Del tipo que iniciaron mis antojos?
240
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Mas ya que al invadir cercado ageno
Halle en vez de una escusa mil enojos,
Dejo cual fiel pintor trazado el marco,
Y vuelvo ámi figura. Seré parco.
El granerer por rancias tradiciones
A sus padres y abuelos fiel en todo,
No lia caido por dicha en tentaciones
De buscarse la vida de otro modo;
Y aunque nunca les vio contar doblones,
En sus trece cerrado á piedra y lodo
Si nació granerer, granerer muere,
Y á sus hijos su oficio les transfiere.
En su rostro tostado y algo enjuto
No hay un pelo... de tonto, por supuesto,
Antes revelan su pergeño en bruto
Su alegre ojo y malicioso gesto,
Y ágil cual corzo, como el gato astuto,
Siempre á moverse con placer dispuesto,
Vive libre, feliz é independiente,
Por no pensar en serlo realmente.
Su casita le brinda en miniatura
Cocina, entrada, cuarto y deslunado,
Y una higuera ó moral, cuya espesura
Trepa á veces sombría hasta el tejado;
Mas allá caprichosa arquitectura
Dio renombre de hornillos á un tinglado
Donde en estío con gentil donaire
Se guisa la paella al sol y al aire.
Pero ¿dó está el taller, dónde la tienda
Que atesora los muebles del barrido?
Inútil es que hallarlos se pretenda
Porque fuera un afan nunca cumplido:
El granerer es fábrica y trastienda,
Es mostrador, acémila y surtido,
Es pregón, comerciante y traginero,
AMERICANOS Y LUSITANOS
241
Es todo donde está y en casa es cero.
¡Yedlo al partir!... Apénas de Morfeo
Sacude con el dia lo importuno,
El tálamo abandona de Himeneo
Por la mesa frugal del desayuno;
De un conato de almuerzo se liace reo,
Mas en seco dejándolo oportuno,
Carga el serón con palmas y herramientas
Y á Valencia se lanza echando cuentas.
Con su negro sombrero de anchas alas
O tal vez un chambergo muy raído,
El pantalón de chin, pobre de galas,
Alpargatas y elástico ceñido,
Cual magnate que pisa régias salas
Emprende su carrera de corrido,
Tocando en Alacuás y Chirivella,
O cruzando Patraix y Vistabella.
Mas cual suele gentil el veterano
Marchar con el fusil muy mas airoso,
El granerer no suelta de la mano
La soguilla que teje laborioso,
Y sea en su camino, ó cuando en vano
Turba su grito el cívico reposo,
Protesta contra el ocio es su soguilla
Por la fé en el trabajo que en él brilla.
No es difícil creer que á cada instante
Ha de encontrar amigos, y aun amores,
Este tipo de alegre viandante
Que huella sin cesar las mismas flores,
Pero firme en su objeto culminante
Que es la ciudad do premian sus sudores,
Suelta un chiste, requiebra, jura ó calla
Sin que el pié le detengan voz ni valla.
Cada punto mas ágil y acucioso
Por vencer á sus colegas mas listos,
242
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
A paso redoblado marcha ansioso
Tras de lucros escasos y previstos,
Mas el diablo que odia su reposo
Le tienta con mil goces imprevistos
Y ante el templo humeante del dios Paco,
No puede resistir y se echa un taco.
Recuerda á su favor que en la alborada
Fue su almuerzo mas bien primera parte
Que comedia de efecto, y acabada
Con aquel buen sabor que exige el arte;
Y fiando á su faja otra jornada,
Y sorbiéndose un vaso á cada aparte,
Llega al final, y digno de mil bravos
Rescata de cien nudos cuatro ochavos.
Terminado su almuerzo por entregas
Torna á coger su trote á lo perruno,
Y con voces que en Francia fueran griegas
Empieza á proclamarse inoportuno:
Si entonces liácia él por tu mal llegas,
Verásle cual traduce el desayuno,
Lanzando el «granereeer . . .» con voz sonora
Cien veces nada mas en media hora.
Por Cuarte ó San Vicente entró la plaza
Y ya las mozas están en movimiento,
Pues aunque el paso afloje, el darle caza
Es negocio que pende del momento;
Si el callizo dobló, buscan la traza
De trasmitir su tiple al desatento,
Y si no lo consiguen, que es frecuente,
A otro colega aguardan mas prudente.
Llega el crítico punto en que encarados
Fregona y escobero, es ya preciso
Ajustar del convenio los tratados
Del piso de la calle á un cuarto piso;
Allí es oir de acentos desgarrados
AMERICANOS Y LUSITANOS
243
Salir casi arreglado un compromiso
Que al pié de la escalera se termina
En dimes y diretes de cocina.
Porque eso sí, la dignidad humana
No permite al Marqués de la Escobilla
Molestarse en subir una mañana
Ni escala, ni escalón, ni escalerilla,
Antes si advierte resistencia vana
En la que osada su soberbia humilla,
O le planta en su cara un buen desaire
O le pide la escoba por el aire.
Ya que bajó por una ú otra vía,
Abre el serón relleno de palmito,
Y el cordel que el manojo al mango lia
Deja á sus piés con gesto mas contrito,
Busca afanoso lo que al caso guia,
Saca el podon, la aguja, un podoncito
Y empuñando la escoba vergonzante
Le destoca sus barbas al instante.
Escoge de la palma mas mediana
Otro nuevo aderezo de á tres cuartos,
Y ajustándolo al mango cual campana,
Desarrolla los ásperos espartos;
De un garrote los lia, da con gana,
Y ciñendo el manojo en giros hartos,
Pasa el cabo, lo anuda, pule su obra,
Carga con su serón, escupe y cobra.
Otras veces luciendo sus quilates
En muestras primorosas ó sencillas,
Ostenta sin gastar escaparates
Escobas, escobones ó escobillas,
Y encomiando con gracia sus remates
A doncellas que fueron... criadillas,
Les ofrece por diez ó veinte ochavos
La palma... del barrido en sendos rabos.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Son las doce del dia... su paseo
En alza terminó, mas cuenta en baja
Su estómago cansado de bureo
Y los piés de correr no muy en caja;
Seis reales llenaron su deseo,
Y ojalá no sufrieran mas rebaja,
Pero es el caso que al oler lo enjuto
Segunda vez á Baco da tributo.
Alterando tal vez su itinerario,
Si el servicio requiere una contrata,
De su ruta revuelve el rumbo vário
A Cuarte, Chirivella ó á Mislata;
Trueca en palos su negro numerario,
Los ajusta al serón que le maltrata,
Y arrastrando una cruz de dos arrobas
Llega á casa sin blanca y sin escobas.
Come, enfila las palmas, y halagado
De su sed importuna al dulce instinto,
Con sus colegas y otros congregado,
Huyendo de lo blanco da en lo tinto:
Allí es de oir su chiste descarnado
Junto al dintel del báquico recinto,
O embrollando la cuenta de un escote
Que se salda á favor de algún garrote.
Cuando llega el otoño que en España
Da al palmito lozano crecimiento,
Asaltan por cuadrillas la montaña
Por la palma obtener... del sufrimiento,
Pues no es raro que un chusco de mas maña,
Sin licencia de Rey ni Ayuntamiento,
Recoja con sus palmas las agenas,
Reduciendo á una sola tres faenas.
Acaso el egoismo de la hartura
Su hastío al esparcir por verdes prados,
Ignora la inminente desventura
AMERICANOS Y LUSITANOS
245
Del oficio escobil y sus aliados,
Porque á fuerza de tanta peladura
Son ya tantos los montes repelados
Que solo por pelar queda algún punto
En Tous ó Cfuadasnar, Chiva ó Sagunto.
Mas previendo su fin el escobero,
Por un génio benéfico influido.
Se apresta á socorrer al compañero
Bajo bases que aun nadie ha infringido, (1)
5' después de cumplir con grave esmero
Del social estatuto lo ofrecido,
A su hermano acompañan en la muerte
Los que en vida partieron su vil suerte.
Tal es del granerer el tipo andante,
Sano, alegre, sociable y satisfecho
Con ver á su familia harto abundante,
Creciendo en derredor so el blanco techo;
Conductor, cosechero y fabricante
El da forma al palmito sin provecho,
Y sostén del decoro en su llaneza
Es hombre necesario... á la limpieza.
A sus toscos trabajos mal premiados
Debe el sucio Madrid cien mil escobas,
Que en carros por Torrente sustentados
El aseo trasladan por arrobas:
¿Qué fuera de Castilla y sus estrados,
Si el héroe ignorado de estas trovas,
Abjurando sus limpias tradiciones,
Al polvo abandonase los salones?
¡ Pero no haya temor ! . . . Antes los rios
Torcerán hacia el monte sus corrientes,
Antes del pollo cesarán los pios
(1) En 6 de enero de 1851 crearon una sociedad de socorros inútuos, para el caso de enfermedad: y las cu-
riosas y bien meditadas bases de sus estatutos, acreditan á un tiempo la previsión y filantropía de tan honra-
dos menestrales.
TOMO i.
31
246
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Al ver un miriñaque de tres puentes,
Antes con dotes se hallarán desvíos,
Y lian de faltar maridos complacientes,
Que falten á este artista en sus apuros
Su fé y un capital de quince duros.
Recibid, pues, mis plácemes sinceros
Alberics y Verdets, Moras, Marsillas,
Y otros muchos que el gremio de escoberos
Ordenásteis con reglas tan sencillas:
En trabajo y virtud sed los primeros,
Invada vuestra escoba ambas Castillas,
Y al son de panderetas y guitarras
Alegre vuestra voz las Albuj arras. (1)
(1) Nombre del punto ó barrio en que terminan las seis calles de Torrente donde habitan los escoberos de
aquella villa.
por D. Julio Nombela.
I
sombra el cúmulo de esfuerzos, de trabajos, de privaciones,
de desvelos y de heroismos que lia costado á la humanidad
la pobre cieucia que posee.
Los mas insignificantes descubrimientos con que la me-
cánica atiende á las necesidades de la vida, son el producto
de insomnios y de cálculos que dan escalofríos.
Cualquier operación financiera, por menuda que sea, obliga al que
la emprende á emborronar cuartillas con innumerables números.
La mas rudimentaria ecuación matemática cuesta lo menos una
<¡rr
jaqueca.
Y sin embargo, existe desde los tiempos mas antiguos una ciencia vulgar,
(|ue sigue á la otra como la sombra al cuerpo, unas veces detrás, otras delante, ora
á un flanco, ora al otro, tímida ó descarada; pero ejerciendo una gran influencia,
casi una tiranía; y logrando que en ocasiones las inteligencias mas eminentes,
abandonen á la deidad que tantos sacrificios les ha exigido, para entregarse en
cuerpo y alma á esa mísera mujerzuela, que puede mas con su maña y su astu-
cia que aquella con su sabiduría y su nobleza.
248
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Aludo al procedimiento humano que se llama vivir sobre el país, mas conoci-
do por gramática parda; tan fácil de aprender, cuando hay disposiciones en el que
quiere practicarlo, como beneficioso para el que le practica.
Aspira un joven generoso á constituirse en defensor del perseguido ante la
inexorable justicia y necesita consagrar los mejores años de su vida á un ince-
sante estudio de la filosofía, de la legislación, de la historia, de las costumbres.
Debe añadir á estas teorías los poderosos elementos de una práctica asidua. Total:
una fortuna empleada en adquirir tantos conocimientos, diez ó doce años de tra-
bajo intelectual, y después de esto puede muy bien, creyendo defender á un ino-
cente, abogar por un malvado, que sin emplear capital, sin quemarse las cejas es-
tudiando, ha ideado los medios de cometer un crimen disponiendo las cosas de
manera, que siendo en realidad verdugo aparece como víctima.
Establecer una fábrica de monedas es para los gobiernos empresa árdua y di-
fícil. Hay que fijar la ley de los metales preciosos, hay que buscar hábiles dibu-
jantes, experimentados grabadores, fundidores idóneos, el auxilio de la mecánica
es indispensable, la ciencia económica entra por mucho en la creación de ese fe-
cundo elemento del cambio. Se necesitan grandes sacrificios pecuniarios, inmen-
sa actividad, exquisita precaución para producir la moneda que ha de vivificar el
comercio. Y sin embargo, un metal de escaso valor, unas malas herramientas,
una cueva, la incierta luz de una vela de sebo, y unas cuantas personas listas,
bastan para que un monedero falso produzca y haga circular monedas, tan per-
fectas al parecer, que pasan y enriquecen al que las elabora.
— No se esfuerce usted mucho en defenderme, decia un reo de este delito á su
abogado. Lo que ha de procurar usted es que me echen cuanto antes á presidio.
En la cárcel, como estoy de paso, no puedo utilizar mi habilidad: allá, tarde ó tem-
prano, podré proporcionarme los medios de continuar mi industria en gran escala.
Claro es que para utilizarla, tenia que recurrir á la gramática parda.
Podria multiplicar los ejemplos hasta lo infinito, demostrando que suelen sa-
ber mas los que saben menos; paradoja que los efectos de la mencionada gramáti-
*
ca convierten en axioma.
Ved al sábio inventor, que después de una vida de lucha, muere olvidado en
el hospital, mientras que un criado que tuvo, dando á alguna idea que cogió al
vuelo forma práctica, se ha transformado en millonario y pasa en elegante laudó
al lado de las míseras y caritativas parihuelas que llevan al hoyo grande, al ver-
dadero autor de su engrandecimiento.
AMERICANOS Y LUSITANOS
249
Ved como el capitalista se arruina poco á poco acometiendo empresas Lasadas
en soluciones matemáticas de problemas científicos, y como poco á poco se enri-
quece su portero, que comienza por cambiar en monedas de cobre las de plata á
los domésticos que van á la compra, que presta luego con usura á los vecinos,
que conociendo la aguja de marear, solo acomete empresas de segura ganancia,
aun cuando tenga que dar un anestésico á su conciencia y que acaba por conver-
tirse á los ojos del público en alma piadosa y caritativa, al socorrer al millonario
arruinado.
¿Quiere decir, este examen que hago de un hecho incontestable, que lo re-
cuerdo para que se estudie y se practique? De ningún modo; le condeno, le exe-
cro; pero al fin es un hecho, y es necesario conocerle para condenarle y execrarle.
Como un humor maléfico, invade el cuerpo social y causa estragos en todos
sus órganos. Tan pronto invade la cabeza como el corazón: ya se le vé explotar
los sentimientos mas generosos, el amor, el patriotismo, la religión, la familia,
como ingerirse en las necesidades mas vulgares de la vida. Ora aparece en el po-
lítico, en el legislador, en el artista; ora en el comerciante, el artesano, y hasta
el mendigo.
Y como esta ciencia, moneda falsa de la otra, polilla que devora, carcoma que
destruye, es en último término, un elemento de destrucción social y un tipo ca-
racterístico humano, paréceme que la pintura que voy á hacer de uno de sus
ejemplares mas acabados, no será ociosa para los lectores.
II
Conocido un tipo se conocen todos: el fondo es el mismo, la forma es la que
varía.
Busquemos uno de los ejemplares mas característicos; una mujer del pueblo,
sin educación, sin cultura de ninguna clase, de esas que el vulgo pinta tan ad-
mirablemente cuando dice de ellas que están dejadas de la mano de Dios.
La he conocido, ha vivido en Madrid; y sin nada, ha gozado de todo con re-
lación á sus aspiraciones.
Su historia parecería una novela, si la realidad no fuera superior á la ficción.
Manuela, que así se llamaba, había nacido en una mísera aldea de Galicia.
Allí donde por regla general son bellas las mujeres, la infeliz había venido
al mundo con un rostro tan feo, que espantaba. Ni el diablo, que según dicen
250
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
presta una belleza especial á las muchachas, de los quince á los veinte siquiera,
se había tomado el trabajo de iluminarla con esa luz tentadora, fuego fatuo que
apaga la verdadera luz. Las facciones mas caprichosamente feas, se juntaban en
ella para producir un monstruo. Su cabello era cerda, su cutis cordobán, sus ojos
pequeños y verdosos: su rostro una sierra árida con pantanos y abismos, y por
añadidura, unas viruelas que sufrió á los diez años acabaron la obra que en un
momento de embriaguez liabia formado la naturaleza.
A fuerza de ser fea, daba lástima.
Pero era también perezosa, descuidada, glotona, entrometida; y hasta sus mis-
mos padres y vecinos, víctimas de los chismes v cuentos de que los hacia blanco,
sentían hácia ella cierta aversión, que templaba la piedad que les merecía.
Ninguna utilidad prestaba á su familia. Si le confiaban la custodia del gana-
do, el lobo hacia de las suyas con los tiernos corderillos; si la enviaban al campo
á cavar ó segar, estaba lista á la hora de comer v tarda á la de trabajar.
Pero ello es que la desgraciada muchacha, por efecto de una maña especial,
se las arreglaba de tal modo que siempre el mejor bocado era para ella y no había
goce en la aldea del que no participase.
Se quedó huérfana y tan pobre, que tuvo que pedir limosna.
Como era robusta y podía trabajar, el alcalde que no quería pordioseros en sus
dominios, la obligó á ponerse á servir. Estuvo algunos meses con unos labrado-
res y ahorrando su soldada, reunió lo necesario para trasladarse á la ciudad mas
inmediata, donde encontró una buena proporción.
Una señora, celosa en alto grado, la tomó á su servicio. La fealdad de la chi-
ca, era el ideal de sus aspiraciones. Hasta entonces no le había durado un mes
entero la doméstica que mas tiempo había parado en su casa. Bastaba una mira-
da de su marido á la maritornes, un elogio de sus cualidades, para que la planta-
se en la calle. Con Manuela cesaba todo peligro.
La muchacha comprendió el juego y se hizo valer. Su ama, que veía resta-
blecida la paz en su hogar, porque en honor de la verdad sus celos eran infunda-
dos, procuró á toda costa conservarla.
Allí comprendió la doméstica, que dada su fealdad, no tenia mas que un me-
dio para hallar en la vida un trovador que suspirase al pié de su reja: el de hacer
ahorros.
— Me voy á ir de casa, señora, — decía de cuando en cuando á su ama.
— De ningún modo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
251
— Todas las que se van á Madrid á servir, ganan mucho dinero y pueden
ahorrar para cuando son viejas.
— Te aumentaré el salario.
— En ese caso, me quedaré.
Esta escena se repetía cada seis meses.
A los ocho años Manuela había reunido mas de diez oncejas, después de ha-
ber estado bien comida, bien vestida y hasta mimada.
— En Madrid habrá también mujeres celosas, — pensó, y un dia, sin oir rue-
gos, cosió al justillo las monedas, tomó pasaje y despidiéndose de sus amos se en-
caminó á la córte.
III
Una cosa la desesperaba, no haber hallado un adorador.
— Y sin embargo, yo he de casarme, — se decia.
Con su natural fealdad, realzada por los años, ya tenia veinticinco, logró sin
embargo, gracias á la gramática parda que había encontrado en el fondo de su
alma como filón escondido en el seno de escarpada sierra, tomar el aspecto de una
mujer de juicio; y sin hacer gran cosa pasaba por activa, trabajadora, y como
vulgarmente se dice, por mujer de su casa.
— Soy fea, es cierto, — se decia; — pero amen de que esta circunstancia me li-
bra de infinitos disgustos, es una condición que puede servirme de mucho.
Desde luego se agarró como tabla salvadora á esa triste pasión humana que se
llama celos.
— Yo hien sé que mi cara no será del agrado de la señora, — decia cuando iba
á vistas; — pero hasta ahora, me han preferido en muchas casas. Los hombres son
muy caprichosos, y cuando una criada es guapa, como no falta la ocasión, hay
siempre peligros... Unas veces el amo, otras el criado, otras los amigos... Yo doy
gracias á Dios de que me haya hecho tan desgraciada por ese lado, así puedo ser-
vir honradamente y verme libre de asechanzas.
— Es verdad, — pensaban las amas de casa en quienes despertaba por lo menos
la imaginación una vaga sospecha. — ¡Pero es tan fea!... — Y después le decían:
— Vuelva usted mañana, lo pensaré.
Al dia siguiente era admitida; y por este procedimiento llegó á los treinta y
cinco, siempre ocupada y aumentando su capital que llegó á ser de ocho mil rea-
les en una libreta de la Caja de Ahorros,
252
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Omito pormenores que demostrarían hasta rpié punto supo Manuela conseguir
ventajas gracias á su gramática parda.
Tenia muchas amigas y todas eran guapas.
Estas la preferían como compañera en sus paseos, por la sencilla razón de que
la fealdad de la amiga hacia resaltar su belleza 5 y además no tenian inconve-
niente en que fueran sus novios en su compañía.
De esta manera, unas veces como oscuro del claro, y otras porque ayudaba
con su persona á salvar las apariencias, participaba Manuela de todas las diver-
siones, meriendas y regocijos de sus amigas y sus adoradores, v lograba á su
gusto encender la discordia entre los novios, romper sus relaciones, reanudarlas y
tener gran influencia en la esfera en que se movia.
Pero en el fondo sentía una gran mortificación, su amor propio estaba profun-
damente herido y necesitaba á toda costa vengarse de las bellas, quitando el no-
vio á la mas agraciada.
La víctima que eligió era una hermosa y honrada joven de veintiséis á veinti-
ocho años, que habia sido doncella en una casa en la que ella había desempeñado
las funciones de cocinera.
Remigia tenia dos debilidades, su familia y su guardaropa. Cuanto ganaba
lo empleaba en enviar recursos á sus padres y en comprarse vestidos y adornos.
Así es que no lograba ahorrar. Apesar de esto, su belleza, su buen corazón y su
excelente conducta, le proporcionaron un novio, honrado carpintero, muy traba-
jador, muy juicioso y que habiendo querido con delirio á sus padres, ya difuntos,
veía con buenos ojos el amor que la joven profesaba á los suyos.
Las relaciones comenzaron cuando Remigia era compañera de Manuela en la
misma casa, y en los primeros momentos, prestó á los jóvenes importantes servicios
que le granjearon su afecto y su interés.
Cuando las dos se quedaban solas favorecia las clandestinas entrevistas de los
enamorados y lo único que sentía era no poder acompañarlos en sus paseos do-
mingueros. Ya se vé, cuando la una salla, tenia que quedarse la otra.
Remigia estaba muy contenta con sus amos y los amos estimaban á la joven.
Manuela logró que la despidiesen, confiando á sus señores en secreto las relacio-
nes que sostenia con el carpintero y manifestándoles con hipócrita piedad, el te-
mor que tenia de que se perdiese la pobre muchacha.
Los amos la exhortaron á dejar aquellas relaciones ó su servicio, Remigia optó
por lo último y Manuela pudo desde entonces acompañar á los novios en sus paseos.
AMERICANOS Y LUSITANOS
253
Hubo en aquellos amoríos lo que en todos, riñas, paces, dudas, confianza, y
Manuela era siempre la que arreglaba las diferencias.
Como el carpintero ganaba poco y la doncella no aborraba, veíanse obligados
á aguardar mejores tiempos para casarse.
Siempre que esta conversación salía á relucir, procuraba Manuela, sin herir
á su amiga, hablar de su previsión y de sus ocho mil reales.
Remigia estuvo enferma tres semanas y con este motivo salió Manuela con el
carpintero dos domingos.
— Habíale de mí, — le decía Remigia.
— No tengas cuidado, — contestaba su amiga, — aprovecharé el tiempo en re-
cordarle lo mucho que vales.
Y en efecto, con maña le exponía los peligros de tomar por esposa á una mu-
jer bonita, y por añadidura gastadora en adornos y trapos.
■ — No hallarás otra como ella, — le decía, — y estoy deseando que os caséis.
Pero es preciso que tengas mucha calma y mucho ojo. Todos cuantos vean tu
dicha, han de envidiártela; y si al menos pudieras establecerte y tener el taller
en casa, menos malo. Así y todo, cuando fuera á la compra ó á cualquier recado,
estarías con el alma en un hilo. Los hombres todos sois tan malos y á las bonitas
¡claro! les gusta que les regalen el oido. Pero en fin, ya se sabe lo que es ir á
comprar, y puede calcularse si una mujer se entretiene ó no. Pero yéndote tú por
la mañana al taller y estando allí trabaja que te trabaja todo el santo dia, has de-
pasar por fuerza malos ratos. ¿Qué hará ahora mi mujer? ¿Si habrá ido á verla
algún amigo mió con cualquier pretexto? ¿Si le paseará la calle algún ladrón de
honras? ¡Ay, hijo! Como no tengas mucha filosofía, has de vivir en un continuo
infierno. Por supuesto sin razón, cavilaciones y nada mas, porque eso sí, Remi-
gia es incapaz de faltarte por nada ni por nadie. Pero al mismo tiempo, tendrás
que guardarla, que aunque una sea de mármol, hay moscones que andan al rede-
dor un dia y otro dia y la ocasión por un lado, el capricho por otro, hacen perder
el juicio á la mas santa. Y luego que dicen, y es verdad, nadie se libra de un
mal cuarto de hora. En fin, tú no tienes motivos de alarmarte gracias á Dios; y
eso que la afición á trapos y á oropeles, ha perdido á mas de cuatro; pero en mu-
chas ocasiones doy gracias al cielo porque me ha hecho tan fea como soy que con
este defecto me libra de peligros y asechanzas.
Estas y otras reflexiones por el estilo, adornadas con el recuerdo de sus ocho
mil reales, eran los buenos oficios que prestaba á su amiga.
TOMO I. 32
254
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Al mismo tiempo aconsejaba á Remigia que obligase á su novio á casarse con
ella, toda vez que si no llevaba dote, tampoco le pedia regalo, y que la pobreza
era la piedra de toque de los verdaderos afectos.
— Nada, nada... pon á prueba su cariño; dile que si no se casa contigo dentro
de cuatro meses rompes con él.
— Pero mujer, si le quiero mas que á mi vida.
— Pues por lo mismo: si él es digno de tí, te complacerá; y si no te complace,
le conoces y no pierdes el tiempo.
— Es que me moriria, si llegase á dudar de él.
— Pero como no te dará ocasión de dudar...
Al fin v al cabo la decidió á arrostrar la prueba.
Al mismo tiempo valiéndose de una tercera persona, liizo llegar á oidos del
carpintero que le habia salido un novio rico á la Remigia y que esta, convencida
de que no podia casarse con ella, le pediría que cuanto antes la llevase al altar,
buscando en la necesaria negativa del joven un pretexto para romper con él.
Salió todo como Manuela deseaba, y los novios riñeron en toda regla.
— ¡Es un infame! — dijo él.
— ¡Es una santa que no te la mereces! — exclamó la astuta doctora en gramá-
tica parda.
— ¡Es un miserable! — sollozó ella.
— No lo creas; me lie convencido de que te quiere de verdad, — le dijo á so-
las Manuela.
— Pues yo si él no viene á pedirme perdón, no vuelvo á hablarle.
— Harás bien.
— Como ella no me pruebe que no tiene otro novio y me pida perdón, no
vuelvo ni á mirarla á la cara.
— Eso es lo que debes hacer.
Resumen: pasaron dias, la mediadora ahondaba el abismo en vez de cerrarlo,
y Remigia cayó en una profunda tristeza y su novio perdió el amor al trabajo y
buscó un consuelo en la bebida.
Tan enferma se puso la joven, que sus padres se la llevaron al pueblo.
Manuela, so pretexto de arreglar á los enamorados, paseaba con el carpintero,
le obsequiaba con buenos cigarros, lo daba dinero para que se divirtiera durante
la semana, y procuraba cuando iban juntos que se embriagase á fin de despertar
sus mas dormidas pasiones.
AMERICANOS Y LUSITANOS
Logró por fin, Manuela, tener amante, y lo que es mas, lucirlo ante sus anti-
guas amigas.
Remigia llegó á saber la verdad y no pudiendo soportar tanta infamia, se en-
cerró una noclie en su cuarto con un brasero encendido y amaneció asfixiada.
Manuela abandonó el servicio, se fue á vivir con la víctima de su perfidia y
en unos cuantos meses de francachelas se fueron los cuatrocientos duros que cons-
tituian sus ahorros.
— Me has arruinado, — dijo al carpintero, — y tienes que casarte conmigo.
Al oirla, el joven ya envilecido por los vicios, la llenó de improperios; pero la
gallega se lanzó á él como una furia, pudo arrojarle al suelo porque estaba bebido,
y poniéndole una navaja al pecho:
— Jura, — le dijo, — que te casarás conmigo ó te mato.
El amante juró, y dos dias después desapareció de Madrid, embarcándose para
Cuba.
I'V
Manuela, próxima á los cincuenta y sin un céntimo, comprendió que la pasión
la liabia cegado y resolvió tener calma de nuevo para seguir disfrutando de la vida.
En medio de su pobreza encontró dos armas poderosas para realizar sus desig-
nios.
Aunque liabia sacado de la Caja de Ahorros todo su dinero, conservaba una
libreta. Pretestando que la liabia perdido, cumplió los requisitos que marcan los
reglamentos de la Caja para obtener la duplicada y con ella retiró sus fondos del
establecimiento.
• — Por fortuna, — dijo á sus vecinas al verse abandonada, — aun conservo los
medios de vivir con alguna decencia.
Les mostró la libreta y corrió la voz de que era rica.
Ocho mil reales es para un pobre una fortuna.
La otra arma que guardaba... ya la veremos á su tiempo.
— ¡Yo he de casarme aun! — pensó la taimada.
El novio deseado se presentó: era un peón de albañil, de cincuenta y seis á
cincuenta y ocho años, que viudo, con un hijo ya adulto, y sin trabajo, se deci-
dió á darle su blanca mano, y esta sí que era blanca, pensando que con las dos
mil pesetejas de su consorte podria asegurarse una buena vejez.
256
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
No era este el bello ideal de la pobre mujer, que había guardado eulre ceni-
zas esa chispa que da vida y calor lo mismo al mas pulido marfil que al mas gro-
sero barro; pero ya no podía detenerse á escoger.
La boda se celebró, y como ella era la rica, se impuso desde el primer mo-
mento á su marido y á su hijastro.
— Es verdad, — les dijo. — que yo tengo ocho mil reales, pero no hay que to-
carlos hasta que el chico salga de quintas. Si yo me he casado contigo, — añadió
encarándose á su hombre, — lia sido por afecto á tu hijo. Así, pues, á trabajar los
dos para la casa, que harto hago yo con destinar mis ahorros á librar del servicio
á este muchacho.
El padre agradeció aquella buena intención; yen cuanto al chico, hasta le pa-
reció encantadora su madrastra.
Manuela logró que el padre y el hijo tuvieran siempre trabajo: para ello puso
en juego las relaciones de los amos en cuya casa había servido.
Los dos debían entregarle el jornal los sábados, y mostrarse sumisos por aña-
didura. Al menor asomo de rebelión, sacaba del baúl, cuya llave no soltaba ja-
más, la libreta y amenazaba con marcharse llevándose su capital.
— ¡Qué diablo! — se decía el pobre albañil. — Es fea como un energúmeno y
nos trata á zapatazos, ¡pero también si salva el chico de coger el chopo!... Nada,
nada, hasta que se libre aguardaré... después será otra cosa, y le pagaré con cre-
ces las palizas atrasadas que he dejado de darle.
Pasaron cinco años, el muchacho entró en quintas, sacó número alto y se
libró.
— Ahora ya podemos vivir con mas desahogo, — dijo el albañil á su parienta.
— ¿Piensas trabajar mas?
— Al contrario, ya estoy cansado y con ocho mil reales podemos poner alguna
industria que nos dé de comer sin que yo con mis años me vea expuesto á caerme
de un andamio.
— De ningún modo... á ese dinero no se toca... eres muy viejo, puedes mo-
rirte y entonces me vendrá de perilla.
A partir de esta conversación, asaltó al pobre albañil como una pesadilla, una
idea criminal.
— Yo me apoderaré de la libreta, — pensó, — la empeñaré y me daré antes de
morir algún tiempo de buena vida.
Así lo hizo en efecto, aprovechando un descuido de su consorte. Una noche,
AMERICANOS Y LUSITANOS
257
sábado por cierto, liabia cenado bien, halda bebido mas de lo regular, y cayó pro-
fundamente dormida.
Su marido aguardó á que se durmiera también su hijo, sabia que su mujer
ponia la llave del baúl debajo de la almohada, y temblando pero resuelto, la sacó,
abrió á tientas el cofre, encendió una cerilla, cogió la libreta, cerró, volvió la
llave á su sitio, guardó cuidadosamente el producto de su hurto, y se acostó.
No pudo dormir; aunque aquello le pertenecía, al fin y al cabo habia come-
tido una mala acción, y era hombre de conciencia.
El domingo fué muy temprano á una casa de empeños.
— ¿Podría usted darme algún dinero guardando en prenda esta libreta? — dijo
al dueño del establecimiento.
— Se la ha encontrado usted, — le preguntó maliciosamente el prestamista.
— No señor, — contestó el albañil poniéndose colorado.
— ¡Como está á nombre de una mujer!
— La mia.
— ¡Ah! ya... Eso es otra cosa.
— Si quiere usted traeré la partida de casamiento.
— No señor, ¿usted sabe escribir?
— Muy mal, pero se entiende lo que escribo.
— ¿Y cuánto quiere usted?
— ¡Toma! Lo que usted pueda darme.
— ¿Es enseñarla ó venderla lo que usted quiere?
— Lo que yo quiero es dinero.
— Pues entonces la venta es lo mas conveniente. Yo soy de los presta-
mistas mas honrados y equitativos, no cobro mas que un cinco por ciento de in-
terés.
— No es mucho.
— Al mes.
—¡Ah! ¡Ya!
— Así y todo, podría usted tardar en desempeñar la libreta y le tiene mas
cuenta que se la compre.
— Sea como usted dice.
— Le daré á usted por ella la mitad.
— ¡Quiere usted callar!...
— Pues de no ser así, ya hemos hablado lo bastante.
258
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Poro hombre de Dios, la semana que viene puede usted realizarla, y en
ocho dias ganar cuatro mil reales es una atrocidad.
— Pues gánelos usted.
— Tengo una urgencia, no avisé con oportunidad y por eso...
— Yaya, hombre, no me venga usted á mí con historias... Llevo cuarenta años
viendo caras de pedigüeños y en cuanto oigo dos palabras ya sé del pié que cojea
el que las dice. Si usted me vende la libreta es porque se la lia escamoteado á su
mujer y aunque sabe usted que le costará una riña con ella, la arrostra usted con
tal de disfrutar unos cuantos meses de holganza. Esto, suponiendo que sea ver-
dad, lo que usted me lia contado y yo be creido, porque tiene usted cara de hom-
bre de bien.
— Pues sí señor, es cierto, — balbuceó el albañil, — mi parienta es muy agar-
rada; teniendo dinero se empeña en que trabaje, comemos mal, vestimos peor, y
yo me be dicho: que quieras ó no quieras, liemos de disfrutar de lo nuestro.
— Ya vé usted como dándole la mitad, me espongo á, perder lo que le dé ó pol-
lo menos á que su mujer de usted me arme un escándalo.
— Si tal hiciera, la daba una paliza.
■ — No señor, lo mejor es que se lleve usted la libreta y que me deje en
paz.
— ¿Con ([lie no se alarga usted á los cinco mil?
— No doy un céntimo mas.
— ¡Yaya!... Sea lo que usted quiere.
— Aunque no me conviene este negocio, por complacer á usted...
—Ya está usted buen pez. Yengan, vengan esos dineros.
— Poco á poco, amiguito. En primer lugar necesito saber si la libreta es ver-
dadera ó está falsificada.
— Me ofende usted.
— En los negocios no hay ofensa. Además tiene usted que firmar un docu-
mento en que declare, ante testigos que yo designaré, que me ha vendido usted
la libreta en los ocho mil reales que representa, por orden y con expresa voluntad
de su mujer.
— Lo que es eso no importa. y
— Pero es que hasta mañana no puedo ir á enterarme á la Caja de Ahorros.
— Y yo necesito dinero hoy.
— Bien hombre, bien; le daré á usted á buena cuenta un par de duros y ma-
AMERICANOS Y LUSITANOS
259
ñaña por la tarde viene usted á firmar el documento y á llevarse los cuartos, si
no hay algún tropiezo.
- — ¿Pero se queda usted con la libreta.
— Naturalmente .
— ¿Y quién responde?
— Sin el contrato de venta ó el endoso, yo no puedo cobrarla. Aunque se la
negara á usted, que eso no puede sospecharse de un hombre tan honrado como
yo, con pedir un duplicado estaba usted al cabo de la calle.
—Tiene usted razón, vengan los cuarenta del pico y hasta mañana.
El albañil recogió los dos duros y al salir á la calle, sintió los primeros sínto-
mas del arrepentimiento.
Para cobrar ánimos entró en una taberna y se regaló un par de copas.
— Si se ha enterado, me araña en cuanto me vea, — se dijo.
Antes de volver á su casa, buscó á su hijo; y al saber por él que su tía, así la lla-
maba el chico, habia ido á misa muy tranquila, se decidió á ir con él á su albergue.
Con efecto, Manuela no se habia apercibido del hurto.
Por la tarde se fueron á la Fuente de la Teja, merendaron y el albañil se tran-
quilizó un poco; pero tampoco pudo dormir.
— ¡Cuando lo descubra será ella! — pensaba.
Toda la noche la pasó, tan pronto arrepintiéndose, como animándose á llevar
á cabo su plan.
Al dia siguiente fué á ver al prestamista.
Este, habia preguntado en la Caja de Ahorros si la libreta era buena. Un em-
pleado la examinó y declaró que en efecto habia sido expedida por la Caja.
— Aquí está ya el documento para que usted lo firme, — dijo el usurero al me-
nestral,— y acto continuo le entregaré el dinero.
El marido de Manuela se hizo leer el contrato y lo firmó.
Poco después salió de la casa llevándose ciento noventa y ocho duros.
En vez de considerarse feliz, al verse en posesión de aquella cantidad, sentía
que las monedas le abrasaban.
— He hecho mal, — pensaba, — he cometido una mala acción.
Desde aquel momento perdió la tranquilidad ; y aunque para consolarse volvió
al dia siguiente á casa del prestamista á deshacer el trato, al oir de sus lábios que
no le convenia sino le daba cien duros por daños y perjuicios, resolvió no gastar
un solo céntimo. La verdad es que comenzó á sufrir horriblemente.
260
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El sueño huyó de sus ojo5!, le faltó el apetito, estaba taciturno, febril, y su
mujer y su hijo conocieron que le sucedia algo extraordinario.
La misma observación hicieron sus camaradas.
Llegó el sábado siguiente, y á poco de estar en su vivienda llamaron á la
puerta.
— ¿Quién es? — preguntó Manuela.
— Abra usted, buena mujer, — dijo un caballero. — soy el inspector de vigilan-
cia del distrito.
Manuela abrió y penetraron en la estancia el caballero y dos guardias de or-
den público.
El albañil comenzó á temblar como un azorrado.
O
— ¿Qué se les ofrece á ustedes?
— ¿No vive aquí Juan Sánchez?
— Sí, señor, es mi marido que está presente para servir á ustedes.
— Pues venimos por él.
— ¿Por él?
— Sí, señora.
— ¿Qué lia hecho?... ¡Habla tú, hombre! ¿Has tenido alguna riña?
— No, señora, no es por reñir por lo que vamos á llevarle preso... es por esta-
fador...
— ¡El! ¿Pero qué te pasa? Habla, maldito, ¿has hecho alguna picardía?
— Ha vendido una libreta de la Caja de Ahorros, que ya estaba cobrada.
Oir esto Manuela, correr á su cofre, abrirlo, registrarle y comprender lo que
pasaba, todo fué uno.
En aquel momento llegó el hijo del albañil y se enteró de lo que ocurria.
— Mi padre ha sido honrado toda su vida, — decia el muchacho.
— Lo ha sido y lo es, — dijo Manuela obedeciendo á una idea que le inspiró su
gramática parda. — Esa libreta que ha vendido era mia y muy mia, yo misma se
la he dado para que aunque perdiera algo, trajese dinero enseguida, y si alguien
la ha cobrado ese será el estafador. ¡ Pobre marido mió ! — añadió dirigiéndose á él
para abrazarle... — Yé, vé sin miedo con estos señores, que yo te sacaré ensegui-
da v el juez y todo el mundo verá que á hombre de bien no te echa nadie la pata.
— Gracias, mujer, — le dijo en voz baja el pobre hombre.
— Trae el dinero que te han dado, tunante, — añadió ella en el mismo tono.
El albañil le dijo donde lo había guardado y se dispuso á seguir al inspector.
AMERICANOS Y LUSITANOS
261
— Vé tú con él, hijo mió, — le dijo Manuela, — y vuelve enseguida para que
empecemos á dar pasos en su favor.
Cuando se quedó sola, corrió á buscar el dinero, y al hallarlo una sonrisa in-
fernal iluminó su rostro.
— ¡El que nace tonto!... — dijo, y sin acabar la frase, ocultó del mejor modo
que pudo aquella cantidad.
Cuando volvió su hijastro se puso á llorar; y tal maña se dió, que el mucha-
cho que estalla afligido, tuvo que dedicarse á consolarla.
— Lo que siento, — decia, — es que ya es tarde y mañana es domingo; hasta el
lunes no podemos hacer nada por tu pobre padre.
Deseaba tiempo para buscar una solución, y la suerte se puso de su lado.
El golpe que habia recibido su marido era terrible. La fiebre que le minaba,
se convirtió en un ataque cerebral.
La misma noche de su arresto fué trasladado desde la cárcel á la sala de pre-
sos del Hospital, y cuantos esfuerzos hizo la ciencia para salvarle fueron inútiles.
A las diez horas dejó de existir.
Esta inesperada solución hizo variar de táctica á Manuela.
Llamada á declarar, aunque anegada en llanto, manifestó que su marido ba-
hía tenido un mal pensamiento, que demasiado sabia que el importe de la libreta
habia sido cobrado con una duplicada, por haber estado algún tiempo extraviada
la primitiva, y alegó en su favor para demostrar que el suceso la habia sorprendi-
do, su repentina desaparición al presentarse el inspector de vigilancia, motivada
por el deseo de ver si estaba ó no en el baúl la libreta, guardada como recuerdo
de sus buenos tiempos.
La causa se sobreseyó: muerto el delincuente no habia medio de perseguir el
delito. Pero esto no satisfizo al prestamista, buscó á Manuela, empleó todas sus ma-
ñas, y doctor en la ciencia en que comparada con él solo era bachillera la apro-
vechada gallega, logró sacarle la mitad de los doscientos duros á condición de
perdonarle el resto.
Con noventa y ocho duros no podía vivir mucho tiempo como era su deseo, y
entonces resolvió quemar el último cartucho.
Ya era vieja y corría peligro de quedarse sola. Su hijastro era su única espe-
ranza; con los ocho reales que ganaba podía mantenerla y hasta regalarla, pero
lo mas natural era que buscase una media naranja y se fuera á otra parte con la
música, es decir, con los monises.
33
TOMO I.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
262
Cuando desempeñaba las funciones de maritornes conoció á una paisana, tan
paisana que era de su mismo pueblo, y por añadidura se llamaba como ella.
Un domingo que se reunieron para pasear, le contó (pie había recibido de su
pueblo una noticia triste.
El cura de la parroquia la había escrito anunciándole la muerte de su único
hermano, mayor que ella, y participándole que con este motivo doloroso hereda-
ba la casa y el huerto de su familia. El buen eclesiástico anadia, que siendo la
casa una de las mejores del pueblo, se liabia presentado un indiano con deseo de
comprarla, y que si ella quería podía alquilársela hasta tanto que regresase al
pueblo y tomase una resolución.
Hay, lo mismo en las populosas ciudades, que en las míseras aldeas, familias
en las que se perpetúan ciertas enfermedades. En la de la paisana de Manuela, la
tisis se desarrollaba como sus individuos y en lo mejor de la edad acababa con ellos.
Los padres de su amiga habían fallecido muy jóvenes, dejando á sus dos hijos
con sus bienes, su enfermedad.
El hermano murió y la hermana, ya atacada también, no tardó mucho tiem-
po en seguirle.
Manuela la asistió en sus últimos momentos y heredó su ropa y sus cartas.
La del cura, le parecía que podía prestarle grandes servicios y la guardó con
el mayor cuidado.
Un día, al mes de haber muerto su padre en el Hospital, el hijastro se decidió
á mudar de domicilio.
— No tiene gracia, — pensaba, — que lo que yo gano con el sudor de mi fren-
te sirva para que se regale esa bruja. Está fuerte y puede trabajar, que se haga
lavandera ó asistenta, ó que pida limosna. Ni es mi madre, ni cosa que lo valga.
Con estas ideas un domingo, se decidió á decírselas, y poco orador, como que
era peón de albañil, comenzó con rodeos.
— Malos se van poniendo los tiempos, tía, — la dijo de pronto.
— ¡Y tan malos! — refunfuñó Manuela.
— El dia menos pensado me quedo sin jornal, y aunque lo sienta por mí, mas
lo sentiré por usted.
— Dios te pague la buena voluntad.
— Así es que convendría que fuese usted pensando...
— ¿En tí, bribón? ¿Acaso no he pensado bastante? ¿Crees que ahora mismo
no pienso?...
AMERICANOS Y LUSITANOS
263
— Sí, lo creo, pero...
— Si me casé con tu padre, que esté en g-loria, fuó por tí, ya lo sabes...
— Usted lo lia dicho.
— Quise guardar mis ahorros para librarte de quintas.
— ¡Pues diga usted que si caigo soldado me avío!
— ¿Lo dices por la infamia que me lian hecho sacando mi dinero con una su-
perchería?
— ¡Y tanto!
— Pero la intención...
— Eso sí, la intención era buena, al parecer.
— Todo por no haberme enseñado mis padres á leer y á escribir. Afortunada-
mente tú has aprendido.
— ¡ Cierto !
— Y con ese motivo, voy á darte ó leer una carta que recibí hace algunos
años v á hacerte una revelación que hasta á tu mismo padre la oculté.
Y así diciendo, abrió su baúl y sacó la famosa epístola de que lie dado cuen-
ta antes.
— Lee, hijo mió, lee en alta voz.
El mozo, no sin trabajo, descifró las palabras que había trazado el cura.
Al saber que su... tia, como la llamaba, era propietaria de una casa y un huer-
to, se sintió avergonzado de haber querido abandonarla.
— Ya ves, — añadió Manuela limpiándose los ojos con una punta del delantal,
— ¡cuánta desgracia y cuánta fortuna !
— Pero esta carta es muy antigua.
— Desde que la escribió el señor cura, todo lo que hasta hoy han rentado mis
bienes, lo ha ido depositando el indiano á quien se la alquilé en casa de un escri-
bano del Concejo. Algún dia, me decia yo, tendré un hijo, el dinero se va volan-
do, si lo recibo no trabajaré y lo mejor que puedo hacer es ir ahorrando la renta
para la vejez. No es mucho lo que cobro, una onza al año; ya van once, con que
ajusta la cuenta.
— ¡Mire usted qué callado se lo tenia!
■ — El que no es previsor...
— Ya veo yo que sabe usted mas que Lepe, tia Manuela.
— Ahora voy á decirte lo que he hecho; el mismo dia que me casé con tu pa-
dre, escribí (pie era mi voluntad que hasta mi muerte pusiera el escribano á ré—
264
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
dito lo que fuera cobrando de alquiler, para que se entregara á la persona á quien
yo dejase por heredero de todos mis bienes.
— ¿Y qué lia pensado usted?
— ¿No lo comprendes, tonto?... Un dia de estos, cuando podamos ahorrar algo,
liaré mi testamento y te nombraré á tí mi único heredero.
— Digo que es usted, lia, la mas buena de las mujeres.
— Solo te pido una cosa.
—¿Cuál?
— Que no me llames tia sino madre. Me parece que te doy pruebas de que-
rerte como un hijo.
— ¡Mucho que sí! — exclamó el chico conmovido. — Mas que madre es usted
para mí, — y enjugándose con la manga de la chaqueta algunas lágrimas de gra-
titud que asomaron á sus ojos, añadió gimiendo: — ¿Cómo cuánto valdrán el huer-
to y la casa?
— Figúrate, el cura dice y es verdad, que son de lo mejor del pueblo... ¡Para
habitarla un indiano!...
— Eso pienso yo.
— Pon á la casa cincuenta onzas lo menos y tres ó cuatro al huerto.
— Cincuenta y cuatro y once, sesenta y cinco.
— Eso hoy por hoy, que luego cada año irá aumentando con la renta y el ré-
dito. Si vivo diez años mas siquiera, de cien onzas no baja lo que cojes.
— Dios se lo pague á usted, tia... digo, madre.
— Por supuesto, que tendrás que ir allá.
— Eso no importa.
— Y otra cosa, hijo mió... mientras yo viva, es preciso que renuncies á ca-
sarte... Tienes veinte y cuatro años, diez mas para un hombre no es nada...
Cuando yo estire la pata, no te faltará en mi tierra alguna moza que te lleve otro
tanto, y con tres mil duritos...
— El caso es madre... que yo hablo hace tres meses con una chica, y la ver-
dad, la quiero y pensaba casarme.
— Hazlo si quieres; pero te juro por quien soy que entonces dejo mi dinero
para misas por mi alma.
— Bien está... la dejaré, y eso que francamente, la liabia tomado ley. Pero lo
que usted dice á los treinta y cuatro años aun tendré yo buen ver y con
dinero. . .
AMERICANOS Y LUSITANOS
265
No hablaron mas; pero desde aquel dia no hubo hijo verdadero mas solícito y
cariñoso que aquel hijo de pega.
— Cuando me entregues tu jornal los sábados, — le dijo la Manuela, — guar-
daré yo cada semana dos realitos, y en cnanto se reúna lo preciso para pagar al
escribano, iremos los dos juntos á hacer el testamento.
No bal) i a duda.
El hijastro de la gallega, sino vaciló en permanecer soltero, luchó bastante
antes de romper con su novia, y al fin y al cabo se decidió á confiarle lo que le
bahía dicho su madrastra, prometiéndole que si le esperaba, en cuanto se muriera
y cogiese la herencia se casaría con ella.
Un año después hizo Manuela el testamento en toda regla. Con la mayor se-
renidad declaró que dejaba todos sus bienes á su hijastro y no solo nombró al es-
cribano que tenia su dinero, sino que describió con pelos y señales la casita y el
huerto.
Todo le parecía poco al agraciado para atender, contemplar y hasta mimar á
su generosa bienhechora.
Cuanto ganaba se lo entregaba; iba á la compra; por la noche, cuando volvía
del trabajo, la ayudaba á hacer la cena; dormía en un mal jergón, para que ella
se arrellanase sobre blando colchón de lana; la sacaba á paseo los dias de fiesta,
y por atenderla, hasta descuidaba á su novia, que cansada de aquella vida le dejó
al fin y se casó con otro.
En vez de ir á la taberna, compraba medio cuartillo y se lo bebía con la vieja.
Aquella unión de madrastra é hijastro llamó la atención de los vecinos, el due-
ño de una tienda de comestibles vió el testamento porque se le enseñó ella y desde
entonces comenzó á llamarla señora Manuela.
Cundió la voz y no tardó en saberse en el barrio que era relativamente rica y
que todo se lo dejaba á su hijastro.
No diez, sino quince años trascurrieron de este modo, durante los cuales la
fea y vieja bachillera vivió como una reina.
En este tiempo gastó alegremente á escondidas de su heredero los ahorros que
le habían quedado de la fechoría de su marido, y tomó en diversas ocasiones del
tendero y de otras personas de la vecindad, hasta cuatro mil reales en pequeñas
cantidades.
El chico, hecho ya un hombre, como que tenia treinta y nueve años, llegó á
oficial, era muy diestro, ganaba buen jornal, y aun que deseaba tomar estado y
200
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
pasaba sus malos ratos en la soledad solteril, llevaba estas penalidades con pa-
ciencia, pensando que al fin y al cabo se resarcirla,
fiada año que duraba la vieja era una onza mas.
V
Al fin al cabo se murió de una pulmonía, y le hizo un entierro de tercera
(dase, que para un pobre era lo mismo que echar la casa por la ventana.
Pidió prestado algún dinero á cuenta de su herencia y lo gastó en la caja, en
el carro, en la misa de cuerpo presente y en la sepultura.
Esta es la última prueba de cariño que dan con toda el alma los pobres á los
séres queridos.
¿Pero qué le importaba aquel gasto, si iba á ser dueño de cuatro mil duros lo
menos?
Los acreedores le presentaron los recibos firmados por testigos y con la cruz
que usaba la Manuela como firma; y aunque sintió no haber sabido en vida
aquellas picardihuelas, se las perdonó de buen grado.
Habló con el tendero, logró que recogiera todos los recibos y le declaró su
único acreedor, pidiéndole además lo necesario para ir al pueblo á recoger la he-
rencia.
— La gente de curia, y mas en los pueblos, — le dijo el tendero, — son muy
listos, vr si damos al que guarda el dinero de tu madrastra el tiempo necesario
para reflexionar, nos arma un lio de mil diablos. Lo mejor es que yo te acompa-
ñe, caemos de improviso, el testamento canta, y si como deseas quieres quedarte
allí, -cobro lo que me debes, me pagas el viaje, y todos quedamos contentos.
¿Necesito contar cuál fué el resultado del viaje?
Ni habia tal escribano, ni tal casa, ni tal huerto, ni tales alquileres, ni ré-
ditos.
La casa á que aludia la carta del cura, estaba en poder de los herederos de la
otra Manuela, que eran unos primos suyos por parte de madre; y el hijastro de
la gallega y el tendero prestamista tuvieron que volverse corridos.
— ¡Bribona! ¡Bribonaza! — exclamó el hijastro haciendo su epitafio.
A pesar de lo cual y gracias á su gramática ¡jarda, disfrutó en vida de todo,
hasta del amor conyugal, hasta del amor filial, sin haber pagado á la naturaleza
el terrible tributo de tan dulce afecto.
AMERICANOS Y LUSITANOS
267
En cuanto á su heredero... todavía desquita cada semana de su jornal un duro
para ir pagando al tendero los préstamos y el viaje.
Su única ventaja, es que no aprendió la ciencia en que era maestra su tia; y
como es hombre de bien, aunque desgraciado, no le falta trabajo, goza la esti-
mación de cuantos le conocen, y paga su culpa, la de haberse dejado engañar por
ser codicioso.
ñ
J
)
I
1
I
J ,
por D. Cesáreo Fernandez Duro.
i alguna persona no familiarizada con los rumores de la playa
abre el Diccionario de la lengua castellana deseosa de saber lo
que Contramaestre significa, verá que es: «Oficial de mar que
manda las maniobras del navio, y cuida de la marinería bajo
las órdenes del oficial deguerra. Navis, nautarumque subprce-
fectus.» El Diccionario marítimo español, á seguida consultado, le
informará además ser el Contramaestre: «Hombre de mar experto,
examinado en su profesión y caracterizado en un rango superior á
todas las clases de marinería, sobre la cual tiene una autoridad
equivalente á la del sargento en la tropa.»
Si no satisfecha todavía acude á las ordenanzas y reglamentos de
la marina militar, empeñada en investigar cuáles son en absoluto las funciones de
este oficial de mar, de qué modo las desempeña, qué conocimientos abraza la pericia
que debe acreditar en el exámen, sin dificultad averiguará que existe un cuerpo
especial denominado de Contramaestres de la Armada, formado con aprendices na-
vales, muchachos que cursan teórica y práctica en un buque-escuela del estado,
y con otros hombres de mar (pie solicitan el ingreso y son aprobados en el referido
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
269
examen. En este caso visten pantalón, chaleco, chaqueta ó levita, según los casos,
y gorra de paño azul, con botones dorados, de ancla; usan galones de oro en el
antebrazo, que distinguen las categorías de tercero, segundo y primero; y cuel-
gan del cuello, pendiente de cordon negro de seda, un pito de plata de forma sin-
gular, de sonido muy agudo, que se modula con ciertos movimientos de la mano,
y embarcan en los buques para hacer el servicio de instituto; los primeros contra-
maestres solo están por lo general en bajeles de gran porte, en que tienen á sus
órdenes tres ó cuatro de las clases inferiores. En colectividad se nómbranosme
de mar, de pito. Respecto á las funciones se expresan muy pronto, con decir que
el contramaestre dirige el cumplimiento de los mandatos superiores en la dispo-
sición del buque y en las faenas que requieren su seguridad ó movimiento.
Tanto peor para la persona aludida si con estos datos elementales satisface la
curiosidad; habrá formado vaga idea del cargo, no de la personalidad, que consti-
tuye uno de los tipos de mayor interés fisiológico y que ni se define por tanto con
pocas palabras, ni es fácil con muchas, al menos para mí, bosquejarlo.
El contramaestre de nuestros dias viene á ser, en cierto modo, el último tér-
mino de la série que empieza por el cómitre de las galeras de la Edad Media, que
sigue con el guardián de nao en las armadas y flotas de Indias, que continúa con
el contramaestre de navio en las escuadras distintivamente organizadas por Pati-
no y Ensenada; y solo en cierto modo digo, porque si bien tiene el actual con to-
dos ellos el factor común de clase; si es sucesor en el orden, léjos de multiplicar
el valor de cada antecedente siguiendo la teoría matemática, está léjos de poseer
el prestigio, la autoridad y sobre todo el saber que los anteriores gozaron y lucie-
ron. Tanto como se diferenciaban la galera real, cubierta de oro y seda, dirigida
por los hijos de los reyes ó la mas alta grandeza de España, é impulsada por la
chusma, escoria de la sociedad, sin perder de vista en la navegación la costa me-
diterránea; el enorme galeón, la nao de alto bordo, la carabela ligera, toscamen-
te entablados, embadurnados de alquitrán, surcando los mares en que los tripu-
lantes intrépidos, por mas que libres, poco manejables, dibujaban en los mapas la
figura de las Indias orientales y occidentales y el sembrado caprichoso de las islas
que constituyen el llamado mundo marítimo entre unas y otras; tanto como tales
embarcaciones se distinguieron á su tiempo del alteroso navio, magnífica repre-
sentación de la belleza y de la fuerza armonizadas, unidad táctica de la escuadra
que habia de disputar en la mar el dominio de la tierra, tanto se apartan dentro
de la generalidad de los hombres de mar, por especiales condiciones personales,
TOMO I. 31
270
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
el cómitre, vestido de teleton y damasco, corriendo la crugía, dando el compás
de la boga á son de pito y mosqueando con el corbacho ó la anguila las espaldas
desnudas de los míseros forzados; el guardián afanoso por estivar bien y pronto
los lingotes de plata y los tejuelos de oro extraidos de las minas del Perú y de
Nueva-España con destino á la Casa de Contratación de tas Indias de Sevilla; el
contramaestre discurriendo la manera de corregir, con la inclinación de los palos
y la variación de los pesos de estiva, las matas mañas del navio en el gobierno,
en el andar, en el balance y cabeceo. Examinando lo poco que nos dejaron escri-
to los antiguos de organización naval, se advierte como con el progreso de la
construcción de las naves coinciden los de las reglas ideadas para manejarlas y
dirigirlas de un punto á otro de la mar y la exigencia en los conocimientos y dis-
ciplina de los hombres que las tripulan. Ciñéndome al caso concreto del contra-
maestre, he de anotar lo que con un siglo de intervalo dijeron el capitán Juan de
Escalante, el doctor y almirante Diego García de Palacio y otro almirante anóni-
mo, abrazando los reinados de Carlos Y á Felipe IV.
«El contramaestre es el cuarto de los cinco mandones de la nao y como lugar-
teniente del maestre, en cuya absencia representa su mesma persona en todos los
casos y cosas que el maestre podia hacer estando en la nao, y todos los que fue-
ren y estuvieren dentro de ella, fuera del capitán y piloto, están obligados á obe-
decerle en todo lo tocante á su oficio, sin le rebelar en cosa ninguna. Y á cargo
del mesmo contramaestre es el aparejar la nao y estar y residir siempre en ella,
guardándola y amparándola de todos los peligros é inconvenientes que en cual-
quiera manera le podrian subceder, y amarrándola y desamarrándola cuando y
como conviniere, no rescibiendo ni dejando entrar dentro mas que lo que el maes-
tre le mandare y ordenare, y avisándole siempre de todo lo que conviniere y fuere
necesario para que su nao esteé mas segura y guardada, y dándole noticia de lo
que en ella pasare, sin encubrir cosa que le importe saber, y haciéndolo así, cum-
plirá bien con su oficio.»
En la segunda época citada se dice:
«El contramaestre es oficio de importancia en esta república náutica: ha de
ser persona de mucho trabajo y confianza, y que sepa leer y escribir, por si reci-
biere alguna cosa en el navio en ausencia del maestre. Gran marinero, y que de
la mecánica de la mar sepa todo lo necesario, como dar carena, hacer cabrias, ar-
bolar y desarbolar, y otro cualquier aparejo que se ofreciere arriba y abajo, por-
que si no lo sabe hacer, no lo sabrá mandar.»
AMERICANOS Y LUSITANOS
271
Ya esplicando después lo que le incumbe en las maniobras, colocación y cui-
dado de los pertrechos, amarras de la nao, distribución y cargo de la marinería, y
acaba encargando:
«Tendrá cuidado de salvar con su pito á la capitana, almiranta y demás na-
vios, á cada uno como le toca, y si no lo pudiera hacer p>or sotavento, sea por
barlovento, que la cortesía por cualquiera parte es buena.»
«El guardián ha de ser hombre diligente, buen marinero, cuidadoso y de
mucho trabajo; preside entre los grumetes y pajes, y como quien lidia con gente
moza, lia de ser algo riguroso en castigarlos, porque le teman y obedezcan.»
Otro siglo adelante, al advenimiento de la dinastía borbónica en España, la
armada, que liabia llegado á lastimosa nulidad, se organizó por completo á la
francesa rompiendo con los usos de antaño, creando el estado mayor ó cámara de
popa de los bajeles y regimentando el servicio á bordo con deslinde de las diver-
sas atribuciones. Entonces descendió el contramaestre desde la categoría de man-
dón ó jefe, á la de subordinado del último oficial, asimilada su clase á la de los
sargentos primeros del ejército, aunque en el arreglo recibia de aumento muchas
de las obligaciones que eran propias del antiguo maestre y se multiplicaban en
consecuencia la responsabilidad y el trabajo del cargo. Por esto, porque no como
quiera se desarraigan los hábitos adquiridos, y en razón á la importancia real y
verdadera del oficio, contra el espíritu de la ordenanza vino la práctica consuetu-
dinaria á crear jefatura efectiva para el contramaestre en la parte de proa, divi-
dida ó segregada de la de popa en la organización, que recordaba la composición
en brazos del estado. Siguió, pues, siendo, la del contramaestre, persona de im-
portancia en ¡a, república náutica ; tuvo opcion á merecer grado, insignias y ho-
nores de oficial y jefe, hasta capitán de fragata, dentro de la clase, y la tradición
le conservó el derecho de ser denominado nuestramo (nuestro amo) por cuantos
alberga la nave, de comandante á cocinero.
Sin otra alteración trascurrió el siglo xvm con los principios del que corre: el
contramaestre á lo Felipe Y asistió á los combates de San Vicente y Trafalgar; á
la emancipación de las colonias americanas; á la paralización de los trabajos de
nuestros arsenales; á la miseria nacional protestada con la guerra de la Indepen-
dencia, después de la cual acarició la esperanza de renacimiento en era nueva.
La era llegó en efecto, mas ¡cuán distinta de lo que se imaginaba! Las trasfor-
maciones del material naval referidas, que la ciencia progresiva del ingeniero con
inseguros pasos realizó en el espacio de cuatro siglos, fueron nada comparadas
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
272
con los efectos de su inventiva en los últimos cincuenta años. Un buen dia susti-
tuyó á los cables de cáñamo de veinte á veinte y cuatro pulgadas de circunferen-
cia con que los navios se amarraban, exigiendo para su difícil y peligroso manejo
viradores, mójeles, loras, aforros, boyas, hilas, y tiempo incalculable así para le-
var el ancla como para limpiar, secar y colocar el mismo cable en su lugar, la
cadena de hierro engranada en el cabrestante, que con mayor seguridad, incom-
parable diligencia, manejo sencillo y costo inferior, llena el objeto del rígido me-
canismo funicular.
Otro dia, los enormes toneles que llenaban la bodega destinados 4 contener
poca y mal agua, cedieron una parte de su espacio á los alj ibes de hierro que no
obstante median mayor capacidad y conservaban al líquido las condiciones de
trasparencia y salubridad. Después lancha y botes colocados en el convés como
cajas japonesas, uno dentro de otro, por resultado de faena larguísima necesitada
de los cabrestantes y de todos los brazos del equipaje, tras de la preparación espe-
cial de vergas y aparejos, tuvieron sitio respectivo en que se aseguran instan-
táneamente con los pescantes giratorios; y la aplicación del vapor, tímidamente
ensayada, fué cual varilla de hada cambiando de forma, de dimensión, de objeto,
no va los pertrechos del buque, sino el buque mismo, de que llegó á señorearse
dándole impulso y vida.
No hay que decir la impresión que en el contramaestre iban produciendo las
innovaciones: era su especialidad la mecánica aplicada; su gala el vencer dificul-
tades con escasos recursos; su mérito acudir á lo imprevisto con ingeniosísimos
resortes de imaginación, y paso á paso observaba que el velámen era relegado al
puesto de auxiliar remoto; que las máquinas daban reposo á la inteligencia, y que
el vapor, rotando la hélice, movia el timón, alimentaba la luz eléctrica, hacia
potable el agua del mar, achicaba la sentina, cargaba y descargaba los objetos
mas pesados y voluminosos, en una palabra, que maleando el hierro, con él forjaba
vasos capaces de embarcar los mayores navios de tres puentes que admiró en su
tiempo, coraza con que revestirlos, cañones monstruosos que penetraban otras co-
razas, torpedos traidores y palos y cuerdas y todo lo que proveyeron antes los
bosques, dando ocupación al hacha del carpintero de ribera y al mallo del cala-
fate.
Como las obras de Víctor Hugo no han llegado todavía á la camareta de proa,
de los barcos españoles, no caite en justicia calificar de plagiario á nuestro con-
tramaestre al oirle exclamar con profunda amargura: Esto matará aquello. Su pers-
AMERICANOS Y LUSITANOS
273
picúa observación le enseña que donde hay maquinistas y máquinas, no podrá
llamarse nuestro amo al que no las maneja ni las entiende, y aunque no sepa que
la imprenta acabó con los pacientes calígrafos y los pintores que llenaban las ho-
jas de los libros de horas de maravillosas miniaturas y letras de oro; que la fun-
dición eclipsó á los rejeros artistas de las catedrales, tiene aprendido que no hay
salmones en el mar de las Antillas ni rabijuncos en el Mediterráneo. Prestemos
atención á la fórmula en que confidencialmente revela la filosofía de sus deduc-
ciones. Le está mostrando el condestable un cañón de nuevo invento acabado de
instalar sobre el montaje, complicado mecanismo de ruedas dentadas, frenos, pa-
lancas y cigüeñales. Abierta la recámara por do entra el proyectil que llega por
un canil fijo en los baos ó techo, pregunta:
— ¿Qué piensa usted de todo esto, don Antonio?
— ¿Qué diablos he de pensar? Que habiendo hombres de vapor, (1) es de es-
perar que lleguen á mandar los buques las mujeres.
— De todos modos siempre habrá contramaestres.
— ¡Pues no! Ya los hay... con botitos de charol, que van á los cafés, leen La
Democracia, arreglan la política y...
—¿Y qué?
— Y se marean.
Nuestramo Antonio tiene razón: si en lo sucesivo se conservan en los bajeles
del estado funcionarios que toquen el pito y asuman el cargo y el nombre de
contramaestres, en el espacio de una generación conservarán todavía algo de las
tradiciones y de la enseñanza de los genuinos contramaestres alquitranados; des-
pués tendrán con ellos de común el nombre. Esos marineros rudos, de inteligen-
cia superior, de corazón de oro, se irán con las golondrinas de Becquer.
No por este juicio se sospeche que lo engendra el plurito, no raro, de estimar
(¡ue siempre ¡o pasado fue mejor, nada de esto; ni pertenezco al número de los
aferrados á la idea de la superioridad moral de nuestros abuelos, ni al de los que
buenamente creen que los tataranietos han de tener una vértebra mas ó menos
que nosotros. Admiro la catedral de Estrasburgo y el palacio de cristal de Lon-
dres; me gustan las aguas fuertes de Velazquez y los grabados en madera de Pan-
nemacker; lo bello, lo bueno, lo grandioso, me cautivan cualquiera que sea la
Q’oca de la factura y por tan hombres tengo á los vasallos de Salomón, como á los
ü) Así llaman los ingleses a unas maquinitas instaladas en la cubierta de los buques, que facilitan las
faenas.
274
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ciudadanos de la república una é indivisible de Danton, y á los súbditos de la
graciosa majestad de Doña Victoria, reina de la Gran Bretaña y emperatriz de
la India. Dándome á elegir, preferiría en viaje por tierra el ferro-carril á la men-
sajería acelerada, así como para visitar á Polinesia tomaría pasaje en vapor-correo
que atravesara el canal de Suez, por mucha que fuera la elegancia y la poesía
del velero clíper aparejado á montar el cabo de Buena Esperanza, cuanto mas una
nao, fuera ella la carraca Caca-fogo de Portugal, con el príncipe de los contra-
maestres á bordo. La opinión concerniente á esta clase no es por tanto caprichosa;
se funda en el estudio de una ley natural ineludible: como el francolin que habi-
taba en las selvas del Manzanares cuando el segundo de los Felipes vino á fijar la
córte á su sombra, se va el contramaestre viejo porque cambian las condiciones
que lo formaron, ó si se quiere, el medio en que vivía: urge, pues, recoger los trozos
mas salientes de la figura para que no se borre también de la memoria de las gentes.
I na playita de arena fina abrigada por rocas en que perpétuamente chocan
las olas levantando penachos de blanquísima espuma; un promontorio en cuya
cima resisten el ardiente soplo de la brisa las matas de taray, por la izquierda;
por la derecha, á lo lejos, saliente punta que limita el perfil de la costa y que con
el faro que sustenta guia al puerto contiguo las naves; al frente sin límite visible
la mar, ora mansa, ora ondulosa, cuando no imponente por la fuerza y el ruido
con que bate las piedras y se sube al promontorio mismo, forman el paisaje que
al asomar la razón del niño que llamaremos Julián Chumacera, hiere la retina
fijando su atención.
En los primeros años ejercita este niño la vista, como las águilas, en discer-
nir la gaviota de la vela allá en el horizonte, y el oido en dominar el estruendo
del viento huracanado; mas tarde, con los pies en el agua, al registrar los senos
de las rocas, hallando diversión en la captura de cangrejos y arranque de mejillo-
nes que al mismo tiempo le brindan desayuno, al paso que el ejercicio robustece
los miembros y curten la piel el sol y el frío, la observación continuada le enseña
el fenómeno de las mareas y la fuerza de la resaca. Antes que distinga un buey
de una cabra sabe diferenciar la dirección sueste de la noroeste, como al calamar
del salmonete; mucho antes que el niño de la ciudad conozca el alfabeto, Julián,
sin maestro, hace malla, da un lalleslrinque (1) y se sube por un remo á la lan-
cha varada en la arena.
(1) Cierto modo de amarrar una cuerda.
AMERICANOS Y LUSITANOS
275
La educación comienza después, cuando luce los primeros calzones, hechos de
una vela inservible de la embarcación de su padre; empatar anzuelos, remendar
redes, preparar carnada, desenredar el palangre, poner en canastas las sardinas,
son ocupaciones preparatorias hasta el momento en que se le consiente embarcar
en el bote, echar mano á la driza y achicar el agua. El dia en que por un mo-
mento y con recomendaciones se le entrega la caña del timón mientras los mari-
neros arrizan la vela, y el que corre las seis millas de distancia hasta el puerto
vecino, hacen época en su vida. En el segundo lia visto de cerca goletas, bergan-
tines y fragatas que rebajan su querido bote á la categoría de cáscara de nuez y
fjue con la altura de los palos despiertan la ambición de salir hasta el extremo
marcado por el movible cataviento. La idea bulle desde entonces en el cerebro de
Julián al punto de hacerle desatender la corbina que pica en su aparejo: vocación
decidida. El padre espera no obstante á que cumpla los diez años, para instalarlo
en el barco de cabotaje de un camarada, que conduce cada dos dias ladrillos, car-
bón y patatas, de puerto á puerto, y ya sea este barco falucho, tartana ó queclie-
marín, satisface por de pronto al aprendiz de hombre de mar, á cuyo cuidado le
ponen la escoba, el lampazo y la hornilla del fogon, sin dejarle empero tocar por
de pronto á la olla.
Por dicha, continuada otro año mas, le trae acceso á un buque de guerra que
ha recalado por allí: Julián Chumacera con el título de paje y la ración de hisco-
cho ordinario, no se cambia por el arzobispo de Toledo. Allí sí que hay palos altos,
botes hermosos, velas inmensas; y luego, qué gusto ver cómo se tienden sin mas
que un trino del pito, y á otra pitada desaparecen por encanto, subiendo como
hormigas, juntos los marineros á aferrarías. Pues ¿y los cañones relucientes y las
banderas y gallardetes, y la cámara con espejos y las charreteras de los oficiales?
Verdad es que la recepción que le disponen los otros pajes nada tiene de cariñosa
acosándole á preguntas, soltando sobre él un chubasco de cuchufletas entre malas
pasadas que le hacen caer de cabeza desde el coi ó descender sin gana por la es-
cotilla de la despensa.
— Vamos á ver, Pastor. — le dice uno, — ¿cuál de esos cabos es el chafaldete?
— ¿A qué tocan? — dice otro en el momento en que el pito llama al basurero.
— ¿De dónde habrá salido este animal de bellota, — exclama un tercero, — ig-
norando que á bordo no hay mas cuerdas que la de la campana y de la mecha?
— ¡Si no conoce siquiera una salvachía!
— Pues ha de saber á lo que sabe un rebenque...
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
27 6
Julián lo aprende en efecto rascándose la parte mas carnosa de su cuerpo,
pero no tarda rnuclio en estar al nivel de los nuevos camaradas, devolviendo bro-
ma por broma y golpe por golpe con satisfacción del guardián, amigo de mucha-
chos listos, por mas que de vez en cuando avio/ de espeso (1) en prueba de pater-
nal solicitud hácia los educandos.
Aun en botánica hace progresos Julián, á costa de sus haberes, clasificando
perfectamente la breva de Puerto Real, el higo de Lepe, naranja de Valencia, da-
masco de Ohiclana, fresones de Ferrol, bergamotas de Vigo, en los estudios del
litoral, que se ensanchan con el conocimiento de los dátiles de Berbería, guaya-
bas de Canarias, plátanos de Puerto-Rico, chirimoyas de Méjico, aguacates de
Venezuela, pifias de Cuba, nísperos del Japón, lechías de China, mangos de Lu-
zon, lanzones de Mindanao, mangostanes de Joló, simples que le llevan á consi-
derar los compuestos del zumo de la uva y de la calía de azúcar, cual se encuen-
tra en Jerez, en Jamaica ó en Pisco.
Pasando por las plazas de grumete, juanetero y ayudante de timonel, á los
veinte años llega á ser Chumacera un excelente marinero, estimado de sus supe-
riores; con todo, ¡instabilidad de los juicios humanos! no está contento. Por evo-
lución de las ideas piensa que desde los barcos del Rey se vé léjos la tierra. La
tierra, donde se dan todas aquellas cosas dichas y otras de que no hay que decir
sino que á Julián no le disgustan. Solicita en consecuencia la dejación del servi-
cio para ofrecerlo voluntario á la navegación mercantil mas ó menos lícita. El
destino de la nave le tiene sin cuidado, el riesgo y el trabajo no le preocupan, lo
esencial es correr mundo, y lo corre.
Es de consignar que los grandes espectáculos de la naturaleza no le impresio-
nan mucho: cualquiera diria que el humeante penacho del Etna, los fjorcls de
Noruega, el panorama de Funchal, el rio de Cantón, le eran de mucho antes co-
nocidos, tal es la indiferencia con que los mira; una caza do pasto en Lisboa, un
cofija ns (Cofee-House) en Licor epul (Liverpool) despiertan preferentemente su
atención, no descuidada ciertamente en los atractivos de las hotentotas del Cabo,
de las robustas y coloradas hijas del Eskalda, de las mulatas de Rio- Janeiro ó de
las cholitas del Callao. Pasa un afio de pesada navegación que le produce seis on-
zas, seis dias de gran vida en tierra por desquite; quedando resto suficiente con
que comprar tabaco, jabón, agujas é hilo, todo va bien: vuelta á empezar.
(1) Amojelar, de mojel, especie de trenza de cáñamo que servia para sujetar el cable con el virador, muy
apropósito para sentar las costuras del pantalón de los muchachos con alguna desazón del individuo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
277
¡Cuántas hojas podrían llenarse con los episodios de la vida del marinero!
Aquí no hacen al caso mas que los de transición, así el lector curioso ha de bus-
carlos en otra parte, contentándose con saber que por causa de guerra con el in-
glés, la convocatoria de la matrícula llama otra vez al servicio de S. M. á Julián
Chumacera, hijo de otro y de Manuela Matapon, licenciado de primera campaña
voluntaria. La noticia llegó oportunamente, hallándole con tres dedos magulla-
dos, sin ocupación y con la última peseta en el bolsillo.
En la segunda campaña obtiene las plazas de artillero de mar, gaviero, timo-
nel, patrón de la lancha, cabo de guardia, las principales á bordo; es hombre de
confianza, el ojo derecho del contramaestre; y á resultas de un combate en que
salta el primero al abordaje del enemigo, formada la tripulación de popa á proa,
después de tocar los pitos á silencio, haciendo el comandante relación de su mé-
rito, que ha llegado á noticia del general de la escuadra, le pone por su mano el
distintivo de oficial de mar, premio de la aptitud y la bravura. Allí acabó la pers-
pectiva de futuras expediciones en embarcación marchante: ha empuñado la caña
de Indias, símbolo real de la autoridad que le perpetúa en el servicio naval mi-
litar.
Pasan, no obstante, muchos años antes de llegar á primer contramaestre ó
contramaestre por antonomasia; cambia el petate desde la goleta á la fragata,
¿rasta las macetas de aforrar en los talleres de recorrida de los arsenales y al reci-
bir el nombramiento tiene el cabello gris y algunas cicatrices en el cuerpo. De
alegre, decidor y bullanguero se ha tornado grave y poco comunicativo; súbese
que en varias ocasiones ha salvado con inminente peligro de su vida la de media
docena de personas, pero no hay que hablarle de esto ni hacer alusión á sus ac-
ciones de mar ó guerra. Las preguntas le ponen de mal humor y las elude brus-
camente.
— Nuestramo Julián, ¿ha estado usted en Liorna?
—Sí.
— ¿Qué hay allí de notable?
— Lo (|ue en todas partes.
— ¿Hace muchos años que empezó usted á navegar?
— He roido alguna galleta desde entonces.
El medio seguro de obligarle á referir algo es tildar á nuestramo Baltasar,
nuestramo Pepe, el tuerto, cualquiera de los que le han servido de maestros; en-
tonces encolerizado, perjurando que solamente de algún animal de alcatraz ó ma-
TOMO I. 35
278
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
rinero del Papa procede la calumnia, explicará cómo dirigieron tal faena, cómo
salieron de un trance, acabando por asegurar que no existe en la armada contra-
maestre que le descalce los zapatos. Los marineros predilectos conocen perfecta-
mente el resorte, que no dejan de tocar cuando conviene.
Algunos ejemplares del tipo suele haber corpulentos, por excepción; en gene-
ral el contramaestre es enjuto, ágil, sanguíneo y nervioso; limpio en la persona,
desaliñado y caprichoso en el traje, refractario á las prescripciones de la unifor-
midad. Nunca parece tan satisfecho como en los aguaceros de mar en que le es
permitido subir á la cubierta con botas hasta la rodilla muy bien ensebadas, im-
permeable de lona que trasciende el aceite de linaza, y sueste (1) de lo mismo,
que le presta apariencia de mascaron de la Edad Media. Cuando se hizo regla-
mentaria la levita, exclamaba un nuestramo mirando los faldones: — Al mismísimo
diablo no se le antojara aparejar urca de mi porte con alas y ai' ras tr aderas .
En el teatro de sus funciones han de verse mejor que en conjunto de relación
los especiales rasgos de carácter, por lo que conviene seguir las vicisitudes de
Julián Chumacera, elegido contramaestre de cargo del navio de setenta y cuatro
cañones Aquilón (también tipo), que va á lanzarse al agua en el arsenal de Car-
tagena.
Las ratas y el contramaestre son los primeros habitantes que embarcan en ba-
jel nuevo: aquellas sin orden de la Mayoría General del Departamento. Llámase
de cargo el dicho contramaestre, porque al suyo y bajo responsabilidad personal
empiezan á ponerse desde el momento los géneros, pertrechos y objetos diversos
({lie han de contribuir á que el vaso de madera constituya habitación para qui-
nientos hombres, almacén de los víveres y agua, suficientes á alimentarlos duran-
te el trascurso de tres meses, fortaleza en que montar poderosa artillería, pólvora,
proyectiles y artificios de fuego, en cantidad de bastar á todo evento, palos, ver-
gas, jarcias y velas de uso, que vienen á ser medio en que obra el viento como
propulsor, dobles juegos de respeto, herramientas, materiales, un mundo en fin,
ya que á un mundo en pequeña proporción asemeja la majestuosa construcción
destinada á prolongar por todo el ámbito del Océano el territorio de la patria, mos-
trando su bandera.
Puestos uno al lado del otro estos objetos ocuparían seguramente la superficie
entera de la plaza mayor de cualquiera de nuestras ciudades; á bordo se colocan
metódicamente con tal orden y disposición que todos y cualquiera de ellos se en-
(1) S¡ies(e, casquete con una cola por la espalda pava que escurra el agua.
AMERICANOS Y LUSITANOS
279
cuentran á mano en el instante en que hacen falta, sorprendiendo el sistema á las
mujeres mas hacendosas y hábiles en menaje, que no aciertan á comprender, por
confesión propia, cómo en tan poco espacio caben tantas cosas.
Todas no pertenecen al cuidado exclusivo del contramaestre; el condestable y
el maestre de víveres comparten con él la responsabilidad de custodia y consumo
de las que pertenecen á sus oficios; mas el primero las embarca y emplaza pasan-
do ya á bordo á la dependencia respectiva y quedando en la suya las tres cuartas
partes del total. El pliego de cargo, así denominado aunque tenga mas volumen
que el Diccionario de ha Lengua, empieza expresando:
Un buque con:
Tres palos machos y bauprés.
Un timón con:
Cinco machos de bronce.
Cuatro hembras de bronce en el codaste.
Y por este orden sigue especificando hasta concluir con: Tantas docenas de
agujas de coser velas.
La cuenta corriente de este inmenso almacén de objetos que se gastan ó se
rompen y se reemplazan, intervenida y ordenada por el contador y segundo co-
mandante ocupan mucha parte del tiempo al contramaestre que aunque sabe leer
casi de corrido y escribir algo mas que su nombre, no es muy experto en las ope-
raciones aritméticas; tiene que fiarla redacción de los documentos de descargo al
escribiente del detall y la materialidad al pañolero, especie de guarda-almacén,
que es marinero de su hechura; pero ni se equivoca en las cuentas, ni por rareza
se ha dado caso de que en entrega ó recuento haya salido alcanzado contramaes-
tre alguno, antes bien le sobran en cantidad numérica los efectos, y en especie
aparecen varios que no han salido del arsenal ni se sabe cómo vinieron á bordo.
Los primeros cien hombres destinados al Aquilón, obedecen las indicaciones
de nuestramo Julián, que observa cuidadosamente la disposición de cada uno
cambiándolos de comisión y de sitio; vigila sobre todo á los que disponen las jar-
cias muertas que han de asegurar los palos, descubriendo en pocos dias cuál es
marinero y cuál promete serlo: los primeros conquistan su predilección, estos su
benevolencia; cuando se hagan las propuestas de plazas preferentes tienen en él
padrino, experimentándolo el dia en que el navio sale del arsenal al puerto com-
pletamente armado, en disposición de atender á la organización disciplinaria y de
dar la última mano á la de policía.
280
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Es momento crítico en que nuestramo Chumacera fija sólidamente las bases
del servicio por el sencillísimo procedimiento que sigue. Se trata, por ejemplo, de
barrer la cubierta, operación nada complicada. Nuestramo tiene designados desde
que se montó la guardia once hombres al efecto y ordena al pañolero que no saque
mas que diez escoltas. Puesto al lado de estas, da el toque de pito que manda la
operación y como necesariamente queda sin escoba uno de los hombres, le aplica
buenamente dos cañazos en parte blanda y un discurso esplicando que gran vir-
tud es la diligencia en un navio de setenta y cuatro cañones. A la media hora se
ofrece embarcar un bote, aferrar los toldos ó cualquier acto ordinario, y teniendo
cuenta con el último que llega en cada caso, le aplica los dos cañazos y el dis-
curso sentencioso. Con ocho dias de repetición seguida y una de tarde en tarde,
cuando menos se piensa, se tiene una tripulación ejemplar. Es probado. Comu-
nicó esta receta, con la venia del comandante, á un alto magistrado de la córte
que pasó en comisión á Cartagena á estudiar las modificaciones que debieran
aplicarse á los preceptos severos de las ordenanzas militares, y que se asombraba
viendo que al toque de pito salian los hombres cual si llevaran detrás un toro de
seis años.
Al señor Golilla se le hizo novedad le contaran que mas ofende al marinero
palabra mala de oficial que cañazo de contramaestre, atendiendo á que la autori-
dad de aquel, originada de un Real Despacho, se impone por la fuerza y temor de
la ordenanza, mientras la de este se admite como natural y necesaria y viene por
procedencia tradicional de otro marinero de origen á constituir superioridad pa-
triarcal. La primera reviste continua tirantez, la segunda se dulcifica por el con-
sejo, la enseñanza y la solicitud. El oficial se mantiene dentro de las barreras del
servicio; el contramaestre va á la cama del enfermo, se vale de mil medios que
mejoren el plato del sano; le da un cigarro, sabiendo que no lo tiene. Mediador
entre las clases extremas, es parte en los beneficios que alcanzan ó la inferior;
propone los ascensos, disculpa las faltas tolerables, infunde así en ella respeto
amoroso, que en el concepto del magisterio se extiende hasta el guardia-marina,
joven aturdido, poco respetuoso de suyo; alcanza la atención del oficial mismo y
la consideración del comandante. Cuando éste llama un individuo, se acercará su-
miso con la gorra en la mano; llamándolo el contramaestre gritará: ¡Mande! an-
tes de aproximarse, y oyéndole decir: ¡Haber uno! una docena procurarán con di-
ligencia anticiparse.
Organizado el servicio y establecida la marcha normal, no se prodiga en la
AMERICANOS Y LUSITANOS
281
cubierta nuestramo; desciende al cuarto piso del Aquilón, ó sea al sollado, donde
por privilegio de clase goza la posesión en la misma proa de un camarote de sec-
ción triangular que mide siete pies en el mayor lado: la luz natural no penetra
allí jamás directamente; el aire llega á través de mangueras; la temperatura es-
tando entre trópicos, asciende á 30 y 40 grados centígrados, á lo que liay que
agregar por la proximidad del pañol, el perfume mezclado de sebo, alquitrán y
cucaracha. En el interior del camarote campea como adorno principal un cuadrito
bien con la imagen del Santo Cristo de Candas, Cristo tan marinero que fué pes-
cado en la mar con red, bien con la de Nuestra Señora del Mar, de Almería, la
de Santa María del Socos, bendita monja que tenia permiso para pasear sobre el
Mediterráneo y cogia debajo del brazo un bergantín si lo veía en peligro de zozo-
brar, ó la de otro santo patrono, siempre que pertenezca á la sección marítima de
la córte celestial. Chumacera es cristiano con pura y hermosa fé y aunque de vez
en cuando se le escape un temo (los sabe en todas las lenguas del universo), sin
blasonar de mogigato da en el corazón ferviente culto á María, estrella de la mar.
Medrado estaría el grumete de último número que al pasar lista en la guardia de
noche, olvidara el: / Viva la Virgen! Al naufragar en la fragata Preciosa, Julián
hizo voto á Nuestra Señora de una fragatita empavesada, que fué á colgar por su
mano del techo de la iglesia de Begoña. Cuando el huracán le arrancó de la cu-
bierta de la corbeta Topacio, sobre la isla Aneyada, ofreció también á su protec-
tora una misa, que oyó en la iglesia del Cármen, de Cádiz, marchando descalzo
desde el muelle llevando á hombros con sus compañeros la verga de trinquete.
No hay otro adorno en el camarote; una taquilla de pino guarda el pliego de
cargo con el guarda-ropa, que no es de príncipe; y un caneco de ginebra ó de
aguardiente de caña, como preservativo contra el reuma. Un chinguirito por la
mañana neutraliza la humedad del baldeo y otro de plus café aprieta la digestión.
Mas de cuatro ayudan con buen ánimo al contramaestre á darle un tiento al fras-
co en di as de temporal en que manda sacarlo á plaza. Penden de sendos clavos las
botas y el impermeable, ocupando el mayor espacio la litera con colchoneta y al-
mohada; sábanas no gasta nuestramo, ni le hacen falta pues que no se desnuda:
es máxima suya que así como nadie conoce el momento de dar la vela para el otro
mundo, el marinero no sabe tampoco la hora en que le llamarán y hay que estar
siempre apercibido á una y otra cosa.
En esto de sentencias y refranes es Chumacera, como Sancho, saco sin fondo,
salvo que los de nuestramo son embreados, como el lenguaje figurado que usa.
282
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¿Qué haces ahí? — pregunta á un grumete que encuentra al paso.
— Pues nada, nuestramo, esperando que toquen á tomar los medios.
— Salta como gallina muerta, mamalón. ¿A quién se le ocurre sentarse sobre
un moton que está trabajando? «Nunca te fies de mujer que se calla, ni de mo-
tón que se queja.»
— Te voy á amurar el foque, socairero, — grita á otro que sorprende durmien-
do la siesta en la mesa de guarnición. — Ya podias saber que «camastrón que
se duerme se lo lleva la corriente.»
A puesta de sol sube ordinariamente Chumacera al castillo de proa á dar un
vistazo general al aparejo y oir el parte de los gavieros que han verificado la des-
cubierta; les da las instrucciones para el dia siguiente; ordena el reparo de cual-
quier desperfecto; enciende el cigarro y entonces, si está de buen humor, es la
ocasión de hacerle hablar. Tan perdida tiene la afición á la tierra que no baja
nunca, á no estar en el arsenal ó en costa inhabitada, que en este caso no dejará
de ir á ver si hay algo que pueda servir á bordo y no tenga dueño, porque nues-
tramo es una hormiguita. En otros casos dice que en tierra no se le ha perdido
nada.
Cuéntase, por lo de guardar, que yendo en el Aquilón el virey de Nueva-
España con su familia y acompañamiento, se antojó á la vireina distraer la mo-
notonía de la navegación celebrando la fiesta de la Virgen con solemne función
improvisada; quería vestir una imágen que por encargo se llevaba á Veracruz y
lo hizo con trajes suyos, pero estando los cofres de los mas ricos en la bodega
y no teniendo á mano con qué hacer el manto, acudió al comandante del navio,
que no sabia qué contestar á la exigencia. — Que llamen al contramaestre, — dijo,
por decir algo, y al presentarse en la puerta de la cámara : — Nuestramo, — añadió,
— hace falta un manto para la Virgen. — Chumacera estuvo un momento bajo la
misma impresión que su jefe. — ¡Un manto para la Virgen! — repetía; de pronto
soltó la frase usual: — ¡Está muy bien! — y á los diez minutos volvió con dos varas
de tisú, de verdadero tisú de plata. ¿Cómo poseía el pañol género tan preciado?
A las preguntas reiteradas contó el buen Julián que habiendo logrado apagar el
incendio de una urca dinamarquesa, le convidó á comer el capitán, á tiempo que
estaban reconociendo los géneros averiados, y habiendo salido una pieza de tisú
quemada por el lado, de modo que solo se podían aprovechar los retazos, el dicho
capitán le regaló aquellos dos.
— ¿Y para qué lo iban á servir á usted? — preguntó el comandante.
AMERICANOS Y LUSITANOS
283
— Para esto,- — contestó con aplomo.
— Tiene razón, para esto; para el manto de la Virgen, — exclamaron riendo los
vire jes .
Nuestramo Julián regresó á su camarote haciendo letanías de los caprichos de
las mujeres. Ignoro si en algún tiempo le dieron que sentir; lo que á bordo saben
todos, es que mentarlas á nuestramo equivale á nombrar la cuerda en casa del
ahorcado: la andanada de improperios que suelta no tiene fin ni cabo: — «Mujer,
viento j ventura, pronto se muda.» — «¡Benditas sean ellas... en escabeche!»
La injusticia del solterón contramaestre se hace patente en el hecho de deber
á una mujer la charretera. Escribiendo á la córte la vireina los acontecimientos
del viaje, refiere el lance del manto de la Virgen, que abultado j embellecido por
los comentadores llega á oidos del ministro de Marina. Pídense de resultas los an-
tecedentes del individuo, se presenta larga hoja de servicios sin taclia, recomen-
daciones j propuestas traspapeladas y extendido el despacho real, Julián asciende
á don Julián, con alborozo de sus paniaguados.
Vuelve el Aquilón por entonces la proa al Oriente en demanda de la península
ibérica, j cortando el meridiano de las islas Bermudas, el viento calmoso empieza
á inclinarse al norte, por cuja dirección está fosco el horizonte.
— Eli, nuestramo, — interpela el oficial de guardia, — ¿qué opina usted del
tiempo? El barómetro no indica variación notable.
— ¡Hum! No entiendo de barómetros; lo que tengo aprendido es que por estos
sitios: «A norte nuevo j á sur viejo, no les fies el qtellejo.»
La exactitud del adagio no tarda en confirmarse; antes de una hora reina des-
hecho temporal. ¡Qué ventanía! El navio no cabe en ¡a mar. Se oje por las bate-
rías la voz de lodo d mando arribo; el comandante toma la voz de mando, que es
el caso en que hace oir su pito el contramaestre; se reduce el velamen, nuevas
trincas sujetan á la artillería; corre el bajel con espantosa celeridad con sola la
vela de trinquete j sucede un momento de reposo que aprovechan los marineros
guareciéndose debajo del castillo.
— Esto se llama andar, — dice uno.
— A este paso no tardaremos efectivamente, en ver á Cabo Priosiño, ¿pero
aguantará el trinquete?
— ¿No ha de aguantar? Tres cosas haj de resistencia incalculable; palo de
punta, vela en viento j mujer de...
— ¡Eli! ¿Quién rebuzna ahí bajo? — interrumpe nuestramo Chumacera. — Vivo
284
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
á subir del pañol dos betas nuevas de á siete. Rubito, — prosigue, dirigiéndose
á un medio mulato del condado de Niebla, gran marinero, — vas á coserme un
brazalote á esa verga que está trabajando mas de su obligación. Ayúdale tú, Cha-
to, y cuidadito, hijos mios, agarrarse.
Los dos aludidos ven que se trata de jugar la vida á cara ó cruz; no vacilan,
sin embargo, subiendo por la jarcia con la celeridad que la fuerza del viento con-
siente. Llegados al peñol ó extremo de la verga, un horrible crujido esteriliza su
voluntad, verga y vela se han hecho pedazos con que el ventarrón azota á la cu-
bierta, y no es esto lo peor, sino que atravesado el barco, los golpes de mar des-
trozan la obra muerta, arrancan de su sitio á las embarcaciones y con ellas arras-
tran unos cuantos hombres desdichados. Se tronca el mastelero de gavia abatiendo
tras sí los mastelerillos de los otros palos; cae todo en el navio en confuso monton
que embaraza el paso y en el balanceo magulla y hiere. Aquí es donde ha de no-
tarse la sangre fria de Chumacera.
— ¡Ea, muchachos, no hay que aturdirse, vengan hachas! ¡Tú, Edreira, pica
aquel estay; Villajoyosa, salta á la balayóla y záfame la burda; aquí diez hom-
bres! ¡Talla, talla, talla, bueno; ya está en el agua el principal estorbo! Ahora,
aclararme la cubierta.
En los dias de sol y brisa no se vé ni se oye al contramaestre; ahora no se
aparta del palo mayor mas que para ir al de trinquete; ni duerme ni come mas
que lo que allí le llevan. Roñoso de una filástica en lo ordinario, prodiga lo me-
jorcito del pañol, hachóles de cera, cabullería nueva, roldanas de bronce; que le
pregunten para lo que sirve guardar las cosas. Cuando vuelve Julián al camarote,
habiendo agotado el repertorio de las palabras mas dulces, repartidas á los mari-
neros con el contenido del consabido caneco, del temporal no queda mas que la
nota del cuadernillo de bitácora y el navio, bien con los masteleros de respeto, ó
con bandolas, si la avería fué mas gruesa, navega seguramente. No ha omitido
tampoco asistir al lado del capellán, al rezar el responso por los que se borran de
la Estilla de raciones.
«A mal tiempo, buena cara.» Aprovecha la ocasión explicando en los dias su-
cesivos á sus ahijados lo que pudiera suceder si en lugar de partirse la verga hu-
biera faltado el palo y cómo se remediarla este ó el otro accidente; explana el
panegírico del Chato y el Rubito que tuvieron la sepultura del marinero cumplien-
do como buenos; se hace expansivo, hasta el caso fenomenal de referir alguna de
sus ocurrencias,
AMERICANOS Y LUSITANOS
285
— Vamos á ver, ¿á que no acertáis la mas rara de las expediciones á que yo
lie asistido?
— Cuente usted, nuestramo.
— Advierto que no hay cañonazos, ni tierras nuevas, ni naufragio, ni salva-
mento.
— ¿Pues qué puede ser?
— La expedición de la vacuna.
— ¿Qué es eso de vacuna?
— Allí vereis. Salimos de Cádiz llevando á bordo unos cuantos niños con un
doctor, que se entretenia en irlos vacunando. En Canarias embarcamos veinte ó
treinta muchachos mas con sus correspondientes niñeras: mas que fragata parecia
aquello una casa-cuna flotante. Pues así, de brazo á brazo, llegó á Puerto-Rico
la vacuna fresca y se propagó por toda la isla. Luego fuimos al continente, lue-
go á Filipinas, y en todas partes nos recibian con campanas y cohetes.
— ¿Y para eso solo iba una fragata con tanta gente y gastos? ¿No se podia
enviar la vacuna por el correo?
— ¡Ah cernícalo! ¡Cómo se conoce que no has aprendido el cuento del huevo
de Colon! La expedición, repito, es de las notables que lia enviado la nación es-
pañola, aunque no ande en boca de muchos, y el nombre del doctor, que era don
Francisco Balmis, está escrito en el rol de los hombres benéficos.
Nuestramo calló la parte que tuvo en la empresa, haciendo embarcaderos don-
de no los habia, y preparando el buque para una misión tan agena á su instituto.
Les encareció en cambio la, inteligencia de otros contramaestres en casos de vara-
da en (pie es preciso suspender el peso de cuatro ó cinco mil toneladas y discurrir
la manera; y cuando perdido el bajel, se han de salvar los pesados objetos sumer-
gidos en el fondo. Les refirió lo ocurrido á los holandeses en el cabo de Buena Es-
peranza, donde habiéndose hundido en parte la grada en que acababan de cons-
truir una fragata, se quebrantó y quedó como clavada, de forma que iban á des-
baratarla, al arribar allí un contramaestre que ideó forma de lanzarla al agua. (1)
Les entretuvo con la ocurrencia del arquitecto Fontana, aterrado ante la pers-
pectiva de su descrédito en el fracaso de elevación del obelisco egipcio en la plaza
de San Pedro en Roma. Sabido es que por una pulgada no alcanzaba el monolito
á montar la base, y que el bando publicado por orden del papa Sixto V conmi-
nando con pena de la vida al que hablara, mantenia á los espectadores en profun-
de
(1) Histórico.
TOMO i.
286
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cío silencio. Uno gritó, sin embargo: ¡Ajaa á las cuerdas! Recurso que no se le
hubiera ocurrido al fontanero Fontana y que vino á salvar su reputación; la con-
tracción del cáñamo humedecido bastó á poner en su sitio el obelisco. Se buscó
inútilmente al autor de la idea, que había escurrido el Imito temeroso de la eje-
cución del bando; con todo, llegó á descubrirse que era un contramaestre de la
costa. Por final de sesión contó don Julián la faena de subir la famosa campana
de Toledo que, por menos conocida apuntaré yo en extracto, omitiendo pormeno-
res técnicos aunque desaparezca el gracejo con que nuestramo excitaba la hilari-
dad de los marineros describiendo escenas tan interesantes como las de los seño-
res del cabildo catedral que oyendo al contramaestre ser necesaria una pluma, se
la presentaron de ganso y como rectificara, explicando que lo que queria eran
perchas, al punto le mandaron llevar las que sirven para colgar la ropa.
La campana de referencia se fundió el año de 1753 por orden del infante car-
denal, don Luis de Borbon, arzobispo de Toledo, con encargo de obtenerla con el
mayor primor y hermosura, sin atención al coste. Pesó 1.543 arrobas aparte del
badajo, que resultó de 1.400 libras de metal. Para elevarla fué desde Cartagena
el contramaestre alférez de fragata don Manuel Perez, acompañado de tres guar-
dianes de navio v veinte y dos marineros. Llevó en carros, caballería v cuader-
nales, que pesaban 1.451 arrobas y cuyo trasporte ida y vuelta, costó 31.114 rea-
les, y el dia 30 de setiembre de 1755 la dejó segura en su sitio, habiéndola en-
trado por la ventana sexta, comenzando á contar por la cara del norte, encima de
la puerta de las Palmas, donde empezó el ascenso. Iva maniobra se ejecutó con
orden, precisión y celeridad, porque acudió tropa á formar cordon que contuviera
á los curiosos y se echó pregón por boca del verdugo, aunque no tan severo como
el de Roma.
Quedaron tan complacidos los señores capitulares que aparte de un expléndi-
do refresco á los marineros acabada la maniobra, abono de gastos de viaje y ali-
mentos, al despedirlos ofrecieron de gratificación al contramaestre 12.000 reales,
á cada guardián 750 y á los marineros 550, con lo que estos se volvieron muy
contentos al departamento, asegurando al hablar de la campana:
«Que caben siete sastres
Y un zapatero,
También la campanera
Y el campanero.»
AMERICANOS Y LUSITANOS
287
Quince dias pasados de la narración de nuestramo Julián, en la amanecida
cantó el tope tierra por la proa y una vela por sotavento. En la tierra se recono-
ció la torre de Hércules; la vela, que estaba muy próxima, resultó ser fragata de
guerra argelina. El pito de Chumacera dejó oir la indicación de silencio; iba á
decir cuatro palabras al alma el comandante: después tocaron las cornetas zafar-
rancho de combate y de ola en ola repercutieron los cañonazos. Muchos ojos se fi-
jaban en la bandera de Argel, codiciándola; no á fé los del contramaestre, atento
tan solo al aparejo del navio. El médico estaba abajo aplicando vendajes y torni-
quetes á los heridos; á él le tocaba aplicar también remedio inmediato á un cabo
cortado, á un cáncamo roto, á cualquier avería trascendental. La función fué bre-
ve; como el Aquilón portaba reducida superficie bélica por consecuencia del tem-
poral referido, la fragata aprovechó la superioridad de marcha huyendo á todo
trapo. Con el último disparo, ¡qué desgracia! acertó la bala en la serviola del na-
ció y un astillazo desgarró el pecho del contramaestre.
— Vamos, muchachos, no hay que apurarse, — decía á los que le bajaban cui-
dadosamente al camarote, — algún dia tenia que suceder. Avise uno al capellán
que quiero ponerme al habla con él, y otro diga al contador que tengo alguna
cosa que comunicarle.
— ¿Avisaremos también al médico?
— No es menester; dejadle que se entretenga con los que le necesitan.
El médico acudió no obstante, observando con pena que eran realmente inúti-
les los auxilios de la ciencia. La sesión con el capellán no fué muy larga y to-
cando el turno al contador, nuestramo Julián, hablando trabajosamente, expresó
la última voluntad.
— Usted me ha de perdonar, señor contador, las molestias que le llevo causadas,
y esta nueva, pero tengo ya el práctico á bordo y es preciso que haga testamento.
— Diga usted, don Julián, lo (pie se le ocurra, en que yo pueda servirle.
■ — Primero quisiera que le pidiera usted al señor comandante que me echen
al agua.
— En cuanto á eso, como ahora mismo vamos á entrar en puerto, no hay que
pensarlo; tendrá usted sepultura sagrada en el cementerio de Ferrol.
— Hubiera preferido la otra, en fin, ¡cómo ha de ser! Para el testamento, ya
que hay testigos, sabrá usted que no tengo padre ni madre ni perrito que me la-
dre. Ahí en la taquilla está el pliego de cargo con las papeletas de exclusión y
de consumo.
288
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
— No se ocupe usted de eso.
— ¿No me lie de ocupar? Todo está en regla. También parecerán cosa de tres-
cientos pesos, cinco mas ó menos. Quiero que de ellos se dé media onza para una
misa á Nuestra Señora por bien de mi alma; un doblon á cada uno de los mari-
neros que me lleven con los piés para avante. Al pañolero una onza y la ropa, por
que se acuerde de los coscorrones que le tengo dados; el pito al timonel Pascual,
que no tardará en usarlo; la pipa al gaviero del bauprés; el dinero que sobre des-
pués de los gastos, al hospital de marineros de Nuestra Señora de Buen Aire, en
Sevilla y no puedo mas. Si á alguno le lie sentado la mano pesada, que me
perdone... que lo lie hecho por su bien y por el del servicio Caballeros...
hasta el valle de Josafat.
Aquella noche, fondeado el Aquilón á la boca de la dársena de Ferrol, tenia
en la cubierta de cuerpo presente al que fué alma de la proa. Ocho faroles alurn-
hrahan la caja, de que no se apartaban los marineros silenciosos. Abajo, en el so-
llado, el condestable, el carpintero, el calafate, como si digéramos, la familia del
finado, discutian el epitafio que seria mas decente escribir en la lápida; la mayo-
ría se inclinaba á poner: «Aquí yace D. Julián Chumacera, alférez de fragata,
primer contramaestre del navio Aquilón. Dios lo tenga en su santa gloria.» A uno
de ellos ocurrió consultar al pañolero, mas conocedor de los gustos y deseos del
difunto. El pañolero compareció con los ojos hinchados como puños.
— Escucha, Martínez, lo que hemos apuntado aquí. ¿Qué te parece?
— Que sobran muchas letras.
— ¿Pues qué pondrías tú?
— Yo, lo que hubiera puesto él:
AQUÍ YACE
El, CONTRAMAESTRE.
por D. A. Fernandez Merino.
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as fiestas de la Independencia atraen y tal vez los amigos
y compadres del tipo que presentamos, hallarian mal que
dejara de acudir á ellas. Es muy conocido el fiueno de don
Calixto, como todos los léperos le llaman, rumboso como
pocos y decidor cual ninguno; así es que sin remedio seria
echado menos y su ausencia la atribuirían malas lenguas á causas,
que es cierto existen, p>ero que él quiere á todo trance tener ocultas.
Por esto cuando aun faltaban lo menos tres horas para el dia, sa-
cudió el sueño, y echándose fuera de la cama, donde deja á su gra-
ciosa consorte, vistióse precipitadamente, pasó á la cuadra, ensilló
con rapidez al potro, que al sentirse tocar piafaba de impaciencia, y
cabalgando veloz salió y un momento después dejaba atrás su casa gozoso, no por
dejarla, sino por lo mucho que pensaba divertirse en aquel dia.
Como es largo el camino que tiene que recorrer, para llegar hasta Méjico, so-
bre él le sorprende el dia y á su luz podemos verlo, cosa bien necesaria para ha-
290
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cer conocimiento con nuestro hombre, tipo característico de aquella hermosísima
tierra llamada la Nueva-España, y que por ningún concepto desmerece el sobre-
nombre que honrándola nos honra.
Pocas naciones del otro lado del Atlántico conservarán rasgos tan propios y
peculiares que la revelen y acrediten como de descendencia española, v al decir
esto bueno será advertir que nos referimos solo á los habitantes, impregnados por
decirlo así de nuestro espíritu, (pie los lleva por consiguiente á todo lo bueno,
pero también á todo lo malo que nosotros realizamos.
Cuantos tipos aparezcan allá, pueden referirse á familias y á clases que aquí
son bien conocidas y sin gran esfuerzo por nuestra parte, sin duda, ni titubeo, no
se nos ofrecerá á la vista, un carácter de aquella nueva república, que no tenga-
mos con quien compararlo en nuestra vieja monarquía. Infinito número de aficio-
nados á no hacer nada y vivir sobre el país, los conocemos; políticos revoltosos
(pie con sin igual desenfado hablan de planes que tienen en su mente, gracias á
los que se puede salvar la pátria, nos sobran como allá: militares que hicieron su
carrera de una manera brillante porque siempre fueron muy adornados, sobran en
ambas naciones: escritores que lo mismo declaman contra todo lo que se opone á
la mas ámplia libertad, que hacen un panegírico de la inquisición, tienen y tene-
mos; poetas que sin cesar hablan de la luz que brilla, del aire que sopla y de la
fior que huele, abundan tanto en ambas naciones que podríamos cambiar millares
contra millares, sin (pie se perdiera nada, y de este modo, para abreviar y resu-
miendo diremos, que tienen de cuanto tenemos y tenemos de cuanto tienen.
Esta manifestación hace comprender desde luego que no carecen tampoco de
ejemplares bien definidos que pueden ser asimilados perfectamente con nuestros
hijos del mediodía, sin que nada les sobre ni les falte, pues en este punto pode-
mos decir que aquellos son nuestros hijos legítimos, formas animadas por los
mismos soplos y sacadas á la vida por un sol igual en brillantez y esplendores,
pues en lo que á la poética tierra aquella se refiere, ninguna porción le puede ser
comparada como nuestra risueña Andalucía.
¿Quién desconoce ese tipo tan abundante en nuestras provincias del sur, cuyo
génio inquieto le lleva á las mas descabelladas aventuras y cuyo carácter fogoso
le ciega y arrastra sin saber á dónde, en el mayor número de los casos? ¿Quién
no ha tenido ocasión de ver mas de una vez, y mas de ciento al hombre incapaz
de hacer daño á nadie, pero que está en la firme creencia de que todos los demás
le tiemblan, tan solo porque á ratos mira torvo y escupe por el colmillo? Creemos
AMERICANOS Y LUSITANOS
291
que nadie lo desconoce y que muchas veces habrán pensado en el sér que se lia-
liaría contento en la vida y recibiría feliz la muerte, si el breve plazo que se nos
da para convencernos de lo imposible que es conocer al mundo lo pudiera pasar
escuchando los lánguidos sones de una guitarra, en tanto que los ojos negros de
una mujer hermosa lo contemplan. Abunda, por desgracia, entre nosotros y tiene
perfecta equivalencia en el ranchero á quien tenemos camino de la capital, para
asistir á unas fiestas que le enorgullecen y deleitan, pues según dicen conmemo-
ran la fecha del alzamiento de los mejicanos contra el yugo ominoso de España,
sin fijarse que los que tal proeza realizaron eran tan españoles como son ellos y lo
somos nosotros, pues ninguna crónica cuenta que un puñado de aztecas se refu-
giara en montaña alguna, que equivalga á nuestra Covadonga, y avanzaran des-
de allí practicando la reconquista, á fuerza de tiempo, de sangre y de constancia.
Esta cuestión no es del caso, y por tanto volvamos á don Calixto, á quien ya
podemos ver gracias á la luz del hermoso dia que brilla y que dará lugar á que
sean mas animadas las fiestas; pero se nos ocurre que antes debíamos decir qué
es el ranchero y lo vamos á hacer deseosos de que ya que nuestro estudio carezca
de otros méritos, tenga al menos el del orden, y no será poco si lo llegamos á con-
seguir.
Exuberante en fuerzas productivas aquel suelo, la agricultura es una de las
principales fuentes de su riqueza, y las feraces campiñas que se dilatan ante la
vista del observador, le hacen advertir cuán pródiga con ellas se mostró la madre
naturaleza, y cuán escaso tiene que ser el trabajo del hombre para lograr sino lo
que desea, pues esto en cualquier parte es imposible, al menos lo que le debe te-
ner satisfecho. En acotadas porciones de terreno que alcanzan á leguas muchas
veces, se da la mas completa variedad de frutos, sin que haya uno que deje de
tener aplicación, sin que uno solo deje de tener su precio en el mercado, hasta
tal punto que una sola de estas haciendas , que así se llaman, basta para el soste-
nimiento de varias familias que se la tienen dividida en ranchos y cuyos jefes re-
ciben por ende el nombre de rancheros.
Como el principio de todas las cosas es difícil, al comenzar su ruda tarea el ran-
chero vivió pobre y con fatiga, pero se afanó, trabajó con fé y con constancia y
poco á poco, peso tras peso, tormo una onza, y luego del mismo modo otra y otra,
con lo que pudo pensar en tener mujer y la tuvo, teniendo mas tarde hijos, cosa
en la que tal vez no hubiera pensado nunca. Sin ser ni mal marido ni mal padre,
como la abundancia es madre de la comodidad, y cuando se tiene esta, acuden á
292
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
la imaginación mil cosas que vale mas no acudieran, nuestro ranchero va cre-
yendo firmemente que por cuanto todo lo tiene en su casa, dehe buscar algo fuera
de ella; su carácter siempre franco y alegre, le ayuda, dispone de algún dinero y
esto le hasta para que con todo lo que llevamos dicho surja del primitivo labrador
un ranchero, ó lo que es lo mismo el don Calixto, de quien inmediatamente nos
vamos á ocupar pues sigue avanzando al trote largo de su caballo y no queremos
que se nos entre en la capital y lo perdamos de vista confundido entre la multi-
tud que circula por las calles en dia tan señalado.
La dura labor del campo en la que el sol le hiere al descubierto, ha hecho que
su rostro tome un color trigueño, al que mas sombrea una negra aunque poco po-
blada barba y un sedoso bigote que cubre su labio superior, ocultando también
en parte el color rojo del inferior; bajo sus arqueadas cejas lucen los ojos negros
y rasgados, donde si no falta bondad, puede decirse que hay sobra de malicia: esta
cara es el espejo de aquel alma, no le falta un detalle y su sonrisa socarrona acu-
sa su desconfianza, su mirar atrevido la intensión violenta y lo entreabierto de
su boca el sin igual cuidado con que vive como hombre al que importan muy poco
el mundo entero, con todos sus habitantes.
Cuando no tenia se veía satisfecho con muy poco, pero cuando sin ser rico
pudo permitirse cierto lujo, no dejó de ostentarlo, así es que nos hallamos con don
Calixto vestido según su clase, pero orgulloso de lo que lleva porque es bueno.
Su sombrero de anchas alas va bellamente adornado con galones de plata que des
piden fulgores al ser heridos por la luz y alrededor de la copa va arrollada la to-
quilla simulando una culebra que se muerde la cola, siendo ambas extremidades
de plata también y que mucho lucen por el especial cuidado que su dueño pone
en llevar el fieltro inclinado al lado izquierdo, cosa que da mayor gracejo á su
picaresco semblante.
El traje que viste es todo de finísimo ante, recargado de adornos, pues mas de
cien pesos en pequeñas monedas de plata invirtió en la botonadura de su ancha
calzonera, y monedas también aunque mayores forman los botones de su chaqueta
y chaleco, por entre el que se vé arrugada y de mal córte, la finísima camisa de
cambray, abrochada sobre el pecho con diamantes vistosísimos, cuya montura no
será del mejor gusto, pero que son muy ricos; á este traje por cuanto va á caballo
sirve de complemento las fuertes espuelas vaqueras, cuyas rodajas al andar mue-
ven ruido, que á él le agrada y le contenta, y á cuyo son se contonea y mueve
airosamente la cabeza.
AMERICANOS Y LUSITANOS
293
El caballo vale la pena del sin igual cuidado que con él tiene su dueño; tanto
este como todos los de su clase se esmeran con los nobles animales que sirven
tanto en sus ñestas y regocijos, en las que con ellos se dan tono: es un potro ne-
gro como la noche, lucero, de patas finas que parecen de acero y que al andar
miden con garbo la distancia que media desde el suelo á la cincha que tocan con
su casco, levantando polvo que no le hiere, pues lo ahuyenta con su fogoso reso-
plido; en el hierro del freno, de bien pulido y limpio que está, se puede mirar
cualquiera, y la silla llama la atención también por su riqueza y atavío: á la ca-
beza de ella formada por una bola de plata lleva el fuerte cordel que le sirve de
lazo y á los lados las amplias pistoleras no vacías, pues bien sabe que todo es poco
para discurrir por aquellos caminos, en los que le dan el alto al mas 'planchado.
De esta manera, tan clavado en la silla que bien pudiera justificar la idea de
los indios al ver á los primeros españoles que allí fueran, de que hombre y caba-
llo formaban un solo animal, híbrido y monstruoso, de que disponian aquellos
hombres hijos de los dioses, nuestro don Calixto sigue avanzando y se relame sa-
boreando de antemano los placeres y el holgorio que le aguardan en las fiestas,
en compañía de sus amigos y en cierta casa que él conoce, sin que su mujer lo
sepa, pues no es cosa de que se aventure á tener disgustos con la madre de sus
hijos, que es una real hembra muy buena y muy campechana, pero que se quedó
en el rancho por mor de los muchachos, como él dice, aunque otra cosa sea lo
cierto.
Las idas y venidas á la ciudad le han hecho conocer la gente y ni don Calix-
to, ni ninguno de los de su clase pueden tragar al pisaverde, que habla blando y
solo sirve de cirinero de alguna damisela de pufc y de copete; el mayor gusto de
nuestro tipo está en avergonzarlo y correrlo con sus pullas y sus dichos oportunos
muchas veces y nunca faltos de gracia, así es que el señorito huye su presencia,
cosa difícil pues el ranchero como tiene con qué, lo mismo frecuenta la baja pul-
quería que el café mas de moda, y solo cuando tiene una fundada razón para ello
se interna por calles donde de no ocurrirle nada á un transeúnte, es buena señal
del merecido crédito que tiene de hombre de pelo en pecho que no aguanta chi-
lindrina .
Antes que todo es mejicano y no se le hable de nada que pueda creerse sea
mejor que su pátria, pues no lo aguanta; no ha visto ni mas tierra que aquella,
ni ha respirado otros aires, ni conoce otros tipos, pero con ella le basta para for-
mar su juicio del que no hay que intentar siquiera se deshaga, pues es seguro
TOMO 1. 37
294
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
medio de que inmediatamente se pronuncien malas palabras y sigan las voces ron-
cas y se termine con los golpes.
El ranchero ajusta las cuentas á su modo y saca en limpio que franceses, in-
gleses, italianos, españoles y de todas las demás naciones del mundo, acuden á su
tierra no llevando consigo ni un centavo, ni aun equipaje, y que apénas pasados
ocho ó diez años, aquellos arrancados como él los llama, se vuelven hechos unos
caballeros con muchos miles de pesos, que van á gastarse en el seno de su fami-
lia ó en los antiguos lares que se vieron obligados á abandonar. ¿Por qué los de-
jaron? se pregunta el ranchero, que no vio mas que maizales y magüelles, y él
mismo se contesta, porque no podian vivir allí. ¿Por qué se vinieron á mi tierra?
se vuelve á preguntar, y dejando asomar al rostro una sonrisa de satisfacción, se
responde que porque aquellos estados hermosos, lo son tanto, que ninguno se les
puede comparar. Cierto que la vida es allí mas cómoda y los medios para la satis-
facción de las necesidades, mas fáciles de conseguir, pero no es oro todo lo que
reluce, como vulgarmente se dice, ni se planteó bien la cuestión para obtener el
resultado que le enorgullece tanto. Si el ranchero que ha de tratar con él, estu-
diara la naturaleza del emigrante, se fijara en su condición é investigara las cau-
sas que le obligaran á dejar sus casas, comprenderla que los cálculos que se hace
no son fundados y que de cien individuos de los que abordan á aquellas poéticas
playas, hay cincuenta que fueron arrojados de las suyas y que del resto la mayor
parte son génios aventureros, enemigos del trabajo y celosos de las felices casua-
lidades que se ofrecen en aquellas regiones no muy pervertidas todavía, tal vez
porque no han llegado al desiderátum de la civilización, como aquí se dice.
Es lo cierto que su cultura no alcanza á razonar de este modo y que sigue por
tanto defendiendo su tésis con sin igual empeño y calor; que se obstina de una
manera desesperada y que en mas de una ocasión ha sostenido luchas terribles en
defensa de lo que él cree una verdad evangélica, luchas de las que han resultado
considerables detrimentos para el que se atrevió á llevarle la contraria, que en
los casos ocurridos fueron siempre algunos pisaverdes que se dieron hace años una
vuelta por Europa, de la que apénas vieron nada, pero que no obstante afirman
haberlo visto todo ó mejor dicho haber visto todo lo que dicen, que en cualquier
caso seria mucho ver.
Al ranchero no le falta buen sentido y esto es causa de que mas se irrite al
escuchar todo lo que en detrimento de su pátria, á la que tanto quiere, se cuenta,
pues comprende que lo que escucha no son mas que vanas declamaciones con las
AMERICANOS Y LUSITANOS
295
que quieren darse tono aquellos francesados; se irrita y opone razón á razón ó me-
jor á sin razón, pues no cree que haya mas suntuoso edificio que la catedral, ni
mejores paseos que las calzadas, ni vista mas hermosa que la del Popocatepelc, ni
mujeres mas lindas que las que allí se crian, y lo que es mas que eo hay ni pue-
de haber en toda la cristiandad una Virgen que mas pueda que Nuestra Señora
de Guadalupe: al decir esto se descubre con respeto, pero inmediatamente vuelve
á apretarse el sombrero y recoge su zarape como pidiendo guerra, sin que haya
en el mayor número de los casos quien la quiera sostener y si alguien se dispone,
([ue se condese primero, pues ya ha dejado lucir para despuntar el puro la ancha
hoja de su machete.
Dándose aire de quien sabe lo que vale, nuestro ranchero discurre por la calle
de Plateros ó se apuesta frente á la catedral y al acabarse una misa se recrea con-
templando á las saladísimas mejicanas, que coquetamente envueltas en su rebozo
pasan ante él dejando ver por debajo de su corta saya unos piés á los que se po-
dida formar estuche con el cáliz de una magnolia. Llega un momento en que se
da por satisfecho de que lo hayan visto y entonces él se dispone á ver. Como lue-
go que dejó su caballo en seguro, se cuidó solo de su persona y se regaló con un
almuerzo que no le recordó á su pacienta y en el que no le faltaron ni las torti-
Uas, ni los tamales, el estómago le pide líquido y él obsequioso, no quiere dejarle
sentir necesidad en tan memorable dia, por lo que rara es la pulquería porque
pasa, á donde no entre á hacer una visita ; habla un poco con un amigo ó conocido
de los toros, del maíz ó de los magueyes y sale andando, cada vez mas de prisa,
pues ya en la Alameda habrán comenzado los discursos y no quiere perder nin-
guno .
Llega, al fin, empuja, codea, aprieta, hasta que por último logra colocarse
donde desea, y es casi siempre donde no le falta algún charro de su clase ó algu-
na graciosa (daña, que hasta con que á uno le mire para que le haga bailar un
jarabe; al principio escucha atento las peroraciones contra los gachupines y las
aplaude con frenesí, porque, como dice, es muy republicano y muy independiente
y los españoles son muy suecos. Después á medida que el pulque lo ilumina, le
entran ganas de ser orador, y dicho y hecho, no podrá subir al tablado, pero eso
no importa, desde el sitio donde está y dirigiéndose á los que le rodean, dispara
un discurso que es lo mejor que puede oirse; en confusión lastimosa habla de los
vireyes y de Hidalgo, pone por las nubes á Zaragoza y estropea á los franceses,
sin dejar de exclamar algunas veces: ¡Qué vengan! y hacer una demostración
296
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
como si fuera á tragarse á todos los hijos de San Luis, que tuvieran semejante
atrevimiento .
Termina al cabo la manifestación; nuestro ranchero ha sabido captarse las
simpatías con su oratoria y no se va solo: allí encontró á un compadre de anterio-
res tiempos, con el que después de darse un estrechísimo abrazo, parten para to-
mar un trago y una vez sentados frente á frente, conversan de la Lupe, la china-
ca mas salada que vieron ojos y la mujer de mas gracia que pisó la tierra y tales
son los encomios, que entusiasmados deciden visitarla, y con efecto allá se dirigen
ambos prestándose mutuo apoyo, que bien lo han menester.
Bastante léjos, allá muy cerca de la garita, vive efectivamente la Lupe, una
morena con ojos como luceros, de hablar libre y ademanes desenvueltos, que al
verlos llegar supone que va á ocurrir algo bueno y se pone alegre como unas pas-
cuas. Echa los brazos al cuello de nuestro ranchero, lo estrecha contra su turgen-
te seno y lo mira de la misma manera que debe hacerlo la culebra con el inocen-
te paj arillo, para que caiga fascinado; siguen algunas explicaciones muy del caso,
acerca de lo ocurrido en tiempo en que no se han visto, y el compadre que no es
hombre que se descuida ha sabido componérsela de modo que poco después llega
un lepero con su jaranita ó vihuela y entre tan pocas personas tienen ustedes ar-
mada una ñesta en la que no falta el baile, pero nada de escholicli ni monerías sino
¡avahe, el baile puro del país, muy semejante á nuestros bailes del mediodía, de pos-
turas y ademanes lascivos y voluptuosos, que atraen sin querer á la memoria, para
unos, el recuerdo de las alineas orientales y, para otros, el de las graciosas gitanas
de Triana ó del Perchel.
Si el baile no es como han supuesto muchos, un movimiento con que el hom-
bre trata de imitar todo cuanto vé, siendo por consiguiente anterior á la música y
habiendo consistido en un principio en la sucesión de pasos rápidos, saltos y car-
reras con que los que bailaban trataran de expresar la pasión de que estaban do-
minados, hay que conceder que el hombre cuando se regocijaba permanecía en
quietud hasta tanto que se sintió arrastrado por los dones de la música que escu-
chaba, pero los aires populares mejicanos no son aires propios, en ellos se percibe
algo que revelan fueron su gérmen las playeras y los jaleos de nuestra Andalu-
cía, ligeramente modificados por razón del clima, de los usos ó de las costumbres;
con la letra de sus cantares sucede lo mismo, intencionada y profunda, cada copla
es una sentencia y alternan desde la picante que hace que la / eperita se ruborice
escuchando :
AMERICANOS Y LUSITANOS
297
Desde que te vi venir
Le dije á mi corazón:
Qué bonita piedrecita
Para dar un tropezón.
Hasta la sentimental que revela tanto, diciendo:
Bajo de un árbol sin hojas
Me puse á considerar
¡Qué solo se queda un hombre
Cuando no tiene que dar!
Y de esta manera, trago mas trago, copla tras copla, la fiesta se prolonga hasta
que el crepúsculo con sus tintas suaves comienza á empañar el dia y antes de que
se encienda la luz, nuestro ranchero recuerda que tiene que hacer, se despide
tiernamente de su dulce entretenimiento, á la que deja para un regalo; prueba
con su dádiva al lepero que sentado en el suelo amenizó la reunión con los sones
de su arábigo instrumento, que es un hombre generoso, y sale en compañía de su
compadre que no le abandona, según dice, porque sabe Dios cuando lo volverá á
ver.
Como todavía quedan al ranchero algunas onzas, como el ranchero es hombre
y por tanto ambicioso, piensa que muy bien, si la suerte le ayudara, podria salirle
de balde la fiesta y no quiere marcharse sin probar fortuna: tan pronto concebido
A- manifestado este pensamiento, el compadre lo apoya y juntos se dirigen á un
garito donde se ven todas las clases y todas las cataduras. El que talla tiene
facha de matón, perdona-vidas, de los de mirar torvo á quienes no amedrenta
nada y que por consiguiente vé llegar con toda calma á nuestro hombre que apé-
nas puede tenerse en pié y que con ademan resuelto avanza, deja caer una onza
sobre un caballo y vuela como si tuviera alas para ir á aumentar la fila de la
banca: en la nueva talla favorece con igual cantidad á una sota, por A'er si recu-
pera la perdida, pero la suerte está en su contra y de este modo al poco rato, sale
renegando con solo tres pesos en el bolsillo, cantidad que apénas le basta para ¡la-
gar el gasto que en la posada hiciera su caballo: lo hace así, lo ensilla, le ajusta
el freno y antes de poner el pié en el estribo, se acuerda de sus pistolas que echa
de menos sin saber quién se las ha robado: mas después de un rato de vano pen-
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
sar, se encoge de hombros con desden, salta sobre el noble potro y exclama con
sonrisa forzada :
— ¡Qué llevo yo que me roben!
Parte por el camino que trajo, y sea que el aire libre del campo lo repone ó
que al sentirse á caballo renace en él nueva idea, piensa un poco en los aconteci-
mientos del dia y no puede menos de renegar de las fiestas, de la Lupe, del pul-
que y de su compadre, prometiéndose no incurrir mas en aquellos desaliños
hasta otra.
Hé aquí el ranchero tal como se le conoce, franco, sin reserva, pero ladino y
prevenido siempre, amigo de la broma y de la jarana, expléndido como á quien
poco cuesta ganarlo y dispuesto á todo, sea lo que sea, bueno ó malo, con tal de
que se pueda lucir y hacer alarde de lo que tiene y algo mas.
Una de las notas esenciales de este tipo de la Nueva-España, es, digámoslo
así, que imprime carácter, esto es, que el que por nacimiento ó por costumbre es
ranchero, no deja nunca de serlo, aunque caprichos de la suerte lo saquen de su
esfera primitiva. Sin embargo, el ranchero rara vez ha tenido salida para otra
clase social que para la milicia, y en esta, justo es confesarlo, el ranchero ha he-
cho fortuna. Merced á la incesante lucha sostenida en aquel hermoso país desde
el momento que se emancipara, no han sido pocos los que á mal con la vida pa-
cífica del labrador en su rancho, se lian lanzado al campo al frente de un puñado
de valientes que han trabajado para él, en el mayor número de las veces, y al
cabo de muv poco tiempo se han visto generales pero sin perder nada de su anti-
guo carácter, sino todo lo contrario, añadiendo á sus propias notas las que singula-
rizan al soldado guerrillero, lográndose así un tipo digno de un estudio especial,
que haremos con el tiempo.
por 1). José Feliu y Codina.
upongo fundadamente, amigo lector, que mas de cien veces
habrás oido referir horrores de la vida interior é íntima del
teatro. Y tú, si eres profano en el asunto, y no has penetrado
por los vericuetos de ese mundo en varillado, que llaman esce-
na, debes de haber creido á pié juntillas todo cuanto se les ha
ocurrido decirte á sus expedicionarios y paseantes, y con particula-
ridad á sus naturales, los que suelen hallar gusto, como todo habi-
tante de una tierra ignota, en ponderar las especialidades de sus
costumbres y su clima.
Te habrán dicho que es el teatro un lugar de sordo combate y
de misterios latentes, cuyo menor peligro consiste en el escotillón
que amenaza tragarte y sumirte en las profundidades del séptimo estado; que la
intriga temerosa, la envidia explosiva y la pasión hipócrita, florecen allí como en
terreno abonado; y que por la atmósfera ardiente, como por las capas subterráneas
300
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
del escenario, circulan vientos de tempestad y terremoto que un dia han de des-
plomar sobre el mísero viajante, toda la máquina de telones, bastidores y bamba-
linas que forman la constitución de ese planeta, no salido de las manos de un Dios
creador, sino de la sierra de un carpintero y de las brochas de un escenógrafo.
Yo he visto á muchos crédulos como tú, lector inocente, asustarse ante la
perspectiva de un viaje por la escena, como pudiesen ante la de una exploración
por el polo ártico; yo he visto á muchos tentarse la ropa y encomendarse á Dios,
al ir á penetrar en las angosturas de un escenario, lo mismo que si fueran á lan-
zarse en los riesgos del estrecho de Magallanes; y les he visto luego entrar rece-
losos, pisar de puntillas y revolverse azorados, cual si temieran que les cogiese
algún airecillo traidor, de esos que la leyenda hace soplar entre caja y caja de
bastidores, ó cuidadosos de respirar algún miasma palúdico emanado de la concha
del apuntador y de los antros caóticos de la guardaropía.
Y este es el dia, lector benigno y mal avisado, en que yo te saque de tus er-
rores y te abra los ojos á la luz de las candilejas, declarándote que en ese univer-
so de madera y lienzo no reina el espanto tenebroso que te han pintado; motivo
por el cual puedes recorrerlo sin zozobra y sin otra prevención que el poquito de
trastienda que Dios te haya concedido ó hayas tú sacado de tus expediciones por
el mundo de veras, teatro de la verdadera comedia, cuyos actores no te han ad-
vertido que lo sean en los carteles de principios de temporada.
Entrate, pues, de rondon y sin cuidado, en todo escenario á donde te llame la
vocación, el interés ó el gusto. Allí no hay riesgos mayores que temer. Detrás de
la puertecita guardada por un cancerbero que espera al cohecho y entredicha por
el rótulo: .Yo se 'permite la entrada , que nadie lee, ni menos respeta, no te ame-
nazan otros daños que los mismos que te dejaste en la parte afuera del telón de
boca. Una actriz que te enamore de verdad ó una bailarina que te enamore de
mentirigillas; una prima-donna que te pida elogios para sus gallipavos, ó un
actor de carácter, que te haga cómplice de sus inspiraciones alcohólicas; un tra-
moyista que desplome sobre tu sombrero todo el cordaje del telar, ó una trampa
que te sepulte entre las maravillas ocultas de una comedia de mágia; un tras-
punte que te atropella por correr á dar una salida retardada, ó una asistencia que
te abrase con la resina de fingir los relámpagos. Esto es todo; créeme, lector ami-
go, que esto es todo.
Las jnisiones que rujen y las conspiraciones tenebrosas no existen mas que en
tanto las ves tú desarrollarse, desde tu butaca. No he de ocultarte que existe ra-
AMERICANOS Y LUSITANOS
301
zon de sobra para que las hubiera; pero no te dé cuidado; nuestros comediantes
son casi todos unos pobrecillos incapaces de representar otras tragedias, que las
que sus autores les escriben y sus consuetas les dictan. En cuanto se calla el Jú-
piter del tornavoz, todas sus trifulcas se apaciguan, y lo mismo es caer la cortina
que les aisla del público espectador, que convertirse el campo de batalla en patio
de vecindad. Envidias, y rencillas, y rabietas que se les comen vivitos y no les
dejan echar un pelo sano, ¿cómo no han de tenerlas los pobrecitos de mi alma, si
en su mayor parte son hechos de la peor madera de que se hacen hombres, y si la
tierra que barbechan es fecunda á todo serlo, en ese fruto de bendición que quita
el seso y pudre la sangre? Pero pensar que de esto pueda alguna vez originarse
una explosión, es ni mas ni menos que esperar erupciones del cisco de un brasero
ó temer temporales en un botijo de agua chirle.
Todo el génio del actor, — cuando por acaso lo tiene, — halla desvaporizadero
en los versos que el poeta cuelga de sus labios; y no bien dejas tú de verle, aquel
rey caballero, ó capitán invicto, ó marido ultrajado que te ha levantado consigo al
séptimo cielo, desciende simplísim amente de su cúspide y se encamina á pié llano
hacia su cuarto á murmurar como un remendón de portal, del que está murmu-
rando de él en el cuarto contiguo. ¡No creas que entre ellos pueda amagarte al-
guna asechanza! ¡Si andan todos con el corazón en la mano ! ¡Pues apénas se
necesita destreza para acertar á recluirlo hien recluido !
Se entregan, los benditos del Señor, como chiquillos de la escuela. ¡Y les ca-
lumnian! ¡Pobre nidito de víboras desdentadas y sin ponzoña! A las veinte y
cuatro horas, — y es plazo largo, — de andar metido entre ellos, ya se ha enterado
uno al dedillo de cuantos dramas, comedias y sainetes se desenvuelven á la som-
bra de aquellos árboles de cardenillo y al amor de las baterías de gas; ya ha bro-
tado la inquina del gracioso contra el característico, del galan joven contra el pri-
mer gafan, de la dama joven contra la primera dama, del racionista contra el
apuntador y de todos ellos contra el empresario. ¡Y si vieras qué formas tan sen-
cillotas tiene todo esto de manifestarse! Esos afectos que otros séres mas enreve-
sados de la sociedad, suelen revestir de secreto inescrutable y de cavilosidades
accesorias, no saben ellos esconderlos bajo media pulgada de tierra. Respiran por
la llaga, por lo cual no se les turba nunca el resuello, y á poquito que les des
coyuntura te cantan en la mano mas sueltos y desatados que un jilguero.
Eso sí, has de llevar con paciencia que también á tu costa respiren y canten;
que no con aceptar el papel de confidente, te salvas de sus hablillas y murmura-
TOMO I. 38
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
clones. Sobre que el ser confidente suyo no es título de mérito, porque lo alcanza
todo el mundo, ello es ley que liav que pagar escote irredimible á sus tijeras. Si
eres autor, por lo que escribes, si eres crítico, por lo que juzgas, si eres enamora-
do, por lo que galanteas, es fuerza que lian de dejarte sin alguna tirilla de tu pe-
llejo, en una ú otra de las horas que el arte les deja libres para que se distraigan
de sus sublimidades. Pero no te dé cuidado. ¡Si supieses cuán poco dañan sus
murmuraciones, y qué obra de caridad evangélica se encierra en dejarles decir!
Si aciertas á mantenerte no mas de centímetro y medio apartado de donde ellos
buscan puntería, no temas que hagan blanco en tí, aunque usaran armas de pre-
cisión, que no suelen usarlas ni mucho menos.
Y has de saber, querido lector, que todo lo que antecede he escrito con el ob-
jeto piadoso de llevarte tranquilo á hacer conocimiento con el personaje que te voy
á presentar. Habias de subir en mi compañía á la altura del palco escénico, y por
si eras de los tímidos y supersticiosos he querido poner en tu espíritu la confianza
y el valor de los veteranos. Sentado en tu butaca de la platea no conocerías nun-
ca á mi tipo, que aunque pertenece al teatro, nunca sale al proscenio, y pues ya
te tengo curado de sustos y sabes que puedes echarte á nadar sin ayuda de salva-
vidas, sígueme, lector curioso, por las interioridades del escenario y ven á cono-
cer al personaje con cuyo conocimiento me propongo aumentar el número de oca-
siones que tengas tú para reirte en este mundo.
II
Comienza, lector, por imaginarte á Bufion ó á Darwin asombrados ante un
caso raro. Imagínatelos que al acabar el trabajo de sus clasificaciones y después
de trazado un cuadro sinóptico de las especies y de los géneros, observan que uno
de los séres superiores que han establecido en cómodo y señalado domicilio, va y
coge por sí propio y se muda con todos los atributos de su jerarquía, tomando es-
tancia en un cuadradillo bajo, que es como si dijéramos, la cueva del palacio le-
vantado por el naturalista.
¿Te parece caso inverosímil? Tienes razón. En este mundo nuestro, donde cada
mochuelo tiene su olivo media vara, por lo menos, mas alto de lo que le corres-
ponde, declaro que es causa legítima de sorpresa, eso de ver á un hombre que se
arrincona, que se encoge y se despoja de sus entorchados de general, para meterse
en la línea de los reclutas. Y en el teatro, semillero de pretensiones, donde no
AMERICANOS Y LUSITANOS
303
hay altura desde la cual no se sueñe con otra mayor, el hecho es para mas alto
asombro, y aun, si no hubiese pruebas de evidencia, para cerrarse en una com-
pleta incredulidad .
Sin embargo, ello es positivo como que la tierra ha de comernos á todos, gran-
des y chicos, partes principales y partes de por medio. Allí, en aquel hervidero
de vanidades naives, de que te he hablado, allí donde no hay enano que no pida
once varas para su camisa, ni tartamudo que se contente con menos de quinien-
tos versos para su papel, allí, en aquella constelación de estrellas de primera
magnitud, palidece un astrillo de luz prestada, ó mejor diré que gira un bólido de
marcha tranquila, sin ponerse nunca al alcance del telescopio. Allí vive y pele-
cha el actor-consorte, bien hallado con su posición subalterna, despojado de sus
atributos y valido de su insignificancia, en la cual se funda todo su estado so-
cial.
Y lié aquí que por todo esto que te digo, no puedo, lector de mi alma, ponerte
de buenas á primeras cara á cara con nuestro personaje. Como vive á la sombra
y del calor de otro, hay que saludar á este antes que le saludemos á él; y de la
misma manera que para subir al sobradillo es necesario pasar por el rellano del
piso principal, así también para entrar en relaciones con el actor-consorte, hay
que trabarlas de antemano con la actriz. Nuestro tipo tiene sinfonía, como las
óperas antiguas, y prólogo de mano ajena, como los libros modernos.
Pero vamos adelante, que por el hilo sacaremos el ovillo y por la dama cono-
ceremos al galan. La dama está en su cuarto del teatro, que es un camarín casi
siempre menguado, recorrido á cierta altura de perchas que gimen bajo el peso
de un vestuario completo y amueblado con muebles de distintos órdenes y cate-
gorías. En el fondo el tocador, y junto al tocador la dama; y en semicírculo ó en
cuadro, alrededor de ella, cuantos contertulios cogen en el ámbito estrecho del
camarín: el autor curtido que escribe para ella, conocedor de sus talentos ó de sus
triquiñuelas; el autor bisoco que solicita ser estrenado; el actor que la adula á
cuenta de que acepte un papel secundario en la función de su beneficio; tres, ó
cuatro, ó mas ociosos que no llevan allí otro objeto que el de holgar; y cinco ó seis
ó doce, ó mas, hasta lo infinito, galanteadores, pertenecientes á la clase de ena-
morados teatrales, que se pirran por el amor de Margarita de Borgoña, ó de Ali-
cia del Brama Nuevo , ó de la cuitada Teodora, víctima infeliz de El Gran Galeolo.
Entre los individuos allí presentes, tú buscarás al que no está. Y mira por
donde empezaremos á conocer á nuestro hombre. No está en el cuarto, porque él
304
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
suele aprovechar las horas de función, en los dias que esta es ordinaria, para es-
camotearse y salir á gozar de su libertad en cualquier sitio que no sea el cuarto
de su mujer. Lo común es que se pase las horas, ociosas como todas las suyas,
atarugado en el foyer ó en un cuarto de otro teatro refiriendo todos los chismes y en-
redos del suyo, ó en cualquier café donde se disparate sobre comedias, ó á picos
pardos, muy oculto como si á alguien le importara, ó donde haya tapete y cartas
que den cuenta de la última quincena que la cónyuge le ganó.
No está, pues, como te decia, en el cuarto de la actriz, y en él, sin embargo,
es donde se entera uno de que tal sugeto existe. Porque la dama, que sabe muy
á ciencia cierta que tiene un marido, — aun cuando no sea mas que por lo que le
cuesta, — y que se halla bien con poder lucir y emplear aquel objeto, que forma
parte de su equipaje, no pierde ocasión de pronunciar el nombre del adlátere ac-
cesorio. á quien llama marido porque tenerle es cosa bien vista y socorrida, sobre
todo en el teatro. Ella es quien da personalidad al consorte y quien le hace fun-
cionar á los ojos del público que asiste á los espectáculos de telón adentro; y aquel
esposo de cuyo nombre tienen los oidos llenos los concurrentes al camarín, desem-
peña siempre su parte sin aparecer, como esos personajes de comedia que nunca
acaban de salir, aunque llevando y trayendo su nombre se hila, se enmaraña y
se desenreda la madeja del argumento.
Pero sepamos á propósito de qué, le señala la dama esos papeles mudos é in-
visibles.
Cuando la empresa del teatro ó el director de escena, la agravian á ella, con
desaire ó con ofensa, no haya miedo que se olvide á ella exclamar con voz enoja-
da:— «¡Pues buena se va á armar cuando él lo sepa!» — Si durante el ensayo ó
mientras aguarda que el traspunte le dé la salida, algún comparsa ó tramoyista
la hiere los oidos con algún reniego ó palabrota, no dejará de volverse á quien
tenga contiguo, para decirle doloridamente: — «¡Cómo se conoce que él no está
aquí!» — Todos los Celestinos y celestinas del teatro, — y en Dios y en mi ánima,
que abundan, — han puesto en sus manos cartas con ofrecimientos mas ó menos
platónicos, — generalmente menos, — y es invariable en ella rechazar el billete ó
romperlo, exclamando como antes: — «¡Si se enterase él!» — Ya á su cuarto el au-
tor de la compañía. — ese infeliz á quien nunca creyérais autor de nada, — y la re-
parte un papel que no corresponde á la categoría de primera actriz, y ella, aun
que no lo rehúsa, advierte que lo rehusará, diciendo con mohín y displicencia: —
<¡ Veremos si él permite que yo haga eso!» — Si la ofrecen un ajuste, lo ha de
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consultar con él; si un periodista la censura, refiere las hazañas que él hizo en
cierto caso parecido... Y en fin, no se presenta lance ni ocasión imaginable, en
que no sea por ella invocado el nombre socorrido de su esposo, el cual viene ó ser
en boca de la dama, como esos estribillos de las canciones largas, que aunque se
dicen cuando se cantan, se suprimen al escribirlas y al leerlas, supliéndolos con
aquel etcétera después de cada estrofa que quiere decir al lector: Aquí viene aquello
que usted ya sabe.
Pero no seria el teatro lo que es, lugar de convenciones por fuera y por den-
tro, si hubiese que poner fé ciega en todo lo que en él se vé y se escucha. El ca-
rácter y la respetabilidad de ese marido tan zarandeado, no tiene al cabo mayor
consistencia que la del colorete que pone rubicundas las caras cetrinas, y la de
las arrugas de tinta china que hace respetable á un barba cuchipandero. La dama
habla del clamo, lo mismo que recita un papel de su caudal, pero en realidad de
sentimientos harto se la alcanza que no sirve aquel horno para tales bollos; ni en-
tre los que la oyen rezar aquella letanía de un solo nombre, se encuentran mu-
chos que crean en los milagros del santo al cual conocen higuera.
La actriz tiene su talento y su alma en su almario, y como tú comprenderás,
lector de la mia, reúne allá en sus adentros muy buenas razones para saber los
puntos que calza su marido, amen del derecho en que ella muy santa y muy pia-
dosamente se juzga para ocupar el sitio que él la abandona y para ser quien guar-
de las llaves de su albedrío, puesto que por ella es por quien brillan en su casa
las dos llamas simultáneas del génio y de la hornilla. Consecuencia de esto es que
ninguna de las atribuciones que la dama parece conceder á su marido, éste las po-
see en realidad. Todo lance, todo compromiso, todo conflicto de honor ó de arte
en que la actriz se vé metida, encuentra resolución y término según á ella pare-
ce mejor; y ella es quien aleja galanteos, si los quiere lejos, y quien resguarda ó
devuelve los papeles, y quien firma ó no firma las escrituras de ajuste. El consor-
te no hace á todo eso sino callarse muy calladito, tanto porque esta es la misión
que comprende haber recibido de la generosa Providencia, como porque ya no tie-
ne costumbre de que nadie le dé vela en los entierros de su mujer.
Las verdaderas funciones de su cargo son otras; porque es de saber que algu-
nas tiene, y él se las sabe muy bien sabidas como que no son extensas, ni son di-
fíciles, y se avienen con la disposición natural que le inclinó á tomar el situado
de actor-consorte.
En dias señalados, de función nueva, sabe que le toca no apartarse un minu-
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
to del camarín de su mujer; porque esas son noches de gran trajin en dicho sitio
y él ha de sostener el esportillo de los parabienes y dejarse salpicar por la lluvia
de entusiasmo que se vierte sohre la cabeza iluminada de la dama. Y aunque las
frases sean algo calurosas, y los piropos atreviduelos, é insistentes los apretones
de mano, él cuida de no picarse, ni atufarse, ni borrar de sus labios la sonrisa
que tiene esculpida como los serafines de retablo, y hay que verle dando gracias
por lo que no reza con él y hacerse el orondo por la gloria que le alcanza de sos-
layo.
En otros dias, de función ordinaria, la dama está ronca, ó la tiran los nervios,
ó la aqueja cualquier indisposición de índole benigna, que aunque no la impida
trabajar, la pone dengosa y alicaida. Entonces el marido no se aparta de su lado.
Suele tener muy buena mano para batir los huevos crudos que aclaren la voz, ó
para desleir las yemas en azúcar y leche, para que la conforten y alienten, y así
entiende de pulsarla reloj en mano para observar si hay calentura, — que tiene
contados y medidos los latidos de aquel pulso, — como de servirla tisanas y lilas,
dejándolas en su punto de azucaradas y templándolas pacientemente á cuchara-
ditas. ¡Si nadie sabe cómo quiere y cómo mima aquella alma amante, al filoncito
rico de sus entretelas!
Pero cuando se halla nuestro hombre en lo sublime de su altura, es en las no-
ches de beneficio de su cara mitad. Su tarea empieza unos dias antes, preparando
el buen éxito de la función. Su mujer prepara el efecto artístico, él toma á su car-
go la parte económica. Nunca se mete en la marcha del teatro, sino en esos dias
de agitación y cálculo. Quéjase de que no se ensaye bastante, refunfuña, porque
no se saben los papeles, intriga porque se pinte una decoración, no sale de la con-
taduría donde husmea todas las cuentas para orientarse, y si la dama sigue la cos-
tumbre modernísima de dedicar el beneficio, él, el marido en persona, es quien
va con el ofrecimiento á desperezar y comprometer la munificencia del patrono.
En llegando la noche de la función, yo no sé cómo mi hombre se multiplica. La
actriz, ó porque no experimenta en realidad la codicia del producto metálico, ó
porque comprende que no le cuadra manifestarla, se está en el cuarto displicente
y agena á todo lo (pie tiene referencia con la solemnidad de que es heroína. El
marido, en cambio, no se da punto de reposo, y en todas partes se le encuentra
danzando, como si efectivamente se multiplicara al igual de esas peonzas que se
descomponen en muchas cuando se sueltan á bailar. Se le encuentra en la taquilla
y en la puerta, en la platea y en el escenario, en la administración y en el cuar-
AMERICANOS Y LUSITANOS
307
to de la beneficiada. En este último lugar tiene graves quehaceres que mudan de
objeto y condición según adelanta la velada: antes del primer acto entra y sale
sin descanso para anunciar á su mujer qué tal se presenta la entrada; en el pri-
mer intermedio llega con la noticia cierta del número de billetes vendidos y el de
reales recaudados; en el tercero comparte con la agasajada las glorias de la ova-
ción, y en el último reparte los ramilletes de llores entre las demás actrices del
teatro y desenreda las cintas de los pichones que lanzaron los palcos de proscenio.
Si hubo versos, suele también celebrarlos competido por su mujer.
Otras diligencias practica, propias del ritual de su cargo, que tienen igual-
mente dia determinado. Cobra los dias de nómina, con puntualidad religiosa, y
firma con todas sus letras, y este es el acto mas importante de su oficio. Clama
allá, por las Navidades, que su mujer se mata, porque pide la festividad de aque-
llos dias que el trabajo apriete. Asiste á las lecturas de obras nuevas con achaque
de averiguar si es digno el papel de su mujer, pero en realidad para llevar á los
círculos teatrales la primera embajada de si llevará silba ó aplauso la comedia que
se va á estrenar.
Allí tienes, lector, á nuestro hombre con sus rasgos salientes y su fisonomía
peculiar. Fuera del teatro no le busques, porque no le reconocerías. Viste, pasea
y fuma como cualquier otro adscrito á cualquier secta de las mil de ociosos que
lia creado el hombre en sostén y defensa de la dignidad viril.
La última pincelada de este retrato, podrá darte, lector querido, si no la tu-
vieres aun, idea exacta de la importancia social y privada del actor-consorte. Si
cae en tus manos la escritura de ajuste de una actriz que haya pasado por la vi-
caría, leerás entre las condiciones, una que dice: «La empresa satisfará dos bille-
tes de primera clase para que D.a N. N. se traslade desde tal punto al del cum-
plimiento de este contrato.»
El primer billete es para la actriz; se cae de su peso.
El billete de plus es para el actor-consorte.
por D, Nicolás Díaz de Benjumea,
ClíADBO TERCERO. (*)
quel día, como de costumbre, se habló en la mesa redonda
de las festividades religiosas y del carácter que imprimen á
la población.
— La Semana Santa. — decia un andaluz, — se siente, se
gusta, se huele y se respira en esta capital. Ella constituye
una série afectiva y entusiasta cuyo indujo alcanza á viejos, jóvenes,
clérigos, seglares, profanos, religiosos, incrédulos y creyentes.
— ¿Y cree usted, — preguntó un extranjero. — que existe verdade-
ro espíritu religioso en el fondo de este movimiento general?
— Le diré á usted, — contestó el andaluz, — esa es una cuestión muy
peliaguda. A mi parecer no hay espíritu, sino sentimiento religioso, en las razas
meridionales, y por esto se han apegado al catolicismo, que llama fuertemente á
los sentidos, mientras que las razas del norte abrazaron la reforma, fría, severa y
sencilla en las manifestaciones del culto externo. Pero preciso es confesar, que
p) Vease el cuadro segundo en la página 183,
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
309
para las mujeres, el vulgo y las gentes de fantasía inquieta, que no pueden con-
centrarse en meditaciones puramente espirituales, nuestra religión lia llegado á
un punto de estética culminante, que cautiva la atención y embriaga los sentidos.
Es cuestión de temperamento y de raza. El asunto fué discutido basta el punto de
ponerse todos de acuerdo, en que si el gobernador de la provincia prohibiese las
sobredichas fiestas, habida una revolución en la ciudad; pero que, si en vez de
procesiones, ofreciese grandes paradas militares, fuegos de artificio, cucañas y
corridas de toros gratis, el sentimiento religioso cederia el lugar al profano.
Aquella tarde no hizo estación ninguna cofradía, y aprovechamos la noche
para asistir al teatro, donde se representaba la pasión y muerte de nuestro Reden-
tor, teniendo especial cuidado de colocarnos en el sitio mas barato, para notar la
impresión que tales escenas causaban en las gentes del pueblo; pues claro está,
que en los palcos, plateas y lunetas, se badila de modas mientras azotan á Jesús,
ó de asuntos de amores ó historias escandalosas, mientras le crucifican. Es de ad-
vertir, que estos autos sacramentales no son representados por actores de primera
línea, sino por compañías medianas ó malas, lo cual añade algunos grados mas á
la profanación.
El lavatorio délos piés délos apóstoles fué objeto de algunos chistes groseros,
y Judas, Geta y los dos sayones que martirizan á Cristo, estuvieron á punto de
ser descalabrados. Fortuna fué que el actor que representaba al Redentor tenia
buenas formas y una fisonomía simpática, y así se redimió de otro Calvario por
parte del público.
Pero todo esto podria calificarse de preludios. Al dia siguiente, miércoles, se
entraba de lleno en el tema. Una familia de las mas antiguas de Sevilla, habia
tenido la amabilidad de convidarnos para el almuerzo, ofreciéndose además á lle-
varnos á las dos solemnidades del dia, que eran el rompimiento del velo por la
mañana y el Miserere, de Eslava por la noche, en la catedral.
Antes de sentarnos á la mesa, conviene una breve descripción de esta familia,
de la que hay muchos ejemplares en la ciudad, ab uno disce o mies. El jefe habia
sido en tiempos un comerciante afortunado y antes y siempre uno de los primeros
contribuyentes á la propagación del género humano, sin que la reducción de su
fortuna fuese bastante á detenerle en tan asidua tarea, pues si su mujer ó sus
amigos le hablaban de este punto, decía, con toda mansedumbre, que Dios lo or-
denaba así, y era preciso conformarse con la voluntad divina. Descontando las ba-
jas que en la prole habian hecho las viruelas, el garrotillo y otras enfermedades,
TOMO i. 39
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
aun le quedaban nueve hijos, el mayor de los cuales era clérigo, v monja la mas
crecida de las hembras. Esto basta para dar á entender la religiosa inclinación de
aquella tribu.
En efecto, el padre, por nombre don Angel Millan, pero á quien llamaban el
Angélico milano, por prestar dinero al veinte por ciento, era un católico tan fer-
voroso, que la mayor parte del día la pasaba en los templos ó en prácticas devo-
tas. Confesaba y comulgaba diariamente, ayudaba media docena de misas y con-
curría á los jubileos, novenas y septenarios con una puntualidad envidiable. Era,
sobre todo, conocido por su devoción á Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y
María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso, imágenes que se veneran en la
iglesia de San Lorenzo, para fomento de cuyo culto habia gastado sumas conside-
rables y siempre tenia abierta su bolsa, consiguiendo en cambio lo que se llama
«vara alta» en la sacristía. Las funciones de primero de año y del Viernes Santo
corrian siempre de su cuenta, y las alhajas que adornaban los pasos del Señor y
de la Virgen, eran debidas á su fervoroso desprendimiento. Por lo demás, hasta
los nombres de los miembros de la familia denotaban su entusiasmo por la fé ca-
tólica. Su mujer se llamaba Circuncisión, la hija monja, la madre Epifanía, y las
otras cuatro: Angustia, Traspaso, Dolores y Soledad. Cada una de estas era ca-
marista de alguna imágen y hermana de alguna asociación piadosa, y como no
podian vestir de nazarenos y habia en la casa tanta devoción á las cosas de la igle-
sia de San Lorenzo, la madrugada del Viernes Santo iban las cuatro Millanas, des-
calzas, detrás del paso de María, desde la salida del templo hasta su regreso, con
unas caras de compunción, como si fueran en el duelo de algún pariente allega-
do, y creyendo á pié juntillas, que aquella mortificación lavaba todos los pecados,
hasta aquella fecha cometidos: que no debían ser muchos, por ser ellas de tan
buena pasta, que poniendo á parte su inclinación á los devaneos, propia de la
edad, eran unas verdaderas almas benditas.
Así lo mostraba su conversación durante el almuerzo, en la que entre otras cosas,
aprendimos unas nuevas efemérides de modas y un almanaque singular de tocador.
Doña Circuncisión empezó á regañar á sus hijas, porque iban de medio trapi-
llo á la iglesia.
— A la casa de Dios se debe ir con lo mejor, — decía don Angel.
— ¡Jesús! ¿Quién se compone para una función de páparos, y por la mañana?
— exclamó Angustia. — Si Dios me conserva mis cinco sentidos estrenaré mi vesti-
do para el Miserere de esta noche.
AMERICANOS Y LUSITANOS
311
— Eso es, cuando no luce y va una por esa catedral como sardinas en banas-
ta,— replicó la madre.
— Yo estrenaré el mió, — interrumpió Soledad, — el Jueves Santo, porque el
año pasado lo estrené en el septenario de los Dolores, y se me hizo una pina de
rodar por la igdesia. ¡Ay, Dios me libre!
— Pues yo me encapillé el mió el domingo de Ramos, que dicen que quien no
estrena no tiene manos, y el año que viene, si Dios me da vida, me lo haré para
San José.
— Pues, bija, cuando mas se luce es el Jueves Santo en la calle de las Sierpes
y visitando los sagrarios, — dijo Traspaso.
— Para ese dia me pondré trenzas, — replicó Dolores. — Después de todo, la ca-
beza es lo que mas se vé.
A cosa de las nueve de la mañana habian concluido los oficios domésticos, y
nos encaminábamos en procesión hácia la gran basílica. Un inmenso lienzo blan-
co cubria casi dos tercios de la inmensa altura del altar mayor y era el blanco de
las miradas de la concurrencia, agrupada en el crucero, y que con ser bastante
numerosa apénas se parecía en aquellos ámbitos espaciosos. La familia deMillan,
se arrellanó en uno de los extremos del coro, y ya á esta sazón tomaban sus pues-
tos en los dos pulpitos y delante de un atril en el centro de la grada del altar, los
tres sacerdotes que habian de cantar la pasión. Al lado de las jóvenes Millan,
acertaron á hallarse tres amigas suyas, jóvenes de singular gracia y belleza, que
iban acompañadas de una tia anciana, corta de vista y rezadora incansable. Don
Angel, bien provistos los bolsillos de pequeños semaneros, comenzó á repartirlos
entre sus bijas á tiempo en que el padre recitante comenzaba su solemne canto.
Bien se echaba de ver, sin embargo, por la inquietud y miradas del bando feme-
nino, que sus imaginaciones no estaban en Jerusalen.
En efecto, junto al grupo de las jóvenes se habian plantado dos estudiantes,
que en otros tiempos habrían sido el clásico tipo de los de la tuna. Embozados ó
mejor dicho, recogida la capa á la usanza torera, y manejando el sombrero como
un quitasol, pertenecían á ese inmenso número de calaveras que frecuentan los
templos en busca de aventuras de amores; pues no parece sino que el diablo, se-
gún la expresión de los devotos, gusta mas de hacer presa de las almas, cuanto
mas cerca las vé de Dios. Las jóvenes aparentaban mirar al libro y escuchar el
canto sagrado; pero las miradas á hurtadillas á aquellos dos tentadores no tenían
número y sus oidos estaban colgados del diálogo que á mezza voce sostenían.
312
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Don Angel, embebido en sus meditaciones, se inclinaba de vez en cuando ba-
cía sus bijas, diciendo:
— Niñas, ¿vais al tanto de la Pasión?
— ¡Qué liemos de ir, papá, — dijo una de ellas, — si nos lia dado usted unos li-
bros en latín!
— Hijas, las cosas de la iglesia suenan mejor en latín que en castellano.
— Así sale ello, — dijo á su compañero uno de los estudiantes. — Yo creo que Dios
nos tiene abandonados en castigo de tantos gazafatones como le dicen las mujeres.
— Pues abora vamos, — añadió don Angel. — por el paso de la traición de Judas,
y Judas se escribe lo mismo en español que en latín. ¡Mucho ojo!
— ¿A que no sabes tú, — prosiguió el estudiante parlanchín, — porqué vendió
Judas á su Maestro?
— Sobre eso hay opiniones, — replicó el interrogado. — En primer lugar, por-
que el diablo se le entró en el cuerpo y le tentó malamente.
— Dejémonos de cuentos, chico; es muy cómodo eso de cargar al diablo con la
responsabilidad de todo lo malo que hacemos, como quien dice, para sacudirnos
el polvo y limpiarnos de culpa.
— También se dice, que entregó á Jesús para que se cumpliesen las profecías.
— Pues entonces hacen mal en pintarlo como un condenado. Si no hubiera
sido por Judas no se habría verificado nuestra redención. La verdad es, según
nuevos documentos, que Judas era casado, y su mujer una real moza, que lo te-
nia en un zapato. Parece ser, que un dio, se le presentó pidiéndole treinta dine-
ros para comprar un vestido.
— Mujer, no los tengo, — respondió Judas.
— Pues búscalos.
— ¡ Imposible !
— Pues no faltará quien me los dé, — replicó en tono de amenaza.
— ¡Qué había de hacer el pobre hombre ante esta actitud decidida de su cara
mitad! Vendió á su Maestro y habría vendido á su padre y á todo el género hu-
mano, porque no le salieran en la cabeza las consecuencias del enojo de su mu-
jer. Desengáñate, que cualquier hombre puesto en tales circunstancias y con una
mujer guapa á quien adora, habría hecho lo mismo que él.
Esta conversación del estudiante ocasionaba explosiones en la risa comprimi-
da de las bijas de don Angel v sus amigas, que en vano trataban de ocultar cu-
briéndose los rostros con los abanicos.
AMERICANOS Y LUSITANOS
313
El bueno de clon Angel, empapado en su latín, no observaba esta edificante
escena. Volvió á inclinarse hacia el grupo y dijo:
— Ahora se está lavando las manos Pilatos. Lavabit manus sitas.
— Ese es otro, — prosiguió el estudiante. — Por ser imperialista y no perder el
destino de gobernador, firmó la sentencia de muerte de un justo. Yo, César, lo
dejo cesante á vuelta de correo.
— Caballero, — dijo una amiga de las Millanas, señalando á la joven Soledad,
— á esta señorita le va á dar algo, si usted no pone freno en la lengua. Está us-
ted haciendo el oficio de Satanás.
— Y usted el de la serpiente, cara de cielo estrellado. Merecía usted estar en
un altar con dos lámparas.
— ¡Chit! — interrumpió el camarada del estudiante hablador. — Ya se mueve el
velo.
En efecto, un susurro general y un movimiento de curiosidad inquieta corrió
por toda la línea. Los colegiales de San Miguel, encargados de rasgar y esconder
el velo á toda carrera, por las dos puertas de la sacristía, estaban tomando posi-
ción y asegurando el lienzo blanco con sus dedos lo cual semejaba como si le pe-
llizcasen con tenazas. La idea de que pronto iban á retumbar bajo las bóvedas las
atronadoras descargas, ponia á la parte joven é infantil en un estado de excita-
ción indescriptible. Los ojos se hallaban fijos sobre el velo, cuya desaparición es
siempre objeto de asombro, pues llamando la atención del público las primeras
descargas, disparadas en las altas galerías, los colegiales aprovechan este mo-
mento para llevarse rápidamente las dos mitades, y por lo común, pasa esta ope-
ración inapercibida.
— Si yo fuera el señor arzobispo, daría una orden para este dia. — dijo el estu-
diante.
— ¿Cuál?
— La de que saliesen fuera del templo las doncellas nerviosas, los niños y las
casadas en estado interesante. El año pasado, mal parió aquí una buena mujer, á
un ama se le cortó la leche, y á un gran número les pasa lo que á Sancliica,
cuando le dieron nuevas de que su padre era gobernador. ¿Es usted fuerte, seño-
rita? En un caso, aquí estoy yo; agárrese usted á mí, que estoy hecho á terre-
motos.
— ¡Ay! — exclamó Soledad, — ya veo las escopetas. ¡Si estaremos aquí seguras!
— No haya miedo, señorita, — dijo el camarada, — se cargan sin bala.
314
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Sí, pero el diablo las mete.
— Lo que tiene usted que temer es á los forasteros, — añadió el parlanchín
estudiante.— Hace dos años vino á la catedral un lugareño, ignorante de que esta
función acaba á tiros, y creyendo al oir las descargas, que era una encerrona para
asesinarlo, sacó un revolvcer, y hubo que sudar para que no hiciera una de las
suyas.
— Pues peor fue lo del año pasado, — continuó el colega. — Estaba aquí un
constitucional, y creyendo que los tiros eran un pronunciamiento contra el go-
bierno, empezó á gritar: — ¡Viva Sagasta! ¡Ahajo Cánovas y Robledo!
— Ahora, hijas mias, — interrumpió el santo varón de don Angel, acercándose
mas á su querida prole, — llega el momento de la muerte de nuestro Redentor, al
ocurrir la cual tembló la tierra, se oscureció el sol, los muertos salieron de sus
sepulturas, y el velo del templo se rasgó por medio, que es lo que hoy nos re-
cuerda la Santa Madre Iglesia.
A esto iba creciendo el murmullo especialmente entre la gente menuda y lu-
gareños, estimulados con la maniobra de los colegiales, cuyas manos asían fuer-
temente el lienzo. La incertidumbre era también otro estímulo á la inquietud,
porque ignorando la altura á que el padre se hallaba en la lectura de la Pasión,
esperaban oir á cada momento las descargas de fusilería.
Las hijas de don Angel y sus amigas parecían hechas de azogue.
— Caballero, — dijo una de estas al estudiante, — usted que sabe latín, avísenos
cuando va á tronar. ¡Ay, yo no sirvo para esto!
— Hija, — dijo Angustia, — ¡y yo, que me asusto de un cohete!
— El caso es. — observó el estudiante, — que para hacer las cosas mejor, han
traído este año media docena de cañones Krupp, que nos van á dejar sordos.
— ¡María Santísima! — exclamó Soledad.
El padre recitante entonó con voz sonora el Velimi iemph, casi acompañadas
de una descarga, á que contestó otra en las galerías del ángulo opuesto, y mien-
tras las gentes miraban en dirección al sonido de las detonaciones, el velo des-
aparecía del altar como por magia. A estas descargas sucedieron otras, concluidas
las cuales se oia llanto de niños, ladridos de perros, y el bulle bulle de los fieles,
contando las impresiones recibidas, salpicado todo esto con un fuerte olor á pól-
vora, despedido por los tacos aun humeantes que caían de lo alto.
Una de las jóvenes apareció reclinada sobre el estudiante, quien la sostenía
por la cintura y echaba aire en su rostro con el sombrero. Evidentemente era un
AMERICANOS Y LUSITANOS
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amago de síncope, que bien pronto se desvaneció por virtud y eficacia de algunas
palabras dichas al oido.
El canto de la Pasión no habia llegado á su fin, pero la concurrencia abando-
naba la iglesia dejando al padre con la palabra en la boca y dando muestras de
ser consecuente con el programa. Aquellos fuegos artificiales marcan el fin del
espectáculo de tal modo, que con el último escopetazo se extingue la última chis-
pa de fervor religioso, y no hay quien se interese en oir como Joseph de Arima-
tea y Nicodemus bajaron á Cristo de la cruz, le envolvieron en un sudario y depo-
sitaron en el sepulcro.
Don Peregrino salió nuevamente poco satisfecho de lo que habia visto y oido,
y muy maravillado, en cambio, al notar la falta de veneración respetuosa que ca-
racteriza todas las manifestaciones del culto.
Por la tarde acompañamos á las jóvenes á la calle de las Sierpes, donde ha-
bían asegurado unos asientos con el mayor interés. Supimos luego que les llevaba
la curiosidad de ver de cerca al novio de una de sus amigas, que iba de hermano
presidente de una cofradía. Esta noticia se sabia ya hacia seis meses, y se habia
comentado de mil modos. La ansiedad y curiosidad de las niñas no tenia límites.
Apénas se divisó el paso de la Virgen, las cuatro se pusieron en pié y se les iban
los ojos por ver al personaje.
— Niñas, el Ave María, — dijo doña Circuncisión, — que ya se acerca Nuestra
Señora.
— «Dios te salve, Alaría,» — comenzó Soledad. — Miradle, allí viene.
— «Llena eres de gracia,» — murmuraba Angustia maquinalmente, sacando
cuanto podia su graciosa cabecita, y preguntando: — ¿Cuál es?
— «El Señor es contigo,» — continuaba Dolores. — ¡El de la derecha, es claro,
el principal!
— «Bendita tú eres,» — replicaba Soledad. — No, el principal es el que va en-
medio. «Entre todas las mujeres.» ¿Es verdad, mamá? El que va enmedio es el
que manda.
— «Y bendito es el fruto, de tu vientre, Jesús.» ¡Pero qué ridículo! — excla-
mó Angustia. — ¡Mira qué guantes, que le sobran media vara en cada dedo!
— «¡Santa María!» — siguió Traspaso.
— «Madre de Dios.» ¡ú qué contoneos, parece que se columpia! — añadió otra
de las hermanas, soltando el trapo á la risa. Y embutiendo entre frase y frase del
/
Ave-Alaría otra porción de ocurrencias y burlas del estirado mayordomo, le corta-
316
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ron un sayo como para dia de fiesta. Sobre todo, quedó en limpio que el novio de
la amiga no era el presidente como esta les habia dicho, sino tal vez algún mu-
ñidor ó mandadero de la hermandad, que en este mundo siempre es bueno hacer
favor al prójimo.
La concurrencia permaneció en su puesto esperando á otra cofradía que tam-
bién hacia su estación aquella tarde, y el diablo hizo que al ir pasando la prime-
ra mitad por delante de la llamada Cruz de la Cerrajería, llegaba la otra de
vuelta é iba á atravesar la calle de las Sierpes, en dirección á la de Rioja. Los na-
zarenos de la segunda, vieron venir á la primera, y con una intención muy cris-
tiana, determinaron detenerse y estacionarse lo mas posible, tanto para lucir en
aquel sitio elegante, donde pasan con las colas tendidas, cuanto por poner en ejer-
cicio la paciencia de la otra.
Con esto intentaron burlarse de la que llegaba .
Pero los hermanos de esta, que adivinaron la broma, no se anduvieron en re-
pulgos, y la cruz se entró cruzando la marcha de su antagonista, que equivalia á
arrojar el guante y comenzar las vías de hecho. En efecto, después de algunas
vivas y breves palabras, se descapirotaron tres ó cuatro hermanos por ambas par-
tes, y poniendo los cucuruchos en el suelo, la emprendieron á ciriazos unos con
otros, ocasionando tumultos, carreras, gritos de niños y desmayos de jóvenes. La
autoridad intervino al fin y se restableció el orden, pasando la primera cofradía,
que tenia razón para desear el descanso.
Llegados á casa, apénas hubo tiempo para comer y disponerse para el Misere-
re, que empieza á las nueve en punto y dura una hora justa. En Sevilla hay una
verdadera enfermedad contagiosa por esta pieza de música sagrada compuesta ex-
presamente para el cabildo de su catedral, por el reputado don Hilarión Eslava,
cuando era maestro de capilla de la misma.
— ¡Ah! ¡El Miserere! ¿No ha oido usted el Miserere de Eslava? Pues es una
de las grandes cosas de nuestra Semana Santa, — os dicen los sevillanos con la
boca llena, aun cuando no tengan oido para retener la música de un solo versícu-
lo de este acto penitencial del santo rey David. En otros tiempos, cuando el ca-
bildo apaleaba onzas, no habria tenido esta composición tanta fama, porque habia
una capilla de músicos y cantores que la hubieran ejecutado según su leal sa-
ber y entender, como cosa corriente y de oficio. Desbaratada la capilla, para eje-
cutarle bien, fue preciso echar mano de las orquestas de teatro, y de algún can-
\
tante de gran aura popular. Estas circunstancias atraían gran número de curiosos,
AMERICANOS Y LUSITANOS
317
y no digo devotos, porque no es posible devoción en las condiciones que presenta
el templo en dicha noche.
Las naves se ven atestadas con millares de personas, impidiendo á veces el
paso por algunos lugares, mientras que en otros se forma una corriente de curio-
sos que circulan arriba y abajo en conversación tirada como si se hallasen en un
paseo. Allí concurre lo mas granado de la población de Sevilla, y dentro del
templo, sirviendo de marcas topográficas las columnas y capillas, dan citas amo-
rosas los jóvenes á sus adorados tormentos, en quienes la relativa oscuridad de la
basílica majestuosa, el sonido misterioso que producen voces é instrumentos en
la acústica inimitable de la iglesia, y hasta el temor mismo de estar profanando
con mundanos pensamientos la santidad del lugar, son otros tantos poéticos in-
centivos que trasportan las almas á mundos de placer desconocidos.
Don Peregrino tomó en su cartera muchas é interesantes notas de lo que vió
y observó durante el canto de un salmo, único en su espíritu de humildad y de
dolor por el pecado; mas son de naturaleza, que me parece mas prudente dejarlas
dormir en el silencio del olvido.
TOMO h
40
por Guerra Junqueiro.
abiertos entre nieve los anchos horizontes,
Despunta la mañana: el sol rompe en los montes
Sus rayos argentinos, chocando en la muralla
Cual flechas que se rompen contra acerada malla.
Dormida está la aldea. Tan solo allí se siente
Que á rumiar empieza tranquila y mansamente
El buey; el fuerte obrero; el animal amigo
Que da fruto á la viña y hace nacer el trigo.
El perro ladra hambriento. Rojiza la alborada
Con una luz siniestra, punzante como espada,
Penetra en la cabaña gritando al jornalero:
— ¡Levanta! ¡Deja el sueño! ¡El pan es lo primero!
¡Camina, vé á ganarlo! Tan solo dan los cielos
Sosiego al potentado. Tu esposa, tus hijuelos
Carecen de alimento. ¡Levanta! ¡Yé! ¡Porfía!
Para ganar un pan apenas basta un dia
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS 319
¿Te quejas? ¿Tienes sueño?... ¡Los párias, desgraciado,
Si quieren disfrutar de un sueño reposado,
Se tienden extenuados debajo de una losa,
Al pié de algún ciprés!...
Y el triste que reposa
Sobre el desnudo suelo, contesta así á la Aurora:
— ¡Permíteme el sosiego tan solo de una hora;
Cayendo está la nieve, bramar escucho el viento!
— ¡En pié! — repite ella. — ¡No tardes ni un momento!
Levanta ya del lecho; que estando tú dormido,
Revuélcanse en el suelo, sin cama y sin vestido,
Los hijos de tu sangre; tus hijos, á los cuales
La muerte acecha ansiosa con gestos infernales:
Y cuando ya no tengan el pan que hoy se consume,
Verás morir á todos, como avecilla implume,
Por la liorfandad dejada en solitario nido.
¡ No te levantes ! ¡ Duerme ! Que es gusto indefinido
El sueño de la Aurora... Mas en las horas muertas
De la callada noche, llamando va á las puertas
Una mujer senil. Mujer que en su presteza
Recorre los hogares en donde la pobreza
Domina por doquier. ¡Y esa mujer maldita
Que llegará, sabiendo que aquí miseria habita,
Al ver tus tiernos hijos sin pan y sin abrigo,
Dejándote dormir... los llevará consigo!
¡Y así será mejor!... ¿Qué vale el trabajar?
¿Qué vale el afanarse sin nunca descansar,
Criando un hijo amado que es nuestro corazón,
Para encorvar su espalda con el recio azadón
Que pesa mas que el brazo que debe manejarle?...
Si al fin las pesadumbres un dia han de matarle,
Herido como tú, al soplo de la nieve...
¡No te levantes, no!... ¡Que el hambre se los lleve!
Y el rudo proletario,
Mirando torvamente la cruz de su calvario,
320
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Triste como Caín, mudo como el asombro,
Levántase de un salto con su azadón al hombro.
Para no ver sus hijos, no vuelve atrás los ojos:
Parte; la senda sigue de piedras y de abrojos,
Fija la vista al suelo cual hombre que procura
La paz que solo encierra la fria sepultura.
El bosque se sacude la nieve que en él brilla,
La luz volatiliza la negra pesadilla,
El ruiseñor entona su gorgear suave,
Eco fundido en luz, beso tornado en ave.
Murmura la floresta, se anima el paisaje;
Y el mísero aldeano, misántropo, salvaje,
Roído por la pena, minado por el frió,
Se pierde en la espesura, feroz, torvo, sombrío,
Entre la luz dudosa de nubes cenicientas
Preñadas con el rayo, la lluvia y las tormentas.
La aldea no es la paz, es símbolo de guerra.
De un lado está el labriego, del otro está la tierra.
El hombre agita el brazo y en él blande la azada.
¡Lucha sombría, heroica! Antes de madrugada
Ya labra fatigoso los campos y montañas,
Rompiendo del planeta las rígidas entrañas
Para robarle un pan. Duro como el deber,
Trabaja sin dormir, trabaja sin comer,
Trabaja noche y dia. Las mieses entre tanto
Agóstanse de sed; el sol les roba el llanto
Vertido por la noche. Entonce el campesino
Con fiebre abrasadora, escava el remolino
De arterias de la tierra: percíbese un rumor...
Borbota al fin el agua... ¡El hombre es vencedor!
La lucha no concluye. Al hierro del precito
La tierra opone, terca, su vientre de granito
Y esparce por los campos la yerba emponzoñada
Que bebe de las vides la sávia codiciada
AMERICANOS Y LUSITANOS
321
Y el paria, brazo á brazo, combate torvo y fiero,
Como un Titán desnudo contra un Titán de acero.
El sol gravita á plomo su masa incandescente
Haciendo de la tierra grandiosa Loguera ardiente.
Deslizase entre breñas la sierpe maldecida;
El ave está en las ramas; la fiera en su guarida.
Las hojas de la selva, los secos matorrales,
Despiden chispeantes sus rayos de cristales.
Los pueblos de una luna, insectos voladores,
Con alas relucientes de nácar y fulgores,
Se agitan en mil curvas vibrantes, matizadas,
Cual ondas luminosas del zénit desgajadas;
Los tristes campesinos, transidos y dolientes,
Sufriendo silenciosos, sin paz, desfallecidos,
Cubiertos por el polvo y por la luz mordidos,
Rasgando están la tierra, su madre ingrata y dura
Y en sus entrañas abren la propia sepultura.
El pária no descansa. Enfermo y haraposo,
Trabaja, suda, cava; ahoga quejumbroso
La fiebre de la tarde, emanación latente
Que en el vibrar del sol acósale inclemente.
Y al declinar el dia, su cuerpo hecho pedazos,
Después de haber vendido la fuerza de sus brazos,
Cual bestia de reata al palo acostumbrada,
No tiene ni un placer que alegre su morada.
¡Su esposa moribunda! ¡Sus hijos sobre el suelo!
¡Las bocas sin un pan! ¡Las almas sin consuelo!
por D. Francisco Fors de Casamayor.
ezcla de continuos goces y de sinsabores lia sido en to-
dos tiempos la vida del estudiante. Antaño como ogaño,
tan solo la fuerza de voluntad y la audacia del escolar,
pudieran sacarle en bien de las infinitas peripecias que
atravesara su alegre y bulliciosa juventud. ¡Yo te salu-
do, divertida pléyade liop alan dista, á que pertenecí por los años
1825 al 1833! ¡Yo te saludo con fruición, y consigno en las pági-
nas de este libro un vivo recuerdo de tus picarescas hazañas, en
las cuales cúpome no pequeña parte de gloria! ¡Viejo como soy,
siéntome rejuvenecer al echar una mirada retrospectiva á aquellos
serenos dias, contados por otros tantos lances y travesuras, encubiertas entre los
pKe gues de la vieja sotana y el manteo! ¡Amores volanderos, horas robadas al
estudio, escenas desagradables con la patrona, apuros bursátiles, timbirimbas, ri-
ñas con paisanos, severidades y censuras del cláustro universitario, la tuna; todo,
todo se agolpa á la memoria, para comparar lo pasado con lo presente, y sentir
todavía hoy un agradable recuerdo de lo que fué ayer!
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
323
En aquellos dias en que uno comenzaba bajo la férula de un capellán de la
casa paterna ó de un pedagogo dómine, la gramática castellana, y luego con la
ausiliar disciplina ó la palmeta, se le hacia declinar el musa musco, el dominas
domini ó el templum icmpli, del Antonio de Lebrija; en aquella época en que
libre de anzuelos, acudia á las aulas de retórica y de filosofía, formaban ya sus
padres cálculos y planes acerca el porvenir del hijo, y se abrian formales discu-
siones entre marido y mujer, para determinar la carrera que debia emprender
aquel.
— Yo lo destinaría al estado eclesiástico, — decia la madre, — supuesto que en
nuestra casa existe una capellanía de sangre que puede muy bien obtener un
miembro de la familia.
— Eso no, — respondía el padre, — porque el chico es travieso y despunta para
la carrera de las armas, y desarrollando sus bélicos instintos, puede llegará ceñir
la faja de general.
— ¡Militares en casa! ¡De ninguna manera! ¡Buen pago les da la pátria! Dí-
ganlo nuestro amigo el alférez don Pedro Valiente, que ha quedado manco de re-
sultas de un balazo, y el capitán don Trifon Espingarda, el de la pierna de jialo.
No, no está hecho el chico de mis entrañas para llevar el chopo, ni servir á nadie.
Si el rey quiere soldados, que se los haga, ó que los compre.
— Pues entonces, — replicaba el padre. — lo mejor es dedicarlo á la medicina ó
al foro...
— A esto último me atengo, — concluia la madre.
Y dicho y hecho, el hijo emprendía la carrera de leyes.
A mediados de octubre, ya empezaban á hacerse los preparativos para la mar-
cha del joven á la universidad. Se llamaba al sastre, se le confeccionaba el man-
teo y la sotana, se le compraba el tricúspide, se le proveía del eclesiástico alza-
cuello, de las necesarias medias de lana negra, de los zapatos de doble suela, con
lazo ó con hebilla, y hete aquí uniformado por completo al novel estudiante de
Cervario Lacetanorum.
El dia de la marcha del futuro jurisconsulto, era dia de luto para la familia.
La madre y las hermanas le abrazaban lloriqueando, mientras que el padre al
tiempo de entregarle el dinero para el viaje y la primera mensualidad para la
manutención, le encarecía sobremanera que fuese juicioso y aplicado.
Encajonados como sardinas en tonel dentro una vieja y desvencijada galera,
tirada por tres robustas muías guiadas por un auriga de alpargata, polaina de
324
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cuero, calzón corto, peli-lisa chaqueta de pana de indefinido color, faja encarna-
da, barretina ídem, pipa en boca y vara en mano, salen catorce ó quince estu-
diantes al amanecer de uno de los últimos dias del mes de octubre por la antigua
puerta de San Antonio de la ciudad de Barcelona, con dirección á la borbónica
Cervera. Después de dar el vehículo mil y mil saltos y tumbos por la malísima car-
retera Real, que á la sazón tenia honores de Arabia Petrea, y de pasar una primera
noche toledana sobre éticos colchones plagados de un ejército de pulgas y chin-
ches en el mal mesón de la solitaria y bien llamada Cova fumada, donde le plugo
hacer noche á nuestro calesero, emprendióse la segunda jornada al amanecer de
una serena y fresquita mañana. Mientras que las muías arrastraban el carruaje
con sosegado y acompasado paso, al monótono sonido de sus campanillas y casca-
beles, en el interior del vehículo, unos cantaban picarescas coplas punteando una
barberil guitarra, otros estendian sobre sus rodillas el manteo, y sacando la baraja,
jugábanse algunas monedas de luto, al tute y á la brisca y otros, en fin, cogiendo
entre el dedo pulgar y el índice de la mano derecha dos relucientes piezas de cobre
de á dos cuartos, echábanlas hasta el cielo del carruaje estableciendo de este modo
el juego de las chapas, que solo terminó al llegar al medio dia á la posada situada
en lo alto de la cuesta de Montmaneu, donde dos rollizas y frescas maritornes fue-
ron objeto de mil pullas y piropos de la gente estudiantil, al servirles la comida.
Emprendida la marcha nuevamente, y mientras el carruaje se deslizaba por
la dilatada cuesta que termina á las inmediaciones del sitio llamado Los Condals,
viéronse de repente reflejar en lontananza los postrimeros rayos del sol poniente,
en las doradas águilas que surmontan las cúpulas de las esbeltas torres de la uni-
versidad de Cervera, fundada por el Y de los Felipes, en premio de la adhesión
de sus moradores á la causa borbónica, á cuya ciudad concedióse al mismo tiempo
el título de Fidelísima. (1)
Pasado el pequeño lugar de Bergós, ya se disfruta claramente de la panorá-
mica vista de Cervera, sentada en parte sobre el alto antiguamente llamado Coll
de las Sabinas. Algunas de sus calles, exceptuando la mayor, son angostas y tris-
tes y están como engarzadas en la pendiente de la misma colina, que aparece ce-
ñida de antiguas y casi desmoronadas murallas, con algunos restos de torres que
se levantaron para su defensa. En la parte derecha de la población y casi frente
al mamelón llamado Turó de las f oreas, (2) aparece en toda su extensión la parte
(1) Dábase el apodo de dutifiers á los fidelísimos moradores de Cervera.
(2) En la Edad Media se levantaba allí la horca. Por esto se dio á la colina el nombre de tal suplicio.
AMERICANOS Y LUSITANOS
325
posterior del grandioso edificio de la universidad; en el centro el que fué de la
Compañía de Jesús, con la estrella simbólica de la orden en su remate, (1) y en
la. extrema izquierda la suntuosa iglesia parroquial, cuya gigantesca torre tiene
colosales proporciones.
Terminado el viaje, la primera diligencia del estudiante al pisar las calles de
Cervera, era ir en busca de la casa de su patrona, si ya de antemano la tenia, y
de no, procurar donde cómodamente aposentarse. Fácilmente y á moderado precio
lo conseguía en aquel entonces, pues por solo doce pesetas mensuales la patrona le
daba habitación, le lavaba la ropa y le cocinaba, y como quiera que se juntaban
cuatro ó cinco estudiantes en una misma casa, uno de ellos, era el cajero que
cuidaba de entregar á la casera el dinero para el gasto diario de la mesa.
El mismo dia en que el estudiante quedaba matriculado, y que adquiría la cédu-
la en crédito de ir arreglado de traje , ya empezaba á asistir á su respectiva cátedra.
Admirábale el aspecto de aquel edificio universitario, tan capaz y tan majes-
tuoso, situado en frente de una línea de casas en su mayor parte viejas y de ma-
lísimo aspecto. Levantado en 1717, su fachada es toda de piedra de sillería, ador-
nada con relieves y molduras de exquisito gusto. La puerta principal es notable,
y está adornada con columnas, y con relieves de metal, entre los cuales se osten-
tan los escudos de las armas reales y las del Sumo Pontífice. En sus ángulos tiene
cuatro torres de ciento ochenta y seis palmos de elevación cada una, con ochenta
de anchura. Consta de tres grandes patios, en los cuales todo era vida y anima-
ción ayer, mientras hoy crece en ellos la yerba y reina el mas sepulcral silencio.
Todo el interior del edificio está sostenido por arcos y medios arcos, que ascien-
den al número de trescientos ocho los primeros, y doscientos seis los segundos;
habiendo entre la parte interior y exterior, ciento once balcones y ventanas en el
piso bajo, y ciento ochenta y siete en el principal. Existen suntuosas salas para
los actos académicos, entre las cuales es notable la del cláustro, y otras varias
destinadas á exámenes. La iglesia ó teatro mayor, es espaciosa y de muy buen
gusto, tan atrevida es su arquitectura, que causa admiración al que la examina,
pues se sostienen sobre elevados arcos muy sencillos, dos hermosas torres de mu-
cha elevación, una en cada lado de la iglesia, teniendo en su remate buenas
campanas y reloj y ostentando en sus cúpulas las doradas águilas.
(1) Expulsados los jesuitas de España durante el reinado de Carlos III, establecióse en este edificio el Real
Colegio de San Carlos Borromeo, en el cual solo tenían entrada catorce colegiales á saber: dos por cada uno de
los siete obispados que habia en Cataluña. En él estuvo de colegial mientras cursó teología en la universidad
de Cervera, el sabio y erudito filósofo de nuestro siglo el presbítero doctor don Jaime Balmes.
tomo i.
-11
326
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Este precioso edificio, como establecimiento literario, ha sido cuna de hom-
bres eminentes en las letras. De esos hombres que por su saber y sus virtudes
han honrado é ilustrado la literatura y el foro español, tales como los distinguidos
doctores Finestres, Rey, Utjes, (1) Torrá, Baile, uno de los presidentes en 1812
de las Cortes generales y extraordinarias de Cádiz, celoso adalid del sistema pro-
hibitivo en las de 1820, y por lo tanto defensor decidido de la industria y comer-
cio de Cataluña; el célebre doctor don Ramón Lázaro de Don, cancelario de la
misma universidad, erudito autor de varias obras, entre ellas de la importante de
Derecho público. Otros hombres no menos eminentes podríamos citar, así en la
ciencia teológica y canónica como en la medicina, pero bástenos hacer especial
mención del gran filósofo y pensador del siglo, el Pbro. Dr. D. Jaime Balmes, una
de nuestras predilectas glorias nacionales.
Dicho esto de paso, y volviendo al objeto de este artículo, cual es, retratar el
tipo de los estudiantes de antaño en todas sus fases, diremos que, al pisar por pri-
mera vez un escolar los umbrales universitarios, los veteranos saludábanle cubrien-
do su flamante manteo de una lluvia de salivazos, mientras que no faltaba entre
la turba jaranera quien gritando: ¡Blitiri! ¡klitiri! ... (novato) con pesada mano le
abollara ó derribase su tricúspide, haciéndolo rodar por el suelo ó volar á manota-
das, cual pelota por el aire, hasta que el manso neófito lograba recogerlo. Vícti-
ma de otras mil picardías era en el interior del hospedaje. Si acostado, se sentía
por la noche la picazón de cierto polvillo que entre sábanas le esparcieran acl lioc
sus compañeros y sino, se hundia en el limbo al peso de su cuerpo, hasta dar con
los colchones en el suelo, por haberle quitado dos ó tres tablas de la cama; esto
era ciertamente, res nolanda lapillo en los fastos estudiantiles. No eran con todo
de muy larga duración semejantes trabajos y molestias para esperimentar al no-
vato, porque cambiándose este de repente de manso en tremebundo, antes de ter-
minar el curso escolar, ya se le declaraba veterano sui juris.
El estudiante de antaño á las seis en punto de la noche tenia que retirarse á
su hospedaje á estudiar hasta las nueve. Durante las tres horas de vela, no le era
permitido salir de casa, quedando sujeto á las visitas domiciliarias de la ronda de
la universidad, que á lo mejor de la ocasión se presentaba de improviso precedida
de su gran farol llevado por un alguacil, y de dos bedeles de teja y golilla y enor-
me pelucon. Para poder verificar la ronda semejantes sorpresas, las casas en que
se hospedaban estudiantes, tenian orden de mantener las puertas entornadas,
(1) Utjes murió siendo rector de la misma universidad.
AMERICANOS Y LUSITANOS
327
Si bien tales visitas aseguraban al juez universitario, si la clase escolar se en-
tregaba ó no al estudio en las horas establecidas por reglamento, no podia menos
ello de despertar las iras de los visitados. Recuerdo que en mi época estudiantil al
salir una noche la ronda de nuestra casa, y al tenerla á cierta distancia, la des-
pedimos á pedradas, corriendo enseguida á ocupar nuestros respectivos puestos al
rededor de la mesa de estudio por si acaso volvia á presentarse; y recuerdo tam-
bién con placer infinito la gran catástrofe que le causamos otra noche en un an-
gosto callejón del extremo de la calle Mayor, contiguo al Portal de la cadena, en
cuyo suelo plantamos tres ó cuatro órdenes de estacas á cada lado, atándoles cuer-
das á un palmo de elevación del suelo. Colocados nosotros en el fondo del callejón
llamamos la atención de la ronda remedando los ladridos del perro, el maullar del
gato, acompañados de un bajo fundamental de asnalógicos rebuznos, capaces de
despertar á los siete durmientes. A semejante estrépito vimos penetrar corriendo
en la angosta via la cohorte de alguaciles y bedeles, los cuales enredados de piés
en las tirantes cuerdas iban cayendo uno tras otro de bruces cual segadas espi-
gas, descalabrándose las narices al besar el suelo. En medio de la algazara con
que celebramos la victoria, aprovechándonos de la oscuridad de la noche, toma-
mos cada uno pipa para nuestra casa no sin despedirnos de los caidos, regalándo-
les un granizo de pedradas.
En una edad en que absolutamente libre el estudiante de cuidados, en nada
sério se fija, y en que solo vé el porvenir del mas halagüeño color de rosa, en que
todo le sonríe, y en que ninguna pena lia amargado todavía su existencia, fácil
era que al entregarse al estudio cayese en las tentaciones á que está ocasionada
la inexperiencia juvenil, máxime en una población levítica cual filé por excelen-
cia Cervera, desde la caida del sistema constitucional en 1823, hasta el falleci-
miento de Fernando VII. Durante aquella década calomardina, no imperaron en
el cláustro universitario mas que ideas absolutistas y requisitorias, procedimientos
inquisitoriales, especialmente contra aquellos estudiantes que procedian de gran-
des poblaciones, y muy particularmente de Barcelona, á cuya capital oí con dis-
gusto calificar de pros lítala Babilonia á cierto ignorante capellán de misa y olla.
¿A (pié pasatiempos debia entregarse el estudiante que no obstante ser aplicado
le estaba prohibido pisar los umbrales de los dos pequeños cafetines con que con-
taba la ciudad, para disfrutar en ellos un rato de esparcimiento? (1) Careciendo,
(1) El uno era el de Selva, cuyo dueño era llamado negro , porque habia sido miliciano en 1820, y el otro el
de la Nasa tenido también por sospechoso. En él, con grave peligro de las censuras universitarias, se arries-
gaba penetrar alguno que otro estudiante por la noche.
328
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
pues, Cervera de toda diversión liasta el joven mas estudioso caía algunas veces
en la tentación del juego, ó en amoríos con la patrona si era joven y aceptable , y
si jamona, con la liija si se dejaba querer. Esto sin perjuicio de obsequiar tam-
bién alguna linda cervariense de mas elevado copete.
El juego era para el estudiante manantial de inesplicables sensaciones. En
una mala mesa cubierta con un raido manteo, que suplia al verde tapete, y ro-
deada de una docena de amigos del banquero que con sotana y manteo puesto en
facha, está barajando los cuarenta salmos (y no de David), se constituye la tim-
birimba. ¡Cuántas emociones, cuántos sobresaltos alerto venir! ¡Qué silencio,
qué vista tan fija para examinar la pinta, qué sonrisa en los lábios del que cobra,
y qué palidez en el rostro del que pierde!... Sobre aquel negro tapete, unos dejan
la subsistencia del mes, y otros se empeñan con la patrona, á la cual hacen el
amor, ó bien riñen con el patrón, á quien tiempo há que pidieron prestado y les
amenaza con delatarlos al tribunal de censura de la universidad, si dentro un
corto plazo no saldan la cuenta. Y llega á tal extremo la apurada situación de al-
guno de los que pierden, que por no poder pagar la correspondencia al cartero,
en los dias de correo, se esconden ó hacen negar, cuando le oyen subir por la es-
calera de la casa. En tales apuros, si no se recibia el auxilio de un compasivo
compañero, forzoso era escribir á los padres, al tio, ó al hermano, haciéndole con-
fesión general con promesa de la enmienda, diciendo como Ralph á Federico II de
Prusia: — Si ha giocato , si ha pérchalo, ecco il gran mate. (1)
Cuando no habla timbirimba por carencia de monises que jugar, se proyecta-
ban y ejecutaban por el estudiante menos arriesgados pasatiempos. En el rigor
del invierno, cuando mas arreciaba el frió, cuando grandes nevadas dificultaban
el tránsito por las calles, se armaban tan fuertes peleas á nevazos, desde ventanas
y halcones y en medio de la calle, donde con arremangada sotana ostentaba su
briosa pujanza la clase hopalandista, que para que cesaran era preciso que hiciera
pregonar un bando, prohibiéndolas, el gobernador militar y político de la ciudad.
La fama que gozaba cierto vinillo blanco del inmediato lugarejo de las Alujas
atraía allí á veces la alegre estudiantina, que después de beber y divertirse bro-
meando con las mozas del lugar, solia concluir la bulliciosa fiesta transformándo-
se en campo de Agramante, donde ensartándose en disputas con los jóvenes déla
localidad, venian unos y otros á las manos, hasta que felizmente lograba calmar
los ánimos la intervención del alcalde del lugar.
(1 ) En la ópera 11 Barone di Falcheim, del maestro Paccini.
AMERICANOS Y LUSITANOS
329
Aproximábase la Semana Santa. Celebrábase en ella la procesión llamada de
los estudiantes, á la que estos concurrían con el cláustro universitario, y la del
Via-Crucis al Campo-Santo. Formábase un coro estudiantil acompañado de flau-
tas, fagotes y violoncello ó contrabajo, el cual ensayaba con algunos dias de an-
ticipación el Miserere, para cantarlo en la primera, y el Jesús rex mitlis, para
ejecutarse en la segunda, de la cual era fundador el famoso exorcista, doctor don
Felipe Minguell, presbítero, catedrático de cánones, y vice-cancelario de la uni-
versidad. Este virtuoso sacerdote que presidia la religiosa romería y que anual-
mente pronunciaba en el Campo-Santo un devoto sermón en recuerdo de los di-
funtos que desde la guerra de la Independencia yacían en aquel sagrado recinto,
mostraba vivísimo interés para que las dos procesiones se celebraran con la mayor
brillantez posible. Poníase de acuerdo con los estudiantes mas filarmónicos de la
universidad, invitándoles á que constituyeran el coro que anualmente concurría
á las dos religiosas ceremonias, á lo que no podían ni debían negarse los invita-
dos.
Bien presentes tengo en la memoria nuestros apuros para llenar debidamente
el cometido. Con el objeto de salir bien de tan espinoso trance, y en la seguridad
de que no seríamos descubiertos, echamos mano de algunas melodías tomadas de
las óperas que por aquel tiempo se cantaban en Barcelona. Así es que una vez
acomodamos con leves variaciones la música del andante del terceto de la Ves tale
de Paccini, sustituyendo á la letra:
«Gli affetti de padre,
Di figdia é d‘ amante,» etc., etc.
La del Miserere me i Deus, secunclum magnam misericordiam tuam; además nos
servimos para el canto del Jesús rex mitlis Jerusnlem ingresas, del largo del duet-
lo del desafío de la ópera Qabriella di Vergg de Caraffa. ¡Qué horror!... ¡Qué sa-
crilegio! ¡La excomunión mas tremenda se lanzara sohre nuestras cabezas, si el
cláustro llegara á descubrir el plagio ! . . . ¡ No liabia remedio para nosotros ! Indu-
dablemente hubiéramos sido juzgados por el terrible tribunal de Censura por ha-
ber mezclado sacrce cum profance... Pero sucedió todo muy al revés, puesto que el
plagiado místico canto, nos valió siempre el aprecio y las mayores distinciones del
buen doctor Minguell, que á pesar de su rigorismo universitario tenia escelentes
arranques, cuando se encariñaba por alguno.
Llegaba el 18 de junio, época en que habiendo terminado los exámenes de
330
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
fin de curso, cada quisque emprendía gozoso la marcha para los pátrios lares, don-
de durante el veraneo era objeto del amor de los padres, máxime si hallándose á
mitad de la carrera, había obtenido nemine discrepante, la láurea del Bacallau-
reatus.
Volvía octubre, después de pasados, cual fugaz sueño, cuatro meses de vaca-
ciones, consumidos en placenteras diversiones y veraniegas giras. Tornaba otra
vez el momento del regreso á la fidelísima Cervera, á aquella vetusta ciudad que
en la fiesta del Corpus ostenta satisfecha la bandera de los butiflers, conservada
en el municipio, y desplegada en la procesión de aquel dia por un gánete, caba-
llero en un flaco rocinante. (1) La bandera que recuerda la separación de los cer-
varienses de la causa que tan noble como valerosamente defendieron la inmensa
mayoría de los pueblos del Principado, y especialmente Barcelona, último ba-
luarte de la libertad catalana, que sucumbió heroicamente tras prolongado y hor-
roroso sitio, al ímpetu del colosal poder de Luis XIV. De aquel monarca, que
solo merced á sus numerosas huestes lograra hacer ceñir la Corona Real de Espa-
ña á su nieto Felipe V; al joven príncipe que en su despecho hizo entregar á las
llamas por mano del verdugo el dia 13 de abril de 1716 en el salón de San Jorge
del palacio de la Diputación, los privilegios, libertades y franquicias de Cataluña.
La vista de aquel estandarte, signo de tiránica esclavitud, no podia menos de
despertar tristes recuerdos en la memoria de muchísimos estudiantes catalanes,
especialmente en los que procedían de Barcelona, y de avivar el sagrado fuego de
la libertad que ya en secreto ardia en sus juveniles pechos. Moderaba algún tan-
to las sombrías tintas del negro cuadro del pasado, la halagüeña esperanza de un
placentero porvenir. Sujetas con cadenas las cuchillas de las mesas, de los habi-
tantes del Principado, entregadas por escarnio las encarnadas y nobles gramailas
de sus concelleres para traje de los maceros de los municipios, desposeídas las
ciudades de Barcelona, Gerona, Lérida y Tarragona de sus universidades, fuerza
era esperar el dia de la justa reparación de tanto ultraje, de tanto oprobio como el
vencedor lanzó sobre el valiente y sufrido pueblo catalan. No estaba léjos el dia
en que se había de oir un ¡Fiat lux! que con sus luminosos raudales, desterrara las
tinieblas del oscurantismo en toda la península.
El estudiante de antaño pasaba ocho meses en la universidad instruyéndose
en los libros de texto y en las esplicaciones de sus ilustrados profesores; de ma-
(1) Es la histórica enseña que en arbolaron los cervarienses al tomar partido por Felipe V durante la larga
y terrible guerra de sucesión, contra el príncipe Carlos de Austria, proclamado posteriormente emperador de
Alemania.
AMERICANOS Y LUSITANOS
331
ñera, que al terminar la carrera si no era inaplicado, salía docto en la ciencia á
cuyo estudio se liabia dedicado.
«/
Ya hemos visto cuáles eran, por lo general, sus pasatiempos. Solia, además,
aprovechar las vacaciones de Pascua de Navidad, ó algunos dias de fin de curso,
para correr la tana. Vestido con el mismo traje escolar algún tanto reformado, y
suprimida la sotana, con el manteo terciado y cubriendo la cabeza el tricúspide,
ya viejo y recortado paulatinamente hasta asomar la copa, tañendo la guitarra ó
la bandurria, y tocando el violín, la flauta, ó el clarinete, con acompañamiento
de triángulo y pandereta, se recorrían los pueblos cantando alegres canciones, y
pordioseando. Era de oir la salerosa jota y el bolero cantados y acompañados por
tales instrumentos, tan pronto en la calle en medio de numeroso auditorio, como
de noche bajo los balcones de una linda morena de brillantes ojos, mientras que
el panderista echando al suelo su manteo, deslizaba suave y hábilmente los dedos
por el parche de su pandereta adornada con infinidad de cintas y cascabeles y gol-
peándola con el puño, los codos, la cabeza, las rodillas y los piés, giraba airosa-
mente el cuerpo cual ligero trompo, dando brincos y zapatetas, y al descansar de
tan continuo movimiento, de tanta agitación, solia decir con muchísima gracia á
cuantos formaban corro y á los transeúntes:
— ¡Señores, echen ustedes un cuartito en esta pandereta, aunque sea mas ne-
gro que la cara de Judas!... ¡Niña bonita, venga aquí un ochavito, que tenemos
un hambre mas larga que las piernas de un galgo ! . . .
Con estas ó parecidas frases se iban recaudando abundantes limosnas, y hasta
hubo población en la que se invitó con mesa y alojamiento á la estudiantina.
Por el mes de febrero solían muchos estudiantes de antaño ir á la reputada fé-
ria del ¡meblo de Verdú, donde concurre tantísimo gentío de los pueblos mas dis-
tantes de Cataluña, y hasta de la frontera francesa, y en la cual se verifican mu-
chas transacciones, en especial en numeroso ganado lanar, mular y caballar.
Unos emprendían aquella gira estudiantil, borricalmente montados sobre ru-
cios matalones de dura albarda, y otros á pié. Tanto en la féria, como á la ida y
vuelta de la misma, era un continuo cantar y bromear. Si al pasar las alegres co-
mitivas por la villa de Tárrega. acertaba asomar una linda muchacha á la puerta
ó á la ventana de su casa, de fijo que el diluvio de galantes frases y requiebros
que se le dirigían, obligábanla á retirarse sonrojada, entre aplausos y atronadores
vivas.
Existe en Cervera una Plaza Mayor rodeada de soportales, en cuyo fondo se
332
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
halla la casa del ayuntamiento, construida loda de piedra de sillería, con relieves
y molduras en la parte exterior. Sosteniendo sus balcones, aparecen unos grotes-
cos y grandes mascarones también de piedra. A esta plaza en la cual se celebra-
ban los mercados semanales, no faltaban por la mañana los estudiantes á su salida
de la universidad. Allí solian comprar el melado y negro tabaco brasil que impe-
raba en aquella época y que vendian de ocultis los contrabandistas de Tárrega.
Allí tenían lugar esas divertidísimas escenas del listo escolar con las vendedoras
del mercado, A las cuales, para poder escamotear alguna rica pera de invierno,
un puñado de nueces ó avellanas, ó hacer pasar de mano en mano unas cuantas
pasas é higos secos, entreteníales con mil chistes y lindezas. Y mientras que al
extremo opuesto del mercado otro regateaba A dos frescas y mofletudas aldeanas
los ricos requesones conocidos por hrossals en el país, no faltaba un perillán de
sotana, que colocado A espaldas de las mismas, en un abrir y cerrar de ojos co-
siera las faldas de la una con las de la otra ó las prendiera con alfileres, para que
al separarse se rasgaran, lo cual era celebrado con general aplauso por los univer-
sitarios cuervos.
En los soportales de aquella misma plaza el italiano Romagnioli tenia un
establecimiento de quincalla, que era el centro de la mas selecta juventud esco-
lar, el sumidero de los diarios chismes, el archivo de historietas y episodios de
toda clase, la oficina de nuevos y arriesgados proyectos y el laboratorio de amo-
rosos galanteos. Aun cuando no existia entonces la libertad de imprenta y por
lo tanto periódico alguno, la tienda de Romagnioli era la gaceta donde uno se
imponía de cuanto pasaba en la localidad, tanto con respecto al clAustro de la
universidad como en el interior de las familias mas notables.
Dos épocas tuvo el estudiante de Cervera en que, temporalmente, le fué for-
zoso suspender sus estudios. La una cuando la corta pero alarmante sublevación
carlista de 1828, que ocasionó la venida de Fernando Vil A Cataluña, terminada
con el fusilamiento del jefe del levantamiento, Rufí, Vidal, Ballestee y otros varios
cabecillas en Tarragona; y la otra en 1830.
En aquel año era por demAs alarmante el estado de Europa. Acababa de veri-
ficarse en julio la revolución de Francia, que había derribado el trono de CArlos X
y levantado el de Luis Felipe de Orleans; Bélgica, se había separado de la Ho-
landa; la desventurada Polonia estaba luchando en abierta guerra con el coloso
ruso, y Grecia A pesar del poder de la media luna, se había constituido en reino.
Las tentativas de los liberales, dentro y fuera de la península, tenían sobrexcita-
AMERICANOS Y LUSITANOS
333
do al gobierno, basta el ridículo extremo de que para serenar la tormenta cuyo
lejano rugido oyera sin duda dia y noche, dejaba pasar el mes de noviembre
de 1830 sin abrir las universidades. Al propio tiempo que se fundaba en Sevilla
una escuela de tauromaquia, se ordenaba en enero de 1831 que fuesen cerradas
las universidades, autorizando á los alumnos para estudiar privadamente.
Vino luego la peligrosa enfermedad del rey, la regencia interina de su esposa
la reina doña María Cristina, los acontecimientos de la Granja, y por fin, el de-
creto de 7 de octubre de 1832, por el cual se mandaron abrir nuevamente las uni-
versidades, con el otro real decreto de 15 del propio mes concediendo amnistía
para que los expatriados por causas políticas pudiesen regresar á España.
El claustro universitario de Cervera era sumamente enemigo de toda idea li-
beral, y en su interior, de la magnánima señora que al volver á abrir el santua-
rio de la ciencia á la juventud española, habia también concedido perdón y olvido
de lo pasado á tantos expatriados como gemian en tierras extranjeras por sus opi-
niones políticas.
No pudo ver pues con indiferencia que los estudiantes de aquel centro litera-
rio felicitaran á S. M. la reina gobernadora por haber dictado ambos decretos; y
así fué que al pedir ellos el correspondiente permiso al claustro, se tratara de ame-
drentarlos oponiendo mil obstáculos y obligándoles á que fueran á firmar la expo-
sición en la casa del vice-cancelario, que entonces lo era el célebre presbítero
doctor don Bartolomé Torrebadella, que mas adelante perteneció á la junta car-
lista de Berga, y á la ridicula universidad que se estableció allí con otros varios
catedráticos. No pudiendo resistir el ímpetu de la opinión de los estudiantes, y en
particular de los de leyes, que nombraron sus comisionados por cada curso para
firmar la reverente exposición á la reina, se tuvieron bien presentes los nombres
de los que lo hicieron para agobiarlos en los exámenes de fin de curso y en el
acto de tomar sus respectivas investiduras. Hay mas: se desplegaron aquel año
toda clase de mortificaciones contra el pobre estudiante por efímero que fuese el
motivo.
Queriendo conservar con todo rigor el reglamentario traje, se hacia compare-
cer á casa del vice-cancelario, á cuantos en vez del alzacuello eclesiástico usaban
corbatín, á los que calzaban botas en vez de zapato con lazo ó hebilla, á los que
llevaban sortijas en los dedos, y por último, se verificó una terrible razzia dentro
de algunas aulas, donde penetró el juez universitario acompañado de los bede-
les y de un alguacil armado de descomunales tijeras, con las cuales, de orden de
TOMO I. 43
334
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
aquel, cortó sin atender recurso ni razón alguna, cuantos pantalones de los estu-
diantes asomaban por debajo la sotana.
En medio de tanta persecución y tiranía, no desmayaba el buen humor del
estudiante. Siempre alegre, siempre divertido, y á caza de lances y aventuras de
toda clase, seguía impávido cuantas se le presentaban, sin empero dejar de cum-
plir sus obligaciones literarias.
Era yo el compañero, amigo inseparable y confidente mas íntimo de Eduardo,
con el cual vivia. Ambos concluíamos en 1832 nuestra carrera y ambos frecuen-
tábamos la casa de la señora viuda de N... Esta tenia una bija, joven y agracia-
da. Su madre, después de la muerte de su marido, se liabia aficionado á la clase
escolar y tenia tantos caprichos como semanas tiene el año; y la bija, que se pa-
recia á la madre, no liabia dejado de oir con agrado las declaraciones de amor de
mas de un barbilampiño joven escolar.
A mi amigo no le fué indiferente la niña, y esta no se mostró esquiva á sus
palabras. Al cabo de pocos dias de hecha su declaración, concertaron verse y ha-
blarse á altas horas de la noche por una reja del piso bajo de la casa, que daba á
la antigua muralla de la población, sitio sumamente solitario.
Era á principios de primavera. Eduardo compareció á la cita en traje de pai-
sano. Brillaba la luna, se dejaba oir el melodioso canto del ruiseñor en la arbole-
da bañada por el agua del pequeño rio que pasa lamiendo la colina del antiguo
O olí de las Sabinas. ¿Se necesita acaso un rayo de luna para hacer el amor? Al
contrario, yo creo que en la oscuridad puede entenderse uno mejor con una bella,
sin la música de los paj arillos. Yo de mí sé decir que prefiero la de las ranas y de
los grillos, porque aunque meten mas ruido, apagan mejor el rumorcillo de la
conversación y el débil sonido de los suspiros, que el gorjeo intermitente de los
ruiseñores.
La niña estaba en la reja aguardando, la criada apostada en el interior del apo-
sento haciendo centinela para avisar en caso de alarma. Todo iba á pedir de boca.
No quiero reproducir aquí las frases vanóles, los diálogos insensatos que son
el prefacio, prólogo ó introducción de todas las galantes aventuras.
Pepina era una joven tan bella como vanidosa, de limitado talento y de un
carácter tan impresionable como voluble. En fin, era el tipo de la mujer veleta.
Se enamoró de Eduardo por capricho, y este se dejó querer por conveniencia.
No tardó en comprender á aquella mujer, con su volubilidad, sus debilidades y sus
ímpetus nerviosos, que sabia disfrazar de arranques sentimentales.
AMERICANOS Y LUSITANOS
335
Hablan ciertas mujeres de pasión... de amor... y hablan alguna vez sóida-
mente, como si amasen de veras, como si de veras padecieran, y hasta creen amar
y creen sufrir... ¡Criaturas linfáticas y flexibles que tan fácilmente se conquistan
como se pierden !
Pepina no era un tipo ideal, pero era joven, era bella, era elegante, y á los
veinte y un años fácilmente se olvida el idealismo delante de semejante realidad.
Ella le hizo tales confidencias de lo que padecia en su interior, dióle tales segu-
ridades de su amor é inquebrantable fidelidad, que fuera de sí Eduardo, al besar
por entre los hierros de la reja su blanca mano repetidas veces, y novicio en el
amor, se dejó llevar de su pasión prometiéndole eterna correspondencia y conso-
lándola por completo de sus penas amorosas.
Aquella noche, al regresar á casa, embriagado de esperanzas y deseos, contó-
me su felicidad, de la cual yo me reía, dándole por única contestación:
— ¡Adelante, amigo mió! ¡Adelante!...
El pobre pasó toda la noche agitado, sin poder cerrar los ojos.
«Quella notte in sulle piume
Píen d‘ amore non dormí.»
A la mañana siguiente fue á ver á Pepina, y aprovechando un momento en
que la madre conversaba con otras personas que estaban allí de visita, instó mi
amigo á la primera para que le permitiese por la noche, cuando fuera á hablarla
á la reja como en las anteriores, entrar por la puerta falsa de la barbacana en el
cuarto bajo de su casa, pues de este modo no correrían peligro de ser interrumpi-
dos en sus amorosos coloquios. Tanto instó, tanto rogó, y tantas fueron las pro-
testas de amor de Eduardo, que al fin, no sin ruborizarse, cedió la niña, á condi-
ción de estar presente en la entrevista la doncella de la casa.
Llegó la hora convenida. Apénas mi amigo habia con ligero traspié llegado
frente la reja, cuando se abrió por la inteligenciada fámula la puerta que daba
salida á la solitaria muralla.
Cuando lleno de entusiasmo se arrojaba mi amigo á los piés de la bella Pepi-
na, y puesto de rodillas cubría de besos su blanca mano en muestra de ardiente
amor y gratitud, cuando después de levantado la estrechaba entre sus brazos, é
imprimia el primer ósculo de amor en su rosada mejilla, entra de repente la vieja
madre, que indudablemente estaría de acuerdo con la hija, y aparentando estre-
mado enojo, reprende con severo acento y hasta golpea á Pepina, y en seguida,
336
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
volviéndose á Eduardo, lo llena de improperios no sin echarle en cara, al arrojar-
le de su casa, su bastardo procedimiento con una familia que le habia abierto las
puertas del bogar y dispensado toda clase de consideraciones.
A los dos dias de semejante ocurrencia, por encargo que dirigió á Eduardo la
misma madre de Pepina, fué aquel á verla. Recibióle la ladina viuda con mucho
agasajo, manifestándole con notable calma, que después de lo que habia pasado
con su hija deseaba saber cuáles eran sus intenciones. Eduardo permanecía silen-
cioso acariciando las borlas del manteo, y buscando la manera de escaparse por
la tangente. Sabia por la doncella confidenta de Pepina, á la cual hizo cantar
mediante algunas monedas, los antecedentes di quella rea madre, que habia con-
certado con la bija, que por cierto no era novata en amores, la sorpresa de las dos
noches anteriores, para pescarle en las redes de la dulce pero onerosa coyunda de
himeneo. Solo contestaba á las repetidas instancias de la madre con las truncadas
frases de:
— ¡Usted me honra demasiado!... Yo no soy digno de la mano de su hija...
Soy muy joven para casado... Carezco de posición... y... mis padres no consenti-
rian... carezco de fortuna.
A esto replicaba la madre, que, con un dote de diez á doce mil libras que ten-
dida su hija, bien se podrian soportar las cargas matrimoniales. Mas ¡ni por esas!
El pez no quiso picar el cebo, á pesar de los esfuerzos de la ladina viuda. Eduar-
do no salió de sus monosílabos, de sus fingidas toses, y de su firme negativa,
mostrándose mas duro que un escollo. Visto lo cual, levantóse de repente la des-
pechada señora, y mostrándole con la mano la puerta del aposento, le dijo:
— ¡Jamás hubiera podido imaginar que desmintiera usted los nobles senti-
mientos de caballería, á la cual pertenece su familia !...
Y como quiera que Eduardo no aguardaba mas que aquel momento para salirse
de tanto apuro, levantóse, tomó el sombrero y saludándola, contestóle sonriendo:
— Yo, señora, nunca he sido del arma de caballería, puesto que basta el pre-
sente he pertenecido á las filas de los estudiantes de infantería.
Y al cerrar tras sí la puerta oyó los gritos de la vieja que bufaba de enojo y
el llanto de la coqueta hija tan á tiempo castigada.
Ya no se habló mas de semejante aventura, pues á los pocos dias Eduardo y
yo debíamos recibir, como otros varios compañeros, la investidura de licenciado
en leyes. En el ínterin nos entregamos dia y noche al repaso de las asignaturas
que habíamos cursado durante toda la carrera.
AMERICANOS Y LUSITANOS
337
El clia en que el estudiante terminaba sus estudios, el dia en que se despojaba
del manteo y la sotana, y arrojaba su tricúspide, era indudablemente el mas feliz
de su vida. El escolar de Cervera daba con fruición el eterno ¡adiós! á la ciudad
del frió, de las nieblas, de las escarchas y los hielos. A la ciudad en que después
de haber sufrido siete años de destierro, parecíale que recobraba la perdida liber-
tad. Desde aquel dia ya nadie tenia derecho para dirigir pregunta alguna escolás-
tica al nuevo graduado. En adelante va á ser todo un abogado; el hombre de la ley
que hará oir su voz en los tribunales, en defensa del honor y de los intereses de
las familias y de la vida de mas de un desgraciado criminal. Inmarcesible gloria
y prez le aguarda al novel abogado, si tiene la dicha de obtener por su talento ó
por su suerte numerosa clientela. De no, habrá adquirido un título universitario
para perecer con él en la miseria, á no ser que haciéndose esclavo de la política,
alcance, como muchos, ser empleado mamón del presupuesto del Estado.
CUADRO DE COSTUMBRES POPULARES
por D. Juan García Luque.
I
DE LOS PERSONAJES DE ESTA ACCION, QUE HEMOS DE LLAMAR HEROICA
v
inta, Sota, Reyes y Monte, venían á ser cuatro caballeros,
mejorando los presentes, como que lo eran de industria, ó
sea caballeros de á pié, por no decir perdidos; y Espada y
Gallo no venían á ser tampoco muy ganados ni granados,
aunque sí caballeros de la misma orden.
Diclio se está que ambos á cuatro, mas dos, eran seis
pillos, y añadiremos que ejercían, digámoslo así, en esta villa y cór-
te, y con provecho y honra, digámoslo así también: sino que la hon-
ra y el provecho de esta figura, es de la misma figura, y siendo de
ella no era de nuestros personajes, ó vuestros, si los queréis.
El señor Gallo era el mas afortunado de todos, y con todo eso,
mas parecía gallina y clueca, por lo sucio y desplumado, adjetivo
que, aplicado á un tahúr, vale por descuartizado .
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
339
Y ya pareció aquello, como si dijéramos: ¡Juego!... con cuya clave podéis
ya abrir la timba, donde los vereis siempre alrededor del tapete.
Eran seis puntos: pero en esta ortografía, el punto vale mucho menos que la
coma: la coma es el banquero de enero á enero.
El punto Gallo, no había sido nunca coma; pero fué muchas veces, eso sí, un
honrado padre de familia, ó capitán indefinido, ó empleado cesante, según él así
lo aseguraba, en voz doliente para implorar caridad, arbitrando así recursos que
venían á ser muy luego ¡mes tas á la mayor de su fatal apellido.
Los otros sus comilitones, no habían sido nunca cesantes de tanta y tal cate-
goría.
Sota y Reyes, Monte y Espada, solo dejaban de ser puntos para ser enterra-
dores, seudopuntos, ó puntos falsos que levantan los muertos de la timba y... los
entierran .
Tales eran los seis caballeros, (mejorando siempre los presentes) amigos ínti-
mos (por supuesto) por la fuerza de las simpatías, menos cuando apuntaban en
contra, que entonces necesaria y fatalmente habían de ser íntimos enemigos, ó
unos caballos y otros sotas por la fuerza de las antipatías.
Con eso y todo, siempre flotaba encima del enhiesto Monte, como una blanca
nube un poco sucia, un espíritu de absorbente unidad, que conservaba el carác-
ter haciéndolos á todos caballeros... de industria.
II
TRÁTASE DE COSAS BUENAS Y MALAS Á GUSTO DEL CONSUMIDOR Ó CONSUMIDORA
El señor don Juan del Monte, uno de nuestros seis amigos íntimos, (en este
cuento, se entiende) había ya venido á la última miseria; había empleado ya toda
su puntuación ortográfica, sin ver venir en seis meses mas carta que la contraria;
liabia sido expulsado del monte á la llanura, harto de leña y sin ella por amigo
de hacerla en lo vedado; no sabia como Gallo ser empleado cesante, había impor-
tunado á todos sus conocidos, y nadie lo conocía, ya; después de medio año de
huésped petardista, no tenia ya literalmente donde caerse muerto, y en tal apuro
fué á caer vivo . . .
No sabemos donde diablos fué á caer; el caso es que cayó.
Pero se levantó el dia siguiente con botas, que no tenia, con sombrero, que
340
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
no tenia, como quiera que él siempre se cobijó con gorra, y basta con capa, que
tampoco tenia, bien que siempre la tuviera, pero mucho mas allá de Peñaranda .
Hallado así ya, vino á perderse de nuevo; pero no hay que sentirlo porque
dentro de dos ó tres meses lo encontraremos.
En efecto, no contemos los dias. Figuraos que ya han pasado los dos meses ó
tres.
El amigo Pinta, que á la sazón ó desazón estaba, y tenia motivos para estar
desesperado, pasaba por una de las travesías de la calle Ancha, y según pasaba,
iba mirando á los balcones, como si buscara algo.
Quizás fuera buscando el rótulo de un prestamista, aunque la verdad sea di-
cha, no sabemos qué diablos habia de empeñar mas, quien ni su misma entidad
tenia desempeñada.
Pero es el caso, que miraba á los balcones, y mirando, mirando, vió el mas
simpático de los anuncios, como que en tamañas letras comenzaba diciendo:
MOOTE
Pinta, que como tahúr de larga vista, vió ya venir la idem, dió unos pasos á
la siniestra mano, á la que estaba la casa del feliz anuncio; solo que no llevando
cosa de hierro consigo, hubo de detenerse con pesar al pié del Monte.
Pero habiendo estrechado así ya la distancia, pudo muy bien leer el resto del
anuncio, que en mas pequeñas ó menos grandes letras, continuaba diciendo:
ACOMODADOR ESPECIALISTA
(¡Sic!)
— ¡Hombre! — exclamó Pinta contemplando como estático aquella especiali-
dad.— ¿Qué especialista será este? — se preguntaba con sumo interés. — Este Mon-
te no es un monte ; es... un acomodador. ¡A propósito! — añadió mirándose el indi-
viduo, por demás descuartizado .
— Que me acomode, aunque sea de galopin en una cocina de casa grande.
Y esto diciendo, enderezó resueltamente á la casa, y tomando las escaleras,
muy luego se vió en presencia del especialista .
— ¡ Monte !
— ¡ Pinta !
Dijeron y se abrazaron.
AMERICANOS Y LUSITANOS
341
Después de este fraternal saludo, y sentados téte á tete en sendas butacas de
raso, digámoslo así, por lo raidas, entablaron el subsiguiente coloquio.
— ¿Qué es de tu vida, amigo Monte?
— Voy pasando, amigo Pinta.
— Dichoso mil veces tú: yo, hijo mió, no paso ya en ninguna parte, bien que
tenga, como sabes, todos los quilates de una moneda de ley. ¿Y cómo diablos pasas?
— ¡ Pshé ! Acomodando.
— ¡Pues acomódame!
— De menos nos hizo Dios, que nos hizo de tierra.
— De lodo nos hizo, — corrigió oportunamente Pinta.
— De lodo ó de tierra, el caso es que yo suelo hacer la fortuna del prójimo, y
aun de la prójima, con solo tomar nota individual en mi diario, y exhibir opor-
tunamente esos datos ó circunstancias personales.
— Pues escribe, escribe, — dijo Pinta ofreciéndole la pluma.
— Tienes que jiagar derechos.
— Hombre, cuando me sirvas.
— Yo empiezo á servirte ya.
— Bien, cuando me acomodes.
— Entonces se paga aquí la media annata.
— Todo se pagará, hombre; mi firma responde.
— Pues firma.
Y Monte le dió un pequeño impreso que encabezaba así:
Agencia de Matrimonios
Y debajo campeaba como lema esta trilogía:
Eficacia , Moralidad , Reserva
— ¡Hola! ¡Hola! — exclamó Pinta. — Ahora comprendo tu título de especialis-
ta. Y ahora es cuando confío en que me acomodes ventajosamente.
— Conque quieres casarte, ¿eh? — preguntó el casamentero.
— Aunque sea con la mujer de Satanás.
— ¡Cuidado! — advirtió Monte, interrumpiendo al pretendiente. — El primer
mote del lema de esta casa-modelo, es la moralidad,
TOMO I, 43
342
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Es el segundo, — repuso Pinta, indicándole el lema escrito en todos los libros y
documentos, puertas y ventanas, y en que la eficacia estaba antes que la moralidad .
— Eso es gusto... literario, — replicó el especialista; — pero en el fondo resalta,
antes que todo, la moralidad. Y no tiene nada de moral eso de desear la mujer
del prójimo, porque la mujer de Satanás está casada, y en tal oficina no se apa-
drina cosa de bigamia. Solteras hay demás de quien enamorarse.
— En buenhora, señor especialista, ó señor vicario, si queréis; yo soy también
muy moral, y solo deseo lo lícito. Cásame, pues, con la bija mayor de Satanás,
con tal que aporte al conyugio algo dorado, aunque sea á fuego.
— Los cuernos de su papá, sin duda.
— Vengan, como sean de oro.
— Dorado á fuego, ¿eli?
—Sí.
— Pues oye y elige.
á el acomodador especialista abrió su diario, que en casos solemnes llamaba
el libro mayor, y fué á leer sus concienzudos asientos, ó sean los datos personales
de las amables inscritas; pero el codicioso pretendiente se echó encima del libro,
y estorbó esta detallada y sabrosísima función.
Mas no lia de estorbarnos á nosotros el registro de un libro tan curioso, que
lo liemos de hacer aquí, sin pasar mas adelante, por dar gusto á nuestros lectores
y lectoras.
Advertimos, empero, que aquella famosa agencia tan eficaz, moral y reserva-
da, no existe en la actualidad. Lo advertimos para evitar pasos en balde.
El libro diario ó mayor del especialista, era, en efecto, un espécimen en el
género agencial. Todas sus páginas tenian en letras gordas el título de la especu-
lación, ó sea la razón social, y en letras menores, como ideológicamente debían
ser, la moralidad y demás palabras sacramentales del insigne lema.
Después seguian por conceptos las casillas de que estaban llenas correlativa-
mente cada dos páginas fronteras, con este encabezamiento:
Nombres de las futuras. — Edad. — Estado. — Categoría. — Nombres de los gua-
ches ó tios . — Habitación . — Señas . — Observaciones .
Para comprender la exactitud de esta filiación universal, no hay mas que lle-
nar estas casillas, copiando solo un artículo del famoso mayor, bien que hayamos
de ver funcionar el especialista, aunque sea por digresión, sino hallamos otro re-
curso mas á mano.
AMERICANOS Y LUSITANOS
343
Hé aquí el tratado textual :
Doña Angela Perez Rubio. — 39 años. — 140.000 reales en plata. — Doña Luisa,
lia. — Calle de Hortaleza, 270, 3." — Estatura regular, color moreno, pelo poco, cejas
al pelo, boca grande, nariz á la boca, ojos saltones, cuello de cisne, pecho caní-
vero, manos de cabritilla, conjunto pasable. — Señas particulares: un lunar en
salva la parte.
Y cierra esta especie de biografía la siguiente observación, por demás carac-
terística:
«Esta señora tiene dos hijos de distintos matrimonios, según informes postumos
y fidedignos de mi especialidad; pero puede decir que es libre para contraer ter-
ceras nupcias, máxime cuando nadie puede decir nada contra su envidiable repu-
tación de reales vellón, 7.000 duros en plata. Mas informes el zapatero del portal.»
Nota (que hay también su nota, y muy oportuna por cierto). «Pagó los 20 rea-
les vellón de inscripción moral y reservada, quedando obligada á la media annata,
caso de reincidencia legítima.»
Ahora bien; dejemos aquí el registro, que es bastante, y volvamos á lo que
atrás quedó pendiente.
III
DONDE CONTINÚAN LAS ISMAS COSAS BUENAS Y MALAS
Pinta se echó, como dijimos, sobre el libro matrimonial, y tomándole la pa-
labra, ó sea la lectura, al famoso especialista, leyó como de una vez los múltiples
epígrafes; pero despreciándolos todos, hubo de fijar su codiciosa atención en la
casilla encabezada con esta filosófica y trascendental palabra: Categoría.
Y fué leyendo, ó mejor dicho devorando, columna abajo, motes:
— Diez mil, quince mil, ocho mil, veinte mil, siete mil, treinta mil, doce mil,
cincuenta mil, diez y ocho mil, sesenta mil, siete mil, noventa mil, diez mil.
ciento cuarenta mil, (reales, por supuesto).
— ¡Esta, esta! — exclamó fuera de sí. — ¡Esta es mi mujer!
En efecto, era el mote mayor.
— A ver si te acomodan sus circunstancias, — dijo el acomodador.
— ¡Siete mil duros! Desde luego me acomodan, no habiendo en tu libro de
oro otra futura de mas categoría,— contestó Pinta.
344
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Es la j punta mayor, la banquera de este monte, como si dijéramos.
— Pues copo.
4 Pinta dobló la carta, ó sea la página, Paciendo con la uña una señal en el
mote .
— Moralidad ante todo, — dijo el especialista. — Oye sus circunstancias perso-
nales.
— ¿Para qué? Las presumo, las adivino, las sé positivamente; esa señora es un
ángel.
— En efecto, pero caido.
— Yo, — dijo el pretendiente golpeándose el pecho con un entusiasmo digno en
verdad de mejor causa, — yo lo levantaré.
— Pues yo, — repuso el otro, — cumpliendo con mi deber de moralidad y reser-
va, lie de leerte este asiento, aunque tú te tapes los oidos.
YT el especialista comenzó á leer:
; — Doña Angela...
— ¿No lo dije? — interrumpió el pretendiente. — Es un ángel.
— Sí, femenino; Perez y Rubio.
— ¡ Rubia !
— Rubio, hombre, Rubio, masculino.
— ¿En qué quedamos?
— En que tu rubia es algo cobriza.
— Precisamente, ¡cómo que tiene tanta calderilla!...
— Plata es lo que tiene.
— Entonces es blanquísima como un peso duro.
— Como tú quieras, — dijo el acomodador.
Y siguió leyendo su asiento hasta las señas particulares.
— ¡Mia, mia! — repitió el tahúr de Pinta, con toda la satisfacción del que se
apropia la banca.
Y añadió con tono de convicción:
— ¿Quién puede poner tacha á una reputación tan bien sentada? Mia, mia, mia.
— Poco á poco, — objetó el acomodador matrimonial; — falta ahora que tú le
acomodes á ella.
— ¡Vaya si le acomodaré!
— No confies tanto, buen mozo, que yo quise acomodarle antes que nadie, con
mi derecho de prioridad especia lis la, y ella me dijo...
AMERICANOS Y LUSITANOS
345
—¿Qué?
— ¡Un absurdo... que no le acomodaba todo este acomodador!
— Y dijo muy bien; hay presentimientos, y ella me presentía á mí. Después
de todo, amigo especial ó especialista, si quieres, tú eres una entidad meramente
objetiva, mientras yo. . .
Y Pinta se sonrió, poniéndose todo lo hermoso que le es permitido á un feo.
Después de esta breve pausa, continuó en el mismo tono:
— Mientras yo soy un sugeto del tenor siguiente.
Y el tahúr endilgó su biografía físico-moral, que el acomodador fué acomo-
dando por conceptos ó casillas en su libro celebérrimo, dividido en dos partes ó se-
xos, textualmente.
Y por Dios que el asiento hubo de quedar como de perlas bajo la redacción
del modesto interesado, con sus veinte y cinco años (poco mas ó menos), su cate-
goría de caballero, bien que omitiera la orden, ó sea la industria, su habitación
en la calle del Gato, su conjunto de buen mozo, aunque algo moreno, circunstan-
cia simpática que subrayó el especialista, y sus señas particulares de una graciosa
berruga, lunar, digámoslo así, también en salva la parte.
— Pues mañana sabrás el resultado, — dijo el acomodador, cerrando ya su li-
bro de ambos sexos.
— ¡Mañana! — exclamó el impaciente futuro. — ¿Y por qué no es hoy mismo.
— Porque tengo mucho quehacer ahora.
— ¡Hacer es esto, señor especialista!
— Sí, pero...
— No admito pero; es manzana. Corre, vé y dile...
— No puede ser ahora, hombre
— ¿No? \ entonces, ¿dónde diablos está la eficacia adjunta á tu moralidad y
reserva?
— ¡Aquí está!
Y el acomodador se indicó la frente.
— En los piés ha de estar, — dijo Pinta. — Corre, véydile...
— ¡Dale bola! Ni corro, ni voy, ni le digo nada hasta que cierre la oficina.
— Pues ciérrala, hombre, ciérrala.
— Los estatutos me lo prohíben hasta la hora señalada, porque pudiera venir
en valde alguna futura, y perder yo la inscripción ó la media annata, lo cual se-
ria un cargo de conciencia para un especialista de mi moralidad.
346
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Pues úrgeme sobre manera casarme, antes boj que mañana, no sea queme
soplen la dama y... Dame las señas de su casa, iré yo allá.
— De ningún modo, porque perdiera yo las albricias ó sea vulgarmente la pro-
pina, en el caso de que fueras aceptable.
— Aulveré luego para acompañarte.
— Tampoco. La primera condición de esta agencia es la reserva.
— Es la tercera.
— Bien, la tercera es primera, después de la primera y la segunda.
— ¡Conque no bay remedio! — exclamó Pinta con despecho. — ¡Con que be
de esperar á mañana para casarme con esa plata! ¿Y dónde diablos almorzaré esta
nocbe?
— Si esa es tu prisa, — dijo el amigo especial ó especialista, — vente esta no-
cbe á comer conmigo.
— ¿Y podré entonces saber el resultado de tus eficacísimas, reservadas y mo-
rales diligencias?
— Si vienes tarde, sí.
— ¡Vaya un conflicto! — exclamó Pinta bostezando de fiambre. — Pero calle
el fiambre, — añadió como entusiasmado, — calle el fiambre ante el amor... El amor
es... ¡Siete mil duros en plata! ¡Olí! Tarde, tarde, vendré.
— No vayas tampoco á venir á media nocbe.
— No, al oscurecer.
Y Pinta se despidió del especialista paraninfo, no sin repetirle en recomenda-
ción sus señas generales y particulares, diciendo chusca y formalmente á la vez:
— Buen mozo, veinte y cinco años, caballero de la orden de...
I'V
DE SEIS MATRIMONIOS FELICES
Si tuviéramos el tiempo y espacio necesario para narrar detalladamente la his-
toria de esta que fiemos de llamar menguada luna de miel, habíamos de dar un
buen rato á nuestros lectores; pero nos falta eso, y pasamos desde luego al asunto
principal, diciendo que solo nuestros seis caballeros, incluso el acomodador, hu-
bieron de acomodarse en un mes con otras tantas damas, pasadas, digámoslo así,
por el oficio espinal del especialista.
AMERICANOS Y LUSITANOS
347
No liemos de omitir tampoco, porque esta circunstancia es capital, que con
tantos miles de reales y aun duros por categoría, las futuras, ya presentes, hu-
bieron de dar gato por liebre á sus amantes, pues salvo Reyes, que sacó quinien-
tos duros de dote, los demás, hasta el mismo acomodador, apénas pudieron sacar
para los gastos de sus bodas.
— ¿Pues y tu categoría de reales vellón tantos y cuantos? — preguntaba cada
cual á su desnuda costilla.
— En el libro, — contestaban simplemente las esposas.
— ¡En el libro! ¿Y cómo no está en el cofre?
— Porque hacia mas gracia allí.
— ¡Voto á la sota de oros!
Y todo se volvia un as ó haz de bastos ó de leña.
— Nos lias engañado, amigo Monte, con tu moralidad, reserva y eficacia, —
decian luego al especialista sus dignosos codignos compañeros.
— Es verdad, — contestaba pesarosamente el aludido; — pero debeis salvar si-
quiera mi moralidad, puesto que yo también me he engañado á mí mismo con
toda la reserva y eficacia de mi oficio.
Todo, sin embargo, puede arreglarse, — añadió después de un rato de silen-
cio, turbado apénas por alguna que otra maldición.
— Si que puede, — añadieron los otros, — proclamando desde ahora nuestra an-
tigua libertad.
— Nada de eso; somos ya hombres de estado, y hay que conservarlo por de-
coro de nuestros destinos.
— ¿Qué destinos? ¡Mal hayas tú y la ralea de acomodadores!
Y Monte dió á cada cual el suyo en el desenvolvimiento de un magnífico plan,
que todos aprobaron.
Lo que fuere sonará en el capítulo siguiente.
V
DONDE SE VERÁ QUE EL CRÉDITO SIGUE Á LA MORALIDAD
A los quince dias de esta sesión, á que siguieron otras ordinarias y extraordi-
narias, circulaba por la córte, impreso en letras de molde, el siguiente programa,
anuncio ó manifiesto:
348
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
EL LOTOSÍ
SOCIEDAD DE CRÉDITO, Ó SEA CAJA UNIVERSAL Y SEGURA PARA RECIBIR LOS
AHORROS DE TODO EL MUNDO
Interés fijo en un 25 'por 100 anual.
200.000.000 de reales garantizan las operaciones de la Sociedad.
CONSEJO ÍNTIMO
DIRECTOR GENERAL:
Excmo. Sr. D. Juan del Monte, alto empleado cesante y propietario.
DIRECTOR ADJUNTO!
Excmo. Sr. D. Fulano de la Pinta, caballero de la Orden de la Montera y
propietario.
tesorero:
Don Fulano de los Reyes, propietario.
vocales:
limo. Sr. D. Fulanito del Gallo, propietario,
limo. Sr. 1). Zutano de la Sota, propietario,
limo. Sr. 1). Mengano de la Espada, propietario,
limo. Sr. D. Perengano del Albur, propietario.
ABOGADO CONSULTOR:
Dr. 1). Fulano de la Trastienda.
Seguia á esta ilustrísima y aun excelentísima lista de propietarios (caballeros
todos de la Montera), una explicación retórica del objeto de la sociedad, y á la
explicación una prueba matemática del interés de 25 por 100 ganancia fija y aun
garantizada con los 200.000.000 reales vellón, que venian á representar las di-
chosas dotes conyugales, en esta forma y proporción:
La de Reyes 10.000
La de Pinta 8.000
La de Gallo 6.000
La de Sota 5.000
La de Espada 4.000
La de Monte 2.500
Total 35.500
AMERICANOS Y LUSITANOS
349
Esta cantidad no era tampoco la garantía, pues solo aprontó al negocio cada
uno 500 reales para montarlo decorosamente, digámoslo así.
En cambio lié aquí la nómina de sueldos:
Director general 50.000
Director adjunto 40.000
Tesorero 30.000
Vocales á 24.000 96.000
Abogado consultor 30.000
Total 246.000
Y cuenta que ni el primer mes dejaron de cobrar sus respectivos sueldos.
¿De dónde diablos salían estas misas?
De la caja social, que con el atractivo del 25 por 100 de interés fijo y garan-
tizado por tantos millones, el mes primero de gestión tenia en su fondo 600.000 rea-
les efectivos de imposición; efectivos no, pero sí garantizados, que es lo mismo ó
mejor.
— ¡ Qué barbaridad! — diréis.
Lo es, en efecto: pero en el orden de los hechos hay estas barbaridades.
Y el segundo mes había ya en caja 2.000.000 de reales tan efectivos como los
otros.
¡Qué absurdo!
Ciertamente; pero hay absurdos reales.
Pues en esa progresión, ¿á cuánto ascenderían en cuatro años las imposicio-
nes de los incautos en la honda caja de El Potosí?
No tuvo El Potosí tanta vida, que murió á los treinta meses de un ataque de
plétora ó sea quiebra.
Pero esto pide una liquidación aparte.
DE COMO LA CABRA SIEMPRE TIRA AL MONTE
A los dos anos y medio de gestión decía el director general á su cajero:
— ¿Ha hecho usted esa liquidación, señor Reyes?
TOMO I. 44
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
- — Aquí está, señor Monte.
Rvn. 500.000.000
. . 700.000.000
. . 200.000.000
Activo
Pasivo
Perdemos.
— j Qué desgracia !
— Todo se perdió, menos el honor.
— ¿Y á cuánto tocamos de pérdida?
El cajero hizo esta operación aritmética:
— 200.000.000 : 8 = 25.000.000, salvo error de pluma.
— Y ¿qué haremos en tan apurado caso?
— Declararnos en quiebra legal, puesto que todo se ha perdido, menos el ho-
nor, y retirarnos con nuestras pérdidas, aun cuando sea...
— Al extranjero, — interrumpió el director.
Y añadió esta graciosa epifonema:
— ¡ Cómo ha de ser !
— Paciencia y barajar, — dijo el otro, como para redondear el pensamiento.
— Cítese al Consejo íntimo y dése cuenta sin perder tiempo.
— No se perderá mas. señor director.
VII
DE LO QUE ERA EL HONOR DE ESTA SOCIEDAD DE CRÉDITO
A los ocho dias se retiraban con sus pérdidas, camino de Francia, todos los ín
timos de El Potosí, resignados con su suerte y consolados con esta reflexión his-
tórica:
¡Tout est perdu, hors, V honneitr!
Este honor era el dinero de los incautos imponentes.
por I). Luis Y. Betancourt.
onde menos se piensa salta la liebre, anda diciendo el
vulgo hace <jné sé yo cuántos años, y tal verdad encierra
esto, que de seguida voy á demostrarlo y va el lector á
quedar convencido. Es el caso, que larga pieza de tiem-
po túvome sin sosiego el hambre de escribir un artículo
sobre las costumbres de esta bendita ciudad, allá por la época en que
eran mozos los padres de los que hoy son jóvenes; empero, como yo
no hube ocasión de ser testigo de vista de lo que entonces tenia lugar,
hé aquí el por qué de mis correrías por esos mundos, en busca de vie-
jos y de viejas que se prestaran á hacerme relación de las cosas de la
Habana, en la época á que me refiero. No se crea que en mi vuelo observador
haya pretendido remontarme al siglo pasado; antes lo que me viene en apetito es
el tiempo transcurrido del año diez al cuarenta, y á estas tres décadas han estado
siempre dirigidos los espejuelos de mi observación.
Empujado, pues, por la manía de sacar trapillos al aire, y ganoso, como digo,
352
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
de poner cosas viejas á la luz del sol, dime en trabar amistad con las antigüeda-
des, prefiriendo, por supuesto, A las hembras, pues no se me olvida que las muje-
res todo lo recuerdan y lo cuentan todo. Entre estas tengo por amiga á una solte-
rona, que jamás quiso ilustrarme sobre lo pasado, porque aun que yo juraba que
ella era de cincuenta para arriba, nunca se dio por aludida, y contestábame que
puesto que era del día, ignoraba el contenido de la pregunta. Cien veces volvia á
la carga, y cien veces era rechazado; y tanto se defendió el enemigo, que ni un
adarme de esperanza me quedaba ya de que ella confesase la demanda, hasta que
una noche
Una noche estábame de visita en la casa de mi perseguida solterona, que por
mas señas se llamaba Ménica, y hablábamos del frió, del calor, de los transeún-
tes, de los vecinos, de todo, en fin, lo que la gente conversa, cuando no tiene so
bre qué conversar; y ya me iba yo durmiendo de puro fastidiado, cuando vimos
entrar de repente á una señora, que con los brazos en cruz y la cara llena de risa,
se dirigia hácia donde se hallaba Ménica. Miróla Ménica, examinóla, y:
— ¡Mateita!
— ¡Ménica !
Gritaron ambas, volviendo á abrazarse después de muchos años de separación,
en que cada una habia andado por su camino. Abrazáronse, como digo, besáron-
se, volvieron á abrazarse, y se arrellenaron en sus sillones, haciendo abstracción
completa de mi personalidad, y comenzando á charlar alegremente, como si nada
tuvieran que esconder, inclusa la edad. Yo estaba contentísimo no solo viendo
llegado el momento en que se iban á realizar mis sueños, sí que también al con-
templar el cuadro peregrino que se presentaba á mi vista. Juntas las dos eran un
motivo de estudio para el escritor de tipos. Era la Ménica una jamona de muy
buenas carnes, alta de cuerpo, y de piel fresca y blanca. Canas, no las tenia, no
por falta de comparecencia en tiempo y forma, como la de aquellos litigantes á
quienes se les suele acusar la rebeldía, sino que como venian pintadas de negro,
no las hubiera conocido ni la misma que las llevaba en la cabeza. La leche cu-
tánea se habia hecho cargo de las arrugas, y de la cintura, el corsé. Peinaba á la
moda; á la moda vestía, y aunque por la mañana aparentaba tener cuarenta años
y por la noche treinta, en la iglesia de la Salud la fé de bautismo rezaba cin-
cuenta; así es que por mas que se untaba cascarita para aparecer blanca y pomada
para aparecer jé ven, no era jé ven blanca, sino vieja verde. De Mateita no podia
decirse lo mismo; arrugada como chaqueta de muchacho, mas encorvada que ar-
AMERICANOS Y LUSITANOS
353
bolillo bajo el peso del lmracan, y carcomida y hecha trizas por la polilla del
tiempo, podia pasar por madre de Mónica, aunque ambas eran contemporáneas.
Un tuniquito de oían, tan corto que dejaba ver sus piés calzados con zapatos de
dril negro y una manteleta á la antigua, cubrian aquel cuerpo hoy tan despro-
visto de encantos, y que ayer habia hecho suspirar á mas de un mozo barbilam-
piño que se moria por sus pedazos. Era un gorro de dormir de un cura franciscano
del año doce, perdido entre los papeles de un estudiante del nuevo plan; una mo-
mia de Egipto caminando en pleno siglo xix. Mónica y Mateita parecian dos sol-
dados que vuelven de la guerra, vencedor el uno y vencido el otro, h así era en
efecto, porque Mónica habia vencido al tiempo y el tiempo habia vencido á Ma-
teita. Mateita no tenia dientes; Mónica los enseñaba postizos. Mateita no se cui-
daba porque era casada y tenia ocho hijos; Mónica se cuidaba porque no era casa-
da y no tenia ocho hijos. Mateita habia dejado en libre acción al reloj de su vida,
Mónica lo habia atrasado y, si hubiera podido, hasta le habria roto el muelle real,
para que no anduviera ni una hora mas. Una era la antigua Mateita, otra la
Mónica reformada. Un poeta al verlas juntas habria dicho: — Hé aquí un invierno
de cielo azul al lado de un invierno neblinoso. — Y un escritor satírico: — Hé aquí
una vieja muchacha junto A una vieja anciana. — Por lo demás, según hemos di-
cho, ambas eran cincuentonas.
Pues, como decía de mi cuento, pusiéronse mis dos antigüedades á conversar,
sin parar mientes en mí que las oía, y gracias á lo cual puedo ahora referir algo
sobre lo que tanto deseaba. Y aquí viene como de molde aquello que dije al prin-
cipio de que: donde menos se 'piensa, salta la liebre, pues cuando menos las espe-
raba. vinieron las ansiadas confesiones.
Después de mil preguntas y respuestas que yo no entendía, ni ellas tampoco,
á causa de la precipitación y desorden con que se sucedían unas á otras, resta-
blecióse la calma, y aparecieron los recuerdos, propios de tales casos y per-
sonas.
— Pues, sí, hija, — exclamó Mateita, — lo que eres tú, no sales de los quince.
— ¡Ay! ¡Jesús! No digas eso, — le contestó Mónica, arreglándose los rizos y
poniendo los ojos de carnero moribundo. — ¡Mira que los años no pasan por debajo
de la mesa !
— ¡Y es verdad! El tiempo se va volando. ¡Parece que fué ayer cuando nos
conocimos !
— Vamos á ver, ¿á que tú no te acuerdas de la primera vez que nos vimos?
354
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Como si fuera ahora: en el teatro Principal, en uno de los beneficios de Co-
v arrubias.
— Pues mira que te equivocaste, porque no fué en el teatro Principal, sino en
el Diorama.
— No, señorita. ¿Qué me vienes tú á decir á mí?... Con que mi tio estaba co-
locado en la puerta, y por eso entrábamos nosotras todas las noches... por cierto
que no perdí ni una función.
— Ya se vé, con Garay allí, que trabajaba divinamente, y con Covarru-
bias
— ¿Y qué me dices de Hermosilla? ¿Y de Juan de Mata, que hacia siempre
de barba? ¡Qué buena compañía! Porque mira: la Molina y sus tres hijas no po-
dian ser mejores; de la Puerta, no se diga nada, y lo que era la Alberdi... todavía
tengo yo guardados unos sonetos que le sacaron sus enamorados, cuando su be-
neficio.
— ¿Y te acuerdas de la ópera que vino después?
— ¡Toma! Como que me moria por Fornasari, que era un tenor...
— A mí me gustaba mucho Montressor.
— ¡Qué! Ese era bajo.
— Bajo ó no, lo que es como él no habrá allí ninguno; después la Rossi.
• — ¿Qué sabes tú? ¿Dónde pudo llegar nunca la Rossi á donde llegaba la Pan-
tanelli? Todavía recuerdo que cuando se fué íbamos todos en volanta acompa-
ñándola.
— Ahora que dices volanta, ¿á qué no te acuerdas de una cosa?
— ¿De qué?
— De aquella ocasión que fuimos en volanta á Matanzas, y por poco nos que-
damos en el camino.
— ¡Yaya! Y que fué con nosotros Longo...
— ¡Ay! No me recuerdes á Longo, condenada. Mira que cada vez que echo
de menos aquellas canciones...
— Como que era el Perico de los cantores. Y que cuando tocaba la guitarra no
habia quien le levantara el pañuelo.
— No, hija; allí estaba también Gogito, que no se dejaba tomar la delantera.
— Ya lo sé; y tampoco me olvido de Caneda, ni de Vicente Ramos, ni de Pe-
rico Arango.
— ¡Ay demongo!
AMERICANOS Y LUSITANOS
355
— ¿Y qué me dejas para las tocadoras de arpa?
— ¡Qué danzas aquellas tan bien tocadas! No había á quien escoger: Virgi-
nia Pardí, Pilar Escobar, Paulita, Justa Valdés...
— Un sin fin, muchacha.
— Pero volviendo á las canciones, ¡cómo te gustaba cantar El Destino, y La
Existencia !
— Sí, pero la que mas cantaba yo era aquella de:
«Por caprichos de muy poca monta
Mi muchacha conmigo peleó,
Y estuvimos sin vernos seis dias...»
— ¿Por qué te gustaba tanto?
— Porque yo casi siempre estaba pelead-a con mi cortejo, y cuando venia se la
cantaba.
— ¡Y que entonces halda canciones por castigo! El Bombito, Viyo en prisión
oscura, La amapola, La partida de Alfredo, La Paloma, La Amienta, La maldi-
ción, El ciprés, todas muy buenas.
— ¿Te acuerdas de los bailecitos de todas las noches?
— ¡Vamos! Y tú ibas á las escuelas...
— ¡Como que sí iba! A la de Esteban Sánchez y á la de Muñoz, allá por San
Isidro; y hasta á la de Soto y á la de Farruco, y eso que estaban mas allá del
Campo de Marte. Por cierto que ¡yo no sé!... Ahora están hablando tanto contra
las escuelas de baile, y lo que era entonces no daban que decir.
— ¡Qué iban! ¡Si allí se aprendía por reglas, y no había ese rebumbio que hay
en la danza de este tiempo.
— Entonces sí era buena, con el paseo, la cadena, la media cadena, el sosteni-
do y el cedazo; pero hoy no saben mas que abrazarse y dar vueltas.
— Lo que es yo, hija mia, no bailo.
— Pues á tí te gustaba bastante.
— Sí, pero en nuestro tiempo era distinto.
— Ya se vé que sí... Pero no digas el modo de bailar, muchacha. ¿Dónde van
las danzas de boy á tener el señorío y el compás de las antiguas?
— ¡Es claro! Ninguna puede compararse al «Canelo,» «Si la mar fuera de
tinta,» «El zungambelo,» «El forro de catre,» «Los papeles,» «Los guachinan- •
gos,» «El mandinga siguato...»
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
356
—¿Y el walz?
— ¡Ah! El de «Ricardo» era de primera.
— ¿Y <La Esperanza?» ¿Y «El Alemán?»
— La gente de hoy no sabe divertirse.
— ¡ Ay ! Si volvieran aquellos tiempos . . .
Y siguieron recordando la pasada juventud y haciendo notar la diferencia que
Rabia entre la Habana de entonces y la de hoy.
Y en casi todo tenian razón, porque la verdad es que parece cuento lo que en
pocos años liemos variado, tanto material, como intelectual, como moralmente.
En cuanto á lo material, el cambio ha sido completo. El Hoyo del Inglés, re-
fugio de los muchachos que se fugitivaban de la escuela, se extendia lleno de lodo
y manigua por las que hoy son calles de San Miguel y Aguila; los Barracones se
derramaban por las que después se llamaron del Prado y Consulado; y las estan-
cias de Hano y Vega, Arteaga, Castro Palomino, Betancourt, los Sigleses y otras,
se hallaban donde al presente se levanta el hermoso barrio de Colon. Todo lo que
es poblado intramuros, era extramuros despoblado. De noche, el aspecto de estos
últimos barrios ó mejor dicho de toda la Habana, no era alegre, por cierto, con
sus calles oscuras, solitarias y de mal piso; sus dos ó tres volantas, que casual-
mente pasaban, como asombradas de verse fuera de casa á las ocho de la noche;
sus tunales, uveros, maniguas, casas de guano, y cercas de tablas por todas par-
tes y con su oscuridad y silencio de cementerio. La calle de San Miguel era la de
moda para el paseo; y si la de San Rafael hubiera aparecido de repente, tal como
está hoy, en aquellas soledades, con los coches, las luces de gas, los transeúntes,
con toda esta vida que suele alegrar á la Habana moderna, habrían huido espan-
tados aquellos habitantes, aturdidos por el estrépito, deslumbrados por la claridad
y mareados por el incesante movimiento. Por lo que respecta á lo intelectual, el
silencio era mas profundo, la soledad era mas aterradora, la sombra era mas oscu-
ra. Bibliotecas, no las liabia, y si las hubo, cada cual guardaba la suya; los pe-
riódicos eran enanos, raquíticos, contrahechos, y fuera de las noticias de la guer-
ra, maldito lo que se ocupaban del bien general; las escuelas se sostenían gracias
á los gorros de papel, á las palmetas y á las correas, porque Magisier dixit y La
letra con sangre entra ; latín por Nebrija, de memoria; el catecismo y la Historia
AMERICANOS Y LUSITANOS
357
Sagrada al pié de la letra; gramática de Aratijo; en la escritura, letra española;
cuentas, hasta partir; las lecciones sin un punto, cantando, y vaya usted con
Dios. Esto no fué parte para que de tanta oscuridad salieran hombres de inteli-
gencia, de voluntad y de aplicación, como salen chispas eléctricas de las nubes
tempestuosas y oscuras. Luz, Yarela, Caballero, Romay, Govántes, Bermúdez y
otros, fueron los relámpagos de aquellas tinieblas.
Si aténdemos á lo moral, eran mas sencillas las costumbres, pero no por eso
mas sanas. De féria en féria, de baile en baile, y hasta de velorio en velorio, se
divertía de continuo la juventud y salíase de quicio la vejez. El Angel con sus tor-
tillas y su cangrejo; la Salud con sus fuegos de artificio; San Isidro, la Merced,
Jesús María, todos los barrios tenían sus patronos, todos los patronos tenían sus
fiestas, todas las fiestas tenían sus cunas y sus mesitas y sus convites y sus bailes;
porque cuando se iba la novena venia la octava, y cuando no había octava ni no-
vena, se aparecían los altares de cruz y los velorios, resultando de todo esto un
continuo bailar y un continuo cantar de enero á enero.
Las férias tenían siempre distraídos á los jóvenes de su estudio y á los viejos
de sus ocupaciones; incitaban las mesitas de juego; arrastraba la música de las
arpas, los violines y las guitarras, y la muchedumbre corría ansiosa á saborear
esos placeres, que si á primera vista parecían inocentes, en resumen no servían
mas que para sembrar en el corazón el amor al juego y la afición á la vagancia.
Los altares de cruz liacian gran acopio de enamorados, y con este lazo iban
todos uncidos al carro del amo de la casa, que empezaba en fiesta nocturna gas-
tando solo tres ó cuatro pesos, y hacia pasar el consabido ramo de mano en mano,
para que cada noche tomara creces el asunto, concluyendo siempre en lujosos con-
vites lo que humildemente había empezado.
Los velorios eran un pretexto de llanto para reir; una cita de alegría entre
cuatro velas de muerto; una reunión familiar delante de una tumba. Cuando mo-
ría uno, los amigos y hasta los desconocidos se creían con la obligación y el de-
recho de asistir al velorio, y personas había que buscaban entonces velorios, como
hay algunas hoy que andan siempre oliendo donde guisan, ó espiando donde bai-
lan. En el cuarto los dolientes lloraban al difunto, y en el comedor ó en el patio,
las visitas celebraban la muerte. Una delgada pared separaba el dolor de la ale-
gría. La alegría era aquella no moderada, sino estrepitosa é insultante. Allí se
conversaba, se comían galletitas con queso, se enamoraba, se reía, se tomaba
café, se decían adivinanzas, se jugaba á las prendas, se pintaban unos con otros
TOMO I. 45
358 LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
con corcho quemado cuando quedaban dormidos, se referian cuentos, se aplaudia,
se hacia todo, en fin, menos acompañar á los dolientes y velar al muerto. Páli-
dos, ojerosos, cansados, después de una noche de diversión se dirigían todos á la
mañana siguiente al que despedia al duelo y le decían: Le acompaño en su senti-
miento, como si hubieran estado llorando toda su vida. Y se retiraban muy satis-
fechos de su amor al prójimo y dispuestos á buscar otro muerto á quien velar v
otra familia á quien acompañar en su sentimiento, es decir, otro velorio en que
divertirse .
Yo respeto á los viejos en cnanto se dan á respetar; pero respóndanme franca-
mente, si creen tener razón en querer que vuelvan los dias de ayer y si no se en-
cuentran mejor en la Habana moderna.
Por fortuna, el progreso ha extendido sus alas blancas sobre nuestras cabezas,
v ha cambiado la situación. Las estancias han desaparecido para siempre, las lec-
ciones de memoria y las correas se han ocultado, llenas de vergüenza, y las fé-
rias, los altares de cruz y los velorios pertenecen á la historia y están ya pasados
en autoridad de cosa juzgada. Donde estaban los yermos, se lian levantado los
edificios y se han poblado los barrios; donde habia ignorancia han nacido las es-
cuelas, se han aumentado las bibliotecas, se han multiplicado los periódicos; don-
de se extendia la oscuridad, ha alumbrado el gas, ha corrido la electricidad por
el telégrafo, ha bramado el vapor en la locomotora, y el progreso nos quiere im-
pulsar.
No significa esto que yo tenga á la Habana de hoy por una cosa del otro mun-
do: pero relativamente á la época á que me refiero, hemos adelantado. Quiera
Dios que sigamos marchando un poco mejor y un poco mas aprisa.
En buena hora lo diga y el diablo sea sordo.
por 1). Juan Mendez Cueto.
I
D1YIN café
Qu‘ ignorait Virgile et qu‘ adorait Voltaire.
¿Cómo podrían escribir antiguamente sin café?
Sin café no podrían escribir de ninguna manera; sino que
lo suplían con el Corinto y el Falerno, con el Rhin y el Jerez,
hasta que se inventó el café.
Aunque fué plantado en el paraíso terrenal por la misma mano
que plantó el manzano, árbol de infeliz recordación, el café no fué
conocido por el hombre hasta mucho tiempo después del diluvio. Sin
duda renacería de sus cenizas, digámoslo así, ó lo plantaría de nuevo
Noé, opinión no inverosímil, puesto que el santo patriarca era muy dado á plan-
tar muy buenas plantas, y ahí está la parra que no nos dejará mentir.
Salvado ya el diluvio, que era nuestra gran dificultad, la historia del café
corre ya tan desembarazada y cierta como la del mismo llaco y demás dioses ma-
yores y menores.
360
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
¿Es por ventura un dios?
Sí, padre.
Tiene como cualquiera otro dios, su culto, su sacerdocio, sus devotos y devo-
tas, sus templos y altares en todos los pueblos grandes y aun en los pequeños que
quieren tomar categoría y costumbres, ó bumos de alta sociedad.
Es pues un dios el café; es el mismo Baco, pero vestido y adorado á la moder-
na; es un Baco que lia reñido con la taberna y se lia alojado en un palacio entre
gente comme il faul.
Pero así como el dios Término no era en el orden natural sino un pedrusco,
un mojon, que determinaba las lindes y guardaba la propiedad, el dios Café tam-
poco es más en ese orden que un simple árbol, cuyo fruto en infusión da el elixir
divino, sin el cual no se puede escribir, ni pensar, ni comer, ni vivir.
En este concepto, su historia es mas sencilla.
II
La planta del café (coffea arábica ) pertenece á la familia de las rubiáceas y es
originaria de la Etiopía, habiéndose propagado su cultivo por la Arabia Feliz, las
Antillas y la costa meridional del Asia.
Crece este arbusto hasta cinco ó seis metros de altura, y sus hojas se parecen,
y no pueden menos de parecerse, á las hojas siempre vivas del laurel. Son árboles
hermanos, ó primos cuando menos, destinados desde su origen á la cabeza huma-
na; sino que el uno obra por fuera y el otro por dentro.
En la inserción de las hojas brotan unos ramitos de blancas flores, con un cá-
liz de cinco dientes, una corola de cinco lóbulos y una baya adherente, que se
asemeja á una cereza en color y magnitud, y encierra en un mucilago y viscoso
uno ó dos granos de café.
Pero la virtud de este precioso fruto se perdía con el mismo fruto, como mil
otras virtudes desconocidas aun se perderán en otras plantas, hasta bien entra-
do el siglo xv.
La leyenda atribuye el descubrimiento de esta virtud, que por su mismo ori-
gen podríamos llamar teologal, al superior de un convento, que no sabiendo que
hacer ya para que sus monjes no se durmieran en los oficios nocturnos, puso en
infusión la semilla del café, y les hacia tragar todas las noches el amargo bre-
vaje; que sin azúcar no es tal elixir el café.
AMERICANOS Y LUSITANOS
361
Pero con este fraile sucedió lo que con Américo Vespucio. Este dio su nom-
bre al mundo que liabia descubierto Colon, y el fraile Coffea, dio el suyo á la
planta cuya virtud liabia observado el pastor que se lo dijo á él.
Fué, pues, un pastor, quien descubrió el café, notando por la esperiencia de
todos los dias, que su rebaño estaba mas despierto y vivo cuando ramoneaba el
fruto de esta planta. Aunque en rigor, tampoco fué el pastor del rebaño, sino el
mismo rebaño el descubridor del café.
Hasta fines del siglo xv, no se comenzó á cultivar esta planta en la Arabia
Feliz, pero luego se propagó rápidamente su cultivo, á pesar de la oposición del
Gran Turco, que lo prohibió bajo severas penas, como nocivo ñ la salud. ¿Cómo
seria entonces la salud de los turcos?
Por fortuna de ellos, en 1554, Solimán, que fué un turco mas grande que sus
predecesores, hizo justicia al café, y gracia de tomarlo á sus vasallos, no solo al-
zando la prohibición, sino también obligando á su cultivo.
Y es mengua de nuestra cultura no haber conocido esta virtud sino un siglo
después que los turcos. Verdad es que una vez conocida en Francia, cundió rápi-
damente por todas las naciones de Europa y América.
Sin embargo, ni Europa ni América tomaron al principio el café sino como
medicina, tal como se toma hoy dia en los pueblos pequeños. Como elixir para
alegrar la vida, se tomó mucho después, limitándose su uso á los príncipes, á los
cortesanos, á los señores, á los literatos y poetas (en mesa ajena por supuesto).
Las familias desahogadas fueron luego admitiendo la costumbre aristocrática;
pero las mas modestas y el pueblo especialmente quedaron excluidos de este goce,
hasta que á fines del siglo xvn, llamó á una misma comunión á todo el mundo,
sin distinción de clases, edades ni sexos, el culto del dios café en su verdadero
templo, en el templo que lleva el mismo nombre del dios... en el café.
El primer café que se abrió al público fué en 1672, y fué establecido con real
privilegio por un aventurero armenio, para la féria de San Germán en París.
A ejemplo de éste se abrieron otros muy luego, así en París, como en Marse-
lla y otras capitales de Francia; y por el modelo de los de Francia se fueron des-
pués abriendo, primero en Holanda y luego en Inglaterra, Alemania, Italia, Es-
paña, etc.
El principal centro de la producción del café fué siempre la Arabia Feliz, so-
bre todo en las cercanías de Moka y Aden, donde la felicidad de la Arabia llega
al séptimo cielo, por el olor, color y sabor de su divino café.
362
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
«A pesar de los experimentos hechos por gran número de químicos, — dice un
ilustre autor, — tenemos muy pocos datos ciertos sobre la verdadera composición
química del café, y estamos aun muy lejos de saber á qué principios puede atri-
buirse su acción sobre la economía animal.»
¡Qué atrasado de noticias está el ilustre autor! Nosotros con no saber una pa-
labra. de química, le diremos lo que ignora. El café se compone... de café, azú-
car y unas gotas de rom, principios que sin dejar de ser tres, son un solo elixir
verdadero. Este divino elixir despeja la inteligencia, abrillanta las ideas, mueve
la voluntad, llama la inspiración, así para concebir un poema heroico, como para
redondear un negocio mercantil; alegra el corazón, sacude los nervios, embriaga
todos los sentidos, sin perturbar nunca una facultad; cura, en fin, todas las dolen-
cias del alma... y del cuerpo si le conviene.
¿Cómo se obra este prodigio?
Esto ya no es competencia nuestra, y abandonamos íntegra esta investigación
científica á los sabios que solo encuentran en el café ó técnicamente en la cafeína
un alcaloide cristalizado en agujas blancas y sedosas, fusible, sublimable, amargo
y hasta venenoso.
Ya hemos dicho de que se compone el café; pero si en sus comienzos no, no
en el roce y contacto, en la fusión ó confusión ó lo que sea el trato de la vida mo-
derna, al café le falta algo, si no se toma en su templo, en su altar, en la mesa
del café, servido en toda regla por sus acólitos.
Hé aquí el tipo que vamos á reseñar.
III
El mozo de café no necesita ninguna iniciación ni aptitud; ni hace el café ni
lo sirve en rigor, se lo sirven á él ó él lo sirve por segunda mano: no hace mas
que poner los utensilios y cobrar.
Pero en roce y comunicación constante con toda clase de personas, ha de ser,
necesariamente, atento y obsequioso.
Como el servicio es uno, el tipo del que lo presta es uno también, único, in-
variable. Las diferencias son accidentales, meramente exteriores: el tipo parisien-
se por ejemplo, parece un ])eíií mailre; el tipo madrileño no parece sino lo que
es... es un gallego; en el fondo un mismo tipo los dos, ó rasgos de una misma fi-
sonomía: mozos de café.
AMERICANOS Y LUSITANOS
363
También son accidentales en el mozo las diferencias de servicio: el aleman y el
inglés sirven tarde y en silencio; el francés y el italiano, son precipitados, cumpli-
mienteros, locuaces; el español es como debe ser, ni tardío ni presuroso; sirve oportu-
namente, y fuera de las generales de la ley, no habla sino cuando le preguntan.
No le preguntéis al mozo de un café de primera ni siquiera cómo se hace el
café; no os lo dirá: son detalles de cocina que no saben sino los mozos de cafetin.
Estos os lo dirán todo con sus pelos y señales, ó moscas, si queréis.
Pero, ¡cosa extraña! El café no es parte integrante del café, según el proce-
dimiento que ven en la cocina los mozos de cafetin.
— ¿Cómo hacéis el café, Serapio? — preguntamos una vez á uno de estos para
enviar la receta á nuestro pueblo.
— Yo no lo hago, señorito; pero, vamos, sé cómo se hace, que es lo mismo,
porque lo veo diariamente en la cocina del Galo.
Este Gato era el cafetin, donde siempre lo daban por liebre.
— Bien: ¿cómo se hace?
— Muy sencillamente, señorito. Se pone el agua á hervir, luego que hierve
se pone la achicoria, el acíbar, la pez y un par de áscuas de carbón, se tapa y se
deja reposar, y... ya está.
— Pero, ¿y el café, cuándo lo echáis?
— Ya lo hemos echado.
- — ¡Cuándo, que no lo he visto!
- — ¡Bah! Cuando echamos la achicoria...
El mozo de café viste siempre de negro y blanco, que son los colores de toda
etiqueta; sino que el blanco es el mandil, trapo que rechazan de consuno la de-
cencia y el buen gusto, y que está tan bien atado á la cintura del mozo que no se
caerá ni á dos tirones. Al mozo le basta para su servicio una servilleta al hombro
ó en la mano; pero este Madrid donde de todo se abusa sacó de la cocina el man-
dil, y con ser cosa tan fea, el mandil se va extendiendo á las provincias.
El mejor mozo, en Madrid (de cafó por supuesto este buen mozo), es el galle-
go ó asturiano (raza mas fina de gallegos). En primer lugar, por ser mas fiel; en
segundo, por ser mas respetuoso; en tercero, por ser mas servicial; en cuarto, por
ser mas económico; en quinto, por haber en Madrid mas gallegos que en la mis-
ma Galicia.
No está, por eso prohibido que sean castellanos y andaluces; pero parece que
lo está, pues se ven muy pocos de esa procedencia,
364
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Sea como quiera, dicen algunos que en Madrid es donde sirven peor los mozos
de café.
No opinamos lo mismo; á nosotros nos han servido siempre bien.
Pero hasta estos mismos que saben servir muy bien, suelen servir muy mal
á veces.
Es cuestión de propina.
La propina del mozo de café en Madrid es un abuso impuesto por la necesi-
dad y autorizado ya por la costumbre. No pueden engordar, ni mucho menos, los
pobres acólitos de estos templos con lo que les da el cafetero, ó sea el sacristán,
que se reserva codicioso el pié de altar, digámoslo así. Hay mozos que sirven
gratis, aunque no es todo devoción. Mas aun: hay quien da algo por servir.
Claro es que no podrían tener esta abnegación, sino contaran con la propina,
que hacen obligatoria en cierto modo, sin despojarla de su carácter espontáneo.
Ellos no la piden; pero la hacen recordar.
¿De qué manera?
Héla aquí.
Entra un caballero á un café y va á sentarse á una mesa.
El mozo lo lia. visto: le vuelve la espalda y lo deja pasar.
Lo lia conocido, y no lo lia visto mas que una vez; pero una vez sin propina.
Lleva una señal.
¿Dónde?
En ninguna parte; pero va señalado.
El caballero da una palmada llamando.
El mozo, que estaba en pié, se sienta, ó se va mas lejos, diciendo entre
dientes :
— ¡Otra te ha de costar!
Después de una pausa, mas ó menos larga, según los nervios del paciente, el
caballero, da dos palmadas, ruido que le entra por un oido al mozo y le sale por
otro.
— Otra te lia de costar, — repite el gallego, salvo error, con una guasa al pa-
recer andaluza.
Pasada otra pausa igual ó mayor, secundum quid, el caballero se impacienta
y aplaude mas aína.
Entonces acude el mozo, diciendo simplemente:
— ¿Qué va á ser?
AMERICANOS Y LUSITANOS
365
— He llamado tres veces.
— No lo he oido ninguna.
— ¡Café! — dice en voz de mando el caballero.
— ¿En taza ó en vaso? — pregunta el guasón.
— En taza.
El mozo le sirve vaso y se pierde, olvidándose de avisar.
Y vuelve el caballero á sus aplausos y abrenuncios, sin que ningún otro mozo
pueda servirlo, porque no es de su sección; y no es por esto, sino por la señal.
Cuando le parece al mozo de la sección, da una vuelta por allí; el caballero
reniega, y él siempre respetuoso y humilde, lo deja renegar, y cuando puede me-
ter baza pregunta simplemente:
— ¿No han servido aun al señor?
— ¡Aun estoy esperando!
— Voy volando á avisar.
Y avisa, en efecto, entonces; pero sin volar, ni correr, ni aun siquiera trotar,
sino á su paso de andadura.
Si es muy reincidente el caballero, pudiera ser también que cayera alguna
mosca en el café.
Pero pagando estos derechos de consumo, en Madrid se sirve el café mejor
que en ninguna parte de España.
En las demás partes, satisfechos o resignados con su mezquino salario, los
mozos de café ni siquiera hacen recordar la propina con sus morosidades; pero
está probado que no rechazan la propina, cuando se les da.
Pero hay una propina inexcusable en todos los cafés, la cual, por obligada,
pueden pedir los mozos, y la piden con todo su derecho, cuando no cae ella de
por sí.
Es la propina de Navidad, tiesta que autoriza á todo el mundo á pedirla, aun-
que bajo el nombre mas honesto y aceptable de aguinaldo.
Los mozos de café tampoco tienen escalafón, ya que no se les exige aptitud
ninguna para el servicio, como no sea la de conocer los vidrios, el manejo, el
manoseo del cristal sin romperlo... ni mancharlo; aunque aquí, el que lo rompe
paga.
Sin escalafón de ascensos el mozo sale como entra, es decir, seria capaz de mo-
rirse de viejo sin haber llegado á cafetero.
Hay, sin embargo, honrosas excepciones, aunque pocas; pero ni estos pocos
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS ^ H SITANOS
ascensos se dan por escalafón, sino por gracia; pues no obsta el servicio del café para
dedicarse al juego, por ejemplo, de la lotería, y otros negocillos igualmente lícitos.
El mozo de café está siempre en ocasión propincua de ser agraciado por la lo-
tería. El no juega, pero hace jugar, revende billetes á los parroquianos del café,
con garantía, digámoslo así, prometiendo siempre el premio.
Nada pierde con prometerlo, cuando á nada le obliga su promesa, que al fin,
no es mas que un buen deseo; pero se expone á ganar, porque acertando alguna
vez entre las mil que yerra, el premiado se cree en el deber de recompensar á
quien con tanta seguridad le ofreció la suerte; y la recompensa es proporcionada
al premio, aunque siempre mas proporcionada al carácter del agraciado.
Suele también negociar con sus relaciones, porque el mozo de café, que tiene
además del café, agrado y conducta, llega á ser un hombre de relaciones y algu-
nas muy valiosas. Eos mozos de la antigua Iberia, café político, antes que cató-
lico, como diria El Siglo E atuvo, estaban relacionados hasta con ministros; dipu-
tados, generales y altos empleados eran para ellos pcccata minuta.
Allí tomaba también café Erascuelo y compañía, ó técnicamente cuadrilla;
figuróos si el mozo que lo sirviera tendría cesantes á sus amigos.
Los mozos de café son mozas en alguna parte; á lo menos, mozas eran, y muy
guapas y obsequiosas por cierto, las que nos sirvieron en un café de Barcelona, el
poco tiempo que por allá estuvimos.
Pero las mozas de café han de ser mozos, si lia de crear y mantener el cafetero
el crédito de su establecimiento.
— Siéntate, — le dije á la buena moza que me sirvió allá la primera noche. Y
se sentó á mi mesa sin hacerse de rogar. Comencé á hacerle preguntas para orien-
tarme en un país que desconocía, y ella á contestarme con tanto interés, que no
vio que hacia falta en otra mesa á donde la llamaban.
Cuando se apercibió de ello, iba yo tomando interés y le dije: — ¡No vayas!
Y no fué. Hasta que el cafetero, después de un buen espacio, se acercó á
nuestra mesa, y tocándole en el hombro:
— ¡Al servicio, — le dijo, — v menos palique! Dispense usted, — añadió diri-
giéndose á mí, — es menester estar siempre encima de estas chicas para que no
descuiden el servicio.
— Esto sucederá con frecuencia, amigo mió.
— Me he engañado en mis cálculos, pero yo pondré remedio, antes de arrui-
narme por ellas. Las mozas de café han de ser mozos.
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por D. Manuel J. Rengifo.
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llá en aquellos tiempos de capa y espada, en que á la luz
de las estrellas, único alumbrado público, tenia que andar-
se á cuchilladas al atravesar una calle de las grandes pobla-
ciones, sin mas protección de autoridad pública que la de
aquellos alguaciles al guací lados, de Quevedo, hombres de
capa y espada también, pero que por ser aquella mas justa que peca-
lora, y esta mas pecadora que justa, tanto abrigaba la una como pro-
tejia la otra; in tilo t empoce, digo, habia, y á la luz del sol, mendigos
muy devotos, que casi á las puertas de las ciudades, dejando en me-
lio del camino su sombren
y
en medio del sombrero su rosario, se
apostaban en los matorrales de la orilla y pedian á todo transeúnte aislado, una
limosna... por Dios no, por la boca de fuego que enseñaban: y mas allá, no muy
léjos, pero ya en abierto despoblado, habia también en aquellos tiempos de rosario,
aquella tropa ligera de á pié y de á caballo, en que se hizo célebre mas de un
capitán, especie de resguardo que no dejaba por registrar un bolsillo del pobre
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
368
viandante que caía prisionero de guerra, ni menos un cofre del escaso equipaje
que podia trasportarse á lomo, ó á lo mas en un carricoche.
Con estos riesgos infalibles y los tropiezos de una locomoción primitiva, no es
maravilla que se vacilara en ir á recoger una herencia de Madrid á Alcalá de
llenares, resolviendo al finen éstos y otros casos de identidad, después de consul-
tar primero con la almohada, luego con toda la familia, despu.es con los mayores
en edad, saber y gobierno, y últimamente con el confesor, perderla herencia,
antes que exponerse temerariamente á perder la vida.
^ si, desoyendo consejo propio y ageno, se arriesgaba á un largo viaje, tan
largo como desde aquí á Pekin, que diríamos hoy, y era entonces solo como des-
de Sevilla á Granada, desde Granada á Toledo, desde Toledo á Zaragoza, de Za-
ragoza á Valencia, no estaba el temerario tan dejado de la mano de Dios que á lo
menos no se dispusiera á morir como buen cristiano, haciendo su testamento como
in articulo mor lis, confesando y comulgando y despidiéndose de sus deudos y ami-
gos hasta el valle de Josafath.
Tampoco es maravilla, por lo mismo, que en aquel viejo mundo, que solo te-
nia movimiento de rotación, ó sea sobre su eje, ó sea sobre sus talones, porque ta-
les y tantos peligros le hacian aborrecer todo movimiento de traslación, el que
desde su pueblo iba á la capital y volvia, era un hombre corrido y mejor diríamos,
corriente, corredor; el que habia ido á la costa, era ya un hombre de mundo; el
que habia ido mas allá, era un prodigio; y venia haciendo gentes, como hombre
inaudito y nunca visto, el que habia estado en París de Francia.
Un milagro de la ciencia y de la industria ha hecho que nos parezca ya un
sueño hasta ridículo lo que era entonces lógico, necesario, fatal. ¿No es un mila-
gro tender por toda la superficie de la tierra, un camino llano como la palma de
la mano, perforando montes, rellenando abismos, cruzando rios, para abreviar y
hasta casi suprimir el tiempo y el espacio?
Antes se necesitaba un mes para ir de Sevilla á Madrid: ahora se duerme uno
en Madrid, se despierta en Zaragoza, come en Lérida, y cena en la capital del
Principado.
Pero inútil seria ese prodigioso medio de locomoción que nos lleva y trae,
como en alas del viento, si hubiera ahora como antes, en medio de la vía, un som-
brero y en medio del sombrero un rosario, casi á las puertas de las ciudades, y ya
en el despoblado tropa ligera de á pié y de á caballo, que no dejara por registrar
bolsillo de viajero ni cofre de equipaje, que seria botin de guerra.
AMERICANOS Y LUSITANOS
309
Y si no, recordad las muchas dificultades y no pocos peligros, ante los cuales
tenia que detener su triunfal marcha la locomotora, durante la guerra de los car-
listas, con ser estos tropa mas pesada, aunque no menos registrona. Fusilamien-
tos de empleados, incendios de estaciones, levantamiento de rails, descarrilamien-
to de trenes, registro de bolsillos y equipajes...
No, no hubiera sido posible aprovecharnos de este gran invento, poderoso fac-
tor de nuestra riqueza y de nuestra cultura actual, sin haber exterminado los sal-
teadores de caminos, y hasta la gente sospechosa en despoblado.
¿Y quién ha hecho ese importantísimo servicio á la causa de la civilización
en que vivimos, protegiendo la seguridad personal, guardando los intereses pú-
blicos, garantizando vidas y haciendas contra los antiguos riesgos?
No nos incumbe averiguar aquí, por lo que hace á otros países: en España lia
hecho ese gran servicio la Guardia Civil.
II
No hay en la historia de nuestro honorable ejército un cuerpo mas meritorio
que la Guardia Civil , sea dicho sin agravio de los demás, todos dignísimos.
Débese esta excelencia á su doble carácter cívico-militar, que le permite re-
unir, á favor de una organización bien estudiada, lo mejor de la ordenanza y de
la urbanidad.
La guardia civil, sin la ordenanza, seria un cuerpo de alguaciles ó cosa pare-
cida: sin la urbanidad, seria un regimiento, ó diez regimientos mas.
V no es sino lo que debe ser, puesta en su justo medio y respondiendo al fin
de su instituto, mas social, menos belicoso ó rígido que el de cualquier otro cuer-
po; una milicia que se calienta al hogar, como una familia, ó una gran familia
armada para protejer á las demás donde no alcanza la. vista ni el brazo de la au-
toridad.
Por los beneficios que dispensa, persiguiendo á los criminales y dejando ex-
péditos los caminos y seguro contra toda violencia el despoblado, la guardia civil
es también la institución mas simpática á la gente honrada, por supuesto, que la
de mal vivir no puede verla ni pintada, dándole con su antipatía testimonio in-
consciente pero asaz valioso de su merecimiento.
Pero ved qué cosa: la policía que dentro de las poblaciones tiene el mismo ins-
tituto de perseguir gente no/i sanóla, es un cuerpo odioso para todos. Y es que ser-
370
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
vil instrumento del poder que la mantiene, persigue muy á menudo á los hombres
de bien por una causa política.
La guardia civil no pierde nunca su concepto de imparcial y severa ni su es-
timación de honrada y digna, porque no deja de perseguir nunca, pero solo á los
malhechores.
Es su deber escrito y se lo sabe de memoria.
El cumplimiento del deber es el honor militar.
Y el honor militar es el espíritu encarnado en esta institución civil, brazo de-
recho y fuerte de nuestros tribunales de justicia, gloria de nuestro ejército, en lo
que le respecta, y herencia de un gobierno, que solo por este título, merecería
bien de la patria.
¡Lástima grande que alguna vez en nuestras revueltas políticas, gobiernos
débiles y desatentados, posponiéndolo todo á su ambición de mando, apartaran
torpemente de su exclusivo instituto á la benemérita guardia, trayéndola á, su al-
rededor para fortalecerse y conservar el poder !
Obligada á cumplir deberes, que no eran suyos, y siendo la obediencia honor,
muy especialmente en frente del peligro, la guardia civil hubo de chocar con la
opinión y arrostrar el enojo del pueblo, bien á, pesar suyo.
Porque fué á su pesar, luego que las pasiones se calmaron y volvió ella á su
peculiar servicio, quedó muy bien rehabilitada, y otra vez en la justa posesión
del respeto, estimación y amor, no mas que un momento suspendidos.
No es tampoco molesta la guardia civil en la prestación de sus valiosos y me-
ritísimos servicios. ¡Qué sierpe tan larga y embarazosa la de cualquier cuerpo de
ejército vente ó viniente!
La guardia civil no tiene esa interminable cola; al contrario, su mérito está,
en sus múltiples fracciones, y solo tiene parejas. Así, con su escaso personal, cu-
bre todo el servicio de España.
¡Y qué tejer y destejer en la tarea también interminable de enseñar y apren-
der el ejercicio al ronco son de cajas y trompetas!
Compuesta de veteranos ó de soldados cumplidos, la guardia civil nació ense-
ñada ya, y enseñada sigue por mas que se remueve, estorbándole á ella, como á
nosotros, el ronco son para estudiar procedimientos y urbanidad, cosa que no se
aprendió en los cuerpos de procedencia.
La Revolución de Setiembre, que recibió todo lo antiguo á beneficio de inven-
tario, dando muy especialmente tajos y mandobles en el ejército, no sino con los
AMERICANOS Y LUSITANOS
371
brazos abiertos recibió á la guardia civil, con ser creación de un gobierno mode-
rado. ¿No es esto una prueba mas de su gran merecimiento?
Acaso sea este el único punto en que están de acuerdo todos los partidos, des-
de el mas reaccionario hasta el mas radical.
Es, en efecto, una gran cosa, esta institución armada, pero no hostil; cívica,
pero no papal.
Con este doble carácter entre militar y civil, y hasta con jurisdicción especial
en despoblado, hubo allá, en la Edad Media, una especie de iglesia militante,
cuyo instituto era también perseguir á los malhechores en los caminos reales y
aun ahorcarlos dentro de su fuero.
Era esta especie de milicia silvestre, la Santa Hermandad de los cuadrilleros,
ó mas técnicamente: Cuadrilleros de la Santa Hermandad .
Mas fuera por vicio de organización, fuera por su mismo pecado original, que
la torcia á un fin político, con descuido y aun abandono de su deber ostensible, y
no pocas veces con mal encubierta complicidad en las fechorías que debiera per-
seguir; fuera porque las costumbres no admitían aun la depuración que con el sé-
quito de mil virtudes y conveniencias públicas, pudieron ya admitir los nues-
tros; fuera, en fin, por lo que fuera, ello es lo cierto que aquella institución no
respondió nunca bien á las necesidades y exigencias del servicio; que abusó de su
fuero y jurisdicción de una manera tan arbitraria como torpe; que concitó contra
sí el odio de las gentes honradas, que en presencia de tales demasías, extorsiones
y desafueros, hubieron de preferir tener ladrones á tener cuadrilleros de la Sania
Hermandad '.
Pecadora seria esta Santa Hermandad , cuando, con aplauso de sus contempo-
ráneos, pudo decir nuestro inmortal Cervantes, por boca de su Ingenioso Hidalgo:
— Venid ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros de la Santa Hermandad .
III
El guardia civil es un soldado perfecto, carré, en expresión napoleónica, donde
quiera que el servicio le exija virtudes militares; y es todo un caballero en sus
relaciones sociales, dentro y fuera del servicio.
No podia ser de otra manera, dados sus antecedentes y consiguientes, sus años
de servicio y su educación, ó en una palabra, su solicitud, siempre dispuesta en-
tre dos cuidados, entre dos estímulos, entre dos deberes ó séries de deberes: la or
denanza y la cartilla.
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372
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Dijimos anteriormente que la guardia civil, por lo que hace á su instrucción
militar, había nacido enseñada y sigue lo mismo por mas que se remueve llenando
incesantemente sus bajas naturales.
Y en efecto, habiéndose creado con soldados que hicieron ya su campaña, v
renovándose siempre con iguales elementos, tiene siempre en sí, como ciencia
infusa, toda la instrucción militar que necesita, tanto mas, cuanto que todos ó
casi todos los guardias fueron clases en el ejército.
Después de esto, mas y mas ennoblecida con sus verdaderos méritos, no abre
la institución su seno á todos los pretendientes; y como no obstante el rigor de los
requisitos, son muchos los que pretenden, con muy honrosas hojas de servicios,
puede elegir, y elige efectivamente, entre lo bueno, lo mejor.
Hay simple guardia, que aparte de otros méritos de que dan notorio y fide-
digno testimonio las cintas y medallas y cruces que en su pecho ostenta, se sabe
de memoria toda la instrucción sin faltar punto ni coma, desde el recluta que lle-
nare á una compañía, hasta la obligación del capitán, hasta la obligación del co-
mandante, hasta la obligación del coronel; todas las leyes penales, toda la docu-
mentación de las oficinas de detall; porque este simple guardia, fué sargento en-
cargado de la coronela de su regimiento. No hay para qué decir si sabrá este
simple guardia llenar sus deberes militares.
Pero no hay que particularizar. Como todo lo asimila y adapta la costumbre,
que es segunda naturaleza, el veterano, el soldado viejo, (que así se llama aun
(|ue sea joven, el que ya no es quinto) se ha hecho ya tan personales y propias
las funciones militares que no sino parecen en él otras tantas funciones fisiológi-
cas; y con el deber aprendido y la disciplina encarnada, esa disciplina que da la
precisión, la matemática de la exactitud, como las horas el reloj, el guardia, en
su concepto de soldado, marcha como un reloj; es un reloj.
En cuanto á su carácter civil, el guardia no nace ya hecho, pero se hace muy
pronto con el amor al oficio y á la cartilla.
¿Sabéis qué es la cartilla del guardia civil?
Es como el azúcar en el amargo café; es el contrapeso de la ordenanza: es su
carta de recomendación, de presentación... es, en fin, un tratado de urbanidad.
La urbanidad es también moral en cierto modo.
No es moral teológica, ni filosófica, ni interna; es una moral exterior, de
afuera, que se vé en el que la tiene. Está en las palabras, en los ademanes, en
las formas, en las relaciones, en la sociabilidad.
AMERICANOS Y LUSITANOS
373
Tomadas de coro las reglas de este pequeño código ni técnico, ni severo, ni
penal, sino afectuoso, dulce, simpático, está en aptitud ya el guardia, de conciliar
la tirantez del oficio con los respetos y consideraciones que debe á todo el mundo,
pudiendo, sin faltar á su deber, ser basta cortés, y sino atento, y sino comedido,
á lo menos prudente. Basta la prudencia para hacer recomendable y digno al que
funciona con armas en la mano, al que, aun siendo civil, tiene fuero de guerra,
tan ocasionado á abusos y demasías, cuando no lo tiene á raya la prudencia.
Pero tiene mas el guardia civil: tiene á la mano siempre toda la urbanidad,
pues se sabe al dedillo todas las reglas de su cartilla.
No lo vereis nunca fumar por la calle, aunque vaya de paseo; ni menos donde
el humo pueda incomodar, sin prévio permiso de los circunstantes.
Nunca le oiréis groseros dicharachos de cuartel, ni menos, mucho menos, esas
blasfemias tan comunes entre la soldadería.
Jamás habréis oido que se baya propasado un guardia con ninguna mujer, aun
hallada en despoblado, ni que haya faltado al decoro debido á una señora con pa-
labra alguna malsonante en su roce diario con toda clase de personas en las esta-
ciones y trenes.
Entrar en una casa sin anunciarse y descubrirse y saludar, jamás. Y llamar
soldadesca y vulgarmente, apatrona, al ama de casa, nunca. El ama de la casa es
siempre para él la señora de su casa, y como tal la trata.
Sentarse no se sentará sino lo autorizáis con insistencia, porque la primera y
la segunda vez, contestará que está como debe, de pié y cortésmente inclinado en
actitud de recibir vuestras órdenes. Y donde quiera que le dirijáis la palabra, si
está sentado, luego al punto se levanta; si de pié, mas aína se apresta á vuestro
obsequio.
No tutea á nadie con la abusiva franqueza, libertad ó licencia del soldado; el
guardia, que en punto de urbanidad, es antes civil que militar, sabe el trata-
miento que á cada cual corresponde, y si tutea al camarada, da merced á todo el
mundo, salvo cuando ha de dar excelencia ó señoría.
Cuando va ó viene, fuera de servicio, vereis como siempre cede la derecha de
la acera á las señoras, á los sacerdotes, á los ancianos, á todas las personas de res-
peto.
¡ Lástima que muchas veces se engañe haciendo honor á quien no tiene cosa
de eso; pero en punto de urbanidad, el guardia quiere pecar siempre mas bien
por carta de mas que por carta de menos.
TOMO X.
47
374
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Tiene el guardia civil otro mérito, que no es ciertamente de guerra, sino ex-
clusivamente personal, y lo acaba de hacer aceptable y simpático en el fuero or-
dinario ó común, digámoslo así, especialmente entre las mujeres, y es la estampa,
la presencia. Siendo uno de tantos requisitos para la admisión en el benemérito
cuerpo que supere en no sé cuántas pulgadas los cinco piés de rey de la estatura
regular, el guardia civil, así como nace instruido en el ejercicio, nace también
hecho un buen mozo. Y en verdad, no deja de ser una recomendación esta ven-
taja, aun para los mismos hombres. Siempre vale mas el hombre que está arriba,
que no el mequetrefe que está abajo.
El soldado en tiempo de paz no añade un mérito mas en su hoja de servicios.
Ha de encenderse la guerra para añadirlos; pero ¡ay! aquellos, como estos, siem-
pre son méritos de sangre.
El guardia civil, al contrario, es un soldado de paz, y tiene una gran hoja de
méritos, tan larga como brillante, porque son diarios sus servicios y no sangrien-
tos sus méritos.
Capturas de reos sueltos reclamados por los tribunales; sorpresas de sospecho-
sos que no van por buen camino; extinción de incendios, salvando vidas agenas,
con peligro de la propia, auxilio en las inundaciones, luchando contra todas las
inclemencias del cielo y de la tierra para disputarle víctimas á la misma muerte,
siempre con menosprecio del peligro propio y con la heroica abnegación de los
mártires militares; noches de hielo en emboscada esperando al ladrón ó al asesino
para que esté segura la hacienda y tranquila la vida amenazada; dias de asfixia ,
respirando polvo y fuego, en despoblado, para que hasta la tímida doncella que
haya de hacer su camino, pueda decir: ¡Ya no tono! al ver brillar á lo lejos las
armas del génio tutelar de los caminos.
Hé aquí entresacados los servicios diarios del guardia civil, y todos estos ser-
vicios no sino son méritos.
Acostumbrado á ellos, no se entusiasma al referirlos el jefe que en la hoja los
consigna.
Ved qué modestia:
«Este individuo salvó un niño que habia caido en una balsa y á su madre
que se tiró á salvarlo y se ahogaban los dos, en el cortijo de Alfaraz de esta pro-
vincia. »
AMERICANOS Y LUSITANOS
375
Y sin embargo, hay aquí asunto é inspiración para todo un drama.
Era amplia y profunda aquella balsa como un pantano, como un brazo de mar;
y estaba llena ó casi llena, porque el motor de la noria era un aparato de viento,
y el viento, muy fuerte aquella tarde, volteaba sus aspas con celeridad vertigi-
nosa .
Ramona Gutiérrez, mujer del aparcero, estaba lavando, arrodillada sobre el
ancho borde de la balsa, v el menor de sus hijos, pequeñuelo de cinco á seis años,
jugueteaba en el alto terraplén, que conducia á pié llano desde el cortijo á la
balsa.
De pronto oyóse un grito infantil y se vio caer algo pesado, que se tragó sú-
bito el agua.
Era el párvulo.
La madre dió otro grito y se levantó de un salto como una leona.
— ¡Miguel! ¡Hijo! ¡Hijo mió!... — gritó otra vez con ronca voz de acento ini-
mitable, encorvándose y mirando con ojos que saltaban de sus órbitas al centro
de las ondulaciones producidas en el agua por el cuerpo hundido...
El párvulo no reaparecía.
— ¡Antonio! ¡Juan! ¡Dios mió!... — volvió á gritar la madre loca ya de do-
loU y
Se arrojó al agua por el mismo punto.
El agua se la tragó también.
Pero volvió á la superficie muy luego, trayendo en los brazos á su hijo.
Con él abrazado volvió al fondo y volvió á subir y á bajar y á subir otra vez.
Nadie venia en su ayuda, á pesar de sus desgarradores gritos cada vez que
sacaba fuera del agua la cabeza; y se ahogaban los dos...
Un tercer golpe se sintió en el agua, estrepitoso y violento, como si hubiera
caido en ella algún gigante.
El agua no se tragó esta vez al que cayó.
Era un guardia civil.
Era Manuel Rodríguez Molina.
El desenlace de este interesante drama ya se sabe por la modesta nota; tan
modesta que ni dice que el Rodríguez Molina se tiró á la balsa sin quitarse mas
que el correaje, y que solo aceptó un vaso de vino, rechazando nobilísimamente
la pobre propina «que le ofreció de muy buena voluntad el agradecido aparcero, no
por pobre, sino por indigna de un guardia civil como Manuel Rodríguez Molina.
376
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
A propósito de propinas, podemos referir un caso que honra igualmente á la
benemérita guardia y que presenciamos nosotros en una inundación de Sevilla.
Un simple guardia civil liabia prestado un buen servicio á un comerciante,
cuyo almacén no era sino una cisterna. El comerciante después de darle las gra-
cias sacó su portamonedas y le ofreció cinco duros en una pieza. El guardia la
rechazó, no con grosería, pero sí con alguna rudeza. Creyendo que fuera codicia
lo que no era sino decencia, el comerciante le ofreció abierto el portamonedas para
que se despachara á su gusto.
Nunca hemos visto la expresión de la vergüenza mas elocuente que entonces;
el guardia, sencillo y rudo, no tuvo palabras con que rechazar el agravio, pero se
puso rojo como una amapola, trémulo como un azogado y se le saltaron las lágrimas.
El comerciante recogió velas al punto, reconociendo satisfactoriamente su in-
conveniencia. Quiso llevarlo á un café, y el guardia se escusó con el servicio.
— Acepte usted siquiera un cigarro mió, — le dijo echándole un brazo al
cuello.
— Con mucho gusto, — contestó el guardia.
El uno y el otro sacaron sus petacas.
El guardia aceptó el cigarro del comerciante, pero el comerciante tuvo que
aceptar el que le ofreció á su vez el guardia.
Fué un cambio, y quedaron en pata.
Otro guardia, en la misma inundación, tuvo que aceptar una suma, muy im-
portante, que el duque de Montpensier liabia ofrecido, como premio, al que con
riesgo de su vida salvara de inminente peligro á una niña abandonada en una
casa arruinada por las aguas.
El guardia la liabia salvado sin mas estímulo que el de su abnegación, como
quiera que ignoraba el ofrecimiento del duque.
Después de haberlo aceptado, retuvo el dinero en la mano algunos momentos,
pensando, sin duda, cómo saldria del compromiso sin desaire de S. E.
Luego preguntó al presidente de la comisión de auxilios que le liabia entre-
gado la suma:
— ¿Es esto mió, mió'
— Sin duda ninguna.
Dejó pasar otra pausa y añadió:
— ¿De manera que puedo disponer de mi dinero según me parezca conve-
niente?
AMERICANOS Y LUSITANOS
377
— A su arbitrio.
— ¡Pues allá va otra vez la cantidad!
— ¿Para qué?
— Para el fondo de calamidades públicas.
— ¡Viva la Guardia Civil! — dijo el presidente.
— -¡Viva! — contestamos los circunstantes con verdadero entusiasmo.
Si hubiera en España mejores gobiernos que los que se estilan, dicho sea sin
agraviar á ninguno, pues imparciales con todos, reconocemos franca y noble-
mente que todos... son peores, pudieran hacerse muchas cosas buenas; y una de
ellas seria ciertamente el aumento de la guardia civil al doble de su personal. El
que hoy tiene, no basta á satisfacer todas las necesidades y exigencias de un ser-
vicio que envuelve como una inmensa red todo el territorio español.
El servicio, sin embargo, se hace, y se hace bien; pero hay que agradecerlo,
no á la previsión de los gobiernos, sino á la virtud de la misma institución, que
suple la falta de número con su actividad infatigable, con su firmísima constan-
cia, con su fervoroso celo, con esa repartición ó ubicuidad con que, sea siquiera
con una pareja, se hace ver en todas partes.
Pero no basta hacerse ver en la persecución de criminales; es preciso hacerse
sentir. Y para esto le falta fuerza, número, plazas.
Por eso es posible aun, con mengua de nuestra cultura, que campee por sus
respetos algún prófugo de justicia, volviendo á sus fechorías, y alarme de vez en
cuando esta ó aquella provincia alguna partida de ladrones, jugando al escondite
con la guardia civil.
¡Oh! Si este cuerpo tuviera doble fuerza para estrecharlas mallas y fortalecer
los nudos de su inmensa red, entonces cargados de oro y plata iríamos mas segu-
ros por los caminos que por las calles de las ciudades, inclusa la villa y córte.
Y este precioso aumento pudiera hacerse hasta sin gravámen del erario pú-
blico.
¿Cómo se baria este milagro?
De la manera mas sencilla y fácil del mundo: castigando el presupuesto de la
guerra, suprimiendo en el ejército tantas plazas como se aumentaran en la guar-
dia civil, ó mas ó menos, según pudiera la compensación.
378
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
guardia quedaría redondeada, y cuadrado el ejército, porque justamente le
sobra á éste lo que le falta á aquella.
\ a que no se haga esta compensación por no ser mas que conveniente, debie-
ra hacerse otra, que es justa. Considerando lo duro y fatigoso de un servicio sin
solución de continuidad, porque es de todos los dias y noches; considerando la
alta importancia que para la seguridad personal y los intereses públicos y priva-
dos, tiene ese nunca bien alabado servicio; considerando que el guardia, por lo
que tiene de civil, es un vecino honrado, ó padre de familia que apénas puede
mantener la suya, mientras se mata guardando haciendas y vidas agenas; consi-
derando esto y otras cosas mas, deberían aumentársele sus haberes, singravámen
del erario, por supuesto, castigando siempre el presupuesto de la guerra.
No se vaya á creer por esto que somos enemigos del ejército; del presupuesto
de la guerra, sí. Por eso quisiéramos castigarlo, no ya solo en beneficio de la
guardia civ il, sino también de los maestros de escuela.
Pero, según andan los tiempos, hay que resignarse al statu quo, estado que
es aquí de abandono.
A lo que no nos resignaríamos de ninguna manera, si nuestro cuerpo huma-
no fuera el de la guardia civil, seria á la mortificación, al verdadero martirio que
le impone su absurda y condenable indumentaria.
Condenable por absurdo, esto es, por no responder á sus fines, es siempre la
vestimenta ó uniforme de todos los cuerpos del ejército; pero en este cuadro no
cabe mas que la guardia civil, y á ella sola debemos atenernos.
Aunque de paso, bien pudiéramos decir para que quede dicho, y no inoportu-
namente, que en nuestro ejército se pospone siempre en el vestir la comodidad,
la conveniencia, á la estética, si hay estética en los ceñimientos y colorines.
La lógica, el buen sentido y hasta la seriedad exigen que para el traje mili-
tar se tomen las medidas al servicio, y á su gusto se elijan los colores; y esto
precisamente es lo que vamos á hacer ahora: vestir y equipar á la guardia civil
de una manera conveniente y racional.
¿Por dónde empezaremos á cortar?
Por lo sano, es decir, por la cabeza, que es lo principal.
Pues bien, el tricornio que desde su creación usa la benemérita guardia, es la
invención mas estúpida que pudo entrar en cabeza humana, llien que no es el
tricornio el que entra en la cabeza, sino la cabeza la que entra en el tricornio.
Sea como quiera, es contraproducente, como los argumentos mal hechos, que
AMERICANOS Y LUSITANOS
370
se vuelven contra quien los usa, y feo de por sí, desgraciado y hasta ridículo,
amen de contraproducente.
No hay sino decir que es un sombrero que no es sombrero, el cual se llama
así en castellano porque hace sombra para preservar del sol, y chapean en francés
porque preserva del agua. Pues no se pierde ni un rayo de sol ni menos una gota
de lluvia con el dichoso tricornio, y mas puesto en batalla ó de través, como quie-
ra que todos los rayos del sol hieren directamente los ojos y tuestan la cara del
guardia civil, y todas las gotas de lluvia se escurren, y corren y entran sin nin-
guna dificultad por el corbatin hasta salir por los mismísimos talones.
El guardia civil, expuesto siempre á la intemperie, debiera usar un verdade-
ro sombrero: la forma es indiferente; lo esencial, que tenga grandes alas y sea
todo impermeable.
Nada de ceñiduras ni opresiones para el que haya de hacer servicios fatigo-
sos. Afuera el corbatin y el aboton amiento. El corbatin debiera ser ligera cor-
bata, casi una cinta; y la levita, abierta, con chaleco, sobre el cual pudiera sola-
parse á comodidad del interesado.
El pantalón no es lo mas á propósito para el servicio pedestre, habiendo de
andar eternamente el guardia unos dias por fango, otros por polvo en carreteras v
caminos, y otros dias entre riscos, otros entre matorrales, en persecución de mal-
hechores. El pantalón del guardia debiera ser calzón amplio hasta la rodilla ó
poco mas abajo, donde lo prendiera una polaina de cuero.
¿Qué diremos del correaje, esas dos cinchas cruzadas sobre el pecho, que re-
siste el pobre guardia civil, cuando una sola no puede resistir un caballo?
El correaje, de que se quejan con razón todos los soldados, donde no los oye
la ordenanza, es la cruz mas pesada del servicio.
— ¿Cómo se queda usted atrás? — decia un oficial suelto á su asistente, que se
rezagaba subiendo, peclibus andando los dos, una abrupta y larga cuesta.
— Mi alférez, — contestó el asistente indicando las cruzadas correas que le
oprimian el pecho, — como se quedó Nuestro Señor Jesucristo debajo de la cruz
de los azotes.
Tan duro y pesado es el correaje. Fatiga en camino llano; quebranta y postra
cuesta arriba; embaraza y retarda el servicio; y después de todo, es supérfluo, in-
útil. Si su objeto es sostener la cartuchera y el sable, basta para eso el cinturón:
la cintura puede sufrir la presión que no sufre el pecho sin ahogo.
Pero el cinturón del guardia debiera ser algo como canana para esquivar otro
380
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
embarazo, el de la cartuchera, que estorba, además de dificultar la carga en fun-
ción de guerra.
Como si todo tendiera absurdamente á embarazar mas y mas á quien por sus
especiales funciones debiera estar mas desembarazado, suelto y expedito, hasta el
recado de escribir, de que debe estar provisto el guardia para sus procedimientos,
es otra incomodidad, otro estorbo mas, como quiera que para este objeto lleva á
la espalda una caja de cuero ó maleta, que aumentan todavía las correas y por
consiguiente la impedimenta, digámoslo así.
¿Para qué son los fósforos de Cascante? diremos como el personaje de una co-
media de Bretón, que estaba á oscuras con una caja de cerillas en la mano.
Hoy dia se lleva, no ya recado de escribir, sino petaca y botiquin en una car-
tera de bolsillo.
"VI
Para concluir:
El guardia civil es un tipo de doble carácter, honorable, digno y meritorio
por uno y otro concepto.
Como militar, es franco, valiente y pundonoroso.
(fomo civil, atento, servicial y bien hablado.
Recorriendo todos los caminos y todos los pueblos, para protejer la vida y los
intereses de todos, con celo siempre, con abnegación muchas veces, es un factor
reconocido de la moralidad pública y de la cultura que alcanzamos, mereciendo
bien, por consiguiente, primero, de los individuos, después de las familias, y al
fin, de la nación entera.
Con tales y tantos títulos á la gratitud de los buenos, todos los hombres de
bien lo estiman, lo respetan, le tienden mano de amigo.
Hay, sin embargo, quien le abomina y odia á muerte; pero este odio honra
al guardia civil tanto como nuestra estimación y respeto. Este es el odio de los
asesinos, de los salteadores, de los criminales, que odian también á los magistra-
dos de justicia, y hasta á la misma justicia.
por D. Mariano Ramiro.
oh vocación o mama,
A escribir voy unos versos.
Que si el lector halla malos,
Yo los tendré por muy buenos,
Para tentar su paciencia
Y hacerle perder el tiempo.
A mi perezosa musa
Invoco, dando un bostezo,
Y ella acude soñolienta,
Con avinagrado gesto.
Por metro elijo el romance,
Que es fácil, sencillo y suelto,
Y por asunto, — perdonen
Ustedes,— al usurero.
TOMO I.
382
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El usurero es un tipo
Que me inspira sin esfuerzo:
Lo aborrezco, y me entusiasma,
Lo idolatro, y lo detesto.
Lo bendigo, y lo maltrato,
Y, por morderle, lo beso.
Por todas partes lo busco.
Por donde quiera lo encuentro.
Y cuando no, lo adivino,
Y muchas veces, lo huelo.
El es el fiero enemigo
Del que no tiene dinero,
Cercenador de jornales
Y cortapisa de sueldos,
Enciclopedia de leyes
Y fabricante de apremios;
Duende de los tribunales,
Forjador de enjuiciamientos,
Recipiente de entredichos,
Padre del tanto por ciento,
Calamidad de los hombres,
Epidemia de los pueblos.
El que á los buenos esplota.
El que desuella á los necios,
Y es con los cándidos, cuco,
Y es con los listos, camueso.
Y con lo ageno se nutre,
Y suspira por lo ageno.
Y come de lo que pilla.
Y engorda que es un contento.
\ o, que conozco sus mañas
\ rindo culto á su génio,
AMERICANOS Y LUSITANOS
Hoy lo saco á la vergüenza,
Lo pregono, lo voceo,
Lo apostrofo, lo reclamo,
Lo calumnio, lo escarnezco,
Y una vez puesto en berlina,
Lo señalo con el dedo.
Y ahora, Judas, al oido
Voy á decirte en secreto
Por qué te zurro, te araño,
Te machuco, te revuelco,
Te atropello, te estrangulo,
Te pellizco y te aporreo:
Me prestastes cuatro duros,
Me reclamas cuatrocientos;
Tú medras multiplicando,
Yo agonizo sustrayendo;
Tú me quitas las pesetas
Y yo te quito el pellejo.
Tú me apremias, yo te exhibo:
Tú me estafas, yo me quejo;
Tú me insultas con tu prosa,
Yo te aplasto con mis versos,
Para ver si acorto el plazo
De tu visita al infierno.
Pero, en fin, hoy me has servido
De asunto, tema ó pretexto,
Para emborronar cuartillas
ú desahogar mi humor negro.
¡Ay!... ¡No le digas ú nadie
Que no te pago, y te pego!
ElsT AMÉRICA DEL STTE.
por 1). Miguel Portuoxdo y Labra.
orado al secreto Je los mares por aquel hombre en quien la
constancia vale bien por el don de la adivinación, el nuevo
mundo aun no ba sido del todo visto, aun no lia sido del to-
do bien comprendido. La hidrópica sed de riquezas que ate-
naza constantemente á los mortales ba llevado á muchos á
surcar los mares procelosos donde no pocos hallaron holgada tumba
para sus cuerpos aunque jamás fuera bastante grande para sepultar su
ambición, y de los que allá llegaron, los mas, vieron aquello con ex-
trañeza, que pasó bien pronto, y diéronse luego á la busca y rebusca
de lo que mas es causa de que el hombre se afane y luche.
Casi nada de lo que tenían ante la vista les logró detener, y con
insaciable avidez procuraron internarse en el seno de la tierra , desgarraron el seno
de la madre común de que liemos surgido y (pie en un dia nos volverá á recibir en
sus entrañas y buscaron y rebuscaron los preciados metales que mas se estiman
porque son los que mas valor representan en el mercado del mundo.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
385
Con ellos lia habido un tiempo en que se ha apagado el sol, pues gracias á la
abundancia con que se exportaban pudo decirse que en esta patria querida, pues
nuestra lo es también, jamás se ponía el astro brillante que alumbra el dia. Otro
mundo hubiera podido comprarse con los riquísimos tesoros extraídos de América,
aun restan para que otro pudiera ser adquirido, y sin embargo aun no se ha ex-
plotado la fuente de riqueza que á mas hombres puede hacer ricos. Inexploradas
todavía vastísimas porciones de terreno, ¿quién sabe lo que hay en ellas? El hom-
bre procura siempre hallar lo que conoce, tiene miedo de aventurarse en lo desco-
nocido y esta es la causa principal de la inacción que en muchos se advierte; por
otra parte, al ser dominadores parece que nos hemos querido vengar de cuando
fuimos dominados, y recordando con pena como á nuestros antepasados los sober-
bios romanos condenaban á los duros trabajos de las minas, liemos condenado á otros
á lo mismo, porque ya sabíamos de antemano lo que de ello podíamos conseguir.
En tanto, la naturaleza lucía sus esplendentes galas para las aves que se re-
montan al espacio, para las bestias que pastan en los bosques, pues aquel que se
contentaba con menos, lo veía todo con sin igual indiferencia, de nada se inquie-
taba, y cien y cien veces alumbró el sol de su vida los quehaceres de los dias que
habían pasado.
Mas van cambiando los tiempos y los hombres de la nueva generación parece
como que sienten otras necesidades, otros deseos, parece que sus almas buscan
dentro de sí lo que antes buscaban en los extraños á costa de sus frágiles cuerpos,
que quieren, no el reposo material que se consigue, al fin, con la riqueza, sino la
calma del espíritu, que puede sin duda lograrse con la contemplación, el estudio
y la meditación en presencia de los encantos naturales.
Van poco á poco perdiendo las selvas su virginidad, el hombre se interna en
aquellos bosques salvajes, que tal es su imponente grandeza que no parece sino
que resistieron las duras y fuertes corrientes del diluvio, estudia las particulari-
dades sin número que le ofrecen lejanas tierras, climas distintos, países ignotos, y
aporta el caudal de sus conocimientos, que aprovecha á mayor número, como antes
otros aportaban sus riquezas, que satisfacían á muy pocos. Sin embargo, aun no
puede decirse que las Américas sean conocidas por completo, ni aun en su menor
parte: sucede con ellas hasta boy, lo mismo que con la naturaleza humana, se es-
tudia y estudia por una generación y otra, y cada dia se le advierte una nueva
faz, un escollo como punto oscuro, algo, en fin, que nos revela á cuán poco al-
canza nuestra vista.
380
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Damos sobrada importancia á lo que tenemos y descuidamos aquello que casi
con seguridad sabemos que nos es fácil poseer: en ninguna parte tiene esto tan
extricta comprobación como en América, y de ella en ninguna tan grande como
en la América del Sur. Tiene el África sus desiertos, el Asia sus ruinas y la Amé-
rica meridional sus pampas dilatadas, donde nadie sabe lo que hay, pampas por
las que se cruza rápido con infinito temor por bajo aquellos árboles gigantes que
parecen sostener aquel límpido cielo, hermoso cual ninguno. En ellas habitan
cuando mas los gauchos, hombres de la naturaleza, de elevada talla y músculos
de acero, condiciones que les bastan para conseguir lo que les es necesario. Indó-
mitos y salvajes, en manadas formadas de incontable número de ellos, vagan á
su merced veloces caballos que parecen alados, y fuertes toros que al menor rui-
do se amontonan en tropel.
Sobre ellos cruje no pocas veces el temible lazo del cazador feroz que los ace-
cha y cuando uno ó varios han caído, ya no les hace falta mas, y se retiran con-
tentos. hasta otro dia en que sintiendo idéntica necesidad volverán á hacer lo
mismo. ¡Triste existencia en verdad, si se compara con la del hombre civilizado!
Pero el gaucho vive contento en la libertad de sus selvas, nada le atormenta ni
le inquieta y pasa así sus dias tranquilo, porque ignora las mas de las veces lo
que hay mas allá de lo que posee.
Todo es común; pero decimos mal, todo era común. Sin haber tomado leccio-
nes en parte ninguna, cual si naciera con él, el hombre siente que en su alma se
despierta el deseo de la propiedad, quiere tener lo que pueda llamar suyo, lo que
le pertenezca á él solo, y de aquí que faltos en un principio de leyes que regulen
un derecho, el hombre se erige en dueño, y de aquí que la ocupación sea el pri-
mitivo medio de adquirir el fundamento de la propiedad en todos los pueblos, cual-
quiera que sea su origen, su procedencia ó su abolengo.
El americano errante observó que el europeo se fijaba en un punto, y cuando
vamos á presentar un tipo, justo es que lo concretemos, que lo individualicemos,
cuando en verdad puede ser determinado, cuando se fijó en una porción de terri-
torio del que podrá sacar para vivir con exclusión de todo otro, que es lo que res-
tringiendo el sentido de la palabra ha dado lugar á la hacienda, como en Améri-
ca se llama por lo general á la propiedad rural. A los que viven en Europa les
podrá parecer que harto conocen la hacienda, que por demás saben lo que puede
ser, y no obstante, perdonen nuestros lectores el sobrado atrevimiento que nues-
tra frase implica, pero tal vez no tengan idea ni aun remota de ello: podrán, no
AMERICANOS Y LUSITANOS
387
lo dudamos, saber á qué en nuestras regiones se llama hacienda y nos dirán, para
probarlo, que por tal cosa entienden una extensión de terreno de cientas ó dos-
cientas fanegas de tierra de sembradío, de las que un reducido número se hallan
destinadas á huerta, y se cultivan allí las verdes y tiernas legumbres y hortali-
zas, que formarán un dia platos delicados en la mesa del propietario: nos dirán
que al lado de la huerta crecen risueñas vides, donde en otoño se doran las sa-
brosas uvas, que mas allá en primoroso y acicalado cuadro se siembran y crecen
pintadas flores que recrean la vista y hacen las delicias de las damas que la he-
redad visitan, y que el resto por partes, si por partes, eso según á labranza ó á
barbecho se destinen, sirve para que en la tierra germine la semilla, base de
nuestro sustento que dará á su tiempo granadas y doradas espigas, y que de los
rastrojos que allí queden se alimenten dos ó tres yuntas de bueyes, dos ó tres pa-
rejas de muías, animales todos que sirven para la labranza, que fueron comprados
para este fin, que son perfectamente conocidos, que servirán mientras duren, y
que en cuanto sus fuerzas comiencen á declinar serán vendidos á quien menos
tenga ó irán al matadero para que un dia algún pobre tenga carne, que si no le
alimenta le entretenga, pues antes que poderla llevar á su estómago habrá gasta-
do todas las fuerzas de sus mandíbulas.
Sobre poco mas ó menos esto es lo que generalmente recibe el nombre de ha-
cienda en Europa, aunque á decir verdad olvidábamos un detalle. Coronándolo
todo, edificada en el lugar mas preeminente se alza una modesta y reducida casa
de blanquísimas paredes, en cuya parte baja vive el guardia de aquella llamada
entre nosotros inmensa propiedad; allí, al lado de anchurosa chimenea pasa dor-
mitando, rodeado de su familia, las largas veladas de invierno cuando el frió hie-
la y la lluvia cae pausada, haciendo mas por la tierra que todo cuanto hace el
trabajo humano: allí vegeta sin aspiraciones, allí crecen sus hijos, sin estímulo,
un dia igual á los anteriores, modelo de los que están por venir, y de este modo
pasará la fría estación, comenzará la emigración de las aves que huyeron á mas
cálidos países y que volverán á formar su amante nido en el alero del tosco teja-
do, desde donde saludarán al sol que alegre nace y despedirán al sol que triste
muere, los insectos comenzarán á zumbar entre las débiles cañas del trigo con las
que juega el aire, y llegada la época de la recolección se alegrarán los contornos
con los cantos alegres de los segadores que trabajarán allí algunos dias; el pro-
pietario visitará su hacienda llegando hasta ella en cómodo carruaje que lo con-
duce desde la próxima estación del ferro-carril. En el piso alto de la casa tiene
388
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
sus habitaciones destinadas, lo mismo, exactamente igual que las que tiene en la
ciudad: reposará allí unos dias, mas pronto se sentirá aburrido con la monótona
vida que allí se hace, todo le cansará, en nada hallará gusto y se retirará mas
que de prisa á esperar que, vendido el grano, pueda gozar de su producto y dis-
frutar con su importe.
Próxima á los pueblos comarcanos, la hacienda se mira solo como fuente de
riquezas que se irán á consumir en otras partes, tal vez en el extranjero, tal vez
en mesas suntuosas ó vicios mas censurables, y poco á poco, esquilmada, sin cui-
dar de su acrecentamiento, ni de sus mejoras, ni de su renuevo, irá muriendo,
causando así la, ruina del que en ella tenia su patrimonio, y del que con ella se
sentia orgulloso.
No creemos haber omitido nada de lo necesario para que pueda formarse con-
cepto de lo (|iie entre nosotros se llama hacienda; no creemos que se nos haya es-
capado algo que la pueda hacer desmerecer, al efectuar la comparación, antes al
contrario: liemos procurado atenernos á la verdad para que el cuadro resulte exacto
y nada le falte y se pueda formar juicio. Entre nosotros, las terribles leyes del
economista Maltus, van siendo necesarias, la población aumenta, todo se divide y
subdivide, todo se alambica v por ende todo es pequeño, ruin ó mezquino.
Trasladémonos por el contrario á América y veremos cuán distinto es todo;
por mas que grande, grandísima, sea la influencia que han determinado allí las
costumbres europeas en los largos años que hemos dominado en ella, y gracias
á los muchos que de nosotros se trasladan á aquellas feracísimas comarcas.
Cuando llegó el tiempo de la ocupación, liase primitiva como hemos dicho del
mas tarde sagrado derecho de propiedad, nadie, á juzgar por lo que hoy se obser-
va, se quedó corto, los mas fuertes ó los mas hábiles fueron los primeros, y solo
procuraron hallar términos ó límites naturales, que demarcaron perfectamente lo
que iba á ser de su dominio. En busca de esto, procuraron que aquel terreno del
que se iban á llamar dueños, se apoyara de una parte en la falda de elevadísima
montaña, y fuera costeado por muchos y profundos rios, vallas naturales, que
ciertamente valen mas que los setos apretadísimos de espino, las plantas que aquí
se usan, v que las tapias (pie el tiempo abate, y de las que el ladrón se burla. Por
otra parte, aunque difícil en muchos casos nunca es imposible que entre nosotros
pueda ser acotada una propiedad, mas allí se tropezaba con la imposibilidad abso-
luta, creada por la ambición humana: á cien ó doscientas, á quinientas, á mil fa-
negas, es fácil acotarlas, pero á millares de millares de hectáreas, no pueden acó-
AMERICANOS Y LUSITANOS
389
tarse nunca y no menores cantidades de terreno constituyen las haciendas ameri-
canas.
¿Cómo ponerles límites? Imposible, volvemos á repetirlo; el hombre que las
hacia suyas no contaba con fuerza ni con capital bastante para hacerlo, por esto,
sin duda, en su codicia se extendió más y más hasta que él mismo se vió deteni-
do con el cauce del torrente ó por el elevado pedregal, y lo que es más, por cuan-
to allí también se encuentra por la valla natural que forman los apretados troncos
de añosos árboles, cuyas ramas se unen y confunden en abrazo prolongado y en-
tre los (|ue cierran los huecos lianas flexibles de todas clases que trepan por las
ramas y pasan de unas á otras en laberínticas vueltas y revueltas, cerrando no
ya el paso á los hombres, sino que también muchas veces á la luz.
De aquellos inmensos bosques los claros son inmensos á su vez, y estos claros
constituyeron haciendas tan dilatadas -que las cruzan rios tan frondosos que jamás
la vista llega á descubrir la tierra, tapizada constantemente por yerba abundan-
tísima. entre la que hofhbres y hombres se podrian esconder y no ser vistos. Allí,
en aquellas vastas posesiones, la naturaleza luce y brilla con todas las esplenden-
tes galas de que la embelleció el Criador; la mano del hombre no ha tomado par-
te en ninguno de los consecutivos trabajos que ha realizado el tiempo y que mas
contribuyen á la magnificencia del paisaje, nada se ha hecho allí que no sea por
las propias fuerzas de la vegetación y el clima, y no obstante, no cabe mas her-
mosura, ni hermosura mayor puede ser apetecida.
Los árboles que nacieron allí sin que nadie los plantara se han despojado mil
veces de su verde follaje para cubrirse con uno nuevo en la próxima primavera;
las viejas hojas rodaron por el suelo impelidas suavemente por la brisa unas ve-
ces, levantadas otras en los aires por furiosos y revueltos torbellinos, hasta que
desaguando las preñadas nubes las confundieron con el limo reducidas á polvo y
sirvieron de abono á nuevos vástagos, cuyos gérmenes cayeron allí al acaso y que
desarrollados llegaron no pasado mucho tiempo hasta poder besar las ramas Ne-
vadísimas de que se desprendieron. En los robustos troncos carcomidos hallan
abrigo el hombre primitivo, que en presencia de aquella grandiosa naturaleza la
adora, la fiera que jamás se doma y siempre daña, y el animal que podrá ser re-
ducido á superior mandato, y prestar un dia servicios que jamás se recompensan;
en las ramas andan tal multitud y variedad de pintadas y canoras aves que si
contarlas es imposible, es sumamente difícil clasificarlas; saltan de las unas á las
otras ágiles y traviesos cuadrumanos que el aire pueblan con sus gritos; y el com
TOMO I. 49
390
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
junto es de tal naturaleza que parece el sueño de un poeta y no realidad á la que
puede llegarse.
De aquellos campos, como decimos, se hicieron las riquísimas haciendas ame-
ricanas nunca conocidas en su totalidad por los que son sus propietarios, porque
tal extensión alcanzan que se hace imposible recorrerlas. Entre nosotros la ma-
yor parte de la posesión está cultivada, allí por el contrario, permanece inculta;
aquí casi siempre los productos (pie se recogen á costa de mil esfuerzos, trabajos y
penalidades, sirven inmediatamente para satisfacer las necesidades del hombre:
allí, sin <pie nada cueste conseguirlo, la tierra pródiga de sus dones suministra lo
bastante para (pie miles y miles de animales puedan vivir y engordar, que es á
lo <pie primero y principalmente están destinadas. Lo demás vendrá luego.
Nadie se cuida del cultivo de los pastos ni se preocupa de lo que pueda su-
ceder. porque siempre existen, siempre abundan y aun sobran; entre ellos el ga-
nado mas corpulento se oculta con suma facilidad, y las industrias á que princi-
palmente se dedican en aquellas latitudes, se desarrollan y fomentan gracias á
los dones naturales, pues el hombre, por regla general, trabaja poco, muy poco,
casi nada. Entre las verdes y frescas yerbas crecen hermosísimas flores de las
que nadie hace caso y (pie extasían sin embargo al europeo que las vé por vez
primera, y de todas aquellas inmensas heredades solo mínima parte se halla des-
tinada al cultivo, á la siembra de legumbres y cereales, (pie con la carne procu-
ran á los poseedores y á su gente, sencillo, abundante y baratísimo sustento.
Aquellos dilatados desiertos, porque así pueden llamarse las haciendas que nos
ocupan, se ven cruzados en todas direcciones por numerosos rebaños de toros, á
los que nunca contó el dueño, y que cada dia aumenta y aumenta á pesar de las
frecuentes sacas que en él se operan para llevarlos al mercado. Tranquilos pasean
sin pastor que los guarde, sin gañanes que cuiden de recogerlos á debida hora;
nacieron libres y libres viven, corriendo de acá para allá hasta que á cada cual
llega su hora. Destinadas á la cria de ganados, este se multiplica allí sin que
nada se haga en su favor, la naturaleza le ayuda también. El toro de la América
es manso por regla general, la presencia del hombre le inquieta, pero es porque
su instinto le hace comprender á qué fin lo destina el hombre.
Entre nosotros, ya lo hemos dicho, una reducida vivienda domina el todo: allí
un espacioso caserío, se agrupa en el sitio mas á propósito, y agrandándose casi
continuamente llegan á formarse pueblos; allí vive el dueño con su numerosa fa-
milia, los trabajadores, vaqueros y tratantes, pues para todos hay vasta habitación.
AMERICANOS Y LUSITANOS
391
A espaldas de las casas se hallan las dependencias propias del tráfico que se ejerce
v los anchurosos corrales que se necesitan para practicar las operaciones necesa-
rias: desde el espacioso halcón que se extiende sohre ellos se abarca el mas her-
moso panorama que puede soñarse y en su centro se abre el ancho patio en que
crecen palmas y cocoteros; mas al sur, rodeado de vistosísimos árboles del pan, se
vé cuidado jardín, lugar de recreo sohre el que, y suspendidas de los árboles, se
columpian las hamacas.
Para la adquisición del ganado primitivo, luego que quiere crearse una ha-
cienda, hay un solo medio, la compra, y esta se hace de rebaños flacos y escuáli-
dos que vienen de mas cálidas regiones, donde los extraordinarios ardores del sol
secan los pastos y agotan harto pronto las fuentes cristalinas; así es que bien poco
cuesta adquirir la base de una futura riqueza considerable: pastando libremente
engorda, pero también tropiezan ellos con inconvenientes que en medio de todo
ha sabido compensar la naturaleza.
Perdidos entre aquellas espesas florestas abundan los insectos de todas clases,
y ninguno tan nocivo para el ganado como la garrapata, especie de arácnido que
se multiplica de una manera prodigiosa, y mas y mas favorables parecen ser las
condiciones de calor en que se halla el cuerpo del desgraciado animal á que se
adhiere. Con una que logre saltar al hocico es bastante; pocos dias después se vé
que el toro languidece y se aplana, se llena de llagas y muere casi inevitable-
mente, mas como hemos indicado, la Providencia parece haberlo previsto todo, v
semejante mal halla alivio en aquella naturaleza misma, donde vive el (/arrapa-
tero, pájaro de no muy grandes dimensiones, semejante al mirlo, de plumaje negro
también, que es el protector del toro, que cuida con esmero sin igual de preservarle
de tan terrible daño. Cada cornupeto tiene el suyo al cual sufre con sin igual pa-
ciencia, como dándose cuenta del señalado favor que le presta; corre, salta, se
inclina, se levanta, y siempre puede verse al pájaro bienhechor posado entre sus
cuerros, con la vista fija, la mirada atenta, procurando descubrir al enemigo que
parece destinado á destruir. Nunca su atención es mas cuidadosa que cuando el
toro pace: entonces no separa sus ojos penetrantes del lugar por donde va abrién-
dose paso su protegido, y no bien ha visto un solo insecto de los que tanto mal
causan al ganado, cuando adivina la proximidad de un nido. Salta rápido de su
observatorio y con una velocidad sin igual, picotea hasta hacer que desaparezcan
todos, en tanto que el toro levanta el hocico y detiene su paso, esperando á que
de nuevo venga á posarse sobre su testuz la caritativa y cariñosa ave.
392
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
¡Hermoso contraste que rara vez puede ser observado en la naturaleza huma-
na! El animal favorece al animal sin abandonarlo un punto, comprende lo que le
es nocivo y se lo evita, sin que á tal cosa le lleve la esperanza de un lucro; el
hombre persigue al hombre, y lo agobia y lo escarnece hasta hacerlo muchas ve-
ces morir.
Uno de los mayores males que podrian tocarse en aquellas dilatadas haciendas
dado cuanto dejamos apuntado, serian las mermas del ganado, ya fuera por las
huidas que efectuaran, ya por los destrozos que en él causaran las fieras, que
abundan en aquellas comarcas, ¡tero para remediar estos dos males la buena fé de
los hombres, que aun no es allí rara avis. ha suministrado un medio, el instinto
de los animales ha suministrado el otro. Cuando flacos y hambrientos son adqui-
ridos por dueños de frondosos pastos, aquellos animales procedentes de comarcas
donde habrían de morir por falta de alimentación, permanecen tranquilos durante
muchos dias reponiendo sus fuerzas, pero luego que tal cosa lian conseguido, al
encontrarse fuertes y repuestos, el instinto les hace emprender la fuga buscando
el lugar en que nacieron, y nada hay que los pueda contener: se abren paso por
entre la maleza, corren, saltan arroyos y no paran hasta hallarse en aquellos si-
tios que les fueron ingratos, pero que sin duda por haber nacido allí, guardan de
ellos buenos recuerdos. Toro que tan desaforada carrera emprendiera seria per-
dido indudablemente para el propietario, sino estando todos ellos sujetos á las
mismas contingencias, procuraran evitar entre sí tan grave daño. A este fin, tan
pronto como cada hacendado ha hecho una compra de ganado, le imprime á cada
animal, gracias al fuego, una marca especial (pie siempre es la misma y conocida
en todos los alrededores: no bien algún convecino vé entre los suyos algún toro
que no es de su propiedad cuando lo laza y lo conduce cuidadosamente hasta el
límite de su heredad, donde lo entrega al colindante que á su vez hace lo mismo
hasta que al fin es devuelto el animal á su verdadero dueño. I)e esta manera mu-
chas veces un toro ha sido devuelto á la hacienda de que se fugara, desde muchos
millares de leguas.
No pocas veces los tigres y chacales, que comprenden ser segura la presa, hacen
su guarida en el tronco carcomido de uno de aquellos corpulentos higuerones que
no bastan á abarcar diez hombres cogidos de la mano, y favorecidos por la oscu-
ridad salen á saciar su espantosa gula en los indefensos animales: pero estos de-
nuncian bien pronto la presencia del terrible enemigo, y el experto mayoral lo
advierte en seguida. No bien el rebaño se apercibe de que se halla en peligro, se
AMERICANOS Y LUSITANOS
393
manifiesta inquieto, se arremolina y corre (le un lado para otro, revelando un
terror inaudito, un miedo cerval, é inmediatamente los hombres se aprestan, em-
prenden la persecución y no tardan mucho en deshacerse del importuno y dañoso
huésped.
Dada una general idea de lo que en América del Sur se llama hacienda, de lo
que generalmente constituye allí una propiedad rural, justo es confesar que aun
son pocas, á pesar de ser tan grande la extensión de las pocas que hay; la mayor
parte de aquellos frondosísimos parajes está aun por roturar: yacen éstos en el ma-
yor abandono sin que nadie cuide de ellos ni se preocupe de su aprovechamiento.
Selvas inmensas que aun no han sido holladas por la planta del hombre, sirven
de abrigo y refugio á toda clase de animales que vagan libres, que por nadie son
inquietados y que crecen y se multiplican sin traba ni estorbo ninguno.
Si comparamos la hacienda de aquel riquísimo mundo con la de este empo-
brecido, ya hallaremos grandísimas diferencias que fácilmente pueden ser apre-
ciadas; allí todo es grande, sin vallas ni límites, existe aun algo de lo que carac-
teriza los pueblos primitivos, algo de lo que hallamos en las descripciones que
antiguos autores nos hacen de los arcádicos tiempos, perdidos por nuestro mal en
épocas lejanas que no volveremos á disfrutar.
En nuestros países, lo que propiamente se llamaba en otro tiempo gente del
campo, va desapareciendo, signo indudable de decadencia segura y rápida. Nin-
gún pueblo de los que han vivido sobre el haz de la tierra y cuyos hechos se ha-
yan consignado en las páginas de la historia, lia faltado á esta ley, y cuando los
grandes centros de población se han colmado, cuando todos han querido vivir en
ellos, no puede dudarse, la ruina es inmediata, cosa que es cierta como ninguna
y harto á propósito para probar lo contrario.
En el comienzo de las sociedades puede observarse, sin gran esfuerzo para la
investigación, que el aglomeramiento ha sido rechazado con empeño y hasta con
evidencia; cada uno ha querido lo suyo y lo lia buscado léjos de los demás; se
sentían con amor al trabajo y lo hacían con empeño, limitándose cuando mas á
satisfacer ámpliamente sus necesidades; no les preocupaba el amasar riquezas, y
si á manos les venian empleábanlas en aumentar su propiedad, en ensanchar sus
límites, en fomentar la producción. Hoy. en los miserables caseríos, mezquinas
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
394
aldeas é insignificantes pueblos, no hay nada que determine un carácter propio é
individual, que nos lleve á comprender qué cosa es cada cosa, sino que, por el
contrario, hay la tendencia á la imitación que desvirtúa, una idea fija que dis-
trae, cuando no violenta, mortifica é impulsa al hombre al abandono de aquello
en que no le fué mal por aquello en que no sabe si le irá bien.
El labrador se afana en esquilmar la tierra para conseguir mayor cantidad de
frutos que le permitan, conservado año tras año un remanente, vivir algún tiempo
sin ser labrador, y lo que es mas, que le pueda satisfacer para dejar el pueblo por
la ciudad. Lo fáciles que son las comunicaciones en nuestro tiempo han permiti-
do á los mas visitar la ciudad próxima, donde se lamenta lo lejos de la córte, ha
visto en ella casas mas elegantes y mas cómodas, bellos cafés y suntuosos luga-
res de espectáculo, un lujo que le encanta y le fascina, y lamenta no disfrutar de
aquello que tantos otros gozan. De aquí nace en el mayor número de los casos el
alan que conduce á la perdición, pero de un extremo al otro el salto no es violen-
to, para aminorarlo establecen una dulce pendiente, causa de que en el mayor
número de los casos se ofrezca lo que hemos lamentado en un principio: la pérdi-
da del carácter propio.
El que haya nacido en la ciudad y se dirija á un pueblo con ánimo de admirar
otros usos, otras costumbres, quedará seguramente chasqueado, sin que por esto de-
jen de encontrarse algunas excepciones. En el pueblo A ó B, por insignificante que
sea. existen ya casinos, sociedades, bailes y paseos, donde malamente se parodia lo
(pie en las ciudades sucede, no en la parte recomendable, sino en aquella que re-
presenta á la holganza y al vicio. Si un rico acomodado va por asuntos propios ó
por recreo á la ciudad que tiene próxima, sin duda que el acaso ó la curiosidad le
hará ver la biblioteca, la escuela, las librerías, y, sin embargo, cuando vuelva á
su lugar no procurará que allí, para la ilustración de todos, se creen centros de
lectura, ni que se atiendan y fomenten las escuelas públicas, ni invertirá gran-
de ni pequeña parte de su dinero en la compra de libros que le puedan ser útiles.
Todo lo contrario; cuando á su vuelta le pregunten qué vió en la capital hablará
de los bailes, y procurará que en el pueblo se establezca un salón para ellos, des-
cribirá los cafés y propondrá la creación de un casino donde se juegue, y hasta
sostendrá en el seno del Excmo. Ayuntamiento, de que forma parte, lo muy con-
veniente que es que se amenice la función del santo titular con una corrida de
toros, que den juego, y causen la muerte de alguno; y todo esto, no se crea que
es mas que porque vió hacer lo mismo en la ciudad.
AMERICANOS Y LUSITANOS
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Esta parodia, porque al fin no resultará otra cosa, le podrá satisfacer un mes,
un año, pero luego se cansará, hasta que venga un dia en que cansado abandone
el pueblo donde nació, la casa en que fué criado, y se traslade al fin á una po-
blación en la que tenga la vida mas atractivos, de lo que únicamente resulta que
á la muerte se la mira con mayor temor. Abandona la hacienda que heredó de
sus padres, en mano de administradores que se enriquecerán á costa suya, no se
cuidará de las labores que proporcionaban tan preciados frutos, y cada vez mira-
rá con mas hastío y repugnancia aquello de que su fortuna dependía y que mer-
ma ahora en la ciudad, con gastos cada vez mayores é inútiles, en su mayor
parte.
En América, por el contrario, la vida del campo existe, está hien definida,
tiene sus caractéres propios, y lo que es mas, sus celosos partidarios que no la
abandonarán por nada; pues aquellos pueblos son pueblos que nacen á la vida
pública, digámoslo así, que aun distan mucho de la decadencia, y que por tanto,
tienen goces sin necesidad del bullicio, de la aglomeración, ni del forzado movi-
miento.
El hacendado americano no es nuestro hacendado, de la misma manera que la
hacienda, cuyos contornos determinan las pampas, no es nuestra hacienda. En-
tre nosotros, un individuo que tenga propiedades rurales, casi nunca las conoce,
porque pocas veces ha ido á ellas; si va, lo mira todo con sin igual desprecio, lo
considera todo con despecho, nada hay que deje de encontrarlo tosco, burdo y sin
encantos. Acostumbrado al aire viciado, á los rebuscados alimentos, y á los pla-
ceres, no halla nada en la naturaleza ni hay en él nada que sea natural. Por el
contrario, en América, vereis siempre al propietario en su hacienda, y aunque
sabe poco, sabe, sin embargo, lo bastante.
Para que mejor sea comprendido, hay necesidad de fijarnos en uno, pues vis-
to él, puede decirse que se han visto todos. Recordamos el que nos hace falta,
liemos vivido algún tiempo en su compañía, por lo que al hacer este trabajo po-
demos decir muy bien que copiamos del natural. Obligados durante nuestra per-
manencia en aquellas latitudes á separarnos de la población en que habitábamos
para atender al restablecimiento de nuestra quebrantada salud, nos fué recomen-
dada una hacienda algo lejana, y también merecimos ser recomendado á su due-
ño. Precedidos de un guia hábil en los achaques de aquellas sendas y vericuetos,
pues no es en punto de caminos en lo que mas la América se distingue, empren-
dimos nuestro viaje al tiempo en que llena la luna nos alumbrara por la noche.
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
pues en lo tocante al dia seguros estábamos de los reverberantes rajos del hermo-
sísimo sol que allí luce. Atravesamos aquellas comarcas dilatadas, encontrando
poquísimas personas á nuestro paso, y al fin, un dia, próximo al amanecer, divi-
samos amplio y limpio caserío al que llegamos pocas horas después.
Ladraron los perros á nuestra llegada, corrió un negro á participar la llegada
de los que venian sin ser esperados, y momentos después teníamos ante nuestra
vista un moceton alto y fornido que nos saludó con una naturalidad tan exquisi-
ta que mejor nos supo que la mas rebuscada galantería. Enterado de lo que allí
nos llevaba, por la carta que desde luego le presenté, volvióse Inicia su propiedad,
jT señalándola nos dijo con un sin igual acento de cordialidad y de franqueza que
nos encantó:
— ¡Ahí tiene usted su casa!
Dimos las gracias lo mejor que nos fué dable, y siguiendo sus huellas entra-
mos á la sala baja: mas como ya de la hacienda nos liemos ocupado, hacemos gra-
cia de pesadas y difusas descripciones en cuanto á ella se refiera, concretándonos
á nuestro hacendado, para cumplir con la parte del título que dimos á este tra-
bajo.
Gozando continuamente de los puros aires del campo, donde nada hay que
pueda viciar la atmósfera, aquella gente se cria fuerte y vigorosa, y nuestro hom-
bre, que cuando mas podria tener treinta y ocho ó cuarenta años, era una prueba
fehaciente de ello. Sus ojos eran vivos, su semblante despejado, su andar sin em-
barazo, la frase sencilla, el acento claro; condiciones todas que nos llevan á sim-
patizar con el sugeto que las atesora. Sus quehaceres, no fueron, sin embargo,
obstáculo para que nos desatendiera, gracias á su actividad prodigiosa. El hacen-
dado americano que vive en sus dominios, que los vigila, que espera conseguir
de ellos el mejor partido, no para ni descansa y él mismo atiende á todas las ope-
raciones sin que jamás decaiga, ni se canse, ni se aburra.
Naturaleza de acero, resiste el duro trabajo en que se ha criado, á pesar de
que el capital que ya tiene le bastaría para vivir con lujo y gastar Irenes en
cualquier parte: resiste sin remilgos los rigores del tiempo y en cada estación se
le vé siempre lo mismo. Franco, sin brusquedad, y atento sin afectación lo vereis
siempre deseoso de complacer y de favorecer á cuantos pueda: el engaño no cabe
en su pecho, lo que le gusta lo dice, lo que no, lo rechaza; trata á todos con per-
fecta igualdad, pero aun confundido con su gente, con la que él paga, con la que
á él le sirve, se advierte en seguida que es el amo,
AMERICANOS Y LUSITANOS
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Aunque descendiente de españoles, su tipo revela desde luego que por sus ve-
nas discurre sangre de los primitivos habitantes de aquellas regiones, hallados
allí por los descubridores: el hacendado americano, es, por regla general, criollo,
mezcla de dos naturalezas que han dado por resultado un tipo especial, en el cual
se advierte la obstinación del indio, la vehemencia del español; cuando quiere,
adora; cuando odia, es feroz y sanguinario, y no perdona jamás. Considerado en
familia es buen esposo y buen padre: vé en la mujer la compañera que Dios le
ha dado, sabe que le debe consideración y ayuda; pero sabe también que puede
contar con su trabajo: de aquí, sin duda, el errado concepto que nos hacen ad-
quirir ciertas pinturas en las que vemos al hombre tendido á la sombra bienhe-
chora del árbol secular, en tanto que la mujer se tuesta junto al hogar preparando
el sustento. Ninguna idea tan equivocada como la que se puede formar en vista
de esto; es precisamente todo lo contrario; apénas rompe sus luces el dia ya nues-
tro hacendado se levanta, distribuye su gente, da sus instrucciones, y recibe
cuenta de cuanto antes mandara hacer. En la casa de la hacienda rara vez se
halla cuadra: los caballos viven con entera libertad en el campo, á la intemperie,
pero en aquellos países carecen de los bríos y de la fiereza que en los nuestros,
así es que tan luego como se necesita uno, el hacendado mismo ó cualquiera de
sus criados desata de su cintura el lazo, lo voltea sohre su cabeza y lánzalo con-
tra el que mejor le parece, el cual queda sujeto enseguida por la cabeza ó por las
patas: con admirable rapidez le pasa el freno, lo ensilla, y salta, quedando como
enclavado en aquel puesto; recorre así su propiedad, se entera de todo, prevee el
mal, procura evitarlo, y vuelve al mediar el dia habiendo trabajado no poco, pues
si habia ganado á la vista para comprar, lo ha registrado, ha tratado con los ven-
dedores, ha ajustado sus cuentas, ha hecho el abono y lo ha mandado introducir.
Si en vez de compra era saca lo que habia necesidad de efectuar, se dirige á
los rebaños rodeado de su gente, ligero de ropa, cubierto con un ancho sombrero,
y laza, tanto como cualquier otro, con una precisión admirable y con un tino que
da envidia. El lazo, de que tanto entre nosotros se habla, no es mas que una lar-
ga cuerda hecha de cuero torcido que remata en uno de sus extremos con tres ó
mas ramales de que penden pesados plomos: para el manejo de esta arma se exi-
gen dos condiciones esenciales: gran fuerza y gran tino, que indudablemente se
adquiere con la práctica. Es de ver con qué agilidad, con qué destreza es manejado
por aquellos hombres. El dia designado procura hacerse del caballo mas fuerte,
que por regla general lo son todos, si bien casi ninguno tiene las formas airosas
tomo i. 50
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
de los caballos europeos; una vez sujeto el animal que ha de servirse, pásale en
ancho freno y le ajusta la silla vaquera de elevada grupa y arzón aguzado; monta,
ajusta sus piés en los estribos cubiertos, y se dirige veloz al lugar donde pasta el
ganado.
Los animales al ver llegar al tropel de gente se arremolinan y huyen á la des-
bandada, mas de nada les sirve huir, pues unos tras oíros, todos cuantos hacen
falta son cogidos, gracias al lazo, y conducidos á los corrales, de donde en mana-
das son llevados á los mercados próximos. Trabajando de esta manera sin tregua,
sin descanso, el hacendado sabe lo que tiene y procura fomentarlo; en tanto que
su mujer, la madre de sus hijos, rodeada de las sirvientas, cuida de que nada fal-
te v (|ue todo esté dispuesto. ¡Hermosa vida de ayuda recíproca y de sostén mu-
tuo, cuadros encantadores por su sencillez, cobijada por aquel hermosísimo cielo
al que rara vez empañan las nubes!
No siempre es el pesado y duro trabajo lo que absorbe al hacendado que nos
ocupa v exigencia inconsiderada seria la del que tal cosa pretendiera. Los domin-
aos. los dias de íiesta se abandonan las rudas tareas, y la gente de una hacienda
busca á la de otra, improvisando juntos agradables fiestas que en nada se parecen
alas de la ciudad. La familia del amo confundida con los mozos y criados los ani-
man, los incitan, y en semejante dia todo es bulla y algazara. El becerro juguetón,
que apénas se separa de la madre, los divierte con sus saltos y carreras al verse
acosado, corren caballos, luciendo así su grande habilidad y destreza, y cuando
tan activos ejercicios los cansa ó los fatiga, reposan al lado de las mujeres que pre-
sencian su fiesta. Suena la guitarra plañidera, tañida con arte, y se entonan me-
lancólicas canciones propias del país, de- aquel pueblo que aun no ha perdido su
carácter propio, y lo que es más, se alaba aun que no aspira á perderlo.
No pocas veces el hacendado tiene que dejar sus dominios y trasladarse á la
población, comienzo que ya es contrario á lo que entre nosotros sucede: aquí el
hacendado va al campo por casualidad en ciertas y determinadas épocas del año,
cuando cree necesaria su presencia de todo punto, y no bien llega cuando todo le
cansa y desea volverse, y no para hasta que se vuelve, renegando y afirmando á
veces que allí no se puede vivir, que todo es malo, que nada sirve, que todo es tosco
y en una palabra, que es imposible que una persona regular pueda vivir en aque-
llos caserones desmantelados. El de América por el contrario, comienza por pensar
con disgusto que tiene que ir á la ciudad, y cada dia aplaza para el siguiente su
proyectado viaje, hasta que al fin no puede diferirlo, y lo emprende, siendo el viaje
AMERICANOS Y LUSITANOS
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lo que menos le impone, á pesar de no contar con ferro-carriles, ni con sillas de pos-
ta, ni coches, ni algún otro vehículo que haga cómoda y agradable su excursión.
Cuenta solo con su caballo, que ya conoce el camino, y emprende la marcha, du-
rante la cual habrá de recorrer cuando menos, cuarenta ó cincuenta leguas.
En aquellas comarcas no hay que contar para nada ni con las fondas, ni las
ventas ó posadas que sembraban nuestros caminos antes del establecimiento de
los ferro-carriles, pero el caminante halla algo mejor que todo eso, pues conocido
ó no, tendrá en las haciendas porque pase seguro albergue, bien provista mesa y
hasta agasajo, pues la llegada de un amigo es siempre motivo de júbilo y se la
celebra con fiestas en las que nunca deja de correrse un toro. Prosigue su camino,
y al fin llega tras varios dias á la ciudad, donde desde luego, declara que no
puede vivir, que ignora cómo los demás pueden hacerlo. Todo lo encuentra peque-
ño, reducido, mezquino, las habitaciones de la posada le ahogan, pues á cuatro
pasos que dé tropieza siempre con las paredes, las calles son por demás estrechas,
el aire circula con dificultad, y va siempre impregnado de miasmas que lo vician.
Las costumbres de los habitantes se le hacen cada vez mas antipáticas, se ahoga
en el café, donde nada es bueno, del teatro no entiende una palabra, y supone las
mas de las veces, con razón, que tal escuela de costumbres no le hace maldita la
falta, muy por el contrario, no puede menos de escandalizarse con lo que allí su-
cede.
Las poblaciones americanas sufren demasiado directamente el influjo de la civili-
zación europea, v en ellas, uno nacido en nuestros países no echaría nada de menos.
Los usos, las costumbres, los trajes, las modas, la literatura, todo, todo es
igual, grandemente opuesto por consiguiente á lo que en el campo sucede, todo
lo cual sorprende y extraña á nuestro hacendado, por lo que permanece en la ciu-
dad, como sobre brasas, sin parar, ni descansar, hasta que termina sus tareas.
Cuando tal cosa ha sucedido es de ver la alegría que lo domina y lo posee: baja
á la cuadra, ensilla por sí mismo su caballo, paga con escrupulosidad suma su
gasto y emprende de nuevo el camino que le ha de llevar á su casa, de donde re-
niega haber salido. Tan pronto como se halla en el campo su pecho se ensancha,
el aire puro vivifica sus pulmones y lo aspira con delicia; si se detiene en las ha-
ciendas que al paso encuentra, emplea en la conversación fina y punzante sátira
al ocuparse de cuanto vió y le sucedió en la capital, cosa que le sirve para ensal-
zar la vida que hace, para manifestarse dichoso y contento con lo que tiene, con
la libertad de que disfruta y las satisfacciones que esperimenta.
400
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Dichoso el que se da por satisfecho con lo que tiene, y esto, cual á ninguno,
sucede al hacendado americano, que aun no siente su pecho aguijoneado por la
ambición ni se vé acosado por deseos de otra vida que le parezca mejor. Franco,
natural, sencillo, afable, campechano, aquel hombre que todavía con propiedad
puede llamarse de la naturaleza, vuelve al fin ;í su casa cansado, estropeado, pero
bien pronto se repone y de nuevo se dedica á sus labores y tareas rodeado de los
suyos, sin que á su alma acose mas pena que el pensar que cualquier asunto pue-
da obligarle á tener que dejar su hacienda y marchar á la ciudad.
por D. Luis Ricardo Fors.
sase el calificativo de proteccionista, según el Diccionario
mas reciente de la Real Academia Española, para designar
á todo partidario del sistema económico llamado de pro-
tección, refiriéndose al comercio extranjero.
El Diccionario Enciclopédico de nuestra lengua, orde-
nado por el laborioso Fernandez Cuesta, dice que protec-
cionista es el afiliado al sistema relativo á la admisión de mercade-
rías extranjeras en un país, mediante un derecho de entrada llamado
protector; y que adopta un término medio entre la libertad absoluta
y la prohibición del comercio.
Si todo esto no basta para concebir por una simple definición qué
cosa sea el proteccionista, el gran Diccionario del erudito Littré explica que nues-
tro tipo es el partidario de un sistema relativo á la admisión de las mercancías ex-
tranjeras en un país, según el cual se gravan más ó menos las mismas á la en-
trada, para proteger el comercio interior contra una concurrencia que no podría
sostener sin tal gravamen.
402
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Sabida la definición, sabríase qué cosa es un proteccionista si todos los que
así se llaman se circunscribieran á lo que la definición expresa: pero resulta en
este particular que liav tantas clases de proteccionistas, como proteccionistas mis-
mos.
Difícilmente se encontrarán dos individuos de esta escuela que tengan com-
pleta igualdad de creencias y aspiraciones; y aun suele darse ejemplo, asaz fre-
cuente por desgracia, de que baya proteccionista que no sepa ni en qué consiste
la protección, ni qué cosa sea el libre-cambio.
Es, pues, arduo y dificilísimo, sino imposible, dar conocimiento exacto de qué
cosa sea un proteccionista, sin presentar á los ojos y consideración del lector los
diversos aspectos en que este tipo aparece en sociedad; los opuestos móviles que
le impulsan; las causas de su afiliación en la escuela proteccionista; el diverso cri-
terio que ha formado de las leyes económicas; los gustos y afinidades que le do-
minan: los estudios que le caracterizan; y los grados de egoismo, ó de abnega-
ción. ó de indiferencia por los cuales mide los intereses y el fomento de su país.
Solo así puede adquirirse idea aproximada del verdadero carácter del protec-
cionista. del origen y causa de sus aspiraciones y de la razón de sus ideales.
El proteccionista español podría dividirse en tantas clases como regiones abra-
za nuestra península.
Para el cosechero de Jerez las leyes económicas han de proteger ante todo los
vinos nacionales, aunque para ello sucumban los productos del resto de España.
Para el labrador de Jaén deben ser sacrificadas todas las producciones naciona-
les en aras de los aceites de su provincia. Al valenciano le importa un comino
que el libre-cambio arrúmelas demás comarcas, con tal de que los derechos fisca-
les garanticen el monopolio de las sederías de Valencia. Para el castellano no cabe
duda de que todas las manufacturas de la pátria pueden ser inmoladas ante el
beneficio de las harinas que afluyen á Valladolid y Santander. Los habitantes de
Cantabria lo posponen todo á la protección de las industrias mineras. Málaga
quiere que toda la riqueza española sea subordinada á la protección de sus caña-
verales y azúcares. En cambio los catalanes suspiran y trabajan por la prohibi-
ción de todos los productos de la industria extranjera á fin de que las manufactu-
ras del Principado catalan se impongan por ley fatal é inexcusable á toda la na-
AMERICANOS Y LUSITANOS
403
cion, aunque la nación tenga que arruinarse, comprando caro y malo, en aras de
la supremacía del país de la barretina. (1)
Como el tipo proteccionista por excelencia es el que abunda en Cataluña, puede
muy bien dividirse la familia en dos grupos principales, á saber: el proteccionista
español y el proteccionista catatan.
Este último constituye, como si dijéramos, la fine fleur del proteccionismo; es
la vera efigie del género, en toda su pureza; forma lo que los ingleses llamarían:
the pro tectionist high Ufe.
Dentro de este grupo típico del proteccionismo, puede intentarse todavía una
nueva subdivisión, á saber: el proteccionista de Barcelona y el proteccionista de
fuera.
Todo esto, con respecto á la procedencia y país del tipo que estudiamos.
En cuanto á los diversos criterios que á cada uno caracterizan, y circunscri-
biéndonos exclusivamente á los grados de su inteligencia, á la fuerza de sus
convicciones, á la violencia de sus impulsos v basta á la razón fundamental de
figurar en el grupo, pueden los proteccionistas dividirse en proteccionistas de com-
promiso, de moda, de buena fé, de especulación; y hasta los hay fanáticos incons-
cientes. como se dan casos de que los haya también que sean esencialmente libre-
cambistas-, y hasta de que no falten en la familia Grandes Sacerdotes del contra-
bando.
Al gunas pinceladas retratarán mejor que todas las definiciones, estas diversas
clases de proteccionistas.
Lo primero que el lector debe conocer en toda su desnudez, es el clamoreo
proteccionista de los españoles.
No tenemos á mano un teléfono que reciba la impresión de todas las voces y
razones de tales gentes, pero si lo tuviéramos y colocáramos junto al oido la trom-
petilla del aparato, escucharíamos estos ó parecidos argumentos de los que quie-
ren hacer la felicidad de España por medio de los procedimientos proteccionistas:
Los Fabricantes Catalanes. — Es urgente que se rebajen los derechos sobre
los carbones y que desaparezcan de una vez esos bestiales derechos con que se
(1) Gorro de forma parecida al que usan los napolitanos, aunque algo mayor. El color es generalmente
rojo y una vez puesto, aseméjase mucho á un gorro frigio.
404
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
gravan los hierros. ¡Abajo todos estos impuestos que impiden su libre introduc-
ción!... Pero... eso sí, es necesario impedir á todo trance que las manufacturas
extranjeras vengan á nuestros mercados á competir con nuestra industria.
Los Valencianos. — Hay que abolir los derechos sobre las primeras materias:
reclamamos que uo nos hagan pagar la seda que necesitamos de fuera para nues-
tras sederías... Pero ¡cuidado! Mucho cuidado en no consentir que entre en Es-
paña un solo grano de arroz de la India.
Los Santanderinos. — ¡Picaros valencianos! ¡No dejarnos entrar el arroz para
blanquearlo ! Es necesario destruir los monopolios, pero mucho ojo con dar oidos
á las quejas de los cubanos, porque hay que hacerles comer el malísimo pan que
les enviamos. Entiéndase que si pudieran comprar mejor harina que la nuestra,
perderíamos muchísimos millones.
Los Dueños de Fundiciones de Bilbao y otros puntos. — Ya es hora de
que celebremos un tratado comercial con Inglaterra. España no puede soportar
mas tiempo el monopolio catalan... pero es necesario que no se rebaje el derecho
de entrada sobre los hierros, que hasta el libre-cambista Figuerola respetó.
Los Agricultores de Castilla. — ¡Vengan tratados! ¡Muchos tratados que
nos permitan vender con ventaja nuestros vinos! No hay que hacer caso de los
catalanes. España debe rebajar inmediatamente sus aranceles... pero sin tocar ú
lo que pagan los trigos extranjeros, porque se abaratarían los nuestros.
Los Navieros Catalanes. — Conviene rebajar cuanto antes los derechos aran-
celarios del comercio entre la Península y Cuba. Es necesario, es indispensable
que los azúcares cubanos entren en España exentos de gravámenes, para que
nuestros buques tengan carga... pero hay que restablecer irremisiblemente el
derecho diferencial de bandera.
Un Diputado Malagueño y... Liberal.- — Yo amo la libertad y combato al
proteccionismo porque es cosa de monopolio y retroceso. He vivido y moriré den-
tro del libre-cambio. No hay que oir á los catalanes, ni á los valencianos, ni á
los harineros de Santander, ni á los fundidores de Bilbao. ¡No hay que oir á na-
die! Lo que hay que hacer es rebajar los aranceles y reducir á la nada los dere-
chos de aduanas pero sin tocar á los azúcares, como no sea para gravar mas
todavía su importación, porgúelo contrario seria arruinar la industria malagueña.
Este es el cuadro.
¿No parecen estos clamores, mejor que los agravios del proteccionismo, las,
intemperancias del egoismo?
AMERICANOS Y LUSITANOS
405
*
¥ ¥
Si el proteccionista se examina al detall, es decir, molécula por molécula del
conjunto que compone la familia, se verá que en todas las minuciosidades y actos
de su existencia responde á la aspiración y creencias de la colectividad.
El proteccionismo al menudeo ofrece las mismas particularidades y anomalías
del proteccionismo al por mayor.
Penetrad en uno de esos magníficos palacios de la industria en que se elabo-
ran los paños, las indianas y otros cien tejidos con que se enorgullecen, justa-
mente, nuestras provincias catalanas.
Allí, entre la confusión de miles de obreros, el continuo ir y venir de las lan-
zaderas, el crujido de las cuerdas y correas, el golpear de los émbolos, el sordo
hervidero de las calderas y el silvido estridente del vapor, observareis que el
dueño del soberbio edificio, que el amo de toda aquella complicada máquina pro-
ductora de géneros nacionales, corifeo intransigente de la protección á los tejidos,
lia protegido el trabajo nacional, haciendo venir las máquinas tejedoras de Bir-
mingham ó de Francia, comprando los poderosos motores á vapor en Manchester ó
Liverpool, pidiendo sus químicos é ingenieros á Bélgica ó Alemania, y hasta sir-
viéndose para capataces de algunos obreros de la vecina República.
Esta es la protección que el fabricante de paños ó sederías ó géneros de punto,
concede á las industrias mecánicas del país.
Penetrando en las salas de los bazares ó en los pisos de los sastres de mayor
cópele, puede el lector convencerse del apoyo que á su vez reciben los productores
de tejidos por parte de los constructores de maquinaria.
Este señor, buen mozo, rechoncho, con aire de hombre feliz, y humos de perso-
naje acaudalado, es socio comanditario de un establecimiento colosal que fabrica
toda suerte de motores y maquinarias, desde la mas sencilla bomba de riego has-
ta el volante mas grandioso que pueda hacer girar el hélice de un navio.
Apénas el sastre le pregunta por la salud, aprovecha la ocasión para dolerse
del estado de los negocios y quejarse de que el picaro gobierno tarde en estable-
cer la prohibición mas terminante, para evitar la entrada en España de todo me-
tal que pueda parecerse á aparato ó maquinaria.
TOMO I.
51
400
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— El país está perdido, — exclama. — Los que nos sacrificamos para hacer pro-
gresar la fabricación estamos amenazados por la ruina mas inminente. ¡Esto se lo
lleva la trampa! El gobierno se ha empeñado en no proteger la industria, y los
constructores de máquinas caminamos á pasos agigantados á la miseria... ¡En fin!
¡Paciencia!... Tómeme usted la medida de un traje de última moda, pero sobre
todo no caiga en la tentación de ponerme géneros catalanes, porque tienen una
vejez detestable. Deme usted paño de Sedan ó casimires ingleses. ¡Nada... nada
de Sabadell, ni de Tarrasa! No quiero volver á usar esos trapos en toda la vida...
Y esta es la protección que el productor de máquinas, proteccionista sin con-
diciones (como los explotadores del sentimiento patrio en la Habana), suele dis-
pensar al productor de tejidos.
Mil páginas como estas y otras mil mucho mayores, no serian suficientes para
todos los ejemplos de la protección que los proteccionistas dispensan á sus cofra-
des de producción y de teorías y de egoísmo.
Si los publicáramos, vería el lector que el opulento minero que pide la prohi-
bición de entrada de los hierros, compra en París los coches en que pasea por los
sitios de moda; que el constructor de carruajes, pide los muelles, llantas y otros
accesorios á Alemania ó á Inglaterra; que el industrial mas enemigo del libre-
cambio, amuebla sus aposentos con todos los caprichos del extranjero y cubre sus
salones con los papeles ó tapicerías del otro lado de la frontera.
Este es el proteccionista.
Según su teoría, es reo de alta traición á la pátria todo el que no compra sus
productos, aunque sean estos peores y mas caros que los de fuera.
Pero en cambio se cree dispensado de proteger todos aquellos que él no produce.
Y como no lo cree así, no los compra.
¡Justicia y lógica proteccionistas!
Hemos dicho que existen proteccionistas de compromiso y de moda; que los
hay de buena fé y de especulación; que finalmente, no faltan entre ellos fanáticos
inconscientes, y que no deja de haberlos que son libre-cambistas sin sospecharlo,
y otros que medran con el contrabando... sospechándolo.
De todos ellos, el mas censurable es el de especulación; el mas tonto, el de
AMERICANOS Y LUSITANOS
407
compromiso; el mas inofensivo, el de moda; el mas ridículo, es el que es libre-
cambista sin sospecharlo; los mas dignos de lástima, el de buena té y el fanático;
finalmente, los que merecen mayor escarmiento, los que medran con el contrabando.
El proteccionista de especulación es el mas censurable, porque su fin exclusi-
vo consiste en colocar sin concurrencia sus géneros, sin importársele de los que
él no produce, ni de que el consumidor pueda comprar mejor y mas barato por el
sistema de libre-introduccion.
El mas tonto de los proteccionistas es el de compromiso, porque la palabra sola
indica que al serlo, no obedece á sus propias convicciones, sino á ciertas exigen-
cias de sociedad que le liacen abdicar del propio raciocinio.
El proteccionista de moda es el mas inofensivo, porque tiene tanto apego á
uno ú otro de los dos sistemas económicos, como los perros lo tenian al color ver-
de ó al carmesí, en aquella época en que las damas del gran mundo daban en te-
ñir el pelo de aquellos animales.
No hay duda que es ridículo en alto grado aquel proteccionista que profesa el
libre-cambio sin sospecharlo; y son ridículos la mayoría de los proteccionistas,
porque casi todos hacen raciocinios como el siguiente, que liemos oido áun fabri-
cante de paños:
— Desengáñese usted, — nos decia gesticulando como un desesperado, — no
uxiste otro gobierno en el orbe mas injusto que el de España. Aquí todo es des-
barajuste. Figúrese usted que los fabricantes de paños en vez de ser protegidos
como merecemos, por nuestros sacrificios, somos hostilizados y arruinados cada dia
más. La industria nacional no será nada, mientras se permita importar ni siquie-
ra una vara de paño extranjero: pero en cambio debe abolirse en las aduanas el
derecho que paga la lana que necesitamos en nuestras fábricas, debe desaparecer
el arancel que grava el carbón que hace hervir el agua de nuestras calderas y
que encarece las materias químicas que necesitamos para preparar y teñir nues-
tros tejidos. Todo esto, desengáñese usted, dehe desaparecer de las tarifas de
aduanas, si quiere protegerse á la industria. Además, la fabricación no será nada
mientras no se borren de una plumada los absurdos derechos que en nuestro puer-
to se hace pagar á los barcos que traen todo ese carbón, y esa lana, y esos pro-
ductos químicos que necesitamos los fabricantes, y que con tantos derechos y ga-
belas llegan muy caros á nuestras manos.
¿Tenemos razón en calificar de ridículo á esos proteccionistas que, sin sospe-
charlo, defienden el libre-cambio enragé en lo que les trae cuenta?...
408
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Siguiendo la clasificación que liemos establecido, repetimos que el proteccio-
nista de buena fé es el mas digno de lástima, porque la merece quien pide que se
encarezca lo mismo que necesita y lia de pagar con su trabajo.
También es digno de compasión el fanático, porque no es otro que el de buena
fé elevado á quinta potencia y obcecado por el paroxismo de la sinrazón.
El proteccionista que se protege basta la defraudación á la Hacienda, sale de
nuestro cuadro y no debe comprenderse bajo el título de las presentes líneas.
Merece artículo aparte.
Entra en la familia de los contrabandistas y lo recomendamos al Resguardo de
mar y tierra.
Dos plumadas para concluir.
Al apuntar los diversos grupos de proteccionistas, liemos dicho que los habia
de Barcelona y de f uera.
Estarnos en lo mismo y por lo mismo reiteramos la subdivisión.
En ambos grupos se comprenden casi todos los que antes liemos revistado y
calificado.
Entre los proteccionistas de Barcelona, están indispensablemente los de espe-
culación y los libre-cambistas sin sospecharlo; muy frecuentemente figuran tam-
bién los de moda y los fanáticos y no pocas veces los Grandes Sacerdotes del con-
trabando.
Entre los proteccionistas de fuera, figuran casi todos los de compromiso, mu-
chos de buena fé y no pocos de los de moda.
En ninguno de los grupos que conocemos hemos encontrado al proteccionista
sério y útil al país.
El proteccionista que ama la libertad y quiere que ésta rija en todas las ma-
nifestaciones de la vida, sin excluir las del comercio y de la industria; aquel que
lleva su amor á la pátria hasta desear que sus productos sean protegidos cada dia
menos, para que su perfección aumente y sus precios disminuyan, á ese protec-
cionista no le liemos hallado en ninguna parte.
Por esto no creemos que exista en España.
por D. Francisco X. Baraibar.
al vez quien nos conozca y haya tratado, podrá justificarnos
algún vicio y no pocos defectos; pero jamás tendrá ni el mas
ligero de los fundamentos para suponernos ingratos.
Esta mala condición, peor que todas las que pueden con-
tribuir á dar lugar á cjue un hombre se haga despreciable
y aborrecible, falta en absoluto de nuestro pecho, y jamás, en
nuestra ya larga vida, nos hemos inclinado á ella, porque siem-
pre fuimos refractario á lo que hoy, por desgracia, abunda tanto.
Debiendo á esta gloriosa nación de la vieja Europa el naci-
miento no más, y todo lo que tenemos y poseemos á la risueña
América, nada podemos decir en contra de aquel continente: úni-
camente nos sentimos llevados á lamentar sus males y á llorar sus penas.
Atentos á todo lo que ocurre en aquellas naciones, durante el tiempo que allí
hemos permanecido, hemos podido comprobar con cuánta ligereza se habla y con
cuánta rapidez se forman juicios de asuntos que no se conocen y de cuestiones
que se desenvuelven en países que distan tanto del que nosotros habitamos. Grande
410
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
y terrible mal es este que con frecuencia lleva á escribir crónicas desatinadas en
las que se hacen los mas absurdos paralelos y se emiten las mas descabelladas
ideas.
No hace mucho tiempo que dominados por la sorpresa mas grande, leimos en
un periódico que de buena y grande fama goza, un artículo debido á la pluma de
sobresaliente escritor, que no sabiendo de América mas que lo que en libros y
revistas se ba escrito, engolfóse de lleno en hábiles consideraciones histórico-
políticas de muchísimo efecto y de grandísima trascendencia, para el que á ellas
se limitara, pero que ninguna quedaba enhiesta tan pronto como con la realidad
quisieran comprobarla.
Y es que no da lo mismo formar concepto mediante lo que oimos, que ó poco
rato resulta abultado por la imaginación, y formar el criterio en presencia de los
hechos mismos que esperamos nos sugieran alguna reflexión.
El escritor á que aludimos, grande amigo nuestro, por mas señas, clamaba á
semejanza de los antiguos profetas, contra la corrupción que en esta vieja Europa
se advierte, contra la desmoralización que nos domina, y pasando revista particu-
lar y detallada á cada una de las naciones que hay por acá y de las que cada cual
á su modo, contribuyen al equilibrio, veía á Rusia amenazada de una disolución
social hija de la reacción natural y lógica que tiene que operarse, dada la extre-
ma coacción y violencia en que los soberanos de aquel imperio han tenido á su
Decia de Alemania que era un imperio amasado con voluntades contrarias,
pero que habian cedido por la alucinación de un momento; que todo su poder es-
tribaba en la, existencia de dos hombres, de los que metafóricamente hablando, el
uno habia aportado la cabeza, y el otro habia contribuido con su brazo, de modo
que en el dia no lejano en que ambos ó cualquiera de estos dos hombres llegara á
faltar, desaparecería la unidad del referido imperio, surgiendo de nuevo el consi-
derable número de pequeñas nacionalidades que antes de la guerra de 1870. en
que tan señaladas victorias consiguiera, componían la Alemania.
Ocupándose después del Austria, augurábale precario destino, y no dejaba
mejor parada á la mercantil Inglaterra, de la que sóidamente afirmaba que domi-
nada por el afan de lucro, empeñábase en promover disturbios fuera de casa, sin
cuidarse de lo que en el interior tenia. Acusábala de gastar sus fuerzas en lejanos
climas quedándose con tan pocas que resultaban de todo punto insuficientes para
dominar los conflictos que en su seno ocurrían y veía para no lejana época que la
AMERICANOS Y LUSITANOS
411
grandeza de Albion había de quedar derretida en las espumosas ondas que se
quiebran contra sus playas.
Todo esto que decía de los países del norte, resultaba pálido y frió al lado de
lo que se le ocurrió ocupándose de los países pertenecientes á la raza latina. Al
llegar á ocuparse de ellos, cual si su indignación estuviera contenida desde hacia
mucho tiempo, como si de su pecho rebosara el encono, estalló haciendo explosión
sonadísima, y casi podemos decir que ni un hueso les dejó sano en su ya zaran-
deado cuerpo. ¡Pobre Italia! exclamaba al comenzar el párrafo, y á seguido ren-
glón enumeraba todas las desventuras que pueden llevarnos á la mas profunda
conmiseración; veía amenazada la unidad que tantos siglos se tardara en realizar
y aseguraba que envuelta en considerable número de conflictos inminentes, no le
quedaba otro remedio sino perecer agobiada al esfuerzo de número mayor de ene-
migos que sobre ella habían de caer: sostenía que su política desastrosa hoy, ins-
piraría repugnancias seguramente á los antiguos genoveses y venecianos; que
habían sido muchos los vientos que había sembrado y que por consiguiente no le
quedaba otro remedio que recoger tempestades. Aseguraba que Portugal era mas
que nación, una colonia inglesa, sin independencia, sin pensamientos propios, y
que solo se sostenia gracias á las brillantes aptitudes que tienen los buenos por-
tugueses para hacerse ilusiones.
Excusado nos parece manifestar que sus mas hondas lamentaciones las reservó,
al hacer su artículo, para cuando llegó á ocuparse de nuestra hermosa pátria; con
la celeridad que el águila vuela, pasó sobre nuestras pretéritas glorias, enumerán-
dolas con orgullo una á una, sin olvidar nuestra constancia en repeler invasio-
nes y nuestro tesón para resistirlas; enumeró nuestros mas grandes hombres, desde
los que nacidos en nuestro suelo merecieron ser dignidades en la soberbia Roma,
hasta los que audaces y atrevidos han paseado nuestras banderas por el mundo
todo, y á renglón seguido lloró sobre nuestras luchas intestinas, sobre nuestras
discordias civiles y sobre estas divisiones y subdivisiones políticas que puestas en
turno aguardan hambrientas el pedazo que los demás quieran arrojarle.
Después de esta lúgubre revista, en la que campeaba el pesimismo mas refi-
nado y de la que no pocos puntos eran controvertibles, nuestro amigo sacaba en
conclusión, no como muchos creen en vista de tanta desmoralización, que está
próximo el fin del mundo, sino que este, siguiendo una ley histórica que de an-
tiguo se viene observando, cambia de faz, y de la misma manera que en remotas
épocas fueron cuna y emporio de la civilización y de la cultura naciones antiguas
412
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
del Asia que hoy solo viven en la historia, y de las que las mas famosas ciudades
yacen hoy en ruinas, formando sus restos cuevas donde anidan las ñeras, así lle-
gará un dia en que desmoronándose esta caduca Europa, la civilización pasará á
América, donde se estacionará considerable número de siglos.
Esta peregrina idea que mas de una vez habíamos visto enunciada, podemos
afirmar que no tiene otro fundamento que lo mucho que se ignora de aquellos
países, á que según aseveran trasmigrará la civilización con sus doradas alas, y
además surge en la mente de muchos por un pesimismo arraigado en los que solo
suponiendo mal, pueden explicarse ciertos fenómenos (pie hoy se verifican.
La historia no registra siglo de tanta grandeza como este en que nos lia to-
cado en suerte vivir: en ninguna época de las que sucesivamente han ido pasando,
se han orillado tan graves conflictos de tan fácil modo como en la nuestra, a- nunca
ha sido el encono menor que ahora eñ que con nueva saña las naciones procuran
aventajarse entre sí, no con los alardes de fuerzas que antes servían para destro-
zarlas, sino con obras del ingénio y adelantos de la industria, que las conservan
y fomentan.
No podemos negar que cada dia se irán civilizando mas y mas las nacionali-
dades que con la emancipación se han creado en América, mas no puede ocurrir
nunca que lleguen al imperio en que hoy se encuentra Europa, dejándonos en el
abatimiento terrible que nosotros dejamos al Asia, ó mejor dicho en la ruina en
que vino á caer la parte del mundo señalada hoy como cuna del género humano.
Hasta las mas ricas y poderosas comarcas americanas tienen causas poderosí-
simas que cohihen su desenvolvimiento, y de ellas en su mayor número casi pa-
rece que están llamadas á desaparecer por el poder absorvente que tiene el mas
grande y el mas fuerte. Antiguo axioma político fué el de que malo era dejar en-
grandecer al vecino, y dicho harto conocido el de que siempre es peligrosa la ve-
cindad del fuerte y poderoso.
Aquellas repúblicas en su mayor número han olvidado tan prudentes y útiles
advertencias hasta tal punto que ni siquiera parece que se acuerdan de ello, pues
ya que es imposible evitar lo realizado hasta hoy, por ser empresa superior á sus
fuerzas, debían al menos cuidarse en prevención de lo que pudiera ocurrir maña-
na. Hacen todo lo contrario, y no parece sino que juraron al realizar su indepen-
dencia no dejar las armas de la mano, según lo que luchan, batallan y pelean;
cuando no unas con otras, representando el papel de hermanas mal avenidas, la
emprenden con ellas mismas y se desgarran el pecho, consumiendo estérilmente
AMERICANOS Y LUSITANOS
413
su fuerza y dando lugar á la plaga mas odiosa de las modernas sociedades: al mi-
litarismo.
Desgracia y no pequeña lia sido para aquellas naciones no haber tenido cada
una al tiempo de su constitución, un hombre honrado, probo, leal é inteligente,
que fijo solo en el bien de aquel pedazo de tierra en que había nacido, encami-
nara rectamente sus intenciones al bien público. Antes al contrario, ninguna ha
carecido de hombres á centenares, que fijándose solo en su propia conveniencia,
no han descansado un solo instante, ni han tomado un momento de reposo persi-
guiendo con ansia la idea descabellada de sobreponerse á todos sus conciudada-
nos. De esto ha resultado, que no ha pasado un año sin alguna revolución ó pro-
nunciamiento en que no pocos pierden miserablemente la vida sacrificados como
corderos, sirviendo de carne de cañón al bando enemigo, que nunca defiende otra
causa, sino el escalamiento del poder.
¿En qué consiste esto? nos hemos preguntado muchas veces, viendo sobre el
terreno los males que ocasiona; y muy distintas han sido las contestaciones (pie
nos hemos podido dar, según del lado que hayamos considerado la cosa.
Recordando la mala política seguida allí por los descubridores, podríamos de-
cir (pie aquella prohibición que tuvieron los hijos del país, para desempeñar car-
gos públicos, había sido causa sin duda de que al poderlos tener, los quieran to-
dos; y si á esto se aúna que las vivísimas imaginaciones de aquellos naturales del
hermosísimo suelo americano, son heridas tal vez en demasía por los bordados,
adornos y condecoraciones, tal vez nos explique aun mas el afan desmedido que
en todos ellos se observa de llegar á ser generales.
Cuando aprovechándose de la confusión y desorden que en la metrópoli reina-
lian, quisieron sacudir el yugo, (pie les teníamos impuesto, no faltaron espíritus
audaces y atrevidos que luego que dieron el entusiasta grito de libertad é inde-
pendencia, lograron ver en torno suyo hombres dispuestos á secundar sus planes
y á llevar á feliz término cuanto desde el principio se propusieran.
Entonces no faltaron hombres de corazón y de valor, hombres de principios y
de sin igual constancia, que, aventurándose á jugar el todo por el todo, empren-
dieron una campaña en la que todas las desventajas se hallaban de parte suya.
Los obstáculos que tenían que vencer eran insuperables y hubieran hecho desma-
yar á los que con menos fé se lanzaran en la que parecía temeraria empresa. En-
cuentros terribles, sorpresas inesperadas, lucha sin tregua ni descanso, vida
agitadísima, todo, todo lo sufrieron con resignación, no teniendo, en el mayor nú-
TOMO I, 52
414
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
mero de los casos, ni techos que les guarecieran de las inclemencias del tiempo,
ni alimentos que les fortificaran, ni vestidos que los cubrieran. Pero no sabemos
qué de grande y elevada tiene la idea de pátria, que alienta, vigoriza y estimula;
tiene esta palabra algo de magnético que infunde en los hombres un valor del que
antes no se liabian dado cuenta y que ni siquiera habían sospechado poseer.
Esto ocurrió con varios de los que primeramente se lanzaron á combatir por
la independencia de aquel pedazo de tierra en que habían nacido. En aquellos pri-
mitivos guerrilleros que siempre á caballo no descansaban nunca y jamás se cui-
daban de su persona, hay que suponer necesariamente grandísima buena fé é in-
mejorables deseos, y de entre ellos hay un ejemplo notable que debían haber se-
guido todos los demás; este ejemplo que tanto recomendamos, este ejemplo que
podemos presentar como tipo del buen general americano, es el bien conocido Si-
món Bolívar.
Corazón grande y alma generosa, no bien hubo acabado sus estudios en Eu-
ropa. marchó á su pátria, imbuido en los principios que había predicado y acre-
ditado la revolución francesa. Constante en su deseo de liberar el territorio, de la
dominación española que sobre él pesaba, lanzóse al campo, y nada significaron
para él los primeros descalabros que sufriera en la campaña, antes al contrario,
sirvieron para estimularlo más y más, y sin parar un solo dia, organizando sus
fuerzas al propio tiempo que las conducía al combate, obtuvo señaladas victorias
no solo sobre los españoles, sino que también sobre las bandas de naturales que
aquellos supieron armar en contra de los patriotas.
Político al mismo tiempo que guerrero, supo ir dando organización á lo que
dominaba, y otra seria, sin duda, la suerte de las naciones aquellas, si en un todo
se hubieran dejado conducir por las indicaciones del que con tanta justicia ha
sido llamado el Washington de la América del Sur. Desinteresado cual ninguno,
no solo aconsejaba el bien con sus predicaciones, sino que lo recomendaba con su
ejemplo. Demasiado fácil es clamar que todos nuestros semejantes hagan esto ú
aquello, pero es difícil en demasía llevar á sus ánimos con nuestras obras el con-
vencimiento de que deben ejecutar aquello que les aconsejamos. Bolívar supo ha-
cerlo: estaba convencido de lo que era conveniente y justo, y no bien hubo pues-
to el pié en su pátria, de regreso de Europa, cuando dió libertad á todos los negros
que servian de esclavos en las vastísimas haciendas que constituían su patrimo-
nio; siguió en esta senda y bien pronto de los fragmentos de naciones formó una
sola, y más hubiera hecho si la envidia no se despertara en su contra en el famoso
AMERICANOS Y LUSITANOS
415
congreso de Tacubaya, reunido por él para acordar una especie de federación que
uniera con estrecho lazo á todos los pueblos sur-americanos.
Ejemplo digno de ser imitado en aquellas dilatadas regiones en que operó de
continuo y en que valeroso siempre, supo sostener su causa, á pesar de las vicisi-
tudes é inconstancia de la suerte que no siempre le fué favorable. Con bastante
razón ha sido comparado con el incansable Sertorio; en perpétua agitación siem-
pre, cansó á sus enemigos cuando no pudo vencerlos, y de este modo, dia tras otro
logró acrecentar su fama y engrosar sus filas. Pero cuando detenidamente se oh-
serva su manera de ser, y su manera de vivir; cuando se vé al punto extraor-
dinario á que llegaba su audacia, cuando se atiende á la magnitud de su empresa
y al ejército que conducía, compuesto en su mayor parte de extraños y hetero-
géneos elementos, ¿con quién mejor cabe compararlo que con Aníbal, el duro y
tenaz cartaginés que varias veces logró poner en terrible aprieto á la soberbia
Roma?
Lo cierto es que debe considerársele como verdadero tipo del general ameri-
cano, al que debian haber imitado todos los demás. Tres veces el pueblo, que
constantemente lo aclamaba, lo invistió del alto poder dictatorial, y tres veces
supo renunciarlo creyendo su misión cumplida; supo desde luego hacer reducción
en los gastos, y principió disminuyendo el sueldo que le tenian señalado; rico,
inmensamente rico cuando comenzó á mezclarse en política, no aumentó su for-
tuna, sino que antes al contrario, la mermó de una manera considerable, sacrifi-
cándolo todo á su grandiosa idea.
Si cada nación de las que se constituyeron en el nuevo mundo, al hacerse in-
dependientes hubieran tenido un Bolivar, con seguridad que nuestro amigo al la-
mentarse del mal estado de Europa y vaticinar que la civilización trasmigraria á
América, tendría razón; si en aquellas regiones hubieran abundado los generales
como el Washington de la América del Sur, no tendríamos hoy tema para escri-
bir este artículo: mas no ha sido así por desgracia, ni mucho menos. Bolivar no
fué mas que uno.
Antes de bosquejar el tipo que nos hemos propuesto, es justo hacer una salve-
dad que desde luego evite que se den por ofendidos los que no deben pensar que
nos referimos á ellos, y que se hieran susceptibilidades. Sabemos sobradamente
que allí hay, entre la clase militar, hombres dignos, valientes y de valer en todos
conceptos, que han hecho su carrera con brillantez, y que han llegado al feliz tér-
mino de ella de una manera honrosa y digna. Pero creemos que estos mismos han
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
416
de ser los primeros en lamentar la senda peligrosísima que lian seguido para lle-
gar á un punto en el que se confunden con los que lo han asaltado, sin saber
cómo, impulsados por fuerzas que engendró solo la suerte caprichosa.
Por mas (pie sea achaque general y común en toda la raza latina, es lo cierto
que en ninguna parte se vé de una manera tan clara y manifiesta como en Amé-
rica, esa série no interrumpida de guerras, turbulencias, agitaciones y pronun-
ciamientos que asolan aquellas hermosísimas campiñas, llevan al sepulcro á tantos
infelices y privan de brazos á la industria, á la agricultura y al comercio.
En los países donde de antiguo están reguladas las instituciones por una lev
que los más acatan, solo queda la protesta de los menos, que fácilmente puede
contenerse y aun repelerse, si llegara á ser preciso; mas en aquellos recientemen-
te creados, que desde luego se dieron una constitución que autoriza mavor núme-
ro de aspiraciones, la protesta no es de principios, pues ya no cabe el plantea-
miento de nuevas formas de gobierno que autoricen mas ámplias libertades: allí la
cuestión es de personas, y nada mas que de personas. Se procura (pie el quítale tú
■para ponerme y o tenga un fundamento, y para esto se apela á la sabida excusa de:
Tú to haces mal y yo ¡o haré mejor.
(’ierto es que en un número considerable de casos ha habido razón para afir-
mar que cualquiera lo baria mejor que el que ocupa el poder, por ejemplo, cuan-
do el tirano llosas dominaba.
Mas no sucede siempre así, sino que por el contrario, en el mayor número de
los casos, cuando todo marcharía bien si hubiera paz, cuando solo la tranquilidad
es lo ipie hace falta, nunca se hace esperar un descontento que cansado de aguar-
dar que le llegue el ambicionado -turno, procura hacerse de un número grande ó
chico de parciales, y saliéndose al campo comienza á cometer una série no inter-
rumpida de tropelías, que dan por resultado inmediato el que su nombre sea co-
nocido en breves dias. En cualquiera parte á este revoltoso se le daría el nombre
de faccionario ó cabecilla, y cuando mas el de guerrillero, pero allí no sucede tal
cosa, allí él mismo comienza por darse el pomposo título de general, que los de-
más le reconocen sin gran trabajo, y le prodigan sin inconveniente ninguno.
Salido de donde menos pudiera pensarse que salieran generales, el tipo que
vamos á pintar y que puede servir de modelo de la mayoría, no es una ficción. Sin
grande esfuerzo ni trabajo podría encontrarse en todas las naciones de América
que un día fueron colonias españolas. Espíritu intranquilo, y mente calenl mien-
ta, sorprendióle detrás del sucio mostrador de la tienda en que servia, la noticia
AMERICANOS Y LUSITANOS
417
de que por el campo vagaba una partida que se batía con las tuerzas del gobierno
á fin de derribarlo y poner otro que fuera mejor.
Esta revelación despertó en él la idea de que, en efecto, el gobierno aquel que
por entonces regia los destinos de su país, no lo hacia del todo bien, por cuanto
él se encontraba reducido á miserable condición. Desde entonces, por la noche
se dio á leer todas las proclamas y papeles que se imprimían fomentando la insur-
rección.
Al poco tiempo pudo observar que no carecía de auditorio, pues el mozo del
almacén y un primo suyo, dos rancheros y cuatro gañanes, dependientes todos de
la misma casa donde él servia, acudían á escucharle con verdadero gusto. Al prin-
cipio todos callaban, ninguno se atrevía á exponer su opinión, así como tampoco
á hacer comentarios, mas cuando después de repetidas lecturas, fueron apren-
diendo términos convenientes y nombres propios, era de ver la frescura y desem-
barazo con que cada cual decía lo que se le antojaba. Nos parece excusado decir
que todas- las simpatías de aquel círculo eran para los sublevados, que á ellos se
les daba la razón, y que á una voz lamentaban que no fueran mas en número
para acabar mas pronto. Una noche al fin, el tendero que desde muchos dias atrás
meditaba un audaz proyecto, se atrevió á exponerlo á sus compañeros, y dicho
sea en verdad, fué acogido con sin iguales muestras de entusiasmo.
Se trataba nada menos que de lanzarse al campo para fomentar la revolución;
trazóse el plan, distribuyéronse los cargos y resultó que solo con ellos había buen
número de jefes y oficiales pero que soldados no tenian ninguno. Esto no importa,
dijo el que desde aquel momento mismo se constituyó general, los soldados ven-
drán luego, y efectivamente, un mes mas tarde, después de mil peripecias y cui-
dados, nuestro hombre se hallaba al frente de un centenar ó dos de individuos,
que en su mayoría era cada cual lo peor de su casa, mal equipados, y si se
quiere peor alimentados; lograron armarse aunque de una manera muy hetero-
génea, después de las primeras escaramuzas que libraron, y una vez conseguido
esto, fué de ver la prisa que tuvieron en darse á conocer, y en que sus proezas
fueran admiradas.
Sin tregua ni descanso, recorriendo la comarca en todas direcciones, ausilia-
dos poderosamente por el bien montado espionaje que los de su bando tenian,
lograron sorprender algunas veces á las fuerzas del gobierno, obteniendo sobre
ellos triunfos insignificantes, pero que ellos se cuidaron de aumentar á su capri-
cho y antojo, de modo que parecía siempre que lo que se había librado eran for-
418
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
midables batallas campales entre dos ejércitos igualmente numerosos y aguerridos.
No liubo lugar en que entraran y volvieran á salir sin haber dejado en él memo-
ria terrible de su paso; parecia que todos los que no iban en sn seguimiento dispues-
tos á dar cima á sus planes y á hacer lo que se les mandara, con alma y vida, eran
enemigos suyos según el modo con que se les trataba. Contribuciones, impuestos,
exacciones, represalias durísimas, estos eran los hechos que lo caracterizaron en
aquel primer período de su vida militar de que ya no se acuerda, pero que jamás
olvidarán los que entonces le conocieron.
Uno de los mayores males en los tiempos modernos, no solo para las naciones
de América sino para todas las que se hallan constituidas sobre la superficie de
la tierra, es el de haber confundido lastimosamente la religión con la política, y
haber hecho de la primera un instrumento para la segunda, según la gente que
ha manejado los negocios públicos.
Es una verdad de las mas crasas que la América latina no puede compararse
con nación ninguna como no sea con España, pues ellos lo mismo que nosotros,
son españoles. Una rápida excursión que por allí se haga, convencerá inmediata-
mente de la verdad de lo que apuntamos, pues nuestro es su idioma, sus usos,
sus costumbres, su génio, su religión, su manera de ser y en una palabra, el ca-
rácter, con todo lo bueno y lo malo que de ello ha de resultar necesariamente. l)e
aquí que en lo que modernamente se llaman clases conservadoras estén profunda-
mente arraigadas las creencias religiosas, y que dominados por predicaciones que
no siempre dejan de ser inconvenientes se nieguen con férrea obstinación á dar un
paso hácia adelante permaneciendo en un retraimiento fatal y mirando con malos
ojos no solo lo que malamente dan algunos en llamar progreso, sino también lo
([lie por progreso, justo, racional y legítimo, debe tenerse.
Esto, que mas que á nada se debe á la falta de cultura, creen los del bando
contrario que han de atribuir á la religión y de aquí la cruda guerra que en todas
partes se hace hoy á este sentimiento, que como cualquiera otro, mas se irrita y
exacerba cuanto mas se le persigue y castiga. Uno de los primeros cuidados del
incivil americano, tan pronto como por sí y ante sí se constituye en general, es
atacar todo lo que pueda referirse al sentimiento religioso, y hace cuarteles de las
iglesias, y derriba á unas imágenes, y destruye otras; expolia los templos y los
desposee, diciendo á cuantos le escuchan, y que por fuerza tienen que creerlo, que
todo aquello lo hace porque es de la única manera que puede arreglarse el país,
ponerlo en orden y que prospere.
AMERICANOS Y LUSITANOS
419
Las alocuciones que dirige á sus gentes es fácil comprender como serán; mo-
delos de mal gusto pero retumbantes, hieren los oidos de la tropa que siempre las
saluda con vítores y aplausos: les promete poco menos que la gloria para el dia
del triunfo no lejano, y asegura siempre en ellas que sus miras son las mas puras
y sus intenciones las mas rectas. Bien estudiadas estas alocuciones puede hallar-
se en ellas sin grandes dificultades, gran exceso de malos y bastardos sentimien-
tos, que es en suma lo que le domina; procura halagar los sentimientos de todos
los que le siguen, y con sus actos y proezas hace de ellos mas que soldados, lobos
carniceros.
En sus encuentros, no hay cuartel para nadie: al herido, se le remata; al
prisionero, se le fusila; pero sin perder tiempo en formalidades, que después de
todo, han de resultar vanas; una vez que la suerte le ha sido favorable no hace
lo que por su mal hizo Aníbal, y cual ningún otro sabe aprovecharse del triunfo,
que según sus principios, ninguno es tan completo como el que deja menos ene-
migos. Sin pararse en clase, ni en condición, ni en sexo, ni en edades, fusila á
cuantos caen bajo su mano, siendo de ver la saña que en ello pone extremada
hasta un punto tal, que parece que mayor ha de ser su gloria cuánto mayor sea
el número de personas que inmole.
Combatido por tantos puntos contrarios, las fuerzas del poder se agotan, y el
gobierno flaquea, y cae al fin; sobrevienen disturbios sin cuento, parece que el
país, tras aquella lucha tremenda y criminal, queda condenado á la mas horrible
de las anarquías, mas al cabo, uno, el que contaba con mas fuerzas, tuvo mas
suerte, ó fue mas audaz: logró recoger las riendas del estado, se entroniza en des-
pótica dictadura y empieza á gobernar. Para asentar sólidamente su poder no pue-
de menos de comprar algunas voluntades, en su mayor número las de aquellos
que con él hicieron la campaña y le ayudaron á subir tan alto. Estos, segura-
mente, tendrán apadrinados y amigos, á los que por fuerza se repartirán destinos
civiles, puestos importantes, aun cuando para ellos no tengan aptitud, gobiernos
subalternos, á los que llegarán á creer ínsulas Baratarías, en las que sin disputa
ninguna obrarán peor que el Sancho de nuestro inmortal Cervantes; pero para
ellos, que siempre procuraron y consiguieron salir ilesos, para ellos, que pasan un
dia y otro contando proezas que no acaban, hazañas en las que, según dicen, cor-
rieron mil veces el peligro de perder la vida, para ellos, decimos, no hay otro re-
medio que legalizar el título que desde el comienzo se dieran, y el dictador, que
comprende que de este modo satisfará su amor propio y contentará su ambición,
420
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
el dictador, que comprende que con esto solo le bastará para aquietar aquellos
ánimos turbulentos y contenerlos al menos durante el tiempo que él necesita para
hacer su negocio, no se para en barras, y con el desenfado de aquel á quien nada
le importa, porque otro paga, un dia escribiendo, poco y mal, dará lugar á que
al siguiente el periódico oficial de la República aparezca lleno de retumbantes
nombramientos de generales á favor de este, del otro y del de mas allá, nombra-
mientos (|ue naturalmente se fundan todos en los sobresalientes hechos de armas
realizados en aquella campaña que viene á poner término al lamentable estado en
que los asuntos públicos se hallaban.
A partir del momento en que la situación de nuestro antiguo tendero se le-
galiza, cambia su manera de ser notablemente, y comienza por dar de lado á sus
antiguos camaradas, buscando al propio tiempo quien le escriba una floreada his-
toria de su campaña, cosa que encuentra siempre, pues la paga bien.
Conténtase y se envanece con la biografía que le inventan, y su falta de pu-
dor le lleva á juzgarse justamente comparado con Alejandro, Aníbal, César, Pe-
lavo, Gonzalo de Córdoba, Napoleón, y demás grandes capitanes y sangrientos
héroes de guerra, cuyos nombres nos lia conservado la historia. Además, su petu-
lancia se excita al considerar que, si como soldado lo elevó su biógrafo tan alto,
como político hizo otro tanto, de tal manera que se vé convertido en una excelsa
figura, de tal magnitud, que todos en adelante tendrán por qué envidiarle.
Él nunca habia disfrutado de comodidades, pero un general vivo y efectivo no
puede prescindir de ellas, y lié aquí que de la noche á la mañana lo encontramos
instalado en una casa de lujosísima apariencia, que hace amueblar con todo el
lujo A' refinamiento que mueblistas y tapiceros se permiten cuando tienen ámplias
facultades y saben de antemano que las cuentas les serán satisfechas al instante y
sin titubear.
Donde mas agota todos sus recursos, y en lo que mas empeña su saber y po-
der, es en la confección de su uniforme, y es de ver cuántos figurines y modelos
se hace presentar, decidiéndose al fin por el que le parece mas vistoso y llamati-
vo: muchos bordados en la casaca, el mayor número que de ellos se pueda, alto
cuello <{ue no le permita ladear la cabeza, sino al contrario, llevarla tiesa y er-
guida, sombrero galoneado con grande llorón de plumas, espuelas de sueltas ro-
dajas que suenan mucho al andar, y un sable largo, muy largo, lié aquí el gran
uniforme de nuestro general, que ya no se lo quita para nada, y que hasta para
dormir quisiera tener puesto. Entrégase á la buena vida, goza, disfruta y descansa
AMERICANOS Y LUSITANOS
421
de sus pasadas correrías; pero al fin, su desmedida ambición le lleva á encontrar
monótona la vida, aspira á ser mas de lo que es, y á partir de un momento, su sue-
ño acariciado es la presidencia de la República. Firme en su empeño, se acuerda
de sus antiguos parciales, los excita, y al frente de ellos se lanza á la revolución,
alterando la provechosa calma v paz de que el país disfrutaba.
Nueva lucha, nuevos encuentros, nueva efusión de sangre, hasta que triunfa
ó es fusilado; y mientras tanto surgen nuevos generales como el que presentamos,
dispuestos siempre á hacer lo mismo. Hé aquí la historia constante de aquellas
hermosas repúblicas, que serian felices sino predominara en ellas tanto el milita-
rismo, pero que jamás podrán llegar á ser lo que nuestro amigo dice, á causa de
la plaga de generales que las carcomen.
TOMO I.
53
por D. A. Sánchez Ramón.
e Obanos á Pamplona no hay mas que seis leguas esca-
sas deTbuena carretera.
Sin embargo, en la época en que yo hice esta breve
excursión, la guerra civil ardia aun en Navarra, y era
necesario, para no tener un mal encuentro con las par-
tidas, abandonar el camino directo en la Venta del Portillo, tres le-
guas de Obanos, y recorriendo la altísima Sierra del Perdón por los
puntos mas prominentes de su cumbre, ir á caer á Subiza, en su fal-
da oriental, para desde allí, por Beriain y Noain, tomar otra vez 1a.
carretera casi á las mismas puertas de Pamplona.
El viaje lo verifiqué, pues, siguiendo este itinerario, en compañía de un capi-
tán de Alcolea, herido en un brazo en uno de los últimos encuentros con los car-
listas, y del bagajero, que á regañadientes nos conducia.
Aun no he podido averiguar el origen del nombre con que se distingue aque-
lla sierra, pero yo supongo, y creo no equivocarme, que algún pecador empeder-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
423
nido debió atreverse á visitarla en un dia de lluvia, viento, granizo, truenos y re-
lámpagos, como me sucedió á mí, cruelísima penitencia á cuyo precio debieron
perdonársele sus muchas culpas.
Y de aquí el nombre de Sierra del Perdón. Lo que sí puedo asegurar, es que
bien pronto me arrepentí de haber dejado la carretera, cuyos inconvenientes y
peligros parecíanme fiestas y agasajos en comparación de las mil insoportables mo-
lestias que la penosa ascensión de la montaña me produjo.
El granizo, de un tamaño mas que regular, nos azotaba el rostro hasta lasti-
marnos, los truenos y los relámpagos asustaban á nuestras asendereadas cabalga-
duras, que clavaban los piés, negándose á dar un paso hácia adelante; y sobre
todo, el viento, mejor dicho, el huracán, que sin descanso soplaba, parecía que á
cada instante nos iba á arrojar, como leves plumas, contra las rocas.
Para mas seguridad, teníamos que descender de nuestros endebles cuártagos,
no menos amenazados que nosotros, y aferrados á sus crines por el lado contrario
á aquel de que soplaba el viento, aquí caigo, allá me levanto, hicimos las tres
cuartas partes de nuestra caminata con mas facilidad de la que en un principio
nos prometíamos.
A eso del mediodía calmóse algún tanto el viento; un fugitivo rayo de sol,
penosamente escapado por entre las nubes, vino á alegrarnos y á dar calor y vida
á nuestros miembros, ateridos por la humedad.
Al mismo tiempo deshízose la niebla que hasta entonces nos habia rodeado,
no dejándonos distinguir los objetos á dos pasos de distancia, y se desplegó súbi-
tamente ante nosotros el panorama mas brillante y espléndido que yo recuerdo
haber contemplado en mi vida.
A nuestros piés, y á una profundidad incalculable, extendíase una pintoresca
llanura, una vega riquísima y feraz, de exuberante vegetación, atravesada de le-
vante á poniente por el Arga. Esparza, Arlegui, Las Salinas, Noain, Cordobilla,
y otra multitud de pueblecitos que seria difícil enumerar, salpicaban por todas
partes aquella verde extensión, que después de la tormenta brillaba bajo los rayos
del sol como un riquísimo campo de esmeraldas.
Allá á lo léjos y limitando la llanura, distinguíase confusamente entre la nie-
bla la plaza de toros de Pamplona y los negros muros de la ciudad, y á su lado,
424
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
como un gigante centinela, el monte de San Cristóbal, desde cuyas fortificacio-
nes amenazaban constantemente los carlistas, por aquellos dias, á la valiente ca-
pital de Navarra.
Detrás de nosotros, Inicia poniente, blanqueaban sobre el fondo oscuro del
terreno los apiñados edificios de Puente la Reina; á la derecha, y al otro lado del
rio, Artazu y Santa Bárbara en poder de los carlistas; frente á frente de Obanos,
que no veíamos, escondido en un repliegue de la montaña, la alta cordillera en
cuyo punto mas elevado se alzaban nuestros reductos San Guillermo é Infanta
Isabel, que defendían á Puente, amenazando las posiciones del enemigo, y allá, en
último término, acechaba Monte-Esquinza, confundiendo su imponente masa con
las brumas del horizonte.
A las dos de la tarde llegamos, por fin, á Subiza, descolgándonos, que no ba-
jando, por aquella pendiente rápida, sembrada de agudos guijarros y de menuda
arena, que no presentaban lugar seguro donde apoyar los piés.
Subiza es un pueblecito insignificante.
Veinte casas á medio derruir, sembradas acá y allá sin orden ni concierto en
el declive de la sierra, estrechas y tortuosas veredas, pomposamente bautizadas
con el nombre de calles, y una iglesia cuyos macizos y ennegrecidos muros le dan
un marcado aspecto de castillo feudal, propio de la Edad Media.
Al entrar en el pueblo, acordéme del malogrado Eguilaz y de su zarzuela El
Molinero de Subiza.
En cada casa me parecia ver un molino; pero la verdad es que no encontré
ninguno en los varios puntos que recorrí.
Nuestro primer cuidado cuando ya estuvimos en el pueblo, fué visitar al bri-
gadier S... gobernador militar, tanto por la obligación de hacerlo en que se ha-
llaba mi compañero de viaje, cuanto porque necesitábamos nuevos bagajes que
nos condujesen á Pamplona y una escolta que nos preservase de los peligros que
nos amenazaban en el trozo de carretera que restaba hasta la capital.
El brigadier nos recibió afablemente dando orden al punto para que se nos
AMERICANOS Y LUSITANOS
425
facilitaran los bagajes y poniendo á nuestra disposición una escolta de lanceros
del Rey al mando de un alférez; pero á la hora crítica de marchar, cuando ya el
capitán y yo esperábamos en las afueras del pueblo, el subteniente encargado de
mandar la fuerza sufrió no sé qué repentina indisposición; el nombrado para sus-
tituirlo no parecía por ninguna parte, y no hubo mas remedio que resignarse á
permanecer en Subiza hasta que desaparecieran estos imprevistos obstáculos.
Volvimos al pueblo, y como los disgustos y contrariedades no habian logrado
extinguir nuestro apetito, aguijoneado por seis mortales horas de peregrinación
por la sierra, entramos en un portalón destartalado, mugriento y de piso terroso, con
dos bancos y cuatro mesas cojas de pino, que nos dijeron era el café, y sacamos las
provisiones que á prevención llevábamos, mientras la dueña del local nos servia un
enorme jarro de chacolí, único producto que el consumidor podia hallar en el esta-
blecimiento .
Inútil me parece decir que en aquel café no había café.
* ¥
Una vez satisfecho el estómago, mi curiosidad no estaba igualmente satisfe-
cha, y el recuerdo de Eguilaz y su popular zarzuela, no se apartaba un instante
de mi imaginación.
— Diga usted, ama, — interpelé á la dueña de la casa cuando se acercó á cobrar
el importe del vino, — ¿no hay molino en este pueblo?
— Ahora, no señor, — me contestó. — Si tiene usted algún grano que moler
será necesario que lo lleve á Beriain ó á Las Salinas, como hacemos aquí.
— Dice usted que ahora no hay molino... ¿Luego lo ha habido?
— Sí señor; hasta que ocurrió la desgracia aquella
— ¿Qué desgracia?
— La de la pobre María Polonia, la molinera.
— ¿Y qué fué lo que le ocurrió?
— ¡Ahí es nada! Que murió á manos de su marido á los dos meses de casada.
— ¡Qué atrocidad! ¡Ese hombre seria una ñera!
— ¡No diga usted eso, señorito! Cabalmente el infeliz Mariano estaba loco por
su mujer. ..
— Pues no comprendo entonces como la mató.
— ¡Ahí verá usted! El diablo que enreda las cosas ó su modo. Verdaderamente
aquello fué una lástima. ¡Maldita sea la guerra!...
426
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¡Ali! ¿Luego tuvo la culpa de esa desgracia la guerra?
— ¡Ya lo creo! Figúrese usted que en cuanto Mariano supo que en Lerin (1)
se habían levantado algunas partidas q>or don Cárlos, tomó el fusil y se fué allá
con otros cuatro malas cabezas del pueblo.
— ¿Y no buho medio de impedir su marcha?
— ¡Cá! En tratándose de la causa no atendió á razones. La pobre Polonia lloró,
suplicó para detenerlo, ya vé usted, no hacia una semana que se habían casado,
pero él, cada vez mas testarudo, se empeñó en marcharse, y no hubo fuerzas hu-
manas que le detuvieran. Pasó un mes, sin que supiese nadie su paradero, basta
que por fin un mozo que se vino escapado de la facción, dijo que Mariano estaba
en el Pueyo, y en las cercanías de Tafalla, mandando una partida de treinta hom-
bres.
Polonia, que desde la marcha de su marido no bahía cesado de llorar noche y
dia, en cuanto supo esto pareció consolarse algún tanto, y cuando ya todo el mun-
do se figuraba que se bahía resignado á su suerte, una mañana apareció el moli-
no cerrado y no se volvió á saber una palabra de Polonia, basta dos meses mas
tarde, cuando trajeron la noticia de su muerte.
— ¿Y en dónde había estado todo ese tiempo?
— Verá usted. Polonia, disfrazada de hombre con ropa de su marido, salió
una noche de Subiza para dirigirse á donde le habían dicho que estaba Mariano;
pero en el camino tuvo la desgracia de tropezar con Pedro Oses, que la obligó,
creyéndola hombre, á reunirse con su partida, y se la llevó á Maquiriain.
Esto era el 20 de mayo al amanecer. En la tarde de aquel mismo dia llegó
también al pueblo mas fuerza carlista, y tranquilamente se acostaron toda aque-
lla noche, sin precaución de ningún género, porque las columnas de los guiris
estaban muy distantes de aquellos sitios, y nadie temía una sorpresa.
Pero como el hombre propone y Dios dispone, aun estaban los carlistas en el
primer sueño, cuando un ruido espantoso los despierta, y á los gritos de: — ¡A las
armas! ¡Traición! ¡Los guiris! ... — se lanzan desnudos á la calle los mas animo-
sos, otros escapan por los tejados, para defender su vida dentro de las casas. Era
el Cojo de Cirauqui, con sus voluntarios, quien los había sorprendido. La victoria
fué completa para los liberales; hicieron ocho muertos, tres heridos y doce prisio-
neros, apoderándose, además, del caballo, de las botas y de la cartera de Oses,
(1) El dia 21 de abril de 1872 principió el levantamiento carlista de Navarra, en Lerin, poniéndose en ar-
mas (según algunos) doce mil hombres en seis horas.
AMERICANOS Y LUSITANOS
427
que milagrosamente escapó de las manos de Tirso Laealle. Al sonar los primeros
tiros, Polonia huyó á ocultarse en el campo por un corral de la casa donde se alo-
jaba; pero no pudo conseguir su intento, y vióse envuelta en la refriega cuando
menos lo esperaba. Apoderóse allí del capoton y del kepis de un voluntario muer-
to, y, escondiendo su boina, se disfrazó perfectamente, y poco á poco vió el me-
dio de introducirse en una casa.
¡Y esta fué su desgracia, señorito ! Al mismo tiempo que ella entraba, un hom-
bre le dió el: «¡Alto!» y la infeliz, que reconoció la voz de su marido, no tuvo ni
aun tiempo de nombrarlo; porque inmediatamente aquel, viendo un képis de vo-
luntario, disparó su carabina, y dejó á su infeliz mujer con la palabra en la
boca.
— Y diga usted, ama, — pregunté á la narradora, — ¿desde cuándo estaba Ma-
riano en Maquiriain?
— Era el jefe de la partida que habia llegado la tarde anterior, para reunirse
con Oses, — me contestó.
— ¿Y cómo es que Mariano y Polonia no se habian encontrado antes de la
sorpresa, hallándose los dos en el pueblo?
— ¿No le dije á usted que cuando el enemigo arregla las cosas para que ocur-
ra una desgracia, se sale con la suya? Mariano, apénas llegó á Maquiriain, se
acostó porque estaba enfermo; lo cual unido á que Polonia procuraba alejarse de
sus camaradas, siempre que podia, fué causa de que los esposos ni se viesen ni se
reconocieran hasta el momento de la catástrofe.
— ¿Y qué fué de Mariano?
— La verdad es que no se sabe, señorito. Unos dicen que logró escapar, otros,
que le mataron allí mismo, y hay también quien asegura que cayó prisionero, y
se lo llevaron á Tafalla, y de allí á Zaragoza.
El diálogo no pudo terminar mas á punto, porque en aquel momento un sol-
dado vino á decirnos que la escolta esperaba.
De Subiza á Pamplona no ocurrió nada de particular, si se exceptúan los sus-
tos que nos proporcionaron dos ó tres grupos de pacíficos trabajadores, que suce-
sivamente fueron apareciendo por las inmediaciones de Noain,
Los dedos se nos figuraban carlistas, sino huéspedes,
428
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Mi compañero de viaje, el capitán Arturo J..., encontró á su familia, que lo
esperaba, á la salida de Pamplona.
A las ocho y media de la noche me paseaba ya por la plaza del Castillo, mien-
tras los carlistas, como para festejar mi llegada, disparaban sus baterías desde San
Cristóbal.
TOMO I.
i HAMACA.
A/WW<A/>
por D. Diego Vicente Tejera.
Que descansada vida
La del que huye el mundanal ruido...
Fray Luis de León.
n la hamaca la existencia
Dulcemente resbalando
Se desliza.
Culpable ó no mi indolencia,
Mi acento su influjo blando
Solemniza.
Goce el Sultán en reposo
Los infinitos placeres
Del harén,
Y en éxtasis voluptuoso,
Fin jase entre sus mujeres
Un Edén.
No su fabulosa tierra
Envidio, ni su radiante
Cielo azul,
54
430
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Ni los primores que encierra
El serrallo deslumbrante
De Stambul.
Y su poder no ambiciono,
Ni lo temo cuando estalla
Su furor,
Y humilla desde su trono
Al pueblo que tiembla y calla
l)e pavor.
Que es tan vivido el sol mió,
Tan espléndido mi suelo
Tropical,
Y en mi rústico bohío
Bríndame próvido el Cielo
Dicha tal,
Que si el Turco sorprendiera
Los encantos de la oscura
Yida mia,
Su imperio al punto me diera
Por gustar de mi ventura
Solo un (lia !
Sobre pintoresca loma,
En el centro del frondoso
Platanal,
Por cuyas cepas asoma
Fresco, limpio y bullicioso
Manantial,
Pobremente consl ruido
Léjos del hombre, entre mares
De verdor,
AMERICANOS Y LUSITANOS
Do solo sneüu á mi oido
De las seibas y palmares
El rumor,
Levanta su tosco muro
El hogar, donde, en sabrosa
Languidez,
Tan suaves goces apuro...
Que no más anhelar osa
Mi avidez.
¡Cuán grato es vivir en calma
Consigo mismo, sin penas
Que gemir,
Y en su mundo absorta el alma.
El curso del tiempo apénas
Percibir !
¡O del tiple al eco blando,
De amor fingidas congojas
Exhalar !
¡ O adormecerse escuchando
El céfiro entre las hojas
Susurrar !
¿Qué me importa que opulento
Monarca falsas caricias
Compre ó no,
Si en el plácido aislamiento
De mi choza, mil delicias
Tengo yo?
Aquí, de perfumes llena,
La brisa el calor aplaca
Sin cesar,
432
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
Y mi conuco, sin pena,
Puedo, tendido en la hamaca,
Vigilar.
O del conuco me olvido,
Y sin deberes tiranos
Soy feliz,
Ya calme el tierno gemido
De mis tórtolas con granos
De maíz,
Ya de las pinas el zumo
Libe, ó la caña jugosa
Miel me dé,
Del tabaco aspire el humo
O la esencia deleitosa
Del café.
O me duermo al vaivén lento
De la hamaca, ó me recrea
Contemplar
Como al impulso del viento
El cañaveral ondea
Cual un mar.
O sorprendo al pajarillo
Su nido en la seiba añosa
Fabricando,
O admiro el cambiante brillo
Del sunsun sobre una rosa
Palpitando.
O la imagen me extasía
Del único sér que impera
Sobre mí:
AMERICANOS Y LUSITANOS
433
l)e Amelia, la gloria mia,
Trigueña mas hechicera
Que una hurí.
¡Feliz quien, con embeleso.
Sueña en las dulces patrañas
Del amor,
Y duerme la siesta al beso
De las brisas, de las cañas
Al rumor!
Desprecie el remanso y cuide
De vencer el oleaje
Mundanal,
Quien, por su desgracia, olvide
Que es bien corto nuestro viaje
Terrenal.
Yo, que advierto cuán deprisa
Se cruza el piélago, apenas
■ Remaré,
Y al soplo de blanda brisa,
Por aguas siempre serenas
Bogaré.
Respete el rayo mi techo;
La fresca lluvia fecunde
Mi heredad;
Viva yo dentro del pecho
De Amelia; de amor me inunde
Su beldad;
Gima el bosque; suene el rio;
Ostente todas sus galas
El Abril;
434
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Colúmpieme en mi bohío,
Y arrebátenme en sus alas
Sueños mil...
Y las mentiras del mundo
Jamás mi dulce reposo
Turbarán,
Y en mi retiro profundo
Seré siempre mas dichoso
Que un Sultán !
U
»
por D. Benito Mas y Prat.
esde que Miguel de Cervantes Saavedra escribió su fa-
mosa novela Ríñamete ¡j Cortadillo, verídico cuadro de
costumbres truhanescas, que pinta á las mil maravillas
las graves ocupaciones de los muchachos callejeros, el
pilluelo de Sevilla adquirió cierta personalidad indispu-
table en el Baratillo y en el Barranco, y pudo señalarse con el dedo.
Los chicos esportilleros que se ocupaban en llevar en sus cestas y
costales el producto de la compra de los aficionados á la azulada sar-
dina, al robusto sábalo y á la rechoncha patata; que solian ofrecerse
v se ofrecen aun al consumidor en los indicados sitios y en ciertas so-
lemnidades, son los mismos que hoy se dedican á otras industrias mas fáciles y
llevaderas, y usan, como aquellos, la gorrilla terciada, la camisa sucia, los piés
descalzos y las uñas largas.
¿Ha habido progreso en sentido moral en estos pequeños desheredados de la
falanje social, y lo que no han perdido en gracia y desenvoltura lo han ganado
en honradez, instrucción y sanas costumbres?
436
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Estudiémoslos, y podremos darnos alguna respuesta.
El pilluelo de hoy, procede como el del sigdo xvn; no tiene casa ni hogar: es-
quiva toda ocupación metódica y continuada; sirve muchas veces de instrumento
á las asociaciones tenebrosas que se dedican al robo ó á la estafa y suele trabajar
por su cuenta en la Feria y en el Barranco con el consabido costal y la histórica
espuerta. Competidores de los hijos de Galicia en las cargas de menor calibre, se
empujan en la estación ó en las paradas de simones, solicitando llevar la maleta
ó el saco de noche del viajero, y suelen de vez en cuando escabullirse, como el
famoso cortador de antiparras de Cervantes, para mermar el saco del prójimo de-
trás de una esquina ó dar un avance á las provisiones de boca.
De la misma manera que su antecesor del siglo pasado ofrecía fuego al tran-
seúnte en su enorme torcidon encendido, ó penetraba en la botillería á presentar
el ramo de miramelindos á la currutaca y al currutaco, ofrece hoy las cerillas del
Globo ó presenta sus boaquets de camelias á nuestros pollos vestidos á la inglesa;
aquellos no conocieron á sus padres; éstos no recuerdan mas caricias ni mas ros-
tros maternales que los de las hermanas de Caridad ó los de las aristocráticas de-
votas de San Vicente de Paul.
Los grandes adelantos de la época apenas han influido en su aspecto ni en las
inclinaciones de su ministerio truhanesco.
Si antes jugaban á cara ó á cruz en las gradas de la Catedral, en los escalo-
nes del Baratillo ó en los asientos adosados al muro plateresco de las Casas Con-
sistoriales; si se deslizaban bajo los portales donde aun se refugia el tipo ya anti-
diluviano del covachuelista, hoy siguen los mismos juegos con las piezas de cinco
céntimos en la plaza Nueva ó en el Duque; se han trocado las estampitas de don
Crispin por los cromos alemanes y los astrosos naipes de Rinconete por las barajas
sobrantes de Olea, que compran por cuatro cuartos en los casinos y en las casas de
azar, á donde suelen conducir caballos blancos ó habaneros, como antes conducian
noratos ó indianos.
Dicho sea en honor del progreso: los pihuelos del tiempo de Cervantes, ni aun
los de la época de Costillares vendieron jamás billetes de lotería ni sobres de car-
tas para los soldados; estas industrias modernas pertenecen de derecho á los pi-
huelos de nuestro siglo, y no es nuestro ánimo deprimirlos ni menoscabarlos. La
venta de los billetes de lotería tiene para ellos un notable aliciente. El ingenio
puede revelarse con facilidad y la propina que representa la venta de un décimo,
depende de un trabajo especialísimo en el que entra por mucho el arte de Lava-
AMERICANOS Y LUSITANOS
437
ter v de Gall unidos en u'na pieza. El chico vendedor de billetes tiene que estu-
diar el carácter del comprador, adivinar cuáles son las combinaciones numéricas
que le son simpáticas, saber hasta qué punto debe rogar, retirarse ó dejar como
abandonado el billete; escudriñar, en fin, si le son propicias las imaginaciones
del que ataca ó si el estado de su ánimo le permite soñar en el premio gordo, que
él cuida de mostrarle en lontananza. Una pieza de perro grande, si el billete es
de la lotería nacional, ó un perro chico, si el décimo pertenece al asilo del Pardo,
son el premio de cada estudio fisonómico ó frenológico felizmente practicado.
Unicamente en este punto hallamos un rayo de moralidad que puede proyec-
tarse sobre esas cabezas juveniles y picarescas. El pilludo bajo este último aspecto
no es mas que un comerciante que compra á algunas horas de fecha y que tiene
que pagar su mercancía al lotero, reservándose el tanto por ciento del cambio.
Por una caprichosa combinación social, el juego, que suele ser venero de inmo-
ralidad para el pilludo en todas sus otras manifestaciones, viene á darle aquí mo-
tivo de regeneración y lección provechosa. Cuando no devuelve religiosamente el
dinero de los billetes vendidos, flaquea su crédito comercial y no encuentra quien
le abra nueva cuenta.
En el mismo caso se halla el revendedor de billetes de espectáculos, industria
que les es asimismo peculiar y que se verifica en condiciones muy semejantes.
El principal escollo de estas ocupaciones subsiste á pesar de todo, si se atiende
á que el hábito de vaguear no se quebranta con este comercio sai géneris y por
todo extremo peligroso. Los comerciantes de billetes no trabajan y ganan poco: el
vicio los persigue en su mismo mercado, y cuando los sorprende la juventud con
su cortejo de pasiones, tienen el peor de los sibaritismos: el sibaritismo de la mi-
seria.
Entonces se borran de nuevo las escasas diferencias que enlazan al pilludo
del presente y del pasado y entran unos y otros en el triste concierto de la culpa.
Rateros, esportilleros y revendedores se confunden en ese tipo genérico conocido
con el expresivo nombre de granuja , que escamotean con la misma facilidad un
racimo de uvas, que un pañuelo perfumado; que lo mismo hace provisión de ci-
garros, que de moneda falsa y terrones de azúcar.
Aquí podemos seguir el paralelo sin que encontremos la menor diferencia. El
granuja del siglo xvii se levanta con el sol y duerme bajo el portal ó en el porche
de la iglesia; el de nuestro siglo tiene tan solo una tendencia más, desea que el
sitio en <[ue ha de pernoctar pueda llamarse suyo, á la manera de aquel elefante
TOMO I. 55
438
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
de madera de que nos habla Víctor Hugo al describir las costumbres del pilludo
Gavroche .
En Sevilla hay diversos ejemplos que demuestren esta tendencia, basada in-
conscientemente en algún aforismo de Proudhon. Los muchachos vagamundos de
Sevilla han hallado un extraño albergue en lo mas céntrico de la capital: el ta-
blado levantado para la música en la Plaza Nueva.
Desclavando ingeniosamente una tabla de sus costados y aprovechándose de
aquella especie de foro teatral, se deslizan como gatos por la abertura practicable
v toman tranquilamente la horizontal durante la noche en aquel cuartel de in-
vierno. Los diálogos que suelen entablarse entre los huéspedes suelen ser entre-
tenidos é interesantes. Aquella es su casa, la han tomado por derecho propio, de
igual manera que Colon. Cortés y Pizarro tomaron posesión de las inmensas sa-
banas del nuevo mundo. Con el mismo derecho y por los mismos trámites tomó
también plaza en unas colosales tinajas vacías de la calle de Varflora otra mesna-
da de granujillas, que habitan bajo sus cúpulas de barro, semejantes á las de un
palacio encantado de sabandijas.
Cuando lleguen á la edad de la razón, ó mejor dicho, de las pasiones, tendrán
acaso palacios mas cómodos y ventilados.
El Pópulo ó el Saladero.
Ellos se tienen la culpa... ¿Por qué nacieron sin madre?...
por D. R. Perez Puicerbe.
ara ocuparnos en reseñar la vida y vicisitudes del maestro
de escuela, así como también para describir los distintos ti-
pos que en la clase se presentan, es de todo punto necesario
detenerse en analizar el estado de la enseñanza en las dis-
tintas épocas de la historia.
No somos aun muy viejos y todavía recordamos haber
oido referir á nuestro padre, la estrañeza que causó en su pueblo el
dia que en el Consejo anunció el alcalde que estaba para llegar un
maestro de escuela, indudable señal del estado en que por aquellos
benditos tiempos se encontraba la enseñanza.
Al comenzar el siglo actual es bien sabido cuán poco nos cuidá-
bamos de la cultura del espíritu y reducidísimo era el número de los que sabian
leer, menor aun el de los que sabian leer y escribir y á la suma de estos conoci-
mientos inmensos añadian las cuatro reglas. Sin duda consideraban que para bien
poco servia el saber, en una nación en que se dejara morir de hambre á Cervantes
y de la misma enfermedad á otros muchos génios cuya gloria preconizamos hoy
por amor propio, pues nos hincha y enorgullece.
440
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Entre nosotros lo que mas lia privado siempre lia sido la bulla y la algazara;
nos habíamos acostumbrado á la guerra, y en verdad que ni los antiguos solda-
dos pudieron pensar que les hiciera taita mas que tener brazo nervudo y poco
apego á la vida. ( -uando nó la guerra, los hombres se sentían inclinados á la agri-
cultura y tampoco para ella eran necesarios conocimientos teóricos que fuera ne-
cesario aprender en los libros.
Ha dicho no sé quién, en no recuerdo qué obra, que los pueblos se sienten in-
clinados á lo que halaga su carácter ó les es mas fácil conseguir. Esto, que ya no
se encuentra en la categoría de axioma, no necesita en modo alguno comproba-
ción ni demostración; mas si por acaso hubiera algún espíritu rebelde, decidido
sectario de las prácticas de Santo Tomás, le presentaríamos á nuestro país como
prueba fehaciente de la premisa sentada.
Que el carácter español ha sido siempre pendenciero, es una verdad histórica
de primer orden; y de aquí que el gusto que mas le halague sea el tener batallas
i[ue librar, como se dice ahora, ó encuentros que sostener para después, si queda
con vida, jactándose de ello aunque sea con una pierna ó un brazo de menos. Esta
primera faz de la historia de nuestro pueblo tuvo que modificarse con el tiempo,
si bien tal resultado no pudo conseguirse sino hasta después de que, cansado de
pegarse con los demás, se pegó consigo propio hasta cansarse también.
Sobrevino una época en que ya no fué posible permanecer constantemente ar-
mado para ganar lo necesario y entonces dijeron nuestros padres que habían em-
peorado los tiempos, que era necesario trabajar mucho para ganar muy poco, y se
dieron á la agricultura, la mas sencilla de las ocupaciones, dado que en nuestro
bendito país la tierra necesita bien poco para darlo todo. Alternaban con ella las
artes liberales y los oficios, pero tampoco para estos era necesaria gran ilustración
y cultura, y en verdad que en presencia de los hechos no sabemos qué hacer, ni
tampoco por qué opinión decidirnos.
Relativamente, el artesano de nuestros dias, que él pomposamente y sin que
nada le autorice se llama artista, es mucho mas ilustrado y culto que el de los
pasados tiempos; pero en verdad que aquel, ignorante de todo lo que no fuera su
oficio, lo desempeñaba mejor (que el que hoy sirve para todo ó cuando menos para
la mayor parte de las cosas.
Mas volviendo á nuestro asunto, del que involuntariamente nos hemos separa-
do, justo es, para comenzar, afirmar que pocos siglos habrán recibido su califica-
tivo con mas justicia que el que corre: «Siglo de las luces» lo han llamado y
AMERICANOS Y LUSITANOS
441
aunque tal determinación es un tanto ambigua y podrá inducir á algunos de la
edad venidera á creer que así fué calificado porque en él quedó proscrito el anti-
guo velón, que no alumbraba, saliendo á plaza el gas, el petróleo y la luz eléc-
trica que todo lo ilumina, otros les explicarán que no se referia tal dictado á nada
material sino á lo puramente moral y psíquico.
El fanatismo que imperara tan vigorosamente en España durante los siglos
medios, cortó las alas á nuestro espíritu, y si hubo algunos audaces y atrevidos
que á pesar de todo quisieron levantar el vuelo, tuvieron por necesidad que tras-
poner los límites de los antiguamente dilatados dominios españoles, pues los hu-
rones negros y los negros alcances de que ambas autoridades disponían, sabian
sacarlos del centro de la tierra ó cogerlos en el aire, según á dónde y cómo pro-
curaran refugiarse.
De aquí que, para pena nuestra, puede observarse que los extranjeros se enga-
lanan y enorgullecen con génios que no son suyos, con obras que debían ser
nuestras, y que nos tachen con sonrisa despreciativa de ignorantes y oscurantis-
tas. De aquí también que nuestra nación sea la última que se haya puesto á com-
pás con la marcha que las demás siguen y de que nuestro pueblo tenga, en el or-
den político, pretensiones que en modo alguno hay sobre qué fundarlas.
Muy pausadamente, y como de contrabando, penetró en nuestro suelo el espí-
ritu enciclopedista á que tantos adelantos se deben en el pasado siglo: menores
fueron aun los destellos que de la gran revolución del siglo anterior llegaron
hasta nosotros, pero ambas cosas son muy de tener presentes, para evaluar el pro-
greso realizado en los años subsiguientes. Nuestro carácter altivo é independien-
te supo repeler y rechazar la invasión francesa; luchamos como buenos y arroja-
mos de nuestro suelo á un ejército amaestrado en los achaques de la guerra y que
se había paseado triunfante por el mundo todo; pero de aquella guerra surgió algo
que después nos ha favorecido; aquella campaña nos puso en trato con los que
han esparcido la civilización en la época presente, y las puertas quedaron abier-
tas para que entrara cuando salieran ellos.
Esta innegable verdad, puede decirse hoy sin temor y sin miedo: en aquella
época, enunciarla solo habría sido causa de que sobre nuestras cabezas cayeran
las iras populares, de que se nos mirara con desconfianza, y, en fin, de que al-
canzados por una disposición de la Junta de Cádiz, tuviéramos que abandonar la
pátria y refugiarnos en territorio extranjero hasta 1821, fecha en que otra dispo-
sición legal permitió volver al país á los afrancesados. Hoy en que por suerte, ó
442
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
por desgracia, cada uno es dueño y libre de manifestar sus opiniones en semejan-
tes asuntos, no tenemos por qué velar las nuestras y clara y públicamente las
manifestamos: lágrimas y sangre nos costó la invasión francesa, pero que bendita
sea, ya que fué sobrado motivo para que una vez mas luciéramos nuestro lierois-
1110 y fué causa de bastante importancia en ei adelanto de nuestro país.
Cuando eran pocos los que se dedicaban á aprender no necesitamos decir que
mucho menor era el número de los que estaban dedicados á enseñar. Los que por
su elevada posición social y grandes medios de fortuna podian costearlo, tomaban
un profesor para sus hijos, ayo ó preceptor, que no solo cuidaba de lo que á la
enseñanza de los niños se referia, sino que también de todo lo concerniente á
ellos. Acompañábales constantemente á cualquier parte que fueran, procurando
inculcarles los mas sanos y rígidos principios de religión y moral, siendo riguro-
sísimo en cuanto á esto toca, no porque así se lo dictara su conciencia en el ma-
yor número de los casos, sino porque de tal manera, daba sumo contento y gusto
á los padres, que era á los que antes que todo habia que agradar, por cuanto pa-
gaban .
La ilustración que estos profesores particulares podian dar, era bien limitada:
lectura, escritura, un poco de gramática y otro poco de aritmética, y si era de los
mas escogidos, aun solían añadir un poco de historia, si bien tan desfigurada que
pocos la conocian.
Este ayo ó preceptor no pudo ser llamado nunca maestro de escuela, porque
en realidad ni lo fué, ni la tuvo; tampoco puede ser considerado como gérmen ó
embrión de nuestro tipo, pues el profesor particular, aunque con muy distinto
carácter y hasta con bien distinta fama, subsiste hoy, vive y ejerce en nuestro
tiempo, en el que, por mas señas, abunda demasiado. Guardaos muy bien de lla-
marle maestro de escuela ó simplemente maestro, porque se ofenderá; quiere que
se le llame profesor, por cuanto, según piensa, es esta una categoría mas elevada,
un puesto para el que son necesarios mayores méritos.
Como en todas épocas bulto ricos y pobres y ya hemos dicho que solo los pri-
meros podian permitirse el lujo de tener un maestro solo para sus hijos, á los po-
bres les fué necesario arbitrarse un medio de saber, cuando tenían afán de hacerlo:
el hijo de todo aquel que no podia disponer de una fortuna que autorizara el
gasto considerable que un profesor suponía, pero que se hallaba animado de los
mejores deseos, no podia esperar á que fueran á enseñarle en su casa, ni pensar
que á él solo le enseñaran yendo á la agena. Hubo pues necesidad de que se ar-
AMERICANOS Y LUSITANOS
443
bitraran medios que pudieran conciliario todo, y de esta lucha entre la necesidad
y el deseo surgió el dómine.
Al decir dómine no podemos menos de estremecernos, pues aun recordamos
con cierto terror, que nuestros primeros pasos en las letras fueron dados bajo la
terrible férula de uno de ellos. A ellos estaba encomendada la primera educación:
una habitación de la casa en que vivia era la clase, y á ella concurrían ocho,
diez ó mas discípulos, que, mediante una corta retribución, recibían la enseñanza
que les querían dar. Así tuvo lugar el aparecimiento de la escuela, que aun tardó
muchos años en reglamentarse; y así apareció el maestro, cuya profesión halda
de elevarse con el tiempo á la categoría de carrera.
Luego que los muchachos, de suyo traviesos en todos los tiempos y en todas
las épocas, aprendían á estarse quietos en una clase preliminar, á la que aun po-
dían llevar la merienda y donde los enseñaban solo á rezar aquellas larguísimas
oraciones formuladas en castellano estropeado, los padres, que querían siguieran
los hijos estudiando para llegar á ser facultativos, los llevaban á casa de uno de
los mas acreditados dómines de la ciudad, si halda varios, ó bien á casa del cura
en el pueblo, que en estos el párroco hacia el oficio de maestro, de la misma ma-
nera que el alcalde ó el fiel de fechos suelen desempeñar el de herrador ó carni-
cero.
Descrito un dómine, puede decirse, sin faltar en gran cosa á la verdad, que
se han descrito todos: altos, secos, de ojos hundidos y hablar hueco, imponían á
primera vista y cuando se les llegaba á conocer mas á fondo... entonces horrori-
zaban. Con dificultad podía presentarse un individuo de intenciones mas airosas
que el dómine, cuando existia; su divisa común era la tan sabida de «la letra con
sangre entra» y por cierto, que no dejaba nunca de acreditarlo cumplidamente.
Uno mismo se dedicaba á veces á la enseñanza de las primeras letras y del
latín y de la filosofía; no se paraba nunca á considerar la tierna edad del niño,
ni la consideración que el adolescente merece; para él no había mas sino que to-
dos habían de aprender fielmente lo que dijera y retenerlo con absoluta puntua-
lidad en la memoria. ¡Pobre de aquel que dando su lección incurriera en el tercer
punto; desgraciado del que llegara á realizar la mas inocente de las travesuras;
no había remedio, ni compasión, ni misericordia, ni tampoco podían representar
nada sus promesas ó sus lágrimas! El castigo era inevitable; no habia otro reme-
dio que sufrirlo, mas hay que tener en cuenta que eran castigos horribles, que
recordarlos solo hacen poner los pelos de punta.
444
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Crugían en el aire las largas disciplinas y azotaban con fuerza las espaldas
de la víctima, desnudas de antemano, ó bien la palmeta enrojecía las palmas de
las tiernas manos: otras veces buscaban las posiciones mas violentas para tener
en ellas á los pobres muchachos, que, si lloraban por el dolor ó la vergüenza,
veían recargarse el castigo de tal modo, que nunca sabian qué hacer, pues si ha-
ciéndose superiores evitaban que el llanto mojara sus ojos, atribuíase á descaro ó
á poca aprensión y se aumentaba también la pena.
No se crea en modo alguno que el castigo estaba en relación ni con la falta
ni con el saber de quien lo aplicaba, ni tampoco con la ignorancia del que lo re-
cibió. Nada de eso: las faltas que un chico podia cometer no justificaban nunca el
ensañamiento del dómine, que mas que de maestro revelaba instintos de inquisi-
dor; su saber era tan limitado, que reducirlo más hubiera sido llevarlo á una can-
tidad negativa; estaba siempre en la absoluta convicción de que solo debía saberse
latin; esto era lo único que él sabia, y por consiguiente, lo único que podia serle
dable enseñar, si es que lo enseñaba; y si á la ignorancia del que se veía casti-
gado se atiende, nada mas injusto, pues precisamente porque no sabia fué puesto
bajo su dirección.
Pero este era el dómine, así fué el maestro de nuestros padres, tipo grabado
aun en la memoria de todos los que pertenecen á la generación anterior á la que
ahora bulle; tipo del que ha surgido el maestro de escuela, no tal como hoy es,
sino como fué, pues para bien de todos se ha ido progresando y nuestro tipo ha
mejorado bastante.
En un principio v cuando los que habian de aprender no estaban aun deci-
didos, y por mas señas que tardaron bastante tiempo en decidirse, la situación del
maestro de escuela fué no solo precaria, sino que también por demás angustiosa.
Lo (pie hasta entonces nunca pudo ser considerado mas que como un oficio, vi-
nieron disposiciones oficiales á elevarlo á la categoría de carrera y esto aumen-
taba la suma de los inconvenientes. Para dedicarse á la enseñanza, antes bastaba
con tener algo que enseñar, buena voluntad y una dosis terrible de paciencia,
pues sin ella, ni ahora ni nunca ha sido posible bregar con muchachos, á menos
que no se tengan los instintos de Herodes: dado esto, aquellos que por afición ó
por otras circunstancias no habian conseguido mas que una ilustración rudimen-
taria y ésta no bastaba para conseguir un título facultativo, como quisieran vivir
de las letras se erigían en dómines y mal que bien podrian ir pasando y aun ha-
ciéndose célebres, pues como pocos eran los (pie se dedicaban al servicio, rara era
AMERICANOS Y LUSITANOS
445
la generación de que no tenían un discípulo que por lo bueno ó por lo malo lle-
gara á hacerse notable, con lo que podía seguramente alabarse.
Cuando el dómine pasó á la historia, y para llegar á ser maestro de escuela
hubo que gastar dinero desde luego y estudiar precisamente lo dispuesto por los
planes de enseñanza vigentes; cuando para ejercer la profesión fué necesario, co-
mo en las demás facultades, no solo probar los conocimientos, sino que también
comprar un título con el que se adquiriera aptitud, la cosa mereció pensarse, como
debe suceder con todo aquello en que se aventura capital, inteligencia y, lo que
vale mas aun, tiempo.
Ignoramos por qué, pero es lo cierto que entre nosotros esta profesión que des-
de todos puntos de vista es una de las que mas cuidados y atenciones merecen y
exigen, ha sido siempre una de las que peor atendidas han estado. Se lia supues-
to que el niño que sale de la escuela continúa sus estudios en otras clases supe-
riores y atentos á esta infundada consideración se ha descuidado lo que al maestro
se refiere,- titulándolos cuando aun su ilustración es tan corta que no debían ha-
ber pasado de clase de escolares: leer, escribir, aritmética no del todo bien, hé
aquí el caudal de conocimientos que en un principio era exigible á un maestro
de escuela; con esto solo y un pobre é incómodo menaje, establecía su escuela te-
niendo que esperar á que los chicos fueran acudiendo, si la voluntad de Dios lle-
gaba á permitir tal cosa.
El mayor número de los datos que aquí suministramos nos ha sido proporcio-
nado por un antiguo maestro, retirado ya de la enseñanza y á la que ha sacrifi-
cado toda su actividad y toda su inteligencia. Inútil ya para ganarlo, vivía casi
de la caridad de algunas almas piadosas que de vez en cuando le suministraban
algún socorro. Como maestro de aquellos primeros que se establecieron con títu-
lo, no había que baldarle una palabra de adelantos modernos en la enseñanza, ni
de las ciencias en general, pues sobre ignorarlos todos, era cosa que le indignaba
sobremanera. No podía creer en modo alguno que hubiera ni pudiera haber nada
superior á su método, ni que con nada pudiera conseguirse mejores resultados que
con lo que él enseñaba; y si el infeliz se hubiera llamado á cuentas habría tenido
que confesarse que no enseñó nunca nada. Era de ver el furor que le poseía en el
momento en que, aun sin intención de ofenderle, por supuesto, se hablaba en su pre-
sencia con encomio del estado en que hoy se halla la profesión á que había pertene-
cido: él nada encuentra bien y sostiene que hoy se les hace perder á los chicos mucho
tiempo, enseñándoles una porción de cosas que para nada les pueden hacer falta,
TOMO I, 56
446
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Tan trascendental error ha sido causa de que por mucho mas tiempo se sos-
tenga entre nosotros la ignorancia. Rutinario de por sí, el maestro repetía á todos
los chicos, y siempre, la misma cosa durante todo el tiempo que permanecían bajo
su dirección; y de aquí que, cuando salidos de la escuela los muchachos pasaban
á un taller, pues aun no se había despertado el desmedido afan de seguir carrera,
al poco tiempo olvidaban lo que tan mal habían aprendido quedándose como si
nunca fueran á la escuela.
A’ no era esto lo único que hallamos digno de censura en aquellos tipos y en
aquella época.
Así como la rutina era la sola norma de la enseñanza, así también los medios
mas contraproducentes eran los mas usados para formar el carácter y el corazón
del niño. Cuando empezaron á decaer los palmetazos y las disciplinas y fueron ha-
ciéndose mas raros los tirones de orejas y los pellizcos y bofetadas, el maestro
puso en práctica los castigos afrentosos; y no contento con tenerlos en vigor en
la vida ordinaria y familiar de la escuela, los ponía en ejecución en las ocasiones
mas solemnes, en las cuales el alumno acababa por familiarizarse con el castigo,
contribuyendo á que su carácter tomara cierta indiferencia que le solia producir
una base de cinismo y una ausencia de dignidad personal, fatalísimas en los dias
mas adelantados de su existencia.
No es cosa muy antigua aquel espectáculo de los exámenes y otras solemni-
dades de la escuela, en las cuales junto al niño aplicado y sobresaliente, veíanse
degradados con la ridicula cabeza del burro y en actitud humillante, álos que por
falta de emulación, ó por indiferencia absoluta hácia aquella clase de castigos,
eran escarnio de sus compañeros, cuando no constituían para ellos un objeto de
solaz y pasatiempo.
Malo, muy malo era todo esto, pero en verdad que bien merecen disculpa los
maestros de aquella época. Ya hemos dicho en las condiciones en que se estable-
cían, y antes de la nueva digresión que hemos hecho, los dejábamos esperando
que se les presentaran los muchachos á quienes tenían que enseñar. Iban llegando
en reducido número y muy paulatinamente, de tal modo, que un maestro que lle-
gara á conseguir que á su escuela concurrieran catorce ó diez y seis muchachos,
podía manifestarse orgulloso y aun darse por satisfecho, si bien la paga de cada
uno era tan reducida y mezquina que vale mas no acordarse. Aun no había lle-
gado á establecerse lo que pudo ser llamado tarifa de los colegios y menos aun la
que hoy normaliza la enseñanza por asignaturas.
AMERICANOS Y LUSITANOS
447
Al principio el precio no era fijo ni igual para todos: el maestro comenzaba
con dar uno, el que le parecia que se bailaba en relación con la fortuna del padre
de la criatura, mas éste, que suponia siempre que el enseñar á su hijo era cosa
sumamente sencilla, regateaba y escatimaba cuanto podia, reduciendo la retribu-
ción al maestro, que nunca, ú nuestro modo de ver, seria bastante por bien pa-
gado que estuviere. Aquel desgraciado, no mas que para sacar lo absolutamente
necesario para vivir, tenia que pasar desde por la mañana hasta por la noche ocu-
pado con los chicos, traviesos de suyo, que nunca se encuentran bien y que siem-
pre han de estar inventando mil diabluras para mortificar al que creen su peor
enemigo, por lo mismo que es quien les hace trabajar. El pobre maestro tenia
que salir al frente de todas las reclamaciones paternales; unas fundadas en que el
niño no aprendia, otras porque habia sufrido castigo, y muchas veces se les hacia
víctima de las travesuras que cometieran fuera del establecimiento.
Era la vida de un mártir y la irrisión de todos, pues aun en el lenguaje vulgar
para significar un ente ridículo, escuálido y mal vestido, se dice que parece un
maestro de escuela. La situación descuidada en que se hallaban debíase, mas que
nada, ñ la general falta de cultura que dominaba en el país y esta influía también
en su corta y tarda retribución que al mayor número les obligaba á vivir en la
miseria.
A medida que la ilustración se fue extendiendo, mejoraron las condiciones del
sér que nos ocupa y pudo salir del abatimiento en que se encontraba: desde lue-
go la primera mejora que pudo plantear fué la de fijar el precio y ya pudieron los
colegios ser clasificados por él y decirse tal escuela es de á duro, tal otra de dos
duros, sin pasar de aquí por supuesto, pues este era el máximum, y no se crea
que el llevar mas ó menos caro representara mejor ó peor, mas ó menos completa
educación; nada de esto. El que un maestro pudiera elevar el precio de su ense-
ñanza se debia principalmente al lugar de la población en que se llegara á esta-
blecer. Así, por ejemplo, un maestro que viviera en un barrio lejano ó poco fre-
cuentado, no podia llevar tan caro como el que habitara en el centro de la ciudad.
Si bien es muy de tener en cuenta que con las escuelas sucede precisamente lo
mismo que con las casas: cuanto mas grandes son, mayores cortinas necesitan: el
establecimiento de enseñanza situado en lo mejor de la capital, tenia que ser muy
lujoso, de mejores muebles y mas vistoso menaje. Por lo demás, en la época á
que nos estamos refiriendo, todos los maestros eran iguales y ninguno salia de las
rutinarias prácticas que de antiguo tenían establecidas.
448
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Cuando verdaderamente lia mejorado la situación del maestro de escuela, lia
sido de pocos años á esta parte, si bien en este tiempo es cuando una clase de
ellos lian sufrido mas. El período de libertad de enseñanza que la revolución nos
trajera como mejora y adelanto, las demás libertades implantadas como subsi-
guientes, abrieron nuevas vías que antes se bailaban cerradas. Aun no sabemos
cómo calificar este progreso, si bien ingenuamente confesamos que nos asusta el
excesivo número de doctores y licenciados que pululan por todas partes; el atan
que desde la época á que nos estamos refiriendo se despertó por seguir una carre-
ra, fué grande, y de la misma manera que un tiempo parecia que nadie bailaba
utilidad en el estudio, ahora se figuraron muchos que el estudio era el único me-
dio de hacer fortuna, esto es, no se estudió sino el título facultativo que á poca
costa se podia conseguir.
Tal fué la concurrencia, que muchos, desesperados al ver que no lograban
nada, abandonaron las profesiones que habían emprendido, y muchos otros que
creyeron haber ascendido, volvieron á descender. Mas claro, casi todos los que
antes se dedicaban á la enseñanza se contentaban con su carrera, mas luego que
vieron la facilidad de abrazar otras profesiones, lo hicieron creyendo que el hori-
zonte se abriría para ellos, pero en su mayor número se vieron chasqueados, y
plegando nuevamente el vuelo volvieron á las escuelas, pero elevándolas en cate-
goría.
Dejaron de llamarse maestros de escuela y se titularon profesores, porque sin
duda este dictado sonaba mejor á sus oidos, y tal vez por la misma causa lo que
antes se llamaba escuela se llama ahora colegio. El maestro ya no es cualquier
cosa, sino casi un personaje: casi siempre es doctor ó licenciado cuando menos,
de tal modo á su lado pueden ampliarse los conocimientos de una manera asom-
brosa. En los mismos establecimientos se da la primera y la segunda enseñanza,
cada una de las antiguas escuelas se ha convertido en verdaderos institutos y
tienen, por consiguiente, su cuadro de profesores, de los que el maestro de otros
tiempos es el director. Hecho todo un caballero, se presenta de un modo que no
autoriza las bromas que antes se les daban, tal es su manera de vivir que no es
posible el sarcasmo.
Pocos son ya los maestros que quedan limitándose á serlo de primera ense-
ñanza: si alguno hay, también lia mejorado su suerte, pues sin que quepa dudar-
lo, la ilustración lia hecho milagros.
Réstanos hablar de los beneméritos de la clase; de aquellos con respecto á los
AMERICANOS Y LUSITANOS
449
que puede exclamarse aun hoy: ¡Pobres maestros de escuela! Y son estos los que
tras una vida de afanes y desvelos, los que después de conseguir á fuerza de ím-
probos trabajos una plaza de las que el Municipio ó la Diputación costean, dan
lugar á que con frecuencia se lea en los periódicos: «Al maestro de tal punto se
le adeudan diez mensualidades.»
Mártires modernos, consumen su existencia sin fruto, y felices ellos, si al fin
de tan desastrosa carrera, no tienen que lamentar ningún atropello.
I
por D. Nicolás Díaz de Benjumea.
ste tipo es moderno en España, y tanto, qne su existencia
era completamente desconocida en el primer tercio de nues-
tro siglo. La prensa periódica comenzó á tomar sus vuelos
desde 1843 hasta la insurrección militar del Campo de Guar-
dias; pero el tipo del gacetillero aun no se bosquejaba. Habia
basta entonces mas escritores que periódicos, reflejando éstos
la seriedad de hombres graves y escogidos, que enseñaban ciencia
política, si tal existe, y luchaban por ideas mas que por destinos. La
gacetilla era una sección de descanso del espíritu, llena de amenidad;
pero también de pudor y de decoro. Contenia lo que hoy se compren-
de bajo el epígrafe de noticias varias ó generales; pero no era chis-
mosa ni satírica, ni interesada, ni personal, y sobre todo, estaba escrita en espa-
ñol sano y robusto.
Un período de once años con el poder en manos de un solo partido, no es pro-
vechoso mas que para el bolsillo de los empleados. La prensa política se asfixia.
Los periódicos de oposición agotan el caudal de sus censuras y los ministeriales
el repuesto del incienso. La monotonía, cortedad y falta de interés político, hay
| fm
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
451
que suplirlo con secciones varias. Entonces se apela á misceláneas, novelas, fo-
lletines, y por consecuencia, se dan grandes proporciones á la gacetilla, especie
de mesa revuelta donde entran infinidad de asuntos y materias que mas tarde ha-
bían de llegar á ser objeto de publicaciones especiales.
El gacetillero empezó á tener importancia en esta época, y no se daba este
cargo á gentes de poco mas ó menos. Se necesitaba originalidad é iniciativa y
un estilo peculiar, ligero y animado en el confeccionador de esta sección, que
por añadidura debia ser hombre de extensas relaciones sociales, que diese noti-
cias de primera mano y de buena tinta.
Pero esto duró poco. A la larga dominación del partido moderado, sucedieron
situaciones diversas, que trajeron hombres nuevos al poder. A cada cambio de
personal, surgian como por encanto nuevos periódicos, y entonces empezaron á
ver la luz los cómico-satíricos, casi olvidados desde las célebres campañas del
Guirigay , La Posdata, y las populares capilladas de Fray Gerundio. El Padre
Cobos inició una via nueva en este género, tan del gusto del público, que la ga-
cetilla, antes séria del periódico político, empezó á imitar su estilo, distinguién-
dose entre ellos El Contemporáneo .
A esta nueva faz corresponde el desarrollo del suelto político-satírico que hoy-
es la parte mas amena, original é interesante de los periódicos, así ministeriales
como de oposición. Cada órgano político de un partido cultiva con esmero esta
sección mordaz, cómica y batalladora, donde todo suceso y todo personaje apa-
rece bajo distintos puntos de vista, mientras que la gacetilla, ¡iropiamente dicha,
es un mosaico de recortes, con una muy pequeña parte de cosecha propia.
Así, pues, esta sección va paulatinamente desapareciendo en los periódicos de
Madrid. El gacetillero es un principiante sin sueldo, y si lo tiene es tan men-
guado, que apénas le basta para café y tabaco. Su trabajo se reduce á traducir
del francés algunas anécdotas y trasquilar las columnas de los colegas de la córte
y las provincias, extendiéndose de vez en cuando á ensalzar á un autor bastante
galante para enviarle un ejemplar de su obra, y dar alguna noticia de las funcio-
nes ordinarias de tal ó cual teatro, sin comentario, que está reservado á un re-
dactor especial, asistente á los estrenos de las producciones dramáticas.
Donde existe el verdadero tipo de gacetillero es en las capitales de provincia
y poblaciones inferiores. La razón es obvia. En estas localidades, la política deja
de ser palpitante: se convierte en materia trasnochada y fiambre, después que
se han leido los partes telegráficos, y el aficionado á la cosa pública, está inva-
452
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
riablemente suscrito á uno ó dos periódicos de Madrid. La vida de la ciudad y
los intereses de los vecinos, se hallan por consiguiente en primera línea, y los
menores sucesos toman una importancia y relieve, que son altamente beneficio-
sos á la comunidad. El gacetillero, que en Madrid suele ser un pobre diablo, en
una capital es un personaje á quien todos muestran consideración por diversos
motivos. Las jóvenes porque las nombre al describir cualquiera fiesta ó reunión,
ó les dedique de vez en cuando alguna décima ó soneto, pues el encargado de la
gacetilla ha de ser aspirante á poeta sin remedio. Los literatos, porque los llame
«reputados, distinguidos é ilustrados publicistas,» los actores, cantantes y baila-
rinas porque ensalce sus piruetas, gorjeos y talentos artísticos: los dueños de ho-
teles porque pregone la elegancia y esmero del hospedaje: en suma, no hay quien
viva con la opinión ó favor del público, que no le mire como el mediador indis-
pensable.
La plaza de gacetillero es una canongía en provincias, cuando se llega á do-
minar el oficio; pero también hay que sufrir un largo y penoso aprendizaje.
Figúrese el lector un joven, que estudia en la universidad ó instituto para
una carrera, concluida la cual no sabe si tendrá que apelar á un oficio para co-
mer. Tiene alguna imaginación, lee cuanto cae en sus manos, presiente que ha
nacido para algo, empieza por escribir alguna sátira contra los vicios sociales y
cae sin saber cómo en el golfo del periodismo, elemento necesario para la expan-
sión de su inteligencia.
Desde su trono de la gacetilla, donde empieza de meritorio, quiere reformar el
mundo. Se figura su capital como un modelo de civilización y cultura que no
tiene rival en el orbe. Tiene los ojos puestos en el ayuntamiento, en la policía,
en las costumbres públicas y privadas y se hace un Catón moderno por pura afi-
ción á la virtud. Llega el fin del mes y espera verse con un director agradecido,
que va á colmarle de favores, empezando por un buen sueldo y acabando por con-
vidarle á su mesa y cederle sus entradas en los teatros. La entrevista se verifica.
El director toma la palabra, y le dice entre otras cosas lo siguiente:
— Amigo mió, usted es un joven que promete, y llegará á ser algo con estu-
dio, experiencia y perseverancia; pero por ahora no sabe usted la tierra que pisa.
Aquí no se toma nada en sério. Los abusos que usted denuncia continúan sin en-
mienda y el resultado es, que diariamente recibo una porción de cartas de perso-
nas que se dan de baja, ó me vienen con quejas y hasta con amenazas. Ni usted
ni yo ganamos por ese camino. Hay que tener indulgencia y hacer la vista gor-
AMERICANOS Y LUSITANOS
453
da y vivir con todo el mundo. Tenga usted siempre lista la pluma para el elogio
y tarda y perezosa para la censura. Los hombres no son perfectos, y sin embar-
go, con el público hay que comer, y tratarle, por lo tanto, como buen amigo. El
puesto que usted ocupa en mi redacción es una mina, y así no extrañará que no
le señale honorarios. ¡Honorarios! ¿Qué digo? Cuando yo era gacetillero pagaba
una prima al director del periódico, y así debia ser por regla general. Con que
ingeniarse y aprenda usted á explotarla.
Y no se dijo esto á tontas ni á locas. Al cabo de poco tiempo nuestro gaceti-
llero vivia como aquellos caballeros andantes que nunca pagaron posada, ni sas-
tre, pecho, ni alcabala alguna.
El barbero le hacia la barba gratis, calzábale per amore el zapatero, y no ha-
bia establecimiento donde no pudiese surtirse de lo necesario para la vida, sin
pagar un céntimo y con un millón de gracias encima. ¿Pues quién podrá enume-
rar los regalos y atenciones de que es objeto en bodas, bautizos, bailes y reunio-
nes, de parte de los agraciados é interesados, ni quién pintar el aire de autoridad
y protección con que se entra en todas partes, creyéndose el personaje principal
de toda escena? El gacetillero es amigo íntimo del género humano en masa, y
trata á los mas altos personajes con una familiaridad, que el orgullo les perdona,
porque todo otro sentimiento se acalla y rinde ante la satisfacción de exhibirse al
público .
El gacetillero veterano llega á gozar del ocio y del lucro sin mucho sudor de
su frente. Para todos los casos, lances, accidentes que forman el material de la
gacetilla, tiene sus moldes hechos de tal manera, que si se examinan periódicos
atrasados se hallan las mismas frases y períodos, con solo la diferencia de los
nombres propios. Esto sucede mas á menudo con las funciones de teatros, llegan-
do á tal punto el sistema, que sabe hacer breves reseñas de espectáculos á que no
ha asistido y á veces de funciones retiradas del cartel.
— «Los coros bien, la orquesta admirable en sus partes y en conjunto,» — po-
nía en cierta ocasión un gacetillero, refiriéndose á la ejecución de una ópera ita-
liana.
— ¡Qué atrocidad! — exclama el director del periódico al leer el párrafo el si-
guiente dia. — ¡Cabalmente presencié yo la función de anoche y aquello fué un
escándalo, una profanación!
— Váyase, — contestó el cronista, — por las veces que he dicho que desafinan
sin poner los piés en el teatro.
TOMO J.
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454
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Las triquiñuelas del oficio consisten en conocer el flaco de los vanidosos. Como
estos no se contentan con la plantilla ordinaria y el estilo estereotipado del gace-
tillero, deja á cada cual que suene su trompeta y se despache á su gusto.
Entra un amigo en la redacción, recien-llegado á la capital.
— Siéntate, perillán, — dice el gacetillero, — y anuncia que has llegado.
— ¿A dónde vas? — pregunta uno á otro amigo suyo, á quien encuentra en la
calle.
— Voy á llevar un suelto á la redacción.
— ¿Cuánto te pagan?
— No, lo pago yo.
— Señor don Juan, ya ha llegado á nuestro establecimiento el surtido de gé-
neros de primavera que estábamos esperando. Sabe usted que los anuncios ani-
man poco al público. Si usted quisiera...
— ¡Ay, amigo, con mucho gusto; pero usted no desconoce que eso cuesta... un
trabajo ímprobo!
— Ya nos arreglaremos.
A los pocos dias sale un suelto á toda orquesta, y el gacetillero hecho un fi-
¿nirin de última moda.
El estilo de pujf' á la norte-americana está ya patrocinado por los gacetille-
ros, que en ingenio no se quedan á la zaga de los yankees.
lié aquí una muestra de este modas vivendi et scribendi.
Cantaba un joven en una reunión.
— ¡Calla! — exclama uno de los concurrentes. — ¿De cuándo acá tiene tan
buena voz Eduardo? ¡Esto sí que es un verdadero milagro!
— Pues yo sé el secreto, — contesta un individuo, dueño de la camisería del
León de oro, — es que usa nuestros cuellos Gay arre.
El buen gacetillero es hombre que saca partido del atraso del país, y del des-
orden de la administración, y cuando no tiene noticias las inventa.
El regente de la imprenta manda un recado á don Juan, diciéndole que se
ha suprimido media columna y necesita indispensablemente original.
AMERICANOS Y LUSITANOS
455
Don Juan toma la pluma, y hace caer del andamio á un albañil, fracturándo-
le tres ó cuatro costillas. En seguida describe una riña imaginaria, y dirige car-
gos contra los agentes de orden público, por no haber intervenido en la chirri-
chofa. El resto se confecciona con la aparición de un lobo rabioso en las monta-
ñas, y alguna amonestación al ayuntamiento sobre el mal estado del empedrado
público. Muchas veces falta la vida del santo del dia, y el gacetillero audaz hil-
vana en un santiamén los hechos y milagros de un escogido de Dios, confesor y
mártir, bajo el imperio de ese inicuo de Diocleciano, que tantas almas mandó al
cielo bajo su despótico reinado, y no pocas hace dar á las beatas y devotos un
viaje en balde, en busca de indulgencias concedidas á los que rezaren un rosario
delante de esta ó aquella imágen milagrosa.
Por último, á mal venir todos tienen el recurso de pegarla contra la mala ca-
lidad del tabaco, asunto tan ingeniosamente tratado, que pudiera hacerse de él
una interesante enciclopedia de sátiras y epigramas, resultando una amena mo-
nografía para estudio de los ministros de Hacienda y contratistas de tagar-
ninas.
Los gacetilleros de las capitales de Andalucía son maestros sin rivales en toda
clase de trinos noticieros, y parece que tienen olfato de podencos para conocerlos
que vienen de la córte y del extranjero. En este punto en todas partes cuecen ba-
bas, y á calderadas donde los hombres parecen mas sérios y formales, pues hay
periódico inglés, que todos los años escribe nada menos que un artículo de fondo
en tono grave sobre cierta serpiente marina, que aparece periódicamente con el
solo objeto de dar entretenimiento á los bañistas.
Los que carecen de experiencia, se ven expuestos á caidas como la de cierto
principiante que rabiaba por echarla de listo. Hallándose en la redacción el di-
rector, llegó un amigo suyo que entre otras cosas dijo:
— Por fin llega boy el celebrado y famoso Pepe Roquetas.
— Pues no olvide usted de anunciarlo en la gacetilla, — observó el director.
Al dia siguiente apareció un párrafo como sigue:
((Dárnoste ¡a bienvenida . Ha llegado á esta capital nuestro querido é ilustrado
amigo el señor don José Roquetas, hospedándose en una de las primeras fondas.
Reciba nuestra mas cordial bienvenida y deseamos nos honre por largo tiempo
con su estancia en esta ciudad.»
El tal Roquetas era un bandido perseguido hacia tiempo por la guardia civil
y que en efecto, había llegado escoltado por esta al presidio de aquella capital.
450
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
La existencia del gacetillero se perpetuará en provincias, así como está desti-
nado á desaparecer en la córte. La sección que venia á llenar es demasiado ínfi-
ma en carácter literario, para que su desempeño se confíe á personas de mérito, y
cuando esto se verifica, el gacetillero pasa rápidamente á otras secciones mas im-
portantes del periódico. Por otra parte, la fórmula autoritativa del plural en uso
frecuente y combinada con cierta trasparencia de la personalidad del escritor, es
una mezcla inconveniente que al cabo cede en descrédito del periódico.
por I). Ricardo Sepúlveda
-A.ITT AR'O
o es ilusión. Yo he leído que Madrid tuvo en sus mocedades
una vega florida, y en esta vega hubo un sotillo , renombra-
do por sus misterios, donde el 1.” de Mayo se celebraba la
fiesta de Santiago el Verde; que á esta fiesta, poetizada por
Lope, Rojas, Calderón y otros ingenios de la villa, acudían
sin excusa, desde el monarca basta el último vasallo; en carroza las
reales personas y la córte con las damas apergaminadas ó de mas
pergaminos; en silla de manos el corregidor y algún abad mitrado
ó consejero de Castilla; en muía señorial, enjaezada á la morisca,
los hidalgos de gotera y gente moza de clase; á pié los escritores y
artistas de la calle de Cantarranas, y en jumentos, formando cua-
drillas alborotadas, los vecinos de las Vistillas, del Lavapiés, de la Carrera de
San Francisco y barrios adyacentes.
Por aquella vega pasaba el Manzanares, rio murmurador é inquieto, de cor-
tesanas aguas, casi navegables, que estuvo pidiendo puentes para darse tono en
sus crecidas, basta que Tirso le tapó la boca con su célebre sátira:
458
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
«No os corráis, el Manzanares;
Mas ¿cómo podéis correros,
Si llegáis tan despeado
Y de gota estáis muriendo?»
Y, sin embargo, es fama que las algas del rio velaban en agosto todos los
años á mas de una seductora náyade, y que en sus orillas, esmaltadas de marga-
ritas y berros, triscaron los rebaños de la arcadia madrileña. ¡Qué idilio tan pre-
cioso si lo viéramos boy!
En aquella vega y al lado de aquel rio tuvieron el monarca su Casa de Cam-
po, el arzobispo Sandoval la Moncha, el duque de Alba la Florida, los magnates
sus plácidos retiros, los mayorazgos sus huertas y jardines, las damas su parque
del alcázar para dejarse ver en las mañanitas de abril y mayo, los bizarros gala-
nes una tela junto á San Francisco, para lucir su destreza en la equitación, en
la sortija y en el arte de quebrar lanzas y rejoncillos, tendiendo un toro en la
arena ó siendo volteados por la fiera. Por último, el alegre y decidor pueblo de
la villa tenia para su solaz la Pradera del Corregidor con sus célebres verbenas,
las alamedas y los bosques del Manzanares, la fuente de la Teja y los sotos de
Luzon, de la Villa y de Migas-calientes .
Para que nada faltase al carácter peculiar de aquellos tiempos, la vega del
Manzanares tuvo, como Córdoba y Montserrat, sus ermitas del Angel, de San Dá-
maso, de San Antonio de la Florida, de la Virgen del Puerto y de San Isidro,
con sus praderas adjuntas, donde cada año se celebraban, en los dias del Titular,
las romerías bulliciosas que han llegado hasta nosotros palpitantes de interés y
de atractivos.
La ermita de San Isidro existe en el mismo lugar.
De las antiguas posesiones, de aquellos bosques, alamedas y jardines, ¡pena
me da decirlo! apénas se conserva vestigio. Quedan por excepción los puentes de
Toledo y de Segovia, luciendo su gallarda estructura sobre el cautivo lecho de un
rio, que se ocultó de vergüenza al sentirse humillado por las lavanderas, el egre-
gio Manzanares, que mojó el blanco pié de la Diana de Montemayor; quedan la
Casa de Campo, la Moncloa y la Florida, y ocupan el mismo sitio que tuvieron
antes las nuevas ermitas de la Virgen del Puerto y San Antonio de la Florida.
Pero en cambio desaparecieron las mañanas de abril y mayo con sus intri-
gas y galanteos, la lela de justar, las florestas, viveros y jardines.
AMERICANOS Y LUSITANOS
459
Queda, no obstante, y á esto venia á parar con esta excursión descriptiva, la
pradera histórica de tupido césped, y en ella el recuerdo querido de las zaraban-
das, la tradición de las verbenas y la vistosa y alegre romería que el pueblo de
Madrid dedica todos los años á su amado patrón el glorioso San Isidro.
Veamos, antes de describirla tal cómo es actualmente, lo que era la romería
del Santo por los siglos xvi y xvii.
Apenas las últimas luminarias de la albelda de San Isidro ocultaban sus des-
tellos ante el brillante resplandor de la aurora del 15 de mayo, el ermitaño que
era un labrador á la usanza del tiempo, medio clérigo, medio seglar, abría la
puerta de la ermita, en cuyo dintel aguardaban llenos de recogimiento los cape-
llanes de la Virgen del Puerto y San Antonio de la Florida, encargados de decir
las primeras misas; algunos mandaderos de los conventos de monjas, que madru-
gaban para recoger agua de la fuente de la Salud en sendas botellas, varios her-
manos de las órdenes mendicantes con la alforja al hombro y el borriquillo al
alcance de la suave vara de fresno, dispuestos á trasladar á sus santas casas el
contenido de los puestos de comestibles y golosinas, si para ello dieran licencia los
dueños; beatas madrugadoras, á quienes el histerismo místico tenia en perpétuo
insomnio; algún embozado de porte altivo con la nariz al viento y la flamberga
levantando por detrás los pliegues de la airosa capa; soldados de los tercios con
licencia y en disponibilidad á media soldada, algún chulillo trasnochado de vi-
gía para dar el alerta, y una turba de lazarillos y granujas como el que sirvió de
tipo á Velazquez para su cuadro del Ciego , que existia en Palacio, en el despa-
cho del subsecretario de Ultramar.
Entre ocho y nueve bajaban por la Cuesta de la Vega al Campo del Moro y
la Pradera las damas mas renombradas de este Madrid, que en todos tiempos ha
sido emporio de bellezas femeninas, unas en carrozas doradas con blasones aris-
tocráticos y soberbios corceles; otras en muías enjaezadas según el estilo del
tiempo de Isabel la Católica, otras en sillas de mano con las cortinas corridas para
evitar el polvo, y otras á pié luciendo ese garbo cadencioso del andar español,
que es la desesperación de las mujeres nacidas en tierra extranjera. Los lindos y
sigisveos ocupaban el puesto que la galantería les designaba, sirviendo á las da-
mas de escuderos.
A derecha é izquierda del camino, una compacta ñla de mendigos, tullidos y
estropeados demandaba la caridad pública con tono plañidero y con acento gruñón
y rudo, porque el pobre de aquel siglo era un compuesto de mendigo y bandido,
460
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
que así pedia limosna en latin macarrónico exclamando: Facilofe carilal&m, como
reclamaba la bolsa en castellano, gritando poco mas ó menos: Boca abajo (odo el
mundo.
Detrás de la nobleza venían la clase media y el pueblo, aquella presidida por
estudiantinas bulliciosas, y este por comparsas de majos que tañian guitarras,
bandurrias y mandolinas, acompañadas por el repiqueteo de los crótalos ó casta-
ñuelas de los barrios bajos.
El repostero mayor, no de palacio, sino de la pastelería del Mesón de Paredes,
donde Quevedo, Cervantes, Calderón y Lope acudían con frecuencia á saborear
los hojaldres, que lian llegado hasta nosotros con la fama literaria de la casa,
existente aun, había esparcido de antemano por aquellos campos, á sus depen-
dientes cargados de empanadas de ternera, de cubilete, de picadillo y almendra,
de huevos hilados, de perdices escabechadas, de conejos y cabritos asados y de
ropa vieja á la castellana, porque en aquel entonces dominábamos todavía en Eu-
ropa y no había menús franceses en nuestras meriendas.
Tampoco se usaban tiendas de campaña. Bastaba á las necesidades de los ro-
meros el puesto de viandas con el tenderete de lona, que hacia un poco de som-
bra, y para merendar ofrecía espléndido comedor la pradera esmaltada de flores.
Al escucharse el toque del Angelus en el convento de San Francisco, que re-
petían al unísono los monasterios de Atocha, San Jerónimo y Recoletos, todos
los concurrentes á la romería se descubrían piadosamente, rezaban la oración, y
en seguida, formando corrillos, arreglaban sus mesas campestres sobre el mullido
césped, sirviendo á veces los mantos de manteles, y almorzaban, comían ó meren-
daban, empezando invariablemente por la nacional ensalada de lechuga con ce-
bolla y huevos duros. El peleón de Arganda, la ratafia y el hipo eras circulaban
de mano en mano en tazas de Alcorcon ó en vasos de cristal y de cuero. Luego
los señores bailaban con mucha tiesura la zarabanda, y el pueblo unas seguidi-
llas primitivas parecidas á las liabas verdes.
Y al toque de oración, después de santiguarse devotamente todos los circuns-
tantes, cada cual desfilaba con su cada cual por diferentes caminos, recalando
pocos en el corral de la Pacheca, que solia dar este dia función de noche, y yendo
los mas á acostarse rendidos de cansancio.
Así terminaba la fiesta de San Isidro en los siglos pasados, sin escándalos y
sin muertos. No se conocía la navaia. ; Dichosa edad!
AMERICANOS Y LUSITANOS
461
Ahora es el pueblo el que principalmente frecuenta la histórica pradera del
Manzanares, y en sus escondrijos, formados con tablas, esteras y desechos de
cortinas ó telones, se atraca de buñuelos freídos á la vista, entre nubes de humo
y abundante sudor, ó se administra enormes pedazos de... atún en escabeche con-
servado en aguarrás, vulgo vinagre.
Al amanecer empieza el movimiento de los romeros contemporáneos. No es ya
la tradición religiosa ó la devoción al glorioso San Isidro la que conduce á la ma-
yor parte: es el deseo de divertirse y cometer toda clase de locuras casi en las
barbas del Santo.
Una nube de carruajes de todos los tiempos y procedencias, desde el calesin
carcomido hasta las diligencias, se lanzan á todo escape desde la Puerta del Sol,
cuesta abajo por la de la Vega, ó se desbocan desde la plaza de la Cebada y sus
contornos, por la fábrica del gas, hasta el puente de Toledo y ermita de San
Isidro.
El jaleo ñno, que se arma con tal motivo, principia desde la noche anterior,
en que acampan en la pradera los fondistas, buñoleros, vendedores y parientes
de la tia Javiera, fia de todo el que hace rosquillas, y matrona á quien siento no
haber tenido el gusto de conocer, aunque solo sea por la inmensa fama que lia sa-
bido conquistarse con su buena pasta. Lo mismo me sucedió con doña Mariquita,
otra española que pasará á la posteridad por el renombre que alcanzó repartiendo
mojicones á todos los que tomaban chocolate en su casa.
Pues, como decia, los coches son tomados por asalto. Se oyen en ellos dichos
agudos, frases alegres, algunas capaces de enrojecer las mejillas de un cabo de
gastadores; corren de mano en mano botas de lo tinto, y entre el chasquido de la
fusta y los votos del mayoral, que no cota nunca mas que á sus caballerías, al-
gún Tenorio moderno aprovecha los instantes de algazara para hablar al oido á la
linda vecina, que la tiene casi cosida al chaquet (tan estrechos están los asientos),
y la pobre muchacha se pone tan sofocada, que parece que la va á dar algo.
Durante el camino es á cada instante mas variada la colección de tipos (pie.
á pié y en coche, se dirigen á la pradera. Parejas mas ó menos amarteladas, 111a-
más mas ó menos gordas... de vista, grupos de jóvenes solteras mas ó menos cur-
sis, forasteros mas ó menos incautos, y una procesión de pobres, ciegos, cojos,
TOMO I. 58
462
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
mancos y fenómenos de la naturaleza, todos ellos mas ó menos artificiales. Es de-
cir, <|ue en el camino y en la romería hay sus mas y sus menos.
Una vez en la pradera es verdaderamente magnífico el espectáculo cpue allí se
ofrece, sin contar el de las innumerables tiendas de vinos ó linos, que de todo se
lee en el tránsito. Infinidad de puestos de comestibles y bebeslibles ; de juguetes
v figuras de barro; de buñuelos y leche de ¡as Navas; fondas con su mesa redon-
da, que siempre es cuadrada; entoldados para bailes sérios (no sé cómo se baila
en serio); mucho Tío Vivo, y algún lio muerto en riña, como suele suceder; ver-
sos en algunas muestras; la iglesia llena de gente risueña, y el cementerio inva-
dido por secciones de ambos sexos que no guardan toda la compostura debida; la
fuente de la Salud atestada de devotos y devotas, que esperan obligar al novio á
(pie se case pronto bebiendo un vasito, con lo cual consiguen tener un marido
'pasado por agua; escamoteos dignos de Macallister; parejas misteriosas tomando
en un café la clásica tostada; mucha gente de bronce dispuesta á armar una
bronca por si te miró ó le miraste...; varias meriendas sobre la empolvada alfom-
bra; innumerables botijos, grandes y chicos, de los que hacia el Santo cuando era
niño; mucho señorito pitando; mucho baile campestre y... algún agente munici-
pal (que también se suele ver alguno). Hé aquí condensado en pocas palabras
todo cuanto se observa al primero y segundo golpe de vista en esa animada zam-
bra española que se llama la romería de San Isidro.
Después... cuando llega la noche, y sin que ninguno de los romeros se baya
apercibido de si lia sonado el toque del Angelus ó el de Oraciones, los concurren-
tes regresan á sus bogares, ellas con los vestidos rotos y las mejillas encendidas;
ellos con el sombrero hácia atrás y deshecho el lazo de la corbata; todos con los
bolsillos llenos de golosinas, las manos ocupadas con botijos y flautas, y algunos
con el estómago inundado de zumo, que les obliga á caminar en línea curva cons-
tantemente.
Por último, la navaja, que, como ya be dicho, antiguamente brillaba por su
ausencia, brilla ahora de vez en cuando para esconderse en el pecho de algún
contrario.
Otros tiempos requieren otras costumbres.
por T). Juan de Dios de la Rada y Delgado.
lando van desapareciendo con la adopción de trajes y costum-
bres extranjeras, los tipos, costumbres y trajes nacionales que
conservan la historia viva y elocuente de nuestro pasado, de-
ber de los que se dedican á los estudios históricos es procurar
conservarlos, así en las páginas del libro como del periódico y
del folleto, para que queden consignados de una manera permanente
por medio del admirable descubrimiento de Guttemberg, que hace
vuelen las ideas á través de los siglos y de las distancias, como las se-
millas de las plantas que cruzan el espacio impulsadas por los vientos
de la Providencia.
Penetrados de este pensamiento, hemos dado ya á conocer en otras poblacio-
ciones diversos tipos y costumbres españoles, y en el presente artículo intenta-
mos bosquejar las que se refieren á las montañas de León, apénas conocidas y me-
nos estudiadas por nuestros escritores.
404
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Empecemos por el estudio de los trajes.
Murías de Paredes, comarca la mas riscosa de la provincia, con sus célebres
y fragosas montañas de Babia, en los confines de Asturias, ofrece con los trajes
que visten sus naturales, importante enseñanza por lo que respecta ñ la influen-
cia que entre sí ejercen mútu amente pueblos vecinos y otros aunque lejanos, vi-
sitados frecuentemente por los lujos del país. Las continuas emigraciones de
aquellos montañeses á Extremadura, bien se nota en el traje de los hombres com-
puesto de calzón bombacho, botas de cuero á la andaluza bajo el calzón, grueso
blanco zapato, faja de grana, chaleco generalmente azul, chaqueta corta negra y
sombrero bajo de ala ancha, galoneado de terciopelo, con dos gruesas motas de
seda en la copa y en la vuelta del lado izquierdo; así como la influencia de las
provincias asturianas en el traje de las mujeres compuesto de largo zagalejo de
vuelta cumplida, blanco chapín abrazando hasta la mitad de la pierna y abarcas,
madreñas ó zapatos gruesos, graciosísimo dengue ó paletina corta, sujeta atrás
sobre la cintura, airosas trenzas de pelo que bajan hasta la mitad del rodado ó
zagalejo, escapándose bajo un pañuelo de flores atado airosamente á la cabeza;
sendas arracadas y gargantilla con una cruz, cayendo sobre el pecho, emblema
de la cristiana y salvadora creencia profundamente arraigada por fortuna entre
aquellas honradas montañesas, altas, garridas, ligeras y de blanca tez, (pie en-
medio de sus jarales y casi continuas nieves, viven consagradas á las faenas do-
mésticas, y al cuidado de sus hijos, separadas muchos meses de sus esposos, que
buscan en Extremadura trabajo, ó venta para sus ganados.
Pero no hay uniformidad en los trajes de todas las comarcas de las montañas
leonesas. Calzón negro y alto botín, chaqueta oscura de paño y sombrero análago
á los de Murías, visten los cabreros riañeses, mientras sus mujeres llevan basquina
corta, generalmente de color verde, corpiño azul ceñido, dengue encarnado, co-
lonias, ó cintas que caen por detrás de la cintura, y blanco pañuelo sujetando el
cabello prendido con seductora coquetería.
Los riberianos del Orbigo, visten sayo abierto, doble chaleco de terciopelo con
adornos en los ojales y botonadura de cadena; calzón con fuertes botones de me-
tal, media blanca y polainas, y en la cabeza una montera de paño á manera de
casco con vueltas de terciopelo. Análogo el traje de las mujeres á los de las ma-
ragatas, consiste en corto guardapiés negro galoneado de terciopelo; manera bor-
dada de lo mismo, corpiño generalmente grana con filete negro sujeto con dos
corchetes que se extienden de uno á otro lado del pecho, collarada y arracadas,
AMERICANOS Y LUSITANOS
4G5
camisas de prolijos bordados, pelo en trenzas, y delantal con lujosas labores. Los
de la comarca de la Bañeza, principalmente los riberianos del Eria, cercano de
Teca, llevan sayo como los de Orbigo, aunque menos ajustado, y el chaleco que
llaman apretador, cierra á la mitad del pecho para que luzca la camisa rizada en
menudos pliegues, y el cabezón ó cuello laboreado con prolijidad. Ancho ceñidor
de cuero oculta la trincha del calzón y el arranque del apretador, y termina el
traje una pequeña montera, sujetando la garnacha que cae á la espalda, dejando
escapar rizados mechones de pelo sobre las sienes. Las desposadas de esta región
leonesa visten especial y vistoso traje, que consiste en corto rodado de color ge-
geralmente verde oscuro ribeteado de terciopelo, justillo de brocado ó de otra tela
análoga, jubón de paño negro que deja entreveer la camisa de minuciosos borda-
dos; taca blanca de lino, que después de sujetar el pelo, cogido en pequeños ri-
zos, forma un ligero rastrillo, cayendo luego en anchos pliegues sobre la espalda,
largos pendientes, preciosa collarada, y una elegante monterina encima de la toca.
Alto y ancho monleron, con caras de terciopelo y motas á los extremos y ador-
nado en el casco por galones, dan al tocado que lleva el verciano el aspecto de
una especie de mitra. Larga chaqueta, chaleco oscuro, ancha camisa, calzón ne-
gro bajo, botin blanco de franela con botones á los lados, media igualmente blanca
y gruesos zapatos, forman el traje de los del distrito de Ponferrada del Yierzo, en
sus regiones próximas al renombrado Sil, de arenas de oro, que corre por sus es-
trechas y engargantados oteros y sus ásperas fragas. Bajo y airoso rodado, corpi-
ño de seda, en las mas ricas de vivos colores, predominando generalmente el ver-
de, sujeto al pecho con trenzas; largos cálamos, grandes aretes, pequeña cruz al
cuello, holgadas y blancas mangas sujetas á la muñeca, y una tira roja, colocada
á la manera italiana, constituyen el airoso traje de sus compañeras las villafran-
quinas del Yierzo, próximas al rio Burlica que fertiliza aquella región.
Los que viven en los partidos de Sahagun y Valencia, dedicados á la ganade-
ría y en contacto por lo tanto con las comarcas andaluzas y extremeña, visten
calzón pardo, medias y zapatos blancos con lazos azules, chaleco de pana azul
turquí, botonadura de cadena y forro de lana roja, chaqueta parda y corta al hom-
bro, fina camisa y á la cabeza un pañuelo á medio ceñir con las puntas colgan-
do. Sus compañeras llevan basquiña regularmente de seda, de vivos colores,
pañuelo blanco sobre corpiño de terciopelo negro, con alamares de plata en las
mangas y otro pañuelo á la cabeza caido sobre los hombros con bordados de flores
grandes, completando el traje ricos pendientes, medias caladas v zapato bajo.
466
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
De propósito liemos dejado para lo último á los maragatos, pues estos forman
como una región separada dentro de la misma provincia de León, con especiales
costumbres, que no son las que nos proponemos describir. Indicaremos, sin em-
bargo, que el traje de los maragatos mucho mas conocido que los anteriores, con-
siste en amplio sombrero chambergo, saya ó almilla recordando los antiguos co-
letos, amplísimos bragos y altos zapatos blancos sobre medias siempre oscuras.
Mas original el de la maragata y mucho menos conocido, fuera de aquellas re-
giones, consiste en ancho tunicon blanco, sujeto con hombreras de mucho vuelo
á los costados y que forma amplios pliegues desde la cintura hasta el ruedo: dos
grandes mandiles ó delantales cubren la falda delantera y la posterior, bordadas
con prolijas labores, cuyos ceñidos mandiles se tejen al propósito; justillo con
mangas abiertas bajo el hombro, sujetándose con cordones que llaman agujetas,
abrigan escasamente el robusto brazo por la parte superior y dejan lucir las an-
chas mangas del camisón, una collarada de gruesos corales intercalados de gran-
des y pesados relicarios, pasadores imitando bellotas y muchas medallas con san-
tos de plata, sobredorada ordinariamente, cubren cuello y pecho; y arracadas del
mismo gusto y el pelo partido en trenzas con lazos, que dicen escachas, comple-
tan el vistoso, aunque abigarrado traje, acaso el de mas antigua alcurnia que se
conoce en España.
Tales son los principales datos indumentarios que el estudio de aquellas his-
tóricas comarcas nos ofrece. Veamos ahora algunos rasgos propios de las tradicio-
nales costumbres de sus naturales, que se conservan, sino en la capital y pueblos
cercanos, en las vecinas montañas.
II
Hospitalarios como las antiguas tribus de Oriente, jamás se hallan cerradas
las puertas de estos montañeses para el forastero, el cual recibe de sus honrados
huéspedes todo género de obsequios, prodigados con el mayor cariño y la mas en-
cantadora sencillez.
Y no haya miedo de que las tristes noches del invierno le hagan pesadas las
horas que tenga que pasar entre los francos y espansivos montañeses. Durante
estas noches se reúnen las mujeres en la casa mas espaciosa del lugar, donde hi-
lan su copo de finísima lana merina, mientras ameniza aquel //laudan (como se
llaman estas tertulias ó reuniones) historias y cuentos maravillosos, narrados por
las mas ancianas con encantadora ingenuidad v buena fé.
AMERICANOS Y LUSITANOS
407
Los pocos hombres que, durante esta cruda estación, no lian abandonado sus
hogares para llevar sus ganados á los abundosos pastos de las praderas extreme-
ñas, acuden al fin de la velada, que termina por lo general con alegres danzas y
cantares.
Separados al principio en dos hileras mozos y mozas, bien pronto se mezclan
y confunden en resueltos y animados giros, mientras repiquetean las castañuelas
entre los hábiles dedos de los bailarines, y los que descansan ó miran la danza
sin tomar parte en ella entonan sendas coplas con dulce melodía, que así partich
pan del sentimiento y apasionada languidez de las andaluzas, como de la vague-
dad y ternura de las alemanas é irlandesas.
La letra de estos cantos que nadie les enseña, que componen y modelan como
el ruiseñor sus trinos en la misteriosa y poética enramada, sin otro maestro que
la naturaleza y Dios, están, lo mismo que su música, tan llenas de armonía y de
pensamientos delicados y tiernos, que no podemos resistir al deseo de copiar aquí
alguna de ellas.
Véase de qué manera pinta un amante la firmeza de su bien amado:
Eres como el ave Fénix,
Que cuando muere renace:
Fuego de amor en tu pecho
Hay siempre sin apagarse.
¡Cuánta resignación, cuánto amor y cuánta grandeza encierra la siguiente!
Corazón que sufre y calla
No se encuentra donde quiera:
No hay corazón como el mió
Que sufre y calla su pena.
Como muestra de amorosa galantería, merece el honor de citarse la siguiente
que no desdeñaría el mas delicado cortesano:
Tus cejas son medias lunas,
Y tus ojos dos luceros,
Que alumbran de noche y dia
Siendo mas que los del cielo.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
468
¿Y esta otra seguidilla?
El que estrellas estudia
Vé su destino;
Y yo estudio en tus ojos
Por ver el mió.
¡Qué triste convicción y cuán apenado amor revela aquella otra que dice con
no menos gallardía!
— ¿Qué son celos? — pregunta
Un hombre sábio.
Y un rústico le dice:
— ¡ Ama, y sabráslo!
¡ Y qué idea tan original de la esperanza encierra esta otra !
Es la esperanza un árbol
El mas frondoso,
Y de sus bellas ramas
Dependen todos.
Necesario seria escribir una obra entera, si hubiéramos de ir copiando las be-
llezas que se encuentran en aquel tesoro de popular poesía que por doquier se
halla en las montañas de León.
III
Pero las tristes noches del invierno han pasado, y con la cercana primavera
van siendo menos frecuentes las animadas monterías, para cuya dirección, duran-
te la temporada de las nieves, se nombra todos los años en concejo un funciona-
rio con el título de juez de caza.
Ya vuelven los montañeses con sus ganados al seno de sus familias. Las mu-
jeres, los niños y los viejos, apoyados en los mozos que quedaron en la aldea para
cuidar de la escasa labor, salen á recibir á los que arrojaron de sus hogares las
primeras ráfagas del helado cierzo. Gritos de júbilo de los amantes, bendiciones
de las madres, cariñosos abrazos de las esposas, infantiles voces repitiendo con ese
encanto indefinible, que solo conocen los que tienen la dicha de serlo, el nombre
de sus padres; y todo esto mezclado con el amoroso quejido de los perros, que se
deshacen en caricias al encontrar á sus amos, y los alegres balidos de las ovejas
al ver los verdes y nativos prados, forman tan deliciosos cuadros de tierna é iuo-
AMERICANOS Y LUSITANOS
469
cente dicha, que nunca iguales pudieron idearlos los mejores poetas bucólicos, ni
el diestro pincel del pastoril Albano.
La noche de la llegada hay baile y cena opípara, con tan sencillos como lim-
pios y abundantes manjares; y es de ver en ellos á las mujeres, luciendo con en-
cantadora vanidad la joya ó el recuerdo que de lejanas tierras, trajo el marido ó el
amante.
Pero empecemos á hablar de la hospitalidad, que no es de olvidar una cos-
tumbre tan agradable como las demás que llevamos descritas.
La noche del dia en que llega un forastero, recibe este lo que llaman el bei-
che, que no es otra cosa que una especie de serenata con baile al son de panderetas
y castañuelas, haciéndole tomar parte en la animada fiesta, y corriendo, sino lo
acepta, peligro de someterse á los cacliarrones , que á compás recibe de las ro-
bustas manos de las mas garridas mozas.
Tras el baile, lo obsequian con feimelos (especie de buñuelos y natas), y la no-
che de su marcha le despiden de la misma manera, á lo que llaman dar el gueiso.
Durante la estación del verano suben los montañeses con sus ganados, porque
aprovechan los pastos de las altas cumbres; y en este tiempo habitan en unas ca-
setas, llamadas brañas, que adornan cuidadosamente con frescos ramos, teniendo
siempre para obsequiar al viajero feimelos y natas, presentados en limpios mante-
les con sabroso pan y cubiertos de boj, primorosamente labrados por los esposos ó
por los amantes.
De tiempo en tiempo suelen abandonar las brañas para acudir á las romerías,
animadas fiestas, en que después de rezar como buenos cristianos al milagroso y
devoto santo, se extienden por la cercanas praderas del Sanhiano, adornados todos
ellos con sus mejores vestidos de fiesta y viéndose por donde quiera, ya bullicio-
sas danzas, ya respetables curas á quienes no haya miedo que al pasar dejen de
saludar descubriéndose con la mayor reverencia, ya en los sobrados potros alegres
caballeros llevando á la manera andaluza á su adorada á las ancas; ó mas allá los
robustos mozos del concejo ejercitándose en la carrera ó al tiro de barra, por al-
canzar de manos de una montañesa de fresca tez y adormecidos ojos, los bollos ó
fruta que le guarda como premio del vencimiento.
Las costumbres de los montañeses de León, que dejamos apuntadas, que con
escasas variantes son las de todo el país, toman la fisonomía propia de aquella an-
tigua comarca, tan pintoresca, tan gloriosa, tan poética y tan olvidada.
59
TOMO I.
por D. Pedro Arnó.
^4 t /
- Ag escenas de la vida íntima de la República Argentina,
llevan un sello de originalidad y de sencillez primitiva,
que al contemplarlas la imaginación se remonta sin es-
fuerzo á los tiempos bíblicos.
Las ciudades del litoral, como Buenos Aires, San Ni-
colás y Rosario de Santa Fé, son emporios comerciales á la manera
que lo eran en remotas edades Tiro, Sidon y Biblos; y las llanuras
interiores están cubiertas de ganados y pastores, como lo estaban an-
tiguamente las regiones cananeas, los desiertos de la Arabia y las
dilatadas márgenes del Tigris y del Eufrates.
La inmensidad de las pampas argentinas, y en especial la pro-
vincia de Buenos Aires, cubiertas de esmeralda y bañadas con los vividos cam-
biantes de la luz de su esplendoroso cielo, se vén salpicadas del vellón de la man-
sa oveja. El buey pace tranquilo por manadas innumerables, abandonado á la
intemperie; pero protegido por las dulzuras de un clima benigno. El rancho, que
es la choza del pastor, ofrece al viajero aquella hospitalidad que los antiguos con-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
471
virtieron en precepto religioso, y el ornbú corpulento y solitario proyecta al lado
de la clioza su sombra bienhechora, para templar los rayos de un sol abrasador.
El pastor de la Arcadia entretenia sus ocios campestres con las modulaciones
de la flauta primitiva, mientras retozaba la oveja y la trepadora cabra escalaba
los riscos; y el campesino americano tañe la española guitarra acompañando un
cielito ú otras canciones indígenas, que á pesar de su monotonía tienen un aire
de ternura melancólica é indefinible.
Apénas habrá en el mundo otra región mas propia que aquella para el jiasto-
reo. Constituye una llanura unida y casi nivelada con un imperceptible declive
de noroeste á sudeste, que hace deslizar suavemente las aguas. Estas se pierden
muchas veces antes de terminar su curso, infiltrándose en el terreno. Los pastos
naturales brotan allí con fuerza y cubren en toda su extensión el territorio pam-
peano, que se dilata en todos sentidos por centenares de leguas, como la inmensi-
dad del mar. Toda la llanura está salpicada de pequeñas lagunas ó depósitos de
aguas, que sirven de naturales abrevaderos á los animales.
Algunas de esas lagunas, como las Encadenadas, toman las proporciones de
un lago, y no falta alguna que otra de agua salada, como la mar Chiquita, don-
de se cría en abundancia el pejerrey y la curbina negra, que dan vida á alguna
colonia de pescadores, á la manera que el mar Muerto alimentaba aquellos hu-
mildes grupos entre los cuales Jesús eligió sus primeros y predilectos discí-
pulos.
Los países pastores sienten poco la necesidad de las modernas vías de comuni-
cación. La riqueza que producen camina por sí misma, y atraviesa cómodamente
las praderas naturales, cuyo derecho de propiedad se halla apénas bosquejado.
«Las vacas, decia en cierta ocasión el original escritor argentino Sarmiento, son
frutas de cuatro patas.» El camino les sirve á la vez de comedero. El pastor se vé
obligado á llevar una vida semi-errante en busca de nuevos pastos y abrevaderos,
á medida que éstos se agotan, ó que sus ganados se multiplican, ó cuando vienen
años de sequía. Los animales de carga deben estar siempre dispuestos para trans-
portarle con su familia y su ajuar á través de los desiertos, donde apénas se en-
cuentra una que otra huella casi borrada de algún otro caminante.
En tiempo de los patriarcas, el asno era á la vez la cabalgadura y la acémila
de aquellos pastores que llegaron á titularse reyes por su riqueza móvil, sus sier-
vos y sus alianzas, sin considerarse sin embargo dueños del suelo que ocupaban.
Los árabes y los africanos se servían y aun se sirven del camello, animal sobrio
472
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
y resistente, propio para atravesar los ardientes desiertos donde moran aquellos
pueblos.
En América el asno y el camello son reemplazados por el caballo. La inmen-
sidad de la llanura, la blandura del suelo, los pastos abundantes y la distribución
de las aguadas, hacen al país admirablemente dispuesto para servir de teatro á la
fogosidad del noble bruto, digno presente que hizo á la América un pueblo guer-
rero y conquistador.
Así, los pastores argentinos cruzan en todas direcciones los dilatados horizon-
tes en veloces corceles. Los niños, desde su mas tierna edad, son consumados ji-
netes, y apénas hay mujer argentina que no pueda competir en destreza hípica
con las antiguas amazonas, que, según Herodoto, habitaban las regiones de la
Escitia.
El caballo se cria allí en la mayor libertad. Su naturaleza bravia, que seria el
espanto del hombre civilizado, es sometida y domeñada por el indígena sin mas
fuerza que la de su brazo, sin mas artificio que la de su agilidad corporal, y sin
mas instrumento que su astucia y energía.
En esta lucha que emprende el hombre cuerpo á cuerpo contra un animal sal-
vaje, cuatro ó seis veces mas fuerte y corpulento, se vé resaltar verdaderamente
la inmensa superioridad del sér racional, aun abandonado casi á sí mismo, y sin
las influencias de la educación, ni el auxilio de los medios y refinamientos que la
civilización ha inventado.
Los historiadores han tratado de resolver hipotéticamente, de qué modo en los
tiempos prehistóricos el hombre sometería los animales á su dominio y establece-
ría sobre ellos tal imperio, que ha dado por resultado que hoy sean sus dóciles
instrumentos y sus amigos fieles, sirviéndole de cooperadores en sus mas grandes
empresas. No hay que devanarse tanto los sesos. En cualquier establecimiento de
campo de la república Argentina, ese problema histórico se resuelve diariamente
á la luz del sol.
Es aquella una lucha superior á las del circo romano y á las de nuestras pla-
zas de toros. El mas consumado artista ecuestre tiene allí que admirar. El doma-
dor argentino ejecuta sus operaciones con la estoica indiferencia del que desem-
peña sus ordinarias tareas. Viste el traje característico del país. Con su 'poncho al
hombro, su holgado chiripá y su tirador chapeado en la cintura, presenta un as-
pecto por demás vistoso.
Lleva su pié desnudo, ó calzado con botas de potro al natural, y cubre su ca-
AMERICANOS Y LUSITANOS
473
beza el sombrero negro de anchas alas con barbiquejo. El facón, especie de ma-
chete ó cuchillo grande, forma su arma inseparable, que le sirve para el ataque
y la defensa; desempeña el papel de cubierto, para comer en corro el asado desde
el mismo asador clavado en el suelo, y le auxilia en todas las faenas domésticas.
La manea le sirve de rebenque ó látigo, y el lazo forma parte inseparable de los
arreos de su caballo.
Llegado el momento de poner manos á la obra, de un brinco monta en su
i mancarrón , donde queda como clavado, sueltan el potro indómito de sangre h ir—
viente, y se lanza tras él á la carrera blandiendo el lazo, sujeto á la cincha por
uno de sus extremos. Con su mirada penetrante domina la distancia y el empuje
del bruto que va á domeñar, y arroja á través del espacio el lazo, cuyos círculos
se abren y extienden para dejar caer el último manojo sobre el fugitivo animal.
Enrédase el lazo entre sus piernas, revuélvese el bruto, arrastra este en su empu-
je al domador y su cabalgadura, que extreman la resistencia, y por fin, apretado
el lazo por su misma tensión, impide el movimiento del potro y le obliga á echar-
se al suelo.
En este estado, ha llegado ya el momento supremo. El domador se apea, con-
servando la tensión del lazo para que el potro no pueda levantarse; pone á este su
cabestro, que á veces es de cuerda hecha de tiras de cuero, y se sienta en el lomo
del bravio animal, que en medio de la sujeccion empieza á dar muestras vivas de
su impaciencia.
Ya bien asegurado en su posición el domador, aflójase el lazo, y el potro al
verse libre, relincha con fiereza, salta, sacude violentamente su carga importuna,
se levanta de manos, corcobea, y por fin, arranca una carrera desesperada, frené-
tica, ciega.
Vuela el fogoso é indómito animal, devorando el espacio con la velocidad del
huracán. Sin tocar casi en el suelo, trágase leguas y leguas, echando por su boca
borbotones de espuma; y solo le faltan las nervudas alas, para ser verdaderamen-
te la visión fantástica de la mitología.
Por suerte aquellos inmensos campos no ofrecen obstáculos. Si hubiera una
casa, un barranco, un peñasco, un árbol siquiera interpuesto en el camino, hom-
bre y caballo quedarian en el choque aplastados y reducidos á informes añicos.
Pronto caballo y jinete desaparecen entre reflejos allá en los últimos límites
del horizonte, para reaparecer después. El potro está jadeante y bañado en sudor,
pero no rendido. Relincha, masca el freno, se revuelve, y salta, y patea; levanta
474
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
sus manos como si buscara algún objeto en que desahogar su furor; pero nada
basta á hacer vacilar al fiero domador, que parece una parte integrante del caba-
llo, como creyeron los mejicanos de los primeros españoles que vieron mon-
tados.
Desesperado el bruto apela á un recurso extremo. Viendo que le es imposible
sacudirse aquella incómoda carga, se echa y se revuelca; pero atento el jinete á
todos sus movimientos, se apea de un brinco; el animal al hallarse libre se levan-
ta, mas vuelve á encontrarse otra vez con su eterna carga á cuestas, y vuelve á
emprender otra furiosa carrera, de la cual ya no volverá sino extenuado de fati-
ga, abatido, con las orejas agachadas y la cabeza baja en señal de resignación.
El hombre ha salido vencedor, y puede ya entonar el canto de victoria. En
adelante aquel indómito animal, sin perder su ardor ni su bravura, reconocerá la
soberanía del hombre, se someterá por completo á su voluntad y será su fiel
amigo.
Aquello lia sido una verdadera conquista; y no obstante ha creado un dere-
cho legítimo reconocido por los vencidos.
Este derecho no es, sin embargo, el derecho de la fuerza; pues los animales
mas corpulentos son mucho mas fuertes que el hombre.
Este derecho emana de la superioridad de la inteligencia, en virtud de la cual
nosotros tenemos el dominio de los brutos, como Dios, que es la suprema sabidu-
ría, tiene el dominio de todo el universo.
por D. Eduardo de Palacio.
EL O LA CORISTA
omprendo las desigualdades sociales, aunque mi dignidad se
subleve contra varios privilegios, y pongo por caso la eleva-
ción de un tonto en cualquier ramo que no sea el político,
que es una excepción de la regla; en política sirve el mas
inocente casi tanto como el mas listo; uno dispone, y otro eje-
La desigualdad justificada en el terreno artístico no solamente es
explicable, sí que basta ineludible.
Entre un tenor como Gay arre, y el pregonero municipal de cual-
quier aldea, lia de existir diferencia ; ambos cantan y se ganan la vida
haciendo uso de su respectiva voz; pero Gayarre pudiera ser cuando le acomo-
dase el monstruo de los pregoneros, y no hay pregonero en España capaz de ser
Gayarre.
Desde el último individuo, ó individua, del cuerpo de coros hasta las prime-
ras partes, median muchas pesetas de distancia.
El corista es parte también, pero telegráfico.
476
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
La proporción entre ambas partes y sus haberes en nómina, ó mejor dicho, la
desproporción, irrita al individuo menos corista.
Y sin embargo, el individuo del cuerpo de coros es tan útil, tan necesario
como la tiple, el tenor, el bajo, el barítono ó la contralto. ¡Ay de las empresas y
de las partes principales el dia en que, después de convencerse de que forman el
mayor número, adoptasen el retraimiento los coristas de uno ó de otro sexo! No
habria ópera ni zarzuelas posibles.
Y algo más.
Los muertos de lujo tendrian el desconsuelo' de verse privados de los funerales
coreados, que deben halagar mucho en esos momentos.
En las fiestas religiosas con que los pueblos obsequian á sus santos patronos,
tributándoles sus respetos, no habria mas voz que la del párroco, el sacristán y el
monago, que son pocas voces para llegar al cielo.
Los cuerpos de coros son tan indispensables como los cuerpos de ingenieros
agrónomos, y de telégrafos, y los cuerpos bonitos que se vén por estos mundos; y
á pesar de hallarnos convictos y confesos todos los amantes del arte musical de
esta verdad, no estimamos en su justo valor los servicios del corista.
Las leyes del progreso se cumplen, nos civilizamos poco á poco, tendemos al
al mejoramiento social, y pensamos en los sueldos de los funcionarios públicos, que
cobran hoy cada cual y todos juntos mas que en principio de siglo todos los canó-
nicos del orbe católico.
Cuando no tenemos que hacer, abogamos por las clases jornaleras y hasta nos
ocupamos, de cuando en cuando, de la situación de los profesores de instrucción
primaria, de la mendicidad y de la protección para los animales.
De todo y de todas las clases sociales, menos de la de coristas.
Si reflexiona sobre lo rudo de la tarea, se extremece el mas descorazonado de
los mortales.
El corista no se pertenece á sí mismo; se debe á la pátria, al arte patriótico ó
italiano, según cante zarzuela ú ópera: forma como individuo de una colectividad,
la base sobre que descansan las partituras de los grandes maestros: aquel conjun-
to de voces, producto de otros tantos pares de pulmones, son los ecos que repiten
el cántico de gloria de Bellini, Donizetti, Meyerbeer, etc.
No se puede hacer mas, por menos retribución.
Los sueldos de los cantantes de primo car tollo , se han multiplicado escanda-
losamente con relación á los que se les abonaban en otro tiempo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
477
Este y el del toreo han sido los dos artes que mas se han elevado; hoy se paga
muy caro al que da un do de pecho y al que da un volapié.
Es verdad que en otros dias no hahia tantos toreros que diesen un do de pe-
cho, ni tantos cantantes... ¡digo! al revés.
Ello es que las partes principales están hoy mejor retribuidas que en tiempos
pasados, y los individuos del cuerpo de coros no ha adelantado un paso.
Cierto es que no cantan mas que en todas las noches que hay función y en
los ensayos; que las empresas se encargan de vestirlos, y generalmente muy mal,
para que se presenten en escena, pero no para que salgan á la calle; que suelen
obsequiarlos con un beneficio, en cuya noche reparten lo menos á tres pesetas por
individuo ó individua; que se los considera y se les atiende como si fueran partes
principales y mas; porque se les concede para vestirse todos los trajes que les cor-
responden según la obra, una sola habitación para las hembras y otra para los
varones, mediante lo cual están mas abrigados en invierno y cuando no hace frió,
más; que los trajes se les hacen á medida, pero es á medida de la fantasía del
maestro sastre de la casa, que corta las faldas y corpinos, calzones y casacas, cal-
culando las proporciones de cada individuo por el color de la cara ó los rasgos de
la fisonomía dd paciente.
Disfrutan además de otras muchas ventajas, por ejemplo: una prima donna
absoluta ó un primer tenor pueden resfriarse y hasta curarse con tranquilidad: la
empresa se guardará muy bien de molestarle, ni hacer sino lo que desee el artista:
á un individuo ó individua del cuerpo de coros les está prohibido sentirse enfermo.
El corista ha de sucumbir exhalando la última nota en las tablas.
Justicias de empresarios... humanos.
¿Quién sabe si entre aquella colectividad de voces que piden cantando un
sueldo mezquino, habrá dos ó tres que tomarian con gusto, á cambio de la pro-
pia, para las grandes solemnidades, algunas partes de primísimo?
En el problema de la vida de cada ciudadano, es preciso tener en cuenta un
sinnúmero de datos; hay quien nace predestinado para alcalde ó gobernador, y
quien viene al mundo para ejercer la distinguida profesión de macero, aunque
pudiera servir para ministro de Marina.
La voz necesita cultivo y alimentación: por esto habrán oido ustedes elogiar
algunas diciendo que son pastosas, nutridas, de gran volumen y afinación; son los
calificativos que se estilan ahora: ¿con qué derecho se pueden pedir estas condi-
ciones á una voz con patatas ó con garbanzos de á ocho?
tomo i.
60
478
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
He oido referir 1111 hecho que para mí tiene gracia, y lamentaré que no la ten-
ga para el lector.
Se ensayaba... no recuerdo qué obra en un teatro lírico, y el director de es-
cena increpó duramente á un individuo del cuerpo de coros, porque teniendo que
fingir una caída desde un puente á un colchón que pasaba sobre un rio, andaba
con precauciones; y tanto llegó á irritar al buen hombre, que le contestó:
— Mire usted, señor director, yo me tiro para justificar tres pesetas de suel-
do; pagúeme usted lo que al tenor, y verá usted como me suelto de cabeza desde
el telar al foso, porque sé cumplir con mis deberes de doce reales.
Eso digo yo imitando al corista; que haya diferencias, porque en el arte no
pueden negarse; pero no tan enormes, porque todos son hijos de' Dios, según pa-
rece.
II
EL CONSUETA
No canto las victorias de Jerjes, ni los triunfos de Alejandro, ni las glorias de
César, ni á las ruinas de Troya, ni á las del teatro Romea, de Madrid, ni á las de
la esquina de la calle del Arenal y la de las Fuentes, en la capital de España.
No hay ruinas venerables, ni héroes cuya grandeza merezca el público asom-
bro, donde hay consuetas ó apuntadores.
El consueta, tipo espiritual, sér fantástico que existe sin ser visto ni oido,
salvo algunas excepciones, por la multitud inexorable con el artista; entidad
oculta como á las miradas del público al examen de la crítica, por la infinita su-
perioridad latente de su ministerio.
El consueta cuya fama inmortal se trasmitirá de generación en generación
hasta el fin ó la coda de los siglos; el apuntador, cuya ciencia es privilegio de un
puñado de individuos y no se aprende en aulas, ni se explica en ateneos: ese he-
roico sér, modesto como todo génio, es el objeto de mis investigaciones.
Nace, crece y se desarrolla, aunque esto último parezca imposible, sabiendo
<1 ue pasa lo mejor de su vida sumido en la concha; caracol artístico á quien no
llegan los plácemes y los aplausos de las muchedumbres, incapaces de compren-
der tanta abnegación.
Un crítico muy instruido en asuntos teatrales me decía, que los consuetas,
como los saludadores, son individuos que nacen con una gracia especial.
AMERICANOS Y LUSITANOS
479
La verdad es que no todos los hombres sirven para consuetas: se necesitan
condiciones excepcionales; paciencia, lectura correcta en toda clase de letras ó
de notas, según sea de verso ó de música, y sobre todo, extraordinaria gimnasia
de la lengua y cierta media voz penetrante como la del mosquito de trompetilla,
cuando entona esas playeras nocturnas rondando á su víctima.
Las obras nuevas, los artistas líricos ó dramáticos nuevos en esta ó en otra
plaza, todo está confiado al talento y á la honradez y caballerosidad sin par del
consueta.
Desde su nacimiento, el drama, ó la partitura, quedan á merced del apunta-
flor; algunas veces es el encargado de la primera lectura para que las partes que
lian de interpretar la obra, conozcan el conjunto y sus respectivos papeles ó par-
ticellas.
Durante los ensayos estudia con avidez el original ó copia corregida que ha
de servirle, mientras indica á los artistas las equivocaciones que cometen.
Consulta con el autor, ó maestro que le represente, las dificultades que le
ocurren, y en mas de una ocasión dirige interrogaciones que son advertencias de
errores cometidos por el compositor al escribir la obra.
Solo, entre dos velas como un cadáver, sentado delante de una mesa con ta-
pete verde, color indicado por el arte, pasa las mañanas, repitiendo con frecuen-
cia escenas enteras, y actos de una obra, no por culpa suya, sino por torpeza
ajena.
En noche de estreno, cuando la obra después de pasar al agujero se halla en
disposición de soltársela al público, ó en noche de presentación de un artista nue-
vo, el consueta es la clave artística; de su voluntad, de su pericia depende un
triunfo para el autor ó para el intérprete de la producción lírica ó dramática.
Pensar en esto estremece y consuela á un tiempo mismo; que el apuntador
cierre el ejemplar ó la partitura; que la perspectiva de los pies chiquitines de una
artista, ó los preludios de una pantorrilla para él desconocida, por pertenecer á
una actriz ó á una prima donna, ó aun cuando sea contralto, nuevas, le impre-
sionen y distraigan su atención; que las ratas que habitan el foso, y que todas las
noches, al ver aquellas piernas cuyo medio cuerpo superior correspondiente se
oculta para ellas tras el firmamento del tablado, arderán en deseos de probar los
piés del caballero, se aventuren á morderle; que ocurran, en fin, cualquiera de
esos accidentes imprevistos, y que el consueta enmudezca, y adiós obra, y artista
nuevo, y éxito, y negocio para la empresa.
480
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
¡Cosa rara! No recuerda aficionado alguno á teatro, que haya sido suspendi-
da la representación de la obra anunciada, por enfermedad del consueta.
El apuntador es el amigo de todos; no hay parte principal ni aun parte por
medio, combinación que yo calculo tendrá la siguiente etimología, partido por
medio, aludiendo al buen sueldo que disfrutan generalmente dichas partes, que
no estime en lo que vale á tan importante sugeto.
Nadie está mal con el consueta.
Las empresas cambian de artistas, de peluqueros, de maquinistas, de todo,
menos de apuntador.
¡ Con qué entusiasmo le contemplo cuando saca las manos á modo de tortuga
para arreglar la concha, ó se permite asomar un tanto la cabeza, antes de empe-
zar á funcionar, para enterarse de la entrada que hay aquella noche!
Y á pesar de tantos merecimientos, no parece sino que el público le tiene
mala voluntad, porque en cuanto oye su voz por acaso, cien voces protestan y le
imponen silencio, diciendo con imperio:
— ¡Mas bajo!
¡Qué injusticia social! ¡Mas bajo, él, que no tiene á nivel del tablado mas
que la cabeza ó poco mas !
¡Tanto rigor con quien puede con un sencillo movimiento, hacer sonar la se-
ñal para que los maquinistas suelten la cortina y cortar el espectáculo!
En cambio de estos servicios nadie se acuerda del pobre y laborioso consueta:
se habla de la Malibran, de Rubini, pero no de los apuntadores que los auxilia-
ron en sus primeros pasos escénicos: se cita á Bellini y á Rossini y á Meyerbeer,
y los nombres de los artistas que estrenaron sus inmortales partituras, pero no se
indican los nombres de los apuntadores en el estreno de aquellas obras maestras.
¡Siempre en la concha! Separados del público, separados por un aparato for-
rado de bayeta roja, y colocados bajo el nivel de los artistas, pasan la vida oscure-
cidos, sin ser espectadores y sin ser partes; verdaderas partes por medio.
Sin embargo, la humanidad empieza á hacer justicia á la clase; ya figuran sus
nombres en las listas que se publican por carteles en principio de temporada teatral.
Es verdad que también figuran los de sastres y peluqueros, y dentro de poco
se incluirán los de los acomodadores y hermanos cofrades de la claque en cada co-
liseo.
Es un alarde de soberbia de las empresas teatrales, y no justo tributo al inte-
ligente consueta.
AMERICANOS Y LUSITANOS
481
A uno de ellos, amigo mió, que perdió casi totalmente la vista, le decia para
consolarle el empresario:
— No le importe á usted, Fulano; ya no se escriben obras como aquellas que
usted leía; en fin, lo que yo puedo hacer por usted es que se traiga á su hijo, si
sabe leer, y que el chico lea el ejemplar y usted apunte.
¡ Si seria rana el empresario !
III
EL AVISADOR
A cada paso que se dé en el proscenio, se tropieza con un génio oscurecido por
jugarretas de la fortuna ó por la injusticia humana.
El avisador es uno de esos tipos.
Hombre que en fuerza de ser avisado obtiene el título de avisador, con en-
cargo de avisar á todos los artistas y artesanos de una compañía lírica, dramática
ó coreográfica, para que acudan con puntualidad á llenar sus deberes para con el
público y la empresa.
A su capacidad é incansables fuerzas activas, se encomiendan las tareas mas
penosas; es un sér que vive corriendo, que alterna con todos los miembros de una
compañía teatral, y sirve á todos, y todos le tratan con franqueza, y sin embargo,
no sale de su clase humilde.
Ni el sueldo ni la consideración que consigue, corresponden al trabajo que
emplea diariamente en cumplir y atender á todas las obligaciones impuestas á su
clase.
El público, que no pasa de telón adentro, ni puede penetrar en los misterios
de ese maremagnum que llaman escenario, no comprenderá toda la importancia
de ese artista, digámoslo así, que lleva el título de Avisador, ni apreciará los ser-
vicios (|ue presta el activo agente á empresa, actores y al mismo público.
¡Con cuánta finura y humildad toca en la puerta del cuarto donde se viste, ó
mejor dicho, donde se disfraza la prima donna 6 la primera dama, para decirla:
— Signora Tal ó Cual, ó doña Tal ó Cual: — el nombre de la artista, porque él
es harto respetuoso para atreverse á llamar Tal ó Cual á nadie, y menos á una
señora que cobra un sueldo equivalente á doce docenas de avisadores.
La tiple ó la dama suelen responder ó hacen responder á su criada:
482
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— ¿Quién?
— Fulano. — responde el activo elemento de la organización teatral.
— ¿Qué quiere usted?
— Mañana, á las doce y media, Norma, y á la una tiene usted II Barliere; ó:
mañana, á las doce, Tenorio; á la una, La camisa de la Lola, y á las dos, lectura
de Mares de sangre.
En otras ocasiones, y esto es lo mas corriente, cuando se trata de la primera
artista, empieza el avisador por consultarla las horas en que la molesta menos en-
sayar, y con arreglo á lo que dispone la señora, se fijan los ensayos para el dia
siguiente, de acuerdo también con el tenor ó el primer galan.
El avisador recorre todos los cuartos, hasta los almacenes de coristas inclusi-
ve, para comunicarles la orden del dia siguiente, resignándose á oir horrores de
aquellas lenguas de poco sueldo, que protestan contra el abuso de la empresa,
que los obliga á ensayar, haciéndoles perder una corrida de toros, ó desbaratando
una huelga que tenian dispuesta.
El avisador calla ó añade algunos datos de la vida privada de la tiple ó del
tenor, de la dama ó del primer actor, á cuya causa se debe que los ensayos em-
piecen mas tarde ó mas temprano.
Después de este recorrido á las virtudes y merecimientos de unos y otros, con-
tinúa cada cual su tarea de vestirse ó desnudarse, y el avisador, ese hilo eléctri-
co, movible, que pone en comunicación á la empresa con el último mono (lírico
ó dramático), prosigue sus visitas á todos los artistas que toman parte en la fun-
ción, y ensayan ó deben ensayar en la mañana siguiente.
El avisador es el encargado de recoger las partituras ó ejemplares de las obras
para llevarlas al archivo, y para entregarlas al apuntador cuando han de ejecu-
tarse.
Siendo tan necesario ese conductor de órdenes y ayudante de la empresa, su
nombre no figura en los carteles al anunciarse la lista de las partes, y de los
atrezistas. peluqueros y sastres de las compañías líricas ó dramáticas.
El avisador no es un hombre sin principios de instrucción: no puede carecer
de estudios quien pasa la vida en una carrera.
Conozco á uno que entiende dos ó tres idiomas y escribe correctamente el cas-
tellano, cosa que no es muy común entre los que se dedican al oficio de escrito-
res: verdad es que el avisador á quien aludo es una excepción de la clase, dicho
sea esto sin menoscabo de ninguno de los individuos que la componen.
AMERICANOS Y LUSITANOS
4H3
El avisador es el artista teatral mas desgraciado; la posteridad no le hace jus
ticia, porque no le lia conocido ni de nombre. El descubrimiento del fonógrafo
perfeccionado, servirá al tenor absoluto y al barítono constitucional, para legar á
los siglos una romanza que los conserve vivos en la memoria de las generaciones.
A falta de un monumento material, ó de una obra tangible y visible, dejarán
fragmentos audibles; pero el avisador, ¿qué lega á la multitud?
¡Benéfico y servicial por naturaleza, se vé en ocasiones obligado á ver y callar
tales escenas en el vestuario ! . . . Y al mismo tiempo abusan de él las primeras par-
tes, y las segundas, y las últimas, ya confiándole el encargo de avisar en el café
del teatro que lleven un thé á la tiple ó la dama joven que padece de los nervios
ó de los músculos, es igual; ó un beeffteah con patatas al bajo ó al gracioso, que
también padecen; ya peleándose con el activo funcionario porque el director de
escena ha dispuesto mas horas de ensayo que las convenientes, ó el sastre de la
casa ha sacado un poco largo el traje de un artista subalterno, mientras otro se
encuentra estrecho con el suyo.
¡Pobre avisador! ¡Qué ingrata es la humanidad teatral, y perdónese la hipó-
tesis, con el complaciente servidor y apoderado de todos!
¡Ingratos! Aunque no recordaran mas que la alegría quincenal que les pro-
porciona, debieran estarle todos reconocidos, por lo menos durante una tempora-
da; la sorpresa feliz que lleva cuarto por cuarto á todos los artistas, cuando aso-
ma la cabeza para decir:
— Señorita, ó señora, ó señor, ó señores; — según el cuarto. — ¡Mañana á las
doce, nómina!
IV
EL DIRECTOR COREOGRÁFICO
Le veo y me entusiasmo, tanta agilidad me estremece; tan descoyuntado de
miembros y tan ligero de pantorrillas como no hay otro sér en el mundo; tan gra-
cioso en sus movimientos, tan fino en sus maneras, tan juguetón con todo el cuer-
po, tan elástico, tan bello como él no es el tenor, ni se le parece la misma tiple.
\ pensar que aquel hombre aéreo, vaporoso, de reducida cintura y oprimidos
gueses, alto de pecho y negro de cogote, generalmente hablando; aquel sér natu-
ral, puede verse privado de tantas gracias é incapacitado para tantas habilidades
gimnástico-coreográficas, espanta y conmueve á un tiempo mismo.
Cuando por fortuna suya y para bien del progreso humano, consigue renom-
484
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
bre v llega á cierto punto en la espinosa carrera (y la llamo espinosa porque en
ella juegan las espinillas) , entonces consigue el premio de sus afanes.
Una posición menos académica, pero mas positiva, le ofrecen las empresas
teatrales de importancia.
No aludo al bolero español, ni al maestro de baile de castañuelas ó bailador
de intermedios en teatros de á real, con ó sin tostada, ó en cafés cantantes y bai-
lables; estos no consiguen nunca pasar de sopa y cocido, cuando llegan, que sue-
len no llegar.
Me refiero á los directores del sublime género; del género francés, última pa-
labra ó último trenzado del arte: al bailarín propiamente dicho, al que ya fia con-
seguido un nombre mas ó menos conocido á costa de inmensos sacrificios ó bati-
ments, al que se eleva á la alta dignidad de director de baile; que saca fantasías
de su cabeza, y lo mismo compone dos actos de baile, que tres, que trescientos.
¡Qué suma de aptitudes y conocimientos necesita! Ya lo conoce él mismo, y
con razón se envanece de su valor artístico: una pirueta á tiempo salva una obra
coreográfica; estos secretos del arte no puede ni sospecharlos el profano.
¡Cuán grande es el espectáculo que ofrece á los ignorantes el maestro direc-
tor de baile, cuando compone sus poemas pedestres, cuando interpreta los pensa-
mientos musicales, aplicando los pasos que le son propios!
Idioma incomprensible, para cualquier persona no bailable.
Establecido en el escenario durante un ensayo, rodeado de aéreas bailarinas
vestidas de corto, y madres y hermanas de las bailarinas, no tan cortas de faldas;
sentado delante de una mesita, una víctima toca el violin, para que el director co-
reográfico se penetre de la partitura; sobre la mesita, cubierta con bayeta verde,
un atril y en él los papeles de música; á los lados dos velas de sebo ó esperma; y
el maestro, allá en el fondo, resbalando los piés sobre el tablado, y meditabundo,
como si estuviera cazando ideas artísticas: el cuadro, á media luz, esa luz indeci-
sa que llega al escenario de un coliseo durante las horas del dia.
¡Qué poesía! ¡Cuánta belleza!
— ¡Fulanita! — grita de pronto el maestro; — oye ú oiga usted, — según la con-
fianza que tiene con la artista. — Tú aquí, — y acompaña, asiéndola de un brazo, á
la muchacha hasta dejarla implantada en el sitio conveniente.
Y luego añade:
— Menganita, tú allí... No, no, — se interrumpe, como si le hubiera asaltado
una idea nueva. — Acá, y Zutanita que es mas alta, allá.
AMERICANOS Y LUSITANOS
485
Generalmente á todas las bailarinas las habla en diminutivo, aunque alguna
por sus proporciones físicas, edad, saber y gobierno, merezca mejor el aumenta-
tivo.
Empieza la explicación del argumento y del diálogo.
— Silvio sale desesperado porque su Felisa no le quiere, ¿eh?
- — Silvio soy yo, y vengo del foro rabiando con chapé, fouetc y una pirueta.
Tú te acercas con interés en paso ele puntas, y al llegar á mi lado, parece que me
llamas y me dices: «¿Silvio, tú quieres bailar aquí conmigo?» Yo te respondo:
«¡Déjame!» y me voy á la izquierda. Entonces se adelanta ésta, tú, — añade di-
rigiéndose á otra, — y... ¿cómo dice la música? — pregunta al violin- de ensayo.
— ¿Cuál? — pregunta el mártir con arco.
— Desde aquello de ta-ra-ri ta-ra-ri-ra-ri — recita el director bailable.
El profesor de violin le complace.
— Bien, basta: tú Zutanita, sales y me tocas en el hombro izquierdo; yo te
miro y tú das una vuelta de vals, en puntas al rededor de mí: yo te empujo, y
tú me dices, con un tiempo de wals, así: — El maestro baila. — «¿No me quieres?
Vamos á bailar tu y yo en este sitio pintoresco.»
Y así sucesivamente.
En las grandes agrupaciones, en los finales... ¡olí qué multitud de combina-
ciones discurre el director compositor y maestro !
A los ignorantes les parece que todas son iguales; pero es porque no penetran
toda la filosofía coreográfica.
El maestro cuando deja de funcionar como parte ejecutante, es cuando llega al
apogeo de su celebridad y de su gloria. Compone para que otro baile. Piensa,
medita, estudia y se dedica á repasar las obras didácticas del arte.
Es el límite de las aspiraciones del bailarín: llegar á ser director y maestro,
á entenderse y bailar solo,
TOMO i,
6]
arto conocida es la exclamación del gran orador latino,
y en verdad que dados los sucesos de nuestra época, á
cada paso podria repetirse ¡O témpora, o mores! Como
necesariamente toda exclamación debe tener un justifi-
cativo, al proferir, la que dejamos apuntada y que diaria-
mente acude á nuestros labios mas de cien veces, nos vemos en la
necesidad de darle fundamento, no sea que entiendan muchos que
pertenecemos al considerable grémio de ciertos eruditos, que solo
conocen á Cicerón por esta frase, que hiciera célebre á su catili-
naria.
Apénas dicho esto ya estamos arrepentidos; y es que una vez
que de todos sea comprendida la exclamación, una vez que lleguen á entender lo
que quiere decir, cuando sepan que sirvió para lamentar la perversión de los
tiempos presentes con los que ya pasaron, y que el mismo uso tiene ó puede te-
ner hoy, seguros estamos de que hasta los mas optimistas se han de explicar
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
487
nuestro asombro, y comprender porque á cada momento la lanzamos; mas, nece-
sario es detenerse y hacer alto, ya que por suerte, ó por desgracia, hemos comen-
zado.
Siempre fué grato para los amantes de la sociedad, saber que aun se hallan
latentes los sentimientos religiosos reguladores del mayor número de los actos hu-
manos, y freno seguro en el mayor número de los casos, de las malas pasiones
que germinan en el pecho de los mortales. Grato fué siempre á los que procuran
el bien de la humanidad saber que aun son corrientes las prácticas religiosas, se-
guro alivio de buen número de males que nos dominan; mas por desgracia, llegó
un tiempo en que en todo y para todo la vista engaña y parece lo blanco negro,
y lo opaco brillante, con lo que la confusión es tan grande, que apénas nos pode-
mos entender en razón de la grandísima desconfianza que en todo reina y do-
mina.
¡O témpora o mores: exclamamos al considerar que el carnaval es perpétuo, y
que no se- da un paso en la calle sin encontrar un disfraz que cubre lo que mejor
es callar, v lo mismo hacemos notando cuán relajados están todos los vínculos
que antes contribuían á hacer mas llevadera la vida; pero ingénuamente confe-
samos que nada nos sorprende tanto como el atan que en nuestro tiempo se ad-
vierte de falsificarlo todo. Los metales, las telas, los medicamentos, los documen-
tos públicos, en una palabra, todos los productos de la industria y del arte, todo lo
que una vez se lia visto ó ha aparecido sobre la superficie de la tierra, tiene ya
en los dias que vivimos un similar, con lo que estos incalificables industriales se
proponen explotar al público que en noventa y nueve por ciento de las veces,
suele tomar gato por liebre, como vulgarmente se dice.
Esto es para entristecer, y seguros estamos de que nadie se alegrará de ello;
no es posible hacerlo, porque si bien por el contraste cómico que resulta, todos
nos reimos cuando á cualquier prójimo le sucede una desventura, sobreviene des-
pués la consideración del mal que debió causarle y nos ponemos sérios; y asal-
tándonos mas tarde el egoísmo, se piensa que lo mismo puede pasarnos, y enton-
ces es cuando sobrevienen las voces, imprecaciones y protestas contra aquello.
El mal humor dura un rato, y después nadie se vuelve á acordar de ello hasta
que la función se repite.
La maldad humana se ha extendido á más y no solo ha falsificado cuanto se
refiere ó puede referirse á la vida material: el afan de lucro ha inducido á los
hombres á mayores delitos y en su constante deseo de prosperar han hecho mas;
488
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
lian falsificado lo que á la vida moral del individuo toca, y lian hecho surgir cluuhlé
de pasiones, alectos y sentimientos, siendo lo peor, que tanto abunda, que mas
fácil es engañarse con él que con la moneda.
Si al encontrarse chasqueado con una prenda ú objeto cualquiera, el individuo
se desespera y en su mal humor reniega y maldice de su suerte, ¿qué no ha de
sucederle cuando en lo que halla la falsificación es un afecto del que, privado, le
resulta un vacío que rellena el desengaño? ¿Qué ha de sucederle cuando observa
que lo circunda la falacia y el engaño, que lo acecha la mentira y que le hiere
la falta de verdad con que los mercaderes de sentimientos abusan de los buenos
que él tenia?
Triste cosa es, y con seguridad que no podrá darse peor: ya no cabe leer una
obra sin que se dude de su autor legítimo, ni escuchar una predicación sin que
asalte la desconfianza de cuales serán los fines que se propone el que declama, y
al que seguramente mueve mas la seguridad casi absoluta que tiene de hallar siem-
pre secuaces, pues todavía, como ha dicho un celebérrimo autor, para consuelo de
los (pie crean haber perdido la fé, aparecerá un padre de familia que cree que su
dilatada prole puede aprender el francés en quince lecciones.
Cuando al rededor del caballo que monta un sacamuelas, charlatán, ó al rede-
dor del coche de punto que le sirve de tribuna, vemos aglomerado gran golpe de
gente, no podemos menos de considerar cuántos son los que no saben que hacer
de su tiempo, pues nunca queremos calumniar á nadie, y desde luego afirmamos
que muy pocos de los que escuchan, creen lo que está diciendo.
Así va el mundo: móviles distintos llevan á las predicaciones, y bien distintos
son también los (pie procuran el auditorio: cada vez las diferencias se agrandan,
y lo que ayer se hacia por una cosa, hoy se hace por otra; lo que hace veinte años
tenia un carácter de todos y para todos conocible, hoy nadie podrá conocerlo ya.
Nunca creemos que nuestras quejas puedan tener mayor fundamento que hoy,
que tanto se habla y tanto se dice de las peregrinaciones, asunto que tanto se
presta á comentarios, y en el que no es poco lo que hay que decir, ni menos lo
que hay que ver.
Los que crean que las peregrinaciones son nuevas, considerada bajo cualquie-
ra de los aspectos que presentan, se hallan en un error, pues práctica ha sido de
todas las religiones la de ir á esta ó á la otra parte, señaladas como lugar de de-
voción, en la que se realizaban, cuando no prodigios, verdaderos y considerables
milagros.
AMERICANOS Y LUSITANOS
489
Cierto es que el cristianismo es la religión que mas las lia favorecido, y que á
su sombra se lian llevado á cabo las mas numerosas; pero no fueron inventadas
por la religión cristiana, que en esto, como en otros muchos de sus ritos, no hizo
mas que aceptar prácticas de antiguo establecidas.
Los egipcios y los sirios tenian sus templos privilegiados; en ellos estábanlos
dioses que mas grandes favores otorgaban y desde apartadas comarcas, sin parar-
se á considerar los peligros que eran casi seguros en aquel tiempo, aventurándose
por solos y abruptos caminos, partian á implorar lo que ellos creían y llamaban
clemencia divina. Igual cosa sucedía entre los griegos, para los que los grandes
templos alzados á sus deidades en el Asia Menor, eran lugares de peregrinación
en los (pie una vez llegados depositaban ofrendas y liacian sacrificios, volvién-
dose luego tranquilos y en la confianza de que al volver á sus casas hallarían ya
en ellas aquello que habían ido á pedir.
El pueblo hebreo, en la ley que de mano de Dios recogiera Moisés, tenia es-
tablecidas también estas peregrinaciones, y obligados estaban á ir al templo en
cierto tiempo, así como á celebrar la Pascua en Jerusalen; mas, justo es confesar,
que prácticas semejantes estuvieron en vigor solo mientras los sentimientos
religiosos no se entibiaron, mientras la le no dejó caer su venda, pues á partir de
este instante las peregrinaciones dejaron de hacerse ó cambiaron de forma y de
carácter, como desgraciadamente nos sucede hoy.
En los primeros siglos de la religión, que por fortuna profesan la mayoría de
los españoles, las peregrinaciones se vigorizaron de nuevo, y grande era la afluen-
cia de romeros al número considerable de lugares de devoción que desde su prin-
cipio tuvo el cristianismo, y grande el calor con que eran recomendados por todos
los padres de la Iglesia.
San Juan Crisóstomo en sus homilías ensalza las peregrinaciones, á las tum-
bas de los Santos y los mártires, de las que dice son mas visitadas que las de los
emperadores y reyes; y San Jerónimo afirma que no acabaría nunca si quisiera
contar el número de santos obispos y sábios que han ido á Jerusalen, convenci-
dos de que faltaba algo á su religión y á sus virtudes, si no adoraban al Salvador
en aquellos lugares mismos donde el Evangelio, desde la cruz, vertió sus prime-
ras luces.
Y bien cierto era; en aquellos primeros dias, cuando aun no se habían falsea-
do ni la creencia, ni el dogma, ni el rito; cuando aun estaban latentes los recuer-
dos sangrientos del Gólgota, cuando la sencilla fé no habia sido combatida por la
490
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ciencia artificiosa, entonces, sin mas esperanzas que la de hacer méritos que en
su dia les abrieran las puertas del cielo, se emprendían difíciles viajes sembrados
de inconvenientes y se iba con el alma tranquila y el corazón sencillo á visitar
los lu gares en que habían tenido efecto los mas señalados misterios de la reforma
predicada por Nuestro Señor Jesucristo.
Avanzando en el tiempo, durante toda la Edad Media, y muy especialmente
al acercarse el año mil, hubo verdadero furor por las peregrinaciones; pero justo
es tener presente que entonces no era la sola fé quien los guiaba, sino que á ella
se había unido también algo de miedo. Al saber que el mundo se iba á concluir
que el último dia estaba muy próximo, todos se apresuraban á ponerse bien con
Dios, y el miedo á la eterna condenación, dio lugar á que infinito número de hom-
bres, desposeyéndose de todo cuanto tenían, emprendieran el camino de aquel lu-
gar santificado, para hacer penitencia y morir limpios de pecados.
Pasó el año mil y no ocurrió nada; todo siguió como antes, pero el fanatismo
había echado fuertes y profundas raíces, y las peregrinaciones seguían en auge,
siendo ellas, por mas que puede aparecer extraña, una de las causas que motiva-
ron las cruzadas. Dueños los árabes de todos los Santos Lugares, acogieron en un
principio con gran consideración y mucho cariño, á todos los peregrinos que iban
allí, pues, gracias á ellos, conseguían pingües ganancias y provechos: mas como
cada dia iban en aumento, como cada dia era mayor el número de aquellos visi-
tantes, y sucedió que faltos de albergue tuvieron que pulular por todas partes,
los árabes temieron que aquello no fuera el comienzo de una invasión y los prin-
cipiaron á hostilizar, haciéndoles sufrir vejámenes sin cuento.
Habiendo comenzado porque todo lo encontraron harto caro, siguieron por no
quererles vender nada aunque lo pagaran á buen precio, dando así lugar á que no
fueran pocos los que sucumbieron de hambre y á consecuencia de las privaciones
que de todo experimentaban. Siguieron por considerarles como enemigos, y los
hostilizaron y maltrataron asesinando á muchos cuando no era peor la suerte que
les reservaban, pues gran número de veces los retenían en calidad de prisioneros,
y los obligaban á cometer profanaciones que eran como una satisfacción que aque-
llos salvajes daban á su culto.
Tal estado de cosas no podía subsistir, ni los fuertes y poderosos podían ver
con tranquila resignación que los fieles devotos que emprendían un viaje tan lar-
go con un fin religioso, eran atropellados y mucho menos que los sagrados sitios
honrados por la memoria de nuestro Redentor servían de mala fé y burla. Las
AMERICANOS Y LUSITANOS
491
quejas repetidas, excitaron los ánimos, las naciones católicas se conmovieron, y
los antes inermes é inofensivos peregrinos trocáronse en guerreros fuertes y vale-
rosos, que lucharon con la naturaleza y con los hombres, hasta dejar las cosas en
el lugar que correspondía.
Los mas decididos campeones de las cruzadas no quisieron perder el carácter
de peregrinos, que tanto por aquel entonces honraba, y á semejanza de lo que to-
dos Inician al emprender la marcha al frente de sus ejércitos, se encomendaban á
Dios en sus iglesias, y recibian de manos sacerdotales el bordon y demás insig-
nias que podían acreditarles como penitentes contrictos que iban en demanda de
perdón para sus culpas. Esto hicieron San Luis y Ricardo Corazón de León, y esto
hicieron con ellos infinito número de grandes y nobles señores que fueron á rom-
per sus armas bajo los muros de la Ciudad Santa.
Mas no se crea por todo lo que venimos diciendo que el único objeto de los
peregrinos eran los Santos Lugares. Cada país tenia los suyos, y nunca faltaban
en ellos penitentes, que no creyendo bastante la absolución, buscaban algo que
compensara en sacrificio el placer que pudieron hallar en el pecado, y trillados
por ellos estaban los caminos de Nuestra Señora de Loreto, cerca de Roma, de
Santiago, en España, y de San Martin de Tours, en Francia.
El clero no dejaba en modo alguno de favorecer estas peregrinaciones, en las
que hallaba honra y provecho, y este favor mismo era causa de que cada vez se
animara mas el deseo que, en parte, debia su nacimiento al fervor religioso, en par-
te al fanatismo, que sin duda ninguna, puede estimarse como la plaga mas gran-
de de que ha adolecido la edad anterior á la nuestra.
De más lian sabido siempre los que han predicado las peregrinaciones que son
de todo punto innecesarias, de más saben que no consiste la penitencia en el mar-
tirio del cuerpo, y que después de todo tal como se lo imponian no lo era, pero en
todo tiempo han sentido vehemente necesidad de mantener su prestigio, cueste lo
que cueste. Hoy para hacerlo tienen que mirarse mas, pues no cabe seducir hoy
lo mismo que en los atrasados tiempos en que también se hacia creer que el mun-
do tocaba á su término, y porque además, en los dias que alcanzamos, ni los senti-
mientos son tan exaltados ni el fanatismo es tan grande.
En la Edad Media era común y corriente ordenar que en penitencia se fuera
en peregrinación á Roma ó á cualquiera otro de los lugares recomendados, y no
pocos iban hasta allá atosigados por el remordimiento de crímenes que cometie-
ran á los que buscaban alivio y daban el que dejamos indicado, pues solo con él
402
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
les decían que llegarían á sentir sn pecho libre de la broza que sobre él pesaba.
La dura y terrible condición de los hijos del pueblo por aquel entonces, dio
también lugar á que se aumentara considerablemente el número de peregrinos.
Condenados de por vida á humillante servidumbre, aquellos hombres buscaban
con ahinco medios de sacudirla, y siempre los peores por cuanto para hacerlo era
necesario carecer de valor y de condiciones civiles, se dedicaban á peregrinos, de-
seosos de conseguir los privilegios é inmunidades que aquellos disfrutaban.
El peregrino era una persona sagrada; nadie podia sin incurrir en grave deli-
to, ofenderla ni de palabras ni de obras, todos se apresuraban á hacerle cuanto
bien podían; no había una puerta que para él estuviera cerrada, y no bien entra-
ba en una casa, todos los de ella estaban dispuestos á servirlo; le daban los me-
jores manjares que tenian y hasta llegaban á cederle su propia cama. Goces eran
estos que incitaron á muchos hasta el punto de que dejaron sus habituales ocu-
paciones, en las que bien poco era lo que ganaban, por emprender aquellos viajes
que en tal caso no tenian mas objeto que engañar á los demás.
Una vez puestos en la pendiente no era fácil contenerse, y habiéndose arbi-
trado el disfráz como modus vivendi, siguió siendo utilizado así hasta que se com-
prendió que bajo él podia ocultarse algo mas que un vago inhábil para el tra-
bajo, y no fué raro entonces que bajo el hábito se ocultara un ladrón que acechara
al viandante en el camino para desbaldarlo, ó un asesino que con premeditación
quisiera vengar la ofensa que se le hubiera hecho.
Por lo que á la religión toca, las cosas cambiaron con la reforma, y á partir
de aquel tiempo las peregrinaciones cesaron casi por completo; hijas en su mayor
número de la superstición, tuvieron que caer en desuso cuando la luz se abrió paso
á través de las tinieblas en que había vivido la humanidad: los hombres conside-
raron sus faltas de otro modo ó la absolución de ellas fué mas fácil, pero es lo
cierto que el peregrino se relegó como antigualla y ya no se encontraba al hom-
bre de tostado rostro y luenga barba que envuelto en tosco sayo caminaba dias y
noches sin pararse á tomar descanso, y cual si sobre él pesara la maldición, que
sobre él ha echado encima la fábula.
De cualquier modo; exceptuando al criminal que se disfrazaba de peregrino,
todos los demás fueron guiados por verdadera devoción, por fanatismo, ó por ad-
quirir los derechos y privilegios que como romeros tenian, estaban sujetos á mil
fatigas, trabajos y penalidades, así como también corrían mil peligros, sin medios
ninguno para conjurarlos. El sol, la lluvia, los fríos, lo malo y difícil de los ca-
AMERICANOS Y LUSITANOS
493
minos, el hambre, la sed, cuanto mal puede sufrir un hombre lo experimentaban
v seguían adelante meses y meses, hasta llegar al término de su penitencial via-
je. Esta es la verdad aun refiriéndose á las peregrinaciones que se llamaban sim-
ples, pues en gran número de casos recargábanse con la obligación de llevar los
piés desnudos ó la cabeza descubierta ó hacer la travesía arrastrando una ca-
dena.
Todo esto no hemos podido menos de recordarlo hoy, en que sin que se sepa
porqué, han vuelto á ponerse de moda las peregrinaciones. primera vista este
fenómeno no puede menos de extrañar: durante mucho tiempo han estado en des-
uso, nadie ha pensado en qué para redimir sus culpas ó delitos fuera necesario
emprender un largo y penosísimo viaje, pero hé aquí que de buena á primera y
sin causa justificativa ninguna, aparecen algunos, que cuando menos creen ne-
cesarias nuevas cruzadas y se agitan como energúmenos y gritan promoviendo
trastornos y alteraciones; ponen en movimiento á unos cuantos, y aconsejan la
peregrinación como medida saludable. ¿Pero de qué?
No lo sabemos: para expresar afecto y simpatía al Vicario de Jesucristo en la
tierra, no son en modo alguno necesarias las peregrinaciones ó tendrían que afir-
mar que durante mucho tiempo han sido muy pocos los que se le han profesado
v que ahora solo se la profesan los pocos que van á Roma, único sitio á donde se
dirigen.
Este orden de ideas, comprendemos que nos llevaría sobradamente léjos, por lo
que gustosos, en bien de todos, lo abandonamos concretándonos á pintar como po-
damos al peregrino y á la peregrinación de nuestros dias, ya que igual cosa he-
mos hecho con las de época pasada.
Nunca como hasta ahora fueron las peregrinaciones organizadas con anuncios,
reclamos y pomposas manifestaciones que pueden hacer pensar desde luego en las
manifestaciones políticas, ni jamás hasta los dias que alcanzamos se ha visto que
los dispuestos á realizar un acto religioso, se dividan en bandos y disputen acerca
de quienes son los que en verdad y con derecho los deben dirigir y guiar. Los ver-
daderos peregrinos no se ponían de acuerdo con nadie; emprendían su camino y
si sobre él hallaban un hermano animado del mismo fin se unían fraternalmen-
te compartiendo cuanto tuvieran y consolándose con justa y perfecta reciprocidad
en sus cuitas y aflicciones. Ninguno de ellos temía ir solo, y jamás los grupos
que formaron excedieron de cinco ó seis personas, hombres todos, pues la Iglesia
con su prudencia y su caridad no pudo nunca recomendar á la mujer la peregri-
TOMQ J.
494
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
nación, pues, dada su natural debilidad hubiera sido lo mismo (pie aconsejarle
el suicidio.
Hoy se reúnen á miles y ya en peregrinación á Roma, el que siempre se ha
creído un Santo y en tal creencia sigue, el hipócrita que en nada cree y todo lo
mira con sin igual desden, la dama aristocrática que no sabe en que pasar el
tiempo, y la fanática que cree que no hay mas remedio que considerarse oveja y
acudir al llamamiento del pastor.
A pié, sin pertrechos ningunos y descalzos las mas de las yeces el antiguo ro-
mero emprendía su viaje sin cuidarse de más; hoy, por el contrario, luego que á
centenares se han puesto de acuerdo y se han enterado bien de las prevenciones
que les dejan hechas los jefes, los que se disponen á ir en peregrinación se diri-
gen á la estación del ferro-carril, sin que se les ocurra tocar antes en ninguna
iglesia para encomendarse á Dios y recibir de manos del sacerdote las insignias
que le han de dar á conocer como penitente.
Nada de mas vario aspecto, ni nada tan animado como el aspecto de un anden
del ferro-carril, en el momento en que los peregrinos se disponen á marchar; to-
dos alegres, felices y contentos se despiden de sus amigos y conocidos como si se
tratara de emprender un viaje de puro placer, reciben los encargos que se les ha-
cen, que por regla general, nunca son ni de bendiciones, ni de indulgencias, sino
de tolas, encajes y objetos por qué se recomiendan las poblaciones del tránsito.
Los mas prácticos procuran acomodarse del mejor modo posible y aun hay
entre estos modernos peregrinos los que se afanan en ir en coches ocupados por
damas y jóvenes, pues al fin se dicen que hay que conllevar lo mas dulcemente
posible las molestias del camino. Otros preparan alguna novela ó varios números
atrasados de la Fé ó del Siglo F aturo, para entretener los ratos en que el sueño
se ausente de los párpados. Ninguno olvida hacerse de provisiones de boca cuanto
mas suculentas mejor, así como también todos cargan con gruesas mantas de
viaje, que en caso necesario les presten su abrigo, pues deben de calcular que no
es cosa de ir á pescar una pulmonía.
Entre los peregrinos á la moda no faltan los que se proponen aprovecharse de
la buena coyuntura que la ocasión les presenta de hacer una escursion artística
á mitad de precio, y estos son fáciles de conocer, pues en vez de hojear el brevia-
rio ó cualquier otro libro de oraciones, hojean la guia de Italia ú otro libro donde
estén catalogados y descritos los monumentos de aquella hermosa tierra.
A nuestro modo de ver estos son los únicos que debían quedar salvos en un
AMERICANOS Y LUSITANOS
495
descarrilamiento, estos son los únicos tal vez exclusivamente que se proponen un
fin moral, pues, ¿á qué ocultarlo por mas tiempo? las modernas peregrinaciones no
son religiosas, sino políticas. Por eso es el afan de muchos en capitanearlas, el cui-
dado que se toman porque las empresas de ferro-carriles hagan la rebaja en el
precio del pasaje, las luchas que sostienen y las mortificaciones que sufren.
Al fin aquel tren de placer se pone en movimiento saludado por los gritos da
los que fueron á despedirlo y por las exclamaciones de gozo de los que saben de
antemano lo mucho que se van á divertir. Coches cómodos que los arrastran con
vertiginosa rapidez, paisajes admirables, paradas en los puntos donde pueden en-
contrar bien montadas fondas con todo lo necesario, esto es, lo que el peregrino
moderno halla durante su viaje, cosas bien distintas en verdad de las que tenia
el antiguo y verdadero romero.
Una vez llegados á la ciudad Eterna, las cosas son también muy distintas:
apenas ponen el pié en tierra cien y cien individuos le cierran el paso ofreciéndole
cómoda casa y abundante mesa, lo cual ocurria del mismo modo en las épocas an-
tiguas que hemos procurado bosquejar, solo que entonces reunidos los peregrinos
en los átrios de las iglesias, no faltaban almas caritativas que fueran en su busca
para llevarlos á reposar, lo cual buena falta les hacia después de las fatigas que
llevaban esperimentadas. Hoy, como decimos, salen también á su encuentro, pero
son cicerones y amos de fonda que sencillamente se proponen explotarlos, pues
saben de antemano que algo llevan aquellos señores peregrinos que pueda quedar
entre sus uñas. Antes el pobre tenia mas condiciones que ningún otro para em-
prender una peregrinación, hoy para hacerlo se necesita tener algo que sobre y
con lo que pueda pagarse el ahorro de fatigas que la industria moderna repre-
senta.
Citados un dia, son recibidos por el Santo Padre cuyo pié besan pero con poco
fervor, pues lo que mas le distrae es la suntuosidad del Vaticano, la contemplación
del arte que allí rebosa y apénas salen se esparcen por las calles de la capital
ó vidos de conocerla y admirarla, en lo cual se cansan y fatigan hasta el punto de
renegar de la idea que tuvieron y apetecer que llegue el momento anhelado de
volver á sus casas, cosa que sube de punto, sí por algunas inconveniencias de su
parte ó bien por estar realizando un acto contrario al espíritu de la época moderna,
los censuran, vituperan ó acometen como perturbadores del orden público.
Vuelven al fin cansados y estropeados; ninguno recuerda ó lo que fué, escepto
aquellos que tontamente se figuran haber hecho un alarde de fuerzas; todos lia-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
49C
blan con encanto de Roma, de lo que vieron, gozaron y disfrutaron; ninguno se
presenta con el aire contristo del penitente absuelto que no quiere volver á de-
linquir. todos hacen obstentacion de su empresa cual lo acostumbran esos touris-
tas de primer año ó esos que, con una sombra de peligro que por vez primera ha-
yan corrido en su vida, creen aventajar á César ó dejar como un chicuelo al mismo
Napoleón.
Repitámoslo una vez más: lo que en una época era natural resulta en otra ri-
dículo, lo que antes se hacia por religión, se hace ahora por política ó conve-
niencia. El peregrino de ayer murió, el de boy no debia haber nacido.
por D. Francisco Fors de Casamayor.
I
l declinar la tarde de un templado y sereno dia de prima-
vera, veíase desde los amenos y encantadores cármenes de
la morisca Granada, que l>aña sus piés en las cristalinas
aguas del Barro y del Genil, descender por las faldas de la
Alpujarra algunos atezados labradores, que tras las rudas
fatigas del campo, regresaban alegres á sus moradas. Disfrutábase á
semejante hora del espectáculo encantador de la fértil y extensa
Sierra-Nevada; de ese coloso, que parece querer asaltar el cielo con
sus enhiestas cimas cubiertas de perennes nieves, con sus trozos po-
blados de bosques de encinas, robles, fresnos, castaños, alisos, tejos,
y bojes; con sus dehesas de abundantes pastos, que alimentan numerosos ganados
de todas clases, y con sus mil y mil plantas aromáticas y medicinales, que bus-
can ávidos, los herbolarios y botánicos. La lujosa vegetación de aquella Sierra,
desde cuyas cumbres se domina al Sud un horizonte de cincuenta y cuatro le-
guas, cuyo magnífico panorama se extiende por el mismo lado hasta las sierras
498
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
africanas; forma notable contraste con la de Elvira, siempre árida, siempre re-
belde al cultivo, y en cuyo ingrato suelo no se crian flores, ni el estío dora mie-
ses, ni maduran frutos para el sustento y regalo de los habitantes de la comarca.
Si verdaderamente era admirable la vista de Sierra-Nevada, de aquel robusto
y formidable gigante de la creación, en el instante en que el sol poniente baña-
ba con sus postrimeros rayos los muros de la maravillosa Alhambra y del Gene-
ralife, mansiones un dia de placeres, y hoy solo de históricos recuerdos, no lo era
menos el cuadro encantador de la inmensa vega de la antigua ciudad de las mil
torres, con sus deliciosas alamedas, sus sotos y floridos jardines, con su casi per-
manente verdor, y con la prodigiosa fertilidad de un suelo fecundizado con el
riego de cien canales alimentados con las aguas del Barro y del Genil. Alió en
la vasta extensión de catorce leguas, así crece el naranjo de dorada fruta, como el
amarillento limonero y el granado de nacarado y dulce grano, con otros cien fru-
tales y múltiple variedad de ricas plantas, que cuando el otoño marchita la hoja
de los árboles y los despoja de su verdura, ya el extenso suelo de aquella vega,
verdeguea con otras nuevas, y con infinidad de tempranas flores que perfuman el
ambiente con el aroma que exhalan de sus cálices.
Empezaba el crepúsculo vespertino á extender su parduzco manto sobre la ciu-
dad, cuando un muchacho, cuya edad rayaba en los diez años, permanecía sentado
sobre una gruesa piedra inmediata á una de sus puertas. Era de simpático rostro
trigueño, de centellantes ojos negros, despejada frente, diminuta boca, nariz agui-
leña, y de laso y sedoso pelo de azabache. Con dulce y plañidero acento implora-
ba la caridad de los transeúntes, y raro era el que acertaba á pasar por allí sin
hacérsela, porque Marcelino (este era el nombre del niño), en vez de ser uno de
esos sucios y haraposos pordioseros, cuya repugnante vista desvia al que lo mira,
se presentaba limpio y aseado con su modesto y remendado traje, y á intérvalos
dejaba oir con melosa, flexible y atiplada voz, algunas lindas cantinelas, fruto de
la propia y agena inspiración. Con ellas cautivaba al auditorio, que, silencioso y
formando rueda, le escuchaba embelesado y le aplaudía. Aquellas melodías, por
lo común, tiernas, melancólicas y expresivas de los sentimientos de un corazón
oprimido, eran muy celebradas; y al terminarlas, el joven cantor veia caer en el
fondo del viejo calañés que tenia á sus piés, sendas monedas arrojadas por la ca-
ritativa mano de sus oyentes:
— ¿Quién es ese niño, cuya simpática voz nos atrae? — solian preguntar los
que por primera vez lo oian. El niño era un desgraciado huérfano, cuyo padre.
AMERICANOS Y LUSITANOS
490
siendo teniente de infantería, pereció gloriosamente defendiendo la causa de la
libertad contra la tiranía, en la terrible noche de Luchana, en la que el bizarro
general Espartero libertó la invicta Bilbao.
No podiendo la infeliz madre de Marcelino sobreponerse á la doloroso pérdida
de su querido esposo, cayó enferma de tal gravedad, que después de apurar en su
dolencia los escasos recursos de que disponia, vió reducido su cuerpo á un esta-
do de parálisis, que hasta le impedia ocuparse en las labores propias de su sexo.
En tan crítico como lamentable estado, no le faltaron á la pobre viuda algunas
personas sensibles, que compadecidas de la miseria de la madre y del hijo, la so-
corrieron por algún tiempo.
Tenia Marcelino á la sazón ocho años y en tan precoz edad, empezaba á dar
muestras de rara inteligencia y de las mas felices disposiciones para la música.
Lo mismo era oir en la calle ó en el templo del Señor un canto melódico ó la mas
pequeña frase musical, cuando en seguida lo repetía con la mayor exactitud. Per-
cibía los acordes sonidos de una banda militar ejecutando una marcha guerrera:
de seguro que Marcelino al dia siguiente la repetía nota por nota, puesto que su
delicado oido retenia cualquier período, por difícil que fuera ejecutarlo. De ahí
su afición al canto, y el querer servirse de él, para hacer mas llevadera la suerte
de su querida madre. Habíase formado una pequeña colección de canciones apren-
didas de oido, con otras cantilenas y aires andaluces que él mismo se había arre-
glado, y con este gran repertorio de música pidió permiso á su madre para cons-
tituirse en cantor callejero. En vano fué que esta reprobara semejante propósito,
porque al ver Marcelino que disminuía el número de personas que hasta entonces
les habían socorrido, y temiendo que su madre pereciera en la miseria, adujo
tales razones para convencerla, la prodigó tales caricias y la cubrió de tantísimos
besos, que conmovida la pobre paralítica, permitióle que por via de ensayo pu-
siera en ejecución su proyecto.
Salió pues Marcelino cierta mañana muv temprano á la via pública llevando
terciada á la espalda una vieja guitarra, en la cual punteaba cuatro fáciles acom-
pañamientos. Paróse en la plaza de Vivarrambla y allí, después de un breve pre-
ludio, cantó el famoso antiguo romance morisco sobre la pérdida de Albania por
los moros, cuyas primeras estrofas dicen:
Moro alcaide, moro alcaide,
El de la belluda barba,
El rey te manda prender
500
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Por la pérdida de Alhama,
Y cortarte la cabeza
Y ponerla en el Alhambra.
Porque á tí te sea castig-o,
Y otros tiemblan al mirarla,
Pues perdiste la tenencia
De una ciudad tan preciada, etc.
En seguida dejó oir el canto del moro Zaide cuando después de desembarcar
de su bajel, y al pié de la reja de la bella Zaida, entonaba á media noche acom-
pañándose con los acordes de su laúd, esta sentida canción:
Lágrimas que no pudieron
Tanta dureza ablandar,
Yo las volveré á la mar,
Pues que de la mar salieron.
Hicieron en duras peñas
Mis lágrimas sentimiento.
Tanto, que de su tormento
Dieron unas y otras señas.
Y pues ellas no pudieron
Tanta dureza ablandar
Yo las volveré á la mar,
Pues que de la mar salieron.
Después de haber divagado dos ó tres horas por la ciudad recogiendo gran
cosecha de aplausos y monedas, regresaba á su casa rebosando de alegría, para
depositar en poder de su madre el fruto de la primera excursión artística .
Desde aquel dia extendióse por Granada la fama del cantor Marcelino, del
hijo de la pobre viuda imposibilitada, del niño que mantenía á su madre.
Pasara así mas de año y medio, cantando por plazas y calles, recogiendo
abundante provecho, hasta el dia que lo vimos por primera vez extramuros de la
ciudad. Ya entonces había resuelto emprender otro rumbo. Aspiraba al verdadero
título de artista. Pretendía entrar de seise en la capilla de música de la catedral.
Valióse para conseguirlo de otro seise amigo suyo, el cual después de presentarlo
al maestro y de probarle este la voz, le concedió la plaza que apeteciera. Satisfe-
cho cada dia mas el maestro de capilla, del argentino y extenso timbre de voz
del nuevo seise , resolvió dedicarse asiduamente á su instrucción musical; y en
AMERICANOS Y LUSITANOS
501
ella hizo aquél tan rápidos progresos, que á los pocos meses era repentista y des-
empeñaba la parte de tiple primero de la capilla. ¡Cuántas veces la sonora y me-
lodiosa voz de Marcelino atraía á los fieles bajo las elevadas bóvedas del sagrado
templo, ávidos de oirle entonar los religiosos himnos á la Divinidad!...
Embelesado el maestro con su predilecto primer seise , á mas de recompensarlo
generosamente, instruíale en los secretos de la armonía y del contrapunto que
mas tarde fué de mucho valor para el discípulo.
Habían transcurrido ya mas de cuatro años y medio, y se hallaba Marcelino
en el período crítico en que la voz de los niños cantores experimenta notable
cambio al entrar en la pubertad. Al reconocerlo él mismo, no le desconcertó y
entristeció tanto el que su voz perdiera su timbre y flexibilidad, como el ver
agravarse un dia y otro dia la enfermedad de su madre, cuya existencia se iba
paulatinamente apagando y por la cual daría con el mayor placer la suya. Para
atenderla y cuidarla, ya no asistía á la capilla, ni á las lecciones de su maestro.
Fijo constantemente á la cabecera de la cama de la doliente, velaba su intran-
quilo sueño, observando con humedecidos ojos todos sus movimientos y procu-
rando ocultarle las encendidas lágrimas que de vez en cuando desprendiéndose
de las pupilas, surcaban sus megillas. ¡Cuán y cuán doloroso se le hacia, ver extin-
guirse una vida que le era tan querida! ¡Oh! esto era triste, desgarrador, para
el corazón de Marcelino!... Llegó el momento fatal... La hora suprema de la se-
paración de aquellos dos séres, sonó por fin... Daba la media noche. Puesto Mar-
celino de hinojos, ora mentalmente junto al lecho de la mujer que le dió vida \
mientras con una mano estrecha y besa la casi yerta de la enferma, coloca la otra
sobre su corazón para contarle sus débiles latidos. De repente, deja de sentirlos...
¡Gran Dios! La infeliz viuda del que murió gloriosamente en Luchana ha volado
á reunirse con su esposo dejando un desconsolado huérfano acá en la tierra, el
cual es arrancado de la estancia mortuoria por la piedad del sacerdote que pre-
senciaba aquella fúnebre escena.
II
Han pasado tres meses desde la muerte de la madre de Marcelino.
Había en Granada cierta baronesa apasionada en extremo de la música. Ad-
miradora del talento del joven huérfano y compadecida de su crítica situación,
llamóle un dia á su casa y le habló de esta manera:
— Marcelino: tú has poseído una voz de tiple cual pocas se han oido. Si bien
TOMO I, 63
502
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
es verdad que con el cambio de edad casi la lias perdido: con todo; como tu maes-
tro me ha asegurado, que tu órgano vocal bien conducido y cultivado por un há-
bil profesor de canto, puedes crear una excelente voz de tenor, yo me intereso por
ti y he resuelto protejerte, asegurándote una pensión para que pasando á Madrid
á ponerte bajo la dirección de un hábil maestro puedas llegar á ser un aventajado
artista que haga honor á su patria.
— Señora baronesa, — contestó Marcelino, — tal exceso de bondad me conmueve
extremadamente y me confunde. Yo no deseo mas que corresponder á él con evi-
dentes creces, y usted puede estar bien segura de mi eterna gratitud.
— Te hallas en edad apropósito para hacer carrera. Has cumplido solamente
diez y siete años y mucho puedes aprender aun. Si bien Madrid está sembrado
de infinitos escollos, en los que suele estrellarse la juventud, yo estoy convencida,
fiando en tu buen juicio, de que sabrás evitarlos, para entrar un dia en el apete-
cido puesto en que deseo verte.
— ¿Con qué podré pagar á la señora baronesa estos favores? Yo le aseguro por
la memoria de mi muy querida é inolvidable madre, que no habrá usted prote-
gido á un ingrato.
A los ocho dias de esta corta conversación, la baronesa mandaba un completo
equipaje á casa de Marcelino con varias cartas de recomendación, entre estas
una para cierto banquero de Madrid, del cual pudiese Marcelino tomar mensual-
mente el dinero que le fuera necesario para su manutención.
Dispuestas’ así las cosas, partió Marcelino de Granada, después de despedirse
de su generosa protectora y de repetirle las mayores seguridades de que con su
aplicación y constancia en el estudio se aprovecharía de sus bondades. Llegado
que hubo á la córte, presentó las cartas de recomendación que tenia en su poder,
y apénas hubo visitado á su banquero, informóse de cuales eran los mas reputa-
dos maestros de música. Con sorpresa supo que había cierto caballero de notable
cuna, el cual después de haber pertenecido al ejército en clase de oficial de la
antigua guardia Walona, al retirarse del servicio se había dedicado al cultivo de
la música y especialmente á la enseñanza del canto, tan solo por mera afición:
v que bajo el método especial que tenia establecido, había alcanzado excelentes
resultados. Hízose pues Marcelino presentar á tan hábil profesor por una de las
personas á las cuales había sido recomendado. Recibióle el antiguo oficial de AY a-
lonas cortés y cariñosamente. Sentóse al piano y después de haberle probado muy
detenidamente el timbre y extensión de la voz, díjole así:
AMERICANOS Y LUSITANOS
503
— No tengo el menor inconveniente en tomar á usted por discípulo para ver
de reformar su voz, que actualmente es velada, desigual, y de incierto timbre,
por efecto del pase de la edad infantil á la juventud. Sin embargo noto en ella,
educándola bajo mi método, una tendencia á aparecer con tiempo y constancia en
los ejercicios, una verdadera tessitura de tenor.
Difícil seria describir el alborozo de Marcelino al escuchar tan halagüeño pro-
nóstico. Parecia con aquellas palabras vuelto de muerte á vida. Al dar con inse-
guro acento las gracias al caballero maestro por su ofrecimiento, y al suplicarle
que le indicara la suma con que debia retribuirle mensualmente, admiróse aun
mas y mas cuando le contestó dicho señor:
— Yo no acepto retribución alguna de mis discípulos, porque tengo mas que
suficientemente para vivir con holgura. Cultivo el arte por mera pasión y mi
mayor placer es poder ser de utilidad á los que se dedican á su estudio. La única
recompensa á que aspiro por la enseñanza del canto, es la de poder ver brillar á
mis alumnos en la escena, ó los círculos musicales de una inteligente sociedad ar-
tística.
Al dia siguiente de esta primera visita púsose Marcelino bajo la dirección de
su nuevo maestro. Tanto, y tanto se aplicó, y tan provechosas le fueron aquellas
lecciones, que antes de cumplir los veinte años, el órgano vocal del alumno se
habia desarrollado, y regularizada la desigualdad de la cuerda, apareció con toda
tersura la profetizada tessitura de tenor.
No ignoraba la noble dama granadina, protectora de Marcelino, los progresos
de éste y el feliz resultado de sus estudios, y á pesar de que los habia terminado
y que con autorización del maestro podia presentarse en la escena, continuó
aquella prodigándole recursos hasta tanto que se escriturara de tenor en algún
teatro.
Por aquellos dias, el pensamiento favorito, la idea fija entre algunos cultiva-
dores del arte eufónico, era la creación de la ópera española. Entre ellos los hubo
que tanto por escrito como de palabra procuraron inculcar su utilidad, demos-
trando cuan fácil y melodiosa es para el canto, nuestra hermosa lengua, y cuan
ricos somos al mismo tiempo de música puramente nacional, para poder sobre ella
basar el edificio de la ópera española.
—Nosotros, — decian, — nada hemos tenido que envidiará las demás naciones
en el cultivo de las bellas artes de la pintura y de la arquitectura, de lo cual son
irrecusable testimonio nuestros preciosos museos, nuestras catedrales é infinidad
504
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
de otros monumentos aclamados por los extranjeros. España, cuyo suelo ha pro-
ducido tantos varones insignes en artes y ciencias, cuya fama guardan las impe-
recederas páginas de la historia ; España , fecundo país para las grandes concep-
ciones de música religiosa, como lo atestiguan las obras que recónditas guardan
los archivos de las catedrales de Toledo, Sevilla, Burgos, Valencia y otras varias,
es doloroso que hasta ahora no haya tenido un creador de la ópera nacional, como
los que ha habido para las de Italia, Alemania y Francia. Cuando estas naciones se
envanecen con razón de poseerla, y cuando Inglaterra y la misma Rusia han hecho
y están haciendo titánicos esfuerzos para adquirirla, nosotros que estamos en me-
jores condiciones que aquellas, carecemos de semejante género nacional.
Inspirados en estas ideas se arriesgaron algunos distinguidos compositores na-
cionales á escribir obras líricas para la escena que si bien no constituyen la ver-
dadera ópera española, son una irrecusable muestra del génio de sus autores.
Infinitas composiciones existen hoy por hoy con el título de zarzuelas que se
han dado á luz en nuestros teatros con general aplauso. A la aparición de la titu-
lada El lio Caniyitas , El serpenton de la Ha Norica, y alguna otra de nuestro par-
ticular amigo el distinguido autor de la Historia de la música española, don Ma-
riano Soriano Fuertes, casi simultáneamente aparecieron Jugar con fuego, del
inteligente maestro Asenjo Barbieri, que por su contestura y por el tipo especial
de su música es la que mas puede aproximarse á la ópera nacional. Los Mag yares,
El valle de Andorra, Catalina, El dómino azul, El sargento Federico, Una vieja,
La conquista de Madrid, El salto del pasiego, Por seguir á una mujer, etc., de-
bidas al talento de reputados maestros españoles, si bien no carecen de mérito y
conquistaron honra y provecho á sus autores, con todo, ninguna de ellas puede
calificarse por su género de música, de ópera española, y están muy léjos de serlo.
No obstante, el que mas destellos ofreció de su génio para poderla inaugurar, fué
como queda dicho el maestro señor Asenjo Barbieri en su citada composición Ju-
gar con fuego.
Notable beneficio por cierto ha reportado la juventud española que se dedica
al canto, de la aparición de la zarzuela en nuestros teatros, por cuanto se han for-
mado muchísimas compañías líricas de artistas nacionales, que no solo abastecen
los teatros de zarzuela de la península, sí que también los de Portugal, Puerto-
Rico, Isla de Cuba, Montevideo, Buenos-Aires, Perú, Chile y muchos otros de
las antiguas colonias hispano-americanas.
Nuestro Marcelino, terminó precisamente sus estudios cuando mas afición se
AMERICANOS Y LUSITANOS
505
había despertado en el público á las representaciones de zarzuela, y cuando con
mas entusiasmo eran aplaudidas las de los maestros Barbieri, Gaztambide, Arríe-
la, Iradier y demás compositores. Las muchísimas y valiosas relaciones que man-
tenía en la córte, y su excelente voz, que se halda dejado oir en alguno de los
círculos que frecuentaba, le procuraron ser escriturado en Madrid mismo, en cla-
se de primer tenor absoluto y con muy buena paga. Cuantos conocían su delica-
do método del canto y sus maneras artísticas, no dudaban de su triunfo en la es-
cena con tal copia de recursos.
Llegó el dia crítico del estreno. Marcelino se había cambiado el apellido como
suelen efectuarlo algunos artistas. La sala del teatro estaba llena de bote en bote.
Lo mas escogido de la buena sociedad de la córte ocupaba palcos y butacas. Tam-
poco faltaba allí lo mas selecto del profesorado aquella noche. Iba á levantarse el
telón. En el aposento del nuevo tenor hallábanse varios amigos que le animaban,
sin que faltara el caballero maestro que tan desinteresada como hábilmente había
educado su voz. (1) La presencia de éste y el deseo de dividir con él la gloria del
triunfo, apagó en Marcelino el marasmo que experimentaba en aquellos momen-
tos, y cuando vinieron á avisarle para salir á la escena, sintióse animado de un
valor inusitado para hacer frente al peligro.
Apénas apareció en las tablas y desplegó todo el lleno de sus facultades artís-
ticas en una expresiva romanza , un torrente de aplausos resonó en todos los ám-
bitos del coliseo pidiendo la repetición de la pieza y llamándole cuatro ó cinco
veces al proscenio; en el resto de la zarzuela contó sus apariciones por otros
tantos triunfos. Su anciano maestro lloraba de placer, altamente conmovido al
abrazarle.
En medio de tantos agasajos y felicitaciones como se le tributaban y dirigían
por cuantos entraban y salian de su aposento en los intermedios de la represen-
tación, no dejó de recordar Marcelino á la noble granadina, cuya generosidad sin
límites le había proporcionado el esplendoroso triunfo de que era objeto aquella
noche. Así es que al salir del teatro, tan pronto como entró en su casa, á pesar
de ser en una hora muy adelantada, tomó la pluma para escribirle detalladamente
el glorioso éxito de su estreno.
— ¡Ah! ¡Cuánto placer, — exclamaba mentalmente, — experimentaría la noble
baronesa, si presenciara mi triunfo escénico !
,1) Este maestro era el caballero don José de Reart, del cual fue discípulo de canto el artista señor Salas
y otros varios.
506
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Muy pocos (lias después de escrita la tal carta, quedó agradablemente sor-
prendido al recibir de la baronesa un billete anunciándole que acababa de llegar
ú Madrid, y que se hospedaba, con su bija Estefania, en la fonda de los Penin-
sulares, en la calle de Alcalá. Allí voló inmediatamente Marcelino. Al entrar en
las habitaciones de la baronesa, recibió de ésta y de su linda hija, los mas since-
ros plácemes, anunciándole la primera que habia determinado permanecer larga
temporada en Madrid, para presenciar los triunfos de su protegido.
La gloria de Marcelino se acrecentaba á cada nueva zarzuela en que tomaba
parte, y sus ovaciones eran tantas, que corrían parejas con las continuas proposi-
ciones de pingües contratos que le ofrecían varias empresas, ganosas de que ac-
tuara tan distinguido artista en sus teatros.
La baronesa, empero, que queria como hijo á Marcelino, le aconsejó que por
de pronto no contragera compromiso alguno, pues deseaba que pasara con ella á
Granada á descansar por algún tiempo de sus artísticas fatigas. Viuda la noble
dama, y con una hija única, que solo contaba diez y siete años cumplidos, obser-
vó con cierto placer que Marcelino dedicaba todos sus obsequios á la joven Este-
fania, y que ésta, en vez de mostrarse indiferenta ó esquiva, los recibía con agra-
do. Solo contaba la joven trece años cuando Marcelino dejó Granada, y si bella era
entonces aquella niña de rosada tez, blondos cabellos y azulados ojos, bellísima
era ahora que sus formas se habían desarrollado, perfeccionando mas si cabe el
simpático y encantador tipo de su persona.
Marcelino no pudo ver con indiferencia á Estefania. No conocía aun el amor,
y sin embargo, sentía en su pecho el mágico efecto de la voraz llama que le con-
sumía y (|ue le arrastraba á aquella encantadora deidad; empero al reflexionar
en su humilde posición de novel artista, y en el respeto y gratitud debidos á su
generosa protectora, forzoso le fué imponerse el deber de refrenar su pasión na-
ciente. Esto no impedia que cuantos momentos le dejaban libres sus artísticas ta-
reas, los pasaba gustoso al lado de la baronesa y de su linda hija. La vista de
Marcelino habia hecho igualmente sentir á Estefania los efectos del primer amor.
Suspiraba en silencio, y experimentaba ese dulce malestar inseparable de un co-
razón que ama en secreto, y que tan solo se muestra satisfecho junto al sér que-
rido, cuya fascinadora mirada le encanta y le seduce.
Todo lo observaba la baronesa v aguardaba un momento oportuno para bacer
cesar las ánsias, y los temores de aquellos, demostrándoles toda la intensidad de su
maternal afecto. Pocos dias antes de terminar la contrata que tenia Marcelino
AMERICANOS Y LUSITANOS
507
firmada con la empresa, le dirigió las siguientes palabras en presencia de Este-
fanía:
— Cuando me propuse protegerte, bien segura estaba de que no te barias in-
digno de mí, y recuerdo perfectamente que en aquel entonces me dijiste, jurán-
domelo por la memoria de tu querida madre, que yo no protegía á un ingrato.
Has cumplido fielmente tu palabra. Te lias aplicado y ahora ya tienes una carre-
ra artística y un seguro porvenir. Yo misma he querido juzgar de tus dotes y
presenciar tus triunfos en la escena. Dentro de cuatro dias quedas libre de com-
promiso con tu empresario, y vas á acompañarme á Granada; empero, antes de
verificarlo deseo que me digas franca y lealmente si á tu edad ha experimentado
tu corazón alguna impresión amorosa; en una palabra, si has amado y amas ac-
tualmente.
Desconcertado quedó de repente el mancebo, mas repuesto en seguida algún
tanto, contestóle con entrecortado acento:
— Yo, señora, reconozco y confieso que, si algo valgo, lo debo á usted, y por
lo tanto, la gratitud me dice que seria grave é imperdonable falta no ser franco.
Confiésele, pues, que de poco tiempo á esta parte amo en secreto un objeto en-
cantador, del cual mi humilde condición de artista me separa.
— ¿Y quién es ese objeto? ¿Te corresponde acaso?
— ¡Ah, señora! Si revelara su nombre, indudablemente experimentaría el
desagrado de usted, aun cuando pueda asegurarle que jamás he dirigido siquiera
una amorosa frase al bello objeto de mis ánsias, y por lo tanto ignoro si ella cor-
responde ó no á mi cariño.
Al pronunciar estas últimas palabras, con marcado acento, fijaba intenciona-
damente la vista en Estefanía, la cual, con encendido rostro, inclinaba la cabeza
sobre el pecho.
Al notarlo su madre, repuso:
— Y si yo te dijera, Marcelino, que el hijo de un valiente militar que derra-
mó su sangre por su reina y por la patria, y que adquirió sus títulos nobiliarios
con la espada, puede aspirar al amor de cualesquiera mujer por elevada que sea
la alcurnia á que pertenezca; si yo te añadiera que el hombre que con solo su ta-
lento artístico y su constante aplicación, ha sabido elevarse como tú á culmi-
nante altura en los primeros albores de su carrera, es muy digno del aprecio de
la sociedad cuando se dedica al ejercicio de su profesión, ¿qué me contesta-
508
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Nada respondió Marcelino: miró en actitud suplicante á la baronesa y luego
á Estefanía.
Entonces la noble dama, volviéndose á su hija:
— ¿No es verdad, bija mia, — di j ole, — qué piensas como jo en semejante ma-
teria? ¿No es verdad qué á pesar de tu posición, distinta de la de Marcelino, no
dejarías de corresponder á su amor, porque el talento une las distancias, cuando
va acompañado de nobles sentimientos?
— ¡Oh! ¡Madre mia! — repuso la joven, llorosa j conmovida, arrojándose en
los brazos de la baronesa.
— Basta ja, — dijo esta mirando á la vez á los dos jóvenes, — vuestra actitud
v vuestro silencio han sido para mí el lenguaje mas elocuente para revelarme la
llama de amor que arde en vuestros pechos. Os habéis amado en silencio, j léjos
de violentaros ni pensar oponerme en lo mas mínimo á vuestra pasión, solo deseo
colmar vuestra felicidad. Mañana marcharemos á Granada; allí, j en el templo
mismo donde se ojeron los primeros j dulces acentos de la voz del pequeño seise,
al cual me decidí proteger, sereis unidos para siempre, j el nuevo tenor de zar-
zuela quedará de tal suerte escriturado para siempre en mi palacio.
Una semana después, los tres viajeros llegaban á la morisca Granada. Al dia
siguiente iban juntos al cementerio á orar j depositar una corona de siemprevi-
vas en el sitio donde jacian los mortales restos de la madre de Marcelino.
Dispuestos en breves dias los preparativos para la boda, celebróse con gran
pompa en la catedral j á presencia del anciano maestro de capilla, que fué el
primer profesor de música del aplaudido tenor de zarzuela. El buen hombre no
podia contener la satisfacción que experimentaba j entre apretones de manos j
sollozos de alegría, no cesaba de repetir á cada paso:
— Este es el dia mas feliz de mi vida, toda vez que el cielo me ha permitido
ser testigo de la dicha de mi predilecto 'primer seise.
n
I
L INDIO BOLIN
por D. José Domingo Cortes.
ubo un tiempo en que, en la vasta planicie de los Andes,
donde los tres jigantes del mundo confunden con el cielo
sus nevadas cimas, donde, circunscritas por pequeñas
colinas, se descubren en lontananza y á través de los
desiertos, pequeñas y brillantes manchas que son las cris-
talinas aguas que fijan la mansión misteriosa de los hijos del Sol,
vivia un pueblo, del que salieron Manco-Capac y Mama-Oello,
fundadores de un vasto imperio.
La tradición, los monumentos jigantescos, como las pirámides
de Egipto, atestiguan su poderío y civilización. Sus leyes, su reli-
gión, sus usos y costumbres, lo asemejan á Roma, al Egipto y á
otros pueblos primitivos.
Este imperio conquistado por Pizarro doblegó su cuello para que el despotis-
mo le pusiera la cadena de la esclavitud.
El aborigen de este imperio, el indio aimará, fué el que mas cruelmente su-
frió las consecuencias de esta dominación,
64
TOMO X.
510
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Durante tres centurias el indio fué obligado al duro trabajo de explotar las ri-
quezas de su suelo virgen; y solo así pudo satisfacer la ambición de sus domina-
dores. No tuvo mas retribución por este penoso trabajo, que el dominio de las
tierras que cultivaba con el sudor de su frente, suficiente apénas para su escasa
subsistencia y el pago de las contribuciones.
Puesto bajo la bárbara opresión y vigilancia de los caciques de sangre, era el
sér mas desgraciado y abyecto en el coloniaje. Considerado como un medio de
especulación, labraba la tierra para los conquistadores; hacia las veces de bestia,
trasportando en sus hombros pesadas cargas á grandes distancias y á través de
pésimos caminos. Los obstáculos mas insuperables eran vencidos con el martirio
de este miserable. Los servicios mas difíciles eran llenados por este desgraciado.
Ni un momento de placer, ni un instante de reposo. Siempre el trabajo que
aniquila las fuerzas, siempre el sufrimiento que embrutece al hombre. Los casti-
gos crueles, las reprensiones severas degradaron de tal suerte á este infeliz, que
no sabemos, si el cafre ó el ilota inspiraron menos compasión.
Ser abyecto, sin los consuelos de la religión, sin el amparo de las leyes tute-
lares, sin la tutela, ni las dulzuras de la civilización, perdió hasta los sentimien-
tos naturales del amor al prójimo, despertándole los del odio y la venganza.
Dominado por el furor del salvaje, se levantó implacable, temerario, en 1780,
y dejó impresos los horrores de la desolación y del espanto en La Paz. ¡Lucha de
castas terrible, amenazadora, que duró cien dias, y que sostuvo sin mas armas
(|ue su desesperación, sin mas esfuerzos que su odio, sin mas esperanza que el
deseo insaciable de vengarse.
Su derrota le condujo á peor condición. Dobló, impasible como el carnero, su
cuello para que el verdugo lo cortara. Su sangre corrió enrojeciendo las acequias
de la ciudad; se quemaron sus cabañas, se destruyeron sus sementeras.
Pero él presenció indiferente la ejecución de Tupaccatarí, su caudillo, descuar-
tizado vivo por cuatro caballos en los altos de la ciudad de La Paz: y miró tran-
quilo suspender á la mujer de aquél en la horca. Ni una lágrima, ni un suspiro
arrancó el suplicio á estos; ni el dolor ni el miedo se revelaron en aquél.
Es que la superstición de su creencia los iba á despertar de la tumba, para
volver á la vida á combatir con mas pujanza.
Sí; la superstición era la religión dominante, creia en los augures, y en los
sueños; vaticinaba por los signos; leía en el porvenir, hablaba con los génios
ocultos, idólatra de sus creencias, ahorcaba á los ancianos y á los moribundos au-
AMERICANOS Y LUSITANOS
511
tes de que acabasen de morir. Su dios era el Sol. Sus vírgenes, como las vestales
de Roma, guardaban el fuego sagrado. Tenia su calendario en las estaciones de
la luna, ó las calculaba por las estrellas, era astrónomo como el árabe.
Mas civilizado que los aborígenes del Asia antigua, era digno de mejor suerte.
Mas dócil, mas inteligente y menos feroz que los habitantes de otras primitivas
comarcas, era digno de ser feliz; era digno de instruirse en las artes, y capaz de
civilizarse.
Su música dulce y melodiosa encierra en el fondo de sus modulaciones los
sentimientos mas tiernos y apasionados del dolor, los sufrimientos del alma, los
ayes del corazón. Cuando sopla la zampona, acompañándola con el gesto, con el
movimiento, con el ademan y con el tambor, algo de triste, meláncolico y som-
brío revela en esa música, armonía del corazón, cuyos ecos penetran hasta el
fondo del alma y tocan los resortes de la tristeza.
Cuida el ganado, que abastece de carne á la población, lo trasquila, hila la
lana, teje sus vestidos, les da color, fabrica su sombrero y hace sus sandalias.
Sus frugales alimentos, que él mismo cultiva, son la cañagua, la quinua, y la
coca, hoja misteriosa que le vivifica y le da valor para los mas duros trabajos y
para las marchas mas largas y difíciles. Anda diez y mas leguas siguiendo el
paso de un caballo; sube á los montañas mas escarpadas sin fatigarse, soporta el
hambre y la sed muchos dias con el solo alimento de la coca.
Habita en su humilde choza, en las regiones mas rígidas, al pié de los neva-
dos y de las cordilleras.
Atraviesa en su pequeño esquife de totora el lago Titicaca, y se provee de
abundante pesca.
Cria la alpaca, cuya lana es tan apetecida por el comercio. El asno y la llama
son sus bestias de trasporte.
Busca la quina en el fondo de las montañas mas impenetrables, donde solo
las fieras habitan; la corta, la saca en hombros hasta los pueblos cercanos, y de
allí la conduce, en sus bestias, para la especulación y el comercio.
De nadie necesita para vivir, todos tienen necesidad de él. Nació en el de-
sierto para ser libre y vive esclavizado por la mano cruel de la tiranía.
Todos los caminos que atraviesan el territorio interior están abiertos por las
fatigas de su trabajo personal. Sin herramientas y sin máquinas, ha allanado
montañas, cubierto precipicios, escalonado sierras escarpadas, donde solo habitan
las águilas.
512
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Caminos, industria, comercio, todo es facilitado por el trabajo de este infati-
gable obrero; pero su miserable condición siempre es la misma.
En la guerra de los quince años por la independencia, derramó su sangre con
nuestros abuelos; murió como ellos en el martirio y como ellos tuvo sus glorias.
La España nos lo dejó con su miseria, con sus preocupaciones, con su servi-
lismo, y mató su civilización naciente. A su vez la nueva patria lia cambiado de
nombre á su verdugo llamándole corregidor, pero no le lia quitado los instrumen-
tos del martirio. Lo lia puesto bajo la protección de los curas y corregidores.
Véamos si mejora su condición, si se dulcifica su suerte al respirar el aire de la
libertad.
¡Triste es decirlo! Siempre la misma dura servidumbre pesa sobre este sér
enervado por el trabajo, por el sufrimiento, por el dolor, por la miseria y por la
ignorancia: las frecuentes suscriciones conocidas con el nombre de derramas para
la recepción de las autoridades, la misma contribución y siempre anticipada, los
servicios incesantes al gobernador, al corregidor y á los curas! No hay una es-
cuela, un cuartel, ni una casa de gobierno; pero los corregidores trabajan sus
chacras y sus casas; los curas cultivan los terrenos que llaman de la iglesia, y el
templo está por caerse. Sin retribución ninguna, el indio proporciona forraje, co-
mestibles, combustibles para el ejército y las autoridades de tránsito. Sus bestias
y él deben trasportar las cargas de los bagajes y municiones. Todo es del Estado,
nada del indio; todo es del propietario, nada del colono.
El propietario ejerce sobre el indio un derecho de dominio absoluto. Lo fleta
como á una bestia para el servicio doméstico con el nombre de fongo y recibe el pré.
¡Oh! Aquí es donde el envilecimiento del indio ha llegado á su término. Cria-
do del último y mas ínfimo de los criados, sufre el mal trato de la cocinera, del
ama de llaves, del mayordomo, de los niños del patrón. Infatigable en su servi-
cio, despierta al rayar la aurora, cuida de la limpieza de la casa; barre las in-
mundicias y las lleva sobre sus hombres.
El perro, el caballo, son también amos á quienes servir. En los momentos de
descanso, se emplea en la ocupación constante de acarrear agua. Viene la noche
y el infeliz está de centinela en la puerta esperando á cuantos se recojen en la
casa. Pasa la noche en vela, para volver á las faenas del dia anterior, con el mis-
mo régimen y con su habitual voluntad, mientras que la rabia, los ultrajes de
todos los individuos de la casa, estallan contra él.
Después de ocho dias de subsidio, vuelve á su choza, ¿á gozar de los consue-
AMERICANOS Y LUSITANOS
513
los de sus hijos y ele su mujer? ¡Imposible! El cobro de la contribución, la per-
secución de los alcaldes lo obligan á nuevos viajes y á nuevas fatigas.
El indio conquistado el siglo xvi-es el mismo indio del siglo xix. Nada lian
hecho la patria, las leyes, ni la religión, para mejorar sus condiciones.
Después de la benéfica ley del libertador Bolivar declarándolos propietarios,
algunos gobiernos han dictado también medidas destinadas á mejorar su situa-
ción; pero lian sido ineficaces, porque sus opresores las lian eludido.
Si al menos el cura de aldea, á quien está encomendada la salvación de su
alma, se doliera de este infeliz, instruyéndole en las máximas divinas del Evan-
gelio; si en su misión sublime de ejercitar la caridad en su grado mas perfecto,
se compadeciera de sus miserias, quizá mejoraría su suerte.
Pero, no. El indio es el que menos siente los consuelos de la. religión, y el
que mas sufre por conservarla con las gabelas de su bautismo, de su muerte, de
su alferezado.
¡ Olí ! Cuánto pueden hacer la religión y la instrucción en provecho del in-
dio ! . . .
Cuando al atravesar el desierto se encuentra una de esas miserables chozas si-
tuadas en la falda de una colina, por donde atraviesa un riachuelo; cuando en sus
alrededores se oye balar alegre á la oveja; cuando el humo se eleva sobre la ca-
baña y se siente el ladrido del perro, y se oye el canto que el pastorcillo entona,
se cree á lo menos encontrar la felicidad del silencio, la tranquilidad del sosiego;
pero léjos de eso, solo se descubren miseria, hambre y desnudez y se escuchan
los lamentos de la madre, á quien han arrebatado á su hijo y cuyo marido lia sido
asesinado.
Al menos el salvaje, hijo del desierto, es libre de disponer del suelo que pisa
y de gozar del cariño de su hijo. Regresa de la caza á su cabaña con la aljaba y
la flecha, contempla y besa á su hijo dormido en el seno de la madre, ¡y es feliz!
Las fieras que habitan las selvas no han arrebatado al hijo del seno de la madre.
Las fieras también acarician á sus cachorros.
El indio no es dueño de su trabajo, ni de la tierra que cultiva, ni del amor de
su hijo.
Su abuelo, encorvado bajo el yugo del arado, surcó la tierra que cultivó su
padre, y que él creyó dejar á su hijo; pero no es dueño de esa tierra!...
Esa pequeña casucha, cuyos árboles conoció desde su niñez, y que á la páli-
da luz de la luna, estando todos sentados sobre el verde césped y teniendo á su
514
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
perro enroscado á sus piés, le contó su padre haber sido cultivado por su abuelo,
el establo en que por la noche encarrilaba sus ovejas, los sitios, los lugares donde
iba á apacentarlas, van á desaparecer! ¡Ya no los legará á sus tiernos hijos!...
¡Qué triste es la condición del pobre indio! Mas desgraciado que el proscrito,
no tiene hogar en su patria! Mas miserable que el mendigo, trabaja y nunca
prueba el pan de su subsistencia. Esto ha hecho nacer en el indio las mas repug-
nantes pasiones.
El indio es vigilante en su negocio y perezoso en el ageno; no conoce el bien,
y pondera mas de lo que es el mal; siempre procura engañar, y se juzga engaña-
do; es hijo del interés, y padre de la envidia: parece que regala y vende; es tan
opuesto á la verdad, que con el semblante miente: se tiene por inocente y es la
misma malicia; trata á la querida como señora, y á la mujer como esclava; pare-
ce casto y se duerme en la lascivia; cuando se le ruega se estira; si se le manda
se finje cansado; á nadie quiere, y se trata mal á sí mismo; de todo recela, y aun
de sí propio desconfía; de nadie habla bien, menos de Dios, y es porque no le co-
noce; persevera en la idolatría, y afecta religión; lo que en él parece culto, es ce-
remonia; hace á la devoción tercera para la embriaguez, y se vale de ésta para
todas las atrocidades; parece que reza, y murmura; come de lo suyo lo que basta
para vivir, y de lo ajeno hasta reventar; vive por vivir, y duerme sin cuidado;
no conoce ningún sacramento, y de todo hace sacramento; cree todo lo falso y
repugna todo lo verdadero; enferma como bruto y muere sin temor de Dios.
Los indios son aficionadísimos á pasar fiestas; el que no lia pasado ninguna,
merece el desprecio y la befa, y se le conceptúa un holgazán; los curas han sabi-
do arraigar profundamente esta preocupación. Hay indios que gastan quinientos
ó mas pesos solo en cohetes; la embriaguez dura tres ó cuatro dias; las fiestas son
tan frecuentes, que algunos propietarios prediales encuentran gran dificultad
para cultivar sus tierras.
La despedida de una persona que emprende un viaje, da ocasión, entre los in-
dios y la clase media, á una embriaguez de tres, cuatro ó mas dias, sucediendo á
veces que en tales festejos se invierte mas de lo que debe ganar el viajero; del
mismo modo se celebra el regreso.
Los indios viven en chozas, que por lo común se reducen á una sola habita-
ción, en que está toda la familia, lo cual suele ocasionar algunos delitos y no po-
cas enfermedades.
La carne de llama es su alimento; el vellón le sirve para hacer vestidos; los
AMERICANOS Y LUSITANOS
515
huesos se emplean como instrumentos, y el estiércol como combustible, usado en
las principales ciudades de La Paz, Oruro, Potosí y otras.
Entre las clases varias de indios es tal la diferencia de costumbres, que si qui-
siéramos señalarlas todas, seria preciso hacer tantas descripciones, cuantos son
los distritos de Bolivia; nos contentaremos con mencionar los dos grupos mas no-
tables.
El indio que habita la fria y elevada planicie del Norte y no cultiva la tierra
sino como colono, manifiesta en su aspecto melancólico la sumisión del siervo, y
no tiene ninguna de las cualidades del hombre libre. El habitante del Sud en-
cuentra mas vasto campo para el ejercicio de su voluntad, y sabe apreciar mejor
la dignidad humana; dedicado ordinariamente á las ocupaciones de pastor, tiene
el valor y la previsión del hombre que en mil lances de la vida no cuenta sino
consigo mismo; cultivando un campo propio, aunque de mezquinas producciones,
no está forzado á la sumisión, y vé á los demás hombres como iguales; el que no
es cultivador ó pastor, es arriero, y como todo el que viaja, eleva su carácter y
extiende la esfera de sus conocimientos.
lüADRO AMERICANO DEDICADO A MI BUEN AMIGO EL EXCMO. SR. TENIENTE
DON CARLOS DE YAUCH Y CONDAMY.
por D . Luis Ricardo F o r s .
riticando ano de mis libros. (1), aseguraba hace algún tiempo
el redactor de uno de los primeros diarios madrileños (2), que
las descripciones de mi obra le hablan producido el efecto
Lie un gran paisaje americano.
Este efecto era á mi ver debido al original de donde tomaba
yo la inspiración y el colorido; porque opino que es cosa fuera de
duda, que la grandiosidad de la naturaleza americana tiene tanto po-
der de inspiración y se impone al espíritu con impulsos é impresiones
de tanta magnitud y de tal fuerza, que no hay boca de orador, ni plu-
ma de literato, que al describirlos, pueda prescindir de reflejar en el
>
auditorio ó en el lector, los efectos mas sorprendentes y fascinadores.
Es necesario haber vivido en aquellas lujuriantes comarcas, para llegar á com-
prender lo que jamás podrán inspirar las humildes cordilleras y la raquítica ve-
getación del viejo continente. Hasta el rey de los astros, y las mas insignificantes
(1) Gottschalk.— Un tomo en 4.° con lámina?. Habana 1880.
(2) Don Isidoro Fernandez Florez, en El Liberal del día 4 de Agosto de 1880.
517
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
constelaciones, y la atmósfera misma que envuelve al planeta, ofrécense en el
Nuevo-Mundo á la contemplación del hombre, con mas vivos destellos, con ma-
yor riqueza de color, con elementos mas poderosos de irradiación y majestad: y
esto aconte de tal suerte y hasta un grado tan culminante, que jamás pueda hor-
rarse en la memoria humana la impresión de aquellos indescriptibles espectácu-
los. El efecto es siempre igual, ya se haya visto, por una vez siquiera, la fron-
dosidad de una selva americana ó se haya elevado la idea hasta la omnipotencia
suprema, admirando en los trópicos la transparencia y brillantez de aquella bóve-
da cuajada de focos de luz que inundan en claridad la tierra, ora se haya con-
templado la naturaleza desde las cumbres del Chimborazo y el lllimani, ó se
hayan cruzado las impetuosas corrientes del Plata ó el Marañon, ó se haya espe-
rimentado el pavor de lo grandioso y desconocido al pié del Niágara ó del Tequen-
dama.
Es todo aquello tan colosal y tan imposible de ser concebido por quien no lo
ha visto y observado, que á mi entender nadie ha de conseguir, por otro medio,
darse cuenta de la fuerza con qué llega á grabarse en el espíritu, ni el poder de
inspiración que presta á las plumas mas mal cortadas.
A esto atribuyo el efecto y las alabanzas que el público y la crítica han dis-
pensado á muchas de mis descripciones, efecto que hoy me anima á trazar uno
de los cuadros mas característicos que conozco de la vida americana.
La caza del tigre que intento describir en sus mas minuciosos detalles, dará
á conocer al lector, no tan solamente las peripecias de la lucha contra el rey de
las fieras que pueblan las selvas del Nuevo-Mundo, sino que á la vez será pin-
tura fiel de aquella desventurada tierra paraguaya, á cuya libertad y organiza-
ción presté un dia el pobre contingente de mi inteligencia y de mi brazo, tras
las devastaciones de una guerra sin tregua y en la hora de todas las desgracias
que llevó en sí, la ocupación de ejércitos extranjeros, invasores y triunfantes.
Este relato retratará sin preocupaciones ni apasionamientos de ningún género,
las costumbres y tipos de una raza digna de mejor suerte, que ayer luchó heroica-
mente para sostener la tiranía y los planes de un dictador vulgar é inhumano y
que, hasta el presente, se ha agitado en estériles convulsiones por mano de algu-
nos ambiciosos sin fé, sin patriotismo y sin aptitudes ni fuerzas, para regenerar
á los paraguayos de sus desdichas.
Por dicha de éstos, parece que en el horizonte político de aquella nación pre-
séntanse indicios de mejores tiempos. Por fortuna puede presumirse que va á ini-
TOMO I, 65
518
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ciarse una era de regeneración, tras las pasadas épocas de abyección, de cataclis-
mos y de anarquía.
II
El dia 20 de marzo del año 1870 fué el designado para que el Presidente , va-
por de la marina imperial brasilera, zarpase del puerto de Montevideo conduciendo
á la capital del Paraguay el doctor don Adolfo Rodríguez, Enviado Plenipotencia-
rio de la República Oriental, para tratar, en la Asunción, con el general don Ju-
lio de Yedia y con el consejero Silva Paranlios, que respectivamente tenian los
poderes de la República Argentina, y del emperador del Brasil.
Aprovechando aquella coincidencia y valiéndome de mis influencias con las
autoridades, pude servirme del mismo buque que liabia de conducir al Ministro
uruguayo, y á las seis de la tarde de aquel dia, hallábame instalado á bordo del
espresado vapor y departiendo amigablemente en cubierta con el comandante á
cuyas órdenes iba á marchar.
El doctor Rodríguez no hizo esperarse mucho.
Llegó acompañado de su secretario señor Flangini y de las autoridades orien-
tales y brasileras que fueron á despedirle. Después de las ceremonias y frases de
costumbre, retiróse la comitiva y el Presidente zarpó á las seis y cuarto.
Poco á poco fuimos alejándonos del puerto; desaparecieron sucesivamente de
nuestros ojos los edificios de Montevideo y hasta la mole del Cerro, acabó de ha-
cerse invisible con los últimos resplandores del dia.
Al cerrar la noche, el Presidente navegaba en pleno rio de la Plata, surcando
las ondas de aquel rio-mar cuya pintoresca navegación me liabia encantado tan-
tas veces.
Paulatinamente fué asomando la rojiza luna por entre los nubarrones que
ocultaban el horizonte; sus reflejos daban á las aguas un tinte particular que dis-
ponía el ánimo á siniestras meditaciones, y cuando la imaginación principiaba á
lanzarse por las caprichosas sinuosidades de la fantasía, ante un mar teñido por
una luz de fuego y alumbrado por un astro de sangre, volvióme á la realidad un
negro colosal que puesto á mi lado, como por arte de encantamiento, díjome lacó-
nicamente:
— O janlar acha-se na mesa.
Me levanté y bajé al comedor.
AMERICANOS Y LUSITANOS
519
Allí, en compañía del doctor Rodríguez, de su secretario y del comandante,
saboreé una de esas abundantes comidas con qué los brasileros saben obsequiar á
á sus convidados.
Vuelto á cubierta tras la comida, contemplé con mis compañeros de viaje el
espléndido espectáculo del grandioso Plata, radiante de luz bajo los vivísimos ra-
yos del astro de la noche, que en aquellos momentos hallábase en la plenitud de
su brillantez y habia trasformado en pulidísima plata los sanguinolentos colores
de sus destellos de pocos momentos antes.
No tardamos en dejar atrás las luces del ponton de la Pamela, puesto allí para
avisar al navegante los peligros del banco en que se perdió, pocos años antes, el
vapor Falco.
Impresionados por el espléndido panorama del rey de los rios, nos despedimos
los tres pasajeros del Presidente , para tomar posesión de nuestros respectivos cama-
rotes.
Instalóme en el mió cómodamente, merced á sus excelentes condiciones y ar-
rullado por las acompasadas vueltas del hélice, dejeme paulatinamente aprisionar
en las redes de Morfeo.
El dia siguiente llegamos muy temprano á la isla de Martin-García, testimo-
nio perenne de la injusticia internacional que tolera en poder de los argentinos
aquel pedazo de tierra uruguaya, tan visiblemente adherida á la Banda Oriental,
que por sobre el brazo que le sirve de lazo de unión á la misma, pueden navegar
apénas insignificantes embarcaciones de poquísimo calado.
Pero Martin-García, es un excelente punto estratégico colocado en el fondo
del Plata, en la confluencia de los rios Uruguay y Paraná, y esta causa sola, es
la que ha movido á la República Argentina, á detentar aquel fragmento de pá-
tria oriental.
Apénas la hubimos dejado por la popa del Presidente, penetramos en el Pa-
raná, una de las mas importantes arterias del continente sud- americano. En un
principio sus orillas son monótonas. Apénas se diferencian las llanuras inmensas
de la provincia de Entre-Rios, que se extendian por el lado de estribor y las de la
provincia de Buenos-Aires, que se dilataban por la parte de babor.
Después de navegar algunas millas por entre ambos territorios, el rio fué va-
riando paulatinamente de aspecto. Antes de medio dia, mis ojos se extasiaban en
la magnificencia de una vegetación admirable, surgida de las mismas ondas del
rio que serpenteaba caprichosamente entre infinidad de islas, algunas de ellas de
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
muy considerable extensión. En muchos puntos las inmensas planicies de la Con-
federación Argentina desaparecían de mi vista, ocultas tras el follaje exuberante
de aquellas arboledas, plantadas pintorescamente, á quisa de innumerables oasis
en las ondas del Paraná.
Cuando estas deliciosas islas fueron haciéndose menos numerosas y á propor-
ción qne iban escaseando, presentáronse á la vista de los pasajeros del Presidente,
y por el lado de Eutre-Rios, unas sabanas dilatadísimas que se confundían con el
horizonte, cubiertas en toda su inmensidad de una especie de esparto á que dan
los naturales el nombre de paja totora, el cual movido por el viento, como las olas
de un mar de tintas verdosas y jaldes, producían á mi vista un efecto difícil de
describir por sus contrastes y caprichosa movilidad.
En aquella altura del rio nótase, algo más que en las partes mas inferiores, la-
rapidez de la corriente; y desde aquel punto empezaron á llamar nuestra atención
las islas movientes ó camaloles que, en algunos pasos, hacen difícil y hasta peli-
grosa la navegación.
Nada mas sorprendente, que ver venir por la proa del vapor un gran pedazo
de terreno arrancado por la corriente á las orillas, y en él erguirse soberbios, cor-
pulentos árboles, infinidad de robustas plantas y entre ellas, no pocas veces, ani-
males de diversas clases, y en especial ovejas y terneros. Se han visto camaloles
arrastrando vacas y caballos; y en las épocas de grandes crecidas del Paraná, se
han deslizado sobre sus aguas pedazos de tierra, arrastrando cocodrilos y hasta
tigres .
Durante aquella tarde pasó el Presidente por delante de las insignificantes po-
blaciones de Paradero y San Pedro, y por la noche el Ministro Oriental y yo, nos
entregamos al juego de ecarte hasta la hora de apagar fuegos á bordo, en qué nos
retiramos á nuestros camarotes.
El dia siguiente, ¡22 de marzo, todos nos dispusimos desde las primeras horas
de la mañana á escribir á nuestras familias, aprovechando la proximidad del Ro-
sario de Santa Fé, á cuyo puerto debíamos llegar antes del almuerzo. En efecto,
escritas nuestras cartas, nos instalamos todos á cubierta, ansiando divisar cuanto
antes la ciudad argentina.
Poco á poco, fuimos descubriendo la magnífica dilatación del Paraná, verda-
dera laguna extensísima y pintoresca, sobre cuya orilla occidental se alza la se-
gunda población de la República Argentina. Aquel vasto seno recibe el nombre
de Laguna del Rosario y la ciudad ofrece un puerto mas cómodo y seguro que el
AMERICANOS Y LUSITANOS
521
de Buenos-Aires. A las ocho y media ancló en él el Presidente y poco después fui
á tierra con el joven señor Flangini, secretario del doctor Rodriguez.
Nuestro desembarco por poco nos costó la vida.
En aquellos dias, los partidarios de un caudillo del país llamado Mariano Ca-
bal, tenían trastornada la provincia de Santa Fé; y como puede presumirse, el
Rosario era presa de las fechorías de los alborotadores. Apénas á tierra, subimos
las primeras pendientes de la ribera y no tardaron en llamarnos la atención la
falta de transeúntes por las calles y la circunstancia de que estuvieran cerradas
casi todas, ó cuando más entornadas, las puertas de las tiendas y establecimien-
tos. Penetramos por una de estas últimas, que era la de una especie de café y
allí nos enteramos del estado de la población; pedimos y tomamos no recuerdo
que bebida, pagamos y emprendimos el regreso á bordo. En nuestro camino oímos
detrás de nosotros dos ó tres detonaciones de arma de fuego y al volver la cara,
para saber de donde partían, distinguimos, á menos de dos cuadras, un grupo de
hombres con poncho y chiripá, disponiéndose á hacer fuego sobre nosotros. Casi
al mismo tiempo sonó una descarga y las balas fueron á aplastarse en la pared jun-
to á la cual yo me encontraba. Un pedazo que se desprendió de ésta, vino á dar
con tal fuerza en mi rodilla, que por poco el dolor que me produjo la contusión,
liízome caer al suelo. Mi compañero debió tal vez la vida á que, por hallarse mas
cerca que yo de la esquina de la calle en que nos encontrábamos, la había ya do-
blado cuando sonó la descarga. Ambos activamos la marcha cuanto nos fué posi-
ble, y á pesar del agudísimo dolor de mi rodilla, que me impedia andar con toda
la diligencia que estaba en mi deseo, no tardamos muchos minutos en encontrar-
nos en el bote del Presidente , el cual nos trasportó rápidamente á bordo del
vapor.
Una vez allí, el comandante colocó unos paños de árnica en mi contusión.
Mientras el doctor Rodriguez recibía las visitas de las autoridades del Rosa-
rio y oia las noticias que le daban de los detalles del motín, llegó, y ancló á so-
tavento del Presidente , el vapor de guerra Pavón, que el gobierno federal argen-
tino enviaba al Rosario, para reprimir los disturbios.
Después de medio dia levamos anclas, y siguiendo nuestro itinerario fuimos
remontando las aguas de Paraná. Por la tarde pasamos frente al convento de San
Lorenzo, y por la noche, volvimos el Ministro Oriental y yo, á matar eltédio con
unas partidas de ecarte antes de entregarnos al sueño.
Al gunas horas hacia que nos hallábamos dominados por él, cuando nos desper-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
taraos en el mayor sobresalto, sacudidos fuertemente por una causa que al pronto
no nos pudimos explicar.
En ropas menores salimos la mayor parte á cubierta, y entre ellos, yo, á pe-
sar de que la sacudida me lanzó de la litera con mas dolor que contentamiento,
y sin embargo de que la contusión que el dia antes recibí en el Rosario, me dolia
mas de lo que yo deseara y de lo que me convenia en aquellos momentos.
El Presidente acababa de varar sobre un bajo de arena y se balanceaba con
gran parte de su casco en seco, blandamente mecido por las aguas de Paraná que
se deslizaban mansamente por sus costados.
La situación era bastante comprometida.
No habia despuntado completamente el dia. Aun se hallaba la naturaleza cu-
bierta por las últimas sombras de la noche, luchando con los primeros ravos del
sol. Aquella luz vaga, indecisa, triste, hasta cierto punto siniestra, acababa de
revestir la escena con caractéres de mas peligro del que realmente corríamos; y
comprendiendo que mi presencia de nada servia en aquellos momentos, en que lo
mas necesario eran maniobras y conocimientos marinos, y echando de ver que los
golpes que habia recibido poco antes y la contusión de mi rodilla, mas pedian
quietud que movimiento, volví á retirarme ú mi camarote, deseoso de conciliar
nuevamente el sueño en él y dejar á los hombres de mar, la tarea de sacar al Pre-
sidente de su atolladero.
Por fortuna no tardé en dormirme de nuevo, y cuando me desperté á la hora
de los demás dias, las acompasadas convulsiones del hélice me advirtieron que el
buque habia salido de su varadura y que continuaba tranquilamente la marcha,
como si nada hubiese acontecido.
Aquel dia se acabó la carne á bordo y con el fin de hacer provisión de ella,
por la tarde fondeamos junto á una elevada barranca, sobre la cual divisábanse al-
gunos miserables ranchos. Echáronse botes al agua y en ellos fuimos el doctor
Rodríguez, su secretario y yo, junto con el mayordomo del Presidente y los hom-
bres encargados de trasportar las reses.
Apénas en tierra, el calor era tan sofocante que no nos vimos con ánimo de
subir la barranca, por encima de la cual asomaron, montados en sus inseparables
caballos, algunos gauchos que se pusieron al habla con el mayordomo. De abajo
arriba cerraron sus tratos, y dejando en aquel lugar á los hombres de la tripula-
ción, regresé á bordo medio achicharrado por el sol que caía pesadamente sobre
nosotros en aquella costa de Entre-Rios.
AMERICANOS Y LUSITANOS
523
Instalados bajo el toldo del vapor, presenciamos, mis compañeros de viaje y
yo, las peripecias de enlazar y embarcar las reses y sobre todo las de subirlas á
bordo, suspendidas de una cabria por las guampas. (1)
Terminadas las maniobras de aquel embarque de provisiones, zarpó nueva-
mente el Presidente y poco después franqueamos la línea divisoria de Entre-Rios
y Corrientes. En aquellas aguas tuvo lugar la batalla sangrienta de Riachuelo en
que se derramó tanta sangre de paraguayos y aliados, en la campaña de éstos
contra el dictador López. Allí apareció á mi vista la isla llamada de Garibaldi,
en conmemoración de los actos heroicos del gran patriota italiano, al luchar en
aquellos mismos sitios que yo contemplaba, por la libertad de los pueblos sud-
americanos.
Alejados ya de aquellos lugares, y poco antes de que anocheciera, pasamos
por frente de la Esquina, insignificante pueblo correntino, que pronto hicieron
desaparecer de nuestra vista las sinuosidades del Paraná.
El dia siguiente fue el último de la navegación por aquel rio. La latitud en
que amanecimos, iba haciéndose cada vez mas sensible en los grados de calor que
molestaban con creciente temperatura. No nos aliviaba ni aun el recurso de ali-
gerarnos de ropa; todas nos parecian insoportables y al pasar por delante de la
ciudad de Corrientes, nadie pensó en fondear y llegar á tierra, deseosos de adelan-
tar en cuanto fuera posible el viaje y aguijoneados también por la curiosidad de
penetrar en las aguas de aquel rio Paraguay, del cual tantas maravillas habíamos
leido y escuchado, y que durante tanto tiempo, habia permanecido aislado y mis-
terioso, como la verdadera China del Nuevo-Mundo.
A poco de haber dejado Corrientes por la banda de estribor, presentóse en la
misma dirección del botalón de proa la isla del Cerrito, punto en el cual íbamos
á dejar las aguas del Paraná, que seguía dilatándose á nuestra derecha para fran-
quear aquel paso en que nos metíamos de lleno en plena jurisdicción paraguaya.
Confieso que al deslizarse el Presidente entre la isla del Cerrito y las orillas
guaranís de la derecha, sentí cierta emoción que me seria difícil explicar, hija
tal vez de la idea algo pintoresca y misteriosa que tenia formada de la República
de los célebres Francia y López, ó quizás efecto de los presentimientos secretos
de cuantos embates, triunfos y decepciones me esperaban, en aquel extraordinario
país, tan rico y tan desventurado.
A las pocas millas de navegar el viajero por el Paraguay, puede ya conven-
(1) Nombre que dan á los cuernos del ganado vacuno, los naturales del país.
524
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cerse de la verdad de cuanto se lia dicho acerca de la pintoresca y grandiosa na-
turaleza que le rodea.
Por su cauce, es aquel rio bastante menos considerable que el Paraná, en el
cual desagua; pero el lujo de vegetación que embellece las vírgenes comarcas del
Chaco, por un lado, y por otro, los pintorescos puntos de vista que caracterizan
el país guaraní, hacen del rio Paraguay una de las vias de navegación mas ori-
ginales, admirables é imponentes del continente americano.
Casi todo aquel dia permanecimos los pasajeros del Presidente clavados en cu-
bierta, admirando el panorama deslumbrador de aquella naturaleza completa-
mente nueva á nuestros ojos. No fueron bastantes á arrancarnos de nuestra con-
templación, ni la abrasadora atmósfera que quemaba nuestra epidermis y hacia
dificultosa nuestra respiración, ni las nubes de mosquitos que nos rodeaban, que
cubren en miñadas de miríadas las orillas de aquel rio, y que se complacian, con
verdadero ensañamiento, en atormentar nuestros rostros y nuestras manos.
La tarde redobló el martirio; y la invasión de aquellos insectos llegó á ser tan
formidable al anochecer, que á todos nos hizo refugiar en nuestros camarotes,
obligándonos á cerrarnos herméticamente en ellos, á pesar del calor sofocante que
nos ahogaba.
Entre el martirio de ser asaetados ó el de la asfixia, nos decidimos por el úl-
timo.
El dia siguiente 25 de marzo, fondeamos en Humaitá poco antes de la ma-
drugada. Era la hora en que se podía respirar libremente y disfrutar de una at-
mósfera tolerable. Nos levantamos el doctor Rodríguez, su secretario y yo, y nos
instalamos lo mas cómodamente posible á cubierta, sintiendo que la oscuridad
nos impidiera gozar las maravillas de aquellos lugares.
Mientras el comandante del Presidente fue á tierra á presentarse al coman-
dante militar de aquella célebre fortaleza y á recibir órdenes é instrucciones para
el general en jefe de las tropas brasileras, que se encontraba en la Asunción, nos-
otros tratábamos de darnos cuenta de aquellos sitios, tan célebres en la historia de
la América contemporánea.
La confusa penumbra del crepúsculo nos impedia vislumbrar con exactitud
los objetos. Alzabánse á nuestros ojos masas informes por un lado, que no eran
sino la espesura de las selvas del Chaco. Por otro divisábamos alguna que otra
mole de líneas mas definidas, pero también confusas, y que comprendimos ser los
restos de aquellas imponentes fortalezas, con (pie el dictador paraguayo logró de-
AMERICANOS Y LUSITANOS
525
tener por tanto tiempo los buques y los ejércitos combinados del Brasil, la Repú-
blica Argentina y el Uruguay.
Percibíamos de vez en cuando rumores y algazara como de campamento, otras
veces llegaba á nuestros oidos el eco de algún clarin y relincho de caballos; pero
la mayor parte del tiempo, reinaba una quietud apénas interrumpida por el cho-
que del follaje sacudido por el viento, ó por el dulce murmurio de las aguas que
se deslizaban tranquilamente por los costados del vapor.
Esta quietud fué interrumpida de un modo mas persistente por el acompasado
choque de unos remos en la corriente. El ruido fué aproximándose, y á poco cesó
en el mismo flanco del buque, porque el escaler (1) del Presidente acababa de
conducir á bordo al comandante. Una vez éste en la cubierta, diéronse las órde-
nes para zarpar de nuevo y algunos momentos después seguimos nuestro viaje.
El calor no dejó de hacerse sentir bien pronto, á medida que el dia avanzaba.
A las diez de la mañana, pasamos por delante de Villafranca y á pesar de los ar-
dores del sol, no quisimos abandonar la cubierta, deseosos de deleitarnos con la
hermosura de aquel panorama.
Multitud de pájaros revoloteaban por las orillas del Paraguay y algunos de
pintado plumaje llegaban á ponerse en los topes del vapor y en sus járcias. En
las orillas veíamos asomar de vez en cuando las repugnantes cabezas de los ya-
careys ó cocodrilos del país, bastante menores que los de Africa, pero no menos
temibles por su ferocidad y por su fuerza.
Cerca de uno que otro rancho, veíamos algunos paraguayos que se asomaban
á contemplar la marcha del buque que nos conducia; pero nos llamó la atención
la coincidencia de que en ninguno de aquellos grupos de habitantes del Para-
guay, vimos mas que mujeres y muchachos. No pudimos descubrir ni tan siquiera
un hombre. Las paraguayas se nos presentaban en camisa y enaguas y los mu-
chachos en cueros ó á lo mas, en camisa, con lo cual no formamos gran concepto
de las comodidades de aquellas gentes.
Todo el dia nos lo pasamos contemplando los incidentes de aquella pintoresca
tierra, y por la noche fondeamos en uno de los sitios mas peligrosos en la nave-
gación de aquel hermoso rio. Echamos anclas en el punto denominado Angostura
y cuyo nombre espresa sobradamente la causa de habérsele bautizado con él.
Allí pasamos la noche esperando ávidamente la venida de aquel dia, que de-
hia ser el término de nuestro viaje.
(1) Nombre que dan los marinos brasileros a los botes de los buques de mayor porte.
tomo i. 66
526
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Amaneció el 26 de marzo y con los primeros reflejos del sol reanudó el Presi-
dente su camino.
Aquella misma madrugada divisamos á lo lejos las Lomas Valentinas, teatro
de una sangrienta batalla ganada por la Triple Alianza á los soldados de López y en
el cual algún tiempo después había de entregarme yo á las peripecias de la caza
que es objeto de este artículo. Apénas habíamos examinado los estensos bañados
y los respetables reductos que sirvieron de defensa á los paraguayos, se presen-
taron á nuestra vista los edificios déla V illeta, cuya población dejamos muy pronto
por la popa.
Rio arriba, y como cerrando bruscamente el paso al Presidente, alzóse ante
nuestros asombrados ojos la mole cónica del Lambaré. Creimos los pasajeros, que
el Paraguay salía maravillosamente cá la tierra, cabe la base de aquel frondoso
promontorio; parecíanos que el vapor iba á estrellarse en las faldas de la monta-
ña, cuando de improviso abrióse por babor la escondida corriente del rio, que
hasta aquel instante había permanecido oculta por el violento recodo de su cauce.
Viró entonces el buque por barlovento con una rapidez vertiginosa, rozando con
el formidable dorso de algunos y acarey s sorprendidos en su travesía por aquellas
aguas.
Desde aquel momento puede decirse que había concluido mi viaje. Pocos mo-
mentos después pasó el buque frente al mangrullo (1), y algunos minutos mas tar-
de fondeó en la capital de la república del Paraguay. A las siete de la mañana ancló
el Presidente, y trascurrida una hora hallábame instalado en la casa de un amigo
mió que vivía en la calle del Atajo, de aquella buena ciudad de la Asunción.
III
La Asunción del Paraguay es una de las mas antiguas ciudades de la Amé-
rica, y la primera que consiguieron fundar los españoles en los países del Rio de
la Plata.
El primer europeo que llegó al sitio en que está edificada, fué don Juan de
Ayola en 1536, procedente de las colonias que infructuosamente pretendieron es-
tablecer don Juan Diaz de Solis y don Pedro Mendoza, en las márgenes de aque-
llos dilatados ríos sud-americanos. Muerto Ayola, se enseñoreó de la Asunción por
(1) Llámase en el Paraguay mangrullo á ciertos puestos elevadísimos, construidos sobre puntales, vigas y
cañas tacuaras, en donde se colocan atalayas para descubrir desde lejos al enemigo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
527
el Rey ele España, un bravo capitán llamado don Domingo Irala, el cual por sus
dotes particulares, fué elegido por todos los colonos de aquella comarca. Bajo su
mando, el campamento de la Asunción no tardó en adquirir las apariencias de una
verdadera ciudad, consiguiendo durante cuatro años el mayor desarrollo, hasta la
llegada á ella del Adelantado don Alvaro Nuñez Cabeza de Yaca, cuyo arribo tuvo
lugar el dia 11 de octubre de 1542.
La rigidez de aquel personaje ocasionó una revolución, cuyos principales cau-
dillos, el abogado Venegas y el militar Cabrera, embarcaron al Adelantado por la
fuerza, enviándolo á España, hecho que dió origen á la segunda elección de Irala.
Muerto éste á los setenta y dos años de edad en 1557, designó, para que le suce-
diera, su yerno don Gonzalo de Mendoza; pero fallecido éste al año siguiente de
1558, estallaron sérios disturbios en la Asunción y contendieron el mando Ver-
gara, Cáceres y don Juan Ortiz de Zarate nombrado por el Visorrey del Perú y
confirmado por la córte de España.
Gobernó Zárate con general descontento de todas las clases, y cuando mas in-
minente era la esplosion de disgusto de aquellos habitantes, vino á morir en 1575,
designando por sucesor al que se casase con una hija suya de veinte años que re-
sidía en el Perú, y que sobre ser de peregrina hermosura, heredaba las cuantiosas
riquezas del Adelantado.
Fué el preferido de la opulenta heredera don Juan Torres de Vera y Aragón,
juez de Charrias, el cual, apénas posesionado del mando, delegó el gobierno en
el capitán don Juan de Garay, dirigiéndose á España á recabar del Rey la con-
firmación de su título de Adelantado. Durante su ausencia el animoso Garay hizo
felices espediciones contra los indios, pero en una de ellas perdió la vida, y la con-
iusion y el desorden se entronizaron en los asuntos del gobierno de aquellas co-
marcas.
Vuelto el Adelantado Vera, dedicóse con ahinco á restablecer el orden, á con-
solidar la administración pública y dar seguridad á los españoles contra los in-
dios; pero abrumado por tan pesada carga determinó resignar el gobierno, partiendo
en 1591 para España.
Abandonados á sí propios, los colonos del Paraguay recurrieron nuevamente
á la elección y escogieron para que les gobernase á Hernando Arias de Saavedra,
hijo de un capitán de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca y nacido en la Asunción.
Fué el primer americano que llegó á ocupar un puesto importante y su elección
fué aprobada por la corona. Su gobierno abraza de 1591 á 1620 y en él termina
528
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
la série de los conquistadores, pudiendo decirse que hasta esta época la autoridad
de España no empezó á ejercerse en aquellas regiones de una manera pacífica y
regular. Señalóse su gobierno con la fundación de las célebres Misiones de jesuitas
del Paraguay, que tan poderoso influjo ejercieron en la suerte de la Colonia.
A la muerte de Hernando Arias de Saavedra, uno de los mejores gobernantes,
sino el mejor, que lia gozado la América en la época del coloniaje, el gobierno
de España siguió lo que en vida le propuso aquel Adelantado, es decir; tuvo lu-
gar la división del territorio de la Plata en dos provincias, quedando á cargo de
dos gobernadores, uno de los cuales residió en la Asunción, y el otro en Buenos
Aires, que por su posición á la entrada del anchuroso rio, iba adquiriendo cada
dia mayor importancia.
La historia del Paraguay desde aquella innovación en las jurisdicciones de
los gobernadores del Plata, ofrece en general incidentes de escasa importancia,
para ser consignados en una simple ojeada histórica sobre aquel país. Lo mas no-
table que debe consignarse fué la desaparición y el fiasco dado por las Misiones
jesuíticas, tras los dilatados años del poder omnímodo que ejerció allí la Compañía
de Jesús.
Los gobernadores de la Asunción gobernaron tranquilamente el Paraguay,
basta la época de la revolución que produjo la independencia americana. Con mo-
tivo de las convulsiones y luchas de aquellos años y por efecto de los movimien-
tos militares de los patriotas contra las tropas de la península, el general Belgrano
fué lanzado en 1811, á la cabeza de algunas fuerzas de Buenos- Aires, contra los
paraguayos, consiguiendo llegar basta la llanura de Paraguary. Esta espedicion
produjo dos tituladas batallas, cuya victoria se atribuyen los del Paraguay, pero
ambas tienen visos de derrotas, sobre todo la primera que tuvo lugar en Tacuarí,
puesto que no impidió la marcha de los soldados de Belgrano.
En el mismo año de estos sucesos, 1811, hubo en el Paraguay una revolución
de la cual salió el nombramiento de dos consejeros, para acompañar en sus fun-
ciones al nuevo gobernador español señor Velazco. Uno de estos consejeros fué el
célebre doctor don José C. Francia. Así las cosas, llegó el año de 1813 en que
Francia y Yedros fueron nombrados cónsules por el pueblo; murió á poco éste
último; hay quien dice que asesinado por el primero; Francia convocó entonces
un congreso y se hizo nombrar dictador por dos años. Después se hizo nombrar
con carácter vitalicio.
El dictador cerró el Paraguay á todas las naciones y ejerció el mas absoluto
AMERICANOS Y LUSITANOS
529
despotismo. Murió en 1840 y á su muerte convocóse un congreso que eligió cón-
sules á don Cárlos A. López y don Roque Alonso. Este fué arrojado brutalmente
de sus funciones por el primero, quien convocando en 1844 al congreso, se liizo
elegir presidente por diez años.
Siguió ejerciendo el poder dictatorial de Francia; durante su mando fué el terror
de los paraguayos, y falleció en setiembre de 1852, dejando el mando á su hijo el
general don Francisco Solano López, hasta tanto que se celebrara un congreso
que nombrara un presidente de la República.
F1 congreso se reunió el 16 de octubre siguiente, y nombró al general López,
el cual persiguió cruelmente á cuantos se opusieran á su elección. Ejerció la dic-
tadura mas brutalmente, si cabe, que el doctor Francia y don Cárlos A. López,
y arrastró á su patria á una encarnizada guerra contra el imperio del Brasil, la
República Argentina y la Oriental del Uruguay aliadas, las cuales, tras una
sangrienta y penosa campaña, acabaron con el despotismo y la vida de Fran-
cisco Solano López; y establecieron bajo su protectorado colectivo un triunvi-
rato compuesto de don Cárlos Loizaga, don Cirilo A. Rivarola y don Saturnino
Bedoya.
Ausentóse este último sin tomar participación efectiva en la gobernación y
reconstitución del Paraguay, quedando reducido el triunvirato á la gestión de los
duumviros Loizaga y Rivarola.
En el año de 1870 fué grande el descontento que la actitud del primero des-
pertó en el país, el cual le consideraba un hombre retrógrado en sus aficiones, é
instrumento del gobierno brasilero. Ello fué causa de que en setiembre estallara
aquel descontento en forma de verdadero golpe de fuerza popular. Esta revolu-
ción fué dirigida contra la Convención encargada de la nueva constitución de
la República y contra Loizaga; y por encima de aquella y de éste, se sobrepuso
el pueblo proclamando á Rivarola Gobernador Provisorio de la República.
Desde aquel entonces los motines y los crímenes políticos, han sido durante
mucho tiempo el estado normal del país, hasta que los sucesos promovidos por el
general don Bernardino Caballero, parecen destinados á asegurar la paz bajo el
mando de aquel caudillo.
Sus actos han sido sancionados por el congreso que se reunió en 1.* de abril
del corriente año de 1882, y ante él ha pedido el concurso de todos los paragua-
yos para regenerar, y salvar al país, mediante diez años de tranquilidad.
530
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
I'V
Apénas llegado al Paraguay, conocedor de su historia, deseoso de estudiar
sus costumbres, ávido de admirar su espléndida naturaleza, de analizar el carác-
ter de sus habitantes y de conocer sus recursos propios y las riquezas naturales
que encierra, díme á toda suerte de investigaciones, practiqué no pocas escur-
siones fuera de la capital, y frecuenté todas las clases de aquella población abi-
garrada, desde las familias de indios que llegan á la Asunción á comerciar con
sus arcos y flechas y pieles de animales, hasta la muchedumbre de mercaderes
de todos los pueblos del universo, que penetraron en aquel país detrás de los ejér-
citos de la Triple Alianza.
En una de mis excursiones, acompañado por un francés gran tirador de es-
pada, y cuyo nombre es para mí un recuerdo doloroso, sentí vivísimos deseos de
conocer uno de los detalles mas característicos de la vida americana en aquellos
climas.
Cerca de los primeros ranchos que rodean la población de Paraguary, experi-
menté una tarde la impresión de terror mas fuerte que recuerdo de todos mis
viajes.
Era durante la época de la guerra franco-prusiana. Los ecos de la jigantesca
lucha, que por aquellos tiempos tenia lugar en las comarcas del Rliin, llegaban al
corazón de la América bastante adulterados por los relatos de los periódicos y los
extractos del telégrafo, pero bastante elocuentes aun para conmover las fibras de
los corazones europeos.
Monsieur Mecklein, que así se llamaba el compañero á quien me he referido,
y que algunos años después fué horriblemente despedazado por los indios salva-
jes del Chaco, era natural de la Alsacia, y hasta creo de la misma ciudad de
Strasburg. Durante una de aquellas tardes incomparables que solo pueden dis-
frutarse en el Paraguay y entre los inmensos bosques de naranjos que embalsa-
man el ambiente á inmensas distancias, Mr. Mecklein me liabia acompañado á una
de mis favoritas excursiones por las picadas mas solitarias del monte y entre los
potreros mas pintorescos y desconocidos de aquellas selvas, en su gran parte
vírgenes de huella humana.
Mi compañero me hablaba, presa de la mayor agitación, comentando las de-
sastrosas noticias que acerca de los ejércitos franceses liabian llegado á Paraguary
AMERICANOS Y LUSITANOS
531
la tarde antes, por los pasajeros que hablan venido en el ferro-carril de la Asun-
ción.
Hacíale yo observaciones á todas sus conjeturas y por ser de las mismas opi-
niones políticas, nos engolfábamos en hipótesis y consecuencias sobre los resulta-
dos de la guerra, dando por supuesta la caida del imperio napoleónico, que las
las noticias vinieron á confirmar mas tarde.
Nuestros caballos marchaban tranquilamente al paso; salidos apénas de la
selva, veíamos delante de nosotros la población del Paraguary confundida por las
primeras sombras del crepúsculo; el horizonte, oscurecido detrás de nosotros por
tintes cenicientos, brillaba todavía enfrente nuestro, con los destellos rojizos del
ástro que habia ya desaparecido detrás de los montes vecinos; una atmósfera tibia
y plomiza nos rodeaba y en medio de la tranquilidad y silencio de la naturaleza,
al pasar de la claridad del dia á las tinieblas de la noche, por poco fuimos des-
montados mi compañero y yo; tales fueron los bruscos movimientos de nuestras
cabalgaduras.
El caballo de mi amigo lanzó un agudo relincho, levantóse de manos y dió
encabritado dos vueltas en redondo, tratando de emprender la carrera contra la
dirección que llevábamos. Mi caballo tuvo que reducirse á dos ó tres saltos de
carnero, pues por ser yo mas jinete que Mr. Mecklein, pude sujetarle mas pron-
to y mas fuertemente que aquél al suyo.
Espoleábamos entrambos á los corceles para obligarles á avanzar hácia Para-
guary, pero no era posible vencer su resistencia, ni evitar que volvieran grupas,
y emprendieran la fuga hácia la selva que poco antes habíamos abandonado.
En medio de la sorpresa que aquel accidente me producia, vinieron de pronto
á herir mis oidos dos palabras de mi compañero, que me dejaron helado.
— ¡El tigre! — exclamó Mecklein; y casi al mismo tiempo se apoderó de mí
una especie de terror tan grande, que á poco mas de sentirlo me hubiera imposi-
bilitado de dominar mi caballo.
Mirando á todas partes con los ojos de un hombre que por vez primera se halla
en lance tan comprometido, traté de descubrir la fiera cuya presencia acababa de
anunciarme mi compañero.
No supe distinguirla. Antes de que yo la viera vi á Macklein saltar de su ca-
balgadura, tirarla fuertemente de las riendas, y entregármelas diciendo:
— Tomad; cuidaos de los caballos y sobre todo evitad á toda costa que corran.
Nuestra salvación consiste en que no os mováis de este sitio.
532
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
1 diciendo esto se apoderó de mi carabina Spencer, que llevaba en el arzón y
con ella y con la suya, arrodillóse A unos seis pasos de donde yo me encontraba
con los caballos. Puso una de las carabinas en el suelo y amartillando la otra pre-
paróse á hacer fuego.
He dicho antes que Mecklein era un excelente maestro de esgrima y he de
agregar que era un notable tirador de pistola. Su fama como tal era indiscutible
y universalmente reconocida en el Paraguay.
Cuando él apuntaba, su tiro no erraba jamás el blanco. Esta fué nuestra sal-
vación en aquel trance, en que por vez primera de mi existencia me vi frente A
frente de un tigre, en el pleno goce de su libertad.
Mi angustia de aquellos momentos, puede comprenderla el lector sin que yo
esfuerce gran cosa las expresiones para ponderarla. En un principio, fuese la sor-
presa, ó la oscuridad, ó el cuidado que habia de poner en los caballos, ó el terror
que me dominaba, no distinguí A nuestro terrible enemigo. Pero siguiendo las mi-
radas de Mecklein, fijAndome en todos sus gestos, y escudriñando el lugar A don-
de apuntaba el cañón de su rifle, pude descubrir un tigre que A pequeños saltos
iba y venia de un extremo A otro de una línea como de diez A doce metros en
frente A nosotros y como A distancia de mas de dos cuadras ó sea de doscientos A
trescientos metros.
Mecklein permaneció impasible. Yo estaba suspenso de la menor de sus ac-
ciones y los caballos habían concluido por permanecer inmóviles, como si alguien
les hubiera hecho conocer que importaba A la salvación de todos, permanecer
quietos.
De pronto la fiera interrumpió sus idas y venidas. Detúvose haciendo frente
A donde nosotros nos hallAbamos; bajó la cabeza, disminuyó su tamaño recogién-
dose sobre sus patas y casi al mismo tiempo brilló el fulgor de un fogonazo, oyó-
se una detonación y el tigre pegó un salto como de dos varas de altura, cayendo
algunos pasos mas allA de donde antes estaba y revolcAndose por el suelo, mien-
tras lanzaba unos rugidos que inspiraban mas terror que su presencia misma.
Mecklein se levantó rápidamente, corrió hAcia la fiera herida y A unos seis
metros de ella disparó de nuevo su rifle: esta vez el soberbio animal, quedó ins-
tantáneamente inmóvil.
Yo me fui acercando A él; montó nuevamente en su caballo, y después de ha-
ber vencido la repugnancia de nuestros corceles en pasar cerca del cadáver de la
fiera, llegamos A Paraguary, en donde mi compañero dispuso lo necesario para
AMERICANOS Y LUSITANOS
533
que unos paraguayos fueran á buscar el tigre y lo cuerearan, para envenenar la
piel y conservarla como recuerdo de aquella tarde.
La impresión que me causó lo sucedido, no me liabria permitido dormir aquel
dia, si Mecklein no me hubiera narrado cuanto habia aprendido y oido sobre el
tigre, sus costumbres y su caza, durante el largo tiempo que habia permanecido
en el Paraguay.
Fueron tales sus palabras, que hicieron nacer en mí el deseo de asistir á una
caza del tigre y desde aquel momento me propuse cumplir mi propósito prome-
tiéndome organizar una partida de caza tan pronto como mis ocupaciones me lo
permitieran, después de mi regreso á la Asunción.
V
El tigre es universalmente considerado el animal mas fuerte y mas terrible á
la vez, de todos los enemigos del hombre.
Por mas que los diversos viajeros y naturalistas que se han ocupado de él
discrepan en algunos puntos referentes á las condiciones del mismo con referen-
cia al clima en que vive y respecto á su domesticidad, todos han estado con-
formes en cederle el primer lugar entre todas las fieras por su ferocidad y su
poder.
Prescindiendo ahora de algunas diversidades que ofrecen los individuos de
esta familia, puede decirse que el tigre iguala y aun aventaja al león en magni-
tud, aunque es mas delgado y esbelto. Tiene la cabeza mas redondeada, las pier-
nas proporcionalmente mas largas, el hocico corto, sus mandíbulas armadas de
dientes enormes y cortantes, que dan á su boca una fuerza prodigiosa; la lengua,
cubierta de espinas encorvadas hacia la garganta, le dan la facultad de arrancar
la piel con solo lamerla; las patas están armadas de poderosas uñas, sumamente
puntiagudas y cortantes, que ora salen desgarradoras cuando el animal se irrita
y hace presa, ora se encogen y ocultan entre los dedos cuando está en calma,
todo lo cual demuestra la elasticidad de sus ligamentos.
El pelaje del tigre es de un amarillo vivo en la espalda y parte superior, y
blanco en la inferior ó del vientre, con listas trasversales negras é irregulares en
todas partes, lo cual le distingue muy particularmente de todas las demás espe-
cies de gatos. Su cola es negra en el extremo y alternativamente anillada de este
color, sobre un fondo blanco en todo su trayecto.
TOMO I.
07
534
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Puede decirse, en suma, que el tigre es uno de los animales mas hermosos y
elegantes que se conocen.
Vive muy particularmente en Oriente. Hállase sobre todo en la India y en su
archipiélago, en los desiertos que separan la China de la Siberia Oriental, hasta
el espacio que media entre los rios Istisch é Ischira y hasta el Obi, aunque rara
vez se le halla mas acá del Indo, del Oxo y del mar Caspio. Aunque su tierra
clásica y peculiar parece como que sea el Asia, encuéntrasele también en Africa
y con bastante abundancia en la América.
Es el tigre mas temible que el león, porque para aproximarse á su presa em-
plea mucha mas astucia, mas audacia en atacarla, y tal valor en vencerla que
solo cede á la muerte.
El león anuncia su proximidad por medio de rugidos que amedrentan y para-
lizan á sus víctimas, al paso que el tigre se desliza sin ruido y las coge por sor-
presa. Aquel se retira cuando halla resistencia; éste lucha hasta morir. Tales son
las diferencias que caracterizan la cacareada generosidad del uno y la proverbial
crueldad del otro.
El valor del tigre no tiene límites, lo mismo que su fuerza y agilidad. Lucha
con todos los animales indistintamente y ataca al hombre con intrepidez; su car-
rera tiene la velocidad del rayo; se le ha visto salir de un bosque, apoderarse de
un caballo en medio de un batallón ó de un ejército y llevárselo á la espesura,
desapareciendo antes de que hubiera tiempo de perseguirle. Lo que mas habrá
contribuido sin duda á la fama de crueldad de que goza el tigre, es el valor indó-
mito con que desafía las armas del hombre, lo cual le hace, para nuestra especie,
el animal mas terrible y el azote de los países en que existe.
Cuando trata de sorprender á una presa tímida que pudiera escapársele por
medio de una carrera veloz, la cual el tigre no podria sostener por mucho tiem-
po, en tal caso se agacha y oculta entre los arbustos y bambús como suele hacer
el león. El sitio de su emboscada es comunmente junto á los pantanos ó los rios,
donde las gacelas, los antílopes, los venados y otros animales, acuden á apagar
su sed durante el calor del dia; y entonces, de un brinco prodigioso, se arroja so-
bre dichos animales, atérralos al primer choque, les quebranta el cráneo con su
poderosa garra y los lleva al bosque, aunque se trate de un caballo ó un búfalo,
corriendo con tanta ligereza como la del lobo que robó un débil corderillo. Satis-
fecha su hambre, no busca ya otra víctima, hasta que una nueva necesidad le
obliga á empezar de nuevo la caza. Siendo mas atrevido que el león, no espera la
AMERICANOS Y LUSITANOS
533
venida de la noche para ocultarse entre las sombras, con el fin de dedicarse á sus
ataques: lo mismo de dia, que entre la mas profunda oscuridad, persigue al hom-
bre v á los demás animales.
*/
Habita con preferencia en medio de los cañaverales que crecen á orillas de
los rios ó en los países cubiertos por bañados ó lagunas; y como nada muy bien,
acude á los islotes que hay en los primeros y desde ellos observa cuanto pasa en
la corriente; para alimentarse va muy frecuentemente á buscar los cadáveres de
hombres y animales que flotan sobre las aguas.
Cogido joven y criado con suavidad, se domestica muy fácilmente, conoce á su
dueño, le cobra apego y acaricia tanto como otros animales, á excepción del per-
ro. En cuanto á los demás hábitos del tigre, son exactamente los mismos que los
del león y demás variedades de gatos.
Afortunadamente para los habitantes de las comarcas en que existe, este ani-
mal multiplica poquísimo su especie. La hembra pare de tres á cinco hijuelos,
pero si no pone el mayor cuidado en esconderlos en un lugar seguro, nunca deja
el macho de devorarlos, destruyendo así su formidable posteridad. La madre los
ama con ternura y su furor llega al extremo cuando alguno se los arrebata. Se-
gún afirma Bufion, «desafía todos los peligros, sigue á los raptores cuando ha
perdido toda esperanza de recobrar sus tigritos y sus espantosos rugidos hacen
extremecer á cuantos de léjos los oyen.»
Traidos estos animales á Europa, mueren casi todos de tisis pulmonar. Hasta
hoy se les ha visto procrear rarísimas veces en estado de cautividad.
Son muchas las preocupaciones que se tienen y los errores que se propalan
sobre la naturaleza, costumbres y residencia del tigre. Buffon mismo ha dicho en
diversos pasajes que este animal es indomesticable y cada dia las colecciones zoo-
lógicas que recorren las principales ciudades, son testimonio de tal error.
Hay quien cree que el tigre no existe en América, y sin embargo su caza es
muy frecuente en aquella parte de nuestro planeta; los buques tras-atlánticos traen
incesantemente cueros de tigres cazados en las comarcas de Entre-Rios, Corrientes
y el Paraguay y yo mismo lo he visto y he asistido á su caza en este último país.
Que indudablemente el tigre de América no reúne iguales caractéres que el
del antiguo continente, esto soy el primero en afirmarlo. Ni su tamaño, ni su fe-
rocidad, ni la hermosura de la piel, son condiciones que puedan compararse á los
tigres de África y de la India, país clásico, este último, del tigre, en donde esta
fiera se presenta en la completa plenitud de sus condiciones especiales.
536
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Dice Buffon en su Historia Natural de los animales silvestres, que en Amé-
rica, en donde el clima es mas tolerable que en África, el tigre nada tiene de te-
mible mas que el nombre. «Huye comunmente de los hombres, y en vez de aco-
meter y hacer la guerra, se vale de la astucia para sorprender.» Y á continuación,
y á pesar de que en otro lugar de sus obras afirma que el tigre no puede domes-
ticarse, hablando del de América asegura que «se puede domar como los demás
animales y casi domesticar. »
No comprendo de donde Buffon puede haber sacado estas noticias, algunas de
ellas contradictorias entre sí y otras completamente opuestas á la verdad.
En primer lugar habla de lo tolerable del clima americano con relación á las cos-
tumbres del tigre, sin echar de ver que la América por su extensión de Norte á Sur,
mayor que todos los demás continentes, encierra todos los climas de la tierra, desde
los helados del Sur de Patagón ia y de los témpanos de la bahia de Hudson, hasta
los abrasadores del Ecuador y del Paraguay. En esta última región es en donde he
visto yo al animal de que me ocupo y puedo asegurar, sin peligro de equivocar-
me, que en ella no lo esperarla Buffon á pié firme y desarmado, confiando en su
seguridad de que en América huye el tiyre de los hombres en vez de acometer.
Que no siempre el tigre es acometedor, lo afirman algunos testimonios de ca-
zadores y viajeros y lo prueba que, hablando del tigre del Indostan, que es el
tipo mas acabado de los tigres, dice un autor que por su voz se pueden apreciar
sus condiciones hostiles: «Cuando amenaza, dice, da un grito corto y fuerte y,
por el contrario, cuando se acerca á alguno pacíficamente, produce una especie
de resoplido que se parece bastante al estornudo.»
Lo cierto es que la gran diversidad de individuos pertenecientes al género
felis (gatos) en el cual figura el tigre, contribuye á inducir en error acerca de
existencia de este animal en tales ó cuales regiones del globo; porque es innega-
ble, y en esto sigo la opinión de eminentes zoólogos, que el género felis es todavía
un laberinto en el cual se pierde uno, cuando pretende separar por medio de dis-
tinciones precisas una multitud de especies, distinguiendo unas de las otras.
La inmensa variedad de animales que figuran en las diversas tribus del géne-
ro de los gatos, justifica que unas veces se tomen unos por otros y que los que es-
tán poco avezados á estudios zoológicos, confundan gran cantidad de veces unos
gatos con otros y hagan aparecer los unos en países que jamás han habitado y
supriman á los otros de comarcas que son su residencia habitual.
Que esa variedad es inmensa y complicada, nos lo enseñan las mismas clasi-
AMERICANOS Y LUSITANOS
537
ficaciones hechas hasta ahora por la ciencia. Aparecen en la primera sección los
leones ó gatos con pelo raso y uniforme y entre los cuales hay que tener en cuen-
ta, como principales variedades, el león jalde del Senegal, el de color Isabela de
la Arabia, y el león amarillo parduzco que se encuentra en el Cabo. Además, en
el mismo grupo figuran animales que á primera vista ofrecen diferencias marca-
dísimas; tales son el chameau- tigre descrito por el capitán Smee, el puma ó león
de América, que no es otra cosa que el cnguar de Buffon y que ha de ser induda-
blemente el guazuara de Azara y el tigre rojo de los peruanos. Y aun, en este gru-
po de gatos, deben sumarse el felis leonado de la Guyana y (A jaguareté de Pisón.
La segunda tribu es la de los tigres, en que forma el tigre real de la Islas Ma-
layas, comprendiendo la variedad animan lessar de los naturales, ó sea el manjan-
gede de los javaneses. Sir Raffles menciona al tigre de Sumatra y acusa dos varie-
dades: el tigre real y el gato-tigre de Bengala ó rimobulu de los malayos. Como
variedad del tigre-gato de Bengala, señala aquel naturalista al tigre de la Rusia
Asiática que vaga por las s lepas en país del Iztysch y orillas del lago Baikal.
La tercera tribu hállase formada por los gatos paútennos y comprende las
cuatro agrupaciones siguientes: Primero, la pantera de Africa, felis parchís, con
sus variedades, que no son pocas; Segundo, pantera de Indias Orientales ó felis
clialijbeata; Tercero, el leopardo que existe en algunas regiones americanas y que
muchos han confundido con el tigre; Cuarto, pantera del Norte que es el felis or-
le is descrito por Müller y que algunos representan con el nombre de onza. Exis-
ten en América no pocos ejemplares de animales comprendidos en las anteriores
agrupaciones de esta tribu y en especial vagan por ella con abundancia los ja-
guares, que no son sino panteras á las cuales se conoce vulgarmente con el nom-
bre de tigres de América, felis uncid.
La tribu cuarta la forman los galos-oceloídos y figuran en ella el ocelote y
maracalla de los brasileros; el felis mareoura de Wied, que vaga por los grandes
bosques del Missouri en la América del Norte y en los de Parahiba en el imperio
del Brasil; el felis mitis de Cuvier, que abunda muy especialmente en el Para-
guay; el margal ó el baracalla que describe Azara entre los cuadrúpedos para-
guayos y que se encuentra además en el Brasil y la Guyana; el gato del Brasil
observado por Cuvier; el gato elegante de Lesson, en que se comprenden muchos
tipos descritos por Hamilton Smith, y finalmente el gato de Grilfith felis griffi-
tlii que es peculiar de México.
La quinta tribu esta constituida por los rimaus ó gatos malayos.
538
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
La sexta es la llamada de los guepars, ó tigres cazadores, que se distinguen de
todos los demás por su cabeza corta y muy redonda, por una especie de quedeja
en el pescuezo y por la circunstancia muy característica, de que sus uñas no son
retráctiles. Descuellan en esta tribu el fe lis ¡abala y el felis guttala de Screber,
el felis pardalis de Appiano y el guze de los persas.
La tribu séptima se compone de los gatos servales del Senegal y de la India.
La octava es la de los verdaderos gatos.
La novena y última es la tribu que comprende los linces y los lobos, anima-
les asaz conocidos y que no son pertinentes con el objeto de estas líneas.
Tales son las variedades que ofrece el género felis ó de los gatos, cuyos indi-
viduos tienen, en muclios casos, grandes analogías y que sin duda han sido causa
de la confusión y de los errores en que han caido los naturalistas y los viajeros,
para atribuir á tales ó cuales comarcas del mundo, animales que tal vez no han
existido jamás en ellas y para negar en las mismas la existencia de séres que las
infestan.
Así lia acontecido con el tigre, que por sus muchos puntos de semejanza con
otros gatos, se lia considerado erróneamente natural ó exótico de ciertos climas,
según los casos.
Por esto niegan unos la existencia del tigre en América; por esto otros la sos-
tienen; y por esto, tal vez, dicen unos pocos que el tigre americano no es te-
mible.
No es mi ánimo extenderme ahora en consideraciones y datos sobre lo que
haya de verdad acerca de unas y otras afirmaciones. Lo que sí aseguro es que tigre
ó no, el animal á cuya caza he asistido entre las selvas paraguayas, no es de aque-
llos que tendrían consideraciones á los naturalistas que niegan su ferocidad, si
alguna vez los hubiesen encontrado á solas en los sitios en que yo los he en-
contrado.
■V"I
Vuelto de mi escursion á Paraguary, en donde Mr. Mecklein dió muerte á un
tigre ante mis azorados ojos y después de oir de su boca las interesantes peripe-
cias á que da lugar una batida en forma contra aquella fiera, le manifesté mi
propósito de asistir á una de aquellas y le pedí instrucciones sobre el modo de or-
ganizaría, ya que él, por su próximo viaje al Chaco, no podia hacerlo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
539
Antes de su marcha y para satisfacer mis deseos púsame en relación con cier-
to italiano muy entendido en el asunto de que se trataba; y despidiéndose de mí,
partió para la otra orilla del Paraguay, en donde apesar de su valor á toda prue-
ba, pereció en un ataque de indios. En la refriega fué bárbaramente degollado
por los salvajes del Chaco, aquel hombre á quien habian respetado las mas terri-
bles fieras.
Después de la partida del desventurado Mecklein, me ocupé sériamente de lle-
var á cabo mi empeño; y siguiendo las instrucciones del cazador italiano á quien
me recomendó, traté de buscar gente para realizar una batida en regla.
Habia por aquel entonces en la Asunción una especie de barracón ó casa de
tablas en el sitio denominado la Ribera, sobre cuya puerta ostentábase un gran
letrero que decia en enormes y chillones caractéres AU ‘ Isola di Cabrera. Aque-
llo tenia tanto de restaurant y de café, como de figón y de taberna. Lo mismo se
servia allí un soberbio plato de riso fio ó tagliarini , ó se jugaba una partida de bi-
llar, ó se apuraban unas copas de cognac , ó se daban opíparas y delicadas comi-
das, que se tramaban motines y complots ó se hacían vibrar las navajas por cual-
quier palabra dicha en tono de insulto ó amenaza.
El dueño, sobre su negocio de café, bodegón y restaurant, era carnicero; y á
algunas leguas de la Villeta poseía en Pikysyry una dilatada hacienda en la cual
pacían sus ganados. Llamábase Salvador Cogliolo, era napolitano, habia figurado
en las agitaciones políticas de Roma durante los años de 1848 y 1849 y su herma-
no, que á la sazón vivia con él, habia sido uno de los que acompañaron á Gari-
baldi en la legendaria jornada de los mil. Ambos Cogliolo eran hombres de gran
corazón, valientes á toda prueba, y se hubieran hecho matar cien veces por mí,
como lo demostraron en repetidas ocasiones: apénas tuvieron conocimiento de mi
propósito de cazar el tigre, se apresuraron á ofrecérseme como dos de mis acom-
pañantes y pusieron á mi disposición la hacienda que antes he mencionado, por-
que se hallaba enclavada entre el rio y las cuchillas llamadas Lomas Valentinas,
sitios en que frecuentemente vagaban los animales que yo anhelaba batir.
Acepté la oferta de los Cogliolo; agregóse á la expedición un rico comerciante
de la ciudad, también italiano y llamado don Luis Patri, un suizo muy amigo
mió y de nombre Tiberio Pasini, unos dos ó tres italianos más entre ellos un ge-
novés, verdadero coloso, llamado Domenico Serviglieri, mi criado correntino Hila-
rio y sobre unos ocho ó diez gauchos de Entre-Rios y de Corrientes, acostumbra-
dos á cazar la fiera que íbamos á perseguir.
540
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
En pocos dias estuvo organizada la comitiva que debía acompañarme ;y des-
pués de los mas indispensables preparativos para la marcha, empecé á preocupar-
me de la forma en que la expedición tendria lugar y del carácter que liabia de
dar á la batida.
Aconsejábame el recomendado de Mecklein que partiéramos, como él decía, sin
'programa de la función y que nos dejáramos las peripecias y el éxito á la ventura
sin ocuparnos de la conducta que seguiríamos hasta estar sobre el terreno: pero yo,
que durante todos aquellos dias había recogido cuantas noticias me fueran posi-
bles de boca de los hombres avezados á la caza del tigre y que, además, conocía
por lectura los medios y sistemas empleados en otros países, para aprisionar ó ma-
tar á la fiera, hallábame indeciso sobre la conducta que había de seguir la expe-
dición.
El caso no era para menos, vista la variedad de procedimientos que se em-
plean en la caza del tigre.
Los cazadores de oficio, aquellos que viven de la venta de los cueros y que no
cuentan con mas recursos que su propia persona, ni mas armas que un puñal y
una carabina, ni mas compañía y ayuda que la serenidad y un valor á toda prue-
ba, esos cazadores emplean muchos dias en rastrear un tigre y, cuando han dado
con su rastro, lo acechan en escondrijos peligrosos, casi siempre cerca de los luga-
res á donde va á beber la fiera, á la cual envían una certera bala que le parte el
corazón y que por lo mismo no agujerea su hermosa piel mas que por un solo la-
do, que es una de las cosas á que atiende el cazador de oficio, casi con tanto ó mas
cuidado, como á salvar la propia vida.
En algunos países de Asia los naturales salen á cazar el tigre adelantándose
en carretas tiradas por bueyes. Apénas le distinguen dejan que se aproxime al
alcance de las carabinas y entonces las descargan casi á la vez, apuntando á la ca-
beza de la fiera á fin de que quede muerta en el acto, pues de no hacerlo así, se
arroja sobre la carreta y despreciando, por un instinto que no se explica, á los
animales que la arrastran, saltan sobre aquella y haciendo presa en algún caza-
dor, lo desgarra y tiene con los restantes una lucha horrible, en que el hombre
suele llevar la peor parte casi siempre.
Existen también los cazadores que emplean lazos y trampas, pero este proce-
dimiento, sobre ofrecer pocos lances, es el de menos resultados, pues no siempre
es fácil obligar al tigre á que acuda al lugar del engaño, sobre todo en países en
que aquel animal no se encuentre con mucha frecuencia.
AMERICANOS Y LUSITANOS
541
Mátase también el tigre de una manera que, á mi juicio, es indigna del hom-
bre. Me refiero al empleo del veneno.
Hay países en que, cuando se descubre la proximidad del tigre, se ata al pié
de un árbol ó en una estaca un carnero ó cualquiera otro animal por el estilo y
cerca de él, y de una manera bien visible, colócase una gran vasija con agua
saturada de arsénico. Llega la fiera, desgarra á su víctima y cuando se ha recrea-
do con su sangre va á mitigar la sed que aquella le ha despertado, apurando con
ansia el agua que ha. de producirle la muerte.
En las comarcas del Indostan, no solo en la península del Ganges, sino en la
Indo-China y en las islas de Sumatra y de la Sonda, países clásicos del tigre y
en donde se verifica su caza en mas alta escala y con toda la grandiosidad y apa-
rato que tan solemne lucha entre el hombre y aquel poderoso animal requieren,
organízanse verdaderas batidas compuestas de jinetes y de infantes que se per-
trechan de todas armas y se valen del ausilio de perros y hasta de elefantes.
Entre tantos sistemas, confieso que me hallaba perplejo en la elección del plan
que iba á poner en práctica con mis compañeros de expedición; pero aun en tal
perplejidad eliminé desde un principio los que implicaran la menor traición, como
el sistema de los lazos y trampas y el del veneno.
Entre los demás me seducia el último de los que he apuntado, pero á falta de
perros amaestrados y de elefantes, indiqué al recomendado de Mecklein que desea-
ba que la caza fuese una verdadera batida, un ojeo en forma, á pié ó á caballo,
según los sitios, y con todas las peripecias de una lucha cara á cara y con las
naturales contingencias de semejante empresa.
Consultados los correntinos y entre-rianos que habian de acompañarnos y que
ya eran conocedores de la clase de empresa que se intentaba, fué decidido que una
vez llegados á la posesión de Cogliolo se verificaría un verdadero ojeo; y que
una vez conocida la madriguera ó la querencia del tigre, se le atacaría por los ex-
pedicionarios en la forma que acostumbraban hacerlo cuando, yendo en comitiva,
daban con el animal.
Tomada esta determinación, en la que no tuvo poca parte Hilario, como ba-
queano (1) del país y bastante acostumbrado á habérselas con fieras de aquella
especie, fijóse el dia de la partida y el lugar en que debíamos reunirnos los expe-
dicionarios, para emprender la marcha, no sin haber expedido al sitio de la cace-
(1) Llámase así al que es práctico ó conocedor de los accidentes de un país y sirve de guia en el mismo,
tomo i, 68
542
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ría y con dos dias de anticipación un chasque (1) que averiguase sobre el terreno,
cuantos datos pudieran darle las gentes del país acerca de la existencia ó aparicio-
nes de algún tigre en aquellos lugares.
■VII
En una fresca madrugada de diciembre de 1870, época calurosísima en aque-
llas latitudes, salí de la Asunción, acompañado de toda la partida que habia lo-
grado organizar para dar cumplimiento á mis propósitos de caza.
La expedición se componía de diez y ocho personas, jinetes todos sobre exce-
lentes caballos, célebres muchos de estos ¡joi* sus condiciones de parejeros (2) y
todos notables por los excelentes resultados que reunían para la peligrosa y can-
sada batida en que íbamos á emplearlos.
Apénas salidos de la ciudad y salvados los eriales que la rodean por el lugar
en que termina la calle de Pilcomayo, penetramos en la senda que serpentea por
entre bosques de naranjos y arboledas dilatadísimas de algarrobos, algo diferen-
tes éstos de los de Europa, y cuyas vainas estrechas como las de las judías, son
comidas con grande estima por los guaranís, muchos de los cuales las machacan
para hacer la bebida llamada chicha, que no es desagradable y que embriaga cuan-
do se bebe con exceso.
El camino que llevábamos nos condujo hasta las faldas del pintoresco Lam-
baré por la parte opuesta al rio Paraguay, lado por el cual lo habia ya admirado
algunos meses antes, desde la cubierta del vapor Presidente . También esta segun-
da vez me llamó la atención su forma geométrica semejante á un cono perfecto,
en el cual parece que se hubiesen incrustado las copas de los mas frondosos árbo-
les, porque tal es su espesura, que mas bien parece la montaña un inmenso grupo
de grandiosos y tupidos matorrales, antes que promontorio cubierto de arbolado.
La hora era á propósito para toda clase de fantasías y la exuberancia de aque-
lla vegetación, la forma extraña del monte, el fuertísimo olor de los azahares que
embriagaba los sentidos, y las sombras caprichosas que en forma de torreones,
fantasmas y telas vaporosas rompían el horizonte en que el sol empezaba á im-
primir los rojizos tintes de la alborada, todo ello influía de tal suerte en la ima-
(1) Chasque se llama en el rio de la Plata al emisario, correo, ó propio que se envía con alguna carta ó co-
misión.
(2) Llámase ‘parejero en aquellos países al corcel corredor, acostumbrado á entrar en el juego de carreras.
El parejero suele no emplearse en mas trabajo en el de contender en ias apuestas de velocidad.
AMERICANOS Y LUSITANOS
543
ginacion del caminante, que en su cerebro se desvanecían los conceptos de la
realidad, para llenarlo de idealismos é imágenes á cuales mas extraordinarias.
Poco á poco los rayos solares fueron enseñoreándose del paisaje y una hora
después de nuestra salida de la ciudad, ya la atmósfera fué adquiriendo la ardien-
te pesadez de aquellos climas.
A las nueve de la mañana hicimos alto en un rancho de guaran ís, sitio que
diputamos á propósito para verificar nuestro almuerzo. De léjos miráronnos llegar
sus habitantes, pero los vimos desaparecer á medida que nos aproximábamos y
en el momento de apearnos de nuestras cabalgaduras, no habia frente á aquella
misera morada sino tres muchachos de unos cuatro á ocho años; dos de ellos va-
rones, una hembra y todos ellos completamente en cueros.
— ¿Mamó 'parejo? — (l) nos dijo el mayor de ellos; y cuando me disponía á
responderle, aparecieron en el umbral, dos mozas ataviadas á usanza del país.
Las preguntamos si podíamos llegarnos á preparar nuestro almuerzo, y enten-
diendo sin duda que les pedíamos comida, nos contestó la mayor de ellas, que no
representaba mas allá de veinte y cinco años, diciéndonos secamente:
— ¡Dipon! (2)
— ¿ Afielé ? (3) — replicó mi criado Hilario.
Y la misma muchacha, sonriéndose con aire burlón, le respondió:
— ¡ Enteramente !
Enteramente es una expresión española que los guaranís emplean de conti-
nuo, hasta cuando hablan en su lengua, para dar mayor fuerza afirmativa á lo
que dicen. Ocasiones ha habido en que, en frases de quince ó diez y seis palabras,
he contado cinco ó seis veces el adverbio enteramente.
Trabada ya conversación con aquellas gentes y enteradas de que no preten-
díamos que se nos diese almuerzo, sino que, antes al contrario, íbamos á prepa-
rar la comida que llevábamos, queriendo que nos acompañaran en ella, nos brin-
daron con su ayuda y hasta nos instaron á dejar nuestras cabalgaduras y á que
entráramos á descansar en el rancho.
Desmontamos todos, y mientras Hilario y los correntinos se ocuparon en pre-
parar la vituallas, yo penetré con Pasini, Patri y los hermanos Cogliolo en la ha-
bitación de las guaranís.
El rancho era espacioso. En uno de sus rincones habia un arca de madera, so-
(1) En lengua guaraní significa: ¿á dónde vas/
(2) En guaraní, ¡no hay !
(3) ¿Es verdad?
544
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
bre la cual hubieran podido sentarse cómodamente cuatro ó cinco personas. En
otro veíase uua mesa y esparramados por el resto del local estaban una silla muy
baja con asiento de cáñamo y cuatro ó cinco pedazos de troncos de árbol, á guisa
de escabeles ó taburetes redondos, en que poder sentarse.
En las cuatro paredes aparecían enclavadas argollas de hierro, de las cuales
pendian dos hamacas tejidas con cáñamo.
En el fondo del rancho y frente al de entrada, liabia un ancho portal que da-
ba acceso á una especie de corral ó cercado, techado en parte con hojas de bana-
nero, paja totora y ramaje seco, entrelazadas unas cosas con otras. Debajo del
cobertizo veíase un fogon ú hogar formado con grandes piedras, y no léjos de él
estaba un enorme mortero abierto en el tronco de un árbol y en el cual hallába-
se machacando maíz una anciana, que luego supe ser la madre de las dos para-
guayas que nos recibieron.
Acomodóse una de éstas en la hamaca, apénas mis compañeros y yo hubimos
penetrado en la choza ó rancho; y una vez tendida y en tanto que se balanceaba
pausadamente, púsose á torcer tabaco para ofrecernos cigarros.
Su hermana me brindó con la otra hamaca, para que me instalase en ella,
mientras se ocupaba en prepararnos algunas docenas de naranjas.
Eran los obsequios obligados del país.
Así como en el Rio de la Plata lo primero que se ofrece al viajero ó al visitan-
te es el apetitoso mate, en el Paraguay se les brinda, antes que todo, el tabaco de
amarillenta hoja ó la dulcísima y refrescante naranja.
El mate es allí lo secundario para el obsequio, por lo mismo que es lo mas co-
mún y que la yerba es el producto principal y característico del país.
Apénas nuestras paraguayas hubieron terminado sus preparativos, empezamos
á chupar gran número de naranjas y á aspirar el humo del fuertísimo tabaco del
Paraguay. El sabor de éste es tan distinto del de los demás climas, que ni por
su aroma, color, ni fuerza puede confundirse con ellos. Quien no lo haya probado,
es indudable que saldrá con la boca inflamada la primera vez que lo fume; pero
luego se acostumbrará fácilmente al sabor picante y algo dulce de aquella hoja.
Esta es torcida con flojedad y al hilarse la tripa dentro de la capa que da forma al
cigarro, queda elaborada con tanta blandura, que arde rápidamente y sin que se
apague casi nunca.
Después que mis amigos y yo dimos fin á las naranjas que nos ofrecieron las
dueñas del rancho, nos enteraron de su historia.
AMERICANOS Y LUSITANOS
545
Era exactamente igual á la de todas las mujeres paraguayas en aquella época.
Sabida la de una, sabíanse las de todas.
De aquellas dos hermanas, una no recuerdo como se llamaba; la otra tenia
por nombre Irene.
No conocían á su padre. No lo baldan visto jamás. Su madre tampoco habia
vuelto á saber de él, después que la dejó con las dos hijas para ir á servir en la
escolta del Supremo. (1) Su madre era aquella misma anciana que poco antes ha-
bia yo visto en el corral machacando maíz: habia criado y mantenido á ambas
mozas mientras fueron niñas, y luego vivió á cargo de ellas, desde que apénas
fueron mujeres, cada una de ellas tuvo su car ai. (2)
Es rara la joven que á los once y hasta á los diez años no tiene en el Para-
guay su marido, llamando así al car ai que las hace madres, sin que medien mas
lazos que los de los puestos por la naturaleza.
Irene y su hermana habían tenido los hijos que á nuestra llegada nos habian
dirigido la palabra en la puerta del rancho. Después estalló la guerra contra los
cambáis ; (3) el Supremo llamó á las armas á sus maridos como á todos los para-
guayos y siguieron la suerte de la inmensa mayoría: morir acribillados por las
balas de la Triple Alianza (4) en defensa del poder autócrata de López.
Desde entonces aquella familia vivia de maíz sembrado en las cercanías del
rancho, bebían frecuentemente chicha y el resto de su alimento se componía de
frutas y algunas miserables legumbres.
Descritas las costumbres y el tipo de los habitantes de aquel rancho, quedan
descritos los de todos cuantos vivían entonces diseminados por el territorio de la
República, desde las márgenes del rio Apa al Paso de la Pátria, de Norte á Sur,
y desde las aguas del Paraguay á las del Paraná, de Occidente á Oriente. Solo
en la Asunción, Villarricay alguna que otra población menos importante, podrían
hallarse algunas diferencias.
El tipo y traje de la paraguaya es casi siempre el mismo, espléndidamente
representados en aquellas mujeres halladas en nuestro camino.
Ambas eran altas, esbeltas, ricas en curvas, formas que mas parecían hechas á
cincel de artistas que por obra de la naturaleza. Tenían el rostro rigurosamente
(1) Los paraguayos designaban con este título á sus dictadores, desde el doctor Francia.
(2) «Hombre,» en lengua guaraní.
(3) Significa negros , nombre que por escarnio daban los paraguayos á los brasileros.
(4) De 1.200,000 habitantes que tenia el Paraguay antes de la guerra, quedaron apénas 30.000, casi todos
mujeres y niños. Los hombres puede decirse que fueron exterminados.
546
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
oval, ojos rasgados y expresivos, los de Irene azules como el cielo, los de su hermana
negros como un globo de azabache; nariz pequeño, recta y delgada; boca de lá-
bios muy rojos y dientes pequeños y blanquísimos; el color de la tez trigueño,
exactamente igual al de las sevillanas. El cabello de entrambas era abundante v
rubio como el oro, reunido en dos gruesas trenzas que, enlazándose sobre el cuello,
venian á formar un gracioso arco, luciendo sobre el fondo moreno que para ma-
yor realce le prestaba el cutis.
El busto de aquellas graciosas cabezas se erguia encerrado por los bordes del
airoso tipoy, camisa de escote rectangular, festonado en negro por un caprichoso
bordado de algodón ó de lana, de dos ó tres dedos de ancho. Este tipoy se apoya
por el pecho sobre el seno, cuya morbidez cubre y hace resaltar, y cae por la
parte opuesta hasta media espalda, cuyas redondeadas formas deja al descubierto.
Cíñese el tipoy con una blanquísima enagua que baja hasta el tobillo, dejando
á la vista los piés, siempre desnudos, siempre limpios y siempre diminutos como
los de una granadina.
Este traje que es el usual de las mujeres paraguayas, se completa muchas
veces con una sábana en la cual se embozan graciosamente, haciendo que su par-
te superior siga el escote del tipoy y deje libres á la vista aquella torneada gargan-
ta y aquella deliciosa espalda, que dan al busto de las guaranís todas las aparien-
cias de una estátua digna del cincel del mas inspirado artista.
Los adornos son casi siempre arracadas de oro puro; y es necesario que se ha-
lle la paraguaya en la mas extrema pobreza, para que no las lleve. Otras veces
cubren sus dedos con infinitas sortijas, también de oro, formadas todas ellas por
cuatro, seis y hasta diez aros unidos entre sí, por un lazo especial hecho á marti-
llo. También suelen usar unos collares de gruesas cuentas del citado metal, con
los cuales dan sendas vueltas á su hermosísima garganta y completan el tocado
con una peineta bastante alta, toda ella de oro puro, que se colocan con mucha
gracia y muy torcida, entre el arranque de las dos trenzas de su cabellera. Las
guaranís que así se atavían son mujeres que disfrutan algunas comodidades y se
las designa con el nombre de qüyguaberá , que vale tanto en su lengua, como decir
peineta de oro.
Ni Irene ni su hermana eran qüyguaherás, aun cuando por su belleza mere-
cían serlo; pero no dejaban de lucir los grandes pendientes que caen sobre el cue-
llo de todas las paraguayas.
Después que nos sirvieron cigarros y naranjas y mientras Hilario y los cor-
AMERICANOS Y LUSITANOS
547
rentinos preparaban el almuerzo y durante la conversación que nos enteró de la
historia y existencia de aquellas gentes, mis compañeros se habían instalado en la
silla y los escabeles de aquella morada; Patri se habia aproximado á mecer la ha-
maca en que estaba tendida la mayor de las paraguayas, y la mas joven, que te-
nia por nombre Irene, vino á acomodarse familiarmente á mi lado en la hamaca
en que yo me columpiaba.
Estos y otros actos mayores de confianza son tan comunes en el Paraguay á
la luz del dia y á la vista de todos, que no debe sorprender al lector hallarlos en
este relato.
Llegó la hora del almuerzo. Todos hicimos honor á las provisiones y tras el
descanso en que dejamos trascurrir las horas mas ardorosas del dia, volvimos á
ensillar nuestras caballerías, despedímonos de las gentes del rancho y dimos con-
tinuación á nuestra jornada.
Por entre caminos difíciles de describir, por la esplendidez de su panorama,
llegamos á la Yilleta.
Contemplé allí los horribles estragos hechos por la artillería de los aliados en
los edificios de la población, durante la pasada guerra; y convenciéndome una vez
más del crimen de ésta, por la desolación y miseria en que viven los ancia-
nos, las mujeres y los niños que en escaso número forman el núcleo de los habi-
tantes de la Villeta, salimos de ésta dejando el rio á nuestra derecha é internán-
donos por entre frondosos bosques de aromosos naranjos, apiñados algarrobos y
jigantescos é imponentes oinbús talares, cedros y lapachos.
Sorprendiéronme de vez en cuando verdaderos monstruos de vejetacion; que
de tales deben ser calificados el uruadeiirai, el y runde i ' , el timbé, el popamundo
y otros, cuyas últimas ramas piérdense en las nubes, cabe cuyo follaje parecióme
que podian cobijarse compañías enteras de soldados, cuyos troncos no hubieran
rodeado muchos hombres y cuya sola presencia impone, sorprende, graba indele-
blemente en la memoria el espectáculo de las mas grandes y hermosas manifes-
taciones de la naturaleza-, y cuyo testimonio convence de la pequeñez de nuestros
bosques europeos.
La madera del uruadeiirai, dice Azara, «se emplea en muebles preciosos, por-
que es durísima, de fondo amarillazo, con vetas tan vivas, negras, rojas y amari-
llas, que quizá ninguna madera le iguala en esto.» Y luego añade: «Verdad es
que se confunden y oscurecen con el tiempo, pero se preservarian con algún bar-
niz. Es árbol de primera magnitud y muy grueso como el otro irimdei; pero á
548
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
pesar de su dureza, le persiguen mas que á ninguno unos gusanos como el dedo;
de modo que pocas veces pueden sacarse tablas que pasen de media vara de an-
chura.» Dice del timbé «que es un arbolon de primer orden, bastante sólido, no
pesado y de madera que jamás se raja; por cuyos motivos la prefieren para canoas
y para cajas de escopeta.» En cuanto al 'papamundo, afirma ser «de la mayor corpu-
lencia, de bellas hojas, muy frondoso y de un fruto como ciruelas, que comen los
de paladar grosero.»
Por entre aquellos espesos y admirables bosques, unas veces corriendo con
rapidez sobre el tupido pasto de los deliciosos potreros, otras marchando cuidado-
samente al paso por las angostas picadas y escabrosos recodos de la selva y, no
pocas, tropezando en el cauce quebradísimo de los arroyos que como el Avay, (1)
el Itororó (2) y el Ipané (3) arrastran sus aguas hasta perderse en el Paraguay,
nos acercamos por fin á Pikysyry, comarca de triste recordación para el pueblo
paraguayo y todavía sembrada con miles de esqueletos, en aquellos dias de mi es-
cursiou: horribles testigos de la ferocidad humana, destrozados unos por la acción
del tiempo y el choque de las balas, y otros conservados intactos entre los mator-
rales, el pasto y la hojarasca que cubren aquel feracísimo terreno.
Empiezan en aquel lugar las suaves pendientes que constituyen aquellas
pintorescas ondulaciones del país, conocidas comunmente con el nombre de Lo-
mas Valentinas, teatro de la mas empeñada y decisiva batalla que tuvo lugar du-
rante la guerra de los aliados contra López y que, aniquilando al ejército para-
guayo, decidió el éxito de la guerra, á favor de los invasores. Allí están Itavatéy
Cerro León, lugares en que quedó demostrado el poder de la Triple Alianza, la
cobardía y falta de carácter de don Francisco Solano López y que produjo la ren-
dición de Angostura, verdadero epílogo en que remató la homérica lucha del pue-
blo paraguayo.
lie de confesar la preocupación de mi ánimo al recorrer aquellos sitios empa-
pados con sangre de tantos héroes y en los cuales resonaron los ayes de tantos
moribundos, las imprecaciones de los vencidos y los gritos de alegría de los ven-
cedores.
Mientras los cascos de mi caballo destrozaban cráneos y tórax y millares de
huesos, vagaban en mi imaginación sangrientas imágenes y brotaban en mi cere-
(1) I, agua; ava, indio: arroyo del indio.
(2) I, agua; tororó , cascada.
(3) I, agua \2>ané, torcida: arroyo tortuoso,
AMERICANOS Y LUSITANOS
549
bro luctuosas ideas de destrucción y vandalismo. Los ojos vagaban por aquel sue-
lo cubierto de restos humanos, destrozos de armas y pertrechos, v en mis oidos
zumbaban ruidos desconocidos y siniestros, mientras que por un efecto que no po-
dría explicar, parecíame que las ventanas de mi nariz se contraían y dilataban su-
cesivamente como si llegara á ellas el humo embriagador de la pólvora ó el hedor
repugnante de la sangre.
Seguido por tal cortejo de pensamientos y fantasías, llegué á la cumbre de la
Loma, junto á los muros de la misma casa en que el Dictador López abandonó á
los suyos, huyendo cobardemente de las tropas aliadas, que consiguieron llegará
aquel sitio con todo género de privaciones y sacrificios, tras un mes, próxima-
mente de combates diarios, desde los primeros dias de diciembre de 1868 hasta
27 del mismo.
Magnífico espectáculo fué el que se presentó á mis ojos desde la histórica al-
tura en que me hallaba.
VIII
¡Espléndido panorama!
Pocos recuerdo en mi vida, tan variados y de tan imponente belleza y ma-
La mano del hombre y la expontaneidad de la naturaleza habían trabajado de
consuno para ofrecer un conjunto extraño de soledad y de poesía; de tristeza y
de hermosura; de desolación y de encanto irresistible.
Allá en el horizonte, cortando las luces postreras del firmamento, ondulaba
la línea confusa, severa, inmensa é imponente de las selvas del misterioso Cha-
co. Delante de aquellas confusas espesuras serpenteaba, cual cinta de plata, la línea
del Paraguay separando la región argentina, de la tierra guaraní.
En la márgen mas acá del rio, distinguíanse los destrozados terraplenes y ca-
samatas de las baterías de la Angostura, y desde aquel punto extendíase la dila-
tadísima llanura que, desde las orillas de la corriente, termina al pié de Loma Va-
lentina, de Itavaté, de Cerro León, de todas aquellas colinas cubiertas de arbolado
y en las cuales fueron destrozados los restos del poder dictatorial de López.
Aquella extensísima planicie que se dilataba ante mis ojos, cubierta enton-
ces de tupido pasto, era surcada á lo largo de muchas millas por una raya de tra-
zados angulosos, color sombrío y rojizo, mudo testigo de la defensa del pueblo pa-
TOMO I. 09
550
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ragú av o, último resto de la inmensa trinchera con que el Dictador quiso poner
valla á los ejércitos extranjeros. Línea rota en mil partes por las bayonetas alia-
das y sembrada entonces de esqueletos, cureñas y otros despojos de la industria v
de la saña humana.
La verde alfombra de la llanura era á trechos manchada por algunos bañados
que reflejaban pálidamente la luz mortecina de la tarde y mas cerca de mí. en-
viábanme sus gratos perfumes los árboles de las laderas de la Loma. Por entre
ellos estaban abiertas las picadas de estrechos boquerones que el dia de la lucha
vomitaron primero la metralla y la muerte sobre brasileros v argentinos, así como
después arrojaron masas de soldados sobre los últimos defensores paraguayos de
la salvaje autocracia de los López.
Todo eran allí recuerdos dolorosos de las cruentas jornadas de 1868 entre las
mas espléndidas magnificencias de la vegetación y del ambiente tropicales.
Allí tuvo lugar uno de los mas sangrientos dramas de la moderna historia
americana; una de las luchas mas pertinaces y obstinadas; uno de los mas desco-
nocidos y grandiosos ejemplos del patriotismo.
Tras los continuos combates que durante cada dia del mes de diciembre del
referido año se verificaban en aquellos pintorescos lugares, llegó el 17 de dicho
mes, en cuyo dia la caballería brasilera, mandada por el bizarro general Menna
Bárrelo, hizo un peligroso reconocimiento de las posiciones de López, sorprendien-
do en el movimiento al regimiento número 45 de caballería paraguaya, que fué
destruido por completo, salvándose tan solo el jefe y uno ó dos soldados. Casi al
mismo tiempo recibió el marqués de Cavias, general en jefe de los aliados, la or-
den del emperador del Brasil mandándole que arriesgase hasta el último de los
hombres que tenia á sus órdenes, para dar una solución inmediata á la guerra.
Aprestóse pues al golpe definitivo; y fuerte de 25,000 hombres el ejército brasilero,
púsose en marcha y el dia 21, dividido en dos columnas, reconoció el frente de los
paraguayos en Ita-Ivaté y tomó posiciones delante de los puntos mas fuertes de
la extensa línea de defensa.
Mientras tanto Menna Barrete con su caballería, algunas piezas y pocos in-
fantes, atacaba por retaguardia las trincheras de López, barriéndola de enemigos,
matando como 700 hombres, haciendo 200 prisioneros, casi todos ellos heridos, y
apoderándose de toda la artillería que defendia la línea paraguaya hasta cerca
una milla de la Angostura, formidable reducto en que se apoyaba la extremidad
de la trinchera.
AMERICANOS Y LUSITANOS
551
Algunos cielos paraguayos derrotados en la izquierda de la trinchera de Piky-
syry lograron incorporarse á López y le reforzaron. A las tres de la tarde todo el
ejército brasilero generalizó el ataque convergiendo sus esfuerzos contra el cuar-
tel general del Dictador, desde cuyo punto estaba yo entonces contemplando el
teatro de la pasada lucha.
Duró aquel recrudecimiento del cohíbate mas de tres horas, durante las cuales
los aliados se apoderaron de catorce piezas, incluso un poderoso Whitworth de
treinta y dos. Los brasileros consiguieron introducirse por una picada muy oculta
y casi llegaron á la casa de López, pero la escolta de éste los cargó y pudo lograr
rechazarlos. Las pérdidas de los que atacaban fueron inmensas, porque habian ele-
gido para avanzar los únicos desfiladeros que existían frente á las líneas del Dic-
tador, en vez de valerse de un rodeo, mediante el cual hubieran podido atacar en
la formación que se les hubiese antojado, con menos peligro sí, pero no con tanto
heroísmo. López perdió aquel dia no solamente las fuerzas que defendían las trin-
cheras de Pikysyry, sino también la mayor parte de las que tenia en Ita-Ivaté,
por lo cual mandó bajar los refuerzos que había en Cerro León y Caapucú y orde-
nó á su jefe de ingenieros .Jorge Thompson, que á la sazón defendía las baterías
de Angostura, que se abriese paso por entre los aliados y que con las tropas de
su mando fuese á incorporársele.
Los brasileros perdieron 3,500 hombres entre muertos y heridos, figurando
entre los últimos al Barón del Triunfo.
El 22 y 23 fueron empleados por los aliados en hacer noche y dia fuego de rifle
sobre el cuartel general de López, avanzando la división argentina desde las Pal-
mas hasta reunirse á Caxias, el cual hizo venir también toda su artillería de campa-
ña. El último de dichos dias, llegó de Cerro León un batallón paraguayo fuerte de
500 hombres y además otras tropas de refresco procedentes de Caapucú for-
mando un liatallon de infantería y un regimiento de caballería. Los marineros de
los vapores fueron también casi todos desembarcados y se reconcentraron los des-
tacamentos de algunas posiciones vecinas. Total de nuevas tropas: 3,000 soldados
de todas armas.
Así las cosas, llegó el dia 25, en cuya mañana el Dictador recibió la siguiente
intimación firmada por los generales de los ejércitos aliados.
552
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
«Campamento frente á la
»Loma Valentina, diciem-
bre 24 de 1868. (A las 6 de la
»maüana.)»
«A. S. E. el señor mariscal Francisco Solano Lope:, Presidente de la República
del Paraguay, y General en Jefe de su ejército .»
«Los abajo firmados, generales en jefe de los ejércitos aliados y representan-
tes armados de sus gobiernos en la guerra A que fueron sus naciones provocadas
»por V. E., entienden cumplir un deber imperioso que la religión, la humanidad
»y la civilización les imponen, intimando á nombre de ellas A Y. E. para que den-
tro del plazo de doce horas, contadas desde el momento en que la presente nota
»le fuese entregada y sin que se suspendan durante ellas las hostilidades, de-
»pongan las armas, terminando así ésta ya tan prolongada lucha.
»Los que firman saben cuales son los recursos de que puede Y. E. disponer
»hoy, tanto en relación á la fuerza en las tres armas, como en lo relativo á muni-
ciones. Es natural que Y. E. conozca á su turno la fuerza numérica de los ejér-
citos aliados, sus recursos de todo género y la facilidad que siempre tienen para
»hacer que ellos sean permanentes. La sangre derramada en el puente Itororó y
»en el arroyo Avay debia haber determinado á V. E. A economizar las vidas de
»sus soldados en el 21 del corriente, no compeliéndolos A una resistencia inútil.
»Sobre la cabeza de V. E. debe caer toda esa sangre, así como la que tuviere que
correr aun, si Y. E. juzgare que su capricho debe ser superior A la salvación
»de lo que resta de la República del Paraguay. Si la obstinación ciega é inexpli-
cable fuese considerada por Y. E. preferida A millares de vidas que aun se pue-
»den ahorrar, los abajo firmados responsabilizan la persona de V. E. para ante
«la República del Paraguay, las naciones que ellos representan y el mundo civi-
lizado, por la sangre que A raudales va A correr, y por las desgracias que van A
»aumentar las que ya pesan sobre este país.
»La respuesta de Y. E. servirA de gobierno A los infrascritos, que tomarAn
> como negativa, si al fin del plazo marcado no hubieran recibido cualquier con-
testación de la presente nota.»
( Firmados ),
Marqués de Caxias. — Juan A. Geli.y y Obes. — Enrique Cástro.
AMERICANOS Y LUSITANOS
553
Con el envío de la nota anterior puede decirse que principiaba el desenlace de
aquella sangrienta y dilatada jornada.
Al romper la madrugada del 25 de diciembre los brasileros iniciaron un hor-
rible bombardeo con 46 piezas. Este fuego de cañón fué el mas nutrido y espan-
toso de toda la guerra. Los disparos eran certeros causando gran número de bajas
y destrozos; y los proyectiles que se lanzaron contra el cuartel general, partieron
el asta de la bandera que flameaba sobre la casa de López y junto cuyas paredes,
contemplaba yo aquel teatro de la pasada refriega; rompieron además una viga
de aquel edificio y desmontaron no pocas piezas de las que todavía conservaban
los paraguayos.
Por la tarde vio el Dictador algunas fuerzas de caballería á su retaguardia, y
ordenó que fuese á combatirla su regimiento de dragones, que basta entonces ha-
bía sufrido poquísimo: al principio repelieron algo á los brasileros: rodeados des-
pués por el enemigo y completamente aniquilados, retiráronse en número de unos
50 hombres volviendo á donde estaba López, que los había observado sin poder
mandarles tropas que los protegieran. A todo esto las bajas redujeron el contin-
gente de los paraguayos á algo mas de 3,000 hombres, mientras que á los brasile-
ros no les quedaban sanos 20,000 soldados de los 32,000 que tenían al principio
de diciembre. La división argentina no había entrado todavía en acción, y fué la
destinada á dar á López el golpe de gracia.
El dia siguiente continuaron con mas ó menos empeño el fuego de fusilería y
las escaramuzas.
En la mañana del 27, después de otro nutrido bombardeo, los aliados avanza-
ron sobre las líneas del Dictador, formando la vanguardia los argentinos. La linea
era tan extensa que no presentaba gran resistencia , á menos que sus defensores
se reconcentraran sobre el cuartel general (casa de López), operación que inten-
taron realmente, pero que no pudieron llevar á cabo por la impetuosidad y auda-
cia con que llevaron el ataque los batallones argentinos. La bandera argentina
fué la primera que ondeó en Tta-Ivaté.
Los paraguayos hicieron una resistencia desesperada y pelearon individual-
mente contra batallones enteros, hasta que no quedó uno solo. Su heroísmo era
digno de causa mas justa y mas sublime que la defensa de un dictador brutal y
cobarde. Toda la artillería de López estaba desmontada y las dos únicas piezas
que aun hacían íuego, hallábanse colocadas sobre montones de tierra, á falta de
cureñas. Los heridos que pudieron y como unos doscientos á trescientos hombres
554
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
sanos, se refugiaron en las selvas situadas á retaguardia de la casa de López,
pero se vieron luego rodeados por los enemigos y poco á poco fueron cayendo to-
dos en su poder. López, por su parte, apénas vio el avance resuelto de los aliados,
se retiró con uno ó dos hombres en dirección á Cerro León, pasando por una picada
abierta, practicable todavía á mis espaldas, y que liabia hecho abrir para el
caso de una fuga. Partió aquel déspota vulgar tan precipitadamente, que hasta á
su funesta y célebre concubina doña Elisa Lynch dejó abandonada á su suerte,
teniendo que vagar por entre las balas buscando por todos lados al fugitivo. Pero
lo mismo que los generales Resquin y Caballero logró escapar y reunirse con él,
del mismo modo que algunos hombres de caballería. Todos los bagajes de López
fueron tomados; sus carruajes, ropas, documentos, sombrero, el famoso poncho
con franja de oro de que tanto se habló durante la campaña, y hasta algunas de
sus esclavas, especie de serrallo que formaba parte de su séquito, todo cayó en
poder de los aliados junto con los bagajes.
Algunos afortunados prisioneros brasileros fueron salvados por la rapidez del
ataque, pues el Dictador liabia hecho volver grupas á uno de sus ayudantes, para
que aquellos fuesen pasados á cuchillo; pero el ayudante quedó en poder de los
argentinos y los presos fueron salvados de una muerte segura.
López liabia hecho fusilar bárbaramente á su hermano Benigno el dia 25, y
además al obispo, al general Berges, al coronel Alen, á la esposa del coronel Mar-
tínez y al general Barrios, casi todos miembros de su familia y personas las mas alle-
gadas á su persona. A sus hermanas Inocencia y Rafaela las liabia mandado antes á
Cerro León, después de haberlas hecho azotar cruelmente varias veces por sus solda-
dos y de haberlas martirizado alimentándolas varios meses con un cuero de vaca.
En aquellas últimas horas de su dictadura había llegado al paroxismo de la
crueldad y ya no se cuidaba de disfrazar su repugnante cobardía. Durante toda
la guerra nunca se liabia López expuesto al fuego de los enemigos, y si bien en
aquellos últimos dias se le vió mas cerca del combate, tampoco expuso su perso-
no, porque ó siempre se hallaba fuera de tiro ó protegido por los espesos muros de
la cusa en que se liabia encerrado. Durante los últimos dias de diciembre juró re-
petidas veces á las tropas que permanecería con ellas y vencería ó que moriría
con ellas en Ita-Ivaté. Así fué que cuando se fugó, casi sin oler la pólvora, los
soldados á pesar de creer siempre bien hecho lo que él hacia, sintiéronse disgus-
tados y maldecían su falta de valor, del cual ellos daban á cada paso grandiosos
ejemplos.
AMERICANOS Y LUSITANOS
555
Apénas se formalizó el ataque en Ita-Ivaté, López abandonó su casa y ordenó
levantar una tienda en los montes, como una milla á retaguardia. Sin embargo,
mientras los enemigos atacaban, él permanecía montado á caballo resguardado de-
trás de las tapias de su casa. Su escolta se mantenia á corta distancia, pero en
vez de hallarse cubierta como él, resistia en sitio abierto el fuego de los aliados y
sus hombres caian heridos ó muertos unos tras otros y sin dejar oir una queja ni
una imprecación.
De vez en cuando aquel jefe inepto y perverso los mandaba ir á combatir,
diciéndoles simplemente:
— ¡Váyanse á pelear!
A estas palabras aquellos autómatas avanzaban bácia el lugar de la refriega
y si bien los mas prudentes volvían pronto, los más sucumbían valientemente,
víctimas de su obediencia. El coronel Toledo, anciano de cerca setenta años y
jefe de la escolta desde tiempo inmemorial, fné mandado á pelear armado de una
lanza y pocos minutos mas tarde trajeron su cadáver. Casi toda la escolta y sus
oficiales superiores fueron muertos ó gravemente heridos. Parecíase aquello á los
últimos momentos de sacrificio de una nueva y extraña Guardia Imperial exter-
minada por los últimos botes de metralla en un segundo Waterlóo, al desplomarse
el poder omnímodo del Dictador paraguayo.
Con la fuga de López terminó la prolongada y sangrienta jornada conocida
en la historia bajo el nombre de batalla de Lomas Valentinas. Toda la comarca
de Pikysyry con sus llanuras, sus trincheras y colinas, todo quedó en poder de
la Triple Alianza y desde aquel dia la existencia del Dictador fué una verdadera
desbandada de sus parciales y familia, por entre las selvas y desfiladeros, hasta
perecer á manos del último de los soldados brasileros, en las arenas del arroyo
Aquidaban.
IX
No fué mi espíritu el único que se impresionó con la memoria de aquella ex-
terminadora lucha, al llegar la comitiva á las Lomas Valentinas. Mis compañeros
fueron también presa de aquellos recuerdos de exterminio y de ruina, cuyos vesti-
gios pisoteaban nuestros caballos y cubilan toda la comarca desde las orillas del
Paraguay, hasta el interior de los mismos bosques por entre cuyos senderos lle-
gamos junto á los muros del que fué cuartel general del Dictador.
556
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Después de haber contemplado el vasto panorama que se ofreció á nuestros
ojos y de habernos embebido en el recuerdo de la pasada guerra, tratamos de in-
formarnos sobre la existencia del tigre en aquellos contornos.
En el caserón que habitó López encontramos un viejo paraguayo que nos dió
noticias acerca de lo que deseábamos.
Desde la última campaña, la presencia de la ñera en aquellos sitios fue mas fre-
cuente que antes, tal vez por razón de los despojos de hombres y animales que
por tanto tiempo cubrieron el terreno de la lucha. Díjonos que el tigre solia va-
gar por las dilatadas extensiones de pajonales que cubren la llanura, habiéndose-
le visto rondar junto á los bañados, durante el dia, y cerca de las habitaciones, du-
rante la noche, en donde solia hacer presa en los caballos y vacas tamberas (1)
que quedaban en los galpanes y corrales. (2)
Enterados de estos detalles poco precisos, determinamos descansar aquella no-
che en la casa de Salvador Cogliolo y á la madrugada siguiente dar principio al
ojeo en todos aquellos contornos, para cerciorarnos de las correrías, hábitos y ma-
driguera del animal, cuyo encuentro deseábamos.
Descendimos de la Loma y después de recorrer una buena parte de aquellas
llanuras cubiertas á grandes trechos por peligrosos bañados y donde quiera senn
brada de restos de cadáveres, armas y recuerdos de la pasada guerra, llegamos
al edificio del napolitano en donde habíamos de establecer nuestro cuartel gene-
ral y centro de operaciones, mientras durase la expedición que habíamos empe-
zado.
Desensillados los caballos y asegurados en los galpones que rodeaban la casa,
no sin dejar uno de los correntinos en acecho para evitar la aproximación de al-
gún animal dañino, recogímonos todos á descansar, unos en colgantes hamacas,
otros en algún jergón de los peones (3) y otros, no pocos, en el recado (4) de sus
propias cabalgaduras.
El cansancio del camino no me dió lugar á muchos pensamientos una vez
acomodado en mi hamaca. Doradme pronto y hubiera sido dilatado mi sueño, si
(] ) Llámase tambo al lugar en que se expende leche, y ganado tambero el que se destina para ordeñar.
(2) El galpón es una especie de cobertizo en el cual atan los gauchos los caballos destinados al trabajo de
las estancias ó haciendas y en el corral se encierran de noche las vacas tamberas y otros animales de uso do-
mestico. Tanto el galpón como los corrales existen al rededor y a muy corta distancia de las viviendas del campo.
(3) Peón se llama á los gauchos empleados en cada estancia ó hacienda para el cuidado, recuento y muerte
del ganado.
(4) Llaman los gauchos recado á todos los objetos que componen la montura y demás arreos del caballo.
Con sus diversas partes como son los lomillos , jerga , carana y demás partes forman una cama bastante có-:
moda.
AMERICANOS Y LUSITANOS
DO i
mucho antes de que despuntara el dia, no fuera Hilario á despertarme dándome
el clásico mate, (1) del país. Incorporóme y mientras apuraba seis ó siete cuyas
de aquella sabrosa yerba, vestíme y páseme en disposición de volver á montar á
caballo. Así lo hicimos todos los de la comitiva; y llevando á nuestra cabeza al
recomendado de Mecklein, cuyo nombre era Batista, y cuya jefatura le corres-
pondía de derecho en aquella empresa, empezamos á bordear, al paso de nuestras
cabalgaduras, los extensos bañados de aquella comarca, en donde nuestro guia
creyó posible encontrar algún rastro ó despojo, que uos acusaran la proximidad ó el
paso del tigre en tales sitios.
Formábamos juntos un apretado escuadrón de bastante decisión y fuerza para
poder luchar contra la fiera con ventaja; y como en la comitiva venían, á mas de
Batista, algunos correntinos y entre-rianos que habían cazado innumerables veces
al tigre, podíamos arrostrar tranquilos la contingencia de hallar en nuestro camino
á una pareja de aquellos animales, macho y hembra, que es, según dijeron en-
tonces los. hombres prácticos en la materia, el peor lance que puede desearse en
una batida como la que acabábamos de emprender.
No había el sol asomado todavía su clarísima faz por entre las sombras de
Oriente, cuando á pesar de las vueltas y revueltas que dimos por aquellas soleda-
des, no nos fue dable encontrar á nuestro tránsito sino alguna que otra res de las
de los rebaños de Cogliolo ó alguna mulita (2) huyendo ante nosotros, ó los acu-
lis (3) pasando veloces por entre los cascos de nuestras cabalgaduras.
Convencido Batista de que era inútil buscar durante mas tiempo entre los pa-
jonales en que se ocultaban nuestros caballos y por encima de los cuales sobresa-
líamos nosotros tan solamente desde el pecho para arriba, emprendió la marcha á
lo largo de la inmensa trinchera cuyos restos, cubiertos de huesos humanos, nos
sirvieron de guia para aproximarnos á la selva que cubre las Lomas Valentinas.
Al llegar á ella alumbraba ya el sol aquel espléndido paisaje y desde entonces
nuestro jefe dividió la comitiva en tres grupos, trazando á cada uno de ellos la
dirección y conducta que había de seguir dentro del monte.
(1) Es una yerba peculiar del Parag uay, la cual se seca y desmenuza para tomarla en infusión con agua ca-
liente y azúcar. El agua, el azúcar y el mate se ponen en unas calabacitas especiales llamadas cuyas , y por el
agujero de ellas se introduce un canuto de plata, abierto por un extremo y por el otro tapado con una especie
de bolsita del mismo metal llena de agujeritos. Llámase esta pieza bombilla y por medio de ella se chupa la in-
fusión teiforme del mate, el cual se llama mate cimarrón cuando se toma sin azúcar. Esta bebida es alimenticia
y sustituye al café y al té.
(2) Cuadrúpedo muy común en el Rio de la Plata y de carne muy sabrosa, cubierto por una armadura que
le cubre el lomo, que se compone de varias piezas y que tiene la dureza de la concha de las tortugas.
(3) Animal roedor, mayor que la rata y sin cola; notable por la gran velocidad de su carrera.
TOMO i.
70
558
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
En el grupo del centro, mandado por Batista, íbamos Salvador Cogliolo, mi
criado Hilario, yo y dos ó tres correntinos. El resto de la expedición se dividió en
otros dos pelotones que liabian de explorar la selva por nuestros flancos, á dos ó
trescientos metros de distancia de nosotros. El pelotón de la derecha iba dirigido
por el gigante Serviglieri y el del flanco izquierdo llevaba por jefe á uno de los
correntinos, muy experimentado en aquel género de exploraciones.
La orden de Batista fué que el grupo que hallara indicios del tigre, ó al tigre
mismo, tocara un silbato particular flecho con caña, y que una vez oida la seña,
se replegasen los demás pelotones hacia donde se tocara aquel instrumento. El
pelotón del centro habia de distinguirse por un toque prolongado; el de Serviglie-
ri por un toque largo y seguido de otro corto; y el de la izquierda por uno pro-
longado y dos breves.
Con tales instrucciones, nos separamos los cazadores y estuvimos vagando in-
útilmente por aquellas soledades basta las once de la mañana, hora en que Ba-
tista hizo la seña convenida. Aparecieron á poco los otros dos pelotones y se pro-
cedió á la comida y al descanso.
Por la tarde recorrimos nuevamente el monte en la misma disposición y con
iguales prevenciones que por la mañana, sin que durante muchas horas fuese
mejor nuestra fortuna. Desesperábamos ya de dar con rastro ni indicio alguno del
animal, cuando al declinar el dia, en los momentos en que la luz penetraba ya
confusa y vacilante por entre la espesura, llegó á nuestros oidos un rugido tre-
mendo que asustó á nuestras cabalgaduras y nos indujo instintivamente (al menos
á mí), á poner la mano en el gatillo de la carabina. Casi al instante mismo re-
sonó un agudo silbido prolongado seguido de otro mas corto. Era Serviglieri y
los suyos que nos llamaban y á toda prisa nos dirigimos hácia la derecha de la
selva. Pronto oimos las voces de nuestros compañeros, á los cuales encontramos
examinando los restos de un animal vacuno, ensangrentados aun y que demos-
traban la presencia del tigre en aquellos lugares. Mientras discutíamos y comen-
tábamos el hallazgo, llegó el otro grupo de nuestros amigos, que venia atraido
también por el silbato de Serviglieri.
Era ya muy tarde para intentar el ojeo en forma y Batista dispuso hacer alto
en aquel lugar, pasando en él la noche la mayor parte de la expedición, mientras
cuatro ó cinco hombres salieran del monte y se apostaran en diversos puntos déla
llanura, áfin de observar los movimientos del tigre. Era probable, según nos dijo,
que después de devorar su presa saliese el animal en busca de agua que beber,
AMERICANOS Y LUSITANOS
ya fuese entre los bañados que antes habíamos recorrido ó ya en las orillas del
mismo Paraguay ó en las corrientes de los arroyos Ipané y Avay, no muy dis-
tantes de aquellos sitios. Convenia ante todo permanecer en aquel lugar, para
no ser sorprendidos en nuestra marcha, dado caso de que el tigre se hubiese em-
boscado para atacarnos; al propio tiempo convenia averiguar el punto por donde
salía del monte y el sitio por donde volvía ( i penetrar en él, para lo cual era in-
dispensable destacar tres ó cuatro hombres de los que nos acompañaban, con
encargo de ponerse en acecho entre los pajonales que rodeaban la selva. Así se
hizo.
Una vez alejados los cuatro exploradores, los que constituíamos el grueso de
la expedición bajamos de nuestras cabalgaduras, las sujetarnos fuertemente al-
rededor de un árbol corpulento y empezando á cortar y agrupar arbustos, maleza
y alguna leña, prendimos fuego á cuatro hogueras formidables, tanto para alum-
brarnos y proveer á nuestra cena, como para intimidar al tigre, caso de que se
acercase é intentara acometernos. El fuego es la mejor defensa contra aquella fie-
ra; y como las hogueras que habíamos dispuesto formaban un espacioso cuadrilá-
tero en el cual piafaban nuestros caballos y podíamos dormir todos cómodamente,
nos dispusimos á cenar y descansar, estableciendo el turno de la guardia que
habíamos de hacer por parejas, tanto para que no se extinguiesen las foga-
tas, como para dar la voz de alarma en cualquiera contingencia que sobrevi-
niese.
El lector podrá hacerse cargo de las ideas que me dominarían en aquellos mo-
mentos. Iba á satisfacer mis deseos de tanto tiempo. Dentro de pocas horas pre-
senciaría una verdadera lucha entre el hombre y la mas fuerte y osada de las
fieras. En aquellos lugares, tal vez á pocos metros de nosotros, se encontraba el
tigre acechando la ocasión oportuna de atacarnos. No podía conciliar el sueño.
Ea emoción, la curiosidad mas viva, tal vez el miedo... una série de impresiones
y de impulsos, que nunca había experimentado antes de aquella ocasión, venían á
agitarme en mi lecho de hojas, haciéndome volver y revolver sobre aquella tierra
en que tal vez el día siguiente había de ser lugar de una desgracia... Por fin el
cansancio pudo mas que tales impresiones y pensamientos y acabé por quedar
dormido.
Cuando desperté, ya los rayos solares lucían por entre el follaje que nos rodea-
ba. Las hogueras humeaban aun y los caballos piafaban con impaciencia.
El gigantesco Serviglieri advirtió que acababa de despertarme y la comitiva
560
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
vino á colocarse en derredor mió, mientras yo me incorporaba y pasaba mi 'pon-
cho (1) por la cabeza.
Entonces, Batista espuso su plan de operaciones. Todos le escucliamos con la
mas profunda atención y de sus labios aprendimos cada uno, las instrucciones que
nos correspondía observar en la peligrosa tarea que habíamos empezado.
IX
Desde aquel instante principiaba la verdadera campaña contra la fiera.
Podía decirse (pie desde entonces dábamos comienzo á la lucha y entrábamos
en el peligro.
La grande experiencia que tenían en la caza del tigre Batista, Serviglieri y
el correntino (pie había estado á la cabeza de uno de los grupos de la expedición,
quedaron demostrados con la unanimidad de sus pareceres y precauciones y el
acuerdo de cuanto hacían y nos advertían, para que la batida fuese coronada por
el éxito mas lisonjero.
Convenia ante todo evitar todos los ruidos inútiles que pudiera atraer á nos-
otros la fiera y en la posibilidad de que ésta se hallase en el monte, dispusieron
nuestros guias que, en lugar de llamar con el silbato á los cazadores que pasaron
la noche acechando en la llanura, junto á la entrada del bosque, fuese uno de la
comitiva á enterarse del resultado de sus observaciones. Todos los conocedores de
los hábitos del tigre convinieron en que si este animal había salido del monte,
debíamos extendernos todos en guerrilla para sorprenderlo á la entrada de la sel-
va cuando regresara á ella; pero que si nuestros exploradores no le habían visto
salir, entonces era indudable que el animal había apagado su sed en el mismo
monte y por lo tanto debíamos ocuparnos en buscar todo rastro de agua, y embos-
cándonos junto á ella, para sorprender á la fiera cuando volviese á refrescarse des-
pués de haber saciado nuevamente su apetito.
No tardaron en incorporársenos los hombres que habían estado en acecho v
todos estuvieron contestes en decir que ningún dato inducía á presumir que el
tigre saliera del monte durante la pasada noche ni en la madrugada.
Batista ordenó entonces que nos desayunáramos con queso, fiambre y algunos
tragos de cognac ó aguardiente y que montáramos nuevamente en nuestros caba-
(1) Prenda del vestido de los gauchos. Consiste en un tejido de lana, recio para el invierno y ligero para
el verano, que tiene un metro en cuadro. Tiene un corta en el centro por donde se introduce la cabeza, dejándo-
lo caer sobre los hombros.
AMERICANOS Y LUSITANOS
561
líos, prosiguiendo el ojeo interrumpido la noche anterior. Así se hizo, pero con la
diferencia de que nuestra formación, en vez de consistir en tres pelotones de ex-
ploradores. como el dia antes, tenia el carácter de una verdadera línea de batalla
que se extendía de unos cien á ciento cincuenta metros, pues marchábamos los
diez y ocho cazadores de la comitiva en un solo frente y distantes uno de otro de
seis á ocho metros. En el centro de todos iba Batista y formando el extremo de
cada flanco marchaban, á la derecha Serviglieri y á la izquierda el correntino
cuyo nombre no me es posible recordar.
Varios huesos de animales distintos nos cercioraron de que aquellos lugares
eran la residencia habitual de la fiera en cuya busca íbamos y aquellos indicios
nos estimulaban más en nuestra empresa, seguros de que no habíamos de tardar
mucho sin dar con el tigre ó con su madriguera.
Nuestro principal afan era encontrar algún bañado, laguna ó arroyo, porque
tal hallazgo era para nuestros guias una prueba, casi infalible, de que la fiera se
hallaría en el monte. Este hallazgo no se hizo esperar.
Serviglieri fué el primero que percibió un pequeño riachuelo de escaso cau-
dal y que saltaba por un desnivel del terreno, á una altura de mas de cuatro ó cin-
co metros. Batista dispuso seguir aquel insignificante curso de agua, corriente
arriba: y como era imposible salvar, desde donde estábamos, el ribazo de piedras
que se elevaba delante de nosotros, volvimos grupas con dirección á la derecha,
por donde el pequeño escuadrón de cazadores fué á dar un rodeo bastante grande,
para volver al mismo punto, por la parte superior desde donde se desprendían las
aguas del pequeño arroyuelo.
A medida que llegábamos á la altura y según íbamos avanzando, nuestras ca-
balgaduras fueron poniéndose inquietas y como recelosas del camino. El caballo es
un sér cuyo instinto le advierte la aproximación del tigre y por ésto la creciente
excitación de aquellos inteligentes animales produjo en nosotros la mas satisfac-
toria impresión, porque vino á convencernos con un nuevo indicio de la cercana
existencia del enemigo que buscábamos.
Los accidentes del arroyo cuyo curso remontábamos, nos sirvieron de guia
hasta llegar á una especie de plaza ó claro entre el monte, bastante espacioso para
que en él hubiese podido acampar un batallón de soldados. Un pasto altísimo y
de color muy vivo, cubría el suelo; los majestuosos y corpulentos árboles de la sel-
va, formaban en torno de aquel delicioso lugar una elevadísima valla, que así lo
protegian de los vientos, como de los rayos del sol; mientras permanecimos en él
502
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
creció la impaciencia é inquietud de nuestros caballos y gran número de huesos
de bueyes y otros animales nos indujeron á pensar que no distaría gran trecho del
potrero la guarida de la fiera.
Los dos hermanos Cogliolo, que desde que dimos en aquel delicioso sitio ha-
bían estado explorando toda la línea que formaba á su alrededor el monte, vinieron
á advertirnos de que el bosque ofrecia una estrecha picadita por lo mas tupido de
la selva y que, á su juicio, podía servir de paso al tigre, para dirigirse al rincón en
({iie se ocultaba. Aceptáronse las indicaciones de los napolitanos y atravesando la
blanda alfombra de aquella pintoresca plazoleta de la selva, penetramos ñor la
picada referida á dos de fondo y no sin antes requerir las armas. A la cabeza de
la comitiva iban Batista y Serviglieri, detrás iba yo con Salvador Cogliolo y el
otro Cogliolo con Hilario venian detrás de mí. Los demás cazadores seguian por
parejas, cerrando la retaguardia los correntinos y entre-rianos.
A pocos metros de haber penetrado por aquella sombría senda, los caballos se
negaron á proseguir la marcha, poseidos de un terror que no podíamos vencer, ni
aun castigándolos lo mas duramente que nos era posible con las ruedas de nuestras
espuelas. Casi paso á paso, íbamos adelantando terreno hasta que á poca distancia
notamos que la senda se ensanchaba. Con no pocos esfuerzos pudimos irnos apro-
ximándonos á aquel lugar y no habíamos llegado á él, cuando al extremo del ca-
mino v como desafiándonos á que avanzase la comitiva, vimos erguirse sobre sus
patas delanteras la redonda cabeza de un soberbio tigre.
Instintivamente detuvimos el paso á nuestras cabalgaduras y quedamos sus-
pensos sin atrevernos á pronunciar palabra alguna esperando las órdenes del jefe
de la batida. Con muchísimo menos tiempo del que es necesario para escribirlo,
apenas apareció la fiera y se detuvieron nuestros caballos, Batista y Serviglieri
se echaron las carabinas á la cara y retumbaron casi á la vez dos detonaciones:
al mismo tiempo un espantoso rugido pobló los aires, mientras el tigre agonizaba
revolcándose en su sangre.
El amigo de Mecklein dió orden para que desmontáramos y entregásemos los
caballos á los que venian á retaguardia. Hízose la operación rápidamente; salta-
mos de caballo, llevando con nosotros las carabinas y un facón al cinto: quedá-
ronse con las cabalgaduras tres ó cuatro de los hombres de retaguardia; dirigí-
monos en pos de Batista y Serviglieri al lugar donde se hallaba el cuerpo de
nuestra víctima y apénas salimos á una especie de claro en que terminaba la pi-
cada sobrecogiónos un rugido espantoso.
AMERICANOS Y LUSITANOS
563
—¡La hembra! — exclamó Serviglieri y casi al mismo instante presentóse á
nuestra vista otro magnífico tigre, puesto de espaldas á un angosto boquete for-
mado por dos peñascos, en gran parte cubiertos por los arbustos y matorrales que
se entrelazaban en los troncos de los copudos talas y ombús.
Con muy breves palabras mandó Batista que se retirasen todos formando un
semicírculo lo mas lejos posible de la fiera y lo mas ancho y dilatado que permi-
tiese el terreno. Al mismo tiempo me llamó á mí y á Salvador Cogliolo y forman-
do un grupo con nosotros, se colocó en el centro del semicírculo hecho por los
demás.
Comprendí que aquellos momentos eran decisivos, que solo la serenidad es la
garantía del cazador de tigres y me dominé todo lo posible tanto para ver tranquila-
mente las peripecias de lo que se preparaba, como para no vacilar cuando tuviera
que apretar el gatillo de mi rifle.
Batista ordenó á los del semicírculo que apuntaran sin cesar al tigre y que
disparasen todos sobre él cuando oyeran la voz de ¡fuego! A Cogliolo y á mí nos
mandó apoyar como él una rodilla en tierra, encoger nuestros cuerpos cuanto ¡lu-
diésemos, apoyar la culata de los rifles en el suelo, y tener prontos entre los
dientes nuestros facones, para clavarlos en la barriga del enemigo si acaso caia
sobre nosotros.
En esta disposición, de cara al rincón en que rugia el tigre, sobresaliendo por
nuestras cabezas las bayonetas de las carabinas que apoyábamos en tierra, y
prontos á echar mano de las armas blancas que apretaban nuestros dientes, cons-
tituíamos el centro de un semicírculo formado por diez ó doce carabinas, prontas
á vomitar la muerte sobre la fiera que se lanzase contra cualquiera de nosotros.
El tigre se irguió dos ó tres veces llenando aquellos ámbitos con rugidos sor-
dos y continuados. Sus ojos despedian verdaderos rayos; parecía que en el inte-
rior de su cabeza habia dos fraguas, cuyos fulgores se dirigian vivos y amenaza-
dores contra nosotros. Sus lábios se contraian de un modo repugnante mostrando
dos blanquísimas hileras de dientes, por entre las cuales asomaba de vez en cuan-
do la lengua como para saborear de antemano los palpitantes despojos de nuestras
carnes. Balanceábase el soberbio animal de un lado para otro y arqueaba el dor-
so como para prepararse al ataque, cuando Batista agitando su sombrero para ex-
citar á la fiera, lanzó á su vez un rugido gutural y hosco. Al mismo tiempo calló
el tigre; replegóse sobre sus patas traseras; pegó su cabeza sobre las garras de de-
lante y cual si un muelle invisible y poderoso hubiera estado escondido debajo
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
5fi4
de su cuerpo, lanzóse éste á mas de dos metros de altura extendiéndose en toda su
longitud.
- — ¡Fuego! — gritó el cazador; y los estruendos de las armas retumbaron en el
espacio, mientras el tigre caia desplomado junto á nosotros alcanzando con una de
sus formidables garras la pierna de Batista.
Dolorosos rugidos de rabia y de dolor casi ensordecían nuestros oidos, hasta
que lanzándose Cogliolo sobre la fiera le hundió dos veces el cuchillo en el co-
razón .
Yo me quité el sombrero: saqué el pañuelo de mi bolsillo y me limpié la fren-
te. La tenia cubierta de sudor, como si hubiera corrido durante media legua de
camino.
Pasini aplicó á la pierna de Batista unos pañuelos empapados en tintura de
caléndula, en tanto que Hilario procedió á cuerear (1) el primer tigre para con-
servar su piel, que solamente presentaba dos agujeros de bala en la cabeza. El
segundo que se había muerto era una hembra y su piel quedó inservible. Ade-
más de los muchos balazos que tenia, estaba rajada por completo en la región del
corazón, merced á las cuchilladas de Cogliolo.
Don Luis Patri me pidió la piel del primer tigre como recuerdo de la expedi-
ción y yo no tuve inconveniente en cedérsela. Hilario la acomodó para llevarla á
la Asunción y después de descansar un momento fuimos en busca de nuestros ca-
ballos, los cuales nos condujeron con prontitud á la casa de los napolitanos.
Allí permanecimos un dia para acabar de visitar aquellos pintorescos contor-
nos, sin olvidar los curiosos restos del fuerte de Angostura. Satisfecha nuestra
curiosidad y conocidas ya las peripecias de una batida al tigre, regresamos satisfe-
chos á la Asunción, en donde tuvimos ocasión de recordar y comentar infinitas
veces aquella caza de la formidable fiera.
(1) Cuerear es en el Rio de la Plata la operación de desollar una vaca o un toro, sirviéndose de un simple
cuchillo y sin hacer al cuero el menor corte ni agujero. Los gauchos hacen esta operación con tal rapidez y lim-
pieza, (jue solo viéndolo puede creerse.
1
n
¡u
Jj
(EL SEPARATISTA DE CUBA).
por D. José López Segarra.
xtraña palabra introducida como tantas otras que quieren
decir mucho, y sin embargo, no dicen nada, ó lo que es peor
no expresan ni de buena ni de mala manera, aquello que
con ellas se quiere significar, es la que sirve de epígrafe á
este trabajo nuestro. Mas de una y mas de cien veces hemos
oido declamar con mayor ó menor acierto acerca de la conveniencia
de que se creara un idioma universal, merced al cual pudieran en-
tenderse sin preparación previa, lo mismo los nacidos en el Congo
con los que vieron la luz primera en la pérfida Albion, que los que
nacieron en el ardiente Africa con los que de continuo tiritan en las
regiones polares; pero es lo cierto por desgracia que nada fijo ni positivo sella lo-
grado hasta ahora á pesar de las tentativas hechas y que el señor Soto Ochando,
ardiente paladín de tan acariciada idea, bajó al sepulcro sin haber logrado otra
cosa que darnos fehaciente prueba de su talento y de su ingenio.
Esto no obstante los hombres todos, convencidos de la necesidad en que se ha-
llan de entenderse entre sí, van á pesar de todas las Academias que declaman
contra hábito tan pernicioso, asimilándose cuantas palabras oyen acá y allá sin
tomo x» 71
Mmm
566
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cuidarse mas que de introducir ligeras variantes en la forma, y de aquí ese gran
número de palabras que puede decirse sin faltar á la verdad que tienen carácter
de cosmopolitismo.
Esto que en el fondo es bueno y quiera Dios que tal declaración no traiga
sobre nosotros alguna académica excomunión, tiene un gran inconveniente, cual
es que no siempre es el término hábil para expresar una idea en un idioma distin-
to ó, lo que aun es peor, que el tiempo y el uso reforman la primera significación
al efectuarse el paso de una lengua á otra, y en tanto que en la primera conserva
la acepción directa, en las posteriores que se apoderan de ella cambia la signifi-
cación .
Hé aquí lo que con la palabra Filibustero lia pasado. Si en nuestro tiempo se
pregunta á cualquiera, que es lo que con ella quiere decir: os contestará lisa y
llanamente que es el sustantivo con que se indica á los que, en la hermosa Cuba,
emplean todos los medios para conseguir la independencia de aquel floron de
la va marchitada corona de España. Mas fácil creemos que hubiera sido llamarlo
de otra manera y ni siquiera cabe dudar que se hubiera hecho con mas acierto,
pues bien léjos está, la palabra que impugnamos, de tener y aun poder llegar á
expresar la idea, que habitualmente envolvemos al pronunciarla. Ignoramos, y ni
aun siquiera para este trabajo es menester investigarlo, quien fué el primero que
escribiendo castellano la empleó y si entonces lo hizo bien ó lo hizo mal, báste-
nos saber que por hoy puestas las cosas en claro, cuando se dice filibustero quie-
re decirse separatista, y tócanos á nosotros afirmar, que las dos palabras, no son
sinónimas ni mucho menos, y lo que más, implican sentidos muy distintos por
haber sido creada la primera en un tiempo en que existia lo que con ella se (pie-
ria incluir y que hoy por nuestra fortuna no existe ni puede existir á Dios gra-
cias.
Esta formal y solemne declaración exige una prueba de nuestra parte y va-
mos á darla; pues seguros debemos estar que de otro modo no seríamos creídos.
La palabra Filibustero la encontramos hoy en todos los idiomas, mas seguro pue-
de y debe estarse, de que antes del siglo xvn, no se encontraba en ninguno; las
palabras indudablemente aparecen ó se crean cuando hacen falta. Discurriendo
muchos acerca del origen que pueda haber tenido la que nos entretiene ahora han
afirmado varios que se tomó de la palabra flibot, que así llamaban al buque ó em-
barcaciones de los piratas, que durante la segunda mitad del siglo xvn asolaron
y saquearon las hermosas costas sur-americanas, extendiéndose al propio tiempo á
AMERICANOS Y LUSITANOS
507
los de la parte central de aquel poético y rico continente y aun hasta Acapulco
y la misma Veracruz. Esta afirmación lia resultado gratuita con el tiempo; nin-
gún buque llevó tal nombre, con lo que siguieron las conjeturas mas ó menos
fundadas basta que al fin se dio con lo cierto.
La palabra Filibustero procede del idioma Holandés y tiene en él su perfecto
equivalente con la forma vribuiter que lia pasado al Alemán con la de freibuter y
al Inglés con la de freebooter que en sentido general significa merodeador, pues
se baila compuesto de los elementos vry, freí y free que significa en los citados
idiomas respectivamente libre y de bote que á su vez significan botin con lo que
tenemos que Filibustero, Flibuster, Vribuiter, Freibeuter y Freebooeter en espa-
ñol, francés, holandés, aleman é ingles, significa libre botina lo que es lo mismo,
cometiendo una figura retórica, hombre que libremente hace botin, siendo justo
señalar que libremente, en la locución en que lo empleamos, significa cosa muy
distinta de lo que en realidad debia, pero con respecto á esta palabra no debemos
entrar en explicaciones, seguro de que liemos de ser comprendidos de los mas.
Dicho dejamos que las palabras aparecen cuando hacen falta y la de Filibus-
tero efectivamente apareció cuando hubo merodeadores, que fiados en frágiles
embarcaciones se aventuraron á hacer un capital de una manera que boy nos lia
de parecer seguramente extraña y rara, pues no hace falta en los venturosos tiem-
pos que alcanzamos exponerse tanto para conseguir lo mismo sin ser por ello mas
honrado. América lia sido desde su descubrimiento seguro refugio para los que
en Europa no podian vivir y no lian sido solo causa de emigración lo agotado y
explotado que está todo entre nosotros, sino que también lo fueron los crímenes,
delitos y amaños para los que en cualquier parte sobra campo, dada la natural
perversidad humana. No pocos salen de entre nosotros honrados y buenos sin mas
defecto que la ciega credulidad, que los inclina á pensar que apénas llegados á
aquellas floridas comarcas serán ricos como Creso, podrán dar festines como los de
Lúculo y tener trenes mas suntuosos y de mas vista que cuantos tienen los mo-
narcas modernos.
Por su mal y aun por el nuestro, esto no sucede la generalidad de las veces
y los emigrantes se encuentran peor que estaban en su país natal; estos pueden
dividirse en dos categorías, la de los que nacieron buenos y quieren morir sin ha-
berlo dejado de ser, y la de los que habiendo nacido buenos, porque al nacer todos
lo son, les importa muy poco morir tranquilamente en su cama con mas ó menos
comodidades ó morir columpiados pendientes de una horca mas ó menos artística,
568
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
si bien dudamos que artística lo puede ser. Los primeros procuran ganarse la vida
honradamente y trabajan en el buen sentido de la palabra; los segundos son mas
partidarios de la holganza, no les importa nada tener sérias contestaciones con la
justicia y trabajan también, pues á cualquier cosa se llama trabajar en nuestros
dias.
Esto que como pensamos ha sucedido en todas las épocas, fué causa de una
explosión en el siglo xvn y asociados no pocos holandeses, franceses é ingleses,
se dieron á la piratería, constituyendo una clase que por buen número de años
fué el terror de aquellos mares: seguramente con una buena y poderosa dirección
se hubieran hecho dueños de toda la América del Sur, pues puede afirmarse que
la llegaron á dominar tan por completo, que no bien veian los ribereños aparecer
una vela en el horizonte, cuando apoderándose de ellos un terror pánico lo deja-
ban todo desierto internándose en el país con lo que, como se comprende, era bien
poco lo que los piratas tenian que hacer para enriquecerse, que era todo su afan.
Independientes de todo punto no reconocían mas ley que la que la voluntad les
dictaba, ni mas regla que la inspirada por sus caprichos; únicamente se ajustaban
á la norma prescrita por la sociedad el tiempo que duraban sus expediciones, ob-
servando entre sí una formalidad extrema y teniendo entonces su palabra tanto ó
mas fuerza que la ley mejor observada.
La paciencia y la perseverancia de aquella gente era extremada; acechaban
su presa como el tigre y nunca, ó al menos muy rara vez, caían sobre ella sin la
seguridad de conseguir el triunfo por completo. Cuando lograban una buena pre-
sa la dividían de una manera proporcional á la clase de cada uno: tomaba seis
partes el capitán del bastimento, daba tres y dos á los oficiales según sus grados
y una á los restantes con lo que todos quedaban tranquilos y contentos esperando
otra buena ocasión que no tardaba en presentarse, dado el abandono en que por
aquel tiempo se encontraba todo. Pero entre tanto que la suerte les deparaba una
nueva ocasión de hacer proezas dábanse regalada vida, comían, bebían y disfru-
taban sin tasa no hallándose nunca faltos de hermosas mujeres hechas prisioneras
en los puntos á que llegaban y de las que, como todos se figuraran, conservaban
las mejores.
Feroces y crueles en el combate, entraban en toda parte á sangre y á fuego
sin respetar nada: población por la que los piratas hubieran pasado tendría que
conservar por mucho tiempo huella indeleble de su desgracia; si es que por aca-
so no era totalmente arruinada, cual aconteció con muchas entre ellas lo que hoy
AMERICANOS Y LUSITANOS
569
se llama viejo Panamá, informe monton de ruinas desde que el aventurero Mor-
gan desembarcara en ella con su gente, pero estos crímenes, aquellos desmanes
terribles que espantan y horrorizan, desaparecían muchas veces gracias á la au-
dacia y al valor que demostraban, pues en pocas ocasiones llegaron á elevar el
bandidaje a la heroicidad.
En medio de toda aquella gente sin honor y sin conciencia, aquellos hombres
que como única condición recomendable tenían solo el valor que en una y cien
ocasiones probaran cumplidamente aquellas turbas de foragidos á los que los crí-
menes mayores no imponían ni atemorizaban, eran fervorosos creyentes y seguro
es que no dejaban pasar ni un solo dia sin cumplir sus prácticas piadosas y rezos
como á cada uno se lo prescribía su rito. Eran de ver aquellos hombres de cora-
zón empedernido, de rostros feroces y manos tintas en sangre húmeda aun, reci-
tar los que pertenecían, según ellos, á la comunión católica, el cántico de Zaca-
rías el Magníficat y el Miserere, en tanto que los protestantes leían y releían con
concentrada atención los magníficos pasajes de la Biblia que han cuidado de des-
figurar para que del mismo modo los entiendan todos.
En esto se parecen al mayor número de los bandidos y gentes de mal vivir;
casi todos ellos son buenos y fervorosos creyentes; el bandolero de la Calabria
reza por la mañana y por la noche, reza cuando está de acecho pidiendo entonces
á Dios que le depare buena suerte, y no será extraño que suspenda sus oraciones
para disparar un trabucazo sobre cualquier semejante suyo, á quien la desgracia
encamine por allí; entre nosotros son bien sabidas las costumbres de los bandidos
especialmente de los andaluces á los que nunca falta algún santo bajo cuya ad-
vocación se ponen y que jamás olvidan llevar en el pecho pendiente del cuello,
bendecida reliquia ó escapulario que lo preserve de todo mal. Mas de una vez la
muerte ó captura de alguno de ellos se ha atribuido al malbado olvido del talis-
mán religioso que por su mal dejaran precisamente en el mismo dia que les ocur-
riera la desgracia. Entre aquellos filibusteros que por entonces tenían tan esquil-
madas las playas americanas, no faltaron jefes y hasta soldados de filas, pertene-
cientes á buenas y distinguidas familias, jóvenes ilusos ó mal aconsejados que se
fueron allá buscando escandalosas aventuras ó que huyendo de la persecución á
que se hicieran acreedores por sus crímenes y delitos, fueron á dar en aquella
miserable vida, que tuvieron que arrastrar hasta la muerte. De buen número de
ellos nos ha conservado la historia el nombre y entre los que de padrón de infa-
mia sirvieron á sus familias no podemos menos de fijarnos en Grammont y Susson ,
570
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
así como por su audacia y valor se citan á Pedro Legrand y á Lemj Scot , y por
crueldad y horribles sentimientos á Montbars y á Nan el Olonois que fue el pri-
mero que desembarcó en Cuba.
Los gobiernos á que pertenecían por entonces aquellos dominios, muy princi-
palmente el de España, se vieron obligados á tomar muy serias medidas gracias
á las qué al cabo de algún tiempo fueron desapareciendo, volviendo á renacer la
calma en el ánimo de los moradores de aquellas comarcas, que por tantos dias no
habían podido hacerse de ellas.
Esta somera y sencilla relación nos hace comprender lo que era el Filibustero
de entonces; bandido mas que nada, pero bandido á quien no intimaban en modo
alguno los peligros que hubiera que correr con tal de que sus deseos quedaran
satisfechos. Como todos sabemos la piratería y el bandidaje en gran escala han
tenido necesariamente que desaparecer no como muchos creen, porque la ilustra-
ción y la cultura haya tenido parte en ello, no como afirman algunos porque los
sentimientos se hayan dulcificado; pues en realidad si bien se estudia, nada de
esto ha sucedido sino porque han variado lo que podemos llamar condiciones de
vida para aquellas gentes.
Fijando la atención en lo que en tierra ocurre, nos podremos convencer de
cuan cierto es lo que apuntamos; perfeccionados los medios de comunicación no
cabe pensar que pueda ocurrir lo que no hace muchos años sucedia; lanzábanse
al camino una porción de hombres; lo peor de cada casa, como vulgarmente se
decía, constituían una partida, elegían por jefe al que les parecía mas bravo, mas
audaz, y era casi siempre el que mas crímenes había cometido, lo obedecían cie-
gamente, si bien es muy de tener en cuenta que él se hacia obedecer con pode-
rosísimas razones que llevaba perfectamente dispuestas en el arma terrible que
pendía de la silla del brioso caballo que montaba y de este modo comenzaba sus
fechorías. Buen número de ellas llevaban ya cometidas cuando tenían conoci-
miento de los sucesos las autoridades y ordenaban que fueran perseguidos. Orga-
nizábase la columna y con el indicado fin partían en dirección al sitio en que ha-
lda tenido lugar el último crimen, mas, fácil es comprender que ya no estaban
allí; habían cometido un nuevo desmán, partían de nuevo, y en estas idas y ve-
nidas quedaba desbalijado medio mundo, no pocos hombres muertos, muchas mu-
jeres violadas y muchos hijos sin padre.
Hoy, merced á los adelantos de la industria y de las ciencias, el pensamiento
se hace real mediante la electricidad, tan velozmente como la imaginación lo
AMERICANOS Y LUSITANOS
571
concibe, y no bien un suceso cualquiera se ha cometido, las pilas y alambres se
encargan de trasmitir la noticia en todas direcciones; el vapor como medio de lo-
comoción auxilia á las fuerzas perseguidoras, y en muy poco tiempo pueden las
fuerzas trasladarse de un punto á otro por distantes que se bailen, pudiéndose de
tal modo sorprender con menos trabajo y mayor seguridad á bandidos y malhe-
chores.
Lo mismo que pasaba en tierra antes, ocurria también en el mar y del mismo
modo han podido evitarse los graves y lastimosos inconvenientes con que se tro-
pezaba: para surcar una cuantas millas en el mar en la dirección que fuera
necesario menester, era contar de antemano con el favor de los elementos, no
siempre propicios ni mucho menos, y aunque lo fueran casi siempre el tiempo
invertido en la expedición hacia imposible evitar y mucho menos reparar. Las
poblaciones costeras no contaban con los medios de defensa de que disponen hoy;
para recibir ayuda por la parte de tierra tenian que aguardar para recibirlo, por
el mar les sucedia lo mismo y aun algo peor, de modo que con todo el descanso y
gran facilidad los piratas podían llevar á cabo sus terribles hazañas y proezas
burlando luego cuantas medidas fueran tomadas en su contra. Audaces hasta lo
inverosímil, aquellos hombres demostraban un valor y una energía que solo se
explica por la desesperación que liabia do causarles después de su primer delito,
pensando que ya no tenian mas remedio que perseverar en aquella desastrosa vida
hasta morir, pues para ellos no había ni perdón ni cuartel; una vez hechos pri-
sioneros su suerte estaba decidida sin formación de causa, muchas veces sin pre-
guntarles el nombre eran ahorcados y pendientes de las antenas del buque que los
apresara, sus cuerpos servian de trofeo hasta llegar á cualquier puerto donde los
cadáveres daban patente testimonio de que eran menos los malvados que que-
daban.
Hoy la piratería existe solo en la imaginación de los autores de novelas ma-
rítimas, tal calamidad lia desaparecido, gracias á los medios que quedan enume-
rados, y por tanto, el filibustero, en el recto é histórico sentido de la palabra, ha
pasado á la historia.
¿A qué es, pues, á lo que hoy se llama filibustero? Bien sabido es que con
este nombre se designa al que trabaja por la emancipación de Cuba, por lo que
desde luego tal calificativo debe desecharse adoptándose en su lugar uno con el
que se diga lo que en realidad quiere decirse. Por lo pronto afirmamos sin que
pueda negarse que al revolucionario de Cuba se le ha llamado siempre así, desde
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
572
que la palabra existe, y en verdad que por nuestra desgracia en varias ocasiones
lia podido ser aprovechada, pues varias lian sido las sublevaciones ocurridas en
aquella hermosa isla, restos, aunque grandiosos, de nuestro poderío en aquel con-
siderable hemisferio.
Agena la cuestión á nuestro trabajo, no pueden ser nuestros designios entrar
ahora á discutir cuales lian sido las causas ocasionales de estas sublevaciones en
nuestra hermosa Antilla: ávidos de una independencia que les ha de costar bien
cara el dia que la consigan, se han lanzado al campo, se han internado en aque-
llos frondoros bosques y lian resistido como leones, muchas veces por las mismas
causas que resistia el filibustero.
Para mejor estudiar el separatista de Cuba nos vemos obligados á hacer una
división capital, dado que es la colouia que no conserva verdaderos indígenas; la
población se compone de blancos descendientes de españoles, de negros exporta-
dos allí por la horrible trata prohibida hoy y mestizos ó criollos, resultado sino
inmediato, atestiguable siempre, del cruce de ambas razas. De los primeros difí-
cilmente sale ningún separatista, pues por lo regular es gente establecida que
goza de legítimos y recomendables medios de subsistencia, que comprende sobra-
damente que promover trastornos y disturbios no es mas que irrogarse pérdidas
por el pronto que se acrecentarán con el tiempo hasta llegar á un estado que no
puede ser peor. Así, pues, el separatista surge casi siempre de las dos clases res-
tantes, por mas que sean distintos los medios que los impulsan.
Disculpable es en el negro cualquier tentativa que haga para mejorar de con-
dición: nacido en la esclavitud, ha comenzado á ser maltratado apénas se des-
prendió de las entrañas maternas; ha visto siempre ultrajados y trabajando como
bestias á los que le dieron el sér, de los que lo separaron bien pronto, creciendo
así sin vínculos ni afecciones, sin cariño y sin cuidado. Mandados brutalmente,
para ellos la voz preventiva ha sido siempre una injuria, la voz ejecutiva el chas-
quido del látigo que azotaba con furia sus espaldas. Hombres como nosotros, se
han visto asimilados por nosotros mismos á los animales, hemos creado y atizado
un odio de raza y no lia pensado mas el infeliz que en su independencia y en su
libertad; no le lian preocupado mas que los medios de sacudir el yugo, pero para
matar blancos.
De esta terrible aspiración lia surgido la clase de los Cimarrones, negros huidos
por un delito del ingenio donde trabajaban, y que escondidos en las fragosidades
de aquellos montes donde un ejército puede perderse, han acechado á sus perse-
AMERICANOS Y LUSITANOS
573
guidores con la astucia del tigre y los sanguinarios instintos de la hiena. Solos y
aislados en un principio era muy poco lo que podían conseguir y su acción esta-
ba limitada desde todos los puntos de- vista; no creemos que en ocasión ninguna
uno de aquellos desventurados pudiera pensar en Cuba libre, esta cuestión babia
de preocuparle muy poco, dado que Cuba no era su patria, pues arrancados sien-
do niños por feroces corsarios de la costa de África, casi ninguno podrá decir ya
en qué comarca vio la luz primera.
Espíritus ambiciosos y egoístas, ingratos y desagradecidos en pugna con toda
idea noble y levantada lian concebido el proyecto de la independencia, que favo-
recerá á sus intereses según creen y estos lian aprovechado como elementos para
sus fines á los primeros, han hecho de ellos la carne de cañón y la sacrifican á
sus bastardas miras, procurando siempre que no le toquen nunca las pérdidas y
que puedan galanamente disfrutar ventajas el dia que las haya.
Este es el verdadero tipo que nos proponemos describir y presentar y al que
á su vez tenemos que dividir en dos clases bien distintas: el .separatista activo y
el separatista pasivo, existiendo también entre ambas clases un grupo al que po-
demos llamar separatista platónico del que también nos ocuparemos.
El separatista activo , es sin duda el mas notable; reclutando negros descon-
tentos, sin credo político definido, ni otra idea que la de mandar y dominar por
mas que no fuera sobre quien mas pesara el yugo, se lanza al campo y emprende
una série de correrías, en las que acredita que mas quiere Cuba destruida que
Cuba libre; no hay campo que no tale, ni plantivo que no destroce, ni ingenio
al que no ponga fuego; mata á cuantos tiene gana y llegada la hora de un en-
cuentro se bate, pero nunca al descubierto, siempre parapetado en los troncos de
aquellos árboles gigantes, cuya sombra parece siempre dispuesta á cobijar esce-
nas de amor y tiernos idilios, nunca dramas sangrientos, ni crímenes, ni errores.
Feroz por encono y sanguinario por venganza, en nada pára ni nada le detie-
ne; su voluntad es absoluta y terrible: arrolla cuanto se le opone al paso y con
promesas de una futura época de libertad y bienandanza, es mas tirano que todos
los tiranos, y no parece sino que procura hacer ensayos para cuando llegue á ocu-
par uno de los puestos mas elevados de la futura República con que sueña. Estos
sueños que se agitan en su mente conturbada, son siempre hijos de loca ambición
<[ue le domina y nada mas; bien seguro que si le interrogáis por qué se lanzó al
campo os dirá que no pudiendo resistir la humillación de ser colono quiere crear-
se una pátria, y no se fija en que las pátrias no se crean, sino que somos creados por
TOMO i. 72
574
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ellas, y que él aunque no quiera afirmará siempre sus aborígenes, y será español
por sus usos y costumbres, su idioma, su naturaleza y todo. El día que cualquie-
ra de estos llegara á mandar, muy poco después todos sus secuaces quedarían
convencidos de cuán mentidas son sus palabras; escudado con los rigores del cli-
ma no pudo, según dice, trabajar, y hay que desengañarse, si se lanzó á cruda
guerra fue solo por ver si consigue que otros trabajen para que él goce.
Eu tanto dura su bandería disfruta y se aprovecha de cuanto puede, pues si
pasados los odios que encendieron la insurrección ó gastados los ánimos que die-
ron lugar á ella, no puede acogerse á una capitulación é ingresar con grados y
honores en el ejército de la península, se irá á vivir á los industriosos Estados
Unidos del Norte ó se vendrá al bullicioso París á gozar de una renta que antes
no tenia capital que la produjera. El hacia gala cuando era revolucionario de des-
preciar todo aquello que no fuera esencialmente democrático, aborrecía y vitupe-
raba las clases, constantemente declamaba contra ellas, no comprendía ó mejor di-
cho no quería comprender porque existían esas humillantes diferencias sociales
que alejan á los unos de los otros, creando entre ellos barreras insuperables; mas
cuando deja de ser revolucionario, manifiesta profundamente que no decía aque-
llo mas que por despecho, y se opone á que lo llamen cabecilla, quiere recibir el
dictado de general y se da importancia como uno de tantos y habla mal del mun-
do entero, pero muy especialmente de los que él ha dado en llamar compatriotas
y que no son en suma mas que sus paisanos. Una amnistía que él será el prime-
ro en trabajar porque se conceda; le abrirá las puertas de aquella hermosísima
tierra, y columpiándose indolente en la hamaca, á la sombra de los esbeltos pla-
tanales, pensará en tanto de ascender en el espacio las azuladas espirales del ta-
baco riquísimo que saborea, que es un tonto todo aquel que se empeñe en con-
tiendas como no sea para provecho y lucro propio, que no obra bien el que por
única mira no se propone su regalado bienestar y caiga el que caiga.
El separatista pasteo; esta variedad de la especie es mas perjudicial y mas
mala; por lo pronto el individuo que pertenece á ella carece de valor para expo-
nerse á recibir una bala, así como también de resistencia para soportar las fati-
gas de una ruda y penosa campaña en que es casi imposible poderse permitir
momento de tregua ni reposo. Ama la llamada independencia y desea que se
efectúe para lo cual no escasea medios ningunos, excepción hecha por supuesto
de todos aquellos que por una ú otra causa puedan dar lugar al deterioro de su
persona. No hay club clandestino ni sociedad secreta á que deje de pertenecer y
AMERICANOS Y LUSITANOS
575
allí maquina los mas descabellados planes y propone los medios mas absurdos
jiara llegar á conseguir el fin propuesto. No pára, ni vive, ni descansa, está
siempre en perpétua agitación, fomenta el encono, aviva los odios, explota las
voluntades é incita á la revolución, declamando que de aquella manera no se
puede continuar, que hay que terminar de una vez y poner coto á la tiranía odio-
sa de tanto explotador como llega de la península. Colecta fondos de cuya distri-
bución se encarga, administrando así los intereses de la buena causa que no poco
le aprovechan. Conspirador sempiterno, todo lo comenta y de lodo procura ente-
rarse. No da lugar jamás á la desconfianza, sino todo lo contrario: pone su mayor
empeño en estar bien con todo el mundo, pues de este modo jamás tocará pérdi-
das y siempre le alcanzarán ventajas. Procura conservar su influencia á toda cos-
ta y á este fin hace á los suyos confidencias verdaderas ó falsas que dice haber
recogido en los centros oficiales, con lo cual las partidas se mueven; si dan golpe
y consiguen alguna ventaja se vanagloria de haber sido de los que procuraron el
triunfo: sino aciertan porque nada habia en realidad, lo atribuye á un repentino
cambio de plan en las fuerzas del gobierno.
Frecuenta las oficinas y los sitios públicos donde cambia de continuo de ca-
rácter adoptando el que cree convenirle mas, y á la menor sospecha de que pue-
de llegar á ser perseguido, al mas ligero temor que le asalte, es de ver como se
acoge á la benevolencia y protesta de su buena fé y fidelidad al gobierno; enton-
ces los que llama suyos y aparecen favorecidos por él. son los perjudicados, por-
que á fin de quedar en paz y que nadie turbe su reposo ni le priven de sus como-
didades, recurrirá á medios bajos y arteros, y en prueba de los buenos deseos que
con respecto al gobierno le animan, hará alguna delación y fuerzas dispuestas á
1 latirse en el campo, serán sorprendidas y exterminadas; ó algún club ó reunión
clandestino será denunciado y cogidos infraganti los individuos que los compo-
nen, se verán condenados á la deportación ó á mns severas penas.
Pocas causas dejarán de tener individuos de esta clase, fervorosos partidarios
de ellas en apariencia, pero falaces y traidores siempre, dispuestos solo al medro
personal y á la ganancia, mas con tan hábil artificio preparado que nunca serán
descubiertos como lo que son, y que jamás llegarán á tropezar en los escollos de
los negocios á que se aventuran. Este filibustero es sin duda ninguna al que mas
debe temerse, pues ambicionando siempre lo mismo y dado que jamás se escar-
mienta en cabeza propia, seguirá desempeñando su oficio y nada se le dará del
descalabro que sufran las partidas en el campo, afirmará que son desgracias an—
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
576
turales é inevitables que no importan, ó deben importar muy poco si hay fé y
constancia, y que por lo tanto se debe seguir adelante sin retroceder un punto
porque el triunfo es seguro.
A esta clase pertenecen los mas de los separatistas ilustrados, sí los liay y son
los que forman parte de las redacciones de los periódicos que defienden tan des-
cabelladas ideas; ellos son los que publican esos artículos plañideros con ribetes
de filosofía y altas consideraciones donde se dice desde el trípode, que la emanci-
pación es una ley histórica y que la colonia se emancipa; en confirmación de su
retumbante aserto presentan como ejemplo lo que ocurriera á la soberbia liorna sin
ligarse en el ridículo que afrontan al quererse comparar con cualquiera de los
pueblos independientes y libres que fueron apresados por las garras de las águi-
las romanas, sin fijarse cuanto cambian los tiempos y que al fin en aquellas re-
motas épocas, las naciones subyugadas no hicieron mas que volver á la libertad
de que disfrutaran antes sin haber perdido nunca sus usos ni sus costumbres, y
que esta misma libertad la reconquistaron gracias á su propio esfuerzo, sin luchar
mas que contra los que á ellos eran completamente extraños. En Cuba no sucede
ni puede suceder lo mismo; allí todo es español y querer la emancipación de aque-
lla, nuestra provincia ultramarina, es un crimen de leso españolismo mas grande
que lo seria querer que se hiciera independiente cualquiera de los reinos que
constituyen boy la unidad española, lo cual representa una gratitud para la cual
no hay nombre.
El separatista platónico; nació en Cuba, pero apénas se acuerda de tan her-
mosa isla: gracias á, una inmensa fortuna conseguida en el mayor número de los
casos por los medios que hoy se apresura á condenar, pudo trasladarse desde sus
primeros años á París ó á Madrid, donde se da vida de príncipe, gasta á manos
llenas y pasa sus dias en la opulencia y en el sibaritismo mas refinado. Jamás se
le importa nada de nadie, pero las noticias de la sublevación le despiertan un
tanto del letargo en que yace, recuerda entonces que nació en aquella parte de
América y la ambición de algo que no tiene, da lugar á cjue la causa se le haga
simpática, manifestándolo con los socorros que envia y con el ánimo que procura
infundir á los secuaces; mas llega un dia en que dominado por su eterna apatía y
cansado de gastar dinero vuelva á su vida de siempre, pero sin dejar de pensar
en el elevado puesto que ocuparía el dia en que Cuba fuera libre.
Dividimos á los filibusteros en tres clases, mas en el fondo resulta un tipo
solo y único, el del hombre que se mueve llevado de su ambición y de su egois-
AMERICANOS Y LUSITANOS
mo, y que con tal de conseguir su fin no se para en los medios: vanidoso y fan-
farrón que encuentra mal cuanto hacen los demás y cree que él como nadie bas-
taría para hacer un paraiso de lo que en realidad haría un objeto de tráfico.
Por ventura el filibustero no abunda; aun quedan en aquella hermosa isla
no pocos que comprenden sus intereses y que, condenando con todas las fuerzas
de su alma las agitaciones y trastornos, quitan toda la fuerza moral á los que se
lanzan, fiados en vanas promesas, por lo que nunca podrán triunfar.
por 1). Rafael Hartos Giménez.
i el golf© de la bahía de Ñapóles, ni el puerto de Lisboa, ni
las puras y trasparentes aguas en que se retrata la reina del
Adriático, reflejan un cielo de azul tan límpido v puro como
el mar que baña las costas que de nuestro país abandóna-
te^5
ron los árabes después que todo.
Aquel cielo puede ser aventajado únicamente por el de los ojos
de las mujeres hermosísimas que allí se crian, hay que verlo para
comprenderlo, y después de visto, se siente siempre y es imposible
darlo al olvido.
N ada mas encantador ni de mas efecto que las costas del Medi-
terráneo, tranquilo y apacible mar, que mas que mar parece un lago.
A no ser cuando soplan los duros, agitados y terribles aires, las ondas que ba-
ñan nuestras costas del Mediodía, permanecen en una calma perezosa, rizándose
á impulsos de la ligera brisa que en ella forma caprichosos montículos de espuma
blanquísima, que se deshace al caer sobre las menudas arenas de la playa.
Muchas veces nos hemos pasado horas enteras contemplando el bellísimo es-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
570
pectáculo que desde el muelle se ofrece á nuestra vista y por mas que tal deleite
repitamos, nunca resulta monótono, nunca causa enfado porque lo sublime en-
canta siempre: en no pocas ocasiones, cuando dejábamos que ansiosas vagaran
nuestras miradas por aquella trasparente y movible superficie, allá en el hori-
zonte en la línea aquella en que el cielo parece que se junta con el mar, divisá-
bamos ligeros puntos negros que se movian de un lado para otro: menos conoce-
dores otros, cualquiera que los hubiera contemplado, se les figuraría ver ballenas,
focas ó cualquiera otras de las mal llamadas fieras marinas que se agitaban sobre
las olas buscando al propio tiempo el aire respirable que les era necesario.
Desde un punto de vista y considerando con cuanta verdad se ha dicho que
el pez grande se traga al chico, estos puntos negros á que nos venimos refirien-
do pueden y deben ser considerados como verdaderos monstruos marinos: los pes-
cados al menos los tendrán por tales, al ver que ellos son los que sirven para re-
tirarlos del líquido elemento en que nacieron; ellos son los que desde mas ó menos
lejanos puntos de la costa los acarrean á tierra para dedicarlos á alimentar á los
mortales ó, mas aun, para que recreen su paladar ó satisfagan sus gustos.
La industria de la pesca en un principio, como ha sucedido con todas las in-
dustrias, es hija de la necesidad: en los primeros dias el hombre procura coger los
animales de la selva y los peces de las aguas para su alimento, sin dar mayor ó
menor estima á este ó al otro: entonces el pescar no podia ser considerado como
un oficio, era una ocupación precisa; cuando se liabia cogido lo bastante para
satisfacer las necesidades del momento se dejaba y de este modo puede decirse
que el hombre, solo muy tarde en el tiempo, pudo llamarse pescador.
Hoy por ejemplo es una ocupación precisa y ya lo fué en una de las civiliza-
ciones que han pasado. Poco trabajo costará encontrar lo muy desarrollado que
tal oficio se encontraba en la antigua Grecia, cuando en poetas tan notables como
Hesiodo y Homero, se encuentran descritos y detallados con todos los caractéres
que en aquel tiempo tenian: en Roma, como también es sabido, aquellos orgullo-
sos patricios que vivian en la holganza mas absoluta, aquellos ciudadanos que
siempre lo encontraban todo hecho, tenian esclavos destinados á la pesca, escla-
vos cuyo único y exclusivo oficio era tender la red y manejar el harpon contra
los peces que serian lujo y regalo mas tarde, en las mesas de sus amos.
Cuando en la época actual vimos celebrar con tanto encomio los festines, y ya
que no tiempo y aire, con la trompa de la fama se invierten en su descripción, co-
lumnas y columnas en los periódicos, no podemos menos de sonreimos desdeñosa-
580
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
mente recordando lo que de la época romana se describe. Cuando oímos lamen-
tar las penas y fatigas de los pescadores en la época actual, no podemos menos de
comprender basta que punto se ignora lo que la gastronomía obligaba á los de
otros tiempos. En los dias que vivimos, por refinado que sea el gusto y grandes
las riquezas de un individuo, se contenta con lo que el país produce y se queja
en el mayor número de los casos de lo muy caro que cuesta todo, á pesar de
las facilidades que para el trasporte de cualquier producto ha dado la industria
moderna. Si llegamos á hacer comparaciones, fácil será comprender porque nega-
mos que existan boy verdaderos gastrónomos, y porque ciertos oficios carecen do
importancia y se encuentran tan rebajados.
Al recordar lo que se cuenta de Lucillo y lo qué de Gabio Apicio se refiere,
no podemos menos de considerar como á unos infelices á todos los condes y mar-
queses, capitalistas y banqueros que parece nos quieren eclipsar con su opulen-
cia. Para que cualquiera de estos baga una invitación, se hace suponer que la
pensó con quince dias de anticipación, que se encuentra dispuesto á hacer gastos
extraordinarios y que teme que para el dia que fijó no pueda el mercado propor-
cionar aquello que comprende es del gusto de las personas á quien invito. Estos
temores, estas dudas no alcanzan á los verdaderos gastrónomos citados, que no se
paraban en nada, y que en casos determinados enriquecieron á un pescador con
una sola compra que les hicieran.
En una ocasión, según refieren las antiguas crónicas, el emperador Tiberio
recibió en regalo un hermoso barbo que pesaba nada menos que cuatro libras y
media, caso sumamente raro, por cuanto el pez de esta clase que mas había lle-
gado á pesar, fueron dos libras: el emperador quiso ver basta donde llegaba la pa-
sión de los que ya como gastrónomos eran señalados, y lo envió al mercado afir-
mando de antemano que lo comprarían solo Apicio ú Octavio. No se engañó efec-
tivamente; antes al contrario, concurrieron ambos y se empeñaron en una subasta
que hizo ascender el precio del descomunal pescado á cinco mil sextercios ó sea
la enorme suma de diez mil seiscientos veinte y cuatro reales que pagó Octavio,
rasgo que le hizo crecer mucho á los ojos de sus partidarios, pero que- en realidad
se hacia mas digno de la acre y punzante censura de Catón, que no podía menos
de afirmar que era inminente la ruina de una ciudad en la que se vendía mas
caro un pescado que un buey.
Feliz época aquella para los pescados en que á tan alto precio se pagaban sus
mercancías, y en que estas mismas eran hasta causa de largos y penosos viajes
AMERICANOS Y LUSITANOS
581
por parte de distinguidas personas, pues á mas del caso citado, merece especial
mención el que en los hechos á que la gastronomía le obligó, acrecen la fama
de Apicio hecho con el que parece quiso tener la revancha de la mala pasada que
le jugara Octavio apoderándose del barbo con que Tiberio los quiso probar á am-
bos.
Las mas hermosas langostas que por entonces se cogian eran las de Mintur-
no, punto á que se labia retirado Apicio para mejor gozar de ellas; mas no fal-
tó quien la digera que en Africa se habian pescado de una magnitud tal que hasta
entonces no se habian visto, é inmediatamente, sin diferirla ejecución de su pro-
yecto para el dia siguiente se embarca para el país que habia dado lugar á la
mas grande gloria de Scipion. No bien buho llegado supieron los pescadores el
objeto de su venida y acudieron á ofrecerle langostas al lado de las que las mas
grandes que pueden verse hoy pasarían solo por crias del mas reducido tamaño.
Él, sin embargo, las quería mas grandes, se enteró de que no las habia, y sin
desembarcar, sin hacer el menor descanso mandó cambiar el rumbo y se dirigió
nuevamente á Minturno.
Estos pueden en verdad ser citados como verdaderos aficionados á la pesca, y
estos son los que dallan importancia real y efectiva á los pescadores. Indudable-
mente en la época en que nos tocó vivir no hay la refinación del gusto que do-
minaba durante el imperio romano á los ricos potentados; hoy con todo el lujo y
aparato que en sus mesas quieren ostentar los ricachones no lograrían obligar á
que un acomodado romano se dignara volver la vista y los mas refinados palada-
res de nuestro tiempo, comparados con los de aquellos que sabían distinguir pa-
ladeándolas solamente cuando las ostras eran de Circei ó de las rocas de Lucrino
ó del promontorio de Rutiipo y distinguir cuando la lubina habia sido pescada en
alta mar ó en la embocadura del Tiber ó rio arriba entre los puentes, dando mas
precio á la que se encontraba en estas últimas condiciones, por cuanto el trabajo
y las fatigas que habia tenido que sufrir para remontar la corriente, daban mayor
finura y delicadeza á su carne.
En aquellos tiempos los pescadores merecían señalada mención de cuantos
gustaban regalarse el paladar, pues no parándose en gastos buscaban lo que les
agradaba, por léjos que estuviera y puntos, que por nada se hubieran menciona-
do, se hicieron célebres por la caza y por la pesca que en ellos podía obtenerse.
Para servir la mesa de aquellos que hicieron precisas las leyes suntuarias, esta-
ban á contribución todos los países, todos los mares y todos los rios, Se hacían
TOMO i, 73
582
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
traer las murenas del estrecho de Sicilia ó de Tartesio, situada en nuestra Anda-
lucía, las merluzas de Persimunta, que hoy se llama Posena, pequeña población
de Anatolia: las ostras que hoy también son tan rebuscadas y apetecidas para ex-
citar el apetito, de Tárenlo , de Circei ó del lago Lucrino, el sollo de Rodas, el es-
caro de Sicilia, el rodaballo de Rávena, los erizos de Misena y de esta manera
tenían segura fuente de riqueza los habitantes de muchos puntos, gracias al de-
licado paladar de aquellos sibaritas.
El pescador de aquel tiempo era un sér estimado, gracias al refinamiento de
la época; su actividad era grande, tenia que serlo para poder atender y satisfacer
los numerosos pedidos que continuamente recibia, y no se descuidaba j amás, por-
que sabia sobradamente que su ganancia sobre ser grande era segura.
Hoy no sucede lo mismo, ni con mucho: lo que en un punto se pesca se con-
sume en el mismo, y allí donde por falta de mar ó caudaloso rio no puede pescar-
se nada, el ferro-carril lleva los frutos del mar, pero en un estado que rara vez
pueden ser comidos, originando en muchos casos mas pérdidas que ganancias y
aun cuando resulten solo éstas, son tan reducidas que no alcanzan á servir de es-
tímulo en manera alguna. Todo lo pescan todos, la red saca revueltos los peces
grandes y chicos que aquellos no se comieron: los copos dejan sobre la arena los
pescados finos y bastos, y los pescadores lo venden todo sin hacer separaciones,
porque saben que los mismos que un dia comen merluza, al siguiente toman sollo
ó calamares.
Ignoramos si por esta decadencia ó porque en ello influyen las condiciones de
cada región, es lo cierto que el pescador de cada una tiene ley, usos y costum-
bres que los personifican y particularizan; que los distinguen á los unos de los
otros. El pescador de nuestra costa cantábrica no se parece en modo alguno al
que ejerce su oficio en las aguas que bañan las de la industriosa Cataluña, ni el
de esta parte se asemeja al de las costas andaluzas, que es el tipo que nos propo-
nemos describir.
Puede parecer largo y difuso el preámbulo de nuestro estudio, pero creemos
que no importe á nuestros lectores; era casi necesario y sobre todo tenemos la se-
guridad de que nos lo dispensarán.
Entrando de lleno en nuestro asunto, nos parece razonable para la mejor inte-
ligencia distinguir el pescador que pesca, del que vende; pues no todos hacen lo
mismo á pesar de que ámbos reciben el mismo calificativo. Por supuesto que ya
nuestros amables lectores habrán comprendido que hacemos una exclusión total y
AMERICANOS Y LUSITANOS
583
absoluta del pescador de caña: éste en todas partes es lo mismo y tiene idéntico
carácter, mas que pescador merece el título de aficionado á la pesca que puede ser
sastre, barbero, zapatero ó cualquier cosa, basta facultativo, pero siempre hom-
bre de muchísima calma que corre gran riesgo al casarse, pues con su afición
manifiesta gran cachaza y paciencia para todo, aprovechando cuantos ratos le de-
jan libres sus ocupaciones principales, coge su larga caña que cimbra al cargarla
al hombro y una pequeña cesta donde á mas de algunas provisiones con que to-
mar un bocado, lleva cebo con que engañar á los incautos pececillos, aunque mu-
chas veces el tipo que nos ocupa, deberá pensar que en el fondo del mar tengan
también colegios donde ilustrarle los pescados, pues pocos son los que acuden á
picar la comida que envuelve el criminal anzuelo. Esto es que nuestro tipo des-
pués de tomar posiciones, casi siempre en elevada peña, permanece sentado horas
y horas, fija y atenta la mirada en el corcho que sobrenada; al menor movimiento
de arriba Inicia abajo que nota, tira de la caña con presteza y se encuentra con
que el mayor número de las veces fueron ilusiones engañosas, no pocas por mas
que tira, no puede sacar nada: las corrientes llevaron el anzuelo hasta una piedra,
en la que se aferró ó fué mordido por un pez, que de fuerza mayor, se lo llevará
consigo muriendo al fin bastante lejos del que pretendió cogerlo: los menos serán
los que logren sacar algún insignificante pececillo, que ni aun repetido cien ve-
ces bastara satisfacer en una comida, ni á un individuo solo.
Este tipo que es burla y sarcasmo de cuantos le miran, pues muy pocos en
número llegan á comprender su afición, no entra en los límites de nuestro estu-
dio: encaminado á prestar al pescador de verdad al que por único oficio tiene el
de la pesca al que vive de ella ya cogiéndola, ya vendiéndola, y no al de toda ó
cualquier parte si no al de Málaga, que creemos presente rasgos típicos que lo
pueden diferenciar de los demás.
En aquel país el pescador mas que clase parece casta: el oficio se trasmite de
padres á hijos, y del mismo modo que á esta clase no entra ninguno que no ten-
ga en ella algún ascendiente, puede darse por seguro que tampoco ingresa en
ella el que no los tenga. Esto que á primera vista pudiera parecer raro no lo es
considerándolo detenidamente. El que es zapatero por ejemplo, y el que es alba-
ñil, ó carpintero ó cerrajero, no llevan nunca sus hijos al taller, se quedan en la
casa al cuidado de la madre ó de la familia, y de este modo pueden despertarse
en el muchacho otras aficiones que le impulsen por distinta senda de la que si-
guió el padre, pero esto no sucede con el pescador.
584
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Teniendo que desempeñar su oficio en el mar, vive junio á él casi siempre en
la playa en la modesta barraca donde guarda sus útiles y enseres: allí le acom-
paña su mujer, allí nacen sus hijos y desde sus mas tiernos dias acostumbran
á dormirse arrullados por el batir de las olas. Cuando crecen aun sin poderse te-
ner en pié se arrastran basta la playa y juegan con la arena, se entretienen en
buscar las pintadas conchas y los retorcidos caracoles; mayores ya, avanzan hasta
la orilla y se divierten en aguardar la ola que muchas veces los alcanza y les ba-
ña los piés, y de esta manera poco á poco se van acostumbrando y mas su interés
acrece apénas se aviva su deseo, teniendo constantemente ante la vista á sus pa-
dres aun á lo que sin fuerzas para ello les quieren ayudar.
Naturalmente resulta de esto que apénas puede dedicarse al oficio se dedica;
mas, como para esto son necesarias fuerzas que aun no se tienen en los años ju-
veniles, comienzan por lo que puede llamarse primer paso en la carrera y aprende
ú hacer redes á componer los deterioros que en las que sirven causan los arrecifes
del fondo de los mares ó los peces que nacen con defensa natural para librarse de
la traba que aquel tejido de cuerdas le opone. Sentado en la playa, resguardado
del sol cuando abrasa, por una estera vieja que sujeta á dos cañas, que el mas
ligero soplo de aire mueve, pasa las horas entregado á su monótona tarea, mien-
tras entre dientes murmura el triste cantar en cualquiera de aquellos aires que
claramente revelan, que los árabes dominaron allí por largo tiempo y que suave-
mente le acompaña el ruido del agua que lame perezosa las arenas de la orilla.
Casi sin cambiar de posición duerme la siesta, y el sol y el aire curten su rostro,
lo ponen atezado y le hacen adquirir un tinte muy particular, parecido muy se-
mejante al de los egipcios que pasan la vida en las orillas del Nilo.
Sus juegos son las ocupaciones que en pasados tiempos se recomendaban y
aun se exigian para conseguir el desarrollo físico; el salto, la carrera, la lucha; y
con efecto ellos también se desarrollan, consiguiendo una musculatura de acero
y unos nervios vibrantes que envidiarían atletas del ponderado circo: adquieren,
mediante ellos, fuerzas y agilidad, y mas acrece con el tirar de las cuerdas que
arrastran la pesada red en que vienen los cautivos que servirán para su fortuna
v alimento.
«/
Su traje es ligero hasta tal punto que no puede serlo mas: un calzón de tela
azul y una camiseta de lo mismo lo componen: en la cabeza las mas de las veces
no llevan nada y si llevan, todo está reducido á un sombrero de palma con an-
chas alas ó de castor, pero tan estropeado que de él podia creerse como del oficio
AMERICANOS Y LUSITANOS
585
que pasó de padres á hijos. No olvidarán nunca la faja de rabioso color, ancha y
larga con que se dan mas de seis vueltas á la cintura y entre los pliegues de la
que llevan oculta la brillante y afilada faca, herramienta terrible en manos de
aquella gente, pues no es sino una degeneración de la mora gumía, espeluznante
hoja ya por la manera con que la esgrimen y que reunido todo da lugar á que
cuantos presencian una riña si la ven entrar en el cuerpo de un infeliz, excla-
man :
— ¡Dios le haya perdonado!
Lanzarse á lo desconocido es un afan que seduce á todos los hombres, por lo
mucho que lo desconocido seduce, y de aquí que á lo primero que aspira un pes-
cador principiante de aquella costa es á tripular la barca que ha de remontar la
red: la petición de esto menudea tanto que al fin un dia el padre se decide y per-
mite que lo acompañe el hijo de su alma, en cuyos ojos se mira, pues por mas
que parezca brusco y ráfio, el pescador es sensible y aunque á su manera, sabe
amar y ama. El instinto feroz y sanguinario que á veces parece que le domina
no depende como pensando muy á la ligera suponen algunos, de su falta de cul-
tura ó educación ó del poco trato por el aislamiento en que vive: depende mas
que nada de la hirviente sangre que circula por sus venas, caldeada de continuo
por aquel sol que abrasa, depende de aquellas fogosas pasiones que germinan en
su seno, y tanto es así que inmediatamente de cometer un delito, cuando viene
de realizar uno de los crímenes mas grandes, luego que fija su atención sosiega
y considera lo que acaba de hacer; llora, se arrepiente y se deja llevar como un
niño. Muchas veces hemos visto maniatados caminando para la cárcel á hombres
de esta clase, que nunca en su larga vida liabian dado lugar ni al mas ligero de
los escándalos, y que sin embargo, en un momento de obcecación ó de arrebato
se han ido á fondo dando muerte tal vez al mejor de sus amigos, al hombre con
quien nunca se hubiera podido suponer que tuviera una riña. Y aquel hombre
que en su furia habia matado á un semejante, aquel hombre, que en la ocasión
aquella tuvo en jaque á una y aun á dos parejas de agentes de la autoridad:
cuando vuelve á la razón, cuando pasa aquel acceso de furor que le dominó un
instante, se deja prender y conducir como un niño, sin hacer la menor resisten-
cia, y va luego sumiso y contrito á purgar su falta, estando diez años en un pre-
sidio del que saldrá pervertido, incapaz para continuar en su oficio y dispuesto
á perseverar en la senda de la infamia y del crimen.
Pero abandonemos esta larga y confusa digresión y volvamos á nuestro asun-
580
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
to, esto es, sigamos ocupándonos de nuestro tipo á quien sus aficiones engendra-
das y alimentadas por lo que constantemente vé, llevan á conseguir que un dia se
acceda á su petición: toma parte en todos los necesarios preparativos, repasa las
redes y las boyas, se hace cargo de los plomos y las cuerdas y una vez hecho
esto con el calzado levantado hasta mas arriba de la rodilla, el pecho al aire y la
cabeza descubierta, apoya sus espaldas como todos los demás á las bandas de la
barca y de un lado y de otro la impelen dulcemente Inicia la orilla sosteniéndola
basta que las ondas la hacen flotar. Una vez conseguido esto trepan hasta ella,
empuñan los remos con vigorosa mano, y abren, gracias á su esfuerzo profundo,
surco en las aguas por donde la barcaza se desliza meciéndose.
Avanzan sin descansar: aquellos hombres parecen de acero: parece que no
experimentan ni la mas ligera ténue fatiga, y de este modo siguen y siguen has-
ta encontrarse fuera del puerto; mas allá, pero bastante del espacio en que por
celebrarse las faenas propias de los muelles está libre de pescado: mas cuando lle-
gan al sitio en que estos abundan; cuando se encuentran allí de donde nada pue-
de ahuyentarlos, entonces hacen alto, varan y arreglan la red de tan hábil ma-
nera, que queda extendida en el fondo del mar y sujeta por las cuatro puntas á
cuerdas que se sostienen en la barca.
A ellas se sujetan las boyas que sirven para indicar la dirección que traen, y
una vez hecho esto la barca emprende el retorno hácia la orilla, trayendo consi-
go los cabos á que están sujetos ya no pocos peces.
La satisfacción y la alegría mas grande se refleja en el semblante de todos.
Al verlos venir de aquella manera cualquiera podria pensar que eran náufragos
á quienes la tempestad deshiciera en alta mar y que asidos fuertemente á débil
embarcación logran á costa de afanes considerables y terribles fatigas dominar
las olas y arribar á la hospitalaria playa donde les aguarda la salvación.
Siempre que el hombre abriga alguna esperanza, jmocede del mismo modo y
al volver el pescador a la orilla dejando echadas sus redes, confia en que mediante
el trabajo que le falta realizar se verán colmados sus deseos, que la pesca será
abundante y con sus productos podrá atender á la satisfacción de sus necesidades
y dar pan á sus hijuelos que ansiosos le esperan en la playa. Así es, que avanza
impaciente sin tomar reposo, sin abandonar el remo un solo instante y boga y bo-
ga hasta que la quilla de su ligera embarcación encalla en la menuda arena.
Allí le aguardan ya sus buenos compañeros, que cogen las puntas de las cuerdas á
que quedara la red afianzada y se organizan para tirar de ellas á una voz, en tan-
AMERICANOS Y LUSITANOS
587
to que los tripulantes procuran varar la embarcación. Una vez terminado esto, se
abren en dos filas que cada vez van estrechando mas, tirando cada una de dos
cuerdas.
Larga y penosa es la faena, mas al fin se divisa la última boya; al fin cada
vez sienten mas fuerte el peso y á juzgar por él, aquel dia será grande la ganan-
cia: la red debe venir repleta y en efecto no se lian engañado. Poco tiempo des-
pués asoman los cabos terminales, un momento mas y la presa estará ya sobre la
arena. En derredor del sitio se aglomera mucha gente, que pasa el rato distraida
contemplando la faena y holgándose con los dichos y ocurrencias de aquella gen-
te que siempre, como se dice y es verdad, están de broma.
Cuando sale el copo comienza el vocerío y se constituye entonces un espectá-
lo de los mas animados que suelen verse, los pescados colean y saltan revueltos
los grandes con los chicos, los finos con los bastos; alrededor de la red se agolpan
los curiosos y con ellos los compradores que han de revender luego la mercancía
por las calles de la población; mas antes de hacer parte ninguna el capataz del
copo con una vez que rara vez se engaña, procura calcular lo que ha salido, lo
reduce á un peso, da á éste un precio y comienza luego la separación necesaria:
aquí se amontona la rica y fina pescada: allí el pintado salmonete, mas allá el
blando calamar, en otro lado los pescados mayores, quedando al fin separados los
peces chicos, entre los que tanto abundan en aquella costa el sábalo, boquerón,
las sardinas y el pirel.
Comienza la venta de la que se encarga el patrón, y en tanto los jabegeros
tendidos aquí y acullá en la arena, fuman un cigarro con la mayor indiferencia sin
preocuparse de nada y sin que nada les pueda molestar, quedándose dormidos el
mayor número de las veces hasta que le vienen á despertar para partir las ganan-
cias conseguidas. Se despereza entonces, procura sacudir el sueño y va con sus
compañeras á sentarse alrededor del pintado pañuelo donde tiene el jefe amonto-
nado el dinero. Sacan en primer lugar lo que todos dejan para la red y la barca,
el aumento que recibe el capataz y lo demás lo parten como buenos hermanos,
recogiendo cada cual su parte y retirándose luego.
Antes de llegar á la casa, aquel hombre que ha estado trabajando desde el
alba en que comenzó su tarea hasta las cuatro de la tarde, en que la dejó termi-
nada, irá á la taberna á tomar una copa y á contar algún sucedido, como él dice,
pero de los que no pasaron nunca, porque el pescador, lo mismo que el cazador,
es exagerado y embustero, No será raro que halléis, quien de entre ellos os sos-
588
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
tendrá que casi junto á la playa, allí en el apacible y tranquilo Mediterráneo lia
visto ballenas mas grandes que un navio de tres puentes ó tiburones en manadas,
al oir esto, se levantará en algunos el deseo de improvisar y apoyará lo que su
compadre dijo,, no porque lo crea cierto si no porque le servirá para contar mil
proezas y aventuras como las de que sostuvo una lucha con un tiburón, y le dio
muerte con su faca ó que, perseguido y acosado por un lobo marino lo dejó atrás
á fuerza de remos. Cuanto mas beben mas charlan y mas mienten, no siendo raro
«/
que entre ellos surja algún altercado que indudablemente llegarla á tener fatales
consecuencias; pero nunca falta quien medie, nunca falta quien proponga una
amistosa avenencia que no deja jamás de realizarse, porque al fin y al cabo son
buenos y la culpa de todo la tiene el picaro vino de Andalucía, que tiene mucho
cuerpo y se sube enseguida á la cabeza.
Después de pasar alegre el rato nuestro pescador se irá á su casa, cenará tran-
quilo con su mujer y sus hijos, y dormirá hasta el dia siguiente en que se irá de
nuevo á la playa á desempeñar la cotidiana tarea. Este es el tipo en tanto se en-
tienda por pescador al que pesca, mas como también se da el mismo nombre al
(pie vende el pescado y presenta un tipo característico, justo será que digamos
algo de él, aun que sea poco.
En tanto que los que hemos procurado pintar tiran del copo los que esperan
revender lo que salga, aguardan tendidos en la arena: una vez fuera la jábega
cada cual según sus fondos, compra aquello que cree, debey puede tener mas sa-
lida según también los barrios en que es conocido; los que discurren por las ca-
lles del centro de la población cargarán con los de mas precio: los que salgan á
vender por los barrios llevarán los boquerones tan nombrados, las sardinas y los
jureles, regatearán el precio, lo escatimarán cuanto puedan y una vez listos em-
prenderán el camino de la ciudad, ajustando sus cuentas de antemano para saber
á que precio revenderlo.
Apénas llegados á las primeras casas llevando pendientes de los brazos los re-
dondos cenachos, comienzan á pregonar de una manera mas ó menos pintoresca
su mercancía con una voz que se oye lo mismo en las habitaciones altas que en
los cuartos interiores. Si el precio es caro lo omitirán en su pregón para dar lu-
gar á que salgan á preguntárselo y poder entablar un animado diálogo, con la
criada ó con la mujer del pueblo, en el que siempre saldrá ganando pues habrá
vendido ó habrá dicho alguna cosa de las que son tan de su gusto. Si aquel dia
el precio es bajo por la abundancia de pesca que hubo, será lo que mas recalque
AMERICANOS Y LUSITANOS
589
en su pregón para animar á cuantos le escuchan y siempre de esta manera es de
ver como gritan y se afanan y luchan dándose con frecuencia escenas de esta
clase.
De una casa de buena apariencia sale una criada morena y agraciada, tipo tan
común en aquella tierra, y con delicado timbre grita:
— ¡Eh, pescaor!
— ¿Qué se ofrece? — responde nuestro tipo sin volver mas que la cabeza y de-
jando que en los brazos se columpien los cenachos.
— ¿A cómo van los besugos?
— Los besugos no van, ¡salero! Soy yo quien los lleva.
— ¡Bueno hombre! ¿Y á cómo los lleva usted?
— ¿Pues no lo ha oido?
— Yo, no.
-—Pues se lo voy á decir otra vez.
Aquí nuestro hombre, que está convencido de que pregona bien y de que tie-
ne una voz con la que educado seria un gran barítono, lanza al aire su pregón lo
mas recortado y floreado que puede, y mira luego con aire picaresco á la criada,
que le escucha embobada, diciéndola:
— ¿Lo ha oido usted ya?
— Sí, pero á tres reales son muy caros.
— Pus mas caro es el jamón.
— ¿Quiére usted á dos reales por ellos?
— Mas me costaron á mí.
— Pues yo no los pago á tanto.
— Entonces lo dejaremos para otro día.
— ¡Adiós! — le dice la criada.
El pescador sigue su camino, mas no se ha separado dos pasos del sitio en que
estuvo, cuando se vuelve y grita:
— Oiga usted, mi alma, ¿lo quiere regalado?
— No, señor, — contesta la otra haciendo un gesto, — porque todavía tengo yo
dinero para pagarlo.
— ¿Pues á como lo paga lo último?
— A dos reales y medio.
El pescador titubea un inomento, y al fin, dejando los cenachos en el suelo,
dice:
tomo i.
74
590
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
— Llévelos usté, salero, no quiero que vaya disgustada.
Estas escenas se repiten, y aun se prolongan mas, cambiándose entre vende-
dor y comprador chistes y dichos picantes, oportunos unos, pero otros tan subi-
dos de color, que liarían enrojecer á un guardia civil.
A medida que el dia avanza van bajando los precios, pues en climas tan cá-
lido como aquel, los infelices, aunque pierdan, tienen que venderlo todo en el dia
para no perder mas. Esto les obliga también á andar sin descanso, así es que no
bien han despachado vánse á su casa, separan las ganancias que consiguieron,
apartan lo que al dia siguiente emplean en la compra y se duermen como unos
benditos.
por I). Federico Villabriele y Marta.
I
os hallamos en la calle de Segó vía hacia su último extremo
cerca del puente que lleva también por nombre el de la an-
tiquísima ciudad del alcázar. Las viviendas que por allí
PIP abundan, exceptuando alguna que otra recientemente edi—
v tienda, pertenecen en su mayor número á la época anterior á
Felipe II, muchas de ellas puede decirse que están en carácter: son
casas que estarian bien en villas donde no haya ni agricultura, ni
industria, ni comercio; solo quedan mal miradas desde el momento
en que en Madrid se encuentra la córte, única fuente de riqueza de
la populosa capital de las Españas.
La remota época en que tales casas fueron construidas lo ates-
ligua mas que su aspecto feo y sucio, mas que las grietas que hienden las facha-
das, mas que las raras formas de los hierros de sus rejas y balcones, lo elevado de
sus techos y lo amplio de sus habitaciones.
En nuestro tiempo cuando se levanta una finca hay gran cuidado de que
quede bonita: las condiciones de solidez, comodidad é higiene se posponen de
todo punto. Casas conocemos que á los dos años de haber sido terminadas tuvie-
«II «
Jiiia
Jé
592
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ron que denunciarse y casi todas las edificadas en determinadas zonas mas que
viviendas para personas, parecen palomares. Eso sí: es muy grande el cuidado
que se tiene de que el portal quede con lujoso aspecto, que los adornos sean de
mucha vista, que la escalera sea cómoda y alfombrada en muchos casos: que todas
las puertas estén perfectamente pintadas y barnizadas, que en ninguna pieza falte
chimenea aunque la que mas tenga dos varas ó tres en cuadro, y así sucesiva-
mente hasta lograr que sea aquello una vivienda de muñecas.
Nuestros antepasados por el contrario comprendian perfectamente, que en las
casas habían de vivir personas y á este fin las hacían como deben ser. Verdad es
que las fachadas no tenían nada de bello, que eran destartaladas si se quiere, que
los portales eran largos y estrechos sobre ser sucios, que las escaleras por ser tan
malas, solo pueden ser comparadas en nuestro tiempo con las que conducen á la
horca, que en punto á pintura y decorado de las habitaciones, se advertía solo un
rudimentario estado de las artes y que dentro se echaban de menos muchas de las
comodidades que nos ha aportado la civilización moderna.
A todo esto, como en el mundo nunca puede ser echada de menos la justa ley
de las compensaciones, puede oponerse que las salas y alcobas eran amplias y de
elevados techos, que en ellas no se ahogaban los moradores como hoy que en
abriendo los brazos por cualquier parte tocan á las paredes, y mas que nada que
el precio de los inquilinatos no era tan exhorbitante como hoy, de que al ¡jaso que
vamos, llegará un dia en el que los pobres de la clase media tendrán que vivir al
raso, dado que debajo de los puentes que cruzan al caudaloso Manzanares, no son
muchas las personas que se pueden albergar.
En una de estas casas antiguas, situadas como liemos dicho en el último ter-
cio de la calle de Segovia, de estrecho, sucio y oscuro portal que claramente pre-
sentaba indicios de no haber sido barrido nunca ó al menos desde hacia muchos
años, nos vemos obligados á hacer entrar á nuestros lectores.
El antiguo rótulo de nadie pase sin hablar al 'portero, que tanto en Madrid lla-
maba la atención, no podía haber sido verdad en aquella casa; no se advertía allí
nada que pudiera indicar que en cualquier época había portería, nada que reve-
lara á ese sér que se preocupa de todo menos de aquello que real y positivamente
le importa; nada, en fin, que pudiera atestiguar la existencia de ese cancerbero
que estorba mas que sirve.
El que allí llegaba buscando á cualquier persona, tenia que recorrer uno por
uno todos los cuartos, hasta hallar á quien deseaba; mas, llevamos nosotros la ven-
AMERICANOS Y LUSITANOS
593
taja de saber de antemano á donde nos dirigimos, razón por la que después de
atravesar el mencionado portal, dejando atrás lo que solo por sarcasmo puede lla-
marse escalera principal, penetramos en un patio á cuyo fondo jamás llega el sol y
la luz muy raramente, á causa de las paredes que lo limitan. En el fondo de él,
que apenas caen cuatro gotas queda convertido en un muladar, hay una desvenci-
jada escalera para subir por la cual hace falta sumo cuidado ó gran práctica, pues
mas parece trampa dispuesta para que cualquiera cristiano se rompa al alma, que
ascensor á las habitaciones interiores de aquel tugurio.
Al ñn después de pensarlo, que bien vale la pena, llegamos á una puerta su-
cia y desvencijada, y después de franquearla nos encontramos en una espaciosa
antesala en la que se ven dos entradas que dan á otras tantas habitaciones des-
manteladas ambas y ambas iluminadas por la luz de dos vetustos candiles cual-
quiera de los que podría hacerle creer á un inglés raro y estrambótico, que Labia
servido á Diógenes para buscar al hombre que deseaba.
Como nuestro principal objeto es ver lo que allí pasa, permaneceremos en es-
pera: la puerta ha quedado abierta y poco después que nosotros entra un anciano
tullido y maltratado que se apoya en dos muletas sin las que al parecer le seria
imposible dar un paso, dado el considerable traque con que, hasta con ellas, le
cuesta hacerlo. Sin embargo, apénas entra, las deja en un rincón, se retira como
quien lia estado en cama mucho tiempo y con sin igual soltura sacude las piernas
y da dos ó tres vueltas por la habitación.
Inmediatamente después y precedido de un perrillo asqueroso y íiaco entra
otro cuya vista solo, mueve á compasión: fáltanle ambos ojos y es manco: al sen-
tir que ya en la habitación suenan pasos saluda diciendo:
— Buenas noches compañero.
— ¡Hola! — contesta el otro, — ¿Qué tal ha ido?
— Así, así, — y diciendo esto se quita con gran habilidad unos bien dispues-
tos parches y pasándose repetidas veces la mano por los ojos, los deja ver en per-
fecto estado: el defecto de la mano era también una mentira.
Después de amarrar el perrillo al pié de la mesa que ocupa el centro de la ha-
bitación y que nos habíamos olvidado mencionar, pregunta á su compañero:
— ¿Y cómo tan solo siendo ya tan tarde?
— Como es sábado...
— Habrán querido aprovechar hasta última hora.
— Eso, es, pero me parece que suenan pasos.
594
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Efectivamente, se escuchaban pasos en la escalera y momentos después se escu-
charon voces que reñían y disputaban.
— Ya está ahí Roque, — dijo el que había entrado primero, — y sin duda que
viene peleándose con la Tola.
— Le habrá hecho alguna mala jugada como acostumbra.
— ¡Y para que es tonto!
— Veamos lo que ha sucedido.
No bien acabada esta frase, penetraron en la habitación dos séres repugnan-
tes; eran hombre y mujer aunque juzgando solo por su fisonomía hubiera sido
difícil determinar á que género pertenecian. Encorvado él por el peso de los años
llevaba sobre los hombros una capa de la que no podía saberse cual era el paño
primitivo: sin órden ninguno estaba plagada de remiendos, de tal magnitud algu-
nos, que á su vez tenían otros, cada uno de su color. El pantalón y la chaqueta se
encontraban en igual deplorable estado y con seguridad que un trapero de los de
peor condición no hubiera recogido ni el sombrero, ni la desgarrada camisa que
llevaba tan negra ya, que debía hacer mas de un año que no se mudaba.
Ella era aun mas repugnante si se quiere: sus vestidos eran andrajos, sus pe-
los desgreñados aparecían en mechones por debajo del sucio pañuelo que cubría
su cabeza: sobre los hombros y á guisa de mantón ó chal llevaba un pedazo de
portier , pero portier que en sus buenos tiempos, hacia muchos años ya, dehia de
servir en alguna buñolería ó bodegón, ¡mes no de otra manera se explican las
grandes manchas de aceite y grasa que lo sembraban.
Efectivamente y como desde luego indicaban las veces venían regañando: la
cuestión subía de tono cuando aparecieron en la sala; en cuyo punto, recobrando
una agilidad que fingían no tener, recobraron nuevos brios de tal manera que los
que ya estaban allí tuvieron que mediar para que no llegaran á las manos.
— Esta es una mala vieja, — dijo el tio Roque, — á la que voy á romper un
hueso.
— Eso seria un pueblo, — contestó la señalada haciendo un gesto horrible.
— Pues pueblo ó no, ahora lo vas á ver.
Diciendo esto el furioso Roque enarboló el palo y seguramente su amenaza hu-
biera tenido perfecto cumplimiento, á no interponerse de nuevo los circunstantes.
— Vamos á ver, — dijo uno de ellos. — ¿Qué es lo que ha pasado?
— Ha pasado que esta infame quiere aprovecharse de todo lo que uno hace, —
contestó el tio Roque.
AMERICANOS Y LUSITANOS
595
— ¡Mientes! — replicó la Tola.
— ¡Digo mas verdad que tú, mala vieja!
Uno de los que en aquella ocasión se hallaban representando el papel de juez,
se interpuso comprendiendo sin duda que se debia mas respeto al papel que se
abrogaba, y dijo dándose importancia:
— Que hable primero uno y luego otro, así podremos entendernos y ver quién
tiene la razón.
— Eso es lo mejor, — dijo la Tola, y como se dispusiera á emprender el relato
de la cuestión aquella, la interrumpió su contrincante diciéndola:
— ¡Calla víbora! — lo contaré yo.
— ¿Y por qué has de ser tú?
— Porque no trataré de engañar á nadie.
— Pues si á engañar vamos, eso es lo que has hecho en toda tu vida, — dijo
la Tola haciendo una mueca.
— Lo habré aprendido de tí.
— O del demonio con quien debes tener pacto.
— Es que el demonio en persona eres tú.
— ¡Ojalá! Para que ahora mismo pudiera llevarte al infierno.
Viendo que aquello se ponia de modo que no se iba á concluir nunca, el que
primeramente entrara en la estancia, aquel que llegó fingiéndose cojo y que luego
que nadie le veia tiró con sin igual desenfado las muletas, puso orden de nuevo,
procuró avenir á los contendientes y quedó acordado que el tio Roque, por cuanto
era mas viejo, debia ser el que primero hablara.
Con efecto, el aludido comenzó á referir la causa original del disgusto que
tanto habia dado que hablar, y que en suma no era otra que hallándose á la puerta
de una iglesia la tia Tola habia llamado mas la atención de una señora que, cre-
yéndola sin duda mas necesitada, le dió dos reales, sin dar nada al tio Roque.
Queria este una parte de la aristocrática limosna y negábase aquella con toda su
alma, sosteniendo que nada dijo la caritativa señora, pero alegaba el narrador que
esa costumbre hacia mucho tiempo que estaba establecida entre ellos, y que él
mismo, en mas de una ocasión, habia dado á su compañera parte de lo que él ha-
bia recogido.
— ¡Mientes! — exclamó con furia la aludida.
El tio Roque dió un paso atrás, y con voz en la que se advertía el despecho y
la rabia que le dominaba, dijo:
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
596
— ¿Con qué no te he dado yo parte?
— ¡ Nunca !
— ¿Te atreves ó decir eso cuando aquí mismo, delante de esos amigos lo he
hecho no hace muchos dias?
— ¡Es cierto, es cierto! — dijeron los que allí estaban.
— Pero eso lo hizo. — contestó la Tola desesperada, — porque se lo dijeron.
— ¿Quién me lo dijo?
— El caballero que te dio la peseta.
—¡A mí!
— Sí, á tí; porque al dártela te dijo para los dos.
— Pero tú no lo oiste.
— ¡ Sí que lo oí !
— Vamos á ver, — dijo el fingido cojo, — es una lástima que por una cosa que
no vale la pena vayan á disgustarse dos buenos amigos, que tanto tiempo hace
viven con nosotros en buena armonía. Para que esto se acabe creo que lo mejor
será que la tia Tola le dé un real al tio Roque.
— ¡Eso es, no faltaba mas! ¿Por qué se lo he de dar? ¿No es á mí sola á quien
se los han dado?
— Bueno, — dijo el amigable componedor, pero otras veces él ha hecho lo mis-
mo contigo y lo seguirá haciendo.
— Siempre ha de ser una la que pierda.
— Otra vez ganarás, mujer.
— Bueno, — añadió la Tola, — no quiero que nunca se diga que por causa mia
ha habido un disgusto. Tome el tio Roque su real.
El interesado alargó presuroso la mano y cogió las monedas que tan de mala
gana le daba su compañera y que ésta liabia sacado de un mugriento bolsillo que
llevaba oculto en el pecho.
XI
En tanto que con gran trabajo se liabia logrado poner término á la cuestión
aquella, fueron llegando otros cuantos personajes, hasta formar un número de
veinte ó veinte y cinco, todos de igual ó parecida catadura, tuertos, mancos, tu-
llidos, ciegos, mudos, sordos, ó bien dejando ver asquerosas llagas ó deformida-
bles repugnantes, pero que apénas entraban sufrían una completa metamorfosis,
y quedaban tan ágiles y listos como el que más,
AMERICANOS Y LUSITANOS
597
Nuestros lectores habrán adivinado ciertamente lo que era aquello; ni mas ni
menos que una sociedad de mendigos, do pordioseros de esos que constantemente
á todas horas y en todas partes, os persiguen con su constante lloriqueo para que
les deis con que ayudar á mitigar sus desgracias.
Hemos dicho que era aquello una sociedad, pero nos vemos obligados á acla-
rar este vocablo. No se entienda que habia allí reglamentos ni estatutos que re-
gularizaran los fines de los asociados.
Aquello era puramente una casa como hay varias en la que, llegada la noche,
acudian á refugiarse los que viven durante el dia explotando la caridad pública:
aquello era, propiamente hablando, un cuartel y en su extenso dormitorio, re-
vueltos los hombres con las mujeres, pasaban el rato que media de sol á sol, pues
con él se levantaban para dedicarse de nuevo á su lucrativa industria.
Tugurios insalubres -albergan á lo mas malo y corrompido de la sociedad y
con la de muchos que allí se asilan, podrían hacerse no pocas historias de críme-
nes. Nuestra aseveración podría parecer exagerada, por lo que será bueno que
hagamos el detalle de la clase en que nos hemos fijado para hacer este trabajo.
Cuando real y efectivamente el mendigo fuera un sér desgraciado; cuando
real y efectivamente la desgracia de un hombre fuera tan grande que nada tuvie-
ra y sobre esto le fuera imposible ganarlo, solo entonces podríamos admitir que
un sér procurara vivir con lo que sacara de excitar la caridad pública. Mas dia-
riamente llegan á conocimiento del público casos y casos que dan lugar á que ca-
da uno y todos se retraigan, cerrando los oidos á tanta lastimera histórica con las
que nos atolondran en medio de la calle.
Ni nuestra intención, ni nuestro ánimo es ocuparnos en manera alguna de los
pobres infelices que se ven privados absolutamente de todo, que no tienen para
vivir y se dedican á pordiosear: tampoco queremos que ninguna de nuestras cen-
suras caigan sobre los desventurados, que real y positivamente se encuentran
físicamente imposibilitados como los ciegos, los mancos ó aquellos que están in-
vadidos por cualquiera de esas enfermedades que mas que la compasión excitan la
repugnancia. No los culpamos en modo alguno á ellos sino á los gobiernos á las
autoridades que los dejan vagar á la ventura, sin tenderles una mano misericor-
diosa.
El mendigo, cualquiera que sea su clase, cualquiera que sea su condición, fué
reputado siempre como una plaga social, y por esta causa vemos que todas las
legislaciones tomaron sus medidas para evitarla ó al menos para ponerle coto,
TOMO I, 15
508
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Cualquiera de los antiguos pueblos en que nos fijemos podrá servir de comproba-
ción á lo que acabamos de decir. En Egipto el mendigo era condenado á muerte
r esta medida que á cualquiera puede parecerle un extremado rigor, tiene un
fundamento racional que lo explica de una manera conveniente. En aquel pue-
blo rigorosísimo, las cosas se hallaban tan perfectamente dispuestas que no se
comprendía la necesidad de que uno tuviera que molestar á otro para procurarse
su subsistencia, y si alguno lo hacia, si la autoridad sorprendía a cualquiera que
se dedicara á tal industria, lo calificaba inmediatamente de vago y lo castigaba
severamente.
Pero hay necesidad de buscar una explicación á tan se veri sima medida, que
en modo alguno puede ser aplicada hoy: cierto que en nuestro tiempo se podría
decir que no cabe tal extremo, porque repugna y con razón todo lo que no sea po-
ner la pena en relación con el delito; pero á mas de esto, el principal motivo para
que de todo punto sea imposible obrar de tal manera, entre otras cosas es, que
por incuria, por abandono ó por falta de medios, los gobiernos no procuran suplir
lo que en la sociedad se echa de menos.
En Egipto, como liemos dicho no se comprendía de que nadie, tuviera que
molestar á nadie, porque el que físicamente se veia imposibilitado de ganarlo,
aquel que no podia asistir por sí á su subsistencia y necesidades inmediatas, lo
alimentaba el Estado á sus expensas, dándole lo necesario en cómodos y bien dis-
puestos asilos sostenidos por el Erario, y en cuanto á que alguien tuviera que im-
plorar la caridad pública por falta de trabajo, era cosa que ni se comprendía, ni
podia explicarse; al que podia trabajar y no encontraba ocupación con los parti-
culares lo empleaba el Estado, cuidadoso siempre de la conservación y engrande-
cimiento de las obras públicas. A ellas eran destinados todos cuantos carecían de
otro trabajo, y de este modo además de evitar la vagancia autorizada en nuestro
tiempo, se conseguían aquellas edificaciones que tras tantos siglos han llegado
hasta nosotros.
En Grecia, tampoco pudo la mendicidad adquirir gran desarrollo, tampoco
fué posible gracias á las disposiciones legales, fundadas siempre en el remedio á
semejante mal que de ellas emanaba, pues nada en el mundo resultaría mas ab-
surdo como la pretensión de que nadie recurriera á la caridad por causa precisa
ó por poco amor al trabajo si el Estado no cuida de reparar las faltas que pueden
cometer los particulares. Así es que allí la esclavitud de un lado, que absorbía tan-
to desgraciado y de otro las reglamentaciones de los asilos, dieron por fin en tier-
AMERICANOS Y LUSITANOS
599
ra con cuantos abusos pudieron originarse. El que pedia por no poder trabajar
era socorrido, el que pedia por no tener trabajo se le daba ocupación, el que rein-
cidía perdia su libertad y era lieclio esclavo. Fácil es comprender que nadie ar-
rostraba semejante pena, fácil es comprender que con ella quedaba cerrada la
puerta que á tantos abusos da lugar boy.
En Roma tampoco pudo ser explotada la caridad pública, sino en los últimos
tiempos cuando todo lo de aquella viril legislación quedó relajado: pues en un
principio la mendicidad estaba terminantemente prohibida, lo mismo que en todos
los pueblos de la antigüedad. Verdad es que en la soberbia Roma no cabia tam-
poco el mendigo, dado que allí el que no era esclavo era ciudadano, á todos los
primeros tenian que alimentarlos sus amos, todos los segundos eran alimentados
por el Estado, provocándose así aquellos fabulosos repartos, dados los que provin-
cias tan extensas como España y Africa fueran reputadas como graneros. En los
últimos tiempos, ya cuando la población se multiplica, las necesidades crecen y
el vicio lo cubre todo, comienzan á aparecer los mendigos, y en bien puede de-
cirse que en este particular los modernos no lian inventado nada, sino que todo
es una simple copia de lo que en Roma pasaba, siendo en ella también las mis-
mas causas que entre nosotros.
Cuando verdaderamente puede decirse que la mendicidad alcanzó fabuloso
desarrollo fué durante la Edad Media. La Iglesia babia predicado la caridad, ba-
lda excitado el sentimiento de los fieles; y entendiendo estos que por cada limos-
na recibirian una parte proporcional de gloria eterna, comenzaron por socorrer á
cuantos podian, proporcionándoles una vida relativamente cómoda y holgada.
No dudamos de que tal vez los primeros que hicieron esto, esto es, los prime-
ros que procuraron sostenerse de la caridad pública tal vez lo hicieron obligados
por las circunstancias, tal vez se vieran en la dura necesidad de tenerlo que ha-
cer así. Los que sin duda alguna han hecho mal siempre, son aquellos que sin pa-
rarse en quien, han socorrido á todos los que se les acercaban sin más ni más.
Indudablemente es muy cómodo vivir sin trabajar y no pocos debieron obser-
var que el camino mas fácil para lograr esto era pedir limosna, dado que los que
tal hacian no echaban nada de menos y entonces de esta consideración sobrevino
lo que puede llamarse prostitución del oficio.
Siempre han existido séres vagabundos ineptos para todo, pero con dificultad
se hubieran podido coleccionar tantos de un golpe de vista como en la época en
que las órdenes religiosas distribuían la ración de sopa á todos aquellos que creían
600
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
necesitados. El interior de una iglesia no se veia nunca tan concurrido como los
átrios de los conventos, en las horas que se hacia el reparto y nada nos ha podi-
do deshonrar tanto como aquella multitud de todos sexos y edades que echados
por tierra, hurlándose de cuantos pasaban y cambiando entre sí frases obscenas,
esperaban á que los alimentaran para seguir luego ocupados en no hacer nada.
Aquello era verdaderamente el colmo de la inmoralidad, mas todos aquellos
eran mendigos que no se veian precisados á recurrir á ningún ardid; sabían que
tenían la pitanza segura y esto les bastaba.
El mendigo en que nosotros nos hemos fijado; el mendigo que queremos pre-
sentar á nuestros lectores es de otro modo; es el que se ha echado á pedir por ofi-
cio y que por tanto se aplica á estudiar como podrá obtener mejor partido.
III
Casi se puede afirmar que el noventa y nueve por ciento de los mendigos con
que tropezamos continuamente, lo son solo porque están convencidos de que no
hay ningún oficio tan lucrativo.
Pocos en número son los que en verdad no pueden hacer mas que pedir y es-
tos son fáciles de contar; los que restan son mas que otra cosa séres abyectos que
piden por no trabajar, pues si quisieran hacerlo lo harían. Mas para mejor inte-
ligencia daremos orden á este estudio y expondremos ante todo una clase que á
muchos extrañará hallar en nuestro estudio, pero que no tenemos otro remedio
que incluirla omitiendo para ellos los epítetos mas demigrantes, solo por respeto á
nuestros lectores.
Queremos referirnos á los que en el lenguaje moderno se ha dado en llamar pro-
fesores de esgrima; esto es, á tanto repugnante tipo como en los tiempos que cor-
ren están dispuestos á darle un sablazo al lucero del alija.
Sablazo en el idioma pintoresco de la gente de por el mundo, no es mas que
la petición brusca con que á cualquier hora os sorprende un quídam al que nun-
ca habéis visto, pero que sin duda adivinó en vuestro rostro los buenos sentimien-
tos que os animan.
Pocas palabras habrán sido aplicadas tan perfectamente como la de sablazo;
nada hay que indique tanto el efecto que produce una petición de esa naturaleza,
y en Madrid son tantos los que viven de la esgrima que puede decirse que todos
estamos acribillados. Para proezas tales son campos de Agramante la calle de Se-
villa, la Puerta de Eornos ó la Puerta del Sol.
AMERICANOS Y LUSITANOS
601
No extrañéis en modo alguno ver parados en cualquiera de estos sitios y á to-
das horas muchos tipos á quienes ya conocéis de vista; no queráis tampoco saber
que es lo que hacen allí, pues estáis expuestos á que os lo demuestren práctica-
mente, pero con facilidad podréis saberlo. Permanecen con la vista atenta y apé-
nas comprenden que uno de los transeúntes es á propósito se le acercan, lo salu-
dan con mucha cortesía y terminan por pedirles alguna cosa con que remediar
su desgraciada situación del momento. A un tipo de estos, que por lo regular vis-
ten bien, que se expresan con buenos modos y que tienen el aire de una persona
decente, no es posible darles cinco céntimos, ni diez, ni un real, sino de una pe-
seta arriba.
Otros hay que juegan de otra manera; se dirigen á las personas que les son
conocidas, y comienzan por decirle con ademan muy compungido, siendo las seis
de la tarde:
— Todavía no he comido hoy.
El detenido por esta frase, al cual se le ha dicho ya repetidas veces, no puede
menos de extrañarse y advertirlo al que le miente con tanto descaro; pero como
sino hubiera escuchado observación alguna, le añade:
— Que quiere usted, soy un hombre de bien, pero no cuento con el apoyo de
nadie, no tengo quien me recomiende, no tengo quien en mi favor le hable al
ministro, y como desgraciadamente en nuestro país no se atiende para nada á los
méritos personales, me encuentro desvalido sin tener con qué comer, y lo que es
peor aun, sin tener que darle á mi desvalida familia.
— Pero hombre, — le dice el acometido que ya sabe á qué atenerse, — una ne-
cesidad continua no hay quien la remedie.
— Con medio duro me haria usted hombre, — replica el del sable, sin contes-
tar directamente á lo que le dicen.
—Pues, amigo mió, me es imposible el favorecer á usted hoy, los tiempos es-
tán muy malos.
— Pero usted ha sido siempre muy bueno conmigo y no puede abandonarme.
— Ya le digo que lo siento, mas no me es posible.
Antes que dejar escapar la presa se intenta todo, y aquel vago desvergonzado,
después de lanzar un suspiro y mirar al cielo, exclama:
— ¡Cómo ha de ser! Ya que no medio duro, hágame el favor de dejarme por
hoy una peseta.
Esta es la petición terrible, esta es á la que casi nadie resiste, porque en rea-
602
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
lidad no hay medio de resistirla: una peseta no puede decirse que no se lleva, y
pocos serán los que en absoluto se nieguen á darla.
Algunos hay que comprendiendo el abuso dicen que no de una manera seca
y categórica, que á cualquiera impondría y haría desistir de su empeño, pero ni
por esas: cuando ven que tuvieron que bajar del medio duro hasta la peseta v que
ésta les es negada, rebajan más, y si con los dos reales les sucediera lo mismo, pi-
den el real, y es casi siempre seguro que sacan algo.
Eso sí; no bien ha vuelto la espalda el que los socorrió, cuando se ríen desca-
ramente de él y se mofan, marchándose á la taberna mas próxima á echar un tra-
go, ya que gracias á ciertas medidas gubernativas no les es posible intentar do-
blar el capital, arriesgando á una carta lo que tienen.
Nuestros lectores comprenderán cuánta razón nos asiste, para decir que esta es
la peor y mas abyecta clase de mendigos que se pueden encontrar: hombres que han
recibido alguna educación, hombres que podian servir de alguna cosa, prefieren
perderla vergüenza para no trabajar y vivir... ociosos á costa de unos y otros.
No se les da nada; por nada arrostran todas las situaciones, afrontando los desai-
res, y cuando dan un golpe en vago se contentan con decir:
— ¡Otra vez será!
Refiriéndonos ahora á los mendigos de la clase que al principio hemos podido
ver en la casa donde se albergan durante la noche, es fácil convencerse de que
su misión es puramente la de engañar al público, pues solo de este modo es como
pueden conseguir mejor su partido. Comprenden que por una manera errada de
pensar, propia de nuestro tiempo, el hombre sano no inspira ni compasión, ni lás-
tima, que no exita al sentimiento de los demás y á este fin simulan una porten-
tosa série de imperfecciones y debilidades que mas sirven, cuanto mejor presenta-
das están.
Hombres que tienen buena y sana su vista, simulan con parches asquerosos
que están ciegos y hacen alarde de ello ni mas ni menos que si se tratara de un
mérito, y en efecto lo es para su oficio: todo el mundo compadece á los ciegos,
todos se duelen de su mal y cada cual con lo que puede socorre al desventurado
que en todos los tonos pregona que no lo puede ganar.
Otro simula una cojera que le hace inútil para todo; sin embargo, en un caso
apurado podría muy bien servir de correo ó de telégrafo, pues es ágil y robusto
y nada tiene sino el convencimiento de que es mucho mejor pedir que trabajar.
No faltan los mancos de ocasión ni los tullidos de conveniencia, ni los mudos
AMERICANOS Y LUSITANOS
603
de necesidad, bagaje conveniente para las galeras de nuestros reyes ó huéspedes
muy á propósito para los modernos presidios, y que gracias á una tolerancia que
no se explica ó á una reglamentación inmoral, pululan por esas calles mortifi-
cando á todos los transeúntes y explotando á los incautos.
Lo mas chocante es que á ninguno de estos mendigos falta ingenio ó imagi-
nación para urdir una historia conmovedora en extremo; le oiréis decir al uno que
perdió la vista en la explosión de un barreno, os contará, otro, que la desgraciada
caida de un caballo fué causa de la rotura de su brazo ó de su pierna; aquel os
referirá como de resultas de cruel enfermedad quedó tullido para el resto de sus
dias y otro, aunque por señas, os hará creer que es mudo y sordo de nacimiento.
Si del sexo masculino pasamos al femenino, encontraremos también y en
abundancia tipos asquerosos y repugnantes; en la calle os detendrá la mujer de
humildísimo aspecto, que con voz humildísima os dirá que es una pobre viuda
con cuatro hijos á los que no tiene con que darles de comer, otra se os presentará
con una .criatura en brazos y llevando á otra de la mano; ambas lloran, ambas
piden pan y esto lo hacen siempre sin cesar un momento, medio hábil para en-
ternecer al transeúnte; no faltarán tampoco las ciegas, ni las mancas, ni las tulli-
das, ni las mudas, dignas consortes de aquellos que primeramente hemos seña-
lado.
Todos revueltos en miserables tugurios semejantes al que hemos descrito al
principio, anidan en repugnante maridaje, y en tanto la autoridad no toma contra
ellas providencia ninguna, sabiendo además que constituyen una plaga, sabien-
do que muchos de ellos son verdaderos criminales, que tales disfraces arbitran
para cometer delitos con mayor impunidad y buena prueba de ello tiene en que
cuando alguna vez ha querido desplegar un alarde de rigor y deteniéndolos los
ha conducido á los asilos, lo primero que han hecho ha sido escaparse para vol-
ver a su lucrativa tarea.
Hemos presentado hasta ahora la mendicidad abierta y descaradamente que
se ejerce en las calles públicas, en las puertas de los templos, en las cercanías de
los cementerios; nos queda que hablar de la mendicidad disimulada de la que au-
torizan los fundamentos.
No son pocos los que comprendiendo que el oficio está sujeto á una grandísima
quiebra, cual es la de ser detenidos el dia en que los abusos se hagan muy mani-
fiestos, acuden para salvar el escollo á que temen, demandando una licencia para
tañer un instrumento. Entonces es frecuente verlos con guitarras rotas ó sin cuer-
604
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
das, violines que no saben manejar ó cualquiera otro de los que procuran arran-
car un ruido. Al propio tiempo cantan de una manera desentonada, sin acierto
ni compás, intercalando en versos imposibles la historia de sus desgracias para
mover á compasión. El resultado como se vé, es el mismo: la diferencia está úni-
camente en la forma.
No pocos desengaños podrian tocarse si se estudiaran detenidamente los tipos
que liemos presentado; algunos de ellos en vez de pedir podrian dar, y nada mas
decimos por no fatigar demasiado la atención de nuestros lectores.
(CUADROS DE PERENNE ACTUALIDAD).
por D. Mariano Ramiro.
o amanecí con cien duros,
Y al toque de la oración
Me he quedado sin un cuarto
Y en ayunas, que es peor.
En lo que gasté el dinero
Apénas lo entiendo yo,
Pero si el lector es lince,
Podrá entenderlo. — ¡Atención!
— Estoy en paños menores;
Las siete marca el reloj.
— Tan... tan...
— ¡Adelante!
—¿Aquí
Vive el caballero don?,.,
606
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Presente.
— Me alegro.
— Usted
Dirá á que debo el honor...
— A lo siguiente: me siento,
Porque con tanto escalón,
Y yo, que estoy de buen año,
Y este clima tan feroz...
Soy director de un diario
De inmensa circulación
Entre unas cuantas beatas
Y el capellán y el rector,
Etcétera. Yo lo escribo
Y en él, entre col y col...
¿Me explico? Pero es el caso
Que mengua la suscricion,
Que mi voz no hay quien escuche,
Y voy perdiendo la voz
Y el tiempo, porque este pueblo
No le brinda protección
A las letras; es ingrato,
Es incrédulo y atroz !
Mi periódico se llama
La Alfalfa , y lo tragan los
Borregos de la manada
De que yo soy el pastor.
Pero los tiempos son malos,
Luego, ¡ la contribución !
¡Ya vé usted! Se ponen viejos
Los tipos y también yo,
Que soy un idem y es fuerza
Que haya una restauración
General. A usted me envia
Doña María de la O
Y el prestamista don Judas
AMERICANOS Y LUSITANOS
Y el provincial de Alcorcon...
Aquí tiene usted la lista...
— Entendido. Pues, señor,
Allí van veinte y cinco duros.
¡Es poco! pido perdón,
Pero los tiempos, la crisis,
La guerra, los cambios...
— ¡Oh!
— El oro está por las nubes.
— Luego, ¡la contribución!
En fin gracias.
— Yaya usted...
— Beso su mano.
— ¡Con Dios!
— Buenos dias, caballero,
A saludarle subí
Para ponerme á sus órdenes.
Yíi paisano Tamberlick
Me habló de usted, de su gusto
Por el bel canto. En Turin
Debuté el año sesenta:
Soy 'prima donna, y aquí
Vine á cantar este año
Música de Meyerbir.
Pero, ¡hay tantos que á mi oficio
Se consagran! Porque, en fin,
Todo es cantar, aunque sean
Palinodias. ¡Ay de mí!
— Señora, esa relación
A pelo podrá venir
Pero no la entiendo.
— Entonces
608
LOS HOMBRES ESPAÑOl.ES
Me explicaré. Soy feliz
Con poner bajo su amparo
Mi función Je gracia; mil
Caballeros se disputan
El honor, en buena lid.
De beneficiarme.
— ¡Cuerno !
¡Yaya un empeño cerril!
— Pero yo pensé en usted.
Y me dije para mí:
«Prefiero ese ciudadano,
Que tiene el bigote gris
Y vive en un cuarto piso
De la calle del Candil,
Porque una artista cual yo,
Que siempre está dando el si
Con las reglas del oficio.
Y lia visitado á Pekín,
No lia de malgastar su tiempo
Dándole á un chisgaravís
La preferencia. » Por tanto,
En tafetán carmesí,
Con letra clara y de molde,
La dedicatoria aquí
Le traigo. No es compromiso,
¡Qué ha de ser! ¡No sé fingir
Es que usted se lo merece,
Yo vivo... lo dice ahí
La adjunta tarjeta.
— Bueno,
Acepto, que es con buen fin;
Ahí van veinticinco duros
A cuenta, quiero decir,
En señal, porque esa suma
Es sobrada balad í
AMERICANOS Y LUSITANOS
609
Para un artista cual vos,
Que canta de abril á abril
Hasta en la uña, y me manda
El señor de Tamberlick,
Sugeto que no conozco,
Perú es lo mismo, y así
Tul ti conten ti.
— ¡Mió caro!
¡Mil gracias! El calesin
Me aguarda... Con que le espero...
¡Olí, no deje usted de ir.
— ¡Qué he de dejar! A sus piés...
(¿No hay quien me preste un fusil?)
— ¿Dá usted permiso?
— ¡ Demonio.
Otra te pego! ¿Quién va?
— Somos una comisión
De señoras.
— Esperar
Que me ponga presentable
En lo posible... un gaban
Me encajo. Pasen ustedes.
— ¿Vive aquí el señor de tal?
— Como que soy yo.
— Venimos
En comisión.
— Bueno.
—A
Rogarle que se suscriba
Con alguna cantidad
A cierta empresa que el cielo
Le abrirá de par en par.
010
I.OS HOMBRES ESPADOLES
— Algo es eso; me figuro
Que será algún hospital,
Alguna escuela ó asilo
De paz y de caridad.
— No señor. Esos asuntos
Ya pasan de lo vulgar.
Nuestro proyecto es mas útil,
Mas del buen género y más...
Figúrese usted; se trata
De una capilla rural
Para un santo que está en boga:
Vino de Francia. Aquí está
Su nombre, algo revesado,
Pero de buen tono. La
Condesa mi prima, el duque
Y el barón y el general,
La marquesita, el vizconde,
El intendente, el deán
Y toda la clase, opinan
Que el producto de un bazar
Y ciertas insinuaciones,
Y una suscricion, darán
El dinero, pues nosotros
No debemos poner más
Que mucha conversación
Y la mejor voluntad,
En fin, lo que se da gratis:
Porque tener que soltar
La mosca, ya eso es harina
¿Estamos? de otro costal.
Nosotros damos la idea
Y el dinero los demás;
Esto es fácil y barato.
Cómodo y estomacal.
Tenemos de usted noticias
AMERICANOS Y LUSITANOS
611
Que acreditan su piedad
Y... aquí está la lista: ahora,
Caballero, usted dirá.
— ¡Qué he de decir! Que agradezco
La preferencia que dan
Ustedes á mi bolsillo
Cuando se toca á gastar:
¡Una capilla! Eso es poco,
Hagan una catedral,
Que ese santo revesado
Que no se puede nombrar
En castellano, sin duda
Se merece mucho mas.
Vayan veinticinco duros
Y las gracias.
— ¡Qué bondad!
¡ Cuanta virtud ! Este rasgo
Mañana público harán
Veinticinco gacetillas
A peso en papel, cabal.
Con que usted lo pase bien.
— Cuidado con tropezar...
— Ya sabemos el camino
Para otra vez.
— ¡Oh, si tal!
Ustedes me honrarán siempre.
(Me marcho á Madagascar) .
— Caballero... aquí me cuelo
¿Estamos seguros? ¿Es
La casa de confianza
Y hablar con usted podré
Sin riesgo de que lo sepa
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
612
La humanidad?
— ¿Pero quién
Es usted? ¿Qué trae?
— j Chiton !
No hay que alzar la voz, porque
Si el gobierno se percibe
De que existo, á somaten
Va á tocar para pillarme.
¡Soy Trabuco!
* «/
— ¡Me asusté!
— Sí, señor, ¡yo soy Trabuco!
— Y, á mí ¿qué me cuenta usted?
— Pues le contaré mi historia:
Nací el año veinte y tres,
Me casé el cincuenta y dos,
Tengo una ti a en Jaén,
Mi mujer se llama Paca
Y yo, lo diré otra vez,
¡Soy Trabuco!
— Señor mío,..
— Por favor, ¡cállese usted!
Que si el gobierno sospecha...
Yo represento un papel
Muy principal en la historia
De las barricadas, y es
Tal mi fama, que no cabe
En la estrecha redondez
De la tierra. ¡Soy Trabuco!
— Y van cuatro. Bien, ¿y qué?
— ¡Hable usted bajo! Si saben...
— Pero, hombre, ¡qué han de saber
— Que soy Trabuco, el gobierno
Me extrangula por los piés.
¡Yo fui el que armó la gorda!
¡Yo fui el que armó el belen!
AMERICANOS Y LUSITANOS
613
Y cuando en punto me pongo
l)e caramelo, ¡ni diez
Batallones me resisten !
Si ahora me escondo es porque...
— ¡Ya! Porque no está usted en punto
Pe caramelo.
— ¡Eso es!
Prosigo: yo fui... Es el caso,
Que por confidencias sé
Que un fiel correligionario
Y amigo tengo en usted,
Y como la idea no excluye
La precisión de comer,
Y tengo buen apetito,
Yo vengo á que usted me dé
Para la mesa y tabaco
Por lo que resta de mes,
Y estamos á dos.
— ¡ Canarios !
Señor Trabuco, esta vez
Se disparó usted de un modo
Que me lia partido.
— Eso es
Aprensión. Conque lo dicho;
Yo me largo á Santander
A alborotar el cotarro.
— ¿De veras? ¿Se marcha usted?
• — ¡A escape! Mas el gobierno...
— ¡Oh, no lo sabrá! Pues bien,
Vayan veinticinco duros
Y comience usted á correr.
Váyase pronto, cristiano.
Porque el gobierno, el reten,
Y el ejército, y la escuadra
¡Qué se yo! Le van hacer
tomo i,
614
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
Un ñaco servicio.
— ¡Ahur!
Sepa usted la seña: es
/ Chachiporra ! Y se responde
Con sigilo: jChachipé!
¡Soy Trabuco! Hasta la vista.
— ¡Me ha pegado á la pared!
Amanecí con cien duros,
Y al toque de la oración
Me lie quedado sin un cuarto
Y en ayunas, que es peor.
Tal me lian puesto, que me acosa
A mi vez la tentación
De salir por esas calles
Diciendo con triste voz:
— ¡Una limosna, señores,
Dadme, por amor de Dios!
ú
por D. Ricardo Sepúlveda.
regunto:
¿Representa este tipo un paso mas en el camino del pro-
greso, ó por el contrario pone de relieve la decadencia de
la época que atravesamos?
Me inclino mas á esto último.
No niego que exista el progreso, pero afirmo teniendo de mi
parte las primeras cabezas de... nuestros dias, que el período histó-
rico actual es de transición, y por lo tanto nada hay en él de nota-
ble, nada de superior calidad.
Vamos de un punto á otro entre hacinados materiales, pero todo es
confuso é incompleto como la pieza de tela, hecha trozos, que ha de
formar un gaban, por ejemplo.
Y ahora me ocurre que el progreso es el primer sastre de la humanidad.
Él presenta modelos; nos vestimos á su gusto, y unas veces vamos hechos
unos figurines y otras hechos unos figurones. No obstante hay modas que nunca
se aceptan.
G1G
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Presenta, como si digéramos, en el terreno político una reforma, la monar-
quía democrática, un gaban nuevo. Unos se lo ponen, otros no. Sin embargo, la
moda se aclimata, porque el gaban de los antiguos monárquicos ya no está vi-
sible.
Ofrece luego otro córte bonito: la Internacional. Este ya no es gaban, sino cha-
queta... y aunque los que visten chaqueta la reciben bien, esta será una de las
modas inadmisibles.
No lo juraría á pesar de esto. Estamos en época de reformas, en época en que
los trajes aun no están de prueba. No obstante, tiene que llegar el dia de la prue-
ba, que será un dia de prueba en toda la extensión de la palabra.
Pero no quiero divagar.
Mi objeto lia sido solo demostrar que, aunque tropezamos, estamos en ese pe-
ríodo de transición, en esos dias en que esperamos la ropa nueva y tenemos que
vestir con la vieja, sucia y destrozada.
Progresamos como el que para llegar á un punto determinado, toma por un
atajo lleno de malezas y de peligros.
Esto es, progresamos, pero descendemos.
Hecha esta digresión, bien se me puede permitir que diga en voz alta que el
tipo del vendedor de periódicos representa una de las fases de decadencia visible
en la época actual del progreso.
La política ha descendido. No se cierne ya en serenas regiones. Ha mojado
ya sus alas en el cieno. Ha llegado á echarse por los suelos, puesto que sale á
venderse por dos cuartos en las calles.
La literatura se ha rebajado también hasta el punto de hacer la competencia
á los ciegos, que ofrecen por dos cuartos, á los transeúntes, romances nada edi-
ficantes en su parte moral y un mucho ametralladores en su parte literaria.
Las artes tampoco muestran actualmente destellos de vida.
Las ciencias trabajan, hilvanan.
Todo parece aletargado.
Sin embargo, el ave Fénix renacerá de sus cenizas, con mayor brillo, con ma-
yor vida.
Hacemos el trabajo de las hormigas. Recogemos para el invierno.
AMERICANOS Y LUSITANOS
G17
Era, pues, en este período cuando debía aparecer el vendedor de periódicos:
era en esta época de transición cuando, debilitado y empobrecido todo, debia na-
cer el tipo que presento á mis lectores, digno de la época, á la altura de las cir-
cunstancias.
Cuando la política y la literatura están por los suelos, es natural que, el pri-
mer niño desarrapado que pase por la calle, alce del suelo el papel en que están
impresas unas y otras ideas, unos y otros principios, y lo venda á los transeúntes
por una moneda de cobre.
A mucha oferta, poca demanda. Si la política y la literatura se hacen calle-
jeras y entran en las casas por debajo de la puerta sin respetar la inviolabilidad
del domicilio, si persiguen por las calles á los ciudadanos honrados y pacíficos,
si se hacen entre sí la competencia solicitando la compra de la mercancía por me-
nos precio unos que otros, si de tal modo se prodigan las teorías políticas y las
audacias y desvergüenzas literarias, justo es que el público desdeñe la oferta, ló-
gico que la mercadería no tenga ningún valor.
Quisiera saber lo que opinaría el ilustre Guttemberg si viera ahora para lo
que sirve su invento.
Pero... vamos andando y andar es progresar.
Veamos, pues, lo que es el tipo que sirve de título á este artículo, al uso mo-
derno.
El vendedor de periódicos es un nombre genérico que comprende á una cla-
se determinada de la sociedad y aun de la suciedad .
Es á veces un moceton, robusto y coloradote, que, poco hábil ó bastante hol-
gazán para dedicarse á otro trabajo, prefiere esta casi-ocupacion un tanto lucrati-
va para él, si se tiene en cuenta que muchos de estos no tienen familia ni hogar
y emplean sus ganancias en la satisfacción de sus mas premiosas necesidades del
momento, logrando así vivir sin trabajar, porque no creo que haya quien sosten-
ga que es una profesión ó un oficio de vender periódicos.
Pero esto que es la regla general, tiene como todas esas reglas sus excepcio-
nes.
Para cada regla que llega á ser c/ enerad, siempre hay algunas que solo son bri-
gadieres ó mariscales.
Hay familias que, reducidas á la miseria por las veleidades de la fortuna, en-
cuentran en esta manera de vivir el medio de llevarse á la boca un pedazo de
618
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Muchas veces lie comprado La Correspondencia á una pobre niña, que mal
arrebujada en un mantón, la ofrece con lágrimas en los ojos á los transeúntes.
Lo poco que gana, vendiendo algunos veinticincos de periódicos, es lo único con
que cuenta para vivir su anciana madre postrada en el lecho.
Bajo este punto de vista los periódicos callejeros hacen un bien.
No es solo esa niña. Hay también muchachos de cinco ó seis años que en un
punto determinado, tiritando de frió en las crudas noches de invierno, venden
periódicos dando voces apenas perceptibles. Estos niños, solos en medio de la ca-
lle, expuestos á ser atropellados á cada momento, apénas consiguen fijar la aten-
ción del que, bien embozado en su capa, cruza junto á ellos sin acordarse deque
hay séres que sufren, sin pensar que puede contribuir al sustento de una familia
dando á aquel muchacho los dos cuartos que pide por el periódico.
Mujeres ancianas, viejos valetudinarios, pobres cesantes y otras víctimas de
la desgracia, aparecen también de noche en sitios determinados, junto á una es-
quina, en el umbral de una puerta ofreciendo en voz baja la mercancía.
¡Cuántos de estos infelices vuelven á su casa angustiados por no haber podi-
do despachar los ejemplares que tomaron!
¡Cuántos otros habrá que pasarán la noche en la calle!
Pero si eso es cierto, también lo es que lo que abunda es regla general.
Chicos desarrapados, mozos holgazanes, gente de mal vivir, en una palabra,
que lo mismo venden un periódico que extraen un reloj, sin dolor; muchachas
desenvueltas, ayudantas de los tomadores del dos, viejas viciosas... de todo hay en
la viña del Señor.
Este batallón de vendedores acude en tropel donde quiera que hay un perió-
dico callejero ó una hoja volante que vender.
Ellos se instalan en las cercanías de la administración una hora antes de la
salida del número y allí, tirados por el suelo, revolcándose ó jugando al chito ó al
inglés, dirigiéndose requiebros é insultos, pegándose de vez en cuando y hacien-
do el juicio crítico de los periódicos que venden, esperan á que se les llame y
entonces se precipitan en masa á pedir los ejemplares que tienen por costumbre.
— Un veinticinco, — dice uno.
— A mí déme usted nueve hojas.
AMERICANOS Y LUSITANOS
610
— Yo quiero seis como el Chato.
— Yo medio veinticinco.
Y todos entregan la peseta que cuesta el veinticinco ó los ochavos que se ne-
cesitan para reunir ocho cuartos, precio de seis hojas, porque es tal la confianza
que inspiran, que se les obliga á pagar el pedido por adelantado.
Digno de verse es el aspecto que presenta la calle Mayor por las noches, mo-
mentos antes de salir La Correspondencia. Los centenares de vendedores que acu-
den á aquella calle se extienden luego en guerrilla por todas las de Madrid cor-
riendo con toda la fuerza de sus talones, para llegar al puesto antes que otros com-
pañeros.
Es una verdadera irrupción de... vendedores; un diluvio de voces. Hay mo-
mento en que se oye al mismo tiempo un solo grito en todo Madrid:
— ¡¡¡La Correspondencia de España!!!
Pasado el furor nocturno, al dia siguiente, ya mas apaciguados, venden en
sus puestos los periódicos ó atraviesan las calles voceando los diarios de la maña-
na, aunque no con el estruendo de por la noche.
En todas las calles de Madrid tienen los vendedores de periódicos su comercio
abierto en el hueco de una reja ó en la entrada de un café.
En ese comercio, que constituye toda su fortuna, colocan en simétrica for-
mación los números de los varios periódicos á cuya venta se dedican, presentan-
do la caricatura, si la traen, ó solo el título cuando carecen de aquel llamativo
aliciente.
Junto á los periódicos, en un mostrador diminuto, tienen cajas de fósforos, li-
brillos de fumar, y algunos hasta venden folletos, libros, almanaques y fotogra-
fías.
Estos ya puede decirse que pertenecen á la aristocracia de la clase.
A cualquier hora que cruce el transeúnte por delante de uno de estos puestos,
verá junto á esa tienda callejera, al lado de ese comercio al por menor, bien un
muchacho desgreñado y sucio que dormita sobre los papeles, bien una vieja seca
y amarilla, mal arropada, con un pañuelo á la cabeza y una saya hecha girones.
Allí se pasan el dia relevándose unos á otros los individuos de la familia.
Digamos ahora algo de sus costumbres.
El vendedor de periódicos, ese tipo que pertenece á la clase de gentes sin ofi-
620
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cío ni beneficio, empieza su carrera uniéndose á otros compañeros de la misma
estofa. No me refiero ahora á los séres desgraciados de quienes antes hablé.
Los vendedores forman una sociedad y existe entre ellos gran compañerismo.
Están dirigidos por un capataz, el decano de los vendedores, quien los orga-
niza, los castiga, les señala el precio que deben pagar por cada veinticinco de un
periódico y nadie desobedece sus órdenes.
Se han dado casos en que, insurreccionados los vendedores han movido escán-
dalos en una plazuela, y cuando las reprensiones y amenazas de los agentes de
orden público han sido insuficientes para hacerles entrar en razón, ha bastado
una palabra ó un taco redondo del capataz para que todos callaran y se restable-
ciese la calma.
Entran á formar parte en esa sociedad muchachos jóvenes, adiestrados en el
escamoteo, mujeres casi niñas, que no han recibido mas educación que la de la
calle.
Sin exagerar, puede asegurarse cual ha de ser el porvenir de estos jóvenes.
Ellos llegan á ser tomadores del dos: ellas se pierden muy pronto en el cami-
no de la prostitución.
Alguno de estos pilludos han logrado ser revendedores de billetes de los
teatros.
Alguna también ha cambiado de posición revendiendo su cuerpo.
Existe una taberna en el Rastro donde siempre es seguro encontrar á estos
vendedores.
Allí se reúnen chicos y grandes, ciegos y tullidos, allí gastan lo poco que
ganan, allí se dan cuenta de la hoja próxima á publicarse, del periódico que va
á aparecer.
Si alguno no tiene dinero, entre todos le reúnen lo necesario para que pueda
echar un veinticinco.
Todos se conocen por sus apodos ó motes que unos á otros se ponen.
Así es muy general oir diálogos como el siguiente:
— En cuanto vea á la Chata la rompo la yeta.
— Cállate, que por ahí viene el Turco.
— ¿Cuántas Correspondencias echas hoy f
—Lo mismo que el Cojo.
■ — Yo no tengo un calé. Jugando al chito lo he perdido.
— Vaya, pues ahí tienes pa que eches hoy medio.
AMERICANOS Y LUSITANOS
621
— Gracias, Manco.
Y así sucesivamente.
Forman, pues, como se vé, una asociación especial, con su vocabulario espe-
cial, sus costumbres especiales y su compañerismo especial también, porque los
que se ayudan entre sí cuando uno está falto de dinero, se rompen la cabeza al
poco rato, volviendo al cuarto de hora á ser tan amigos como antes.
En cuanto á las ideas políticas, á la ilustración de este tipo, excusado es decir
que no tiene ninguna.
En política, se inclina naturalmente á la república mas roja, porque con esta
forma de gobierno creen poder salir de pobres.
La bandera republicana se ba visto casi siempre sostenida por hombres como
estos, sin ilustración, sin familia, sin sentimientos.
No entienden lo que es república federal y la aclaman instintivamente, por-
que opinan, tal vez con fundamento, que en ese rio revuelto habrá ganancia de
pescadores.
Quizás por esto también no creo yo posible, por ahora, el advenimiento de la
república.
Pienso, al ver cuales son sus mas ardientes partidarios, como un amigo mió
que ha dicho hablando de los republicanos: «Yo me descubro con respeto ante la
bandera republicana, pero miro de reojo al abanderado.»
Prescindiendo de esto, no son republicanos de convicción, porque no conocen
lo que defienden.
El vendedor de periódicos está dispuesto siempre á mezclarse en todas las
manifestaciones políticas.
Si los carlistas le ofrecen ganar algunos cuartos, será carlista, si es otro par-
tido, lo mismo.
Pertenece el vendedor á esa desgraciada parte del pueblo, impresionable y
crédula que ayuda los manejos de un partido á la ambición de un espíritu revol-
toso, á esa masa de hombres que aparecen como por ensalmo al pié de una barri-
cada para servir de carne de cañón.
En cuanto á su ilustración, casi ninguno de ellos sabe leer ni escribir.
Se enteran, preguntando en la redacción, de lo que trae el periódico ó la hoja
TOMO I» 78
622
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
que les dan y pregonan el artículo variando su sentido ó su objeto, unas veces
intencionalmente para vender más y mejor, otras sin comprender lo que dicen.
¡Cuántas veces ha caido el público en la red comprando una hoja ó un ex-
traordinario, donde, según el vendedor liabia una noticia interesante!...
¡Cuántos también he oido destrozar títulos de artículos y nombres de perso-
najes! ¡Recuerdo que hace poco tiempo, una vieja decia en la Puerta del Sol, al
vender una hoja, en que se hablaba de los asesinos del general Prim:
— Señorito, ¡los asesinos del general Prim! en dos cuartos.
Voy á concluir diciendo algo de la historia de este tipo.
La venta de periódicos en las calles no es muy antigua.
Los ciegos hacían antes el gasto. Ellos vendían romances y empezaron luego
á pregonar extraordinarios de la Gacela.
Hay quien asegura que mas adelante el Guirigay fué el primer periódico que
se vendia de contrabando, acercándose el ex-pendedor misteriosamente al tran-
seúnte.
M as tarde afirman algunos que se hizo lo mismo con Fray Gerundio.
Sin embargo, el primer periódico que se vendió en Madrid públicamente en
la Puerta del Sol, fué Las Novedades, fundado por don Angel Fernandez de los
Rio?.
Iniciada la costumbre, siguió después La Correspondencia de España, cuan-
do la autógrafa se convirtió en tipográfica.
Otro periódico de Villergas, El Látigo, fue el primero de los satíricos que ya
recorrió las calles públicamente, pero vivió poco.
Cuando esta costumbre se desarrolló en alto grado fué á la aparición del Cas-
cabel, que se extendió por todo Madrid y toda España. Siguió el Gil Blas y des-
pués ya seria el cuento de nunca acabar referir los innumerables diarios y sema-
narios políticos, satíricos, ilustrados con caricaturas, de grandes y pequeñas
dimensiones que han seguido la tendencia, creando esa clase, que de esto vive,
y que se llama el vendedor de periódicos.
Hé aquí á grandes rasgos lo que es el tipo que encabeza este artículo.
Tipo sui generis, producto natural de la época en que nos ha tocado nacer,
AMERICANOS Y LUSITANOS
023
me permito decir que no ha de ser un tipo constante, sino de los llamados i i per-
derse, quizás no muy tarde.
Cuando la sociedad entre en caja, cuando la política vuelva á remontarse á
mas limpias regiones, cuando la literatura, y las artes, y las ciencias, despierten
de su letargo y adquieran la energía que les falta, cuando termine ese período de
transición, en que todo parece condenado á morir, porque todo es bajo, y peque-
ño, y raquítico, entonces el vendedor de periódicos no tendrá razón de ser.
Si no fuera así, me extremezco al pensar en el porvenir que nos aguardaría.
Yendria el desquiciamiento general.
Y aquello seria... ¡la mar! Como ahora decimos.
I
por D. J. Nombela y Campos.
I
entado en un ancho sillón, calados los anteojos é inclinados en
dirección á un libro de flamante cubierta, estudia el cerebro
de don Crítico la manera mas apropiada para herir mortal-
mente, basta llegar con la aguzada punta de su mordaz sátira
á la médula de los huesos del incauto autor, que abandona su
obra á los rigores de la venta y á las inclemencias de la crítica...
De cuando en cuando alza la cabeza el doctor catedrático y mi-
ra por encima de los anteojos el monton de libros que ha destruido
con su pluma y el monton de libros que destruirá dentro de pocos
minutos.
Y como descanso empieza á pensar y á meditar en las ideas que
visten aquellos libros, para acabar por combatir libros é ideas.
— Poesías, — exclama, — en todas ellas veo la afectación, el predominio del con-
sonante, palabras bien enlazadas, una guirnalda de palabras de flores. ¿Pero y
?
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
625
los frutos? Filosofía: lenguaje ininteligible, repetición de los mismos conceptos,
deseo de singularizarse sin conseguirlo, alan de crear, y de ser maestro. La no-
vela no sale de sus estrechos límites, el drama hace de los hombres un conjunto
de polichinelas; y el discurso hueco y pomposo en el cual se mira y se considera
como arte el enlace de los períodos, de manera que halaguen el oido, merece ser
rechazado y combatido por toda persona de mediano sentido común.
Se detiene un momento y una idea diabólica surge en su mente.
— ¿Qué obra es la que ha hecho el hombre en el mundo? — se pregunta, —
Hesiodo, Homero, Píndaro, Horacio, Virgilio, Petrarca, Dante, Heine, Byron,
Derzawin, Pouchskine, Espronceda, han escrito poesías defectuosas é inútiles en
su mayor parte; Platón, Aristóteles, Sócrates, Séneca, Kant, Hegel, Krause, Bon-
net, Cornte no han adelantado nada con sus filosofías. Las novelas de Boccacio,
Cervantes, Goethe y Goldsmith son insuficientes. ¿Se ha escrito un drama mo-
delo? Es cierto que hay grandes dramaturgos: Víctor Hugo, Shakespeare y Es-
quilo, pero el gran drama aun no existe. ¿Pues y la perfección en la oratoria?
Demóstenes, es tan orador como Cicerón, Cicerón lo es tanto como Pitt, ¿pero acaso
no se puede ser mas orador que Pitt, Cicerón y Demóstenes?
Y la prueba de la insuficiencia de los medios de expresión del hombre, — con-
tinúa,— está en que en ninguno de los géneros, en ninguno de los vientos del es-
píritu él ha llegado á la perfección aisladamente, sin el apoyo de los demás.
El gran drama que se ha escrito no es un drama, es un poema. El gran poe-
ma que se ha escrito no es un poema es un drama. La gran novela que se ha
escrito no es novela, es un tratado de filosofía. La gran filosofía que han pensado
los hombres no es un escrito filosófico, es una novela.
Cervantes es mas filósofo que Volt.aire porque no es filósofo, Dante es mas
dramaturgo que Shakespeare porque no es dramaturgo, Shakespeare es mas poe-
ta que Dante porque no es poeta y Voltaire es mas novelista que Cervantes por-
que no es novelista.
La gran obra, la obra maestra, la obra del siglo consiste pues, en asimilar los
elementos, en restar todos los defectos de los diversos factores y en dejar las be-
llezas del producto.
La gran obra la he de hacer yo, — grita entusiasmado, — obra exenta de críti-
ca, obra-revolucion ante la cual se postraran los génios, porque será el Helicón
de los grandes hombres y la cátedra de la humanidad.
626
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
IX
Don Crítico escribió el libro que deseaba, pero dos años mortales le costó su
difícil empeño, dos años de estudios, dos años de no criticar; parece imposible
que el espíritu ofensivo durmiera tanto tiempo para dejar despierto al defensivo.
En los círculos literarios era muy comentada y discutida la retirada honrosa
que del campo de la crítica hiciera nuestro héroe, con el objeto de enseñar á los
incipientes y barbilampiños literatos de que manera liabian de vaciar sus creacio-
nes y como habían de moldear sus ideas.
Pero es el caso, que conforme don Crítico iba adelantando en su obra, su fa-
milia á quien como buen iilósofo, había olvidado, y los numerosos amigos que fre-
cuentaban su domicilio, notaron que el sabio y erudito literato que tamaña obra
se proponía, disparataba á veces como pudiera hacerlo un aislado de un manico-
mio. Perdia la salud y por mas de que su cariñosa esposa le rogaba que dejara á
otro el desempeño de su difícil cometido; y de que no faltase desinteresado amigo
que le aconsejara con metafórico lenguaje que no envileciera sus grandes ideas,
dándolas forma corpórea, sensual y puramente plástica, don Crítico continuó es-
cribiendo y corrigiendo lo que escribía, con criterio tan estrecho, que al cabo de
los dos años apénas tenia en disposición de publicar quince ó veinte cuartillas.
No inquietaba esta falta de original al autor de la gran obra, pues afirmaba,
y no sin razón, que los temas tratados en pocas palabras tienen mas de fondo que
de forma; y como las intenciones y los propósitos del atrevido reformador eran
sobreponer la expresión de la idea á la idea de la expresión, consideraba, suficien-
tes las cuartillas emborronadas para llenar con ellas un tomo.
— Mañana termino mi obra, — anunció don Crítico en su cuotidiana tertulia,
donde todos los dias perdia lastimosamente tres ó cuatro horas.
— Mañana tendremos el gusto de admirarla, — exclamó un aspirante á discí-
pulo del aspirante á maestro.
Y todos los contertulios quedaron en silencio, deseando los unos aplaudir el ori-
ginal-tratado-poema-drama-novela, y poner en las nubes á su autor; llenos de
envidia los más, al suponer que la fama de aquel hombre universal iba á borrar,
como por ensalmo, todos los nombres célebres é iba á derribar los pedestales sobre
los cuales esperaban, como supremo ideal, ver su figura de bronce ó de piedra; y
creyéndole loco algunos, pedían desde el fondo de su alma, á voz en grito, que
se sometiera al tratamiento de un doctor en medicina, el doctor en utopias.
AMERICANOS Y LUSITANOS
627
Cuando se retiró don Crítico y cuando despidió en la puerta de su casa á los
consabidos satélites, sin los cuales no puede marchar un astro de cierto viso ó im-
portancia, dispúsose á trabajar y á terminar con digno remate su piramidal es-
crito.
— Yo consideraba al hombre como pequeño, — vociferaba con desentonadas vo-
ces al colocarse frente á frente de su pupitre, — yo le creia un pigneo, pero ahora,
ahora que comprendo la grandeza de sus miras, ahora que aprecio los méritos que
atesora, me enorgullezco. El hombre cuando puede como yo avasallar al espíritu
y colocarlo de una manera suprasensible sobre una hoja de papel, es un Dios. La
inteligencia se embota cuando la consagra el individuo á resolver problemas ma-
temáticos, á abrir caminos, á inventar máquinas, á luchar á brazo partido con el
alma de la materia, la electricidad. El sér humano no es grande entonces, porque
las acciones y reacciones que origina aniquilan su individualidad. Una chispa de
esa fuerza eléctrica que ha encadenado basta para acabar con su existencia labo-
riosa; una rueda de una máquina puede en un segundo romper el engranaje de
una vida; el mar traga un buque; la naturaleza borra su camino; y un pequeño
error matemático, una sencilla tergiversación de cifras da al traste con todos los
resultados del problema. El dueño de la materia siendo su esclavo cuando puede
ser dictador de su espíritu, que no le engañó, que le obedece, que le ayuda, que
le alienta, que si no es su hijo es su hermano, porque la idea creada, suma de la
inspiración y del esfuerzo intelectual, del yo impotencia y del yo dinámico des-
ciende de una unión tan estrecha que no pueden desligarse las moléculas que
aprisionan los dos cónyuges, padres del pensamiento, de origen, como vemos, her^
m afrodita.
XII
La esposa de don Crítico llamó dos, tres y cuatro veces á su esposo, que sen-
tado delante de su mesa se hallaba sumido en un sopor inexplicable; luego tuvo
miedo y llamó en su auxilio á los amigos que esperaban en la sala la lectura del
anunciado libro.
— ¡Mi marido no responde! — exclamó sollozando, — mi marido ha muerto qui-
zás. ¡Maldita ñlosofía que así me ha arrebatado el cariño y la existencia del úni-
co hombre á quien he amado en mi vida!
— ¿Ha muerto? ¡No es posible! — gritaron los amigos, — su nombre es inmor-
tal, quedará escrito en la historia.
628
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Pero la pobre mujer á quien no consolaban los atinados raciocinios de los cir-
cunstantes:
— ¡ Un médico! — gritó, — ¡un médico!
Y á los pocos minutos apareció elegantemente vestido, con un clavel en el
ojal de la levita, un joven doctor y algo más, de muchas damas elegantes; mas
conocido en los círculos y reuniones de la buena sociedad, que en los hospitales y
casas de socorro.
— ¡Doctor, por Dios! — exclamó la desgraciada esposa, — salvad á mi marido,
si es posible, salvadle.
— Considerad, — interrumpió un castizo y correcto hablista, discípulo del en-
fermo,— que el señor á quien vais á asistir es el famoso don Crítico, víctima de
un accidente, después de haber finalizado una obra tan grande de suyo, que bas-
ta una página para cambiar el aspecto del haz de la tierra.
Don Crítico, no muerto como se creía.; al oir tanto grito y tantos lamentos,
levantó la cabeza, alzóse del sillón y apretando los dientes é hinchándosele los
ojos, quiso abalanzarse al doctor, lo cual no llegó á suceder, gracias á la actitud
defensiva que tomó el discípulo de Galeno.
Cuando llegó la reacción volvió á sentarse en su sillón el enfermo y comenzó
á verter abundantes lágrimas.
— ¡Doctor, doctor! ¿Qué tiene mi esposo? — interrogó ávidamente la buena
señora.
El médico con acento misterioso y como queriendo dar gran importancia á sus
palabras, contestó:
— Vuestro esposo está loco.
— ¡Loco, loco, don Crítico! ¡Mentira! ¡Es una infamia, es una atrocidad su-
poner eso! Se llama loco al génio, se dice que la filosofía es una locura, — grita-
ron los filósofos, — ¡guerra á la ciencia!
El doctor saludó con una estudiada cortesía y á pesar de las declaraciones de
los hombres de saber, don Critico ingresó en un manicomio.
IV
El doctor del establecimiento era, aparte de su ciencia indiscutible, un hom-
bre práctico. Hizo poesías en sus verdes años, pero desengañado de tan poco lu-
crativa ocupación, penetró en las aulas de San Cárlos, de las que salió con una
AMERICANOS Y LUSITANOS
629
reputación hecha de sabio y de hábil médico. Entró en la secta (permítasenos la
palabra), de los alienistas, y conquistó fama por haberse separado de la escuela
de algunos doctores tan empeñados en hallar la locura por doquiera; doctores que
acabarán todos sin excepción, confundidos con sus enfermos.
Este director, cuyo nombre ni recuerdo ni hace al caso, logró, que no es poco,
curar radicalmente á nuestro don Crítico de su reblandecimiento de sesera á fuer-
za de buenos alimentos, de Jerez y Málaga, Deus ex machina de la filosofía posi-
tivista.
Don Crítico salió, pues, vivo y sano de aquella mansión, en la cual, según el
parecer de un distinguido escritor merecen estar todos los hombres que no lle-
van en los piés el difamante grillete del presidiario.
Su obra, entre tanto, habíase publicado: algunas revistas se ocuparon de ella
con elogio, otras la censuraron, y en cuanto al público en general no paró mien-
tes en ella. Sin embargo, los amigos del doctor, accediendo á los ruegos de suya
consolada, esposa, nada le hablaron sobre su libro, del cual no se acordaba el filó-
sofo.
— Volveré á criticar como antes; — tales fueron las primeras palabras bien
coordinadas que pronunció.
Y dicho y hecho. Hojeó los tratados nuevos, los nuevos folletos, los volúrne-
menes de historia recientes, las novelas en boga, los innumerables tomos de poe-
sías, y creyó ver en todos los libros un cúmulo de defectos. Las obras, según él.
no eran mas que defectos andando que tomaban vida perenal y ficticia, que an-
helaban ser algo y no eran nada. Vió solo las debilidades de los grandes hom-
bres, las contradicciones constantes, el ridículo jugando con el sublime, el tono
enfático que reemplaza á la verdad, la charlatanería elocuente del hombre-bi-
blioteca; vió, en fin, lo que se vé siempre, la crítica; llámese Aristófanes, J uve-
nal, Ra, heláis, Quevedo, Voltaire ó don Crítico.
Otra vez la idea de producir una obra modelo vino á atormentarle.
— Todo lo que se ha escrito no vale nada, — dijo.
Y cogiendo un folleto olvidado sobre su mesa lo hojeó.
Pasó una página y al acabarla lauzó una maldición, pasó otra que rasgó con
ira, ante las demás se sonrió, prorumpiendo al terminar su lectura en una desco-
munal carcajada.
— ¡Se han podido escribir en tan poco espacio mas disparates! — gritó.
Tomó la pluma y con estilo sazonado de sátira, en el cual bullia el talento
tomo I, *79
630
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
puesto al servicio de la mala intención, hizo una critica de aquella obra, ¡qué
crítica! Era, podemos asegurarlo, la obra maestra del famoso escritor.
En ella se censuraban los conceptos rebuscados, la falta de originalidad, la
'premiosidad, las ideas mal concebidas y peor desarrolladas. Aquella obra era una
plaga y él el insecto que chupaba la sangre.
— ¿Quién ha podido escribir este mamarracho? — vociferó riendo. — Veamos el
nombre del autor.
Y fijó su mirada en la cubierta, en la que con letras grandes se veian escri-
tas las siguientes palabras:
La ohra maestra. Tratado-drama-poema-novela, por don Crítico.
jU
por D. Pedro Arnó.
ESI/?. as antiguas Cortes de la Monarquía Española eran esen-
*A'"> cialmente distintas de las modernas.
Aquellas nacieron con los vicios inherentes á su época.
En ellas campeaban los privilegios y se establecía la se-
paración de las clases ó gerarquías sociales. Los brazos
noble y eclesiástico tenían sus representaciones, separados del brazo
popular, que se componía de los procuradores de las villas y ciuda-
des. Una gran parte del pueblo español carecía de representación.
Las Córtes solo se juntaban cuando eran convocadas por los monar-
cas, y sus atribuciones eran por demás limitadas. En los últimos
reinados su influencia había decaído de tal manera, que ni se opu-
sieron á la destrucción de los antiguos fueros, ni á las exacciones de los gobier-
nos, ni á los abusos de los privados. Los nobles se habían convertido en cortesa-
nos, los clérigos habían renunciado á defender los intereses generales para con-
sagrarse á los intereses del altar y al establecimiento déla dominación teocrática,
y los procuradores en Córtes habían sido corrompidos por la dádiva ó atemorizados
por las persecuciones. Ultimamente hasta esta sombra de representación había
caído en desuso.
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES
G32
En medio de tan profunda decadencia, vino la invasión francesa á exaltar
hasta el heroísmo el amor patrio de los españoles.
Huérfana la nación de gobiernos y de instituciones propias, nacieron las mo-
dernas Cortes ([iie vinieron á representar la unión de todos los pueblos españoles,
para acometer la empresa de librar la patria de sus invasores y fundar de nuevo
un orden social. El año 181*2 es, por consiguiente, el punto de partida de una
nueva época de la historia patria.
Así la institución de las Cortes modernas, nacida al calor de la mas brillante
de nuestras luchas nacionales, se halla rodeada de la aureola de un prestigio muy
parecido á la veneración.
En aquella famosa época, el imperio español comprendía aun la mayor parte
del Nuevo Mundo. Hombres de ambos hemisferios y de todos los climas fueron
convocados en el estrecho recinto de la invicta Cádiz, para defender la mas santa
de las causas.
Las provincias peninsulares, holladas en toda su extensión por los cascos de
los caballos del conquistador, enviaban á aquel baluarte de nuestra independen-
cia sus hombres mas eminentes. Allí se encontraron el clásico Martínez de la
Rosa, el divino Arguelles, el ilustre Jovellanos, el laureado Quintana, el histo-
riador Toreno, el economista Flores Estrada y otros varones ilustres, cuyos pe-
chos no alimentaban mas aspiración que libertar la pátria de la codicia y las depre-
daciones del extranjero, y constituirle en una libre, poderosa y feliz nación.
¡Tiempos grandiosos aquellos, en que la Nación Española había quedado re-
ducida á una microscópica isla, y sin embargo, en su asediado recinto se dicta-
ban leyes para ambos mundos! ¡Tiempos heroicos aquellos en qué el voto popu-
lar se ejercía en medio del fragor de los combates, y los representantes del pue-
blo se filtraban como espectros entre mil peligros á través de los ejércitos
enemigos, para acudir al llamamiento del patriotismo y cumplir el mandato de
la voluntad nacional! ¡Tiempos sublimes aquellos en que se proclamaba el dere-
cho á despecho de 1a. fuerza triunfante, y en qué se dictaba el célebre código del
año 1812, mientras las bombas francesas estallaban á los piés de nuestros legis-
ladores !
Entonces creyeron los políticos españoles haber regenerado la pátria y haber
hecho una obra inmortal. Ni las persecuciones, ni los calabozos, bastaban para
quebrantar por un momento su invencible constancia, y su ferviente amor á las
instituciones que habían sido su obra.
AMERICANOS Y LUSITANOS
633
¡Mas, olí fatalidad! ¡El liombre en su orgullo insensato cree levantar impere-
cederos monumentos, cuando alza columnas de barro que derriba el huracán de
las revoluciones ó destruye la carcoma del tiempo! Por dos veces la hidra del ab-
solutismo ha pisoteado aquellas venerandas reliquias, símbolo de tan gloriosos
recuerdos. Las revoluciones y motines se lian sucedido, y las guerras civiles han
empapado en sangre nuestro suelo. Al código de 1812, ha sucedido el de 1837;
á éste, el de 1845: luego el proyecto de 1854; en seguida la constitución de
1869, y últimamente la de 1876.
Las grandes figuras de la independencia ya no existen, y los hombres políti-
cos se han ido empequeñeciendo cada vez mas. A la fé inquebrantable, ha suce-
dido el escepticismo; á los principios, los intereses; al patriotismo, la ambición:
á la lucha leal, la intriga sorda; al mérito, el favoritismo; al trabajo, la empleo-
manía; á la representación genuina del pueblo, los candidatos oficiales; ú la
literatura, la insípida garrulería; y á los oradores, los declamadores y los charla-
tanes. Hasta los conspiradores han degenerado en petardistas de portal.
Aquellas grandes figuras que á principios del siglo fundaban la libertad pá-
lida, han sido reemplazadas por verdaderas caricaturas; y la cima del poder hoy
solo se alcanza por el camino de las abdicaciones, de la cúbala y de la apostasía.
Todo hombre que aspira á tener importancia política, empieza por pretender
ser diputado, porque el escaño del Congreso es un escabel desde el cual se sube á
todas partes.
Los abogados sin pleitos, los militares ambiciosos, los negociantes poco afor-
tunados, los ingenieros sin empresas, los poetas tronados, los atildados académi-
cos, los leguleyos de aldea, los monagos de las iglesias y los aventureros de todas
layas y condiciones, aspiran ú dar al país leyes gratis, poniendo muchas veces
dinero de su bolsillo encima.
Brotan por todos los ámbitos de nuestro suelo, como la zizaña brota expon-
láneamente entre el trigo, ejércitos de candidatos, que caen sobre el país como
nubes de langosta.
El cargo de diputado es gratuito, y sin embargo es el mas codiciado; el car-
go de diputado nada produce, y no obstante vemos que los diputados se hacen
grandes posiciones. Este es un enigma digno de ser descifrado.
Como por ese sistema parlamentario de marca inglesa, el voto del diputado
sostiene ó derriba los gobiernos, ese voto puede ser objeto de un lucrativo y disi-
mulado comercio.
634
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Si el voto no da sueldo, da influencia que puede muy bien ser aprovechada
para los negocios. Con influencia se conquistan altos empleos en la política y la
administración, se obtienen ventajosas contratas y concesiones magníficas, se ac-
tivan expedientes arrinconados, se tapan ciertas faltas ó delitos v hasta se ocul-
tan ciertas irregularidades .
Madrid es un pueblo burocrático, donde van á parar por el mecanismo de
nuestra organización y de nuestra política, todas las pretensiones, todas las soli-
citudes, todos los pleitos, donde vana terminar en definitiva todos los negocios y
donde tienen que resolverse todos los problemas de la vida social de la nación.
Creer que los madrileños se han de ocupar todos los dias expontáneamente de las
veinte mil y una cuestiones y asuntos de una multitud de rincones de España
que no conocen ni lian oido nombrar, seria creer que son tontos; y la prueba que
no lo son, ni por el pelo, está en que existen en todos los ministerios miles y mi-
les de empolvados expedientes, que hace años duermen tranquilamente el sueño
del olvido.
Cualquiera que pretenda algo en Madrid no debe consultar nunca si su pre-
tensión es justa ó injusta, racional ó absurda; lo único que debe consultar es si
las influencias con que cuenta son bastante poderosas para arrollar los obstáculos
que se opongan. Las influencias y empeños todo lo mueven, y sin ellas no hay
estímulo ni fuerza que empuje la administración.
Todo aquel que tiene negocios pendientes, necesita un agente que pueda im-
ponerse; y como el diputado da el voto al gobierno y el elector se lo da al diputa-
do, de ahí que el diputado sea el natural agente de negocios del elector y del
distrito.
TiO que acontece respecto de las localidades y de los electores, sucede también
con relación á los diferentes gremios de que se compone la sociedad. Uno preten-
te ir á las Cortes á representar la clase militar, otro la de los médicos, éste la de
los proletarios, aquél la de los comerciantes, proponiéndose cada uno de estos re-
presentantes defender los intereses de su gremio, tratar de obtener concesiones y
beneficios para la comunidad que representa, y apoyar todas las pretensiones in-
dividuales y colectivas de sus colegas.
Convertidos los diputados en agentes de negocios, en representantes de miras
individuales y en gerentes de intereses de localidad ó de clase, el carácter del
legislador queda completamente bastardeado, empequeñecido, contrahecho, fal-
sificado. La mayor parte de los españoles que vivimos en provincias, no vemos
AMERICANOS Y LUSITANOS
635
en nuestra candidez al diputado mas que en el parlamento, ó estudiando los gran-
des problemas sociales sobre que lian de versar las leyes, ó preparándose para la
ludia atlética, en que por medio de su elocuencia va á sacar triunfante la verdad
y la justicia; pero los que ven las cosas de cerca saben que las escenas parlamen-
tarias son actos de una comedia preparada de antemano, que los grandes discur-
sos solo sirven para la satisfacción del amor propio ó para provocar los aplausos
de la multitud, y que en las discusiones de las Cortes nadie convence á nadie,
porque las mayorías y las minorías van allí regimentadas con su santo y seña v
votan según los compromisos contraidos de antemano. Estos compromisos se for-
man en los cabildeos é intrigas á que da lugar la gestión de sus negocios parti-
culares, en los despachos y antesalas de los ministerios.
Como un diputado podría pesar poco por no tener mas que un voto, se juntan
diez, ó veinte, ó treinta, si es necesario, hacen sociedad para apoyar mútuamen-
te sus pretensiones, escogen á uno de ellos para gerente de la sociedad, y cons-
tituyen uno de esos grupos que se imponen á los gobiernos ó que, maniobrando
hábilmente y haciendo maravillas de equilibrio entre el ministerio y la oposición,
han logrado mas de una vez contraer alianzas en condiciones muy ventajosas
para sus miembros.
Así, pues, el primer problema que debe proponerse resolver, todo aspirante á
político, es la manera de conseguir la alta investidura de representante del pue-
blo ó lo que es lo mismo de diputado á Cortes; y desde el momento en que tal
cosa se proponga, sienta plaza de candidato.
En este caso entra en cuentas consigo mismo, y echa de ver desde luego que
para ser diputado necesita serlo por alguna parte. Lo que procede, pues, es bus-
car esa ínsula Barataría que se llama distrito electoral, á la cual se llega por muy
variados caminos, aun cuando todos sean igualmente escabrosos.
La historia de un candidato, desde que se echa á nadar por esos mares proce-
losos y agitados de la política en busca de distrito, hasta que consigue la apoteo-
sis del triunfo ó las amarguras del desengaño, los antecedentes que le acompa-
ñan, la série de vicisitudes que tiene que pasar, los sustos y desaires que recibe
y los diversos papeles que representa en la farsa electoral, darían sobrante mate-
ria para trazar una verdadera epopeya, que escrita por una pluma ejercitada,
formaría un vivo monumento de la corrupción y de los vicios mas íntimos de la
sociedad en que vivimos; seria la Odisea deforme de estos tiempos, en que se ven
formando repulsivo contraste cosas tan grandes al lado de tan repugnantes miserias,
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
636
El tipo del candidato presenta muchas variedades. Hay el candidato de par-
tido, que va siendo escaso; la notabilidad de aldea, que también abunda poco; el
candidato feudal, conservado en algunos distritos por la tradición; el candidato
cunero, que empieza por buscar su distrito en el mapa; y el candidato camaleón,
que es el que con mas abundancia pulula por todas partes. Estas dos últimas va-
riedades son las mas comunes en nuestros tiempos, encontrándose muchas veces
reunidas en un solo individuo.
Vamos á presentar uno de los modelos, para que lo clasifique quien esté fami-
liarizado con la ciencia de Cuvier y de Linneo. Es un verdadero tipo, que carac-
teriza nuestra época, que hemos conocido personalmente, y que quizás se honre
con la amistad de alguno de nuestros lectores. Tal vez con el tiempo llegue á
ser ministro de la Corona ó consiga hacerse interesante en la emigración, pues
en nuestra tierra, de la poltrona ministerial al destierro no hay mas que un
paso.
Aun cuando nuestro héroe tiene su nombre de pila v hasta se permite el lujo
de tener apellido desde que nació,, le bautizaremos de nuevo llamándole Juan
Bambolla, porque en nuestra proverbial circunspección, no nos gusta señalar á
nadie con el dedo.
Juan Bambolla nació en un pueblo de escaso vecindario, aprendió á leer mal
a escribir peor, llegó á saber aritmética casi lo suficiente para ajustar la cuenta
de la lavandera, v estudió un poco de historia en las novelas de Fernandez y
González y en algunos dramas de Zorrilla.
En estas; lecturas echó de ver que su nombre coincidía con él de muchos per-
sonajes ilustres, como Juan sin Tierra, Juan de Juanes, Juan Tenorio, Juan Bra-
vo, Juan de Austria y Juan de Lanuza. Experimentó una secreta fruición, al
enterarse de que Juanes se llamaron no pocos papas y algunos de nuestros anti-
guos reyes, y do que Juan se llamó el último rey de Sajón ia. Aun fue mayor su
entusiasmo, al venirle á las mientes que el desgraciado Juan Prim ha sido una
de las figuras que mas ha dado que hablar á la historia contemporánea. En fin,
Bambolla se acordaba de todos los Juanes célebres; pero jamás tuvo la humorada
de recordar al no menos renombrado Juan Lanas.
Persuadido nuestro protagonista de que su nombre le daba autorización para
aspirar á todo, desde sacristán hasta papa y desde ranchero hasta rey, emprendió
la marcha hácia la córte, cabalgando en un jumento que tomó prestado sin per-
miso de su dueño, y llevando en el bolsillo la suma de veinte cuartos. Estaba tan
AMERICANOS Y LUSITANOS
G37
firmemente decidido á hacer reconocer á todo el mundo sus derechos, como el tur-
co, por medio del alfanje, la verdad del Coran.
Durante mucho tiempo hizo la vida de un perfecto bohemio. Un dia cornia el
rancho en un cuartel, otro dia pescaba una buena comida de convite, hoy duer-
me en los bancos de las plazuelas, ayer se alojaba en un mesón, donde se reco-
gen los mendigos de oficio á pasar el balance de las ganancias del dia, y á po-
nerse alegres á la salud de sus buenos y caritativos clientes.
Un dia encontró un billete de banco de diez duros al volver una esquina, y
exclamó con el estoicismo del hombre que marcha seguro y tranquilo hacia un
porvenir cierto:
— ¡Mi fortuna empieza!
Fuese al rastro y compró una maleta vieja que le costó diez reales, llenóla de
piedras y pingajos para que abultase, y con ella en la mano se instaló en una
casa de huéspedes de medio pelo.
Ya tienen ustedes á nuestro hombre hecho un personaje. Tiene relativamente
buena cama, buena mesa, se permite poseer hasta una pesada maleta, y lo que
es más, ¡nueve duros y medio en el bolsillo !
Los que no conocen la córte, no pueden imaginarse lo que es un bohemio con
semejantes elementos. Bismark, con todo su principado, no lo iguala.
Si con medio duro se proporcionó todo lo que va referido, ¿qué maravillas no
baria con los nueve y medio restantes? Vistióse con elegancia, frecuentó los ca-
fés, se metió en las redacciones de los periódicos, y hasta se permitió echarse una
novia, hija única de un comerciante retirado de los negocios.
Juan Bambolla se puso un dia á meditar, y comprendió que todo su capital
no era bastante para abrirle todavía las puertas de los salones; pero le franquea-
ba la entrada en clubs demagógicos, donde sus pocos recursos serian una reco-
mendación, mientras su audacia y verbosidad harían lo demás.
Al poco tiempo asistió á una reunión de barrio. Componíase la reunión de fe-
derales avanzados hasta tocar la pared de enfrente. Allí se proclamó el socialis-
mo y la Internacional, algunos dieron vivas á los nihilistas y otros excesos. Se
lanzaron invectivas contra diversas clases sociales é instituciones, se apostrofó
igualmente á Figueras que á Pí y Margall, se proclamó la destitución de estos
jefes del partido, y se acordó que era inútil y atentatorio á la libertad humana
todo linaje de autoridad. En consecuencia, fué resuelto que se celebrasen las re-
uniones sin presidente, y que cada uno de los congregados, en uso de su sagra-
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638
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
do, absoluto, inviolable, ilegislable é inalienable derecho, dijese todo aquello
que le diese la gana, en la forma y tiempo que se lo antojase.
Armóse allí una marimorena que prometía acabar enseñándose á volar á los
bancos, cuando Juan Bambolla se encarama en una silla, impone atención á to-
dos ahuecando la voz, y lanza sobre la agitada muchedumbre un discurso de
guardacantón, en que declara que la propiedad es un robo y el robo una propie-
dad, que la herencia es una infamia, que toda autoridad es una tiranía y que los
reyes son los vampiros do los pueblos. Agrega que los trabajadores deben gober-
nar á los amos y que es necesario que cuanto antes venga la liquidación social,
para que los descamisados, á quienes se ha robado la camisa, se conviertan en
propietarios y puedan echar todos los dias una gallina en el puchero. Finalmente,
concluye manifestando que es indispensable cortar veinte mil cabezas para puri-
ficar la atmósfera política, que la dinamita debe cauterizar las llagas sociales, y
el petróleo debe rociar los edificios públicos, para que el fulgor de su incendio
ilumine el gran dia do la regeneración social.
A cada frase, frenéticos aplausos interrumpían el discurso de Juan Bambolla,
que hubiera sido coronado de flores, si aquellos buenos ciudadanos de la repúbli-
ca universal hubiesen tenido á mano eljardin de algún rico que desnudar,
Juan fué desde entonces un héroe popular. Aclamado protector y redentor del
pueblo, todos se disputaban el honor de estrecharle la mano. El club le engalanó
con el título de ciudadano benemérito de la patria, y por fin, fué comisionado
para representar el barrio ante el comité de distrito.
Como se vé, la fortuna empezaba á sonreirle. Su crédito crecia al compás de
su importancia política, y envuelto en el aura popular, esperaba trepar á los mas
encumbrados puestos políticos, así que se presentase la primera revolución.
Un dia averiguó por casualidad que tenia un pariente con una brillante posi-
ción en Madrid, y se dispuso á hacerle una visita.
Llamábase el aludido pariente don Pantaleon Miguez de Urdaeta, era gentil
hombre de Su Majestad, y una porción de otras yerbas y campanillas. Su fortu-
na política tenia por base el haber tomado una parte activa en los hechos que
dieron por resultado la restauración. Era diputado, y dirigia en el Congreso un
grupito que no era el del reloj . Habia sido canovista, pero á su debido tiempo
hizo una evolución, que le puso en buenas condiciones para ingresar en las filas
del fusionismo.
Los diputados que acaudillaba no estaban del todo contentos de la gestión de
AMERICANOS Y LUSITANOS
639
los negocios comunes, y empezaban á desgranarse; mas don Pantaleon, viendo
mermar su prestigio é importancia política, meditaba en el modo de rehacerse,
cuando cayó en su casa como llovido del cielo nuestro amigo Bambolla.
Después de darse mutuamente á conocer, mediaron entre ambos las naturales
expansiones propias de parientes que se ven por primera vez en la vida, y un ti-
roteo de preguntas y respuestas en averiguación del estado y peripecias de lodos
los parientes, allegados y conocidos, puso término á esta parte del diálogo.
Por ñn, don Pantaleon, que venia á ser tio de Bambolla, dijo á éste:
— Vamos, Juan, ¿te gustaria ser diputado?
— Y ¿cómo se consigue esa breva, señor don Pantaleon?
— Eso no te dé cuidado, que todo ello queda á mi cargo. Sigue mis consejos,
cumple bien todas mis instrucciones, marcha siempre por mi camino, que yo te
protegeré y te liaré hombre de provecho.
— Puede usted contar conmigo en todo y para todo.
— Así me gustan los hombres: decididos. ¿Te has dedicado algo á la política?
— ¡Ya lo creo! Soy miembro del Comité federal de la Latina.
— Eso no vale nada, perqué ese partido no es de porvenir, al menos por aho-
ra. Tiempo tendrás de meterte entre ellos, si algún dia pueden dar algo de sí.
— Como tengo también tiempo de dejarles, sobre todo si se trata de tomar po-
siciones mas ventajosas. Lo que yo anhelo, señor don Pantaleon, es poner mis
piés en un camino que conduzca á alguna parte.
— Desde luego tienes que hacerte ministerial. El gobierno necesita adictos, y
con él puede irse por ahora á todas partes. Te tengo ya un distrito, que será para
tí la viña del Señor. Desde hoy eres candidato de Piernas Quebradas, y tú has
de ser su diputado, ó no quedará teja en los tejados, y se vendrá el mundo abajo,
y nos oirán los sordos.
— ¿Y donde se encuentra ese distrito, querido tio?
— Ya lo sabrás á su debido tiempo; y sobre todo, siempre te queda para ave-
riguarlo el recurso del mapa, y el diccionario de don Pascual, que te dirá cuanto
sea menester. Lo que ahora conviene es que te presentes á don Práxedes, quien
ya está prevenido de que yo necesito diez distritos para mis amigos, so pena de
hacer un acto político y dejar al gobierno medio descalabrado.
— ¿Y con qué pretexto me voy á presentar á Sagasta?
— Yo te doy un besa la mano, en que te declaro uno de mis amigos políticos,
te presentas, haces algunas protestas de ministerialismo, sin olvidarte de la frase
640
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
sacramental aquella de la libertad hermanada con el orden y el respeto á las altas
instituciones, y por fin, le pides el apoyo del gobierno para el distrito de Piernas
Quebradas.
— Apuntaré el nombre del distrito, no sea que se me vaya á olvidar. Pero, ¿y
si el Presidente liuele que estoy metido basta los huesos en el zarandeo federal,
¿no me echará con cajas destempladas?
— Veo que eres todavía muy cándido, querido Juan. El gobierno tiene mas
interés en atraer á los enemigos, que en contentar á los amigos. Por el contrario,
será de buen efecto que dés á entender con habilidad y disimulo, que si el go-
bierno no te apoya, te tendrá en frente como enemigo implacable. Eres muy no-
vicio en estos negocios.
Después de recibir la prometida esquela y despedirse, Bambolla sale de la
casa de su pariente con la cabeza erguida y mirando de soslayo á todos los que
pasan, y se dirige á la calle de Alcalá.
Al llegar frente á la Aduana, encuentra á uno de sus conocidos de la víspera
que le detiene.
— ¿A donde vas tan entonado, querido Bambolla?
— Soy candidato por el distrito de Piernas Quebradas.
— ¿Candidato? ¡ Será para maestro de baile?
— Candidato para diputado á Cortes; y me ofendes si lo tomas á chanza, —
contesta Juan un poco amoscado.
— ¿Y donde está el distrito de Piernas Quebradas?
— Eso ya se averiguará, pues no falta en España quien lo sabe.
— Vaya, Juan, tú estás lelo. ¿Con qué influencias cuentas tú para salir dipu-
tado?
— Con las de personajes muy poderosos, y sobre todo con el apoyo del gobier-
no, que es lo mas importante.
— ¡Pues cjué! ¿Has renunciado ya á la pirotécnica de los fósforos, de la dina-
mita y del petróleo?
— Soy ministerial. El hombre debe reconocer sus errores y volver sobre sus
pasos. La libertad hermanada con el órden es el desiderátum de las sociedades mo-
dernas.
— Pues yo me he hecho posibilista, porque, francamente hablando, el partido
de Castelar es el partido del porvenir.
— Si tú estás por el porvenir, yo prefiero el presente.
AMERICANOS Y LUSITANOS
641
— Cada cual mira las cosas bajo su punto de vista. Oastelar y Sagasta están
boy de acuerdo; y como el partido posibilista es pequeño y está boy muy próxi-
mo al poder, puede uno colocarse en situación mas ventajosa. Házte posibilista,
y apoyaremos tu candidatura, y basta te conseguiremos el apoyo del gobierno.
— No me conviene por abora, ya baldaremos mas tarde.
Los dos amigos se despidieron y nuestro candidato se dirigió á la Presiden-
cia. Allí pasó una escena que, á pesar de ser la milésima edición de las que pa-
san todos los dias, no acostumbran ponerse en letras de molde por considerarse
como secretos de gabinete.
Al dia siguiente Juan Bambolla fué á dar cuenta á su pariente de la confe-
rencia tenida con el Presidente del Consejo de Ministros.
Parece que el resultado no era decisivo. Habia otro candidato en puerta, tan
ministerial como Bambolla, y que además tenia en su favor una carta de uno de
los caciques del distrito. ¡Grande, terrible conflicto para el jefe del ministerio,
que no podia menos que vacilar, como una balanza cuyos platillos tienen iguales
pesos !
El candidato manifestó á su tio que por consejos superiores era indispensable
ir al distrito, trabajarlo y conseguir algunas adhesiones, con lo cual se obtendría
el deseado apoyo oficial; pero don Pantaleon resentido no se avenia á recibir el
desaire de no ser atendida su recomendación, y decía á su sobrino:
— No seas tonto, Juan. Lo que se quiere es que te alejes de Madrid, para ver
si en tu ausencia te soplan la dama. Afortunadamente tienes tu tio aquí, que ve-
lará por tus intereses y por tu triunfo.
Al fin se acordó entre los dos que Juan saldría con algunas cartas de reco-
mendación para el distrito, mientras don Pantaleon pesaría sobre el gobierno con
toda su influencia y la de sus amigos, en favor de su pariente.
Partió Juan en dirección á Yillatuerta, cabeza del distrito de Piernas Quebra-
das, llevando entre otras una carta para un estanquero protegido de don Pantaleon.
Ese estanquero habia sido capitán de cuerpos francos, y lo mismo servia para
acaudillar una procesión, que un motín. Convocó una reunión de sus amigos y sa-
télites, les presentó y recomendó el candidato, ponderó los bienes que reportarían
todos de su elección, y dejó la palabra á Juan para que les dijera el resto, quien
lo hizo de esta manera:
«Señores:
SA a sabéis que este hermoso distrito de Piernas Quebradas, y en especial
642
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
la magnífica población de Villatuerta, lia merecido siempre mis simpatías y mi
entusiasmo.
» Desde el momento en que me elijáis diputado, y aun antes de serlo, me con-
sagraré ;í vuestros intereses, y á vuestra protección.
»Haré que el gobierno os perdone las contribuciones y los apremios, que os
reparta trigo para la siembra, que dote á las doncellas casaderas y dé buenos em-
pleos á sus maridos.
»Haré que os quiten los consumos y los portazgos, que os hagan buenos cami-
nos y os pongan puentes en los arroyos.
»No os faltarán ferro-carriles, ni escuelas gratis, ni toros, y hasta el cura ten-
drá casa nueva.
»Tambien haré que no caigan pedriscos en los campos, que tengáis magníficas
cosechas y que trabajando poco ganéis buenos jornales.
»E1 dinero andará á puntapiés, los perros no rabiarán, ganarán los pleitos to-
dos los que los tengan, y hasta las madres podrán dormir tranquilos, pues los
chicos no llorarán ni estarán nunca enfermos.
»Se os repartirán los bienes de propios, el gobierno mandará hacer casas para
los que no las tengan, y por fin no os moriréis en toda vuestra vida.
»No tengo mas que deciros, porque mis antecedentes y mi consecuencia me
abonan. Pronto tendréis lugar de convenceros de que, siendo diputado, haré mil
veces mas de lo que prometo.»
Después de esta arenga, el estanquero exclamó con voz estentórea:
— ¡Viva don Juan Bambolla!
— ¡Viva! — contestaron todos con entusiasmo.
— ¡Viva nuestro futuro diputado!
— ¡Viva!
Una murga que se hallaba á la puerta del local de la reunión, rompió enton-
ces con el himno de Riego, el cual exaltó de tal manera á los chiquillos, que em-
pezaron á dar sendas voces, y á hacer cabriolas y vueltas de carnero en mitad de
la calle.
VI oir la zambra, el alcalde se alarmó creyendo que se trataba de alguna
revolución, empuñó su vara, y rcompañado del alguacil y la pareja de guar-
dias, se presentó en escena mandando poner presos hasta los postes de las esqui-
nas.
AMERICANOS Y LUSITANOS
043
Juan Bambolla se armó de valor y energía, y gritando con toda la fuerza de
sus pulmones, exclamó:
— Oiga usted, don alcalde ó don palurdo, ¿quién le manda meterse en casa
agena, cargado de pretensiones y con su corchete al lado, para venir á interrum-
pir una reunión hecha con autorización de gobierno? ¿Sabe usted con quién está
hablando? ¡Soy el candidato para diputado, á quien por disposición del gobierno
debeis votar, á pesar de los pesares y caiga el que caiga, so pena de echaros en-
cima una trailla de podencos que os doblen y os amansen á fuerza de multas y
apremios, y os empapelen desde la coronilla á las plantas de los piés!
Inútiles fueron la fuerza y la lógica de los argumentos de Bambolla. El alcal-
de era bastante duro de mollera, no se mostró dispuesto á dejarse convencer y
persistió en sus trece.
— ¡A la cárcel todo el mundo, y usted el primero, don Bellaco! Que viene
aquí á alborotar el cotarro, á soliviantar á los mozos del pueblo, y á preturlar el
órdigo con embelecos y discurscrias, como si estuviese en el congrueso de los Ma-
driles. ¡No se ha de decir del alcalde de Villatuerta, que ha doblado la vara de
la justicia y que lia pr emitido las permisiones de cuatro perdidos que todo lo quie-
ren revolver!
— ¡Nos liemos de ver las caras, don pelafustán! — contesta Bambolla desespe-
rado por la persistencia del alcalde. — En menos tiempo que lo cuenta un mudo, se
va á ver usted destituido y enjaulado, ó he de perder el nombre que tengo, señor
alcalde de Monterilla.
— Yo no soy de Monterilla, sino de Villatuerta; ¿estamos? Y cuidado con sa-
car apodos, porque si se me sube la mosca á las narices, le he de hacer remachar
una barra de grillos.
Mientras duraba la disputa, los concurrentes habian ido desfilando con disi-
mulo, y al fin solo quedaban el candidato, el estanquero y el alcalde con su acom-
pañamiento.
Juan Bambolla no tuvo otro remedio que dejarse llevar preso, si bien le sol-
taron pronto para evitar el tener que mantenerle y darle alojamiento. Así que se
halló en libertad, escribió á don Pantaleon dándole cuenta de la mala partida que
le jugó el alcalde.
El candidato llevaba consigo otra carta para un rico propietario, que tenia en
el país mucha influencia y contaba SQbre todo con muchos arrendatarios de cuyos
votos podia disponer.
644
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
En la entrevista que con tal motivo se celebró, Juan le entregó la carta di-
ciendo :
— Tengo la satisfacción de entregarle esta carta de su antiguo amigo don Pan-
taleon, que es mi tio y protector. Yo pienso presentarme candidato para diputado
en este distrito, y me permito contar para ello con el apoyo y protección de us-
ted, que es considerado como el hombre mas influyente del distrito.
El propietario recibió sin pestañear esta descarga á boca de jarro, y contestó
con toda seriedad:
— ¿Y con qué elementos cuenta usted para triunfar?
— Con muchos en el distrito y poderosas influencias en Madrid; pero sobre
todo con el apoyo oficial.
— Vamos, esto ya es algo; mas, ¿tiene usted la seguridad que el gobierno le
apoyará?
— Completa.
— ¿Y de qué el apoyo será exclusivamente para usted?
— Extraño mucho la pregunta. ¿Acaso un gobierno puede tener dos candi-
datos para un mismo distrito, exponiéndose de ese modo á perder la elección?
— Aunque parece inverosímil, no falta quien lo da á entender. Hay otro can-
didato que anda recorriendo el distrito, y manifestando como usted que tiene el
apoyo del gobierno, del gobernador de la provincia, de la diputación, del obispo
de esta diócesis y hasta del £-ran turco.
«y o
— Ese es un impostor ridículo, un farsante, un hombre indigno, que estaría
mejor trabajando en las minas de azufre, que recorriendo distritos electorales.
—¿Quién nos asegura que es usted el que tiene verdaderamente el apoyo del
gobierno?
— Señor mió, yo no estoy acostumbrado á mentir.
— Pero pueden haberle engañado.
— Tampoco puede ser, porque sería necesario suponer que mi tio, amigo de
usted y uno de los hombres mas respetables y dignos de España, es un farsante
vulgar; y que el ilustre jefe del gobierno, con quien he conferenciado personal-
mente, fuese un veleta.
• — Lo mismo que usted dice, ha manifestado el otro; pero vamos al grano.
¿Tiene usted algún documento para justificar que puede contar con el apoyo del
gobierno?
• — No lo tengo en este momento, pero puedo tenerlo pronto si quiero,
AMERICANOS Y LUSITANOS
645
— Pues, cuando usted pueda probar que tiene exclusivamente el apoyo oficial,
cuente con todos mis elementos; en la inteligencia de que los servicios, con ser-
vicios se pagan.
— En cuanto á esto no hay que hablar. Me consagraré enteramente á los in-
tereses del distrito y especialmente á los de mis electores; pero ¿por qué no se de-
cide desde luego á trabajar por mi candidatura?
— Si usted es de oposición, ó aun cuando no lo sea no tiene el apoyo del go-
bierno, no sale diputado, y por consiguiente, malgasto mi influencia, me toma
ojeriza el diputado triunfante, comprometo á todos mis amigos y me hostilizan
desde el diputado al último corchete. Aun cuando usted siendo de oposición sa-
liera triunfante por un milagro, no me podria ser útil, porque lógicamente el go-
bierno solo debe hacer concesiones á los amigos que le dan su voto y su prestigio.
Yo necesito influencias muy eficaces acerca del gobierno.
-—Las tendrá, como se resuelva á votarme. Usted no sabe las poderosas cuñas
que yo poseo en Madrid. ¿Quiére que mañana mismo le consiga un estanco para
algún sobrino?
— Le diré á usted. Yo tengo un pleito con un vecino, cuyo expediente nece-
sito que se pierda.
— ¿No es mas que eso? Pegando fuego al archivo del tribunal; es negocio
concluido.
— Tengo además en el Ministerio de Fomento un expediente sobre aprove-
chamiento de aguas, y quiero que se resuelva pronto y favorablemente.
— Pierda usted cuidado. Tendrá agua aunque quiera para ahogarse con toda
su familia.
—¡Para ahogarme! — exclamó el propietario sobresaltado, recordando las últi-
mas inundaciones.
— Perdone usted. Quise decir para bañarse, — contestó Bambolla con natura-
lidad.
— ¡Ah! Bien. Pues como iba diciendo, también tengo un muchacho que está
por entrar en quinta, y quisiera librarle haciendo que me le declarasen inútil.
— Nada mas fácil. Precisamente soy íntimo amigo de todos los médicos en-
cargados del reconocimiento de los reclutas. Haremos que le declaren por unani-
midad manco ó tuerto, y no hay mas que pedir.
— Otra cosa importante es para mí el asunto del ferro-carril.
—¡Ah, ya! Vamos; quiere usted que el gobierno le haga un ferro-carril desde
TOMO l, 81
646
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Villatuerta á su hacienda, para que le traigan todos los dias verduras frescas.
— No, no es eso...
— ¡Ah! Bien, ya entiendo, es lo otro. Desde luego se lo prometo. Se hará con
toda seguridad, puede usted vivir completamente tranquilo.
— Pero...
— ¡No hablemos mas! Usted me da sus votos y después puede pedir lo que guste.
— Pero el apoyo oficial...
— Lo tengo, lo tengo, se lo puedo asegurar.
— ¿Me presentará los documentos?
— Cuanto antes.
— Ya vé usted... sin esta condición no podria ayudarle. Mi hacienda, el por'
venir de mis hijos, es antes que todo.
— Adiós, mi amigo, que tengo prisa.
Juan Bambolla encaminó sus pasos á otras dos casas influyentes, para cuyos
dueños le habían facilitado también cartas de recomendación, y sostuvo diálogos
muy semejantes á los anteriores, después de lo cual regresó al pueblo bastante
preocupado.
— Pues señor, — dijo para sus adentros, — esto es un embolismo, una madeja
(pie nadie es capaz de desenredar. En Madrid me dicen: — «Busque usted adhe-
siones y le daremos el apoyo oficial.» Y aquí me contestan: — «Traiga usted el
apovo del gobierno y le daremos nuestra adhesión y nuestro voto.» Esto es jugar
con uno, como si fuera una pelota. Me parece que no me he quedado corto en
promesas, y estoy tan dispuesto á prometer, que si alguno de esos patanes pre-
tende ser obispo, le ofrezco una mitra para él y un marquesado para su mujer.
Juan tenia el negocio bastante mal parado, pero afortunadamente su pariente
trabajaba con ahinco en Madrid, y haciendo pesar en la balanza una espada ven-
cedora mas gloriosa que la de Breno, consiguió que Bambolla fuese declarado can-
didato oficial. Por consecuencia, el alcalde de Villatuerta fué suspendido, por no
haberse afeitado para presidir una sesión del ayuntamiento, y el estanquero pre-
sidió una de las mesas electorales.
Estas ventajas produjeron un cambio radical en la posición de Juan Bambo-
lla, que fué considerado ya el mas sério de los candidatos y recibió numerosas
adhesiones; pero algunas cabezas calientes empezaron á motejarle de candidato
cunero y se constituyeron en comité para hacer propaganda en favor de su rival,
que se habia declarado demócrata.
AMERICANOS Y LUSITANOS
647
Hasta entonces nuestro liéroe no habia tenido ni amigos ni enemigos; pero ar-
mado con el apojo del gobierno y contando ya seguros los votos de todos aque-
llos que se van al sol que mas calienta, empezó la oposición ruda y enérgica.
Coaligáronse carlistas y federales con todos los matices que presenta la demo-
cracia; y tan abigarrado conjunto empezó á trabajar, disponiéndose á conseguir
el triunfo por todos los medios.
Las autoridades de todo el distrito, al secreto impulso de órdenes recibidas de
los centros provinciales y nacionales, organizaron el triunfo del pariente de don
Pantaleon, previendo todas las dificultades.
Llegó la época. Los electores entraban á votar uno por uno y se les escamo-
teaban las papeletas en el acto de depositarlas en la urna, se liacia votar á muchos
varias veces y en distintos puntos, y se levantaban protestas de una y otra parte.
El secundo dia de la votación todos los miembros del comité multicoloro re-
cibieron de Madrid un telégrama, que hablaba de traiciones, declaraba disuelta
la alianza de las oposiciones, é intimaba á los coaligados la ruptura del mons-
truoso consorcio que habian hecho repul dicanos y carlistas .
Este telégrama cayó como una bomba en el campo de la oposición, y produjo
una anarquía indescriptible. Muchos electores se retiraron á sus casas sin votar,
y otros dieron sus votos al candidato del gobierno; mas á última liora se descu-
brió que el telégrama era falso, y que todo se reducia á un ardid de los partida-
rios de Bambolla.
Esta superchería produjo una conmoción semejante á la de una descarga eléc-
trica. La oposición irritada se rehace y se dispone para la lucha del último dia;
redobla sus esfuerzos, y manda emisarios por todas partes en busca de votos.
Los principales opositores, despechados por haberse abusado de su creduli-
dad y dispuestos á imponerse todo género de sacrificios personales y pecuniarios
para salir triunfantes, hacen repartir sendos vasos de moscatel para excitar
el entusiasmo; convidan á los electores á comer, repartiéndoles vales para la
comida, juntos con las papeletas de la candidatura, y ofrecen veinte, treinta,
cincuenta y hasta cien reales por cada voto, según las necesidades del mercado
electoral.
Reina por todas partes gran movimiento y animación, con el ir y venir de
emisarios y electores, el despacho de las tabernas, el reparto de papeletas, el aco-
pio y preparación que hacen los marmitones para las comidas, y la diligencia de
los agentes de la autoridad para mantener el orden, turbado de cuando en cuando
648
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
por uno que otro altercado de color algo subido, no pocos palos y un par de pu-
ñaladas de las que no tienen vuelta.
Los ministeriales se defienden con ardor. Algunos electores influyentes de la
oposición lian sido presos por presuntos delitos, los empleados van á votar regi-
mentados y menudean las amenazas que aterran y las promesas que estimulan.
A última hora la lucha es mas viva, mas violenta que nunca. Los ministeria-
les llevan alguna desventaja. Una partida de hombres desconocidos lia robado
una de las urnas, que los individuos de la mesa, y algunos electores han defen-
dido hasta sonar algún tiro de rewolver.
Llega por fin la noche y se cierra la elección. Viene el escrutinio. En una de
las urnas se encuentra una papeleta que dice: Vale por una comida de elector, lo
cual da lugar á algunas chanzonetas. Un emisario llega conduciendo el acta y
demás documentos de la elección, de un pueblo del distrito que los brutos de los
geógrafos se han olvidado de poner en todos los mapas.
Resultado final: el gobierno triunfa y Juan Bambolla queda electo diputado.
Suceden grandes aclamaciones. La murga que en otros tiempos el imprudente al-
calde dispersara, se reúne de nuevo para celebrar la victoria y nuestro héroe re-
cibe las mayores ovaciones y las mas ardientes pruebas de adhesión al despedirse
para la córte.
Convertido el candidato en diputado, ha terminado nuestra misión. Antes po-
díamos seguirle con la pluma en sus diversas peripecias, hacer nuestras aprecia-
ciones y hasta dejar escapar alguna pulla; pero hoy Juan Bambolla es diputado,
v como tal es inviolable é irresponsable, lo mismo que el rey, según dijo no sé
quién, y por lo tanto las castañas queman y no hay que meterse en honduras.
Aquí habia dado por concluido este artículo, pero casualmente fué á verme un
amigo de confianza, que ha sido diputado y está muy al corriente de los asuntos
electorales. No pude resistir la manía que domina á la generalidad de los escrito-
res y le leí el artículo, que tuvo la deferencia de escuchar con la mayor atención.
Al concluir me dijo en el seno de la confianza:
— Creia yo encontrar algo nuevo en su tipo, pero me he equivocado. La pin-
tura que usted ha hecho no tiene originalidad alguna. Es un extracto de lo que
pasa todos los dias, de lo que sabe hasta el vulgo. Las ideas que expresan sus
personajes son las que todo el mundo tiene y expresa en sus conversaciones dia-
rias, como eco fiel de la marcha política de los negocios. El trabajo de usted no
revela, pues, gran inventiva, ni creo que cause grande impresión.
AMERICANOS Y LUSITANOS
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Quedéme turbado y pensativo.
Según la manifestación de mi amigo, los vicios políticos y sociales están ya
tan profundamente arraigados en nuestra sociedad, que nadie se fija en ellos.
Se lian connaturalizado y encarnado en nuestro sér, y pasan en todas partes sin
reparos, como una moneda corriente.
Yo que tengo todavía la insólita candidez de tener ideales, ilusiones, sueños
dorados si se quiere, y aparto con horror los ojos de esas monstruosas realidades
que pervienten el sentimiento moral, bollan la dignidad del hombre, corrompen
las sociedades y oscurecen los horizontes políticos del porvenir, he necesitado ha-
cer un enorme sacrificio, un esfuerzo superior á mí mismo, para prescindir de
cuanto siento y pienso é identificarme con las ideas y sentimientos que he pre-
tendido fotografiar. Me ha sido preciso fingirme situaciones diametralmente opues-
tas á mi modo de ser, y después de tan violento trabajo y de tanto torturar mi
mente, no he escrito mas que lo que habría referido expontáneamente el mas vul-
gar de los agentes electorales, en un rato de aquella alegre expansión que da un
vaso del tinto, apurado en compañía de algunos amigos. Triste condición la del
hombre, que piensa y escribe, al verse obligado á hacer tales esfuerzos intelectua-
les para, parecerse á una vulgaridad de mal género.
Como quiera que sea, lo cierto es que hay algo profundamente perturbador en
el seno de las sociedades. Los vicios se perpetúan y la corrupción crece. Estos de-
fectos deben reconocer causas independientes de la naturaleza del hombre, la cual
no cambia de unos á otros tiempos.
La causa de tamaños males no puede residir mas que en los sistemas políticos
imperantes. Hay en ellos algo que atacar y destruir con resolución y valentía;
pero ¿quién pone el cascabel al gato? ¿Quién se mete á redentor para luego salir
machucado?
Embarcaos en esa empresa, jóvenes de buena voluntad, que yo soy viejo y
me quedo en casa.
por D. Joaquín Mendoza Cáceres.
uen tipo ! Y sin embargo no puede faltar en una galería de
modelos como ésta de que forma parte y líbrenos Dios de afir-
mar con esto que la clase de tomadores, timadores y demás
que le son afines, está tan generalizada que no hay mas que
extender la mano para coger uno; nada de esto, es mucho
más lo que se dice que lo que realmente hay, pero por esta
misma causa las quejas son mayores, porque, después de todo, ellos
apénas quieren, pueden aprovecharse de un incauto, y hacer presa.
Procurando definirlo de modo que pueda comprenderse desde luego
y sin gran esfuerzo lo que es nuestro tipo, diremos que tomador se
llama solo el que con arte y habilidad procura apoderarse de lo que
cualquier sugeto lleva encima sin que lo sienta, ó advierta el caso, y
aun podríamos añadir que lo realiza de tal manera que si el robado se queja,
puede quedar en ridículo.
Esto dicho, veamos de donde sale el tomador ó para expresarnos mejor, que
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS 651
causas son las que lo motivan ú originan, pues no es expontáneo, ni mucho me-
nos; siempre nos liemos reido de las vanas y pueriles declamaciones de algunos
moralistas que afirman y sostienen con una gravedad digna de mejor causa, que
en ciertos individuos predominan de una manera tal ciertos instintos, que ce-
diendo irremisiblemente á ellos, cometen actos censurables que al fin los llevan á
su desgracia.
Boileau, el mas notable sin duda de los satíricos franceses, dijo ya hace mu-
chos años en una de sus mas famosas composiciones, ocupándose del hombre:
«De tous les animaux qui s'elevent en 1‘ air
Qui marchent sur la terre ou mag-ent dans la mer,
De Paris au Perou, du Japón jusqu á Rome,
Le plus sot animal, á mon avis, c‘est Phomme.»
Y ciertamente que tenia razón, pues pocos séres délos que pueblan el mundo,
estarán tan propensos como él á cometer mayor cúmulo de inconveniencias y erro-
res, siendo lo peor del caso, que casi siempre redundan en perjuicio suyo. Nosotros
hemos dicho que habrá pocos séres de tan perversos instintos como el hombre y
para prueba de que no es falto de verdad lo que decimos, no hay mas que fijar-
nos en lo que con los niños sucede. Le entregáis un juguete, y por fino ó capri-
choso que sea, vereis que lo que en primer término desea es romperlo ó destro-
zarlo; le ponéis unas botas nuevas, pues observar como desea encontrar al paso
un charco ó una corriente de agua en la que sumergir los piés; pasa por una fa-
chada de una casa recien pintada ó acabada de estucar, y cediendo á un vehe-
mente deseo de hacer daño, la araña con un palo ó la tizna con un carbón; en-
cuentra en su camino un perro ó un gato y lo apalea despiadadamente sin mira-
mientos ningunos, sin considerar que nada le hizo y que ninguna defensa tiene.
Pedia sin duda objetarse que tales actos los hace porque es un niño, pero
dejadlo que crezca, dejad que el hombre se forme y vereis cometer actos que mas
y mas acreditan la perversión de sus instintos.
Cediendo á las exigencias con que transige las mas de las veces, no por virtud,
sino por egoismo, el hombre se modifica cuando está educado, mas sino se hace
esto, si se olvida de ponerle el freno que le hace falta, se desborda, como asolador
torrente y llega á ser perjudicial hasta un extremo incalculable. Entonces y solo
entonces, cuando los instintos se agitan y las malas pasiones bullen; entonces es
cuando los moralistas, al menos algunos de ellos, tienden á disculparlo suponien-
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do que el hombre es dañino, cede fatalmente á sus instintos ó al menos á los que
son causa de que se manifieste como perjudicial, ora matando, ora robando ó em-
brollándolo todo.
No hay nada de esto, ó al menos así pensamos nosotros; el hombre cediendo
á todos sus instintos, seria siempre malo; la educación, mejora sus condiciones,
la cultura lo pulimenta y le hace perder sus malos hábitos, de aquí que la pri-
mera causa eficiente del tomador, sea la mala ó ninguna educación que recibe.
Con efecto; hay muchos individuos á quienes la Providencia no debia acordar
la dicha de ser padres; en la sociedad moderna ninguno puede presentar causa
razonable ó fundada para disculpar el que sus hijos queden sin educarse y sin
embargo, hay muchos, muchísimos, que los ven crecer con sin igual indiferencia,
como si tal cosa, no piensan en los males que se pueden acarrear y atraer sobre
la sociedad, y con el ánimo mas sereno, sin sentir el mas ligero peso sobre la
conciencia, sigue imperturbable, como si todas las que hicieran fueran obras me-
ritorias.
El egoismo de muchos de ellos, es causa también de no pocos males; con una
socarronería imperturbable se repiten frecuentemente, que en ¡a casa ele Juan Po-
bre el que no trabaja, no come, y apénas el muchacho puede correr por esas calles,
y vocear atolondrando á todos los transeúntes, le procuran algún periódico que
vender ó décimos de lotería, ó cosa por el estilo.
Continuamente en la calle, tratando con rapazuelos de su clase, sin nadie que
vigile sus conversaciones, ni ponga coto á sus vicios, que el abandono comienza
á hacer germinar, crece el muchacho sin que aprenda nada útil ó conveniente para
el dia de mañana, en que con seguridad, no le pueden bastar las miserables ga-
nancias que con su mercancía consigue.
Estas miserables ganancias son, sin embargo, en el mayor número de los ca-
sos, las que originan disgustos y disturbios que empeoran la situación.
Apénas acaba el hijo de entregarle el fruto conseguido durante todo el dia,
cuando después de repasado y después de regañarle porque siempre se le antoja
poco, lo manda acostar con brusco modo, orden que la infeliz criatura no se hace
repetir, pues ya sabe por experiencia que á la segunda vez que su padre le diri-
ja la palabra, lo hará acompañándola de un puntapié ó de un bofetón del que
mal de su grado, conservará señales para cuatro ó cinco dias.
Inmediatamente después á pesar de las protestas de su mujer, nuestro hombre
se pone en pié, y se prepara para salir, sea cualquiera la hora de la noche que
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sea; el hijo aun despierto devorando su despecho y su rabia, puede oir que entre
su madre y su padre se entabla un diálogo, en que aquella le echa en cara su
holgazanería y sus vicios, le suplica que no vaya á gastar á la taberna lo que el
chico ha ganado y que se necesita para comer el dia siguiente.
Arrecia la disputa, menudean las palabras mas repugnantes y no pocas veces
la mano del marido deja caer pesadamente sobre la infeliz mujer.
Después de la reyerta y mientras el hijo devora en secreto su ira y la madre
cae abatida de pena, bañada en sus lágrimas y algunas veces en su sangre, sale
el desnaturalizado padre á la calle y vase, como su mujer le habia censurado, á la
taberna á gastar la miseria ganada por su hijo que, mortificado por su impotencia,
ha escuchado la anterior disputa.
Piensa de la mala manera que es de suponer y cediendo al fin al cansancio
que le rinde, el sueño cierra sus ojos.
Apénas pasadas tres horas, despierta sobresaltado por el terrible ruido que en
la habitación se escucha. Es su padre que vuelve ébrio por completo y que de
nuevo la emprende con su mujer, primero de palabra y mas tarde de obra, gol-
peándola y maltratándola. Procura mediar, y también á él le alcanzan algunos
palos, con lo que su despecho se aumenta y su corazón se endurece.
Este pernicioso ejemplo, que con demasiada frecuencia se repite, hace pensar
al muchacho, que ya razona; y si al dia siguiente encuentra ocasión de gastar
algo de su ganancia, y cuenta que no tendrá que pensar mucho para hallarla, lo
gasta aun sabiendo que después le costará una paliza; y el temor á ellas conduj e
al fin por hacer que no vuelva, el dia en que ha sido mayor su gasto y haciendo
él su cuenta, comprende que en relación una cosa con la otra, aquella noche su
padre lo desollará vivo.
De entre las muchas causas que pueden dar lugar al aparecimiento del toma-
dor, esta que acabamos de señalar es la que mas frecuentemente los produce; el
abandono y la falta de educación; censurables extremos en que gran parte tienen
las autoridades, poco atentas á un bien crecido número de focos perniciosos, focos
de males y trastornos para la sociedad en general.
Cuando el muchacho se vé solo, cuando ha perdido el temor á las reprimendas de
su padre, al que ni vé ni entiende, porque si alcanza á divisarlo en el extremo de
TOMO i,
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una calle, corre por otra, entonces se acostumbra á gastar, y apénas el dinero le
cae en la mano cuando vuela sin saber por donde. Asociado con ese sinnúmero
de pilletes que pupulan en bandadas por las calles, pasan dias, y en cada uno las
necesidades acrecen y, lo que es más, no falta entre aquella gente quienes las
haga acrecer con objeto de lograr el fin que se proponen.
Este fin, como es fácil comprenderlo, no es otro que inducirlo al crimen, que
incitarlo al mal. y son mil los medios de que se valen para lograr que ingresen
en una de esas asociaciones compuestas de considerable número de individuos
cuyo único medio de subsistencia depende de las distracciones que los demás co-
metan.
Sentado á la mesa de uua taberna, se vé muchas veces á uno de esos tipos repug-
nantes de ajustado pantalón, chaqueta corta á lo torero y gorra de seda, que, dan-
do chupadas al chicote que ya le quema los dedos, procura convencer al mozal-
vete. que tiene todavía miedo á la justicia. Con el acento propio de los chulos de
esta tierra en la que viene á albergarse lo peor de cada casa, comienza por decirle:
— Pues yo creo, que eres ya muy grande para vender periódicos.
— Mayormente yo lo digo también. — contesta el muchacho, — pero ya ves tú
¿qué quieres que haga?
— Toma, pues otra cosa en que se gane mas.
— Yo bien quisiera, pero ¿cómo?
El y ancho desentendiéndose de esta pregunta, continúa fijo en su objeto.
— Porque ya ves tú, los hombres necesitan dinero, porque al fin y al cabo ne-
cesitan alternar, y luego las mujeres. Mira tú, la Lola te mira con buenos ojos,
pero ¿cómo quieres llevarla al cafó, ni á los toros, ni al teatro? En ninguno de es-
tos sitios se entra gratis, con que, espavílate muchacho y no seas tonto, te hacen
falta cuartos.
— ¿Y qué voy á hacer?
— Pues vente con nosotros.
— Sí, pero un dia me ponen á la sombra y ya ves tú...
— Ríete, tonto, pronto se sale, ya ves yo he estado cuatro ó cinco veces, y
total igual: he descansado algunos dias y luego tan listo como antes.
— Bueno, todo lo que tú quieras, — replica el mozuelo, — pero para hacer lo
que tú haces, hace falta tener condiciones, v yo no sirvo.
— Eso dicen todos, pero luego aprenden, con que vamos, lila, decídete y no
seas primo.
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— Bien hombre, pero ¿qué hay que hacer?
— Pues por lo pronto, nada, venirte conmigo, ayudarme, ver lo que yo hago,
aprender, y hacerte hombre; con qué ¡choca esos cinco!
Se estrechan la mano, con lo cual queda firmado el pacto; pacto satánico,
pacto endiablado que celebrándose, en realidad ha venido á sustituir á los que
entre el hombre y el demonio se fingian las imaginaciones de nuestros antepa-
sados.
Desde aquel dia, juntos, inseparables siempre, se les vé vagando por los sitios
mas concurridos, acechando la ocasión para aligerar á un prójimo del peso que
lleva en los bolsillos.
Tan pronto como con suma ligereza y grande habilidad el ya esperto consi-
gue recoger algo, lo pasa á su compañero, quien, no bien lo ha cogido, escapa á
huir, de modo, que si por una desventura, el tomador es cogido con las manos en
la masa, como vulgarmente suele decirse, si el robado es bastante listo para sor-
prenderlo infraganti y lo apostrofa con dureza, promuévese un escándalo mayús-
culo entre uno que acusa y el otro que se defiende; sobreviene la pareja de orden
público al ver que la gente se amontona y ambos, el robado, que se encuentra sin
reloj ó sin portamonedas, y el ladrón, son conducidos á la prevención del distrito
ó al juzgado de guardia, teniendo lugar en cualquiera de estos dos sitios una es-
cena de las mas irritantes que puedan darse.
El juez y el inspector, conocen perfectamente al ratero, saben casi con seguri-
dad, tienen la perfecta evidencia de que el que se queja tiene razón, que el acu-
sado lo es sin duda con justicia; lo mandan registrar, lo hacen escrupulosamente
y no le encuentran absolutamente nada que pueda levantar la mas ligera sospe-
cha y á todo esto el tomador con un cínico descaro no deja de repetir:
— Este caballero se ha equivocado, vamos, ó me acusa por hacerme extorsión,
ni yo le he visto nunca, ni me he acercado á él, ni quiero.
— Sí, señor, — dice el que se encontró robado, — este fué; á mi lado no habia
nadie mas que este hombre y yo le cogí la mano y hasta le vi en ellas mi reloj .
— Pero diga usted, ¿y donde le he puesto entonces?
— Yo que sé, se lo habrá usted dado á algún compinche.
— ¡Vamos, hombre! Pues si usted mismo ha dicho que no habia nadie á
nuestro lado.
Intervienen el juez y el inspector, cualquiera de los que declara que con arre-
glo á la ley no puede detener á aquel hombre á menos que el acusador no lo
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
mande liacer bajo su responsabilidad, cosa á la que nunca se atreven porque el
efecto seria contraproducente, dado que no tiene prueba ninguna del delito que
imputa, y que ya conoce mas de un caso en que después de haberse quedado un
sugeto sin reloj, le ha costado la cuestión un ojo de la cara.
Rabia, protesta, se irrita, pero no consigue nada; el tomador es puesto en li-
bertad y sale manifestándose ofendido y exclamando:
— ¡Que á un hombre de bien le pasen estas cosas!
No bien con idas y venidas continuas ha logrado desorientar á los que hubie-
ran podido proponerse seguir su pista, cuando se dirige al sitio en que de ante-
mano sabe que le aguarda su cómplice, el aprendiz que poco á poco se va impo-
niendo de cuanto hay que hacer en este lucrativo oficio que tiene también sus
contras, las que por mas que varían en número, pueden reducirse á dos efectos
de bien distintas causas.
Lo mismo el principiante que el mas experto en el arte abominable de toma-
dor, no son siempre lo bastante hábiles para realizar su empeño con maestría tan-
ta que pase inadvertido, y cuando esto ocurre, lo mismo que cuando dan con un
sugeto sobrado prevenido ó demasiado sensible, físicamente hablando, ocurre que
paga lo que debe, pero solo por el momento y este es el mal, pues de cualquiera
de las contingencias que le puedan sobrevenir, se repone pronto y en vez de en-
mendarse por escarmiento siquiera, sigue en la mala senda que emprendiera.
Si el robado sabe á que atenerse, no se queja ni prorumpe en gritos, sino que
administra una paliza que lo pone negro: si es de los que ignoran aun, y llaman
á la pareja antes que el tomador haya podido realizar la operación que lo salva,
entonces va á la cárcel, pero de una parte el arte que se da para trabajar el su-
mario de la causa, lo que le ayuda su amigo el escribano y las recomendaciones
que tiene, dan lugar á que pronto lo pongan en la calle, y como si tal cosa.
Una de las cosas que el tomador ha llegado á aprender es la desconfianza que
el traje inspira; de aquí que no podáis suponer hallarlo solo bajo la blusa del me-
nestral ó bajo la chaqueta del artesano, debéis temerlo también bajo la levita del
caballero y lo mismo bajo cualquier uniforme que crea lo garantiza un tanto.
Si algún consuelo puede tenerse ante el temor que la existencia de esta gen-
te inspira, es el de que al fin y al cabo, morirá en presidio.
por D. M. Rodríguez y Alés.
iempre hablamos mal y fueron acres nuestras censuras con
aquellos que, pudiendo ó no, emprenden un viaje de placer al
extranjero y vuelven jactándose de que han visitado las pri-
meras capitales de Europa.
Examinar á la mayor parte de los que os dicen que han
estado en el extranjero y vereis con gran sorpresa que apénas si
conocen nuestro idioma, primera razón para que haya sido infruc-
tuosa la visita, dado que del mayor número de las cosas ni siquiera
se podrán dar cuenta. De aquí que con aire muy finchado solo os
hablen de los boulevards, de la plaza de la Concordia y de la Mor-
gue, pues además de lo que llevamos dicho, para ciertos caballeros
todo el extranjero es París, pero cierto París; ó sea aquella parte de la capital de
Francia en que solo se consigue gastar dinero en fútiles y peligrosas diversiones
que en modo alguno pueden llenar el corazón de un hombre serio.
Cuando vuelven de estas excursiones resultan inaguantables, nada encuentran
bueno ni aun medio regular siquiera; quieren á toda costa justificar la estúpida
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
expresión de Dumas (padre), de que el África comienza en los Pirineos y sostienen
con aire trágico-doctoral que España es el país mas atrasado del mundo y, lo que
es aun peor, que no se puede vivir en él.
Bueno es advertir que la mayor parte de estos caballeritos, apénas si chapur-
rean el francés por mas que en cuanto trasponen los Pirineos se esfuerzan en ha-
cerse comprender en este idioma... ¡Oh vergüenza para desacreditar á su pátria!
Verdad es que muchas veces, justo castigo á su perversidad, se encuentran
chasqueados al hallarse algunos extranjeros que les dan severísimas lecciones,
pues amando á su pátria no pueden por menos de repugnar los que no hacen lo
mismo con la suya, y porque creen después de todo que cuanto dicen es vana y
estúpida lisonja que no les puede merecer valor alguno.
Para él no hay aquí nada bueno, cosa en la qué muchísimos extranjeros le
podrian desmentir; mas como no es el objeto de nuestro artículo hacer una defen-
sa de España, que ya de por sí se encuentra bien defendida, vamos, á los que ha-
biendo nacido en ella la desconocen sin embargo, á enseñarles algo de lo que
podía y debía ser en realidad objeto de su estudio.
De los pueblos salidos del Asia, y que en sus constantes emigraciones han
venido á habitar las naciones europeas, ninguno tan curioso ni tan digno de íi-
jar la atención como el gitano. El nombre que les damos, es hijo de la errada
idea en que durante mucho tiempo se lia estado de que procedían del Egipto.
Hoy que gracias á los adelantos hechos en etnografía y en historia puede clara-
mente determinarse cual es el origen, subsiste tal denominación para diferenciar-
les de los indígenas del país en que viven, como subsiste también la de bohemios
con que en otras naciones se les conoce solo porque habiendo aparecido en Bohe-
mia hacia mediados del siglo xiv, fué desde este punto de donde se extendieron á
los demás en que hoy habitan.
Haciendo caso omiso de los gitanos que viven en otros países, cuyos usos
prácticas y costumbres no conocemos, fijémonos en los que pululan por Granada,
manifestando ante todo que cuanto digamos puede y debe extenderse á los de las
demás provincias andaluzas, por ser muy semejantes entre sí.
Frente al palacio de la Audiencia situado en Granada en la Plaza Nueva, co-
mienza la cuesta que conduce al Sacro Monte, camino habitado por los gitanos y
el que basta recorrer una vez para apreciar la exterioridad de ellos, elemento mas
que suficiente para que no puedan ser confundidos con nadie.
El gitano es de mediana estatura, de bronceado cutis y negros ojos de mirar
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profundo. Su acento en cuanto habla castellano ó si emplea la jerga india en que
se expresa, es propio de los andaluces, si bien mas acentuado, traicionado así
su origen, probando su ascendencia asiática y recordándonos la languidez na-
tural en los hijos de las riberas del Nilo ó de las extensas llanuras de la India. Sus
hábitos y sus prácticas lo manifiestan así también; y en su frugalidad y poco cui-
dado, nada ni por nada prueba de claro y distinto modo, basta que punto ha in-
fiuido en él la vida nómada y errante de sus atenciones.
Si el gitano forma un tipo claro y perfectamente definido, no lo es menos la
gitana, que sin que baya lugar á la menor ni mas remota duda, formaría un tipo
perfecto de belleza si fuese mas limpia. La gitana es de correctas y proporciona-
das formas, rostro oval y cutis aunque moreno de una textura y suavidad sin
igual. Sus grandes ojos negros cuando miran acarician, y en su acento hay una
blandura que... mas volvamos á repetirlo, es desaseada basta un extremo que solo
puede comprenderse cuando se la ha visto.
Que viva en una casa lo mismo que si vive en una choza, su aspecto es igual,
su ajuar reducidísimo; es siempre la familia que está dispuesta á la marcha, hoy
están aquí, mañana no la vemos donde estarán y de aquí que mejor que en nin-
guna parte se encuentren sentados en el suelo; en el suelo comen y en el suelo
duermen; así es que en la necesidad de hacer un viaje, pronto, inmediatamente
tienen el equipaje hecho. Nos recuerda esto la graciosísima salida de una gitana
que habiendo sido demandada ante el tribunal compareció y reconocia honrada-
mente la deuda, mas compelida al pago como el acreedor no quisiera otorgarle va
mas plazos, el juez le amenazó con decretar el embargo.
Escuchar la amenaza aquella flamenca pura y echar á reir con todas las fuer-
zas de su alma, fué cosa que coincidieron en el momento por lo que extrañada la
autoridad, le preguntó fosca cual era la causa de su risa, á lo que contestó con
muchísimo gracejo:
— Mire osté, señó, hace tres ó cuatro dias que me levanté muy de mañana v
queriendo que los chorés tuvieran la sopa hecha pá cuando se levantaran, cogí la
alcuza pá bajar por cuatro cuartos de aceite. Al pasar, mi hijo Tolo, que duerme
en el suelo tenia una mano extendía y yo se la pisé sin querer, por lo que des-
pertó sobresaltan el alma mia: val verme con la alcuza en la manóme dijo con el
corazón encogió: — ¿Qué es eso mare, nos limamos?
Excusamos manifestar cuanto la ocurrencia hizo reir á los que la escucharon
ocurrencia que de la misma manera que sirve para aprobar el reducidísimo mobi-
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
liario de esta gente, sirve también para probar la viveza de imaginación que los
distingue. Ingeniosos y oportunos, tienen una feliz ocurrencia á cada instante y
aunque faltos de cultura su conversación agrada y entretiene. Uno de los rasgos
mas característicos de estos individuos, el que los personaliza é individualiza, pues
por él solo tienen comparación con los judíos, es el del aislamiento en que viven.
El gitano ciertamente no tiene patria en las naciones en que vive, se encuentra
como desterrado, no tiene constitución ni territorio, mas conserva su independen-
cia; no tiene nación, pero tiene nacionalidad; jamás lia buscado la alianza de los
pueblos entre que vive, seguro medio para que fueran mejor mirados que lo están;
una gitana no escucharía los amores del que no sea de su raza, ni se casará mas
que con el gitano: éste en justa reciprocidad, no tomará mujer mas que entre
aquellas que tienen su misma ascendencia.
Verdad es que solo la gitana podria responder dentro del matrimonio á las
costumbres que de antiguo tiene formadas este pueblo. En las alianzas gitanas,
pues así mas que matrimonios pueden ser llamadas las de una gente poco aficio-^
nada á enlrar en la iglesia, se observa algo muy propio de todos los pueblos pri-
mitivos, que no ha podido perder el que nos ocupa, á pesar del espacio considera-
ble de tiempo que lleva viviendo con nosotros.
En el matrimonio gitano el marido aparece como dueño y señor absoluto. El es
quien menos trabaja, quien menos se afana, el que de mas comodidades y reposo
goza, así es que con mucha frecuencia podéis verlo tendido en el fondo de su choza,
mientras la mujer lava ó amasa, y aun es mas: si alcanzáis á ver una familia gi-
tana que viaja, lo mas frecuente, lo ordinario es que la mujer vaya á pié, llevan-
do sobre la cabeza en un envoltorio de trapos todo el ajuar, que cargue en uno
de los brazos al pequeñuelo que cria y que de la otra mano lleve al que ya puede
andar, en tanto que el gitano va campanudamente montado en el burro, lanzando
al aire con indulgencia suma las bocanadas de humo que arranca del grueso ci-
garro que fuma.
Esquiladores, cerrajeros de viejo que podemos decir y chalanes, ellos en su
mayor parte viven al azar, sin residencia fija y , mas que nada, solo dicen que lian
hecho un buen negocio cuando han engañado á alguien. Uno que no sea gitano
de aquella tierra ignorará seguramente los medios, mas es cierto y bien probado
lo tienen, que á cualquiera, por experto y listo que sea, un gitano puede muy bien
hacerle tomar uua bestia que á primera vista parece una gran cosa, pero que antes
de tomar el primer pienso que le dé su nuevo poseedor caerá muerta.
AMERICANOS Y LUSITANOS
GG1
Cuantas artimañas sean necesarias sabrán ponerlas en juego, para conseguir
su objeto: pintan y trasforman los caballos, aderezan los burros y pícanlos de tal
modo que corren como si tuvieran alas. Si el comprador asustado al ver aquel
esperpento se hace atrás asustado y con visibles señales de mal humor pregunta:
— ¿Cómo quiere usted que compre esto?
El gitano con toda seguridad se manifestará extrañado de aquella pregunta,
que no alcanza á comprender y dirá con aire en el que se puede entrever la
ironía:
— ¿Pues y que tiene?
— ¡Qué ha de tener! No lo está usted viendo, si parece que se está muriendo
ó que se va á morir, es viejo, está lleno de mataduras, no puede andar...
• — Perdone usted hombre, pero eso es no comprender lo que se tiene entre
manos; eso es no ver claro; cierto que el animal al parecer es lo que usted dice,
pero no es mas que porque está muy trabajado; déle usted bien de comer y un
poco de descanso dos dias nada mas, y verá usted al tercero que pieza.
Añaden á esto tales cosas y tales frases encartan, que embaucan y seducen
cayendo los incautos en el garlito, haciendo una compra que ni se explica ni se
comprende, pero que la hacen y para nada les sirve.
Ellas trabajan también; en el matrimonio gitano no se comprende que el ma-
rido trabaje para la mujer; ambos trabajan para ambos, y esto que podia parecer
muy poco delicado, muy poco galante con respecto al hombre lo hallamos nos-
otros mucho mas lógico, mucho mas conducente á que en estos matrimonios se
turbe la paz con menos frecuencia. La gitana hace canastas, cambia y vende ro-
pa, echa las cartas y dice la buenaventura demostrando un ingenio poco común.
Si muchos consideran este tipo que hemos presentado, aplicándoles la forma
social que á la generalidad se nos impone, lo hallará ciertamente desventurado,
pero fíjense bien nuestros lectores y verán cuan felices pueden ser en la libertad
é independencia de que disfrutan, en la falta de cuidados que los oprima y en las
pocas trabas que la sociedad les impone,
TOMO I,
83
r
STA DEL SIN
u »
por D. Enrique de Salazar.
DONDE SE ME HACE UNA PREGUNTA CHUSCA Y UNA CONCESION OMNIMODA.
A
sil
3§5^*
m
ba yo de camino una tarde de verano.
Llegué á un pueblo del tránsito (cuyo nombre se lian
comido en mis apuntes los ratones), la víspera de su patro-
no, santo que yo llamaria Sans-Facons, si no se llamara él
San Roque, y quise descansar el dia siguiente.
Después de limpiarme el polvo, refrescarme, comer y fumar, sal
como á estudiar la historia monumental de la villa, que villa era y
es ni mas ni menos que la córte, y en pocos minutos pasé y aun re-
pasé todas las hojas de aquel libro de piedra-barro, viniendo luego á
sentarme á la Plaza de la Constitución, plaza que por un resabio de
i? tradición seguia llamándose Real.
Desde luego advertí algo extraordinario en el pueblo, pues andaban los hom-
bres desocupados de este al otro corrillo, las mujeres se sentaban mano sobre mano
á la puerta de sus casas en sabrosa plática con sus vecinas, y los muchachos pu-
lulaban corriendo en turbamulta con gritería de todos los diablos. El júbilo, pues,
se reflejaba perfectamente en la semilla y lavada fisonomía del vecindario, bien
m
(q
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
que no completo el júbilo, porque el máximun de este afecto, como la ropa lim-
pia, se guarda en los lugares para los dias clásicos.
La iglesia estaba (y estará aun, si no se la lian llevado á otra parte), sita en
la misma plaza, y pude, por tanto, liacer otras observaciones que confirmaron
mi sospecha. Quien aprestaba ramas verdes; quien colchas de lana roja; quien
bancos de pino negro, ó sucio si queréis mas exactitud descriptiva; quien cua-
dros de asunto místico y marco pajizo á guisa de dorado, iluminados con almagra.
Las señas pues eran mortales: gran función se preparaba.
Pasó algún tiempo, y todas las miradas de los desocupados, que formaban los
grupos subversivos, por decirlo así’ se fijaron en mi aislada persona, hasta que
destacándose del corro mas antiguo ó anticuado uno como alcalde y otro como al-
guacil, enderezaron hácia mí su andar resuelto.
Llegaron uno tras otro á mi retiro ostentando sendas varas de almendro y ju-
risdicción al mismo tiempo; y mientras los del corro estrechaban con cierto disi-
mulo la distancia que nos separaba, su merced del alcalde me disparó á quema-
ropa el siguiente escopetazo:
— ¿Es usté mu burlón?
— ¿Y eso? — le contesté mal herido.
— Lo digo al tanto, porque las burlas son... burlas, y el Santo es... el Santo,
y yo... soy el arcalde costuticional, y como dice Bartolo, que sabe mu bien lo
que se dice, santos santis son traiandis.
— Pero, señor alcalde...
— No hay pero que valga. Aquí no queremos chuscos el dia del Santo Pa-
trono.
— ¡Acabará su merced!
— Lo dicho dicho.
— Descuide su merced, señor alcalde, que yo solemnemente prometo no reir-
me ni de Bartolo.
— Y le irá bien, porque allí donde usté lo vé vestío de lana no es borrego,
que estuvo en peligro eminente de cantar misa, para lo cual estudió gramática,
presodia y demás tiologias, si bien por una entriega, no pasó de la ipístola, y eso
canta.
— Prometo otra vez mas, señor alcalde, tratarlo como se merece, pues sé yo
también que los santos santis son tratandis.
— Estonces... A ver, Paulo, — dijo su merced volviéndose á su alguacil, —
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LOS HOMBRES ESPAÑOLES
dale permiso para que pueda ver, como cualisquiera otro vecino de esta vecindá,
los codetes y demás cosas que hemos de tirar.
El alguacil me autorizó solemnemente y partió detrás de su merced.
Su merced se restituyó á su grupo, donde, según pude traducir telegráfica-
mente, dio cuenta de su misión á los comitentes, entre los cuales se distinguía
uno como presidente de aquel concejo al aire libre, hombre desafeitado, amen de
feo, y sabihondo como un teólogo, según y como alzaba el índice para argüir,
diciendo recio para que yo lo oyera:
— Sanios santis son Iratandis.
Con esto me dió ya su nombre, amen de su oficio; aunque no hubiera sido
menester que se mentara para conocerlo, porque en su ropa verdi-parda, sus me-
dias verdi-negras, y sus blanqui-sucias alpargatas se revelaba el Bartolo del sa-
cristán, amen.
El crepúsculo se iba condensando ya en sombras, y creí conveniente retirar-
me á mi posada, que por cierto se llamaba de la Pulga, no sé porque en singu-
lar: liácia ella pues enderecé mis pasos con ánimo de acostarme, dejando al sa-
cristán, alcalde y demás funcionarios, aunque tenia permiso para ver todas las
cosas que tiraran.
JI
EN QUE HAY UN PROGRAMA, BANDOS, JUICIOS Y CIEN DISPARATES MAS.
Y me acosté, molido como estaba.
Pero no bien hube medido el lecho, que dicho sea de paso, no ajustaba muy
bien en la medida, tuve que levantarme otra vez con erupción cutánea, porque
si bien el lecho era corto y el cuarto estrecho y el ambiente escaso, las pulgas,
chinches y demás parásitos no tenían nada de eso.
Keclineme entre dos sillas, que puse en medio del cuarto, luego fui junto á
la puerta, después junto á la ventana... á todas partes llegaban las avanzadas.
Tuve en fin que desalojar el punto y bajar á sentarme en un poyo á la puerta de
la casa.
Notaba cierta ebullición en la calle, y no era extraño: el alcalde vivia en la
casa contigua, y víspera del santo, su merced era necesario en todos los actos pú-
blicos y hasta en los privados.
AMERICANOS Y LUSITANOS
605
Por casualidad ó por costumbre acaso, estaba también sentado á la puerta de
su casa en otro sitial como el mió, pero unido el suyo á un pesebre, donde juzga-
ba con toda la solemnidad de un oidor en su estrado, y en uno de los que pudié-
ramos llamar entreactos, trabé conversación con él lo cual, dicho sea en honra
de su sociabilidad, no me costó mucho empeño. No hice mas que evocar una re-
miniscencia religiosa sobre el milagroso patrocinio de San Roque en épocas cli-
matéricas, y esto solo bastó para que me pusiera en autos de todo.
Supe por este medio y fidedigno conducto el programa de la función, que voy
á insertar aquí porque no deja de ser fastuoso, y textualmente para no quitarle
nada de su grato sabor:
1. " »Repique general de la campana y codetes á las ánimas de esta noche.
2. ° »Idem por idem á las Aves Marías de mañana, dia del Santo bendito.
3. ° »Misa mayor con música del maestro Lucas y sermón que pedricará el
padre cura y oficiará Bartolo, con existencia de todo el ayuntamiento de mi
mando.
4. ° »A1 mediodía opípera comida de cochifrito y demás ecéteras de vino y
aguardiente que corren de mi cuenta, aunque lo paga el santo por gastos de cur-
to y clero.
5. u »A las cuatro, procesión parroquial con la mesilla existencia de mi man-
do y repique general de la campana.
6. ° »A las seis un paso de comedia en la Plaza Real.
7. ° »En fin y últimamente la danza de las devotas del Santo bendito.»
Hé ahí el programa: á fé que no lo dará mas completo para el santo de su
devoción ningún aspirante á presidente de ministros.
• — ¿Y quién va á ejecutar el paso? — le pregunté.
- — Pues, ¿quién ha de ser sino él? — me contestó el alcalde con aire de extra-
ñar mi ignorancia.
— ¿Y quién es ese caballero?
— No es caballero, sino sacristán. Pero es sugeto de mucha literatura, como
que estudió en sus tiempos, según le dije ya, todas las virtudes tiologales y
cardenales. Él sin copiar de ningún libro, y tiene hasta quince ú veinte, nos ha
compuesto el paso y es el alma de la función, porque, la verdad, para estas cosas,
es maestro de cerimonias.
En esto llegó una buena mujer solicitando por la intercesión del Santo la ex-
carcelación de su marido, el cual según entendí yo, que por mi proximidad po-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
666
dia dar fé de los autos del alcalde como su ñel de fechos, estaba preso por no leve
delito. Ablandado su merced por las súplicas de la mujer, bien hubiera querido
poner al reo en libertad, mayormente cuando, con las ocupaciones del programa,
no habia tenido aun lugar de empapelarlo; pero estaba irresoluto, como quien
tuviera cerca de sí el fuero de una jurisdicción privilegiada, muy superior á la
suya.
— En fin y urtimamente, — dijo como inhibiéndose, — yo no puedo hacer nada
en cosa tan agravante: lo que diga la seña Josefa.
Y la llamó.
Era la seña Josefa una mujer de esas que pueden alegar cierto derecho para
dominar ú sus maridos, cuando los maridos son de los que llaman bonachones.
A la sazón no era ni hermosa, ni fea, ni vieja, ni jóven; pero veinte años atrás ha-
bida sido seguramente una arrogante moza. Diz que el sacristán, que estudiaba
para Dios, odiando el mundo y la carne, hubo de abandonar la teología entregán-
dose al diablo en cuanto vio á la Pepa, la cual se casó con el alcalde por razón
de establo ó de conveniencia, como quiera que el alcalde era el mas rico ganade-
ro y acaudalado del lugar.
La seña Josefa oyó dos veces á su marido llamarla y se hizo la sueca porque
la llamara tres.
Por fin se dignó salir y puesta en autos, dijo al alguacil con ese imperio que
da la costumbre de mandar en firme:
— A ver, Paulo, echa á Clofás á la calle.
— Eso no es ley, seña Josefa, — se atrevió á decir un quidarn que parecia el
agraviado .
— A ver, Paulo, — repitió la alcaldesa, — mete á Grabiel en chirona si giierve
á desatacarme.
Gabriel no la desatacó ya ni mucho menos, al son de tal amago; Pablo fué á
cumplimentar el primer auto, y la alcaldesa desapareció otra vez, lanzando un
solemne eructo, golpe de situación, sino de estado, que extremeció de respeto y
saludable temor á todos los circunstantes.
A poco llegó el sacristán con su cara desafeitada y fea, mandando al alcalde
hiciera publicar un bando de buen gobierno para que en todo el dia siguiente no
anduvieran por la Plaza lleal los asnos de los vecinos:
— ¿Y por donde han de pasar? — interrogó en confusión su merced.
— Por la calle del Tajo, en un momento á la balsa.
AMERICANOS Y LUSITANOS
667
— Es mucho rodeo.
— Mas vale que rodeen los animales para ir al agua, que no que ocurra un
azurdo que intercete y agüe la función.
— Sí, pero esas cosas son... no son de ley.
— ¡Bueno fuera que quisieras tú enseñarme á mí lo que es ó no es de ley!
Pero si el refrán lo dice: El mayor mal de los males...
— ¡Ea! ¡génio de pólvora! Si no lo dije por tanto; es que... ya sabes que la
Pepa no quiso en otra ocasión...
— No era dia del Santo.
— No, ciertamente, pero... en ñn y urtimamente, lo que diga la Pepa.
Bartolo apeló á su autoridad, y antes de un paternóster, estalla ya á sus órde-
nes el alguacil, á quien con voz magistral dió de palabra el bando, banda ó pre-
gón siguiente:
«El alcalde de S. M. de esta villa (q. D. g.)
»Hace saber:
»Que en todo el dia de mañana, dia del Santo bendito, no pisarán la Plaza
Real los asnos de los vecinos sopeña de un ducado para el cepillo. Para el agua
echarán por el Tajo á caer á la balsa bajo el rigor del ducado y demás censuras
de mi vara para dicho cepillo.
»Quedan comprendidos en la misma categoría de los asnos, los puercos, bueyes
y demás animales cuadrúpedos, inclusas las gallinas, que también estorban.
»Los animales que contravengan pagarán la misma multa sus dueños, sean
ó no cuadrúpedos.»
El alguacil tomó de coro este exabrupto y fué por las calles pregonándolo con
su voz aguardentosa, timbre de todos los alguaciles de residencia inferior; y yo,
al ver sancionada la exclusión de todos los asnos de la plaza pública, desesperara
de ver el paso de comedia que habia de hacer el señor Bartolo, á no contar con
una excepción siquiera.
Sentóse luego no muy distante de mí, y aunque no se dignara mirarme por
de pronto, hice yo todo lo posible por entrometerme y trabamos al fin conver-
sación.
Hablamos primero y forzosamente de moral y religión no lo que estaba él á la
altura de los Alpes, por no mentar aquí los cerros de Ubeda; después de literatura,
en lo que estaba al mismo nivel; luego de política, ramificación de la misma cor-
dillera, y últimamente de los usos y costumbres del pueblo,
668
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Extraño, señor Bartolo, — díjele con curiosidad, — no ver figurar en la co-
misión activa de esta gran función, ni al médico, ni al secretario del concejo, ni
al maestro de escuela, quienes por sus talentos y aptitudes parecen llamados á
intervenir con lucimiento en estas solemnidades.
— ¡Bali! — exclamó Bartolo con desden. — Muchos son los llamados y pocos los
escogidos, como dice el refrán.
No dijo mas, ni mas era menester decir para dejarlos á todos fuera de comba-
te, digámoslo así.
Callé convencido y aplastado bajo el peso de su sentencia, que, con ser evan-
gélica, él llamaba refrán, y así permanecí buen espacio hasta que otro episodio
vino á sacarme de mi abstracción.
Pablo el alguacil, ó por no salir de carácter, el alguacil Paulo, condujo luego
ante su merced á dos mujeres, una de las cuales habia ultrajado á la otra.
El alcalde, aunque ganadero y labrador, renunciara de buen grado á todas
las lluvias del año porque si con una gota se aguara la función del Santo Roque,
hubo de tomar tal pesadumbre, que sin consultar esta vez con la superioridad in-
mediata, dictó auto de prisión contra la culpable; pero diciendo al paño á su com-
padre:
— Intercede tú conmigo para que no llegue la sangre al rio.
— Vamos, señor alcalde, — dijo el sacristán dándose por entendido. — ¿Qué se
diria de su merced si en vísperas del Santo bendito, dia de gaucleamus general
hubiera en la cárcel un reo, y más una rea? Reges per me reman; la vara en una
mano y la caridad en otra, mayormente en estos dias, como dice el apóstol.
Y encarándose con la mujer ultrajada, añadió con toda esta gallardía:
— A ver, Maruja ¿qué te lia dicho esa loca?
— Me ha dicho que soy una gran...
— Pues díselo tú á ella, y... Pax Christi.
— Eso es, — dijo el alcalde autorizando el juicio.
Maruja le dijo á Rita, lo que Rita le habia dicho á Maruja, y fuéronse recon-
ciliadas las grandísimas... puercas, quedándonos nosotros in statu quo.
Acto continuo comparecieron ante su merced hasta unos diez á doce mozos en
solicitud de vénia para salir de ronda, por ser noche de tañer y cantar en las
puertas de sus novias; y aunque el auto de este otro juicio era de fórmula, no se
atrevió el alcalde á dictarlo de su propia autoridad, contestando como siempre:
— Son cosas estas que pueden traer compromisos al Santo... es decir que pue-
AMERICANOS Y LUSITANOS
669
cien aguar la función, porque con el vinillo y los celos y celosías, las rondas sue-
len acabar como el rosario de la aurora... Pero en fin y urt finamente, lo que diga
la seña Josefa.
La seña Josefa salió, no sin hacerse de rogar ó llamar hasta tres veces, según
su costumbre de decoro jurisdiccional, y en vista de autos, desestimóla instancia
diciendo que nones , porque no le daba la real gana.
— La noche es para dormir y no para rondas nocturnas. Yo ya pasé, y la que
no haya pasado que se fastidie, que yo no he de hacer capa para que otras se di-
viertan: con qué á dormir y mañana será otro dia; dia de rebocijo será, y así va-
yan lo uno por lo otro.
Dij o; y lanzando otro eructo por el decoro mismo, diónos la espalda con gar-
bosa vuelta y desapareció por donde vino.
La alcaldesa pronunció en definitiva, y el alcalde, á guisa de alguacil, se
dispuso ya á pasar á los mozos por autoridad de cosa juzgada. Pero los mozos,
que tenian ya templada la guitarra, y mas aun el corazón para la amorosa ronda,
se empeñaron conmigo, yo con el alcalde, el alcalde con el sacristán y el sacris-
tán con la alcaldesa, la cual volvió otorgando su vénia, pero con estas precisas
condiciones:
«No beber vino con aguardiente, sino lo uno ú lo otro de por sí solo, y en
cantidad rigular, á efeuto de que no se suba el husmo al campanario y haiga
cuistion de palos, y deligencias de justicia por lo consiguiente.
»No cantar cosa de copla malina ú deshonesta, ni mas cantares de amorío que
los que diga el señor Bartolo.
»No hacer mas que una ronda á dos á lo mas, recogiéndose á la hora que
Dios manda para estar espabilaos el dia de San Gaudiamos ú San Roque por mal
nombre. Y decetra.»
Los mozos aceptaron con gran contentamiento hasta la última de las prescri-
tas condiciones, y partieron con el señor Bartolo, quien aceptando también por su
parte la que le atañia en la ronda, entró ante todo con ellos á inspirarse en una
casa de la esquina, cuya puerta estaba adornada con un verde ramo, símbolo po-
pular del...
Vino luego la hora de las ánimas, y tuvo lugar el artículo del programa con
el repique general de la campana mayor y menor, pues siendo única, podia te-
ner y tenia en efecto ambos tamaños, y con cohetes ó codetes, si mas finos los
queréis.
TOMO I.
84
670
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Y era de ver entonces la animación de todo el mundo, es decir, de todo el
pueblo, pues pululando gente como hormigas, parte subieron á los terrados, parte
bajaron á la plaza, y el resto ni subió ni bajó, sino que me estuve quedo en el
sofá susodicho. Pero viéndome solo, me retiré de la calle y fuíme dentro á hacer
otro ensayo de dormir.
Ya dormian todos sin duda allá á la media noche, y yo me daba á todos los
diablos con dar vueltas y aun saltos en el potro de mi lecho.
Pasó otra hora mas, y no por falta de insectos, mas por sobra de cansancio,
cerrando iba ya los ojos, cuando por mal de mis pecados me cayeron encima de la
cabeza todos los tiestos de este cacharro, ó lo que sea esta copla:
Niña que te estás durmiéndote.
Abre y oye las orejas,
Me harás el favor de quererme
Y yo ante la faz de la iglesia.
Bien hubiera querido yo ¡ay de mí! llamar en auxilio al alcalde; pero recor-
dé que hasta el dia siguiente no regia el bando ó pregón de marras, y estando
por otra parte competentemente autorizado para sufrir todas las cosas que tiraran,
tuve que sufrir la coz preinserta, exabrupto sin duda del Bartolo, numen inspira-
dor de aquella malhadada ronda.
Y no bien me hube aliviado de tan rudo descalabro, cuando me descalabra-
ron otra vez con esta otra cosa que tiraron:
Me lo dirás, si me quieres,
Y irás por el coro abajo,
Que para derechos de estola
No me hacen falta cuartos.
¡ Ira de Dios!... El olor mas y mas parroquial de esta especie de segunda mo-
nición me puso ante los insomnos ojos la desafeitada y fea fisonomía del desdi-
chado sacristán, y en mi despecho hube de buscar á tientas algo que tirarle yo á
él, y... solo encontré las pistolas.
Por fortuna, la seña Josefa, enojada por la infracción de sus órdenes pues ya
era mas que hora rigular de recogerse, abrió una de sus ventanas y echando
afuera el busto y algo mas, maguer que en camisa estaba, lanzó primero un gran
eructo como anunciando su airada y superior jurisdicción.
AMERICANOS Y LUSITANOS
071
— ¡Paulo! — gritó después roncamente á guisa de mujer acatarrada.
Y no quedó un alma en la calle: tal y tanto era el prestigio de su autoridad
en aquel pueblo.
III
DONDE OIMOS MISA MAYOR CON SERMON. MÚSICA, EPISODIOS Y OTROS EXCESOS.
A las ocho de la mañana me despertó el repique general de la campana, uo
habiendo oido el ídem por ídem de las Aves-Marías, segundo artículo del progra-
ma, porque tras del insomnio de aquella noche de perros, me quedé dormido como
un muerto.
Vestíme á la ligera, y después de tomarme una jicara de almagra, que al fin
pagué por chocolate, me fui á la iglesia á oir la misa mayor, que como la cam-
pana, podia ser también menor.
El sacristán estaba en su puesto con su misma cara fea, pero no ya desafeita-
da: era este dia de barba y el sacristán se la bizo ó bizo hacer, como cada hijo de
vecino.
Pero por mas que se exhibía grave y respetuoso, siempre era á mis ojos una
explosión de risa, obligada á estar séria bajo una sotana tan mugrienta, estrecha
v corta como la del dómine de Que vedo.
Comenzóse, pues, la misa, con existencia de todo el ayuntamiento, cuyos in-
dividuos, raidos como el sacristán, por lo afeitados, pero no tan foscos, si bien
graves, sudarían hasta el quilo, abrigados como estaban en sendas cumplidas ca-
pas ni mas ni menos que por Navidades.
Y yo me desternillaba de risa, bien que la tuviera vedada, no de ver al sa-
cristán, con su exterior sacro-profano, ni á los encapados en plena estación esti-
va, ni la burda tapicería de las paredes, ni el forraje desparramado por el pavi-
mento; sino de ver en primer término un como hereje volteriano, que con un
desenfado irreverente y absurdo, templaba una bárbara ó bérbera guitarra en ac-
titud y aptitud de romper el aire, amen de las cuerdas y el excomulgado instru-
mento.
- — ¿Qué diablos va á hacer ese judío? — pregunté á un adlátere.
— No es judío, — me contestó simplemente.
— ¿Pues qué es?
672
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— El maestro Lucas.
— Pero, ¿qué va á hacer el maestro Lucas en este sagrado recinto?
— A solenizar la misa acompañando al señor Bartolo. ¡Olí! Si no fuera por el
maestro, no tendríamos música en la misa mayor los dias de fiesta. Es hombre
muy hábil en punto de puntear la guitarra.
— Y en punto de rapar también. ¿No es el barbero del lugar?
— ¡Barbero! ¡Barbero!... Aunque parece barbero, no es sino cerujano.
— ¿Cerujano es?
— Y muy lucho.
— ¡Hola!
— Solo con una navaja de afeitar hace él mas avío en siendo que sea punto y
vez de rajar, que seis dotores desanimados con todas las melecinas de sus libros.
— Lo creo.
— Créalo usted, que es punto de fé.
— ¿Usted también puntea?
— Un poco.
— Ya se conoce.
Con estas y las otras, quiero decir con la música y mi risa, llegó el sacristán
á la epístola, y no bien la encabezó, tomando una por otra, cuando el padre cura,
que como pastor de aquellas ovejas, tratábalas con la mayor franqueza, le advir-
tió el quid pro quo desde el altar, diciéndole:
— No es esa, no es esa.
— ¡Ah! — exclamó sin correrse el sacristán.
Y pasando algunas hojas del misal, cantó ya con toda la seguridad y certeza
de su ciencia diciendo:
Allí por Mi, Cid por sed, Mulé y por nunc ei, miqui por milii, cojos por cujas,
ajos por ejus, heati serviles por heati servi Mi. Et sic de ceteris.
No podia ser de otra manera. Díjome ponderando sus letras que habia estu-
diado ocho años de latin, y ocho años de latin son, en todas las aulas, cinco lo
menos de calabazas.
Pasada la epístola y el evangelio, el padre cura, que no teniendo en su parroquia
mas clero que el de su propia tonsura, tenia por ello necesidad de ser múltiple,
dejó solo el altar y subió al púlpito, predicando oportunamente sobre la peste, de
que era y es patrono San Roque, y le avivaba el ingrato recuerdo un olor acre,
denso y general, aunque prohibido por irreverente.
AMERICANOS Y LUSITANOS
G73
Habló luego del juicio final pintando de almagra el cuadro, digámoslo así,
para que no desdijera de los otros y cerró por fin su plática deseando la gloria á
todos los que le escuchaban, con cuya condición excluyó de ella al sacristán, que
falto de sueño y de respeto también, aunque sin perder el equilibrio, se habia dor-
mido en su banco y roncaba impíamente.
No, empero, fué menester que lo despertara nadie, como tan ducho por muy
larga experiencia en graduar estos entreactos para no faltar á las oportunidades
de su oficio; así, pues, apénas el preste hubo iniciado el credo, cuando saltó el
oficiante con su voz solene siempre, aunque repullada ahora, sin esperar siquiera
el preludio de la orquesta.
Y así, sin nada de particular, prosiguió el cura diciendo su misa, y el sacris-
tán rompiendo su laringe y el barbero su guitarra y ambos á dos, y por respeto
no á tres, los tímpanos del pobre forastero.
— ¡Afuera ese párvulo! ¡Qué se corre esa vela! ¡Echar ese perro! ¡Cerrar esa
puerta ! . . .
Con toda esta franqueza solia amenizar Bartolo la función de iglesia, á vuel-
tas de su canto mas bien montuoso que llano, ni mas ni menos que si estuviera en
la plaza.
Y como si estuviera en su estrado, alguna autoridad solia decir también fa-
miliarmente:
— Paulo, desocupa ese banco... Daca esa estera. ¿Cobrastes aquello?
La voz de esta autoridad, aunque acatarrada, me pareció femenina. Sin em-
bargo, no podia asegurarlo. Un signo característico y exclusivamente personal,
signo ruidoso y atroz como un eructo de decoro jurisdiccional, vino á sacarme de
dudas. Era la señá Josefa.
La función se prolongaba ya mucho con tanta solemnidad y la impaciencia se
reflejaba en la enjuta y raida cara de Bartolo, quien sin duda hacia ya falta en
otra de sus muchas incumbencias. No pudiendo abandonar el coro, hubo de co-
meter al maese Lucas algún desempeño urgente, pues hablándole al oido, se le-
vantó de repente el cirujano con su guitarra, sin prima ya, ni segunda, ni terce-
ra, deserción excusable, porque ya estaba casi consumado el sacrificio.
674
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
IV
DE COMO SE COMIERON Y BEBIERON EL 4.“ ARTÍCULO DEL PROGRAMA, SIN
ACORDARSE DE MÍ.
Llegó el mediodía y la gente convidada se agolpó como por resorte ;í la puer-
ta del alcalde, con el buen fin de comerse el 4.° artículo del programa.
Pero ocurría una gran dificultad: los hombres acudieron con todas sus muje-
res y sus hijos todos; y tantas y tantas eran que no cabían ni de pió en la gran
cocina de la casa.
Aquí del sacristán: fecundo en expedientes como un escribano, d i ó solución
muy luego á aquel conflicto.
— ¡Allá el refectorio! — dijo.
Y decirlo y estar ya la mesa en lo ancho del corral, obra fué de un sursum
amia.
— ¿Estamos aquí bien, compadre? — preguntó al alcalde esperando merecer
sus plácemes.
— Yo, por mí, — contestó su merced, — donde está el pienso, allí cómo. Pero
por los demás... En fin y urtimamente, lo que diga la Pepa.
La Pepa vino y dijo que sí, pues según malas lenguas nunca decía que no á
Bartolo, y mucho menos ahora que estaban la mesa y comensales en su lugar.
En virtud de su aprobación y estando en punto ya el guisote, acomodáronse
en el mas bello desorden hombres y mujeres, grandes y pequeños, alrededor de
la mesa, que no era mas grande que un pesebre y comieron en común ó sea en
un mismo lebrillo con sabor de rechuparse los dedos, únicos tenedores que allí se
manejaban.
La comida se componía de un cochifrito de no sé cuantos corderos por princi-
pio, con entremeses de rábanos, aceitunas y rabiosas guindillas, y por postres
frutas del tiempo, mas una ensalada de vino con muchísimo caldo.
— Bartolomé, — decía la alcaldesa eructando ahora de ahita, — Bartolomé daca
ese rábano.
/ Bartolomé ! Hé aquí un nombre positivamente feo y aun antipático que te-
nia cierta belleza y aun atracción en boca de la Pepa. No sé porque el me tenia
algo de mío.
AMERICANOS Y LUSITANOS
C75
— Daca ese rábano.
— Toma un manojo, — contestó Bartolomé echándole en la falda una gabilla.
— Déjale esa magra á mi Rita, — decia por otra parte un comensal á otro.
— ¡Bah! — contestaba éste — me tocó á mí y no la suelto.
— Porque me la has quitado.
— Mientes, mala lengua.
— Mira quien habla.
- — Yo no le he dicho á nadie todavía.
— Pues yo sí le dije anoche á tu Maruja que era una gran...
— ¿A qué te tiro?...
— ¡ Pié ! A tirar coces á la... sala, — interrumpió Bartolo, como quiera que es-
taban en el corral.
Y añadió esta sentencia, que en otra parte hubiera podido ser un epigrama.
-—Para nada hace mas falta la política que para comer.
En efecto, la política ha venido á ser un comestible.
Y siguió su curso el cochifrito y los rábanos y la ensalada y los eructos, core-
ados ya por una y otra banda.
¿Y7 el alcalde?
El bueno del alcalde, ante la autoridad absorvente y permamente de la seña
.Josefa, no tenia voz ni voto; pero buen apetito sí.
¿Y el padre cura?
Yo que veía los toros desde lejos desde un próximo postigo de mi posada, pues
no era de los llamados ni menos de los escogidos, como alguno que me está oyen-
do, certifico y juro, si no es en vano, que no estaba en aquel lugar el padre cura;
estaria tal vez en la cocina con su ama de gobierno.
Y7 corrobora mi sospecha, no solo el decoro de esta oportuna reserva, sino tam-
bién el hecho de apartar la seña Josefa dos colmados platos de cada servicio, mas
el caldo de ensalada correspondiente, que remitia adentro con esta fórmula.
— Paulo, pá el curto y clero.
Y por Dios que se alegraba el sacristán de la ausencia de su párroco, porque
en su presencia no se hallaba á sus anchas el gran monago, viéndose á cada paso
obligado á confesar, aunque no explícitamente, que su merced sabia mas teolo-
gía que él.
Pero fuera del cura, á nadie ya cedia ventaja ni al mismo maestro Lucas con
ser fiebotómano y quirurgo sobre veterinario y rapista; cuanto menos al secreta-
676
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
rio j maestro de escuela, bípedos de pluma exclusivamente. Así, pues, renega-
ba, no sin razón, de Cervantes, que no tuvo ni un mal recuerdo para su clase,
cuando tal y tanto se acordó de maese Nicolás, tan inferior á maese Lucas, como
este al maestro y aun dotor Bartolo.
Desde el aviso aquel que, sobre comer políticamente diera á los comensales
Bartolo, permanecieron ja todos tan silenciosos como si estuvieran pensando ; y
no ofreciendo esto pábulo á mi curiosidad, ni apuntes á mi cartera, me alejé, aun-
que no mucho, del postigo, dejando á los pensadores como atados á la mesa, que
á mí me pareció pesebre.
De allí á espacio de una hora volví á mi observatorio, y ja estaba el sacristán
solo, ó solido, como él decia, con mas literatura. Estando solido, claro es que con-
tinuaba pensando. Y tanto hubo de pensar, que aun en medio de la popular mu-
chedumbre, continuó solido el resto de la tarde j toda la noche. Era animal de
carga, es decir, de mucho pienso.
~v
DE LO QUE PASA EN UN PASO DE COMEDIA TAN CHUSCO QUE NO HAY MAS QUE VER.
Después del 4.° vino el 5.’ artículo del programa, el cual no era ja comesti-
ble ni bebestible, como tampoco el 6." que es... no cocear.
Todo el ajuntamiento encapado j con cirios procedia delante; todo el clero
con el santo detrás; todo el sacristán con el santo j la limosna detrás j delante j
á los lados. Paulo iba enmedio tirando cohetes; los muchachos tomaban las altu-
ras tirando piedras, j el maestro Lucas rasguñaba impíamente su guitarra tiran-
do torrentes de armonía por aquellos ámbitos.
Para que nada faltara á este conjunto, el sacristán múltiple en procesión como
un maestre de campo en batalla, cantaba con su excomulgada voz al áspero son
del bérbero instrumento:
- — In exitu Israel de Egipto, domas Jacob de populo bárbaro.
Sino que el gran prevaricador aplicándole sus ocho años de latin, leia gallar-
damente:
«Inés j tú Israel vé á Egipto; doma el jaco del populo bárbaro.»
El párroco miraba al cielo con expresión de hacer esta plegaria:
— ¡Señor, perdónale su literatura, pues no sabe lo que se pesca!
AMERICANOS Y LUSITANOS
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En el orden susodicho dio la procesión una vuelta por la calle Real, colgada
con los tapices que habian servido ya en la iglesia, á donde volvió al cabo de dos
horas, no porque la calle fuera larga, inas porque se detenia el Santo como á des-
cansar á la puerta de todos los devotos que podían ó querían darle limosna.
Cuando desembarazados del Santo bendito, salieron del templo los procesiona-
les, estaba ya la plaza hecha teatro: el sacristán la habia trasformado sin faltará
su sacristía. No fué un milagro de San Roque, sino del mismo Bartolo.
El teatro era un tablado de cuatro grandes mesas juntas por escenario, y otra
mesa mas, á la espalda, con un cobertizo y cortinajes de esteras, á modo de pa-
bellón, por vestuario. Como el escenario habia de verse por los tres lados restan-
tes, no admitia cosa de decoración y quedaba todo al aire libre.
Enfrente de esta especie de patíbulo se extendían en desimétricas series: pri-
mero los bancos del ayuntamiento, que así servían para Dios como para el dia-
blo, y detrás de ellos hasta un centenar de sillas, con un arca, que á modo de
sofá, ocupaba la familia del maestro Lucas.
Muy luego se poblaron los asientos con un abigarramiento de público, gano-
so de presenciar el gran espectáculo, que amen de gratis, iba á ser dirigido y aun
ejecutado por el señor Bartolo, en quien todos reconocían casi tanta literatura
como él se adjudicaba. Y en comezón de ver el paso de comedia en dos jornadas,
hecho, sin copiar de ningún libro por el ingenio de la villa, hasta los viejos ya se
impacientaban: no hay para que ponderar la comenzon de los mozos, ni menos la
de las mozas, mas impacientes de suyo.
Sin duda hubo de conocerlo así la alcaldesa, quien ejerciendo jurisdicción
hasta en la iglesia y hasta el campanario que es cosa mas alta, mandó á un mo-
naguillo que adelantara la hora, y las cinco sonaron á las cuatro y tres cuartos
en un como cencerro ó tiesto del horario público.
A la vez, y como para anunciar á los espectadores que se iba á levantar el
telón, dado que lo hubiera, tiraron escopetazos y cohetes y no sé cuántas cosas
más.
Desojábame yo buscando por todas partes á los actores, y llegué á temer al
i
fin, acordándome del bando ó pregón de marras, que huyendo de la Plaza Real,
se fueran por el Tajo á caer á la balsa. Mas poco duró mi temor, pues no bien
hubo estallado el último cohete, he aquí en escena á Bartolo, á Lucas y á la seña
Josefa.
¡Válgales Dios por los aplausos que les tiraron! Mas parecían reos sobre el
TOMO I, S5
678
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
cadalso que cómicos en su terreno, es decir en sus tablas: tal fue el gárrulo y vo-
cinglero guirigay de aquella impresionable ignominia , como se llama entre bas-
tidores al paraíso perdido.
Y no liabia modo ni ocasión de inaugurar el paso de comedia al son de aque-
lla interminable y desentonada sinfonía, que con ser de honoríficos aplausos, no
era sino un acabamiento de mundo.
Por fortuna, á la autoridad que sabe consolidar su prestigio bástale solo un
gesto para sofocar un tumulto.
— A ver, Paulo, — gritó la alcaldesa avanzando hasta el proscenio. — ¡Róm-
pele la calavera á uno ú á una bajo mi responsibilidá.
La calma se restableció súbitamente, sin que Pablo hiciera ninguna calave-
rada, bien que él no habia de ser el responsible.
Y comenzó el paso de comedia.
La primera dama ó sea la seña Josefa va á ser pronto mamá, según las apa-
riencias, harto y por demás abultadas; el primer galan, que es el alcalde; sin-
tiendo como suyos los dolores de la parturienta, que es aquí también su fiel es-
posa, ha traido en su auxilio al primer cirujano, que no es otro que maese Lucas,
y al primer Bartolo nada menos que con el santo óleo.
Como se vó, pues, el estado de la dama no puede ser mas interesante ni mas
crítico.
Y para estar en situación, según las oportunas instrucciones del director es-
cénico, Doña Venustia, como se llamaba en tablas la seña Josefa, se lamentaba
con todo el poder de sus pulmones, que á decir verdad, no los tenia tísicos ni
mucho menos, paseándose y sentándose alternativamente con las manos en los
hipocondrios, á guisa de mujer que rabia.
Ya en peligro de muerte, el padre Bartolo la oye en confesión, que ella hace
á veces echando por la boca sapos y culebras la muy pecadora; y después la ab-
suelve y la olea. El cirujano la asiste á su vez casi con todas las reglas y proce-
dimientos del arte, dándole antes un vaso de agua, que por ardiente no puede
apurar Doña Venustia; el esposo lloriquea haciendo reir hasta á los bancos, y la
esposa da á luz por fin... un burrucho.
Ante tan fausto alumbramiento rompió el público en entusiastas vítores, pa-
recidos á la algarada de una kábila. Y es que se le escapó el trampantojo, porque
lo cierto era que Bartolo, no Doña Venustia, fué quien parió el burrucho, como
quier que so capa lo llevara.
AMERICANOS Y LUSITANOS
679
Sea de esto lo que fuera, Bartolo tomó luego en sus brazos al recien nacido y
lo exhibió en presentación solemne al respetable público, que de muy buena gana
lo hubiera prohijado, á no estar ya en tan buenas manos.
La algarabía siguió como una marejada hasta otro gesto de la alcaldesa, que
ya restablecida, mandó otra vez á Paulo descalabrar á uno ó á una bajo su res—
ponsibiliclá.
A favor del nuevo y respetuoso silencio el actor del paso se adelantó hasta el
proscenio y alzando su voz de trompeta dijo con toda la solemnidad de las cir-
cunstancias:
— Sepan ustedes, caballeros y caballeras, como se han pasado ya tres dias
con sus noches desde la natividad del primogénito. Ahora empieza la segunda
jornada para acristianarlo.
— ¡Eso no! ¡No lo permito! — gritó á la sazón el párroco, que reservadamente
veia la función desde el canal de la iglesia.
Y esto diciendo enderezó resueltamente hácia el teatro, repitiendo en son de
santa ira:
— ¡No, no lo permito! ¡De ningún modo autorizaré ese gran sacrilegio, ese
herético bautizo, ese acristianamiento de Satanás !
— Se bautizará sub conclilionis, — replicó el sacristán midiendo su teología con
la del cura.
— Esa condición no puede tener aplicación cuando el sugeto es fenómeno de
la naturaleza.
- — Niego la mayor.
— ¡Hombre de Dios! No niegue usted la evidencia.
— La niego, porque usted mismo bautizó, sub conditionis, no hace mucho
tiempo un párvulo, hijo de quien no quiero mentar, el cual párvulo era fenome-
nal, puesto que tenia un rábico.
— No era rábico.
— Rabo ó cola, fenómeno era.
- — Pero á lo menos no era burrucho.
— Era judío, que es peor.
— Era una criatura de Dios.
— Niego la consecuencia.
— Eso es negar la luz del dia.
— Esto es apretar el ergo.
G80
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— No disparate usted, hombre emparetado.
— Argumento al canto. Todo animal es criatura de Dios; es así que este bur-
ruclio. . .
— ¡ An atema ! ¡ Anatem a !
— Ergo, ergo... La razón no quiere fuerza. Ergo...
— ¡No sea usted bárbaro!
— ¡Bárbaro yo! — exclamó el ergotista abriendo en despecho los brazos y de-
jando caer el párvulo.
Sucedió un momento de angustiosa crisis; crisis tácita, pero preñada de ra-
yos y truenos como una tempestad inminente.
Después de una breve pausa, considerando incompatibles la ofensa y su mi-
nisterie el incomparable Bartolo hizo pública dimisión de su cargo.
El ergo de este úllimo argumento si que hizo fuerza al párroco; pero no de-
biendo permitir tamaño escándalo, persistió en sus piadosos abrenuncios.
Sin embargo, falto de autoridad para dominar la situación, llamó en su auxi-
lio al alcalde, diciéndole en grande apuro:
— Ruego á usted por el Santo bendito, tenga á bien preceptuar que no pase
adelante el diabólico paso del borracho, máxime cuando la acción tiene aquí su
literario desenlace. También quisiera, pero esto es secundario, que interpusiera
usted su autoridad para que el señor Bartolo retire su dimisión y no me deje solo
en la parroquia.
— Peliagudo es el caso, padre cura, — contestó el alcalde estirándose el lábio
inferior, en expresión de embarazo, mientras en grupo separado sostenia sus opi-
niones Bartolo, negando otra vez la mayor, la menor y la conclusión. — Sí, señor,
muy peliagudo, porque los espe tactores quieren mas burrucho, y el autor, como
lodos sabemos, es hombre de talento, y usted le ha dicho... que es un... bárbaro.
— Distingo, señor alcalde; yo no le he dicho que es, sino que no sea bárbaro,
en lo cual reconozco ya su talento, si bien en ocasión próxima de barbaridad. No
bautice en su paso á ese hijo de doña Yenustia y de usted y no habrá en Barto-
lomé barbaridad ninguna.
— Padre cura, yo no entiendo de teología.
— Es lógica.
— ¿Lóngica es?
— Rudimentaria .
— Entonces... tampoco la entiendo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
681
— ¿Es decir que se sustrae usted á este otro paso de conciliación?
— ¡Yo!... ¿Qué quisiera yo, padre cura, sino que se acabaran en paz y honra
del Santo patrono todos los pasos? Pero él tiene su génio... ella el suyo... yo el
mió... y usted, padre cura, tiene siempre el guisopo en una mano y las anas te-
mas en otra.
— Es mi deber de pastor.
— Sí, pero las ovejas son ovejas, y los carneros... carneros. Quiero decir, pa-
dre cura, que yo... no digo nada: entiéndase usted con la Pepa v á ver si arre-
glamos esto.
El párroco que como director de conciencia de la Pepa la conocia á fondo con
sus vicios y virtudes, ejercitó este recurso y fué á poner también su causa en
manos de la alcaldesa.
Esta que estaba ya cansada de farsa, no solo por lo trabajoso del parto, sino
también por sus preparativos en medio de tanta función de paz y de guerra, defi-
rió sin resistencia á la solicitud del párroco, proveyendo en su virtud que tenien-
do que convalecer de aquel trabajo, quedara en él el desenlace del paso, y que
Bartolo (me) siguiera siendo... lo que era.
Proveyó además que Paulo cargara con el burrucho y lo llevara á su casa, á
á donde ella también se restituyó, enjugándose la sudor con el canto de la man-
tilla.
El sacristán estuvo á lo mandado, porque era ya auto de la Pepa y se retiró
por otra parte con maese Lucas, á quien probó con argumentos de tres a es que en
punto de teología sabia mas que Melchor Cano, así como en latinidad podia dar
quince y raya al mismo Antonio de Nebrija.
Y el bueno del cura, satisfecho de tan favorable desenlace, tomó un polvo y
volvió á su canal con la misma resolución de cortar por lo sano los malos pasos
de Bartolo, hombre en quien, como dijo al alcalde, reconocía el mas claro talento
en ocasión próxima de barbaridad. El párroco había sido en sus verdes años so-
pista de la tuna y aun revelaba en su donaire los primeros pasos de su carrera.
No tenia mucho de Salomón, pero lo era al lado de Bartolo, que tenia hasta las
orejas del hijo de Doña Venus tía.
Mucho sintieron los espectadores un contratiempo que vino á amargarles el
mas sabroso y regalado plato de la fiesta, el plato del burrucho; tanto que se hu-
bieran levantado en son de guerra ó motín á un ¡ sus ! de Bartolo ó á un bélico
eructo de la Pepa. Pero nadie los levantó y permanecieron sentados.
682
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Pasado el momento crítico no los hubiera levantado ni la peste de San Roque;
pues siendo ya la hora de la subasta y danza del Santo bendito, muy luego olvi-
daron aquello para acordarse de esto.
Y lié aquí el último artículo del programa, que con vuestro beneplácito deja-
remos para capítulo aparte.
VI
DE LA SUBASTA Y DANZA DEL SANTO BENDITO.
Dado por concluido el paso de comedia allí donde lo cortara la censura ecle-
siástica, se armó tal baraúnda en la plaza, que no parecía sino que, amen del
paso, se habia acabado también el pueblo: las sillas, los bancos, las mesas, los
hombres, las mujeres, los muchachos, todo rodaba allí envuelto, revuelto en un
gatuperio de mil diablos.
Yo, por mí, quise acogerme á lo inmune para ponerme en cobro, y enderecé
á la iglesia, madre de todos los pecadores, cuya entrada se abría sobre una esca-
linata de hasta cinco gradas de aljezon y laja. No sé si por curiosidad ó por rece-
lo volví la cabeza al campo de Agramante al verme en la última escalera, y como
por encanto habia yTa desaparecido todo, es decir, no habia desaparecido nada, pero
afectaba distinta forma el conjunto. Colocadas circularmente las sillas, inclusa el
arca del maestro Lucas, el teatro se habia trasformado en circo, quedando en la
arena Bartolo, armado de sus utensilios y dominando la situación con sus acer-
tadas disposiciones.
Sentados ya todos y en silencio, no sin que Paulo sacudiera dos ó tres veces
sobre uno ó una la responsilibilidá de la alcaldesa, desembrazó el invicto Bartolo
una pequeña mesa que traía, y cubriéndola con un paño negro, ribeteado con
cinta amarilla y recamado profusamente con gotazos de blanca cera, puso enci-
ma una alcancía ó cepillo de cuestación, capaz de tres celemines de cebada con la
correspondiente paja.
Era la tal urna una preciosidad artística, debida sin duda al mismísimo Bar-
tolo, maestro de artes también, que en sus ratos de ocio solia hacer estas y otras
preciosidades. Estaba pintada con sangre de mora, pulimentada con goma de ci-
ruelo y claveteada con tachones dorados, que no eran dorados ni tachones, pero
relucían sobre la mora. No cumplía nada menos al decoro de la cofradía; si bien
AMERICANOS Y LUSITANOS
683
para mi gusto el principal adorno de esta preciosa obra estaba en sus literaturas.
En efecto, sobre una especie de medallón, círculo ó circunloquio que habia
quedado sin pintar y tenia por consiguiente el mismo color de la tabla, leíase
este rótulo de tinta negra:
COFRE DIA DELO SER MANOS DE SAN ROCE.
Después, y á modo de greca abrazaba los cuatro lados este otro lema:
Piad osa limosna — para cultivar al ¡Santo — mil agrosoy bend ito — Variólo mey
Corneja , mayor domo.
Creemos que el lector será también de nuestro gusto.
Mientras Bartolo mey Corneja preparaba sus trebejos y disfraz de pastor, pisó
la arena del circo el otro atleta, no menos invicto y fué á sentarse al arca de su
pertenencia en medio de su amable familia, y asiendo por tercera vez su exco-
mulgada guitarra, templó, punteó y quedó luego en silencio, mirando subordina-
damente á su compadre como si quisiera decirle.
-—Espero sus órdenes.
Así las cosas, tomó Bartolo su cayado, miró en torno de sí con cierto aire de
superioridad incontestable y avanzó basta el centro del redondel permitiéndose,
con aplauso de los circunstantes, todas las libertades ó desahogos naturales de
quien estuviera en su propio corral.
Al mismo tiempo saltó la valla un mozo y se fué derecho á él.
— Dios guarde á usted ganadero.
— Y á usted también, marchante.
— Venia de trato.
— A la hora de Dios.
— Y haremos negocio, si usted quiere.
— Yo siempre estoy queriendo.
— ¿Tiene usted buenas cabras?
— Como terneras; cabras de vientre y de ubre: menos de tres chotos no parirá
ninguna de ellas.
— ¿Y á como se llaman?
— A cincuenta vendí ayer á un marchante cien cabezas; pero hoy no venderé
ni una cola un real menos de cincuenta y cuatro.
— Y esa peseta de más...
— Es la del Santo.
— Pero cargando con todas las cabras,
684
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
• — En ese caso, liaré por mí alguna rebaja y allá se entienda él con el sa-
cristán.
El público celebró el chiste con grandes risotadas, y continuó el juego.
— Ea, pues vamos á verlas, — repuso el marchante.
— Vamos allá.
— En esto entró otro marchante y otro y otro hasta que entraron por fin todos
los mozos bailarines, haciendo sucesivamente igual ó parecido ajuste.
El resultado fué que cada uno queria todas las cabras para sí alegando sus
razones, que sometieron con chillona algarabía á la buena conciencia del pastor.
Bartolo, que siempre estaba en carácter, los dejó á todos iguales resolviendo
el litigio... en favor del ganadero.
— Yo por mí, — dijo resueltamente, — no me caso con nadie sino con mis in-
tereses; porque, como dijo el otro, primero el oro y después el decoro; y quien
tiene mas doblones, mas razón tiene ó razones.
— Pues ea, — contestaron los marchantes dando por buena la mala sentencia
del juez de paz; — comience usted á sacar cabras, que por falta de dinero no ha
de quedar ninguna en el corral.
— Pues sean del mejor postor, — repuso Bartolo, — y á quien Dios se las dé
San Roque se las bendiga.
Y enderezando hácia el ruedo en que estaban ya juntas todas las muchachas
nubiles, enganchó del cuello en su cayado á la que le pareció mejor y la trajo y
[tuso en medio de los marchantes.
Los marchantes la reconocieron á su sabor y con intención mas picaresca de
lo que era de esperar, sin que la cabra rehuyera ni mucho menos y sin que nadie
protestara, reconociendo todos el derecho de los que pagando no querian recibir
gato por liebre; y hecho el reconocimiento pidieron el precio.
— Cincuenta reales, — contestó el cabrero.
— Cincuenta y cuartillo doy yo.
— Yo cincuenta y medio.
— ¿Hay quien dé mas?
— Cincuenta y tres cuartillos.
— Cincuenta y uno.
— ¿Hay quien dé mas?
Los postores se aguantaron no gustándolos mucho aquella cabra.
• — ¿No hay quien dé mas? — interrogó otra vez el ganadero ponderando el
AMERICANOS Y LUSITANOS
685
vientre y ubres del animal. — ¿ Cincuenta y uno ! ¡Qué se va á rematar! ¡A la
una!... ¡A las dos!... ¡A las tres!... Amigo mió de usted es la cabra. Venga el
dinero y San Roque se la bendiga.
Y mirando al maestro Lucas, rompió toda la guitarra, como si dijéramos,
toda la orquesta, y apartáronse los marchantes quedando solo en el baile el mejor
postor y su cabra.
Al mismo tiempo caian los ocho cuartos y medio en el cepillo de la Cofre dia
délo ser manos de San Roce, para cultivar al Santo mil agrosoy bend ito, Bartolo
mey Corneja, mayor domo ; no los cincuenta del precio de tasación, porque esto
era una ficción poética para dar verosimilitud á este segundo paso.
Después de esta que llamaban impíamente danza del Santo bendito, venia otra
subasta ó remate, y otra luego, y luego otra, hasta que bailaban todas las cabras,
que merecian ciertamente los elogios del pastor, á lo menos en cuanto á vientre y
ubres, pues hubo alguna que valió nada menos que treinta cuartos sobre los cin-
cuenta reales de 1a. ficción poética: verdad es también que hubo otra que no va-
lió mas que un cuartillo.
Las cabras que cada postor iba comprando, quedaban después de la danza del
Santo bendito, separadas del rebaño, formando una punta aparte. Concluida la
subasta, cada cual llevaba á pacer las suyas á un inmediato puesto de garbanzos
tostados, revueltos con pasas, volviendo luego á bailar otra vez, pero ya sin Co-
fre dia, es decir, sin cultivo, mas claro aun, sin Bartolo.
El maestro Lucas, que habia hecho el curioso descubrimiento de conservar
las cuerdas de su guitarra con unturas de aguardiente, solia pedir de vez en
cuando media azumbre para remojar la prima, que le servian con mucho gusto
las cabras.
"VII
DE UNA DESPEDIDA CURIOSA, AUNQUE BASTANTE SUCIA.
La tarde se iba ya, y yo tenia que aprovechar las horas frescas para prose-
guir mi viaje, mayormente cuando habiéndose desarrollado felizmente en todas
sus soluciones el celebérrimo programa, habia ya visto y oido todas las cosas que
tiraron, para lo cual estaba completamente autorizado.
Fuíme, pues, á mi posada, teniendo en el tránsito la honra de saludar á la
TOMO l. 86
686
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
sinpar alcaldesa, que sentada en el portal de su casa se limpiaba las narices so
liándose sin cosa de pañuelo, ó como si dijéramos con el de cinco puntas
Cuando salia de la posada, cabalgando ya, estaba su merced (¡Dios la per-
done!) reparando con una gran tajada del sobrante cochifrito, sus fuerzas debili-
tadas por el trabajo de marras.
— Salud, seña Josefa, — le dije en despedida.
— ¡Cómo! ¡Tan pronto! — me contestó levantándose.
Y con gentil desenfado asió las bridas del caballo con resolución de hacer la
última alcaldesada.
— Vine solamente á descansar de mi viaje, y logrado ya mi objeto, mas una
diversión con que no contaba, tengo que continuar sin mas demora.
— ¿Qué le ha parecido á usted la función del Santo.
— De muchísimo gusto, especialmente el paso de comedia en que ha hecho
usted un papel tan principal.
— Doña Venustia, — dijo la alcaldesa con cierto orgullo.
— ¡Lástima que no hayan podido ustedes acabar el paso con el bautizo del
fruto de sus amores.
— ¿Qué quiere usted señor caballero? Se interpusio el padre cura con su es-
crupid de concene i.a , y no creí oprontuno reñir el plúbico con la autor ida cle-
siástica, aunque si hubiéramos dao la batalla, la autor ida cevil es mas fuerte y
hubiera sido yo trunfo. Pero, ¿qué quiere usted? es melesler mirar pa arriba y pa
abajo y dar á Dios lo que es de Dios y al Cersa lo que es del Cersa. como dice el
Catacismo.
— Es verdad.
— Pero ahora que recuerdo, — añadió con extrañeza, — ¿cómo es, señor caba-
llero, que no se ha dinado usted existir al convite?
— Y, ¿cómo es que no se ha dignado usted convidarme?
— Eso es mentira, caballero, porque yo sé también de puntos y comas de pu-
lítica, cuando es melester, y se lo encargué á Bartolo.
— Entonces fué Bartolo quien no se dignó convidarme.
— ¡Qué caramba de olvido!
Y la alcaldesa lo echó macho, es decir, carambo.
Y añadió con amable desenfado:
— ¿Y por que no se metió usted en corro sin repurgos? Yo con tanto tragin,
ni me acordé mas del santo de su nombre. Pero, ¿qué remedio? lo roto es lo que
AMERICANOS Y LUSITANOS
687
se remienda: tome usted esta tajada y así no podrá decir que se va sin catar á
San Gauchamos , como dice Bartolomé.
^ la empecatada me ofreció en sus mondos dedos el mas de una vez mordido
cochifrito.
— Gracias, alcaldesa, — le contesté repetidamente, recordando con náuseas el
pañuelo de sus narices.
— ¡Qué gracias ni que berenjenas! — repuso ella insistiendo. — Las gracias se
dan después de comer.
— Es que le agradezco á usted su fineza lo mismo que si me la comiera.
— Es que no quiero yo que se vaya usted sin comérsela.
La grandísima puerca quería hacerme tragar á la fuerza el vomitivo.
— Señora, por el Santo bendito, — le supliqué con angustia, — tenga usted la
caridad de no insistir, porque...
- — ¿Por qué?
— Porque no me es posible complacerla.
— ¿Me va usted á dejar fea?
— Nada de eso; yo no puedo dejarla sino como es.
— A otro perro con ese hueso.
— Eso digo yo.
— Le paezo á usted hermosa.
— Sin duda.
— Pues entonces muerda usted.
Y la maldita empinó mas la tajada.
— Señora, acabo de comer ahora mismo.
— Mentira; sé yo cuando comió usted, y debe ya tener hambre. Vamos, un
bocado no mas: tengo las manos limpias.
— Me consta.
— Entonces, majaero, no se baga usted de rogar tanto.
Y tanto insistió aquella excomulgada, que tuve al fin que morder la tajada
del cochifrito, bien que no lo tragara, pues lo retuve en la boca basta doblar ga-
lopando la inmediata esquina, donde le eché fuera con todas las visceras del
cuerpo.
Y sin detenerme ya mas, seguí escapado basta ponerme fuera de alcance de
su omnímoda jurisdicción, dando á todos los diablos á la seña Josefa, al alcalde,
al alguacil, al maestro Lucas y al sacristán. Amen.
por D. Adolfo R. de Góngora.
l librero es un industrial que puede dividirse en tres, bien
que algunos autores quisieran dividirlo en cuatro, ó mas
francamente en cuartos; pero en el orden dialéctico que nos
proponemos seguir en este artículo, no queremos partirlo
mas que en dos: el librero de nuevo y el de viejo.
Y ved que paradoja: todo en su género, vale mas nuevo que vie-
jo, y es racional que así sea. Pues con los libreros sucede al revés: el
viejo vale mas que el nuevo.
Aunque, si el librero de nuevo está en libertad de tener la edad
que quiera, el librero de viejo es viejo necesariamente; cuando llega
á tomar carácter, cuando puede ya hombrear con los mas ñamantes, bien que
conservando siempre, como una tradición honrosa, digámoslo así, su antigua per-
sonalidad.
El librero de nuevo es un comerciante como cualquiera otro: adquiere ó fa-
brica el género en condiciones económicas, y lo vende cargando lícitamente el
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
(589
precio Je coste con el legítimo interés Jel capital. Tiene, como todos los que co-
mercian honradamente, cincuenta probabilidades de hacer fortuna contra otras
cincuenta de no hacerla, y entretanto vive en un justo equilibrio de bienestar
que es la dichosa medianía de los que, sin ser ricos ni pobres, están simplemente
acomodados.
Pero es un tipo común, ordinario, hasta vulgar.
No así el librero de viejo. Este arrastrado industrial, este curioso tipo fiero,
sórdido, buscón, pobre, como un mendigo; calculador, como un banquero; ava-
ro, como un judío; es el arquetipo del gremio, y sino fuera absurda, impo-
sible, hasta inmoral una fulguración de sombras, seria también el génio de la
librería.
No es génio, pero es el verdadero alquimista, el hombre ó busto de la piedra
filosofal.
El librero de viejo no adquiere ni fabrica el género; pero tiene noventa y nue-
ve probabilidades, con noventa y nueve céntimos mas, de enriquecerse, y se en-
riquece al fin infaliblemente, según se infiere de un cálculo que solo deja un cén-
timo de azar, si bien sigue siendo pobre, después de haberse enriquecido.
No fabrica el género, porque lo compra; ni lo adquiere porque no lo compra.
Esto parece oscuro y no puede estar mas claro.
En efecto, no lo compra porque no lo paga; lo paga, sí, pero con lesión enor-
me, enormísima, colosal.
De manera que podría yo, por ejemplo, reclamar todos mis libros al amparo
del derecho, como sino los hubiera comprado quien los compró, por menos de la
centésima parte de su justo precio.
Y este es el librero de viejo; tipo que vamos á describir prescindiendo del otro,
que no tiene carácter, ó desaparece ante los salientes rasgos de esta gran carica-
tura.
II
El librero de viejo, como quien no hace la cosa, se establece primero en un
portal; luego entra más, y después va subiendo hasta tomar toda la casa, ha-
biendo ascendido por riguroso escalafón todas estas categorías: sub-portero, por-
tero, almacenista, inquilino del entresuelo, señor del principal, propietario de la
casa.
690
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El librero de viejo parece en su puesto un liaragan, y es hombre diligentísi-
mo; parece corto y no es sino muy largo; hombre de conciencia no parece, por
mas que el muy pecador diga que es justo cada y cuando ajusta... ó ajusticia.
Lo que si hace muy bien es tomar el justo medio, puesto que á lodo ha de
atender, fundiendo en una aptitud especial su actividad y su indolencia para es-
perar sin perjuicio de la busca, para buscar sin perjuicio de la espera.
Apénas sabe leer y escribir; pero sabe todo lo que necesita, ni una letra mas
ni una letra menos. Sabe leer los títulos de los libros, como si dijéramos, las eti-
quetas de sus géneros, y sabe escribir sin cosa de ortografía, repulgo que estorba
para llevar las cuentas, especialmente cuando se llevan por partida sencilla, par-
tida que hace á todo, así á los libros como á las libras.
Lee también periódicos, pero no los del dia, sino los del anterior, pues no está
suscrito á ninguno; está suscrito, sí, pero no en la administración, sino en el café,
donde le salen casi gratis.
III
No siempre encuentra el librero de viejo la sustancia que busca en los
diarios, principalmente en La Correspondencia y algún otro avisador ó noticiero;
pero con que la encuentre un par de veces al año, va el negocio viento en popa.
Cuando encuentra el suspirado anuncio ó aviso, ó la mas ligera noticia que
pueda ponerlo en camino recto ó tortuoso, de su objeto, se regocija con íntima
fruición, tan íntima, que ni aun asoma al exterior. Y con esta calma, ó lo que
sea esta disposición mercantilesca, toma nota sin ortografía, que no le hace mal-
dita la falta y piensa, no en la mala excepción de la palabra; piensa no piensa.
Pero ¿qué noticias son esas que tanto regocijan al buscón?
No pueden ser noticias mas tristes: la muerte de algún catedrático, ó aboga-
do, ó literato, ó párroco, ó erudito, ó siquiera poeta, un hombre en fin, de carre-
ra, de letras, de libros, de librería.
Ya veis como esto lleva camino, y en breve habéis de ver como el negocio es
seguro.
En efecto, en cualquier parte del mundo civilizado, un hombre de letras,
deja ya á sus hijos por herencia no ya solo todo el pan que necesitan, sino tam-
bién la casa en que viven, amen del indispensable chalet ó casa de recreo.
En España ¡ ay ! en esta amada y picara España, basta tener letras para estar
incapacitado de tener más.
AMERICANOS Y LUSITANOS
691
Así es que al morir el hombre de carrera, no puede, mal que le pese, dejar á
la familia mas que lo que tiene: lo que tiene no es una casa ni un chalet, ni si-
quiera pan; es su librería, mala ó buena.
El librero no ha menester mas que dar un vistazo á la librería del difunto
para calcular sus volúmenes, cien mas, cien menos, puesto que no ha de pagar-
los por su número ó cantidad, sino por su calidad; y siendo esta mala desde lue-
go, sabe muy bien lo que puede dar por ellos en mentón, y lo que ganar puede,
revendiéndolos al por menor y con todos los quilates de buena calidad que les
quita para comprarlos.
Con todo eso, piensa detenidamente, repasando datos para no soltar prenda de
que pueda arrepentirse. Su pensamiento es un cálculo, y el cálculo se le presen-
ta siempre en esta fórmula aritmética:
Quien compra 4.000 duros por 200, gana 3.800.
— Es buen negocio,— -dice con fruición en sus adentros, — puedo dar hasta
trescientos.
Y dirigiéndose ya á la víctima, sola y desamparada, abre las negociaciones,
diciéndole con tortuosa y pérfida sagacidad, después de tomar el sombrero:
— Pues, señora, usted dispense por la molestia; pero no es esto lo que me ha-
blan dicho. Me aseguraron que era esta una biblioteca selecta y veo que libros
como estos están tirados en nuestros baratillos.
— Mi marido era un hombre muy competente en la materia y solo obras se-
lectas adquiría.
—Pero muy antiguas.
— ¡Pero, por Dios! — exclama anhelosa la víctima;— no se vaya usted sin ofrecer.
— Señora, — contesta el librero con fría indiferencia, — en todo caso, á usted
tocaría antes pedir.
La desconsolada viuda cruza los brazos sobre el pecho, exhala un profundo
suspiro y dice mirando al cielo:
— ¡Si supiera usted las privaciones que se imponia el difunto, que en paz des-
canse, para adquirir estos libros que al fin tan poco valen! ¡Si supiera usted,
como, falta de recursos, no puedo atender ya á la educación de mis hijos! ¡Si su-
piera usted, que, consumidos nuestros escasos ahorros en 1a. enfermedad de mi es-
poso, vendrá muy pronto el dia en que nos falte hasta el pan!...
La pobre viuda se acongoja y acaba entre sollozos el concepto reducido á una
salvedad para pedir mucho.
692
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
El avaro .se encoge de hombros y permanece indiferente y frió.
Después de una pausa tan larga como solemne, dice el librero rompiéndola.
— Usted dirá...
— Siquiera la mitad de lo que costó, — dice la viuda.
— ¿Y cuánto costó?
— ¡Mucho! Mucho costó, según las privaciones que ocasionaron; pero ponga-
mos solo dos mil duros.
El librero se echa á reir y la viuda á llorar.
Después de otra pausa, breve ahora, dice resueltamente el librero:
— No me conviene el negocio, y solo ya por compasión voy á ofrecer. Cuatro
mil reales á granel.
— Pero eso no es justo. Dé usted siquiera diez, — dice la infeliz al ver que
se va.
— Cuatro.
— Siquiera ocho.
— Cuatro .
— Seis siquiera.
— Cinco, y no hablemos mas.
— En hora buena.
Y se cierra el trato.
Y se consuma el sacrificio, sin hablar una palabra mas, en un silencio ater-
rador.
Y el librero de, viejo se lleva dos mil volúmenes nuevos y selectos, en silen-
cio y entre sombras, como si fuera un ladrón.
Si la viuda lo hubiera dejado partir sin aceptar, el librero le hubiera enviado
sucesivamente tres íntimos á comprar como por cuenta de ellos, no de él: uno
ofreciendo cincuenta duros menos, otro los doscientos cincuenta y el último cin-
cuenta mas.
El procedimiento es eficacísimo, y rara vez se escapa la víctima.
IV
Los demás negocios del librero de viejo son de menos cuantía, porque son de
menudeo; pero como muchos pocos, ya no hacen poco, sino mucho, y todas las
operaciones de la casa, grandes ó pequeñas, están en la lesión ó proporción de
AMERICANOS Y LUSITANOS
603
lucro, viene á resultar al fin del año un negocio, que si fué múltiple, está suma-
do ja en cantidad homogénea representando una ganancia enormísima.
Es, verbigracia, un estudiante rico, pero no está en fondos hoy, aunque le
sobren mañana, como quiera que está esperando letra á su orden y á la vista.
Tiene este el compromiso de honor de gastarse aquella noche un duro, que no
tiene, y el mismo honor del compromiso, lo obliga á llevar sus libros de texto al
trapero .
Sus libros valen muy bien cuatro duros; sino que la codicia del trapero no da
por ellos mas que cuatro pesetas.
— Pero, hombre de Dios, — le dice el indignado estudiante con el tono de quien
le dijera hombre del diablo. — ¿Cómo he de aceptar cuatro pesetas, si necesito
cuando menos cinco para salir de un compromiso de honor?
— Y, á mí ({lie me cuenta usted.
— Con que, ¡no hay remedio!
— Remedio tiene todo, eche usted en la balanza mas libros y...
— No me queda mas que uno, muy bueno, eso sí; pero lo necesito para el re-
paso, si he de entrar en exámenes.
— Vuelva usted por ellos, cuando cobre algún dinero.
— En buen hora.
El estudiante va y toma echando en la balanza del trapero el libro que le
quedaba, y recibiendo las cinco pesetas del ajuste.
Ahora es un buen estudiante: es pobre, pero sin ciertos compromisos que po-
dríamos llamar voluntarios, porque ciertos compromisos, como las letras de cam-
bio, no deben aceptarse sin fondos del librador, ha podido ahorrar hasta un duro,
que lleva durmiendo en el bolsillo.
Pasa por delante de escaparates lujusos y no los mira; por delante las fondas
v no entra, por delante del estanco nacional y se tapa las narices, no sabemos si
por odio al tabaco ó por temor al veneno.
Llega á un baratillo de libros y se pára.
Mira y hojea algunos libros v pregunta:
- — ¿Cuánto vale éste?
— Veinticuatro reales.
— ¡Qué escándalo!
— Es de texto.
- — No puedo comprarlo á ese precio.
TOMO I. 87
694
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Pues, ¿cuánto daría usted por él?
— Cuatro pesetas.
— Lléveselo usted.
Hé aquí un negocio pequeño, y sin embargo, trae al cuervo común nada me-
nos que el 300 por 100 de utilidad á la semana.
A/-
Preséntase ahora un personaje estropeado como un cesante, pero digno como
si hubiera cesado de mandar una provincia.
Llama aparte al librero, como con rubor de ser ya tan desdichado, y le susur-
ra al oido.
A cierta distancia, no sino parece que solloza, conmovido por una grande
pena.
¿Qué mas pena ya en el mundo, que perder una hija sin tener con que darle
sepultura?
Para esta gran necesidad que revela á este enemigo del alma para que no des-
estime el recurso, pídele una cantidad, y ofrece en venta una Biblia, las Parti-
das, y una Historia Universal de Cantú.
El libi •ero oculta su contento bajo el velo impenetrable de una seriedad este-
reotipada.
— Para eso estoy aquí, — dice al fin; — pero no puedo hacer cosa de ajuste an-
tes de ver el género, ni menos anticipar un céntimo de real. Uno es compadecer-
se, v otro arriesgarse á... En fin, traígase los libros, porque yo no puedo abando-
nar el puesto por tan poco, los veremos y mal ha de ser que no nos entendamos
con buena voluntad por ambas partes.
El buen señor hace hasta tres viajes y trae por sí misino los libros con fuerza
de espíritu, mas bien que de materia..
— V bien, — pregunta el librero entrando en trato. — ¿Cuánto quiere usted por
estos li brotes?
— Necesito, — contesta con angustiosa impaciencia el desdichado padre, — ne-
cesito veinte ó treinta duros.
— Mucho dinero es ese.
— ¿Qué menos para el entierro, el médico y el luto?
— No haremos nada.
AMERICANOS Y LUSITANOS
695
— ¡Cómo! — exclama el infeliz padre con supremo acento: — es preciso que ha-
gamos y pronto: me está esperando mi hija muerta.
— Yo no me precipito en los negocios, señor mió, y mucho menos cuando no
me gustan.
— Pues, ¿qué le gustaría á usted darme?
— Me gustaría darle... lo justo... media onza.
Críspase el buen señor como si fuera á lanzarse sobre él; pero se reprime casi
simultáneamente y cae desplomado en un banco, hundiendo la frente entre las
manos.
El librero lo da ya por rendido, mas por si no lo está del todo, le da el último
golpe, que es de sagacidad, recordándole la fatiga de otros tres viajes.
— Nada se ha perdido, — dice con cierto aire de ingenuidad; — no nos hemos
entendido porque á mí no me gusta su precio, ni á usted el mió. Pues se lleva
usted sus libros y... en paz. Pero si mejor pensado — añadió con peor intención,
— se aviene usted y quiere la media onza... aquí la tiene usted y en oro de ley.
El padre á quien esperaba la hija muerta, se levanta resueltamente, toma la
media onza, y acercándose al oido del mercachifle le dice algo breve, acerado,
incisivo, como un ultraje, y se va.
Pero el mercachifle no se ofende por tan poca cosa.
VI
Y todavía hace este sastre ropa mas ajustada á la medida: claro es que ha de
subir el coste de las hechuras.
Preséntase en el puesto un quídam receloso: saca sin desembozarse un infolio,
y sin hablar palabra se lo ofrece al traficante, quien desde luego lo mira de
reojo.
— ¿Cuánto quiere usted por este libróte? — le pregunta, después de haberlo
hojeado á la ligera.
— Quinientos reales, — contesta el otro sordamente.
— ¿No mas? — dice el librero con chiste, que no parece suyo.
—Es un libro raro.
El librero se fija ahora en la anteportada, v dice luego mirando al supuesto
propietario:
— Me parece que este libro no es... bien adquirido.
696
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
El otro se desconcierta y balbucea algunas palabras, que lo dejan mas en des-
cubierto.
— Dígolo, — continúa diciendo el buscón, — porque liay aquí un sello mal ras-
pado y... lo dicho este libro es robado. A la cárcel irá usted. A ver un muni-
cipal.
El quídam pone piés en polvorosa y deja abandonado el libro raro en manos
del librero, que se guarda mucho de perseguir al ladrón, porque no le tiene cuen-
ta. Si diera este escándalo, intervendría la autoridad y echaría mano antes que
al ladrón, al cuerpo del delito, viniendo á ser él así, el perro del hortelano.
Lo que hace es arrancar totalmente la anteportada del libro, dejándolo va así
en disposición de que lo compren sin cosa de escrúpulo.
VII
En resúmen.
El buscón de libros es un industrial que compra siempre por viejo y malo, y
siempre vende por nuevo y bueno, siendo el mismísimo género de ilícito co-
mercio.
Vende también género malo y viejo positivamente, cuando verdaderamente
es malo y viejo en su origen.
Pero viene á salirle la misma cuenta, por cuanto, si vende este género á cua-
tro reales libra ó libro, por ejemplo, no le cuesta á él un céntimo mas de cuatro
cuartos.
Y todavía, puede vender y vende efectivamente á menos precio el libro, cuan-
do no le cuesta á maldito el céntimo á él.
¿Los hurta?
Nada de eso: viénenle á las manos, como en las grandes sumas de enteros los
quebrados, siguiendo el monton. ¿Qué estimación tienen los céntimos que siguen
á una partida de miles de duros? Esto sin contar los libros raros.
Hay que confesar que, con no saber leer ni escribir, como dijimos y hemos
visto, es un hombre de gran saber, como quiera que sabe lo que no á todos es
dado saber; enriquecerse.
Los autores que, por razón de método, quisieran dividir en cuatro al librero,
quisieran aun subdividir al buscón en otros tantos cuartos.
Nosotros no hilamos tan delgado llevando la sutileza al extremo, y lo dejamos
solo partido, puesto que en dos dividimos el tipo en el exordio.
por D. J. L. Ginestá.
anto es lo que se ha escrito acerca de los oficios de dia que
con justísima razón temeríamos ocuparnos de uno mismo
dos veces, causa porque vamos á procurar bosquejar un ofi-
cio de noche siquier la escasa luz de que á tales horas se
disfruta nos vede apreciarlo en todos sus detalles.
Oficios son el de carpintero, cerrajero, albañil y tantos otros
y no obstante si quisiéramos hacer un artículo sobre cualquiera
de ellos nos habíamos de ver negros, como vulgarmente se dice,
pues las contingencias son comunes á todos y cual mas cual me-
nos ninguno carece de largo aprendizaje sin el que no se puede
llegar á oficial para mas tarde, cuando no solo los conocimientos
sino que también la fortuna ayude salir á maestro, si es que antes no han tenido
la desgracia de inutilizarse en el duro trabajo que desempeñan ó caerse de un
andamio, contrariedad á que tantos están expuestos y de la que no se pueden
considerar libres á pesar de lo mucho que se ha declamado contra el olvido de lo
que disponen las ordenanzas municipales de todos los países civilizados; pero en
098
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
lo que ciertamente nosotros no nos parecemos á ellos. Además cada uno de estos
oficios tiene por campo de acción los reducidos términos de un establecimiento,
donde desde por la mañana hasta por la noche los infelices jornaleros sudan el
quilo para conseguir al fin de diez mortales horas de trabajo el sustento de su fa-
milia, que con todo y por su mal, no podría ser ni muy abundante ni muy nutri-
tivo.
Esto sucede en todos los oficios; razón porque tienen muy poca cuenta, sobre
todo en los primeros años en que se desempeñan, que son precisamente en los
que los mozos están mas fuertes y vigorosos. No por esto seremos nosotros los que
aconsejemos que se dejen de emprender, pues después de todo, malos están, pero
mucho peor se encuentra cualquier carrera.
¿Pues qué hacer entonces? se nos preguntará.
Grande es nuestra insuficencia para dar un consejo: lo confesamos sin rubor,
y lo que es más, renunciamos á darlo, placer del que no se querrían privar mu-
chos en este tiempo en que todos quieren saberlo todo.
Nosotros, mas modestos, declaramos que de tal manera se han puesto los tiem-
pos que ya no se sabe que hacer ni qué partido tomar. En vista de esto, algunas
veces nos liemos sentido inclinados á tener envidia al tipo á quien tenemos el
gusto de presentar á ustedes, y al que muchos de los lectores habrán visto con
repugnancia.
¿Y por qué? Seguros estamos de que pocos serán los que categórica y funda-
damente pueden contestarnos.
El trapero, después de cuanto se ha dicho en su contra, es un sér que procu-
ra allegar primeras materias para un sinnúmero de industrias que han surgido
del seno de la civilización moderna.
Esta consideración bastaría para que muchos idealistas formaran con mas ó
menos trabajo un poema, al que con seguridad darían por título El ave de noche.
Nosotros, que estamos convencidos de que pasó la época de las puras abstrac-
ciones é idealidades, y que por ende no las emprendemos jamás, nos apartaremos
de la tal idea y vamos á limitarnos á decir cuanto del trapero pueda decirse. Des-
de el punto de vista general que todo oficio puede ser considerado, declaramos in-
génuamente que pocos serán tan socorridos como éste. Todos los sexos, todas las
edades son aptos para desempeñarle.
Desde el moceton fuerte y robusto capaz de tirar una casa de un puñetazo,
hasta el infirme y achacoso anciano que casi no sirve para otra cosa; desde la
AMERICANOS Y LUSITANOS
699
niña, pasando por la mujer hecha, hasta la anciana que camina agobiada por el
peso de los años, cualquiera sirve para el oficio, y lo que es más, desde el primer
dia, pues tan poco es lo que tiene que aprender, que casi sin lecciones puede des-
empeñarlo cualquiera. Eso sí, del mismo modo que todos esperamos que el alba
envíe su luz para emprender las habituales tareas que están á nuestro cuidado,
el trapero, por el contrario, tiene que esperar á que la noche tienda sus alas, para
poder ejercer las suyas.
Por regla general, cuando uó fuera de puertas, el trapero vive en los barrios
extremos donde al propio tiempo que mas ámplias las casas son mas baratas.
Solo por equivocación hemos podido llamar casas, pues en realidad son tugu-
rios sin aire, sin luz y sin ninguna de las condiciones que pueden hacer posible
la vida entre cuatro paredes, que los humanos llaman vivienda. Allí, en aquella
especie de antro, que desde la calle puede ser registrado, preparan sus comodida-
des y sírveles un rincón de hogar, otro de gallinero y otro para alcoba, sirviendo
lo restante para cuanto la familia puede desear y apetecer.
¡Muebles! Dios los dé. Dos ó tres sillas que hace ya muchísimos años pasa-
ron de la categoría de regulares, una mesa que está de pié, gracias al sosten que
la presta la mugrienta pared contra la que se apoya, y candil que apénas arde,
componen todo el ajuar, en el que muy poco se paran los dueños, absortos solo
en los productos de su industria, que también se hallan acinados á la vista.
Sobre estos campean las herramientas del trabajo reducidas á unas espuertas
de raras y caprichosas formas, y un palo grueso y nudoso, á uno de cuyos extre-
mos se articula un garbo. Hasta por esto resulta barato el oficio. Cualquiera otro
que se emprenda hará consumir grandes sumas en útiles y artefactos, pero este
no hay que pensar en ello.
El oficio en sí lleva hasta la posibilidad de encontrar al acaso las herramien-
tas que hacen falta, pues nadie ignora que diariamente se tiran desechadas de las
casas espuertas que valen mucho mas que las que lleva el trapero; y en cuanto á
garfios si no los hubiera tales como se creen necesarios, cualquiera dispone de
diez por lo menos, pues lo que menos los preocupa ni puede preocuparles es la
limpieza de sus siempre sucias manos.
Como decíamos y según es práctica de antiguo establecida, creemos que tal
vez desde que apareció el oficio, luego que la noche impera en el espacio, hom-
bre mujer y chiquillos, todos, en una palabra, se lanzan ála calle fijos los ojos en
el suelo constantemente, no porque á ellos les obligue la modestia, ni porque la
700
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
luz de las estrellas les ofenda ó no les importe, ni tampoco porque teman trope-
zar y caer contra las piedras, esto que sucediera suponemos que no le liaría gran
gracia, pero seguramente les hará menos no hallar lo que con tanto anhelo bus-
can .
¿Pero qué buscan? preguntan algunos. Pues carísimo lector el trapero lo bus-
ca todo, absolutamente todo: para él no hay desperdicio y le vereis recoger desde
el insignificante pedazo de tela que sirvió sabe Dios para que, basta lo que la
desgracia hiciera dejar caer en la calle á algún prójimo distraído. Ayudado por
la luz del sucio y mugriento farolillo, todo lo repasa y mira, todo lo revuelve y
no deposita en medio de la calle ninguna maritornes un monton de basura que él
no escudriñe atento para sacar el mayor y mejor partido posible; papel, trapo,
cajas de lata que un dia contuvieron conservas, pedazos de hierro, marañas de
pelo, tablas, palos de silla, restos de estera, todo en fin va poco á poco llenando
la ancha cesta que carga á sus espaldas, y bajo cuyo peso anonadado, emprende
el camino de su casa tan pronto como comienza á rayar el alba.
Fatigado de su expedición no bien se halla dentro de su guarida cuando se
hecha á reposar: seis ú ocho horas le bastan para reposar, y una vez pasadas pé-
nese á la mas ardua y pesada de sus faenas la de clasificar lo que trajo. Con minu-
cioso cuidado separa primero toda clase de papel que amontona en el lugar con-
veniente, y después hace una perfecta clasificación de los trapos según que sean
de lana, hilo ó algodón; según que sean de color ó blancos ó hasta según de ta-
maño, todo lo cual tiene su clara y perfecta explicación.
Cuando tenga arrobas de papel las venderá, para que nuevamente los batanes
lo rehagan haciéndonos gracias á los considerables progresos de la industria mo-
derna. que volvamos á comprar lo que un dia tiramos. El mismo destino tendrán
ios trapos si bien de estos los mas finos, irán á dar á manos de las que fabrican
hilas que luego venden en las boticas ó serán adquiridos por manos menos inte-
resadas que con ellos harán lo mismo para responder al llamamiento de las casas
de socorros y hospitales. Con los retazos de paño irá á surtir á las zurcidoras ó
servirán para hacer tapetes caprichosos, que mas tarde venderán á buen precio:
todo lo cual como se comprende redunda en beneficio del trapero que poquito á
poquito aumenta sus ganancias.
Las latas convertidas en apartadores y tapaderas se venderán en el rastro, los
pedazos de hierro irán á las fundiciones, las tablas y palos á las carbonerías don-
de de ellas harán astillas para encender, y de este modo todo absolutamente todo
AMERICANOS Y LUSITANOS
701
tiene perfecta aplicación y no hay nada de que no pueda conseguir grande utili-
dad y ganancia.
Ave nocturna, todo lo pasea y todo lo recorre; vuela de monton en monten y
raro es de los dedicados á este oficio el que no encuentra algo que no buscaba,
pues no siempre todo lo que se tira es basura.
Muchas veces hallan mas de lo que quieren y nunca se cuidan de quien será
su dueño, ni de á quien lo deberán devolver: una vez que la cosa baya caido en
sus manos les pertenece y cuidarán únicamente de conseguir con ella los mas lu-
crativos resultados.
Es lo peor, que no siempre saben aprovecharse, pues no es raro que por sus
manos pasen papeles de mérito inestimable que ellos venderán por arrobas sola-
mente, otros se cuidarán de aprovecharlo y lo que él dio por insignificante can-
tidad valdrá á otros montones de oro, y sin embargo, los que por esto crean que el
oficio es lucrativo se equivocan; sobre fácil de aprender y aun mas sencillo de eje-
cutar, consígense en él ganancias que á muchos han hecho ricos, pero que enca-
riñados en su oficio nunca lo abandonan, nunca dejan de ser traperos.
TOMO 1.
ss
por D. L. Maldonado Vicenti.
n una obra cuyo título es Los Españoles Americanos y Lu-
sitanos, pintados por si mismos, podrá extrañar que nos
ocupemos del presidiario? Creemos que no, por cuanto en
todas las naciones que este título implica, habrá, como en to-
das partes sucede, hombres buenos y malos y achaque dado á
que se nos tachara de presuntuosos, seria querer que las páginas de
este libro fotografiaran solo á los hombres honrados, entendiendo por
tales á los que andan libremente por esos mundos de Dios, dado que,
la primera definición que podemos dar del presidiario, es la de que asi
se llama todo hombre que está en presidio.
El orden logico de este trabajo, nos obliga en primer lugar á que antes de to-
do digamos lo que es ó lo que se entiende por un presidio, y en verdad, que por
lo que á nuestro país se refiere, la cosa no es tan sencilla como á primera vista
parece. En Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en cuaquier parte,
en fin, que no sea España, saldríamos mas pronto del paso diciendo: que un pre-
• .
.
■
703
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
sidio era el establecimiento destinado por el gobierno para castigar con la falta de
libertadlos abusos de derecho que los ciudadanos cometieran, y para procurar al
mismo tiempo la corrección y enmienda. Pero España es España, y no sin ra-
zón se la señala como el país de los imposibles y de las anomalías y la citada de-
finición, no puede darse de ninguno de nuestros establecimientos penales, so pe-
na de incurrir en error de tamaña magnitud que se nos pueda decir á voces, que
nuestro objeto principal fué, al escribir este trabajo, engañar villanamente al
público. Por esto, en primer lugar, tenemos que proceder con mucho tiento, con
mucho tacto y tino á fin de no incurrir en faltas y ligerezas qne redundaran en
perjuicio de todos. Y cuenta que al tener que decir esto, lo sentimos con toda
nuestra alma y experimentamos de lleno, lo muy amargas que son las verdades.
/
Pero como vulgarmente se dice al que Dios se la dé, que San Pedro se la ben-
diga.
Sin haber sido presidiario nunca; cosa que en voz muy alta y en todos los to-
nos podemos decir sin temor de que se nos contradiga, hemos visitado algunos
establecimiento penales de nuestro país; así es que con pleno conocimiento de
causa nos podemos ocupar de ellos y de sus moradores, sintiendo únicamente que
muchas de las cosas que vamos á decir no sean nuevas, pues hartos estamos buen
número de españoles de censurarlas, y cansada hasta el hastío se halla la opi-
nión pública de señalarlas, pero como si tal cosa; parece que nadie lo oye, parece
mejor dicho, que nadie lo quiere oir á pesar de ser cosa que á todos por igual nos
toca.
En nuestro país diciendo las cosas tal y como deben ser, puede afirmarse que
un presidio es el sitio donde los que cometieron un delito, toman lecciones para
cometer otros, en los que nunca pensaron ni aun pudieron pensar. En nuestro
país un presidio es la escuela de todos los vicios y de todas las maldades, es el
lugar donde se pervierten todos los instintos y se aguzan los sentidos para el mal;,
es el lugar donde á la sombra y bien ó mal alimentados, viven unos cuantos cri-
minales que pudieron ser al fin cogidos y que son sentenciados, mas que á expiar
uu delito, á vivir algún tiempo divirtiéndose en el mismo sitio sin cuidados ni
quebraderos de cabeza. Una visita á Ceuta ó á Cartagena, pueden bastar para
convencer á los incrédulos de la verdad de cuanto decimos.
Viviendo en los citados puntos se está expuesto á ver en la calle, en el café
é en cualquier sitio de los destinados á diversiones públicas, á muchos caballeros
al parecer, que no son sino presidiarios que aguardan allí un poco de tiempo para
704
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
volver á sus antiguas fechorías en Sierra-Nevada ó en los Montes de Toledo, cam-
po de sus antiguas hazañas donde seguramente son echados de menos con verda-
dera satisfacción. Y no se crea que esta libertad que inconscientemente se les
otorga se debe á que hayan observado una ejemplar conducta, no se crea tampo-
co que tales franquicias se deben á la condición de la persona ni tampoco á las
altas recomendaciones que emanen ó puedan emanar de elevados centros, aunque
•le esto se den frecuentes casos; esta omnímoda libertad tan contraria en absoluto
á lo que debia ser, se debe á lo corruptibles que por desgracia somos, se debe á una
censurable fragilidad de que adolecemos, y mas que nada á una falta de mora-
lidad que debe humillarnos, pues en el fondo no es mas que la corrupción que
los propios presidiarios procuran, y tal libertad se consigue untando la mano co-
mo aquí decimos. Gracias A esto un presidiario se puede considerar como un de-
portado y no faltan, sino que todo lo contrario, sobran muchas que atribuyen el
hallarse allí, á sus opiniones políticas contrarias en un todo al gobierno.
Mal tan grande seria sumamente fácil de remediar, consiguiendo que no fue-
ran los presidios escuelas de inmoralidad y escándalo, atentatorias á todo lo bueno
y respetable por cuantos casos á millares pueden presentarse de hombres que, ce-
gados por la pasión y en un momento de arrebato, cometieron un delito, pero que
siempre hasta entonces baldan sido honrados y buenos: sentenciados por cualquier
tribunal de justicia á purgar su crimen fueron á un presidio y al salir encontrá-
ronse inhábiles para todo lo que fuera legal v lícito, habian perdido sus hábitos
de trabajo, se habian hecho vagos y por el contrario habian adquirido perversas
costumbres en las que no podian menos de perserverary seguir en ellas hasta el
fin de sus dias, si es que antes de este término fatal no eran cogidos de nuevo y
enviados á terminar su educación criminal.
Hace ya mucho tiempo que semejante mal se encuentra arraigado y él es la
causa eficiente de tanto tipo como pulula por ahí, y de los que solo dos presenta-
remos á nuestros lectores: el que fué bueno y salió malo, y el que entró malo y
salió peor.
Un honrado artesano de irreprochable conducta, que nunca se habia ocupado
mas que de su trabajo y de atender al cuidado y á las necesidades de su familia,
tuvo la desgracia de encontrar una noche cuando se retiraba á su casa á un com-
pañero suyo, que habia consumido ya parte de su jornal en la taberna, y que en
mal estado, sin saber lo que se decía, ni lo que hacia, insultaba á todos cuantos
acertaban á pasar por su lado.
AMERICANOS Y LUSITANOS
705
Como no podia ser menos, nuestro hombre fué injuriado y escarnecido de tal
modo, que no tuvo mas remedio que pararse y llamar la atención de aquel energú-
meno sobre lo que le estaba diciendo, mas no consiguió nada sino que por el con-
trario, aumentaron las in jurias, quiso pasar á vías de hecho y on justa y racional
venganza, al agredido dióle un empellón que bastó para que rodara por el suelo,
infiriéndose al caer una profunda herida en la cabeza.
Crecieron las voces y el tumulto, y á los gritos del cuido y también al socorro
que imploraban los transeúntes, acudieron los agentes de la autoridad, que sin
enterarse de lo que había sucedido, sin escuchar una razón siquiera, prendieron
al agresor injuriándolo y maltratándolo.
Al otro dia supieron todos que estaba en la cárcel, y que se le formaba causa
por la riña habida con un compañero suyo y por desacato á la autoridad.
Vale mas no haber nacido que caer en nuestro país en manos de los curiales;
cual aves de rapiña se ceban inconsideradamente en la presa que les cae, y pobre
de la quemo tiene carne bastante para saciar sus apetitos, porque entonces su fin
será terrible. El sumario de la causa se embrollará cada vez mas, la causa toda
se seguirá de oficio sin un letrado que la dirija, sin un procurador que la vigile
hasta el momento en que elevada á plenario la den á defensa, y entonces ésta se
hace según la expresión gráfica que para ello se emplea, por ¡a carpeta, sin estu-
diarla, sin pararse en los muchos detalles que pueden existir en aquellos autos
para salvar al infeliz aquel. Como la vista pública no es obligatoria, se omite
también , y de este modo cuando llega el dia de la sentencia aquel infeliz, que por
lo menos lleva ya un año ó año y medio en la cárcel, sale condenado á pre-
sidio.
Veamos ante todo esta primera parte de su purgatorio en la que ya segura-
mente hay que tener presentes muchas cosas que influirán en su vida futura.
Después de la incomunicación á que se le tuvo sometido hasta que el juez á cuyo
distrito correspondía la causa le hubo tomado indagatoria, dejósele salir al patio
de la cárcel donde estaban no pocos hombres, habiendo entre ellos ladrones, ase-
sinos, falsarios y toda clase de gente, en una palabra.
Al hacer su aparición lo miraron con gran indiferencia, mas cuando se hu-
bieron apercibido de que era un infeliz en toda la extensión de la palabra, cuan-
do supieron que no era un criminal terrible de esos que por desgracia abundan
tanto, y que solo por una irremediable desgracia se encontraba allí aquel infeliz,
lo rodearon, analizándolo con detención y cuidado, cosa que le mortificaba bas-
706
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
tante, al que nunca había sido objeto de la curiosidad de nadie. Entonces tuvo
lugar la primera escena.
— ¿Por qué me miran ustedes tanto? — preguntó con voz breve.
— Pues, porque eres muy guapo, — le contestó el mas audaz.
— Eso es lo que á nadie le importa.
— Dejad al chíbalo , — añadió otro.
— Pues que pague lo que debe, — dijo el que primero habia hablado.
— ¿Y qué es lo que debo yo? — preguntó alarmado nuestro tipo.
— Pues casi nada, — le contestó uno ya viejo de faz patibularia. — En primer
lugar la convidada y luego lo que caiga.
El desgraciado que experimentaba gran contrariedad por hallarse rodeado de
la gente aquella, al escuchar la pretensión que tenian, no pudo menos de contes-
tar con mal modo:
— Yo no tengo nada que pagar.
— Eso será lo (pie tase un sastre, — le dijo el que parecía capitanear la turba.
Después de esto se fueron retirando poco á poco, mirándolo y sonriéndose al
propio tiempo con aire malicioso, cosas (pie acabaron de exasperar á nuestro tipo,
v de las que rio pudo consolarse, cuando á la hora de la comida llegaron á verle
su infeliz mujer con sus hijos. Antes al contrario, su quebranto fué mayor, su
pena mas honda al verlos en aquel sitio deshonrado al que habia sido conducido
por una desgracia, pero que de más comprendía que la sociedad no lo echaría en
olvido, sino que iodo lo contrario, sin enunciar las causas se limitaría á decir que
habia estado preso.
Cuando volvió al patio no faltó de entre todos aquellos á quienes mal de su
grado tenia que ver como compañeros, uno que acercándosele como por casualidad
y como si quisiera evitar el que los demás se apercibieran del paso que daba, llamó
su atención, diciéndole:
— Ola, amigo, ¿se ha comido ya?
— Ya se ha comido. — le contestó sin moverse.
—¿Y le dejaron algunos cuartos?
— Esto es lo que á nadie le importa, — respondió con ademan brusco y procu-
rando alejarse de aquel sitio manifestando desconfianza.
El que se le acercara, que sin duda no era un hombre ni criminal ni perver-
tido, insistió en querer entrar en conversación con él á cuyo fin siguió sus pasos
diciéndo que una desgracia muy semejante á la suya le tenia allí encerrado, que
AMERICANOS Y LUSITANOS
707
sabia por tanto á qué atenerse y que por lo mismo no queria que se viera expues-
to á lo que él tuvo que sufrir.
— ¿Pero qué es lo que me va á suceder? — le preguntó desconfiado todavía.
— Que tendrá usted que sufrir mil injurias y vejaciones.
— ¿Qué injurias y vejaciones son esas?
— Mejor es que no se las diga, — respondió su interlocutor. Efectivamente,
hacia bien en callarlas, como nosotros hacemos, por no faltar al respeto y al de-
coro que á nuestros lectores debemos, mas como aquel silencio infundiese mayor
sospecha en nuestro conocido, le contestó con aire indiferente y encogiéndose de
hombros:
— ¡Yo me defenderé!
— Considere, camarada, que son muchos, y usted uno solo, y que por mas
que alguno quisiera tomar su partido seria de todo punto inútil, porque nada po-
dida conseguirse sino perjudicarnos nosotros mismos.
— Pero al ver que me atacan por una causa tan injusta, los jefes de esta cár-
cel me...
Aquel desconocido se le echó á reir, pero manifestando en su risa que había
dicho una grandísima tontería. Como ambos guardaran silencio, nuestro detenido
preguntó:
— ¡Qué! ¿No me defenderían ni impondrían castigo á los que me hubieran
atacado?
— Escuche, amigo mió; usted no sabe donde ha caído: aquí, ataque formal no
lo aguarde nunca porque no lo tendrá, pero en cambio no lo dejarán parar ni un
momento siquiera; lo molestarán de mil maneras, no dejándole siquiera un mo-
mento de reposo; estudiarán lo que os pueda parecer mas repugnante y os lo ha-
rán por sucio y asqueroso que sea, y más y más aumentarán esta tortura si os
quejáis á los jefes, y por casualidad le imponen á uno un castigo por vuestra
causa.
— Pero, señor, — exclamó dolido nuestro tipo, — ¿es posible que uno tenga que
sufrir todo esto?
— Y tan posible, amigo mió.
— ¿Usted lo sufrió también?
— Estuve muy á pique; porque indignado como está usted, me quise resistir
también, pero al fin tuve que ceder.
— ¿Y en qué cedió?
708
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Pues en hacer lo que me pedian.
— ¿Y qué le pidieron?
— Pues lo que piden á todos, el pago del aguardiente un dia.
— ¿Pero si yo he oido decir que en las cárceles no se permite la entrada de
ninguna clase de bebidas?
— Eso se dice por ahí fuera, pero aquí vemos otra cosa.
El desgraciado que nos ocupa y al que hemos tomado como tipo del presidia-
rio bueno, comprendió al fin que aquel hombre le hablaba con sinceridad, pues
de no ser así hubiera ido á hacer causa común con los demás, dado que por se-
guro tenian que lo habrian de obligar, así es que dulcificando poco á poco su tono,
le preguntó:
— ¿Y pagando esa convidada dejarán de molestarme?
— Podéis tenerlo por seguro, yo os lo digo.
— ¿Y cuánto hay que dar?
— Tres pesetas di yo y quedaron tan contentos...
— ¿Y á quién se le entregan?
— Esperad un momento, yo me acercaré y les diré que al fin he podido con-
venceros; ellos se acercarán y todo quedará arreglado en un instante.
— Como queráis, — respondió nuestro tipo, y lo dejó marchar.
Efectivamente, aquel mediador oficioso se dirigió al grupo que formaban los
demás presos, habló con ellos y no debió ser desagradable lo que les dijo, pues
todos dejaron ver en su rostro la misma satisfacción. Poco á poco se le fueron
acercando y cuando les hubo repetido que daria las tres pesetas para el aguar-
diente á porfía querian todos estrecharle la mano, quedando así establecida una
amistad de la que bien pronto le dieron pruebas, pues cada cual le contó su his-
toria procurando distraerlo, pero mas que esto consiguieron atormentarlo, hacién-
dole escuchar cosas estupendas, de las que él no podía tener ni la mas ligera o
remota idea.
Al dia siguiente, la puerta de aquel patio fatal se abrió, dejando paso á otro
infeliz, que, como él, nunca habia estado en la cárcel, y que por lo mismo no
pudo ocultar la extraña sensación que aquella vista le hacia experimentar.
No bien hubo entrado le rodearon los demás y lo mismo que con él habían
hecho, comenzaron á acosarlo; el infeliz se resistía, pues á todos debía doler aque-
lla bárbara imposición que no representaba otra cosa sino el afan de divertirse á
costa del infeliz que, por una desgracia ó por otra, habia delinquido. Como su ne-
AMERICANOS Y LUSITANOS
709
gativa fué rotunda y manifestaba insistir en ella, comenzaron las agresiones y la
indignación de nuestro tipo próxima á estallar, tuvo que reprimirse considerando
que manifestarse su partidario seria lo mismo que rebelarse contra lo acordado
por aquella gente y crearse enemigos entre ellos, que eran fuertes, dado el nú-
mero.
Esta consideración misma le hizo guardar silencio con respecto al segundo
que entró y con el tercero, basta que al ñn se acostumbró á las prácticas aquellas
y hasta tomó parte en las que sucesivamente se fueron imponiendo. La corrup-
ción comenzaba: la ociosidad y la mala compañía empezaba á surtir su efecto, y
aquel hombre que por el débil y el desvalido se hubiera sacrificado siempre, ata-
caba ahora al desvalido y al débil para procurarse como los demás una satisfac-
ción, con una bebida que nunca le habia gustado.
Pasaron dias y dias; sus sentimientos se iban embotando cada vez mas; ya no
le producían triste efecto las visitas de su mujer, ni de sus hijos; los veia si se
quiere hasta con indiferencia, se comia lo que le llevaban y volvia cuanto antes
al patio para seguir con sus compañeros entregado á juegos que, estando prohibi-
dos para los que gozan de libertad, han de estarlo mas para los encarcelados, pero
que sin embargo se ejercitan en ellos á ciencia y paciencia de los que podrían
evitarlos.
Sentenciado ai fin, comunicáronle un dia la noticia de que al siguiente parti-
ría para Ceuta: la recibió con calma, aunque, acordándose luego de sus hijos, sin-
tió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Acudieron los compañeros procurando
consolarle y una vez obtenido esto empezaron sus juegos como si nada pasara;
verdad es que tal acontecimiento lo esperaba ya hacia tiempo y sabia por su fa-
milia y por los agentes de la curia, que era casi inevitable.
La despedida de los séres queridos fué bien triste, mas él por todo consuelo
les decía:
— No os apuréis, del presidio se vuelve. — Y con el dorso de su mano procu-
raba secar las lágrimas que en abundancia caían de sus ojos. Marchó al fin; las
parejas de la guardia civil lo fueron conduciendo de una en otra hasta Cádiz, y
allí lo embarcaron como fardo en dirección á Ceuta, que siempre para él solo
nombrarlo habia sido objeto de terror y que aun lo era, pues no sabia lo que allí
le estaría esperando. Cuando miraba hácia atrás y veia su pasado honrado y puro,
al recordar la buena vida que hasta entonces habia llevado, no podía menos de re-
negar de la existencia y maldecir de su suerte que tanto le habia hecho desme-
TOMO X. 89
710
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
recer y si abandonando este pensar que le mortificaba tanto, miraba Inicia delante
consideraba con mayor tristura que le aguardaban cuatro años de martirio en-
cerrado con gentes de todas clases, y durante los que le era de todo punto impo-
sible hacer nada bueno por su familia, ni atender á su cuidado, ni velar por sus
hijos, y ni aun correr al lado de sus lechos para recoger en caso desgraciado el
último aliento que la muerte les hiciera lanzar. Agobiado por tan tristes pensa-
mientos, enfermo por el mareo que el mar le hacia experimentar, siguió hasta su
destino y apenas hubo desembarcado, á él, lo mismo que á los demás que le acom-
pañaban, los condujeron al presidio entre doble fila de soldados; tomaron su filia-
ción y diéronle un número. Su nombre quedó perdido: en adelante no se llamaria
Fulano de tal, sino que lo conocerían por número tantos.
Al ingresar en el presidio tuvo que sufrir de los que ya estaban allí empeder-
nidos, vejaciones é imposiciones, lo mismo que cuando ingresó en la cárcel, su
despecho y su rabia fueron grandes, pero no tuvo mas remedio que dominarse
hasta que se acostumbró.
¿Cuál fué su vida dentro del presidio? ¿Cuál es la que llevan todos los allí
encerrados?
Triste es decirlo, pero no hay otro remedio si queremos decir la verdad. Nada
hay en nuestros establecimientos penales que manifieste son lugares de corrección
y enmienda, nada que pueda hacer indicar que los allí recluidos son séres que de-
jan en el mundo familias á cuya subsistencia están obligados á atender y para
lo que hay necesidad de proporcionarles un trabajo con el que al propio tiempo
puedan satisfacer al Estado de los gastos que irrogan. Todo esto parece completa-
mente olvidado entre nosotros y el presidiario es agregado allí cuando mas á una
brigada de las que se emplean en acarrear piedras y materiales para las obras de
la plaza, pero aun hay algo peor que esto, por lo que al bien público se refiere. El
encierro no es general: en los presidios que tenemos, también se distingue al que
tiene bienes de fortuna del que no los tiene, y mientras que éste pasa las noches
tirado en un inmundo jergón, aburrido de no hacer nada porque solo piensa
y se ejercita en educarse en el mal, para lo que tiene sobradas ocasiones, aquel
puede vagar libremente á cualquier hora del dia ó de la noche por las calles de
la población, vivir donde mas le acomode, darse el trato que quiera y hacer lo
que mas le convenga ó mejor le parezca.
Sumado todo esto, da lugar á que el que una vez ha estado en presidio no sir-
va ya para nada; se esteriliza y embrutece su imaginación, se apagan sus sentí-
AMERICANOS Y LUSITANOS
711
mientos, se hace indiferente á todo y siente que se despierta en su alma gran
odio hácia la humanidad, odio que todos los dias crece y que no se estingue
jamás.
Por regla general el mayor contingente para los presidios resulta de tantos y
tantos como sin apoyo ni vigilancia de nadie, viven y crecen sin educación, sin
arte ni oficio en que ganarse la subsistencia y que como es muy natural y no
dehe extrañar á nadie, llega un dia en que, experimentando imperiosas necesida-
des, roha ó comete cualquiera otro delito: por esto los presidios dehian estar mejor
atendidos y dispuestos de tal manera que los que ingresaran en ellos pudieran sa-
lir aptos para algo que no fuera el delito ó el crimen, mas no solo no es así por
desgracia, sino que el que en ellos ingresa bueno, como á nuestro tipo sucede, sale
malo porque en ellos, sobre agriárseles el carácter y recoger en su seno el gérmen
de muchas malas pasiones, aprenderá á tirar el cuchillo, sirviéndose á falta de los
verdaderos, del mango de las cucharas de madera endurecidos y afilados al fuego;
aprenderá á jugar á las cartas, pero no juegos lícitos y decorosos sino bajos y per-
judiciales y aun estos no de un modo limpio y decente, sino con todas las trampas
y fullerías que puedan soñarse; aprenderá á falsificar documentos y marcas, fir-
mas y letras y aun se ejercitará en el interior de la casa en todos estos oficios
que le harán olvidar el suyo, si es que lo tenia, ó al menos posponerlo, pues no
faltará quien bien á las claras le demuestre que son mas lucrativos.
Reflejo fiel y exacto de lo que es el presidiario, dados nuestros presidios, lie-
mos procurado presentar de relieve á todo lo que se espone el hombre que habien-
do sido bueno va á ellos por cualquier desgracia en las que mas que nada puede
haber influido su temperamento; hemos procurado determinar los frutos que de
la incuria y abandono se consiguen, y como por pena que tiende á mejorar á un
hombre, se le pervierte para el resto de sus dias.
Mas breves seremos al ocuparnos del que con razón podemos llamar presidia-
rio de oficio. Por regla general este es siempre un hombre al que la mas suave
ley de vagos le cogería sin duda de medio á medio. Dedicado desde que tuvo uso
de razón á lo que muy propiamente puede llamarse oficios extra-legales, y aun
con mas propiedad ocupaciones fuera de ley, si no en una en otra cae, porque tiene
que caer, y en la primera ocasión tal vez le ocurra lo que al tipo que acabamos
de pintar; mas como todo cuanto sea cárcel ó presidio se adopta perfectamente á
su naturaleza, se familiariza con ella bien pronto y aprovecha las lecciones que
allí recibe, á las mil maravillas. Las primeras veces que á este tipo se le priva de
712
I.OS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
libertad, los qne le echan de menos y son de su clase, dicen con aire picaresco á
quien por ellos le pregunta que está estudiando ó que está en la universidad y
con efecto; ninguna frase es tan oportuna, pues efectivamente no hace otra cosa,
pero con el fin de perjudicará sus semejantes.
Solo muy pocos cursos le bastan para salir un consumado maestro y entonces
es temible, pues no solo aprenderá á burlar á sus prójimos sino que sabrá mane-
jar á la gente de curia y sacar partido délos tribunales de justicia, pues ya cono-
ce todos los medios habidos y por haber para eludir responsabilidades y ocultar
la verdad.
Este, sin duda porque las aficiones le tiran mas ó porque los años le embotan
y dan lugar á que cometa torpezas, muere donde parecía haber nacido, en presi-
dio. en cualquiera de ellos, pues con seguridad que al tiempo de su fallecimiento
ya los conocía todos.
Tipos son estos que no nacen, sino que se hacen; y lo verdaderamente triste es
que se hacen por la incuria y abandono en que la sociedad deja á buen número
de sus individuos.
Jjj
U
POR D. M. Saavedra.
ocas cosas habrá en el mundo que ilustren y enseñen tanto
como los viajes, pues indudablemente el método real obje-
tivo es una gran cosa, razón porque sin duda en nuestro
país ha tenido tan pocos partidarios. Por extensas y largas
que sean las descripciones, no alcanzarán nunca á que se
forme verdadera idea de las cosas, dado que son bien pobres todos los
idiomas, para que con palabras puedan enunciarse conceptos ciertos
de cuanto existe, y porque nunca la imaginación se contenta con
aquello que se le hace ver por referencia, sino que lo agranda, lo
aminora, le añade ó le quita, según sus gustos, encontrándose mas
tarde con un doloroso desengaño, por no ser cierto cuanto se había
figurado.
Recordaremos siempre á un provinciano, que llegado á Madrid por la maña-
na, se volvió á su casa en la noche del mismo dia, diciendo que esto no era
córte ni cortijo siquiera, sino un mal corral de vacas, donde habia exactamente
lo mismo que en su tierra, y que para esto, no valia la pena que le había costa-
714
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
do ir ahorrando poco á poco para el viaje, y emprenderlo luego exponiéndose á las
mil contingencias y peligros que son del caso. El pobre creyó sin duda, que en
Madrid no halda casas sino que todo eran palacios, que las calles eran alfombra-
das, que no había mendigos y hasta que los hombres y las mujeres eran de otra
manera, con lo cual llevóse un solemnísimo chasco.
Para evitar accidentes de esta naturaleza, lo mejor, es ir á ver las cosas sin
juicio previo y todavía recomendamos mas esto, cuando se trate de tipos ó perso-
najes, pues entonces si que es de todo punto insuficiente y vano, que hablando
de esta ó la otra persona, especialmente si nos referimos á su carácter, se diga
que lo tiene duro, que es de génio atrabiliario, ó cosas por el estilo, que en ma-
nera alguna pueden servir para que se comprenda como es el sugeto de quien se
balda, máxime cuando en el mundo cada cual se define las cosas á su modo, se-
gún su particular manera de ser, y lo que á éste parece tosco, para aquel resulta
fino como la seda, y lo que es para uno duro, para el de enfrente es blando y
suave.
Si se quiere llegar á conocer á una persona, hay que tratarla ó al menos re-
ducirla á un tipo de los que ya nos son tan conocidos, que no cabe el poderla con
fundir, sino que aparece á la imaginación tal cual es, por no ser posible que ten-
ga ni mas ni menos condiciones que las que le están de todo punto reconocidas,
ó bien porque siendo única en su género, basta el dia, sea ella la que dé el mol-
de á que sin duda se ajustarán las que vengan mas tarde, que es lo que en la
ocasión presente nos sucede.
No conocíamos, y lo que es más, no habíamos podido soñar que existiera el
tipo á quien para mayor claridad hemos calificado de contratista de obras litera-
rias: lo conocimos por acaso, y no diremos por desgracia, pues siempre hemos
creido sobrada suerte la de aquel que puede realizar estudios que fácilmente le
lleven á distinguir el animal dañino, del útil y favorable al hombre. No cree-
mos que aun haya formado clase nuestro tipo y desgracia, desgracia, desgracia,
diremos con el profeta de las lamentaciones, el dia que la forme, pues entonces
seguramente que no morirá lo que se llama literatura, dado que á esta palabra se
ha dado un sentido muy general y lato, pero morirán los escritores, como en otro
tiempo morían los infelices trabajadores de las minas, no tanto por las excesivas
fatigas de su ocupación, sino por los malos tratamientos de los inhumanos capa-
taces.
De las clases desventuradas de nuestro país, la que mas lo es sin duda, es la
AMERICANOS Y LUSITANOS
715
de los escritores, sin que para ellos haya brillado una vez sola el iris de paz, ni
esperanza de ventura: en cualquier período de nuestra historia, el escritor ha
sido un sér desgraciado que parece haber nacido con una maldición, que le per-
sigue en su cumplimiento hasta la muerte. Si dudara alguno de esto que deci-
mos, ó lo creyera exagerado, que repase los mas gloriosos nombres de nuestra
historia literaria y pronto quedará convencido de ello. El desventurado escritor
español de nuestro mas floreciente período, para ver impresa su obra, para ver
conseguido este pueril deseo, tenia que ponerla bajo el patrocinio de uno de los
nobles mas en boga, que liabia sin duda llegado al puesto que ocupaba, merced
al considerable número de hombres que matara ó á la mayor ó menor importan-
cia de las intrigas en que liabia tomado parte: no siempre la veia impresa á pesar
de esto; tenia que sufrir advertencias inoportunas, muchas veces acceder á las es-
túpidas indicaciones de aquel á quien escogia por padrino, que no pocas eran de
tal naturaleza que á hombres de piedra harian reventar de rabia, pero en fin, de
cualquier manera imprimiérase ó no, al cabo se moría de hambre. Por supuesto
que hablamos de aquellos espíritus rectos y timoratos que seguían la corriente,
sin hacer la mas mínima manifestación de que suponía algo en contra de la ve-
neranda fé de los que mas podían, porque si incurrían en tamaño atrevimiento,
si se deslizaban en lo mas mínimo, eran presos y quemados vivos y se acababa
mas pronto. Después de glorias tales, apareció para mayor felicidad, la benemé-
rita clase de los editores... muy señores nuestros.
Con el fin de que nada pudiera ser echado de menos y todo fuera completo,
para que el calvario no careciera de ninguna estación sangrienta y el escritor
pudiera penar de antemano todas las culpas y pecados, no solo suyas sino cada
cual por separado las de todos los de la clase entera á que pertenecen, y aun mu-
chas, casi todas, las de otras clases que nunca penan ni purgan nada, por mas que
desde que nacieran no debían hacer otra cosa, apareció el tipo que como verán
nuestros lectores es por demás curioso y le sobran condiciones para que llame la
atención de cualquiera.
Siguiendo una práctica de antiguo establecida, como nos viéramos obligados
á emprender un viaje á Barcelona, no quedó un amigo nuestro ó persona mera-
mente conocida, á la que no preguntáramos si tenia relaciones en la capital del
Principado catalan, á fin de recoger el mayor número de cartas de recomenda-
ción, que nunca sobran en verdad, por mas que en el mayor número de los casos
muchas de ellas sean inútiles.
716
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Sea lo que se quiera, es muy cierto que en aquella ocasión fuimos afortuna-
dos y que nos pusimos en marcha relativamente tranquilos, pues llevábamos la
seguridad de encontrar allí alguien que nos atendiera y á los que no le fuéramos
siempre completamente desconocidas; llevábamos cartas para banqueros, comer-
ciantes, médicos, abogados é industriales, pero confesamos que ninguna nos lla-
maba tanto la atención y que en ninguna fundábamos tanta esperanza como en
la que nos diera el amanuense de un distinguido novelista dirigida al señor Tor-
res, reputadísimo escritor residente en Barcelona, del que no habíamos leido nin-
guna obra, pero que nos constaba eran muchas las que de él se habian publica-
do, pues las habíamos visto no solo en los escaparates de todas las librerías, sino
en los puestos de libros viejos, en las bibliotecas, en las casas particulares y para
terminar, en todas partes. Confesamos sin reserva ninguna, que al señor Torres
profesábamos casi un culto, reconociendo á prior i que debia ser un hombre de
muchísimo génio y de vastísima erudición: del señor Torres habíamos, solo visto,
como hemos dicho, muchas novelas y, según los periódicos, á su bien cortada
pluma se debian: El castillo de las siete torres y dos atalayas. La mancha en
el coraron ó los crímenes de cinco individuos de la misma familia. El padre muer-
to ó la hija enterrada por su hermano, obras en las que nuestro autor invertirla
sus ratos perdidos, pues seguramente los ganados los empleó en las de mas im-
portancia, cuales eran: Historias particulares de todas las naciones y reyes que flo-
recieron en los tiempos prehistóricos. Ilustraciones á obras de autores clásicos, y aun:
Notas á las poesías de algunos autores griegos, cuyos códices no han podido ser leí-
dos, y otras muchas cuya enumeración seria larga y penosa en los actuales mo-
mentos, por mas que nunca llegaria á ser completa la lista que hiciéramos, dado
que creemos necesaria por lo menos la memoria de tres hombres, para retener
todo lo que el señor Torres habia escrito y nosotros confesamos no tener mas que
la de uno y esa mala.
Díganos cualquier cristiano, y aunque no lo sea no importa, con tal de que
lo haga en idioma que lo entendamos, si cabe honor mayor, ¿si es posible mas
grande honra para un aficionado á las ciencias y á las bellas letras, que ir á tra-
tar á hombre tan eminente? Díganos cualquiera, aun los mas sibaritas en esto
del trato y de las relaciones, ¿si es posible mayor satisfacción que la de hacer
presente sus respetos á hombre que tanto merece y tanto representa? Pues dicho
sea de paso, todo esto y más nos habíamos creído que merecía el señor Torres á
quien fuimos á visitar pocas horas después de nuestra llegada, sin permitirnos
AMERICANOS Y LUSITANOS
717
reposo alguno, ni distraer mas tiempo que el absolutamente indispensable para
cambiar de traje y presentarnos como se debe.
Barcelona no puede negarse que aventaja mucho en construcciones á Madrid:
las casas allí, sobre mucho mas ámplias y cómodas, son mas elegantes y sobre
todo mas baratas, así es que con lo que en la córte cuesta un mediano cuarto, en
una calle de tercero ó cuarto orden, allí se paga un semi-palacio, y semi-palacio
era y aun algo mas, el que habitaba nuestro señor Torres, á quien ya ardíamos
en deseos de ver. Llegamos al fin á la puerta del piso que el portero nos indica-
ra, no recordamos en qué idioma, y tiramos suavemente de la campanilla, pro-
curando que sonara solo lo bastante para que se dejara oir: creimos que todo un
batallón venia para abrir, pero contra nuestra creencia, apénas abierta la puerta,
se dejó ver una criada, eso sí, una criada monstruosa, terrible, titánica... colo-
sal.
Hice las indispensables preguntas y con objeto de abreviar, diremos que mo-
mentos después nos hallábamos en presencia de nuestro hombre, que nos recibió
con exquisita amabilidad y suma galantería; con objeto de darnos á conocer, le
entregamos la carta á él dirigida, pudiendo examinar á nuestro sabor, en tanto
la leia, la figura del sér que nos inspiraba tanto respeto y la estancia en que am-
bos nos encontrábamos.
El afamado autor, podria tener unos cuarenta años, sus cabellos lo mismo que
su perilla y bigotes bastante espesos y poblados, tiraban ya al gris, aunque no tan-
to que fuera imposible comprender que habían sido rubios, muy rubios: las formas
de su cuerpo de muy poca estatura, estaban envueltas en una ancha bata, bajo
la que desaparecían, y en la cabeza tenia, no puesto, sino encasquetado, un gorro
de forma tan peregrina, que no queremos describir, y que, hablando francamente,
no tenemos con qué comparar. El despacho en que fuimos recibidos, no ofrecía
particularidad ninguna; libros, muchos libros por todas partes; bien es cierto que
solo con los suyos hubiera podido llenar la casa; una mesa, tras ella un cómodo
sillón y tres sillas finas, que el lector puede darles la forma que quiera, con tal
de que en el referente al precio no las haga subir de tres pesetas, y pare usted
de contar. Fácil es comprender que nada de lo dicho había llamado nuestra aten-
ción; el lujo y eso que se llama confort, estaría en otras habitaciones de las que
cuidaran las señoras, pues el despacho de los hombres de letras, como lo sean
verdaderamente, no está ni bien puesto ni bien cuidado, y lo que es más, ni falta
que hace. Confieso que en lo único que me fijé fué en una banca de esas que hay
TOMO I, 90
718
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
en las clases de escritura, de las escuelas de los pueblos, y que al entrar vi colo-
cada en la pieza que servia de antedespacho sin que pudiera explicarme al pronto
que objeto tenia semejante mueble en aquella casa, ni para qué estaba colocado
en aquel sitio, pues no nos atrevíamos á suponer que tan afamado escritor se hu-
biera dedicado á la reforma de letras (caligráficas) en 15 lecciones.
El señor Torres leyó la carta sosegadamente, me manifestó sumo gusto en mi
visita y á renglón seguido, después de ofrecerme un asiento, emprendimos una de
esas conversaciones en las que no se dice absolutamente nada, pues solo se ha-
bla del tiempo, de la atmósfera, de la salud pública en el imperio chino y otras
trivialidades semejantes que sirven no obstante para cumplir con el deber inútil
de las visitas. En ellas estábamos cuando habiéndose escuchado un ligero ruido á
la parte de afuera, nuestro sabio gritó:
— ¡Martinez!
— Señor, — contestaron desde la pieza inmediata.
— ¿Qué hizo usted esta manaña?
— Un capítulo de la novela.
— ¿Cuál de ellos?
El indicado por usted donde la marquesa se bebe la disolución de fósforos,
y su amante, el bandido gaditano, se muere de repente.
Está bien, está bien. — replicó el autor, — ocúpese usted esta tarde del re-
parto de historia y procure usted que en dos capítulos quepa todo lo referente á
la crítica y comparación de los Concilios de Toledo.
El que hablaba desde afuera, á quien yo no babia visto, guardó silencio: para
mí lo que babia escuchado era de todo punto ininteligible, pero como en el mundo
el que no se consuela es porque no quiere, tuve á bien consolarme diciendo, in-
fecto yo no tengo obligación de saberlo todo.
Continué mi interrumpida conversación con el señor Torres, sin que en lo mas
mínimo hubiera decaido mi ilusión hasta entonces, cuando al poco rato se presen-
tó en escena un hombre joven todavía, de ancha y despejada frente, en la mira-
da del que se advertían los vivos destellos de una clara inteligencia.
— ¿Qué desea usted? — le preguntó mi hombre con mal modo.
— Saber lo que hago esta tarde, don Ramón.
Después de mirar prolongadamente al techo, pasarse la mano por la barba dos
ó tres veces, toser otras tantas y cambiar de posición en el asiento algunas mas,
mi émulo del Tostado ahuecando la voz, le dijo con aire de importancia:
AMERICANOS Y LUSITANOS
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— Es menester acabar la historia del arte antiguo, pues ya el editor me da
prisa; procure usted meter en ochenta cuartillas lo que falta y que estén termi-
nadas para antes de las ocho.
— Mire usted don Ramón, — replicó el joven, revelando en sus facciones ex-
traordinaria sorpresa, — que solo habíamos llegado á Praxiteles...
— Pues por eso hombre, hable usted de Milon de Crotona y asunto concluido,
— y añadiendo un ademan imperioso, para indicar que no admitia réplica, salió-
se el joven y nuevamente quedé solo con aquel hombre que cada vez me parecía
mas extraordinario.
No dejó él de advertirlo y haciendo vagar por sus labios una significativa
sonrisa me dijo con aire doctoral:
— Donde usted me vé, tengo á los editores aquí, — y me mostraba el puño cer-
rado.
— Poder del génio, — le contesté yo.
— Y á los escritores aquí, — y dió con el pié un fuerte golpe en el suelo.
— Sin duda por la misma causa, — le repliqué.
— Yo no sé por lo que será, pero lo que he dicho es lo cierto, como lo es tam-
bién que aparezco autor de ochenta y dos obras.
— ¿Pero no lo es usted en realidad? — le pregunté admirado.
— Lo soy y no lo soy; sin duda que usted no conoce la nueva, útil y ventajo-
sa industria á que yo me he dedicado, pero ya llegará á sus noticias y se conven-
cerá usted de que el talento tiene muchas manifestaciones.
Comprendí que ya mi visita iba siendo larga y pesada, que aquel señor nece-
sitaba su tiempo, me despedí cortésmente y salí: en la banca del antedespacho
que tanto me llamara la atención al entrar, vi encorvados á seis hombres, que
escribían sin tomar aliento, sin permitirse descanso y que ni aun levantaron la
cabeza al sentir nuestros pasos.
El señor Torres, es un tipo, me dije al encontrarme en la calle y con lo que
había visto y después supe, puedo presentar á ustedes la fotografía moral de
aquel hombre, para que no lo olviden y siempre huyen de él. El invencible mie-
do del editor á lanzar una obra, al frente de la cual no vaya una firma conocida,
le ha dado sér; lo ha hecho surgir de entre los escritores adocenados, que un dia
tuvieron la suerte de que se agotara la edición de una obra suya. El editor no se
fijó en las causas que habían producido aquel fenómeno, ni se preocupó de que el
720
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
público la había consumido, vio solo ol negocio, se regocijó de que el dinero cayera
en su arca, como llovido y decretó que si Torres no era el mejor autor del mundo,
cosa que á él no le importaba, era al menos el mas lucrativo y que mas le con-
venia para la prosperidad de su casa. Torres escribió otra obra, que se publicó por
entregas como la anterior, dos periodistas amigos suyos, le hicieran el favor de
darle bombo, dijeron que era un modelo de imaginación y buen decir y desde en-
tonces no hubo biblioteca de portería ó de boardilla en la que se dejara de
adquirir sus obras.
Los demás editores envidiaban al afortunado y solicitaron á Torres, que no tu-
vo inconveniente en acudir y encargarse de la obra que apetecía el que tenia que
pagarle, y de esta manera fué haciéndose de una clientela, á la que en modo al-
guno podía atender por sí solo y á la que efectivamente no atendía.
Entre tanto, muchos con mejores disposiciones que él, hallaban todas las
puertas cerradas y eran vanos todos los esfuerzos que hacían para lograr que se
abrieran; un dia uno de aquellos infelices que conocía á Torres, se quejó á él de
su mala suerte y dándosela entonces de protector, lo asoció á sus tareas, acudien-
do en vista de aquello, á su mente, la diabólica idea de formar un taller donde se
construyeran obras literarias, y que lo mismo que en las fábricas sucede, todos los
productos llevaran no el nombre de quien los elabora, sino el del fabricante que
absorve la personalidad de todos por un odioso, pero indiscutible, privilegio que
tiene el capital.
No obstante, la industria de Torres es mas odiosa: el fabricante siquiera sumi-
nistra las primeras materias y aporta las máquinas y herramientas para el traba-
jo, pero el contratista de obras literarias, que comienza á dibujarse en el siempre
sombrío cielo del escritor, pasa la vida ponderando sus talentos al editor, propo-
niéndole obras que encomia de antemano, y al uno le habla de la novela que ha
imaginado y que hará furor, y al otro presenta el plan de una historia muy nece-
saria como obra de consulta, y de este modo reúne y acapara seis, ocho, diez obras
de una vez dando él solo alimento á muchas prensas de varias casas editoriales.
Conoce á no pocos que sufren de necesidad, que padecen horribles privacio-
nes, que están los infelices desesperados, que no pueden aguantar más y se mori-
rán de hambre sin remedio, porque no encuentran trabajo á pesar del talento que
tienen y le reconocen, y de las buenas disposiciones que han manifestado.
A estos desgraciados procura atraérselos el contratista de obras literarias, pres-
tamista que da una miseria, quedándose con el inapreciable tesoro de la inteli-
AMERICANOS Y LUSITANOS
7*1
gencia del pobre: en un principio se acredita de generoso, reconociéndose talento
y aptitud, pero inmediatamente, parece como que se goza en recordarle su preca-
ria situación y de este modo, lo coloca al borde del precipicio con la punta de la
espada al pedio y el mísero se humilla y accede, y desde el dia siguiente queda
en acudir al taller y efectivamente acude sin saber lo que le aguarda.
Comienza á trabajar á las ocho de la mañana y lo sigue haciendo hasta las
doce, en que sale con obligación de volver á las dos de la tarde y continuar la
ímproba tarea hasta las seis, en que se retira para descansar hasta el dia siguien-
te, en que volverá á hacer lo mismo.
Como el contratista se atreve á todo sin que haya nada que se le pueda resis-
tir, el infeliz sacrificado, en unos ratos tiene que hacer novelas de las que se es-
penden á cuartillo de real la entrega, otros historia de cualquier cosa ó dicciona-
rio de cualquier clase, con lo cual no consigue ni puede conseguir hacer nada
bueno, pierde lo poco que sabia, adultera los hechos y termina acostumbrándose
á no procurar otra cosa sino llenar cuartillas, muchas cuartillas que el editor pa-
ga para cobrarlas después al público, que es en último término el responsable de
que se planteen y ejerzan ciertas industrias, que seguramente debían estar per-
seguidas por la ley, pues algunas lo están ya, y sin embargo irrogan muchos me-
nos perjuicios.
Presentado este tipo que por mas que no abunda es real y existe, se explica-
rán muchos de nuestros lectores como ciertas medianías que solo saben la histo-
ria de España, que aprendieron en Fernandez y González, y la de Francia que
les enseñó Dumas, producen obras y obras, y se crean una reputación y hasta se
forman una fortuna explotando á varios infelices cuyo sudor exprimen y á los que
pagan con una miseria.
*
por D. J. B. Haro.
n error del célebre navegante y descubridor, que acredi-
ta de bien patente manera cuanto sus cálculos se fundaban
en el acaso soñado por su exuberante imaginación, y una
corruptela del lenguaje, á que son tan dados los hijos del
pueblo, lian dado lugar al sentido indirecto que la palabra
indiano tiene entre nosotros, de la misma manera que errado también
es el concepto que mas allá de los mares se tiene de la península.
Si pudieran sumarse con exactitud todas las riquezas que de
América se han conseguido, darían ciertamente una suma fabulosa
que seria imposible reunir; pero si con ellas quisiera pagarse la vida
de tantos como han ido allá, la sangre que en aquellos campos se ha vertido, en
verdad que no alcanzarían ni para pagar la décima parte, por poco que fuera el
precio que á cada hombre se quisiera conceder. De aquellos primeros aventureros
porque aun no pueden llamarse especuladores, pocos muy pocos, fueron los que
volvieron á la pátria.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS 723
Aislados allí un año y otro, ignoraban si aun les quedaban en la patria séres
queridos que los recibieran con los brazos abiertos, y el temor de bailarse solos y
abandonados al regresar, los retenia en el campo de sus glorias ó desventuras
donde con igual facilidad perdian una fortuna, que la volvian á rehacer.
Aunque casi como regla general puede tenerse, esto que someramente apun-
tamos, no dejó de tener sus excepciones, y algunos, cansados de la agitadísima
vida que por tanto tiempo habian llevado, y hallándose con qué, mas prudentes
y precavidos, tenian con que pasar los últimos años de su existencia en paz y sin
necesidad de trabajar, volvieron y preconizaron las excelencias del suelo ameri-
cano. Según ellos, no liabia mas que llegar allí y repentinamente se encontraba
uno rico; el oro brotaba de la tierra como fruto corriente, la plata discurria á rau-
dales por cauces que naturalmente se habian abierto, las piedras preciosas se en-
contraban con suma facilidad entre agujas que forman las orillas de los rios y
siguiendo de este modo sus hiperbólicas descripciones, afirmaban que en la con-
quista, llegóse á entrar en población cuyas calles se hallaban empedradas con te-
jos de oro. Este fasto ni siquiera soñado por los mas ambiciosos y exaltados se
abultaban cada vez mas al correr de boca en boca y como por entonces se hallaba
tan esquilmado nuestro suelo, era tan considerable la falta de brazos y tan pocas
las ganas de trabajar, dados los malos hábitos que en las campañas se habian ad-
quirido, impulsaban á innumerables gentes á embarcarse con rumbo á la tan
ponderada tierra de promisión en la que todo habian de encontrarlo con facilidad
suma.
Los puertos de Cádiz, Santander y Barcelona se veian siempre atestados de
gente que esperaban anhelosos, la partida de las carabelas, de aquellas cáscaras
de nuez en qué seguramente no nos aventuraríamos hoy á dar un paseo entre mue-
lles, y que por entonces eran los barcos destinados á hacer la travesía. Golpes,
riñas y hasta verdaderas batallas llegaron á darse en las orillas del mar, pues to-
dos querian ser los que primeramente se embarcaran; y todos tarde ó temprano
partían, cual encaminándose á este punto, cual al otro, si bien siempre se ha po-
dido observar que mayor número de españoles se han dirigido á la América del
Sur, que á la Central ó á la del Norte, fenómeno que no cabe explicarse sino
atendiendo á erradas ideas que se han venido trasmitiendo con respecto á la mayor
ó menor salubridad de unas comarcas ú otras.
Hemos dicho que el designio de los que iban entonces, lo mismo que el de los
que van ahora, filé, ha sido y será, el de enriquecerse: mas en aquellos primeros
724
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
tiempos que siguieron á la conquista no habia mas remedio que esperanzarse en
la guerra, en el botín y en el pillaje; estas fueron y no otras las fuentes de rique-
za que explotaron los que primeramente fueron.
Pasado el tiempo en que la guerra fué la principal ocupación del español que
llegaba allí; una vez que el gobierno español fué dueño de todos aquellos países
en los que implantó sus leyes y su gobierno, fué necesario que cada cual se arbi-
trara un modo de vivir y en los primeros años esto fué aun bastante fácil. Rico
por naturaleza aquel suelo y perfectamente admitida la esclavitud por entonces,
poco tiempo bastaba á un ambicioso para aborrar lo bastante con que crearse una
hacienda, ó labrarse una base para comprar y vender, con lo cual podia perfecta-
mente volver á la península y deslumbrar con sus riquezas.
Tal vez porque aquel clima lo da, y á ello contribuye el temperamento, harto
sabido es que el americano persevera muy poco en el trabajo, se cansa pronto del
que no es duro, y el que lo es, no lo emprende jamás. Es mas aficionado á la
holganza, gusta mas de admirar aquella riquísima naturaleza, que de explotarla
y sin duda de esto nacen muchas otras condiciones que también le perjudi-
can. Aficionados á bullas, fiestas y algazaras, casi se encuentran boy á la misma
altura que estaban cuando sacudieron el dominio de la metrópoli. Un paseo por
cualquier población americana, indica claramente que los españoles lian domina-
do allí largo espacio de tiempo, las calles estrechas y tortuosas, apénas si permi-
ten el paso de la reverberante luz de aquel sol que abrasa; las iglesias y los anti-
guos conventos abundan, y en muchas de las antiguas capitales de la metrópoli
no hay catedrales como las que allí existen.
Lo mismo que en las ciudades españolas sucede, en el centro de las de allende
el mar, lo que está establecido allí es casi todo español, peninsular, que dicen
ellos. De este tomemos un tipo ó dos, pues mas tarde al volver á España quedarán
convertidos en indianos ó fúcares como malamente se les llamaba en otro tiempo
para indicar su opulencia porque Fúcar era el apellido de aquellos hermanos fla-
mencos que en el siglo xvii tenian sus ricas casas de recreo en el céntrico sitio
que boy ocupa la calle que en Madrid lleva tal nombre.
Huido de la pátria por el delito que cometieran, aunque para terminar mas
pronto podemos repetirlo, llegados allí por el afan de ser ricos, el peninsular, lue-
go que con las armas en la mano no pudo trabajar para hacer su fortuna, las trocó
por otros medios que también pueden ser llamados armas, pues casi siempre lia do-
minado en sus miras la soberbia y la ambición. Una de las cosas que también es
AMERICANOS Y LUSITANOS
725
muy necesario tener presente es la de que entre los españoles que han ido allí,
pocos han sido los hombres de carrera, casi ningunos. Faltos de ilustración y de
educación en el mayor número de los casos, no han podido abundar en ellos los
buenos sentimientos ni las intenciones rectas, sino que fijos en el fin que allí los
llevaba han procurado conseguirlo sin pararse en los medios. El ex-soldado me-
tido á comerciante, resultó un tipo terrible; acostumbrado á sufrir privaciones,
las siguió experimentando por ahorrar y no bien apuntaban las primeras luces
del dia cuando ya de pié comenzaba su ruda faena en la tienda en que habia en-
trado de comerciante. Su principal, no lo miraba como á un hombre sino como á
una bestia de carga, y él sufria y callaba, seguro de que al fin habia de llegar
un dia en que pudiera resollar; un dia en que fuera rico.
Comenzó ganando cuatro onzas mensuales é íntegras, al terminar cada mes,
envolvíalas en el mayor número de trapos posibles y guardábalas con sin igual
cuidado en el fondo del desvencijado baúl que encerraba sus humildes vestiduras.
De este modo pasó un año y luego otro y otro sin salir de su paso, hasta que
por fin se hartó de dinero su amo y le anunció que dejaba la tienda, pero que en
su deseo de favorecer á la dependencia que tan bien le habia servido, quería de-
jársela por un módico traspaso. Solo dos de los dependientes que como fardos lle-
garon un dia facturados á la tierra aquella, pudieron hacer frente á las exigen-
cias que tenia el ya enriquecido; ambos sacaron sus ahorros de los respectivos
escondites, y no reservando casi nada, quedáronse con el comercio.
Eran jóvenes aun y la tienda estaba por suerte bien acreditada, lo que formaba
dos elementos para abrigar fundadas esperanzas de una futura fortuna. Se afana-
ron como negros, trataron á la dependencia mucho peor aun de lo que ellos ha-
bían sido tratados, y siguieron realizando operaciones sin fijarse jamás en si eran
limpias ó eran sucias, con tal que les produjeran resultados.
Detrás del mostrador ven, los que de tales deseos están animados, una presa
segura en todo aquel que entra á comprar alguna cosa; y procuran sacar el me-
jor partido posible explotando su credulidad ó su ignorancia. Cuando tras mu-
chos afanes y siguiendo la vida de siempre, esto es, no permitiéndose ni el menor
gasto supérfluo, vistiendo mal y comiendo peor, pueden distraer algunos fondos,
no los dejan parar ni un solo momento y procuran aplicarlos á lo que mas pro-
duzcan, por lo que bien pronto se les vé convertidos en usureros y de estos, que
nunca pueden ser buenos, forman la peor clase.
Allí lo mismo que aquí el agricultor que una vez pide dinero ó réditos para
TOMO i. iu
726
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
completar las labores de una cosecha, está irremisiblemente perdido, el interés
devengado, que es siempre exorbitante, se acumula al capital y no pasan muchos
años sin que la finca caiga en poder de aquel que fingió favorecerle. De este modo
y gracias siempre á operaciones semejantes, el peninsular llega á labrarse una for-
tuna; mas, como es natural, según su suerte, esta es mas ó menos considerable.
Cuando al finalizar un año se encuentran con la cantidad que se habia pro-
puesto conseguir, aun sin darse por satisfechos, comienzan á acariciar la idea de
volver á la pátria, donde el que mas y el que menos dejó algún sér querido, con
el cual no ha sostenido correspondencia ninguna desde que marchó á América y
el que en vista de tan prolongado silencio le llora ya por muerto. Esta manera
de obrar, general y corriente entre los que marchan á ser peninsulares en Améri-
ca para convertirse en indianos al regresar á España, ha dado ocasión de que se
crea que el hijo ingrato, ó el infiel esposo, ó el protervo hermano que desapareció
un dia, y cuyo paradero se ignora, está en América disfrutando de una fortuna y
que aparecerá un dia colmando de gozo á todos. No siempre sucede así en nin-
guno de los extremos apuntados, pues todos no marchan al nuevo continente, ni
todos hacen fortuna, y aun cuando la hagan no vuelven la mayor parte, pues
muchos de entre ellos al propio tiempo que una fortuna, se crean una familia y
los nuevos vínculos lo sostienen, mas sólidamente que los antiguos, que rompieron
con tanta facilidad.
Necesario es á nuestro fin que vuelvan algunos de estos peninsulares enri-
quecidos y con efecto, como anteriormente hemos dicho, luego que sus esperanzas
se han realizado, ya que no sea posible ver colmadas sus aspiraciones, procuran
realizar sus existencias de la mejor manera posible y tales mañas se dan que tam-
bién ganan, venden sus propiedades rústicas los unos, y otros recogiendo sus
ahorros de tan largo tiempo, dan vuelta para la pátria, no sin que antes, por se-
guros conductos, hayan situado sus capitales en casas fuertes, y de reconocido ar-
raigo .
Como no todos los que vuelven lo hacen con el mismo capital, justo es que
consideremos á dos; fijándonos en el que puede agenciarse un millón de pesos y
en el que solo pudo recabar, á pesar de sus afanes, cuarenta ó cincuenta mil. El di-
nero establece, digámoslo así, esenciales diferencias, crea gustos y despierta as-
piraciones. El acaudalado, el millonario, luego que llega á las costas de que par-
tió, no se dirige en modo alguno al lugar de su nacimiento; piensa en él, pero
irá mas tarde. Sus deseos son de brillar y lucir, hacerse lugar entre la gente de
AMERICANOS Y LUSITANOS
727
pró y verdadero valimiento, conquistar con su dinero una posición, moralmente
hablando, y como corolario de todo esto, la política le seduce, los altos cargos ofi-
ciales le encantan y las condecoraciones le trastornan. Así es que inmediata-
mente se dirige á la córte, alójase en el hotel mas suntuoso, y se da bien pronto
á conocer como indiano, no por lo que despilfarre, que en hacer tal cosa siempre
es parco, sino por la vana y hasta ridicula ostentación que hace de su dinero, así
como también por sus raros modales, resultado de su afan por señalarse y distin-
guirse y aun por su mala educación, pues cosa es esta que ni con dinero se com-
pra, ni está con él en relación directa.
El dinero es precioso talismán, al que nada resiste y á pesar de su aire ex-
travagante y de sus modales groseros, no le faltarán relaciones, ni convites, ni
salones en que pasar sus ócios, y de tal son para él todas las horas del dia. En el
casino, del que seguramente se hará socio, adquirirá conocimiento con éste y el
otro que es diputado, con aquel, que fué ministro de una situación caida y al que
no dejará de hacer algún favor que otro pecuniario, se entiende que el favoreci-
do toma por paga, aunque módica, por oirlo barbarizar.
Cuantos le ven, comprenden que sus principios no son nada esmerados, que
su educación deja mucho que desear, pero tiene dinero y esto basta, es hombre
que puede servir en un apuro, como se dice hoy; fórmula sacramental á que la
gente de poca conciencia concede gran importancia.
No falta quien le aconseje que emprende una negociación con la bolsa, cosa
de la que él maldito si entiende una palabra, pero con la suerte que Dios se sir-
vió darle, nada le sale mal y prospera que es una bendición, hasta el punto que
ya dos ó tres veces ha sido nombrado en comisión para ver al ministro de Hacien-
da y arreglar alguna de las cuestiones que frecuentemente ocasionan los asuntos
bursátiles. Se ha hecho visible al fin, se afilia luego á un partido político, no al
qne le lleven sus simpatías, ni al que le inclinan sus ideas, sino al que compren-
de que se halla mas próximo al poder, á reserva, si se equivoca de dar un cuarto
de conversión y ponerse al sol que mas caliente.
Tócale por fin el turno á su partido y es de ver entonces como se mueve y
agita, cuan grande es la actividad que despliega. Quiere á todo trance un alto
puesto, pues según afirma en alta voz, un hombre de sus circunstancias no pue-
de entrar en la administración por la puerta, tiene que hacerlo por la ventana. Es-
cuchándole puede creerse que es una verdadera enciclopedia; cree servir lo mis-
mo para la Dirección de Rentas, que para la de Instrucción pública, que para la
728
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Subsecretaría de Estado, y efectivamente lo mismo sirve, por cuanto en ninguno
de los sitios serviria para nada, pero como él constituye uno de esos compromisos
que los partidos políticos se crean, no hay mas remedio que atenderlo, y un dia,
con estupefacción general, se sabe que el rico indiano, ha sido nombrado para tal
ó cual cosa, y desde el siguiente, los periódicos de oposición al gobierno comien-
zan á señalar verdaderas atrocidades á las que todos se hacen sordos y él mucho
más, que desde el puesto en que se halla sigue realizando operaciones de bolsa
que nunca le son perjudiciales.
De este modo, gracias á su dinero y h la audacia que se permite sostener,
gracias á su influencia política y á los amigos que por su posición tiene el india-
no, que tanta suerte tuvo en América y que aun en España la ha seguido tenien-
do, llega á establecer una importante casa de banca, fomenta su crédito y se hace
dueño de la situación, muriendo casi de viejo en medio de la mas grande opu-
lencia.
El otro indiano, el que volvió con solo cuarenta ó cincuenta mil duros, ahor-
rados á costa de privaciones sin cuento y de ímprobo y constante trabajo, luego
que desembarcó fué á su pueblo y hallóse solo; su familia habia muerto años
atrás. Visitó las tumbas en que yacian, mandó colocar lápidas que recordaran sus
nombres y cansado de la monotonía del lugar, donde por mucho tiempo fué obje-
to de la curiosidad de las gentes que nunca lo llamaban por su nombre sino por
el indiano, se marcha á la capital de la provincia y allí, por no estar parado,
piensa dedicarse nuevamente al comercio, no solo para entretener el tiempo que
se le hace harto largo y pesado, sino para ver si por lo menos consigue obtener
ganancias que le permitan cubrir gastos, evitándole tener que tocar al capital
conseguido á costa de tantos desvelos y tantos afanes.
Procura hallar un local en sitio céntrico, establece su tienda y abre comercio
de paños y demás telas que es en lo que hizo su aprendizaje y de lo que mas en-
tiende; desde el primer dia el público todo, llamará á aquel establecimiento el del
indiano, si es que á él mismo no se le ocurrió poner tal nombre en la muestra
que colocó sobre la puerta. Cierto que en España no puede hacer los mismos ne-
gocios que en América hacia, que las ganancias no son pingües aquí como allí,
mas, acostumbrado desde sus mas tiernos años á hacerlo todo muy poco á poco no
siente impaciencia, y en verdad que no tiene motivo para experimentarla, pues
ganó no solo para lo que se propuso, sino para ir añadiendo á lo que trajo de allá.
Célibe y solo, llega un dia en qué, por mas que pueda parecer extraño, comienza
AMERICANOS Y LUSITANOS
729
á sentir necesidades de otra naturaleza; hay en la vecindad una viuda de un co-
merciante, que sigue con su tienda abierta, y que posee lo bastante para que
ningún hombre tenga que alimentarla, y no sabemos que es lo que le seduce mas
al indiano , si esta condición ó el buen ver de dicha señora, que tiene, á pesar de
sus cuarenta años cumplidos; pero es lo cierto que al fin se casan, se funden en
uno los capitales, se ensancha la tienda y se extiende el comercio, con lo cual si
su apellido no se extingue, si por permisión de Dios sobreviene prole, tendrá que
gastar y derrochar con lo que á fuerza de tantos desvelos v sudores ganaron sus
padres.
Hemos procurado pintar al indiano tal como es nacido, en humilde cuna, de
padres que por lo regular no pudieron atender ni cuidar su educación, sintieron
un dia anhelo de riquezas y marchó á buscarlas: las halló en mayor ó en menor
cantidad, no siempre en relación con sus aptitudes, sino las más con relación á
su suerte; y al volver, según la inclinación de cada uno, éste busca el lujo, la
opulencia ó el afan de figurar, aquel la tranquilidad del hogar, su reposo ó su so-
siego, pero cualquiera que sea la via que siga el indiano, estará caracterizado por
condiciones que lo individualizan perfectamente y entre las que se advierten la
fatuidad, la ignorancia y la avaricia.
por D. Cecilio Navarro.
I
l hombre mas desdichado del mundo, tan desdichado que
merece compasión hasta de los mismos infelices, víctimas de
todos los infortunios, es sin ninguna duda el ciego.
O no sabe lo que es la luz, porque nació ya ciego, ó no
puede mas que recordarla, porque cegó después de haberla
ñ hSs visto; y es difícil decidir cual es el peor de estos estados. Y es que
los dos son peores, si se nos permite esta salida de tono.
Js) Si no vió jamás la luz, ha de sentir siempre el vértigo de quien
se asoma á un abismo. El ciego está en un abismo; pero el abismo es
él, inmensurable vacío, vacío lleno de sombras, de oscuridad, de ti-
nieblas... ¿Hay desdicha mayor que no haber visto nunca mas que ese horror
continuo, esa eterna, universal, implacable negación?
Si vió la luz y la perdieron sus ojos, recuerda en las memorias del alma que
el cielo es azul, áureos sus soles y estrellas, nacarada la luna, alegre la aurora,
melancólico el ocaso, grandioso el mar, florida la tierra, gallardo el hombre, her-
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
731
mosa la mujer, divino todo... ¿Hay ya mas desconsuelo que echar sobre todo un
manto negro?
De cualquier modo, sepa ó no sepa como es la luz, el ciego es un infeliz que
siempre tiene sed, sed de los ojos, secos arenales que se tragarian un diluvio;
pero un diluvio de luz, toda la luz del sol.
Ni es fácil decidir tampoco cual ciego es mas infeliz, si el rico ó el pobre, si
el que no puede ver la misma opulencia que goza, ó el que no vé la opulencia
que no puede gozar.
El rico y el pobre, á cual mas infeliz, son en verdad pordioseros, mendigos,
menesterosos de una limosna que nadie les da. ¿Quién ha de darles luz?
¡ Cuán desdichados son los pobres ciegos !
No les neguéis vuestra conmiseración; y ya que no ven la luz, vean siquiera
la caridad.
La caridad, como la fé, como la esperanza, es lo único que puede verse á os-
curas.
Porque no es la luz del sol.
Es la luz de Dios.
II
Después de estos honores, debidos, como un rendimiento de justísimo respeto
á la mayor de las desdichas, hay que bajar un punto ó dos para ponernos á tono
de romance, tono obligado en un artículo de ciegos, pobres por supuesto, que los
ricos no tienen fisonomía, ó no dan espresion ninguna á la fisonomía del tipo ca-
llejero ó pupular que intentamos describir.
Y ya en este tono, entraremos en materia con ciertas precauciones para se-
guir sin riesgo los pasos de estos pobres, que como tales ciegos podrían llevarnos,
sin querer, á un precipicio.
Los tiempos de progreso que alcanzamos van borrando rasgos de todas las fiso-
nomías.
No es esto decir que el progreso haya suprimido ciegos: tampoco los ha au-
mentado; pero ha creado oficios que antes no conocía el gremio, facultades ó pro-
fesiones ciegas, digámoslo así, lo cual viene á ser lo mismo.
Antiguamente no había mas que tres ciegos... los ciegos eran como siempre
innúmeros; pero todos cabían dentro de tres clases: la del romance, la de la mú-
sica y la de la caridad,
732
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Ahora tenemos hasta vistas de aduanas ciegos; ciegos absurdos ciertamente,
tan absurdos como los oidores sordos. Sin embargo, hay oidores sordos, ó dormi-
dos á lo menos.
Si valieran los títulos literarios, ninguno podria ponerse delante del ciego ro-
mancero; pero en rigor cronológico, ni el romancero ni el músico pueden ponerse
delante del mendigo, que merece aquí la prelacion á título de su respetable an-
tigüedad .
En efecto, los primeros ciegos que hubo en el mundo debieron ser necesaria-
mente pordioseros en época en que no halda aun cosa de romance, guitarra ni
lotería nacional.
Estos ciegos son los mas ineptos de todos, como quiera que no saben mas que
pedir, cosa de suyo facilísima; dar es mas difícil. Alguno de ellos supo, sin em-
bargo, hacer algo mas: supo hacer la guerra de Troya; y si no la hizo él, hizo la
Iliada, que es algo mas.
Fuera de este mendigo, los demás ciegos de su gremio ó categoría no han he-
cho cosa de provecho, á no ser algunos ahorres, dicho sea en honor de la caridad
pública y con perdón de los mismos ciegos.
Sino que en estos tiempos de mentida libertad no pueden los pobres ciegos
hacer uso de la suya, como en otros de feliz recordación para pedir limosna donde,
cuando y como quieran: ahora, para ser ciegos, se necesita permiso de la autoridad.
Los ciegos de solemnidad, digámoslo así, toman puntos, como los combatientes
posiciones estratégicas. Pero los puntos tomados con mas resolución de mante-
nerlos, son el átrio ó pórtico de las iglesias. Algunos, mas audaces que los pri-
meros, toman la pila del agua bendita; otros, mas audaces que los segundos, sue-
len tomar las capillas mas devotas; y ya en sus puntos, toman los pobres todo lo
que les dan.
Si alguno, pasando de estos límites, toma algo mas de lo que se le da, es un
ciego indigno de serlo, es un ciego que vé, y de cuyo gremio, que hay todo un
gremio de ciegos que no lo son, no hemos de ocuparnos, sino en último lugar.
Los ciegos de solemnidad no son de suyo músicos; pero teniendo obligación
de serlo por orden superior, tañen casi todos una vihuela, que no es ya instru-
mento músico, como quiera que, amen de rota, apénas tiene una cuerda, y peor
si tiene mas, porque no tiene obligación de estar templada.
A tanto no llega ya la tiranía oficial como á obligarle á esta templanza... ó
templamiento,
AMERICANOS Y LUSITANOS
733
Dejemos, pues, á estos pobres en su triste y necesario desentono y vamos con
la música á otra parte.
III
Di cese que los ciegos, á fuerza de observación y ejercicio, suelen suplir, en
lo posible, el sentido que les falta con las sobras de los demás.
Y es cierto, á lo menos en cuanto al oido y al tacto. ¿No los habéis visto leer
con los dedos?
También tienen otra compensación de orden mas elevado; y es una memoria
prodigiosa. Leedles un pliego entero de coplas, un par de veces ó tres, y ya se
las saben de coro; pero si entre ellos hay un génio, y perdónesenos el modo de
señalar, á ese le basta una sola audición para recitarlas al pié de la letra y con
la canturia de gesta, que es el modo dórico del arte, y os interrumpirá diciendo
como el otro. ¡Yo también soy pintor! esto es, ciego de romance.
Y con esto ya lo tenemos en escena.
Trae en una mano un garrote tamaño, especie de sentido táctil con que suple
también el que le falta para no topar con los transeúntes; y es difícil que tope,
no porque él huya de ellos, pues se va derecho al bulto, sino porque ellos huyen
de él al aviso de un sentido que suele ser bastante duro.
Y en la otra mano trae, según los va pregonando todos estos documentos:
Relación y curioso romance del Guapo Francisco Estéban.
Los Doce Pares de Francia.
Historia de Fierres y Magalona.
Los Amantes de Teruel.
Receta para conocer por el nombre el pié de que cojean las mujeres.
Las Tentaciones de San Antonio Abad.
Trovas de un novio á su novia.
Modo honesto y cortés de escribir cartas.
Milagros de San Vicente Ferrer.
Lo que han de hacer las doncellas desgraciadas para dejar de serlo.
Lib ritos de cuentas ajustadas.
El paso que acaba de pasar ahora entre un amante y su manceba.
Los gozos de San José.
La carta que escribe un reo en capilla á sus padres.
TOMO i. 92
734
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Cartillas y silabarios.
Villancicos para la noche de Navidad.
Si se ayuda ó no el ciego con sus sentidos supletorios, no hay mas que obser-
var el acierto con que sirve los pedidos, sin que le suceda nunca el quid pro quo
de dar milagros por tentaciones, ni siquiera pares por nones. Diñan que no es
ciego, ó un ciego que vé por otra parte. Y es el tacto.
Y él mismo lo certifica.
— Usted es tan ciego como yo.
— No, hija mia; no veo gota.
— Pues, ¿cómo atina usted con mi romance?
— Porque sé tentar.
También sabe de memoria todas las historias, trovas y romances que lleva, y
de memoria los recita en calles y plazas sin equivocación sustancial en el fondo,
ni métrica en la forma; pues teniendo barruntos de poeta, sabe coger al vuelo un
asonante y mucho mas un ripio, cuando hay alguna fuga de palabras en el ori-
ginal ó mejor dicho en la copia.
Con esto, son interminables sus parlamentos, de tal manera que antes se can-
san los romances y se le acaban huyendo de las suyas á otras manos, que el hilo
de su poetal costura.
Hay que conceder que no recita del todo mal, como sea ciego de carrera, di-
gámoslo así, pues tiene mucha intención para hacer resaltar la del autor, espe-
cialmente si el asunto es maligno ó picaresco.
Con esta gracia, aunque ya de segunda mano, hace reir á su auditorio, com-
puesto siempre de personajes dignos ó condignos, entre los que sou partes obliga-
das, el mozo de quintas, el mozo de cordel, la moza de cántaro, la moza del par-
lado y demás mozas y mozos ejusden furfuris.
La hilaridad del auditorio llega á su grado máximo, cuando toca el turno de
relación á la curiosa Receta para conocer por el nombre á las mujeres, aludiendo
por casualidad á alguna homónima de las circunstantes.
«No te fies de las Juanas
Pues son como las Ineses
Las que son como las Libias
Tan libianas como infieles.
AMERICANOS Y LUSITANOS
735
»Las Marías son celosas,
Callejeras las Luisas,
Muy alegres las Malenas
Y santurronas las Brígidas.»
Y así ó como así continúa pasando revista de policía á todas las mujeres , ó
sea á sus nombres de pila, para dar á conocer al público el pié de que cojean.
No hay para que decir cuanto celebran las aludidas verse públicamente retra-
tadas, ni menos cuantas recetas despacha el ciego, sin interrumpir una relación
tan sabrosa como productiva.
Cuando oye en los coloquios del corro, algún nombre de mujer que no tiene
en su santoral, lo suple de proprio marte endilgando un impromptu, no indigno
del escabeche original; sin que tema abusar de este recurso, teniendo en su fa-
vor todas las licencias poéticas, por parte de las musas, y todas las morales por
parte de las demás mozas.
— Práxedes, tú no estás en el calendario del ciego.
— Sí que está.
— Pues, ¿cómo no me mienta usted?
— Sí, hija, te mentí ya, y ahora te volveré á mentar.
Y la mienta metiéndola en el molde de sus coplas, que admite como ripios to-
dos los nombres femeninos.
— ¿Dice usted, — interpela una resuelta, — que las Luisas son celosas?
— Las Marías.
— Y yo, ¿qué soy?
— Tú lo dirás.
— ¡Vaya una gracia!
— Quiero decir que he de saher antes tu nombre.
— Susana.
— ¡Ah! ¡Susana!... Pues, Susana, tú eres una gran... picara.
Y echa por lo vedado sin agravio de la interesada y con plácemes y carcaja-
das del vulgo.
Y á propósito asegunda con una copla que se saca como del bolsillo:
«Las Susanas son de todo
Menos honestas ú castas,
Pues tan solo hubo una buena
Y ya se perdió la casta.»
736
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
IV
Con todo eso, el ciego de romances no es el poeta del gremio; el poeta de los
ciegos es el músico.
Ni podia ser otra cosa: la música y la poesía vienen siendo hermanas desde
(jue les parió sil madre; y no les es lícito renegar de su fraternidad por cuestión
de ojos: cada cual vé lo que puede y no lo que quiere.
El ciego tiene especialísima aptitud para la música, el que la tiene por su-
puesto, que no todos los ciegos están organizados para los tonos, aunque sean
ciegos, cualidad que no es la aptitud misma. Le es indiferente el instrumento,
pues así toma el violin, el violon ó la guitarra, como la embocadura á la flauta, y
así rasca ó puntea como sopla.
Y ¿por qué es músico el ciego con esa especialidad?
Lo ignoramos y confesamos nuestra ignorancia ingénuamente. Sabemos que
es poeta, porque es músico; pero no sabemos porque es músico, como no sea por
ser poeta.
Bien pudiera ser que la necesidad de estar siempre dentro de sí en esa soledad
(jue engendran siempre las tinieblas, engendre á su vez esa otra necesidad de sa-
lir fuera, sea siquiera por los tonos, y que la precisión de aguzar un sentido, adel-
gace el oido basta dejarlo finísimo. Con esto tendria ya el ciego aptitudes espe-
ciales.
Sea de ello lo que quiera, el ciego de la música se pierde en la noche de los
tiempos, y de las ciudades también; y, armado de su instrumento, favorecido por
su musa, que debe ser la décima, y bien ó mal guiado por su lazarillo, viene ta-
ñendo y cantando basta nuestros dias.
Con sus tonos y sus coplas viene también este ciego siguiendo los adelantos
y corrientes de los tiempos y por reducirnos á época y teatro conocidos, desde el
hermano Paulo, antiguo apóstol del Lavapiés, basta Perico el ciego, hay un mo-
vimiento de progreso, sino político, grosero, como progreso al fin ciego, que no
pueden negar los que tienen ojos.
Dentro de este período, que abarca algunos siglos, son etapas de ese itinerario:
Las Siete Palabras de Cristo.
Los Salmos penitenciales.
La Pasión.
AMERICANOS Y LUSITANOS
737
El Pan Celestial.
Los Pastores de Belen.
Los Ángeles del pesebre.
Requiebros á la Reina de los Ángeles.
Gozos y dolores de la Virgen María.
Loa del Santo Oficio.
Cántigas piadosas.
El alma enamorada de su esposo.
Las Monjas de Santa Clara.
Un fraile y una beata.
El Rosario de la Aurora.
Manibrú se fué á la guerra.
Tonada de Juan Soldado.
Seguidillas para danza.
Coplitas al rey José.
Vivan las caenas.
El himno de Riego.
Los Negros.
El Trágala.
Los Chapelgurris.
Constitución ó muerte.
La Espada de Luchana.
El Espadón.
Los Polacos.
La Gorda.
La Flaca.
La Monja Milagrera.
La Federal.
Lo de Marras...
Todas estas etapas de progreso ciego, por decirlo así, no son sino poemas, com-
puestos por los trovadores del gremio y cantados en nuestras calles y plazas al
dulce son de una cascada guitarra, de un violin viejo ó de un violon nunca nuevo.
Como espécimen del género, vamos á insertar algunas coplas de Perico el
ciego, que viene á ser el Cátulo ó Marcial de la ceguedad castellana.
738
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
«Llevadme á otro mundo, cielos,
Que estoy harto de sufrir;
Mas si el otro es como este,
Cielos, bien estoy aquí.
»Sou las leyes telarañas
Donde las moscas se cogen:
El débil se prende en ellas;
El fuerte siempre las rompe.
«Siempre los hijos de gata
Van detrás de los ratones:
Tú eres hija de tu madre
Y vas detrás de los hombres.
»Una onza de fortuna
Vale al íin diez y seis duros,
Y una arroba de talento
No vale siquiera uno.»
Perico el ciego hubo de invadir también el campo de la política con el mismo
desenfado con que escaló el Parnaso; y era de oirlo á las altas horas de la noche,
echar pullas al gobierno y requiebros á la libertad, al son siempre de su muy
bien templada guitarra.
«El poder está en un monte,
El monte es el Tibidabo:
Yo no sé quien es el Cristo
Pero sé quien es el diablo.
«Quitadme todos los bienes,
Pero no la libertad:
Todos los bienes son males,
Cuando preso el hombre está.
«Quieren meterme á la sombra
Porque digo las verdades;
Y si yo ya estoy metido
No me meterá ya nadie.
AMERICANOS Y LUSITANOS
739
»Ni los pastores son lobos,
Ni los hombres son corderos;
Pero yo que canto claro,
Yo si soy Perico el ciego.»
Por esta libertad de meter la pata en campo tan ageno á su oficio de ciego,
en una época en que ni los que tenian mas larga vista podian llevar la mano á
lo vedado, fué perseguido por desafecto á lo entonces existente, adquiriendo una
celebridad que no habia logrado nunca ningún pobre cantor del gremio.
Pero una golondrina no hace verano, y Perico el ciego no es sino un rasgo
saliente de una fisonomía de suyo mas grosera ó menos política; aunque inten-
ción satírica y picaresca contra todo lo existente, menos contra el Santo-Oficio,
no faltó nunca á sus dignos predecesores.
"V
El ciego de lotería es un ciego de creación moderna, de nueva invención. Y no
hemos dicho ningún disparate: suprimid la lotería y queda suprimido este cie-
go. La lotería no ha inventado los ciegos, que estaban inventados ellos ya; pero
ha creado los billetes que, entre otros, venden los ciegos, y con esto ha creado
también el tipo.
Este ciego es muy inhábil también: no sabe romancear, ni tañer, ni cantar;
y con todo eso, puede decirse que es el mas afortunado, como quiera que, á
creerlo, lleva siempre la suerte en la mano.
No son ciertamente negativas todas sus aptitudes, pues tiene las que necesi-
ta para el buen desempeño de su oficio. Su memoria no es romancera ni música,
pero es numérica; y retener números es algo mas que tener bemoles.
Además, teniendo ya el tacto hecho, tacto de piés, de todo el cuerpo, va. re-
sueltamente por todas partes siguiendo las aceras, cruzando calles, rehuyendo
encuentros, sin mas lazarillo que su palo de tiento que le precede golpeando.
En cuestión de tacto es ciego que vé por los dedos; de tal manera que al ven-
der un billete, que entrega sin confundirlo con otros, conoce la moneda que le
dan, sea de oro ó plata, y da él á su vez la vuelta, cuando aquella es superior al
importe, consciente de lo que vuelve en plata ó calderilla.
Y sigue su odisea por todas las partes del mundo que le es conocido, prego-
nando sus números y tentando la codicia de los jugadores con dichos ó dichara-
chos de los mas faustos augurios.
740
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— El 8,949.— El 21,572.— El 30,824...
— La suerte llevo en la mano, jugadores.
— ¿A quién le doy el premio gordo?
— Mirad que la ocasión es calva.
— La suerte de 100,000 duros.
Este pobre ciego, que lleva siempre la suerte en la mano, ofreciéndola á quien
se la quiera llevar, suele hacerla alguna vez; aunque, entretanto, tiene que guar-
dar el ayuno mas dias de los que reza el calendario, envidiando la suerte del ro-
mancero y del músico y hasta la del mendigo; pero siempre tiene expedito este
último recurso, que á hurtadillas por no tener número, suele simultanear con su
oficio en dias de prueba. Este número que le falta no es de la lotería, sino del
permiso oficial.
— ¡Paciencia hasta que Dios quiera! — exclama resignado sin abandonar el
oficio.
Y alguna vez quiere Dios que sea una verdad lo que tantas veces fué menti-
ra: que lleva la suerte en la mano, la suerte de otro ciertamente, porque el pobre
ciego, con barajar tantos billetes de lotería, no va interesado en el juego; mas no
embargante, tócanle siquiera las sobras del festin.
En efecto, ¿quién, favorecido por la suerte, no se acuerda del pobre ciego por
cuyo conducto hubo de tocarle el premio gordo?
El pobre ciego suele asegurar el pan de la vejez con la generosa donación del
agraciado, y esta esperanza lo mantiene en un oficio tan flaco ya de suyo.
VI
Hay varios otros rasgos de la misma fisonomía, rasgos de media tinta, que
no imprimen carácter al tipo general.
En efecto, estos rasgos, que son ciegos también, pecan contra el tipo primor-
dial característico por carta de mas ó por carta de menos, siendo verdaderos ar-
tistas ó ganapanes. Los artistas son los músicos de capilla y los de orquesta am-
bulante; y los ganapanes, los que se ganan la vida en oficios mecánicos, aplicados
á ellos como mera fuerza motriz, como fuerza bruta, en una palabra, como fuerza
ciega. ¿En que, pues se parecen estos ciegos al gárrulo romancero, al picaresco
poeta y cantor de canto llano, ni aun al eterno murmurador de paternostres, sal-
ves y Ave-Marías, ó sea al mendigo ciego?
AMERICANOS Y LUSITANOS
741
Solo en una triste negación: en tener á oscuras los ojos, que es como no te-
nerlos.
Pero hay otra clase de ciegos que constituyen por sí solos todo un tipo, y son
los reyes ó príncipes de estas tinieblas, como quiera que no son ciegos, ó son unos
ciegos que ven y aun ciegos de larga vista.
Rectificando el concepto, aunque manteniendo nuestra intención, pudiéramos
decir que son ciegos que no ven gota á la luz del dia, y ven en la oscuridad de la
negra noche hasta una hormiga negra sobre una piedra negra, oenio diria un
musulmán.
Estos ciegos no lo son de nacimiento: todos ellos tuvieron la desgracia de per-
der la vista en la flor de su edad, unos en la guerra, otros en la paz, todos en
servicio de la patria.
Aunque son gárrulos como los romanceros y bien templados de voz como los
cantores de los gremios respectivos, no tienen aptitud ninguna como tales ciegos,
pero como hombres de larga vista, tienen la preciosa habilidad, no solo de ganar
muy bien el pan del dia, sino de asegurar el pan de la vejez (con su vino, por
supuesto) .
En el orden religioso; como en el social, son unos grandes pecadores, pues
tienen muchas faltas que taparse: ellos, sin embargo, confiando en la misericor-
dia de Dios y en la caridad de los hombres, no se tapan mas que los ojos.
¿Para qué?
Pues para no ver, dirá algún malicioso.
Nada de eso: para que no los vean.
Las liebres perseguidas, en llegando á esconder la cabeza bajo un terruño á
propósito, quedan tan descuidadas creyéndose ya á buen recaudo, porque entien-
den en su poco seso que porque ellas no ven al cazador, el cazador no les vé á
ellas todo el cuerpo, que dejaron en descubierto.
Los seudociegos hacen lo que las liebres; sino que ellos ven por debajo de la
venda.
Tampoco los persigue nadie, y por eso están bajo su venda á mejor recaudo y
mas tranquilos que las liebres.
Todos los ciegos auténticos, luego que han tomado el tino á las calles, á
fuerza de tropezar y caer y extraviarse, prefieren el palo de tiento con que gol-
pean el suelo y los piés del transeúnte, al picaro lazarillo, que es un cuidado
más, deudo ó extraño. Y van á la mano de Dios, solos y señeros, como aquellos
TOMO I, 93
742
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
que no temen hacerse sospechosos de vista, porque los pobres son ciegos de
verdad.
Pero los de mentirigillas, los que temen con razón inspirar estas sospechas,
toman, para alejarlas de sí, las mas prudentes precauciones y no van sino muy
bien provistos de todo lo necesario para ser ciegos.
Dicho se está que por mas que tengan tomado el tiento á todas las encruci-
jadas, no pueden prescindir de la venda negra ó mas bien parche verde, ni me-
nos del lazarillo, ó mas bien lazarillo, , diminutivo aquí impropio, porque nunca
es lazara pequeña.
Dijimos ha poco y repetimos que el seudociego, aunque gárrulo y bien templa-
do de voz, no tiene aptitud ninguna como tal ciego; pero que como hombre de
larga vista, tiene la preciosa habilidad, no ya solo de ganar el pan del dia, sino
también, y esto es lo admirable y célebre, de asegurar el pan de la vejez (con su
vino, por supuesto).
Pero no dijimos lo mejor; no por olvido ciertamente, pues ya contábamos con
ello desde que tomamos la pluma, sino por exigencias retóricas de la narración.
Hay que respetar las leyes hasta en el modo de hablar, con ser lo mas expon-
táneo y libre y lo mas propio de uno, para no decir antes lo que debe decirse
después, ni después lo que debe decirse antes, sino cada cosa en su punto.
Lo mejor, pues, es el oficio de este insigne haragan. Y parece lo peor, por-
que no es sino oficio de mendigo.
Ahora bien ¿cómo puede hacer el milagro de vivir en holgada vida un misera-
ble ciego, que aunque no sea ciego, está obligado á serlo?
“V"II
Algunos soldados ó miembros de cuerpos ó instituciones mas ó menos mili-
tantes, los seudociegos, ó ciegos que ven por debajo de la venda, ó ciegos que no
son ciegos, saben mejor que todos elegir y tomar, si es preciso, al asalto las po-
siciones mas estratégicas de las ciudades populosas. Quien toma un ángulo sa-
liente, quien un reducto, quien todo un rebellin. Y nadie puede pasar por las
posiciones tomadas sin recibir á quema ropa las lamentosas descargas de estos
centinelas que con ser ciegos, toman muy bien la puntería.
En vano es defenderse ni escudarse contra tiros tan certeros y dirigidos todos
al mismo corazón: hay que entregarse ó huir; y si son muchos los que huyen
AMERICANOS Y LUSITANOS
743
hasta ponerse fuera de alcance, no son pocos los que se entregan, mereciendo to-
dos los saludos y honores de ordenanza.
Pero vengamos á cuentas ó á reducir á números el resultado, tomando nos-
otros ahora una de estas posiciones, bien mantenida por supuesto, para que sirva
de base á nuestro cálculo.
Por una calle frecuentada de una ciudad populosa, bien pueden pasar hasta
4,000 transeúntes al dia. Suponiendo que solo diez por ciento tengan voluntad y
un cuarto que dar, tenemos un resultado que podemos expresar en esta fórmula
aritmética:
4000
10
40000
60
170
~9
Esto es, reduciendo ahora á plata el resultado, 47 reales diarios.
Yed si con dos duros diarios, aun sin contar el pico, para mayor exactitud de
cálculo, puede darse buena vida un ciego que, después de todo, vé todo lo que
le da la gana.
¿Creeis que exageramos?
Pues oid por conclusión una brevísima historia.
Erase un ciego que veia todo lo que pasaba en Madrid.
Venia no se sabe de donde, aunque su acento bien claro decia que era hijo
de mi tierra, que es la de Yíaría Santísima.
Sin embargo, él no venia de allí, directamente á lo menos, pues habia defen-
dido la independencia española en el ejército del Norte, como decia mas claro el
mismo interesado, y confirmaba basta cierto punto alguna prenda de uniforme,
bien ó mal avenida con su ropa de paisano.
Tomó posición favorable en un reducto de la Carrera de San Jerónimo, y allí
permaneció manteniéndola, con tanto valor como constancia, por espacio de trein-
ta años, aunque llevado y traido diariamente, primero por un lazarillo, y des-
pués por una Lázara grande, como quiera que no veia sino por debajo de la venda.
Verdad es que no hacia el servicio á pié firme, sino muy bien sentado en su
silla de tigera que Lázara llevaba y traia al mismo tiempo que al ciego.
Aunque se llamaba Pepe, nadie lo conocia ni lo llamaba sino por Hogaza ,
mal nombre á que el mismo Pepe había dado motivo ú ocasión con la eterna fór-
744
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
muía de su demanda, enderezada á enternecer mas y mas los corazones de los ca-
ritativos transeúntes.
En efecto, con ser la suya una de las posiciones mas estratégicas de aquel
campo de batalla, como escogida por hombre tan competente, siempre le faltaba
un cuarto para una hogaza.
— Vaya usted á comprarla, hermano, — le decian con no poca frecuencia las
almas piadosas poniéndole el déficit en la palma de la mano; sino que volvia á
faltarle el mismo cuarto, en cuanto pasaban las piadosas almas.
Un dia no faltó ya el cuarto, sino el mismo ciego á quien venia faltándole
por espacio de tantos años para comprar una mísera hogaza, que al parecer no
llegó á comprar nunca.
El ciego liabia desaparecido.
¡Pobre ciego! ¿Dónde habria ido á parar?
Según las crónicas, liabia ido á parar á Sevilla, donde al frente de una taho-
na de su exclusiva propiedad, y en amor y compañía de cierta Lola, porque ya
no necesitaba Lázaras ni lazarillos, se llamaba solemnemente, no Pepe, ni menos
Hogaza , sino el SeTion José.
Andando el tiempo acertaban á pasar por allí algunos viandantes, que me-
tiéndose en esa camisa de once varas en que caben todos los que no tienen dere-
cho á meterse en ella, solian evocar reminiscencias de Madrid á vista del taho-
nero de Sevilla, y le preguntaban francamente si el ciego aquel de la Carrera
tenia algo de común con su merced.
— Nada absolutamente, — contestaba imperturbable el Señon José á todos los
intrusos preguntones.
Y añadia con toda la sal de su tierra:
— Aquel ciego era ciego, y yo, gracias á Dios, veo y vi siempre desde que
nací.
No queremos destruir el efecto con una palabra mas por nuestra parte.
por D. A. Fernandez Merino.
o pocas veces hemos padecido craso error al encontrar en la
calle á muchos que por su aire, sus maneras, su traje y sus
modales se nos antojaban perfectos caballeros y que por ta-
les los hubiéramos seguido teniendo sino fuera muy poco lo
que basta en este picaro mundo para demostrar clara y pal-
pablemente que el hábito no hace al monje.
Sin embargo, muchos serán los que como nosotros se equivoca-
rán, pues vivimos en un tiempo en que se hace imposible distin-
guir á las gentes por la ropa que llevan, causa de no pocas incon-
veniencias que diariamente se lamentan.
No quiera Dios que nunca por esto que decimos se entienda que
nuestro deseo es de que se uniformen las clases sociales como se hace con los dis-
tintos cuerpos del ejército, pues con esto nada se enmendaría ni nada podria con-
seguirse, máxime cuando siempre sucedería lo mismo, el hombre rara vez atina
con el oficio para que ha nacido, razón porque en la tragi-comedia que se llama
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
74 G
vida humana abundan mas que otros, los incidentes cómicos, resultado del con-
traste de lo que es, con lo que debia suceder.
A estas consideraciones preliminares nos vemos llevados al considerar el tipo
que nos proponemos presentar á nuestros lectores, vario en su clase y manifesta-
ciones hasta el punto de que, no uno, sino centenares de estudios podrian hacerse.
Ya antes que la nuestra, ha ocupado la atención de muchos el Ayuda de Cámara,
pues no es poco el que se haya dicho que ó sus ojos no hay hombre grande. Las
páginas inmortales de una obra clásica en la literatura española y clásica en la
literatura francesa, presentan un acabado retrato de los ayudas de cámara en los
tiempos pasados y Gil Blas de Santillana, es el modelo mas perfecto de los que
por una cantidad determinada y por los gajes que puedan conseguir, que siempre
suben á más, se plegan á las exigencias de otro, los sirven convirtiéndose en su
sombra, satisfacen sus caprichos, contribuyen á que den cima á sus empresas y
lo que es aun peor, se apoderan de sus secretos.
Antes el ayuda de cámara se obtenia casi siempre del mozo lugareño, que
después de haber estudiado latín y humanidades con el párroco de su pueblo ó
con algún dómine, salia á estudiar á cualquiera de las universidades del reino.
Siendo pobre, no habia mas remedio que servir para ganarse el sustento, en tanto
que un título académico bastaba para colocarlo en mejor posición. A esta clase
pertenecen el mayor número de los que nos presentan los autores clásicos, á la mis-
ma corresponde nuestro Gil Blas; mas con harta frecuencia sucedia que no podían
servir á otros y servirse á sí mismo á un tiempo, y el ayuda de cámara perma-
necía en su oficio, hasta que la edad ó los achaques le liacian pasar á la de escu-
dero de alguna dama principal ó paje ó rodrigón de niñas mozas, que no pocas
veces ocultaban busconas, que siempre las hubo.
Al que nunca ha servido, por mas que nunca tuviera tampoco quien le fuera
á servir, se le antoja que desempeñar un cargo como el que nos ocupa, es lo últi-
mo que hay que hacer en la vida y quizás, y aun sin quizás, tenga razón. Pero si
preguntamos á un verdadero ayuda de cámara, por cual trocaría su oficio, dirá
seguramente que por ninguno y no se crea esto como resultado de su ignorancia,
pues, listos y ladinos cual muy pocos, podrian desempeñar puestos distinguidos si
sintieran el mas ligero amor por el trabajo que edifica y ennoblece.
Gil Blas, montó en su muía con los ojos húmedos por las lágrimas que le ar-
rancara la despedida y consejos de su tío; Gil Blas partió de la casa con ánimo
decidido de hacerse un hombre de provecho, y sin embargo, cuando después de
AMERICANOS Y LUSITANOS
747
las mil peripecias que el hado sembró en su vida, consiguió hacerse ayuda de cá-
mara ó criado de confianza, no quiso salir de tal estado en el que si bien es cierto
fueron muchas las contras, ascienden á mas las ventajas. Como él otros muchos
trocaron la esperanza de un porvenir mas cómodo, por la existencia regalona que
siempre tuvo el ayuda de cámara.
En los tiempos modernos nuestro tipo es un criado que ha llegado á lo que
mas podia llegar. Comenzó su carrera sin duda desempeñando bajos oficios, y po-
co á poco cuando fué perdiendo sus toscas maneras y sus modales groseros, cuan-
do el trato con la gente le hizo adquirir formas y despertó su ambición, y quiso
dejar la blusa por el chaquet ó por el frac, pensó que ningún cargo le vendria
tan bien como el de ayuda de cámara y con efecto comenzó á solicitarlo hasta que
lo obtuvo.
Han cambiado los tiempos y con ello se han operado no pocos trastornos: en
nuestros dias el ayuda de cámara no podrá compartir mesa y cuidados con el
ama del orondo canónigo, ni podrá por listo que sea sustituir al médico á quien
sirva, ni se irá en pos del hombre de guerra, ni en caso alguno podrá ser solici-
tado de accesor por purpurado arzobispo, y es que muchos de los que en lo anti-
guo podian permitirse el lujo de un ayuda de cámara, hoy apénas si puede tener
criada, porque todo ha encarecido y con ello á Dios gracias ha ido subiendo el es-
tipendio de los que por su buena ó mala suerte tienen que servir á otros.
Escaso y mezquino era el sueldo que nuestro buen Gil Blas cobró en las dis-
tintas casas en que estuvo, y si posible fuera enterarle de lo que hoy sucede, es-
tamos seguros que supondria llegado el tiempo en que un criado podia cobrar la
asignación de un príncipe. Esto es lo cierto; facultativo hay en la época que al-
canzamos que no llega ni con mucho á ganar lo que un fámulo de alta gerarquía
y cualquiera de éstos puede realizar ahorros que, en su dia, le permitan vivir có-
modamente sin trabajar, mientras otros se mueren de fatiga sin haber logrado mas
que ir saliendo con miseria, á pesar de su probada y constante economía.
Para comprender al ayuda de cámara moderno, hay que verlo desde el mo-
mento en que comienza á solicitar el cargo. Nos hallábamos en una ocasión de
visita en la casa de un señalado personaje, cuando se presentó en el despacho un
señor magníficamente portado; su levita de fino paño é irreprochable corte, no ha-
cia una arruga, sus ajustados guantes no tenian el menor deterioro y se veia fla-
mante su sombrero de copa: se expresaba tan bien y eran tan distinguidas sus
maneras, que creimos era algún político que venia á pedir el voto, ó algún lite-
748
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
rato que venia á pedir permiso para frecuentar la biblioteca particular de la casa,
pero nos llevamos un solemne chasco: aquel sugeto era ni mas ni menos que un
ayuda de cámara cesante, porque el señor á quien servia había salido de España
para desempeñar un alto puesto diplomático, y que se presentaba para solicitar
allí igual puesto. Tuve que retirarme antes que la conferencia terminara, y no
me enteré de sus pretensiones, mas como mi curiosidad habia quedado excitada, no
pude menos de indagar y logré saber lo bastante para poderlo presentar en este
dia.
Ya lo hemos dicho: en nuestro tiempo el ayuda de cámara sale de la muy no-
table clase de criados; pero, ¡cómo se modifica! ¡cómo cambia! ¡cómo influye en
él la clase, condición y naturaleza de la persona á quien sirve, y que es en suma
quien le hace el gusto, quien le crea las opiniones!
El ayuda de cámara de un hombre político es sin duda el peor de los enemi-
gos que tiene el partido en que su amo milita, y no porque él deje de seguir sus
huellas, sino porque con sobrada razón se ha dicho que lo que mas perjudica es
un aplauso estemporáneo: aquel fámulo de confianza es con quien el elevado per-
sonaje se desahoga en sus ratos de cólera ó con quien esparce el ánimo en sus ra-
tos de satisfacción y dueño de sus confianzas, aumentado el caudal de sus cono-
cimientos con lo que escucha á las visitas que frecuentan la casa, sale luego y
contoneándose como para aumentar su importancia, lanzando al aire con sin igual
desenfado las bocanadas de humo que aspira del veguero que hurtó á su amo, ha-
ce suyas las frases y los pensamientos, simula que se le ocurren las mas extram-
bóticas combinaciones, entabla discusión sobre cualquier punto, y cuando se mira
derrotado, que es casi siempre porque no alcanza á más su suficiencia, pone tér-
mino brusco y quiere tapar la boca de todos, exclamando con aire magistral:
— Mi amo lo ha dicho.
Figúrense nuestros lectores que esto nunca es cierto, pues siempre el ayuda
de cámara del hombre político habrá contado lo que se le antojó ó lo que pudo
entender y nunca aquello que en realidad fué dicho, y de aquí naturalmente se
siguen unas cuantas interpretaciones y dichos de que acaba la prensa por hacerse
cargo, siguiendo no pocos perjuicios á quien únicamente cometió el delito de te-
ner confianza con su ayuda de cámara.
Si el partido político de su amo está en auge, nuestro tipo es una gran in-
fluencia, pues al levantarse el amo, cuando almuerza, cuando come, en fin, á to-
das horas, se hablará del asunto hasta que lo consiga, y una vez conseguido para
AMERICANOS Y LUSITANOS
740
el son los gajes, los regalos y las satisfacciones: si está en la oposición es un pe-
ligro, pero entonces procura consolar con esperanzas; habla como si fuera un mi-
nistro, se da importancia y siempre acrece su influencia.
El ayuda de cámara del sietemesino calavera ó del dandy á la moda es mas
terrible aun: procura imitar á su amo y aprovecha con fruto las lecciones que
toma al ser cómplice en un buen número de intrigas amorosas: se hace en un
principio el terror de las doncellas de labor, que al fin concluyen por asediarlo y
adorarlo: viste con casi perfecta elegancia, tiene reloj y algunas joyas, gasta sin
reparo, y condiciones son estas á las que resisten muy pocas mujeres de la edad
moderna. Su amo, que no puede ocuparse de nada, se lo tiene abandonado todo,
y él hace y deshace como verdadero propietario; él sabe cuando debe considerar
como provechos trajes enteros y cuando debe guardar lo que su amo olvidó.
Si bien es cierto que sus ganancias son grandes, no lo es menos que su ofi-
cio es mas comprometido: él se vé constantemente expuesto por causa de muchas
de las aventuras de su amo; él tiene que conocer quien es adverso ó favorable al
que le paga: reñir con el sinnúmero de acreedores que lo asedian, hacer frente á
los usureros que lo persiguen y vivir en continua agitación, en perpétua lucha
para poder salir adelante pero en cambio no parece criado, es un jefe en toda la
extensión de la palabra, él manda y gobierna, él dispone y arregla y organiza á
su gusto, porque el señorito, que en él depositó toda su confianza, no lo puede
aguantar, pero no se atreve á despedirlo.
El militar de alta graduación tiene también casi siempre su ayuda de cáma-
ra, no menos notable que los anteriores, y el mas sufrido de la clase, pues aguanta
con harta frecuencia las genialidades de su amo que no puede perder nunca su
trato de cuartel: es también de los que menos provechos cuenta, pero es de los
que mas descansados viven, pues cortos y ligeros son los quehaceres de una casa
que para estar en carácter ha de semejarse un tanto á un campo de batalla. La
señora suele mortificarlo, pues es aficionada á batallas, y á falta de con quien li-
brarlas tiene siempre al ayuda de cámara de su marido, que con razón puede de-
cir siempre que sale de Herodes para entrar en Pilatos.
Como puesto mas elevado, como desiderátum en la clase, el ayuda de cámara
después de haber servido á no pocos señores y haber pasado por muchas vicisitu-
des, suele conseguir á fuerza de recomendaciones que lo reciban en una de las
aristocráticas casas de que tanto nombre gozan. Pueden muy bien estos puestos
ser comparados con los pingües beneficios y ricas prebendas de que en otro tiem-
TOMO I, 94
750
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
po disponía la Iglesia. Allí el ayuda de cámara no tiene que hacer mas que per-
manecer al cuidado del señor; vigilar la puerta de su despacho y trasmitir las ór-
denes que reciba. Por lo demás, su sueldo es crecido, sus provechos muchos, tiene
criados que le sirvan y mauda con tanto desenfado que mayor no puede ser. Él
es quien impone al amo de todo lo que acontece, quien le da cuenta de lo que
pasa en la casa, y quien le sirve de confidente secreto, gracias al que la señora
ni aun sospecha de lo que pasa por fuera. Nadie mas que él sabrá que el amo
tiene dos casas, y él solo cobrará de ambas, mas como todo lo que tiene ventajas
tiene también inconvenientes, un ayuda de cámara de esta especie nunca es mi-
rado con buenos ojos, y la esposa desconfía de él y el hijo lo odia con encono, y
todos lo persiguen y lo calumnian, consiguiendo no pocas veces derribarlo del tro-
no que con astucia y maña se había sabido levantar.
No pocas veces la envidia es el principal agente que impulsa á los otros para
que con él obren de una manera tan odiosa, pero si se apercibe á tiempo sabrá
con muchísima diplomacia destruir todas las maquinaciones y aun obtener ven-
tajas, pues las presentará como injustos é infundados ataques á una persona que
es fiel para que el amo no sepa lo que sucede.
Lo que mas acrecienta y ayuda el poder de un hombre de esta clase, es su
propia servicialidad bajo la que no pocas veces se ocultan las miras interesadas y
el afan de lucrar. Cuando son muchos los años de servicio que lleva un ayuda de
cámara, es terrible: serviría en todo y para todo al amo de la casa, hará lo mismo
con la señora y cubrirá favoreciéndolos, si es preciso, los vicios del hijo: será el
confidente de todos; no habrá ninguno que le haya dejado de comunicar algún
secreto de los que implican faltas y estos precisamente serán los que le den poder
y valer: comprende que todos han de temerle y se aprovecha de ello; todos es-
tán seguros de que los puede perder y ninguno quiere malquistarse y lo miman
y halagan y por sus faltas aumenta las ya crecidas ganancias que consigue. Haga
lo que haga, nadie osará decirle nada: el señor teme con fundamento que á oi-
dos de su esposa lleguen ciertos pecadillos que por mas de un concepto le convie-
ne tener ocultos; ella siente lo que podría ocurrir si por perjudicarla dijera á su
marido que algunos amigos la visitan precisamente cuando él está fuera de casa
y en cuanto al hijo calla, es porque mas de una vez, gracias al ayuda de cámara,
se vio libre de algún apuro.
Tal es nuestro tipo; y para concluir diremos que con ellos se realiza también
la verdad de tal para cual , ó á tal amo tal criado.
J Li
OIBRE DE HDD
por D. Federico Yalcárcel.
DE COMO ES SIEMPRE OPORTUNO EL PREMIO GORDO.
o hace mucho tiempo residía en la coronada villa un hom-
bre singular que con no tener mas que cuarenta años, hacia
ya por decirlo así cincuenta que estaba cansado del mundo
y aun diera otros tantos á Dios ó al diablo por encontrar
otra villa siquier descoronada fuera de este picaro mundo,
á donde poder retirarse con su caudal de experiencia, sino de reales
vellón, léjos, muy léjos de hombres y de cosas, ó sea de hombres y
mujeres, á pasar en el olvido el resto de sus dias, amargados por
estas mismas cosas y otras muchas mas.
En hecho de verdad, la verdad es que no era la villa lo que le
faltaba, que siempre hay un rincón de limbo, esto es, de mundo que
no esté en el mundo, á donde retirarse, sobre todo con aspiraciones tan modestas,
en no faltando harina. Dicho se está que lo que le faltaba á nuestro hombre no
era sino trigo. Y apurando el concepto aun pudiéramos decir que no era esto
tampoco, toda vez que la falta de trigo supone otra anterior y superior, ó sea la
falta de dinero.
752
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
¡Dinero! lié aquí la idea generadora, matriz, madre de toda acción ó combi-
nación verdaderamente filosófica ó filosofal mas propiamente, como quiera que to-
dos nos movemos detrás de la dichosa piedra dentro de la filosofía verdadera.
En busca de tan torcidos recursos, derechos siempre en la curia anduvo nues-
tro hombre todos los pasos de su asendereada vida, sin que le fuera dado topar
con la pecunia cosa muy á propósito para el tal encuentro por cuanto tiene forma
de becerro. Hasta que un dia (ó noche que no hemos de hilar tan delgado que
vayamos á garantir las menudencias), tomó á la desesperada un lote de la Na-
cional, por señas de un mísero ahorro que no le sobraba ciertamente, y por uno
de esos palos de ciego que suele dar la fortuna, loca amen de ciega, fué tan afor-
tunado esta vez el pobre diablo que lo descalabró el premio gordo con una inve-
rosimilitud de millares de duros.
Lo descalabró decimos y no decimos mal, porque el agraciado jugador hubo
de perder el juicio á la sorpresa de nueva tan contundente.
El caso no era para menos: habíanle caido encima quinientas arrobas de plata,
ó disminuyendo el peso, aunque no la intensidad, treinta y dos arrobas de oro.
Con todo eso, no estuvo loco mucho tiempo, pues siendo un hecho psicológico
que los grandes exabruptos así sirven para torcer como para enderezar juicios,
nuestro loco no tuvo mas que contar sus cuentos para quedar sano y salvo y aun
diz que joven y hermoso.
Esto último es probado. Dadme á mí quinientas arrobas de plata ó siquiera
treinta y dos de oro y ya no me queda una cana. En cuanto á lo de hermoso, no
creo que nadie osara llamarme feo. principalmente entre las hermosas, cuyo voto
me bastaría.
Llenos ya de salud todos sus bolsillos, le era ya muy fácil al héroe de esta
epopeya encontrar, no ya el rincón de marras, sino también el mismo paraíso per-
dido. Y firme en su antiguo propósito de retirarse del mundo, del demonio y de
la carne, que ambos á tres, si así puede decirse, lo habian tentado bastante, aun-
que no sin enseñarle mucho, sacudió el polvo de sus zapatos, pues botinas no se
estilaban entonces y salió de la coronada villa, sin descabalar su premio gordo
que íntegro dejó en una casa de banca tomando solo á cuenta algunos réditos.
XI
DONDE ENCUENTRA EL HOMBRE EL RINCON DE MUNDO QUE BUSCABA.
Así como olvidó la córte el agraciado en cuanto le volvió la espalda, olvidó tam-
AMERICANOS Y LUSITANOS
753
bien á Valencia, su amada pátria, donde no conocia á nadie, ó mas exactamente,
nadie lo conocia á él; olvidó igualmente á Barcelona, donde un mercader, deudo
suyo, hubo de ejecutarlo por cobro de maravedices; y pasando de largo por Gra-
nada, donde lo persiguió por sospechoso la injusticia de los hombres, y por Sevi-
lla donde lo persiguiera ja justicia de las mujeres, fué á parar á un pueblo de la
raya de Portugal, como quien no quisiera ser español ni portugués, ó quien qui-
siera ser acaso ambas cosas á la vez, pero resuelto á perderse allí en las sombras
del olvido como un pájaro nocturno que no quiere sociedad con los pájaros y pá-
jaras del dia.
Alaño de estar allí, era ya el primer terrateniente del país en diez leguas á
la redonda, y nada le hubiera faltado para su completo bienestar, á tener una en-
tidad más, esto es, otra entidad distinta de la suya, pero bien adherida á ella,
por testigo de su dicha.
Si pudiéramos decir testigo,, como otros dicen rea, habríamos expresado per-
fectamente la idea, porque el testigo que necesitaba el dichoso hombre era gra-
maticalmente hembra, es decir mujer, ó mas cultamente esposa.
Claro es que no tenia lo que le faltaba; pero esta falta no lo inquietaba gran
cosa, pues en este punto tenia el hombre su opinión formada y aun formulada,
que es algo más, como quiera que venia estudiando el tema de mucho tiempo
atrás en el gran libro del mundo, libro en folio mayor de interminables páginas,
por cuya razón no acaba nunca de estudiarse.
Su opinión pues estaba encarnada ó descarnada en esta aridísima fórmula.
«El hombre, rico ó pobre, se basta á sí mismo.»
Nosotros, en cuanto al pobre, hubiéramos extremado el apotegma. En efecto,
el hombre sin valor entendido, no ya solo se basta, sino que se sobra á sí mismo.
¿Para que diablos se quiere? Pero el rico, el hombre contante y sonante, afloja
siempre la tirantez de los principios. Difícilmente se encontrará haciendo de sol-
tero ni menos de solterón, en cuyo presupuesto de gastos no figura en cifra y con
todas sus letras la partida de alfileres; alfileres que suelen ser zarcillos de oro ó
de doublé, según los ingresos; y sino zarcillos, brazaletes collares ú otras zarande-
jas que no usa nuestro feo sexo.
En el presupuesto de tan prudente varón no figurará cosa de alfiler de uso
sospechoso; pero apostaríamos los mismos zarcillos á que el agraciado de ahora no
era tan radical en este punto como el desdichado de marras; pues no hay soltero,
máxime si es solterón, á no estar descuartizado, que deje de sentir de dia y de
754
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
noche dicha necesidad ó sea la falta de la dichosa testiga con perdón de la Acade-
mia. Sino que nuestro héroe, á quien si hemos de mentar á cada paso llamaremos
desde ahora don Prudencio, desconfiaba prudentemente de todas las mujeres, ga-
nado con que habia perdido, aunque no siempre; y por eso se habría seguramen-
te resuelto á morir célibe, si solo hubiera mujeres de córte, de capital, de picaro
mundo. Hubiérala él querido de limbo, de lugar de un pueblo que no fuera del
mundo, por decirlo así: mas claro, la hubiera querido polla, pava, inocentona pa-
ra poder educarla á su sabor.
No habiendo podido encontrar aun esta especie de arquetipo de primitiva ino-
cencia, se mantenía en sus trece, ó sea en su fórmula de celibato; pero ya mas
bien por sistema, por teoría ó ciencia que por conciencia, pues allá en sus aden-
tros bien sentía ó presentía que no se habia de bastar siempre á sí mismo.
Por lo demás, era intransigente dentro de sus principios de conducta aconse-
jados por larga y triste experiencia.
Diz que sabedoras del mérito personal de este becerro de oro mas de una y
aun de dos duquesas no sabemos si in partibus, pero duquesas positivamente, hu-
bieron de pretender su mano, mano que sosteniendo la metáfora debiéramos lla-
mar pezuña, y con este propósito detuviéronse en el pueblo algunos dias, como
fatigadas del camino á su paso para las termas vecinas; sino que el becerro, á
fuer de hombre corrido, hubo de darles sendas cornadas, ó calabazas por no sos-
tener ya mas nosotros tan récia y bárbara metáfora.
Pasado algún tiempo, después de estas y otras calabazas, rasgos característi-
cos de su fisonomía social ó insocial (y poned donde podías tales protuberancias),
hubo de verdón Prudencio una manzana de oro, no en el jardín de las Hespéri-
das, sino en el llamado de las Ánimas, ó sea en el huerto del párroco, moza (la
manzana, no el párroco), moza de algunos quince abriles, ó diez y seis á lo más,
tan bella como tímida, y tan vergonzosica, que luego de haber deslumbrado al
solterón con las estrellas de sus ojos las eclipsó graciosamente con las sombras de
sus negras, largas y honestísimas pestañas.
Don Prudencio la miró á espacio y de frente como quiera que ella no lo mira-
ba ya á él.
Con todo eso, encogióse luego de hombros, haciendo un gesto de expresión
indefinible, como obligado á decir que el hombre, pobre ó rico, se basta á sí mis-
mo y le volvió la espalda bruscamente.
Pero siguió viéndola y luego pensando en ella.
AMERICANOS Y LUSITANOS
75.*)
¿Qué pensaba?
El dato es interesante, pero nos falta. Vaya usted á saber lo que pensaba un
hombre tan corrido y sobre todo tan reservado y prudente.
Solo nos consta que volvió á su casa pensativo, que cenó bien y se acostó;
sino que no pudo dormir, ó no durmió tanto ni tan bien como las demás no-
ches.
Fatigado al fin de su insomnio y de su malestar bien que nada le doliera, se
incorporó en el lecho, encendió una bujía y habiendo de entretenerse en algo,
tomó por pasatiempo su vieja y sobada cartera, libro de heterogéneas memorias,
donde incólumes unas, testados ctros, dormian todos los recuerdos é impresiones
de su vida.
Cuentas de sastre y de modista; señas de habitación, después de sospechosas
iniciales; fechas sin duda memorables por lo abultadas y concisas; aforismos hi-
giénicos y máximas morales... estos y otros ejusdem furfuris, eran los apuntes
que llenaban aquel gran gatuperio que don Prudencio comenzó á hojear desde la
primera página.
Todos los sospechosos estaban ya cruzados de antemano, y con todo eso, vol-
vió á cruzarlos don Prudencio, sonriendo á veces, sin sonreir las mas, y aun hubo
de hacer alguna que otra cruz con gesto de amarga expresión.
Entre los indiferentes, y por tanto incólumes apuntes, había las siguientes
máximas, que don Prudencio fué leyendo y aun estudiando una por una.
«Los hombres que se casan son los que por lo regular saben arrepentirse.» —
Sócrates.
Después de meditar un buen espacio sobre la moral de esta sentencia, tomó
la pluma don Prudencio y la borró, como quien no está ó no quisiera estar ya
conforme con ella.
«¿Por qué no has sancionado alguna pena para los célibes? — Porque el ma-
trimonio es ya de suyo una carga muy pesada.» — Licurgo.
Don Prudencio no borró esta otra máxima; pero modificó su sentido adicio-
nándola así:
«Para quien no sabe tomarlo con todas las precauciones, que sugiere la pru-
dencia.»
Y siguió leyendo:
«El hombre no debe casarse nunca; en la juventud por temprano; en la vejez
por tarde.» — Liógenes,
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
/ob
— Luego la edad viril, — arguyo don Prudencio en voz alta como si estuviera
enfrente del filósofo cínico, — es la edad oportuna para casarse.
«La mujer es siempre mejor ó peor que el hombre.» — La Bruyere.
Esta sentencia quedó intacta.
«Hay pocas mujeres honradas que no estén cansadas de serlo.) — La Roche-
foucauld.
— En las grandes capitales, — añadió don Prudencio con toda convicción, — es
probado .
«Si elejís mujer hermosa, te será infiel: y si la elijes fea le serás tú á ella.» —
Antisienes .
— ¡Qué alambicar de filósofos! — exclamó el presunto esposo con cierto enfado
tan pueril como gracioso.
«Dos dias satisfactorios se pasan con la propia mujer: uno cuando se recibe y
otro cuando se entierra.» — Hiponax.
— ¡Qué barbaridad! ¡Y yo que creia que no podia ser necio ningún sábio!...
Solo cuando yo lo apunté allá en mis verdes años pudo caerme en gracia este dis-
parate.
«La belleza es una tiranía de poca duración.» — Sócrates .
— Para lo que ha de vivir ya este pobre viejo,... — murmuró el riquísimo pro-
vecto.
«Mienten las mujeres con tanta gracia que hasta les hace gracia la mentira.»
— Byron.
— Es verdad.
«Las mujeres fingen mas que mienten, mientras los hombres mienten mas
que fingen.»
— Es verdad.
«La mujer es un manjar digno de los dioses, cuando no lo guisa el diablo.»
— Shakespeare.
— Es verdad, — repitió nuestro héroe reprimiendo la risa.
«Mas vale un hombre que te haga mal, que una mujer que te haga bien.» —
Eclesiástico.
— Esto es mentira, — dijo don Prudencio con impiedad inconsciente, como
quiera que no era muy fuerte en Escritura.
«Toda malicia es poca comparada con la malicia de la mujer.» — Id.
— ¡Qué barbaridad ! — exclamó don Prudencio con la misma irreverencia, aun-
AMERICANOS Y LUSITANOS
757
que inconsciente siempre. — Ni tanto ni tampoco. Después de todo el hombre hace
á la mujer.
Y cerró su cartera con cierto enfado cómico ó pueril.
III
DE LO QUE ERA LA MANZANA DE ORO.
La mañana siguiente, el ama de gobierno, quintañona tan fosca como solíci-
ta por la salud de don Prudencio, habiéndose apercibido de su insomnio, hubo de
preguntarle á tenor de ello.
— Esta noche, señor, — le dijo, — no se ha dormido mucho.
— ¿Eh? — se limitó á decir don Prudencio, temeroso de que hubiera sorpren-
dido su secreto, con lo cual no contestó á la pregunta, sino que preguntó á su
vez.
— Vi muy á deshora luz por la rendija, — repuso la dueña.
- — Sí, me he desvelado esta noche.
— ¿Quiére usted que le traiga adormideras del huerto de las Animas?
Don Prudencio miró atentamente á la dueña y contestó, después de un hondo
suspiro:
— No, esto no se cura con yerbas.
En efecto: nullis amor, dice Séneca, est medicabilis herhis.
— Pues carne, señor amo, — añadió la vieja, no se sabe si con intención ó sin
ella.
— Por eso estoy mas bien, — dijo don Prudencio en el mismo tono indefinible.
— Carne, buen vino y laus Deo, aseguran á Morfeo, como reza el refrán.
— Pues sírvame usted el almuerzo.
Don Prudencio almorzó bien, comió y cenó mejor; pero no durmió mas tran-
quilo aquella noche, ni las siguientes tampoco.
Urgía, pues, poner remedio al insistente insomnio yendo al huerto de las
Ánimas, ó sea del padre cura, en busca de adormideras ó mas francamente man-
zanas.
Y pues que urgía procedió el interesado con el mayor interés, aunque sin sa-
lir de su paso, á tomar informes de la núbil, á quien sin haber jugado nunca á
la lotería, le iba á tocar también el premio gordo.
TOMO i.
95
758
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Era la susodicha manzana de oro una niña de cabellos de ángel y ojos al pelo,
esto es, una rubia de ojos azules como una virgen cristiana, y esbelta, aunque
llenita como una hada moruna, y pasaba, no sin razón, por la mas honesta y re-
catada doncella del pueblo, como quiera que habia recibido la mas severa y pia-
dosa crianza, bajo la férula de su reverendo tio, párroco del lugar y deudo de su
madre, la cual servia á su merced en calidad de ama de llaves.
Sabíase de coro todas las oraciones del ejercicio cuotidiano, mas algunas otras
en latin de las horas canónicas, iba á misa conventual todos los citas diarios,
pleonasmo no inútil aquí, ya que tan gráficamente expresa la reincidencia ó asi-
duidad y confesaba, aunque inocente, todos los domingos, como una gran pecadora.
Atento á labores femeniles, no tenia nada que envidiar á la mas provecta
educanda de colegio; que así hacia un par de calcetas de lana burda para su se-
ñor tio, ó zurcía, cuando no remendaba la basquiña de su señora madre, como
bordaba en fina seda una túnica para el Niño Dios ó una toca para su Santa
Madre.
Y si en esto de coser y cantar era habilísima como una colegiala, sin haber
salido nunca del lugar, no era sino primorosa como una monja en lo de hacer go-
losinas.
Cosa de danza, no sabia ni debia saber la sobrina de su tio, cuyas opiniones
en este punto, como en todos, aceptaba de buen grado, condenando como su mer-
ced esta invención de Satanás. Ni menos sabia solfear maldito el aire ó ária de
ópera ó zarzuela, reclamo del mismo enemigo del alma y fruta prohibida en aquel
paraíso terrenal; pero á sus solas, no dejaba de entonar el canto llano.
Menos aun sabia la inocente y cándida doncella qué fruta era el amor, pues
bien que á todos los mozos del lugar se les fueron los ojos detrás de ella, rústicos
como eran, no pensaron nunca en coger una flor que, por tierna y delicada, se
hubiera deshojado entre sus manos.
Y como los mozos no la amaban, ó no se lo decían, que para el caso es lo
mismo, ella tampoco amaba mas que á su madre y á su tio, individuos que, por
identidad de traje, tenia ella por de su propio sexo.
Mirar ella de frente á un hombre, hubiera sido gran pecado en su inmacula-
da conciencia; de soslayo y aun así Dios y ayuda, pues de ello hubo de acusarse
en confesión, aunque solo una vez ó dos ó tres; secreto que, supuesta la inviola-
bilidad del sacramento por parte del confesor, no sabemos como diablos lia llega-
do basta nosotros.
AMERICANOS Y LUSITANOS
759
Era, en pocas palabras, limpia como una patena, hablando técnicamente,
buena como el pan bendito, mansa y sumisa como una esposa de Cristo.
Todo esto hubo de averiguar don Prudencio, dentro siempre de su propia con-
cha, ó sea sin preguntar á nadie directa y torpemente; y aun supo mucho más y
favorable todo, como quiera que se lo dijo la fama; y la fama, que sobre ser mujer
tiene cien lenguas, habla siempre, en buena ó mala parte, mas de lo que debe.
I"V
DE LO QUE VERÁ EL CURIOSO LECTOR.
Bien que supiera ya nuestro héroe á que atenerse, pues le liabian salido á pe-
dir de boca sus investigaciones, no quiso correr por la pendiente, yendo, sin em-
bargo, hácia su objeto con esa especie de compás mayor que se llama en la len-
gua del Bocaccio ¡rían ¡nano.
Era hombre de mundo, habia corrido ya bastante, se llamaba don Prudencio,
y todo esto le imponia deberes de reserva y prevención para no contradecirse á sí
mismo.
¿Me convendrá á mí esta muchacha?
Hé aquí una pregunta que se hacia don Prudencio todas las noches al acos-
tarse y á la que no se contestaba nunca, aunque pensara en ella mucho, puesto
que le sobraba tiempo y ocasión para ello, pues Morfeo no acudia, á pesar de la
receta de la dueña.
Con todo eso, es decir, sin contestarse á su pregunta, salió un dia de su re-
traimiento y allá, fué á casa del cura, no á otra sino á pagarle la visita de que le
era deudor desde la llegada al pueblo: nada mas justo ni justificado.
Después, aprovechando el ofrecimiento de cortesía ó de expontaneidad, su-
puesta la franqueza de su merced del párroco, huho de frecuentar la casa, sin
correrse ni mucho menos en la frecuencia, pues no sino los domingos iba por
allá, tendiendo siempre, aunque mañosamente, á su propósito de investigación; y
cuando al cabo de cabos adquirió la íntima convicción de que Inmaciilata, que
tan limpio era el nombre bautismal de la doncella, no tenia cosa de telaraña ni
polvo ni sombra en su conciencia, en punto á moral, y en otros puntos que así
hacia á sala como á cocina, á abanico como á escoba, lo cual vale tanto como de-
cir que era tan apta para un fregado como para un barrido, llamó en reserva al
párroco y le dijo exabrupto:
760
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
— Tengo quinientas arrobas de plata, ó sean treinta y dos de oro, ó si sabe us-
ted contar doscientos mil duros de capital efectivo.
El pobre del párroco que, sin levantarse de su poltrona de baqueta, liabia re-
trocedido un paso, por decirlo así, á cada uno de estos bárbaros conceptos, es¡ie-
cie de trinidad diabólica, que sin dejar de ser trina, era en el fondo una, pues
plata, oro ó moneda no era sino un escándalo de dinero, no lialló á mano que de-
cir y se santiguó piadosamente.
— Son cuatro millones, — añadió enfáticamente don Prudencio abusando de su
posición.
El párroco se santiguó otra vez en silencio; y don Prudencio que se gozaba
en su asombro llevó su crueldad basta el punto de preguntarle sonriendo:
— ¿Qué dice usted á eso?
— Digo, — contestó al fin el párroco, — que es mucho dinero ese para un hom-
bre solo.
¡ Contestación admirable en su misma sencillez ! Tiene ó toda la rectitud de
la ingenuidad ó todos los recodos de la doblez, de la malicia, del cálculo.
Nosotros, pobres cantores de gesta, no hubiéramos sido osados á tomarlo en
mala parte; pero don Prudencio que era hombre de mundo además de don Pru-
dencio, se sonrió victoriosamente, tomando la aparente ingenuidad por indirecta,
y la indirecta por feliz augurio de su triunfo.
— Ciertamente, — repuso, — es mucho dinero para un hombre solo, y por eso,
no siendo yo uno de esos egoistas que todo lo quieren para sí solos, lie pensado
en elegir compañera que lo disfrute conmigo en paz y gracia de Dios.
— Ha pensado usted muy bien, señor don Prudencio; sino que en este peque-
ño vecindario quizás no haya para elegir mas que una... ó dos.
— Cuente, padre cura, que no soy yo mahometano para elegir tres ó cuatro.
— No lo dije por tanto, señor don Prudencio; decir quise que no hay en este
rincón muchas mujeres dignas de la elección.
— Como haya una, sobran todas las demás.
— Pues una... no dejará de haberla.
— Pues esa, señor cura, con el asenso de usted, lia de ser la madre de mis hijos.
— ¿Eli? — preguntó su merced desentendiéndose con cierto decoro retórico, de
una intención que era la suya propia.
— Eso mismo, — 'Contestó el otro, desentendiéndose á su vez de estos repulgos.
= — Lo tengo ya resuelto.
AMERICANOS Y LUSITANOS
701
— ¿Resuelto lo tiene usted?
— Sin duda.
—¿Qué?
— ¡Pardiez! Pues eso misino, hombre de Dios.
El párroco juzgó ya peligroso su desentendimiento, y entendiéndolo ya todo,
entró de lleno en la cuestión.
— En hora buena, — dijo con cierta sonrisita: en liora buena: si se aman uste-
des...
— Por mi parte, sí, — contestó resueltamente don Prudencio, — no sé si ella...
— Ella soy yo.
— No estoy conforme.
— Lo digo al tanto de su obediencia y sumisión á mi voluntad, como que la
pobre no ha conocido otro padre.
— Con todo eso, señor cura, yo no quiero obligarla.
— ¿Qué es obligar? Demás me sé yo, señor don Prudencio, que Inmaculata
tiene á usted en el mejor predicamento y que aun presunta su dicha en el hones-
to cony ugio de un hombre á quien recomiendan tales y tantas virtudes.
— No es oro todo lo que reluce, padre cura.
El bueno del párroco no entendió la figura, con ser la acusación de una con-
ciencia, y se desconcertó un momento; mas conociendo que si oro no era todo lo
que relucia, siempre quedaría algo y aun algos, muy luego se rehizo y contestó
oportunamente como siempre:
— No importa, señor mió; mi sobrina no ha de querer á usted por el oro, sino
por sus buenas prendas.
— En hora buena. Pero sin haber yo dicho una palabra ni media á nadie so-
bre mis intenciones, ¿cómo puede ella saber?...
--No be dicho que lo sepa, sino que lo presiente. En esto del amor liay cora-
zonadas muy seguras.
— Veo que es usted hombre de mundo.
■ — De confesionario no mas.
— Sea como quiera, hay que consultar préviamente la voluntad de la moza
para que luego no se llame á engaño. Sobre todo ¿á qué exponerme yo á un de-
saire sin orillar antes ciertas dificultades, tales como mi edad machucha, mi tris-
te figura?...
— Perdone usted, señor don Prudencio: en cuanto á lo primero, sepa usted
762
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
que nuestra Santa Madre Iglesia no pregunta por la edad á los contrayentes; y
en cuanto á lo segundo, ó sea á lo de su triste figura, aunque pudiera ser mas
alegre, no es tan triste como usted supone, y sobre ello nada dice tampoco nues-
tra Santa Madre.
— Pero podria decir la hija.
— ¿Qué sabe ella de eso?
— Sin embargo, insisto.
— En hora buena.
— Ahora ruego á usted, padre cura, se sirva aplicar una misa por mi inten-
ción,— dijo don Prudencio levantándose y poniéndole una onza de oro en la pal-
ma de la mano.
— ¡Oh! — exclamó con asombro el bueno del párroco, que las habia dicho
hasta á tres reales. — Con tanta piedad ¿cómo no ha de ser usted afortunado?
— A Dios rogando y con el mazo dando.
— Es un gran proverbio. Pero ¿parte usted ya?
— Sí, tengo que hacer, y usted también tiene que hacer algo ahora.
— Cuente usted con los buenos oficios de éste, su mas atento amigo, seguro
servidor y capellán que su mano besa.
Y el párroco lo acompañó hasta la puerta de la calle.
"V
DONDE SE CELEBRA CONSEJO DE FAMILIA
— ¡Escolástica! — gritó el cura luego que se restituyó á su aposento llamando
á quien llamaba.
Una mujer diminuta, gordiflona y rubicunda acudió como rodando.
Era ese segundo tomo de teología moral que está en orden y categoría entre
el párroco, que es el primero, y el sacristán, que es el segundo era, pues, el
ama del cura.
— Siéntate cómodamente, que tenemos que hablar mucho.
— ¿Qué ocurre de malo?
— No es sino muy bueno.
— A la mano de Dios.
Dejó el cura pasar en silencio una gran pausa, que pudiéramos llamar de efec-
AMERICANOS Y LUSITANOS
763
to, y cuando fué á estallar la impaciencia de la dueña, dijo con toda esta sorna:
— ¿Conoces tú á don Prudencio Gómez?
— ¡Bah! Pues, ¿no viene á casa todos los domingos y aun hoy ha venido con
ser martes?
— No has comprendido mi intención, mujer.
— Pues pregúntamelo otra vez, hombre.
— ¿Sabes quien es don Prudencio?
— Sé que es un hombre bastante adusto y...
— ¡ Escolástica ! Ten caridad del prójimo por amor de Dios.
— Francamente, no me gustan los solterones.
— Pues vé como dispone Dios las cosas, y adora su providencia. Nosotros le
gustamos tanto á él que va á hacernos felices.
— ¡Tan adusto siempre y tan ruin!
— ¡Caridad, Escolástica!
— ¿No es así?
— Es millonario y no sino muy generoso.
— ¿Con qué tiene mas de las fincas que compró?
El párroco se sonrió, seguro del efecto y contestó con toda esta gallardía:
— Tiene quinientas arrobas de plata, ó sean treinta y dos de oro, ó lo que es
igual doscientos mil duros efectivos.
Escolástica quedó como aplastada bajo tanto peso.
— Ahora bien, — repitió el párroco, — ¿sabes quien es don Prudencio?
El ama no pudo articular todavía una palabra; y no contestando ella, se con-
testó él mismo.
— Es un señor riquísimo, explendido, piadoso, honorable afabilísimo v sobre
todo enamorado de tu hija.
— ¿Qué me cuentas?
— Lo que estás oyendo.
— Pero, ¿cómo es tan reservado con la niña que jamás le echó una flor si-
quiera?
— ¡Bah! Si al fin le echa todos sus millones, bien pueden dispensársele las
flores.
— Pero, ¿cómo no me pide su blanca mano?
— Calma, que todo se andará, mujer: no quieras sacar de quicio las cosas,
tanto mas cuando que las dirige la misma prudencia en persona. En ese camino
764
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
lia dado ja el primer paso cerca de mí, sabiendo la autoridad que tengo en la fa-
milia. Después cumplirá contigo; pero antes, como hombre digno de su nombre,
quiere dar otro paso prévio, pues como dice el refrán, para hacer una pepitoria
de gallina, lo primero es tener gallina.
— No te entiendo.
— Quiero decir que ante todo haj que consultar la voluntad de la intere-
sada.
— En cuanto á eso, ella hará lo que se le mande.
— Sin embargo, es una condición que impone el pretendiente y hay que cum-
plirla, siquiera por no disgustarlo.
— Sea como quiere.
— Pues llenemos el trámite.
Y los dos á una voz llamaron á Inmaculata.
Muy luego se presentó la doncella, blanca como un copo de nieve, olorosa co-
mo un nardo, espléndida como una estrella, melancólica como un suspiro, tími-
da y vergonzosica como el mismo pudor.
— Siéntate, — mandáronle á una voz también las dos autoridades.
Y obedeciendo al mandato, la niña vino á sentarse entre una y otra.
El piadoso párroco creyó que ante todo debia examinarla de doctrina cristia-
na, pro fórmula sin duda, pues harto le constaba que su alumna se sabrá de me-
moria todo el Ripalda; pero el ama, toma la palabra con su autoridad de madre y
se fué derecha al grano, dejando al cura las hojas, digámoslo así, por no mentar
aquí la paja.
— Hija mia, — le dijo, — ha llegado la ocasión de tomar estado y de tomarlo
bien, ó elegir como Dios manda y la Iglesia nos propone, porque la ocasión es
calva, como dijo San Buenaventura, y hay que cogerla por los cabellos, como di-
ce tu tio.
— Yo no he dicho eso, mujer ni San Buenaventura lo otro, — dijo el párroco
con bondadoso enfado, al ver que Escolástica se iba por los Cerros de Ubeda.
— Pues habla tú, — repuso el ama con enfado no ya tan bondadoso.
— Déjame pues hablar sin interrumpirme hasta que te llegue el turno.
El párroco volvió á su doctrina y entrándose por los sacramentos, no paró has-
ta llegar al séptimo, que era el punto cardinal de tan solemne exámen; y hacien-
do aquí una pausa, solo para tomar un polvo, preguntó á la doncella sonriendo:
— Ahora bien, ¿sabrías tú decirme que es matrimonio?
AMERICANOS Y LUSITANOS
765
La doncella no contestó á esta pregunta, pero bajó la vista y se ruborizó in-
tensamente, lo cual era contestar en cierto modo.
La madre, empero, que no lo entendió así, creyó oportuno suplir el silencio
de la hija y saltó diciendo:
— Basta con que sepa que es amor.
— No basta, — contestó severamente el párroco.
— No todas las mujeres lian de ser teólogas.
— Pero buenas cristianas, sí.
— Sin duda, pero del amor al matrimonio no hay ya mas que un paso.
— Veámoslo, pues, — dijo el cura sonriendo. — ¿Qué es amor, Inmaculata?
— ¿Amor?
—Sí.
— Pues el amor es... no sé qué... que viene de... no sé donde... y nos im-
pulsa á... que sé yo...
— ¡Jesús, María y Josef! ¡Cuántos disparates! — exclamó la madre descon-
solada.
— Poco á poco. Escolástica, — dijo el cura saboreando otro polvo. — No se ex-
plicó mejor con toda su teología sobre tan difícil punto el mismo fray Dubose en
su libro de La mujer honesta. Y no hemos de exigir que sepan mas de amor ter-
reno los ángeles que los frailes.
Y dirigiéndose ahora á la doncella, añadió:
— ¡Perfectamente, Inmaculata! un paso mas y ya estamos en el matrimonio,
según dice tu madre. Dime, pues, ¿que es matrimonio?
La niña contestó ahora de corrido:
— Un conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno.
— Eso es la gloria, hija.
— -Un conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno.
Eso es el infierno, hija mia. ¡Y con eso sales ahora! — argüyó la madre
meneando la cabeza con expresión de lástima. — ¿Cómo has de casarte, si no sa-
bes lo que es matrimonio?
Sí lo sabe, — redargüyó el padre cura, — pues sustancialmente gloria ó in-
fierno es. según que los esposos se lleven ó no amorosa y cuerdamente, como Cris-
to con su iglesia ó como la iglesia con Cristo.
Con todo eso, el bueno del párroco hubo de explicar canónicamente el punto
de doctrina á la inconsciente examinanda.
96
TOMO I.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
766
— Ahora bien, — añadió luego, — ¿tienes vocación al estado conyugal?
Inmaculata se encogió de hombros como si no entendiera el preguntado, ru-
borizándose otra vez como si lo hubiera entendido.
— Eso sí. — contestó la madre por la bija.
— Adelante, pues, — dijo sonriendo el examinador.
Y continuó su interrogatorio.
— ¿Amas á tu futuro?
— Pero, señor, — contestó la cándida ruborizándose por tercera vez, — esa pre-
gunta no está en el catecismo.
— Pero es de rúbrica, bija mia, — repuso el párroco, — v es preciso contestar
con toda verdad. Contesta, pues.
— Pero, señor, ¿qué es futuro?
— Futuro es, — se anticipó á explicar doña Escolástica, — un hombre que gusta
ó debe gustar por sus buenas cualidades á una niña bien criada que le da ó debe
darle palabra de casamiento.
— Ahora bien, — preguntó sin mas rodeos el párroco. — ¿Amas á don Pru-
dencio?
La presunta novia no contestó de palabra; pero se ruborizó por última vez y
sonriendo graciosamente echó una lagrimica.
— A la mano de Dios, — dijo el párroco dándose por entendido.
— No la examines mas, — añadió la madre, — toda vez que en punto de doctri-
na, sabe lo mas esencial.
— Falta mi bendición.
La novia cayó de rodillas; el párroco la cruzó y con esto se levantó la sesión.
VI
DEL PENSAMIENTO MAS NEGRO QUE PUEDE OCURRIR Á HOMBRE BLANCO.
El dia siguiente volvió don Prudencio pian piano á casa del señor cura, á
quien halló en compañía de su canónica dueña, departiendo mano á mano sobre
la felicidad que se les entraba por las puertas.
Ambos á dos, cura y dueña, recibieron con los brazos abiertos á su futuro,
tan perfecto y aun plus quam perfecto, haciéndole desde luego participio de pre-
sente ó sea miembro de la familia.
AMERICANOS Y LUSITANOS
767
Hubo con tan fausto motivo tortas y pan pintado, golosinas á que contra su
costumbre hizo honor el pretendiente por estar hechas de mano maestra, como
quiera que Inmaculata se pintaba sola en esto de hacer pan como unas hostias,
pastas y demás dulcecicos. Cosa de licor no quiso gustar don Prudencio, sino es
la lágrima que quedó en el fondo de la copa, apurada á sus instancias por la no-
via, quien solo por darle gusto la primera vez de su vida lo gustaba.
No embargante, don Prudencio estuvo en este gaudeamus de familia todo lo
alegre que permitia lo triste de su figura y todo lo expansivo que puede estar un
hombre que va despacio por haber corrido ya demasiado.
Obtenido, en fin, el asenso de los mayores y el sí sostenido de la menor, se
retiró asaz de complacido para volver otra vez como volvió aquel mismo dia, per-
mitiéndose la misma expansión y franqueza y continuando ya las dos visitas dia-
rias á gusto y contentamiento de todos.
Y no era él por cierto quien menos plácemes y enhorabuenas se daba por el
acierto de una elección tan bien hecha, porque, en efecto, el corazón de la niña
era blando como la cera, y al poco tiempo de trato y manoseo, si no tomáis su
mala parte esta figura retórica, estaba ya amoldado al génio, á las rarezas, si se
quiere, al modo de ser de don Prudencio.
Habíase aplazado la boda hasta la construcción de una casa, que fuera como
la digna concha de tan preciosa perla, y no indigna de don Prudencio, que sino
perla, tampoco era un diamante en bruto, sino tallado y muy bien tallado para
estar metido en su estuche.
Pero como el dinero hace milagros, muy luego surgió la casa, como quien
dice de la nada, con su salas y retretes, sus azoteas y galerías, sus patios y jar-
dines, sus celosías y verjas: ni oratorio faltaba en aquella especie de fortaleza,
como si el pensamiento de su alcaide hubiera sido que de todo hubiera dentro para
no tener que salir á fuera para nada.
En cuanto á la futura, se sabia ya de memoria toda la filosofía moral de su
presunto cónyuge, y estaba muy bien dispuesta á aceptarla sin violencia, tanto
mas cuanto que su carácter recatado, hijo de su educación monástica, no era re-
fractorio á la clausura y mas en un convento donde no habia de regir cosa de
abstinencia.
¿Y para qué estas precauciones con mujer tan cándida y sencilla?
Lo ignoramos. Solo nos consta que don Prudencio, por resabios, sin duda, de
su vida airada, ó aireada mas bien, si esto da idea de su experiencia de hombre
768
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
corrido, era pesimista con respecto á la mujer, aunque admitiendo como excep-
ción única la que en breve iba á ser suya, reduciendo en este punto toda su filo-
sofía á estas breves fórmulas:
Las mujeres son peores que los hombres.
Los hombres son peores que las mujeres.
Conclusión: poco ó ningún trato con mujeres ni con hombres.
Por eso, cuando ya estuvo la casa amueblada y proveida en materia de bucó-
lica de todo cuanto Dios crió para regalo del hombre en su doble acepción de va-
ron y hembra, que es el hombre casado, no el hermafrodita, hubo de pararse don
Prudencio; paróse á pensar muy despacio sobre un artículo de primera necesidad
también, al cual hubo de dar mil vueltas en su cabeza sin saber por donde agar-
rarlo.
— Es un mal, — decia para sí, — es un mal... necesario.
No era la guerra, sin embargo, lo que definia, ó lo era en último término,
mas su primero era el artículo de criados... machos, por supuesto, que hembras
no le daban ninguna inquietud dentro de ciertas precauciones.
— No puedo, — anadia, — no puedo prescindir de esta necesidad, y aunque to-
me la menor cantidad posible de este artículo, siempre queda el mismo mal: un
criado. ¿Cómo diablos me las arreglarla yo para elegir con acierto? Viejo, nos
servirla mal; joven, podria servir demasiado bien á mi... ¡Oh! ¡Sé yo tantos ca-
sos históricos de estos absurdos amores!... Nada, nada, Prudencio, nijóven ni
viejo... Pero ¿y el caballo? ¿y los perros? ¿y el jardín? ¿y tanto y tanto servicio
doméstico propio del criado?
Después de una gran pausa, dióse don Prudencio una palmada en la frente,
como si sorprendiera una mosca; sino que la mosca de don Prudencio era el pen-
samiento mas negro que puede ocurrir á un hombre blanco.
Nuestro héroe no reveló á nadie su idea, como quiera que estaba solo; pero
aplaudiéndose á sí mismo, fué á su despacho, tomó la pluma y escribió la carta
mas singular del mundo; carta que él mismo fué á poner muy bien sellada en el
correo.
Con tal y tanta reserva, tendréis, suaves lectores, que acompañarnos á Cádiz,
si teneis curiosidad de leerla.
AMERICANOS Y LUSITANOS
769
■VII
DE CÓMO EN CÁDIZ SE RECIBIÓ UNA CARTA DEI. TENOR SIGUIENTE.
« Sres . N. y compañía del comercio.
>>Muy señores míos: Sírvanse ustedes remitirme á la mayor brevedad posible,
para mi servicio doméstico, un negro de mediana edad, que sea tan negro como
el mismo diablo y algo mas feo, si puede ser, cargándome en cuenta por esta im-
portante comisión Rvu. 4,000.
»Se repite de ustedes, etc.»
Riéronse á mandíbulas batientes los comerciantes de Cádiz ante tan negra y
chusca ocurrencia; y aunque de primeras hubieron de tomarla á chanza, rectifi-
caron después séria ó mercantilmente, como quiera que sabian muy bien que don
Prudencio Gómez no era hombre de burlas, aunque sí de genio excéntrico; que
con ocasión del ajuar de su nueva casa, habia hecho en la de ellos largas cuen-
tas, y que en esto de saldarlas nunca habia resultado en su contra el finiquito.
Con tales antecedentes, la excentricidad de don Prudencio no era sino un ne- .
gocio de Rvn. 4,000, que cargaban desde luego y en la seguridad de remitirle el
negro pedido, á cuyo efecto dieron nota á un corredor, gracioso ya de suyo y ha-
bilísimo en toda clase de correrías.
En virtud de sus eficaces gestiones, era contestada á los tres dias la famosa
carta con esta otra no menos famosa.
« Señor don Prudencio Gómez.
»Muy señor y amigo nuestro: Por medio de nuestro dependiente Lucas
Blancc, tenemos el gusto de remitir á usted el adjunto negro, según se sirvió pe-
dirnos para su servicio doméstico. No es de temer nos devuelva el género, porque
el tal negrito, escogido entre todos los que hacen escala en este puerto, es efecti-
vamente tan negro como el mismo diablo y no ha sido posible encontrarlo algo
mas feo.
»Esperando, pues, que su mérito personal llene satisfactoriamente los deseos
de usted, que respetamos en toda su excentricidad, nos abonamos con cargo á su
cuenta los reales vellón 4,000 en concepto de comisión.
>>Se repiten muy suyos, etc.»
Siguiendo el curso de esta carta y los pasos del adjunto negro, llevado como
770
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
de la mano por el dependiente Lucas Blanco pronto estaremos de vuelta en el
pueblo y aun en la casa nupcial, donde liemos de hacer punto y aparte ó sea un
punto de reposo, para tomar aliento y preparar un desenlace, que si Dios no lo
remedia, va á ser del mismo color que el negro.
VIII
HOMO SI M, ET N1HIL HUMANI Á ME aLIENUM PUTO.
Ahora bien, reanudando el hilo de esta historia, diremos para acabar pronto,
pues rápido, según los críticos, ha de ser siempre el desenlace, que don Pruden-
cio, teniendo ya dispuestos todos los bienes y males necesarios para entrar en es-
tado, se desposó en gracia de Dios con su Inmaculata, que Inmaculata se encas-
tilló en su palacio, y que el palacio era servido y guardado por el negro cuya feal-
dad sublime ó suprema ahuyentaba no solo á los niños y mujeres, medrosos ya de
suyo, sino también á los hombres mas enteros y curados de espanto.
v
Tan satisfactoriamente hubieron de desempeñar su comisión los señores N. y
Compañía de Cádiz, que cuando don Prudencio presentó el género á la novia, la
cándida y tímida niña fué acometida de un desmayo, creyendo en su ingenui-
dad que el mismo demonio iba por mal de sus pecados á llevársela, á los profun-
dos infiernos. Y él ama del cura se santiguó hasta tres veces, retrocediendo con
pavor de toda su ánima ante una visión tan horrorosa. Y aun el mismo cura, con
ser tan caritativo, hubo de asegurar por sus órdenes que era cosa mala el tal ne-
grito, por lo cual hubo de sacudirle encima el hisopo rociándolo con agua bendi-
ta: tal y tanta era la fealdad de aquel condenado.
Solo don Prudencio, en vista de efectos que á pedir de boca le salian, se son-
reía so capa, aplaudiendo otra vez su negra ocurrencia.
Bien hubiera querido Inmaculata que apartara de su vista para siempre tan
repulsivo doméstico, aprestándose ella misma á cuidar del jardín, aunque no el
caballo ni los perros; pero don Prudencio, fiel á su propósito fué inflexible en es-
te punto de gobierno, y la novia tuvo que aceptar velis nolis el servicio de aquel
ené'migo del alma, como lo llamaba doña Escolástica.
Por lo demás, todos eran felices, ya celebrada la boda: Inmaculata con su ma-
rido, el marido con su esposa, el ama con los dos, el cura con los tres y hasta el
negro con los cuatro.
AMERICANOS Y LUSITANOS
771
Así, en dulce luna de miel, se fueron deslizando suavemente un mes tras otro
hasta nueve, y que iba á aumentarse la felicidad común con un acontecimiento
inminente.
En efecto, la jóven y bella esposa iba á ser madre muy pronto, lo que haría
necesario y fatalmente que el esposo fuera padre.
El tierno sentimiento de la paternidad latia con tanta fuerza en el corazón de
don Prudencio, que este lo amaba todo ya, con ser tan desabrido; y en el exceso
de su amor, amor rejuvenecido, pueril y hasta insensato, cuando se le hablaba del
hijo ó bija ó lo que saliera, abrazaba y besaba, no ya solo á su casta esposa, sino
también al cura, al negro y basta á su misma suegra: no podia llevarse ya mas
léjos la insensatez; ni hay tampoco necesidad de añadir más para dejar probado
el gran sentimiento de la paternidad. Pero por via de retórica, sí que hemos de
añadir otro rasgo.
Tomando en cuenta don Prudencio, siempre consecuente con su nombre, la
invencible aversión de su casta esposa al negro y feísimo criado, temió no sin ra-
zón un mal parto si permanecia á la vista en tan críticas circunstancias; y con
prudente previsión, celebrada por la suegra y por el cura, hubo de alejar al negro
dándole comisión por algunos dias fuera de casa.
Con estas y otras precauciones, llegó esa hora tremenda en que las futuras
madres se encomiendan de todo corazón á la Virgen de los Dolores, dolores que
en esta sazón ó desazón sentía don Prudencio en su mismo vientre. Y era de ver
á Inmaculata, tan niña, tan bella y poderosa, hacer cruces y santiguadas y ofre-
cer piadosos votos y rezar salves y paternostres.
El fausto alumbramiento fué y debió ser trabajosísimo. Don Prudencio temió
quedarse viudo, y se retiró desconsolado á su aposento, viéndolo ya todo negro.
Por ñn á las altas horas de la noche, salió ella bien de su cuidado.
— ¡Prudencio! ¡Prudencio! — gritó precipitándose la suegra por ganar las al-
bricias.
Don Prudencio fué corriendo y atropellándolo todo como un toro suelto en
ansia de estrechar entre sus brazos el fruto de sus amores.
— ¡Maldición! — exclamó con voz de trueno al ver el dichoso fruto.
Era un robusto y hermosísimo negrito.
Don Prudencio se arrojó por la ventana.
No le quedaba otra salida.
por D. Luis Ricardo Fors.
arpaba apénas el vapor Seyovia aguas abajo del rio Gua-
dalquivir, cuando después de abandonar la cubierta de
aquel buque, y de despedir á un cariñoso amigo de muchos
años, un ligero bote me conducía á tierra.
Desembarqué en el muelle mas próximo á la Torre del
Oro, encaminé los pasos por la puerta de Triana y calle de San
Pablo y seguí por todo lo largo de la de Rioja, con intención de
penetrar en la de las Sierpes.
Sucedía esto durante una calorosa mañana del mes de junio
de 1878.
Sevilla estaba amenazada, según decir de las gentes, por la invasión del có-
lera morbo asiático.
No sé qué casos habían denunciado los periódicos, acaecidos en los barrios
apartados de la Macarena y de la Féria.
No recuerdo qué síntomas se habían presentado amenazadores, en algunos lu-
gares de Andalucía.
o
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
773
Lo cierto es que aquellos casos y estos síntomas acabaron por alarmar la po-
blación y no babia en ella quien no temiera verse presa de la terrible enfer-
medad.
Desaparecieron de la ciudad del Bótis los pudientes; vivieron entre zozobras y
preservativos los que carecian de recursos ó de libertad para emprender viajes; y
decidieron los concejales de la pátria de Murillo y Daoiz apelar á cuantas medi-
das recomiendan los preceptos de una rigorosa higiene.
Apénas llegaba yo de mi camino al sitio que designan los sevillanos con el
nombre de Cruz de la Cerrajería, vine á dar con el secretario del municipio his-
palense, que entonces, y creo que aun ahora, lo era don Ramón Salvatella.
Enteróme en pocas palabras el funcionario municipal, de la excursión que, du-
rante las altas horas de la noche de aquel dia, proponíase llevar á cabo, por los rin-
cones mas desaseados de la población, el excelentísimo señor don José Morales y
Gutiérrez, alcalde constitucional de la ciudad, con el fin de conocer y remediar
por sí mismo los focos de infección, de miseria y de inmoralidad en que se haci-
nan las clases mas desvalidas ó mas criminales que contiene la reina de Anda-
lucía.
Invitóme á tomar parte en la expedición, como director de uno de los diarios
que á la sazón se publicaban en Sevilla.
Acepté el convite.
Deseoso de sorprender y estudiar las miserias de aquella tierra tan risueña,
tan rica y tan perfumada, consideré una fortuna 1a, invitación de mi amigo el ce-
loso y activo señor Salvatella y prometí le no faltar al sitio de la cita.
Era este la propia morada del alcalde, en la calle del Amor de Dios y á pocos
metros de la deliciosa y olvidada alameda de Hércules.
Allí me encontraba ya á eso de la media noche, dispuesto al examen de unas
clases sociales que solo de nombre conocia.
Un break nos condujo á todos los reunidos basta el lugar conocido por los Hu-
meros.
Allí, una vez pusimos pié á tierra, se incorporaron al alcalde constitucional,
al secretario del ayuntamiento, al médico de 1a, alcaldía, al comandante de 1a,
guardia municipal y á los demás que formábamos la comitiva, el alcalde del bar-
rio, el sereno de la misma demarcación y otros cuatro ó cinco delegados de la au-
toridad popular.
Conocida la existencia de una casa de última categoría entre las que reciben
TOMO I, 97
774
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
gentes para pasar la noche, dirigímonos á ella silenciosamente y nos presentamos sin
aviso prévio ante su portal, que era el de un casuclion bajo y de siniestro aspecto.
Teníalo no solo por el desaseo de su fachada, sino por lo sombrío de su en-
trada, la cual mas parecía boca de espantosa caverna, que acceso á una morada
humana.
Por aquella puerta, agujero, boquete ó como quiera llamársele, se penetraba en
una especie de corredor ó pasadizo oscuro, nauseabundo, en el fondo del cual lu-
cía apénas el agonizante resplandor de un empañado farolillo y cuyo piso, sin la-
drillos, losas, hormigón, ni afirmado alguno, estaba formado por una tierra hú-
meda y grasienta, en la cual sentía yo pegarse, como sobre una masa resinosa,
las suelas de mi calzado.
Llegados al extremo del corredor dimos con una especie de marimacho, no sé
si soñoliento ó un tanto peneque.
Su voz y su aliento eran aguardentosos y lo demás de su filiación era de tal
naturaleza, que si por sus faldas parecía que aquel ser era femenino, por su ros-
tro v maneras tenia todas las apariencias de varón y aun no de los menos nervu-
dos y malcarados.
Intentó aquel Cerbero indescifrable oponerse á nuestro paso, pero al reconocer
la autoridad de los visitantes apartó su cuerpo y franqueó la entrada del recinto, el
cual, á la escasa luz que nos alumbraba, parecióme no ser otra cosa sino un espe-
cie de patio ó de corral angosto, formado por dos paredones desconchados y som-
bríos, en los cuales noté mas de una docena de puertas, á la sazón todas cerradas.
El alcalde constitucional dió orden al sereno para que avanzase y con el re-
gatón de su chuzo fuera llamando en todas ellas, con el objeto de examinar las
condiciones higiénicas de los aposentos que constituían aquella especie de posada
ó de pocilga pública.
La primera puerta á que nos acercamos no ofreció resistencia alguna.
Abrióse al solo empuje que le dió el sereno y apénas nos asomamos á su din-
tel, ofendiónos la repugnante impresión de una atmósfera tibia y acre que nos
obligó á retirar de golpe.
Con el amparo de nuestros pañuelos en la boca y narices, intentamos nueva-
mente acercarnos al aposento, cuyas tinieblas eran apénas disipadas por los des-
tellos de la linterna del guarda nocturno que nos acompañaba.
Según nos dijo la guardadora del establecimiento, aquella habitación era la
mejor y 1a. mas cara de la casa: cobraba seis cuartos por dejar dormir en ella.
AMERICANOS Y LUSITANOS
775
¡Cómo serian las demás!
En un espacio de cuatro metros de anchura por otros muy escasos de fondo,
apareció á mis ojos una negruzca cama de tablas con un colchón hecho girones.
Mas allá, en el suelo y en el ángulo mas apartado de la puerta, divisé un as-
queroso jergón, que mas que tal, tenia apariencia de revuelto monton de hedion-
da paja.
Una anciana cadavérica y casi sin fuerzas para articular palabra alguna, ya-
cía en el rincón; mientras que sobre la cama trataban de tapar sus carnes con
algunos pingajos de indefinible color, una mujer y un hombre completamente
desnudos.
De la vieja, supimos que hacia mas de una semana hallábase en aquel sitio,
presa de una fiebre incesante y mortal.
De la pareja que yacía en la cama, averiguó el alcalde, de boca del varón,
que era aquel un gitano recien llegado de Utrera por mor de negociar unos chus-
queles (1) y que su compañera era una chavaliya de su conosencia á la cual liabia
convidao á dormir en liando.
Después de aquella, pasamos á otra estancia.
La oscuridad y la fetidez de la atmósfera eran las mismas; el espacio menor;
el espectáculo muy distinto.
Parecia cosa de milagro que en aquel reducidísimo sitio pudieran respirar y
revolverse, sin luz ni ventilación alguna, las gentes que se ofrecieron hacinadas
en monton ante nuestros ojos.
La miseria y la impureza, puestas de concierto para presentar su mas repug-
nante aspecto, no hubieran conseguido un cuadro mas irritante, mas vergonzoso,
ni mas digno de compasión.
Carecia el aposento de mueble ni ajuar alguno.
No habia en aquellas paredes y techo ni una ventana, ni una claraboya, ni
una hendrija que diera acceso á la luz ó que ayudara á renovar el ambiente, vi-
ciado por la respiración de tantos séres, por la mugre de tantos harapos y por los
miasmas de tantas impurezas.
La superficie de aquel piso puede decirse que constituia un verdadero rnosái-
co de girones y cabezas, de trapos y de piernas, de ropas y de brazos.
En una área casi cuadrada y por demás reducida, en donde con dificultad
hubiera podido vegetar un hombre en pésimas condiciones de higiene, veia yo
1) Perros.
776
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
confundirse y agitarse mas de una docena de personas, tendidas sobre el húmedo
y nauseabundo suelo, vestidas unas con mugrientos andrajos, otras desnudas para
resistir mejor el calor exorbitante de aquel foco de infección y, todas ellas, con-
fundidas y apretadas sin tener en cuenta los sexos, ni las edades, ni otra conside-
ración alguna de pudor ó de salud.
Junto á la cabeza nevada de un miserable anciano, asomaba asqueroso y abul-
tado, el abdomen de una mujer corpulenta y de lustrosas carnes, apenas cubiertas
por los girones de una rogiza manta; ú sus piés yacía abrazado un matrimonio
jóven que apuraba en aquel purgatorio social las heces del proletariado; junto á
ellos resplandecía, como dentro de una aureola de inocencia y de luz, la preciosa
cabeza de una criatura, entrada apénas en los umbrales de la vida por aquella
horrible puerta de la miseria y del vicio; y entre los rizados bucles de aquel án-
gel de pureza, perdíanse los afilados dedos de una blanquísima mano que, por en-
tre pliegues de ropas nauseabundas y destrozadas, extendía una jóven de poquí-
simas primaveras, la cual, asustada de nuestra aparición, abría desmesuradamen-
te los rasgados ojos, negros y brillantes, fijándolos con visible asombro ora en el
alcalde, ora en las diversas personas de la comitiva.
Hombres y mujeres, viejos y niños, inocentes y culpables, sanos y enfermos,
lié aquí los componentes de aquel fétido monton humano en que tantas criaturas
envenenaban el cuerpo y pudrían el alma, revolviéndose, y agitándose como en un
antro satánico y asqueroso de miseria y de prostitución.
Tras de aquel recinto vimos otro, y después otro, y luego otro, basta no sé
cuantos, llevándonos el elegante hreak del alcalde de la pintoresca y bulliciosa Se-
villa, de tugurio en tugurio, de pocilga en pocilga, de foco en foco de degradación
y de inmundicia.
Recorrimos en tal empresa la Macarena, el Pumarejo, San Bernardo, Triana,
y la Carretería, y hasta la Calzada.
Doquier nos convencimos de la colosal empresa que había de acometer el
municipio de la ciudad de San Fernando, para librarla de los focos de infección
que encerraba en su seno y que tan fatales habían de ser para la población ente-
ra, si por desgracia se cernía sobre ella y tomaba cuerpo el terrible azote del Gau-
ges, cuya inminencia se temía entonces.
Pero la impresión mas indeleble, mas repugnante y mas triste que recibimos
en nuestra correría, tuvo lugar en Triana; en un tugurio que visitamos en una
calle cuyo nombre no recuerdo ahora, situada allá, muy próxima á las últimas
AMERICANOS Y LUSITANOS
777
casas de la calle de Castilla, en dirección al camino de la famosa Cartuja, que
hoy posee el inteligente y laborioso marqués de Pickman.
Mientras inspeccionábamos los repugnantes tabucos de una desmantelada
mansión de mendigos y rateros, llegaban desde el exterior hasta nosotros tales
miasmas y tanta fetidez, que no nos fué posible permanecer mas tiempo en aquel
antro de pestilencia, sin tratar de inquirir el origen de donde aquellos procedían.
Condújonos un granuja á una especie de huerto ó cercado que habia en el
fondo del caserón y que, á pesar de hallarse al aire libre, envenenaba la atmós-
fera con emanaciones imposibles de expresar.
Aquel huerto, mas que huerto, era estercolero.
En toda su superficie se elevaban altos montones de todo linaje de basuras; y
entre ellos, no se hallaba media vara de terreno en que no existiese un hoyo ó ex-
cavación destinada á recibir los excrementos de aquella guarida de ladrones con
apariencia de pordioseros.
No hay pluma que pueda trasladar al papel tanta infección y tanta he-
diondez.
Sobrecogidos de malestar por lo que veíamos y medio desvanecidos por sus
mefíticos efectos, nos disponíamos á abandonar aquellos asquerosos lugares, cuan-
do el rapaz que nos sirvió de guia, preguntónos si queríamos ver la sala de la
Tía Chirula.
Deseó el alcalde saber quien era la Tía Chirula , y contestóle el pilluelo ser
una bruja que desde muchísimos años vivia en un rincón de aquel huerto, sin
que nadie tuviera memoria de haberla vista fuera de él. Quisimos conocerla: el
granuja nos llevó á través de aquellos pozos y montones de estiércol, basura y
excrementos, y en un extremo, junto á una desmoronada tapia, divisamos algo
como choza ó cobertizo formado con cañas y podridas esteras. Debajo de tal con-
junto informe, miserable y sin nombre, en aquel rincón que el pilluelo habia lla-
mado la sala de la Tía Chívala, vimos incorporarse una anciana de ojos saltones
y desencajados y de cabellera blanca, escasa y desgreñada, á la cual hallamos
recostada y completamente hundida entre las inmundicias de un verdadero mu-
ladar.
Toda suerte de basuras rodeaban su cuerpo. Las carnes de éste, cubiertas en
muy pocos trechos, ofrecian un color parduzco y cierto lustre viscoso y húmedo,
constituyendo el mas asqueroso é indescriptible conjunto de inmundicia con for-
ma humana.
778
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
En sus manos tenia aquella desgraciada algunos trozos de vegetales secos y
amarillentos y entre sus mandíbulas, casi desencajadas, notamos que trituraba ó
exprimía algo, que, á nuestro entender, debia haber salido del monten de basura
en que yacía.
La Tia Chinda era la encarnación mas acabada del idiotismo, de la miseria
y del embrutecimiento.
Su aspecto era tan nauseabundo, tan repugnante y lastimero á la vez, que al
contemplarlo sentíase oprimido el corazón, revuelto el estómago, preñados los ojos
de lágrimas y la mente sobrecogida y angustiada por la idea de las grandes lla-
gas que carcomen la humanidad.
Yo he visto grandes desgracias, males cruentos, dolores y martirios capaces
de hacer vacilar á los espíritus mas tuertes; pero de todo lo mas tristemente abyecto
v repugnante que he contemplado en mis viajes por ambos mundos, nada ha j)o-
dido igualar el espectáculo de aquel sér medio mujer y medio bruto. Nada se ha
grabado tan profundamente en mi cerebro como la imagen de aquella existencia
identificada con la podredumbre y la fetidez de un estercolero; confundida con él
en una naturaleza sola; nutrida por los gases y jugos de una letrina.
El recuerdo de la Tía Chinda no se describe.
Se siente y se llora.
Es una de las fases que, en el seno de las ciudades mas ricas y bulliciosas y
esplendentes, ofrece la vida oculta y olvidada de los tugurios.
En ellos se revuelcan, entre un fango común, la miseria y la prostitución, en
tanto que á pocos pasos bailan y gozan los poderosos y los felices.
¡ Autonomías sociales !
El alcalde de Sevilla tomó los nombres de todas aquellas gentes que vió ar-
rastrarse, entre blasfemias ó entre gemidos, en los tugurios de la tierra, de la luz,
de la hermosura y los perfumes; ordenó blanquear aquellos edificios; recomendó
la mayor higiene y vigilancia á sus dueños; pero... nada más.
El cólera no vino por fortuna; pasó el peligro; los males descubiertos en aque-
lla visita de inspección fueron olvidados pronto en los centros oficiales; y así era
lógico que sucediera, dada la clásica idiosincracia española.
En la tierra de los toros y de la costumbre de hacer tiempo , nadie se acuerda
de Santa Bárbara mas que cuando truena.
Por esto seguimos en nuestra decadencia, v crecen v se hacen crónicos núes-
tros males y preocupaciones, y, como dijo el poeta:
AMERICANOS Y LUSITANOS
779
El mundo, en tanto, sin cesar navega
Por el piélago inmenso del vacio.
Y si alguna alma generosa se acuerda de los desvalidos y trata de cauterizar
los cánceres sociales, no falta quien haga hurla de sus generosos propósitos, ó
cuando menos los califique como el ministro Sullv calificó las generosas ideas del
gran Enrique IV: de beaux reves de bonJieur.
Por esto cada vez y cada dia se rie más y mejor en la comedia humana.
Por esto, sin duda, sigue el tugurio en el fondo de nuestras mas populosas
ciudades, ofreciendo el espectáculo que conocemos por propia y triste experien-
cia y del cual son pálido reflejo estos renglones.
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por D. Diego Vicente Tejera.
I
la lóbrega plaza
Con paso incierto,
Acércase el mendigo
Triste y hambriento.
¡Noche de angustia!
Pesados nubarrones
El viento empuja.
Por las desiertas calles
La vista tiende.
Nadie que lo socorra...
¡Nadie aparece!
¡Mendigo! Espera:
A los buenos que sufren
Dios nunca deja.
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
781
En la pared apoya
Sil frente pálida,
Y á su mustia mejilla
Salta una lágrima.
¡Mísero anciano!
El ábrego se mofa
De sus harapos.
Mas ¿por qué se alza y tiembla
Y exhala un grito?
¿Por qué anima sus ojos
Súbito brillo?
¿Qué escucha atento?...
La dulce voz de un arpa
Suena á lo léjos.
Es una melodía
Tierna y extraña,
Que despierta en su mente
Memorias vagas,
Bellas visiones,
Ensueños de otros dias
Encantadores.
En las ondas del aire
Palpita trémula:
Ruega, sonríe, llora,
Canta, se queja,
En himno ardiente.
Prorumpe, se sublima,
Desmaya y muere.
¡Sí! ¡No hay duda! Son esas
Las mismas notas
Que oyó vibrar un tiempo
TOMO i.
98
82
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Con calma absorta,
Cuando al oido
Se las enviaba un ángel
¡Entre suspiros !...
II
¡Una noche muy bella!
¡Noche de amores!
Era blanca la luna
Mas que otras noches.
Allá en los campos
Se deslizaban céfiros
Embalsamados.
¡Una noche muy pura!
¡ Noche de dichas !
Retozaban dichosas,
Fuentes y brisas,
Y allá, en el bosque,
Dichosos gorjeaban
Los ruiseñores.
¿A donde, con tal prisa
Corre el mancebo,
Inquieta la mirada,
Suelto el cabello?
Yédlo anhelante,
Al fulgor de la luna
Cruzar el valle.
Cercada de naranjos
Y de jazmines,
La mansión de su novia
Presto distingue.
AMERICANOS Y LUSITANOS
783
No léjos de ella.
Recátase el amante
Y espera... espera...
Siglos son los minutos...
¿Vendrá la amada?
¿Sonará en el silencio
La voz de un arpa,
Señal precisa
De que la niña hermosa
Vendrá á la cita?
Pero escuchad al joven
Lanzar un grito,
Mientras sus ojos cruza
Súbito brillo !
¡ No ! ¡ No es un sueño !
¡El arpa melodiosa
Vibra á lo léjos!...
III
Y se muere el anciano
De hambre y de frió,
Sin que nadie le preste
Ningún auxilio !
¡Oh! ¡Ten paciencia!
El arpa otra vez dice
Que tu ángel llega.
Aparece una pobre
Niña, tañendo,
Y en las piedras tendido,
Contempla al viejo,
781
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Sobre él se inclina,
Y nota con espanto
Que no respira.
¡ Olí niña de alma noble !
Tú que no tienes
Mas que el pan que al mendigo
Llorando ofreces,
Cesa de hablarle:
¡Ya no siente el anciano
Frió ni hambre!
Hace poco sufría
Con tal vehemencia,
Que nadie sufrió nunca
Mas cruda pena:
Sufría tanto,
Que se creyó del cielo
Desamparado !
Pero Dios, niña buena,
Por él velaba...
Y tú misma le diste
Dulce esperanza:
Que tu arpa, ¡ oh niña !
Le anunció que su esposa
Preste vendría.
¡ Y la esposa ha venido !
Vino hace poco.
Y, llena de ternura,
Besó su rostro,
Y él, sonriendo,
Cayó alegre en sus brazos
Y. . . ¡ya se fueron ! . . .
AMERICANOS Y LUSITANOS
785
La luna entre las nubes
Abrióse paso,
Y bañó con luz débil
Un triste cuadro:
En una esquina.
Postrada ante un cadáver,
Reza una niña.
por D. Enrique Rodríguez Solís.
ace pocos años que el qué estas líneas escribe, por razo-
nes políticas que no son del momento, resolvió trasladar-
se á Portugal, la noble nación vecina á nuestra querida
España, que ya en los comienzos de este siglo habia otor-
gado á su inolvidable padre una tranquilidad de que por
sus ideas liberales no podía gozar en su pátria.
Portugal, no es posible desconocerlo, ni menos dudarlo, es el
liermano menor de España, y ambos forman las ramas principales
de ese árbol frondoso y robusto que se llama Península Ibérica.
Y si alguien lo duda estudie la historia y verá que Portugal, tiene
las costumbres de España, así como España tiene el habla de Portugal; verá que
las aguas del Miño apagan la sed de ambos pueblos, que las ondas del Duero me-
cen los buques de ambos países, que los vientos del Océano agitan la bandera de
las dos naciones, que las corrientes del caudaloso Tajo saludan cada dia á Portu-
gal en nombre de España, y por último, que Portugal ama tanto la independencia
GvOfi$aoyc
i
(P^'óy y
ÍY
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
787
como España la libertad. Verá que la historia consigna que ambos pueblos mar-
chan unidos á la reconquista de su independencia con el heroico pastor Viriato,
esa gran figura que cuanto mas se estudia mas se admira, y cuyo recuerdo vivi-
rá tanto como vivan Portugal y España. Verá que la historia nos presenta juntos
en el camino del Nuevo Mundo, pues si Colon descubre á Cuba, Vasco de Gama
halló las Indias Orientales; y si Hernán Cortés conquista á Méjico, Fernando de
Magallanes encuentra el archipiélago Filipino. Verá que trascurren los años y
que el Ogro de Córcega, el Gran Capitán del siglo, Napoleón en fin, intentó sub-
yugar á la vieja Lusitania y á la antigua Iberia, y que ambos pueblos reúnen sus
fuerzas y esgrimiendo sus invencibles armas derrotan las águilas imperiales en
Pombal y en Bailen, en Rediña y en Zaragoza. Verá que si Portugal se enva-
nece con la gloria de Camoens, España se honra en la de Cervantes, cuyas dos
vidas, como las de los dos pueblos en que han nacido, presentan un parecido tan
exacto que no parecen sino gotas desprendidas de una misma fuente, pues si poe-
ta y soldado es Luis de Camoens, soldado y poeta es Miguel de Cervantes; si hé-
roe y mártir es Camoens en Africa y Mozambique, mártir y héroe es Cervantes
en Argel y en Lepanto; si pobre y en el olvido muere Camoens, olvidado y mise-
rable muere Cervantes; y si en pago de tanta ingratitud dota Camoens á Portu-
gal de su magnífica obra Os Lusiadas, Cervantes dota á España, en pago de su
abandono, del inmortal Don Quijote, obras ambas tan grandes, tan sublimes, tan
colosales, que mientras la lengua portuguesa exista y el idioma castellano no se
pierda, vivirán estos dos pueblos hermanados, merced á esos génios impondera-
bles que se llaman Camoens y Cervantes.
II
Pero sin pensar, y arrebatados por el entusiasmo que siempre nos han inspi-
rado Os Lusiadas y Don Quijote, nos hemos alejado del asunto que motiva el
presente trabajo, ó lo que es igual, de la descripción del famoso tipo portugués
O f adista.
El fado es el canto popular de la nación portuguesa, y si los cantos popula-
res, como ha dicho un ilustrado escritor, representan de una manera fiel el carácter
moral de un pueblo, el fado sintetiza de un modo admirable al pueblo lusitano,
pueblo de costumbres verdaderamente patriarcales, metódico, tranquilo, grave,
trabajador, exento de emociones, poco amigo de trastornos, un tanto quizás sol-
788
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
dado taciturno, pero amante de la familia y del hogar como ningún otro pueblo
de la tierra,
Durante mi estancia en Portugal la suerte me deparó un hogar noble y cari-
ñoso. La casa en que me hospedaba era la de un distinguido periodista lusitano
muerto en la flor de la juventud, al cual habia yo tenido la suerte de conocer y
tratar en Madrid. Tanto habia hablado de mí á su familia, que á mi llegada me
encontré en ella no ya como un amigo, sino como un nuevo hijo.
Una noche departíamos amigablemente con su bondadosa madre y su ilustra-
da hermana sobre literatura y artes, y la conversación vino á recaer sobre los can-
tos populares de España que tanto liabian entusiasmado á mi amigo durante su
viaje por nuestra patria.
— Nosotros tenemos también un canto popular, una música verdaderamente
nacional, — exclamó Margarita, la hermana de mi amigo.
— El fado, me apresuré á decir.
— ¡Ahí ¿Lo sabia usted? — replicó la joven entre sorprendida y risueña.
— Sí por cierto; y sé más; sé que el fado oido de los hermosos lábios de una
portuguesa es á la vez un canto dulce y gentil, sentido y gracioso, si bien algo
melancólico.
— ¡Magnífico! — exclamó mi amigo.
— Y sé por último, que la letra pertenece á esa poesía popular, de autor ig-
norado, á ese inspirado trovador popular que nadie conoce, pero que escribe ver-
sos tan bellos, tan sentidos, tan inspirados, tan filosóficos, que los llamados poe-
tas admiran sin lograr imitarlos.
— Margarita, — se apresuró á decir mi amigo, — es necesario que te sientes al
piano y demuestres á Enrique la certeza de sus palabras.
La hermosa joven sin hacerse rogar tomó asiento al piano que rodeamos su
madre, su hermano, un íntimo amigo de la familia, compañero nuestro en el pe-
riodismo, y yo.
XII
La música comenzó...
¿Quién ignora que la música según la feliz expresión de un distinguido pu-
blicista no es solamente un recreo, sino un beneficio; que ella adormece el dolor, y
templa la pena; que al par que despierta el valor, excita el placer; que ella con-
AMERICANOS Y LUSITANOS
789
suela al trabajador y hace sus ejercicios menos penosos; que es el lenguaje de los
sentimientos dulces, y de los arranques belicosos; que se une á nuestros pensa-
mientos mas íntimos por el recuerdo de las impresiones de la niñez, por la sere-
nata al pié de la reja de la mujer amada, por el clarin guerrero que llama al
hombre á la conquista de su libertad?... Y elevándonos á mayor altura, ¿quién
se atrevería á desconocer que la música ha influido poderosamente en varias na-
ciones en la moral de las clases obreras, estrechando los vínculos del hijo en la
familia y del hombre en la pátria?
A estas filosofías me entregaba yo cuando Margarita preludiaba las primeras
notas del fado. De pronto su voz clara y armoniosa, lanzó al viento los siguientes
cantares llenos de una poesía encantadora:
«Son varios los destinos de la tierra,
Diversos entre sí;
Corren al mar las aguas fugitivas
Y yo corro hácia ti.
»Cuando vi la luz lloraba.
Lloraba porque nací,
No llorara si supiera
Que había de verte á tí.
»La flor nace en tu jardín
Y la naranja en tu huerta,
Los suspiros en tu pecho
Y en tu frente la inocencia.
»No hay tesoro cual suspiro
De ardiente y leal amor,
Que los tesoros se compran
Pero los suspiros no.
»Tengo dentro de mi pecho
Muy cerca del corazón
Un letrerito que dice:
\ Morir, si; olvidarte, no !»
El fado sonaba en mi oido dulce y festivo, sencillo y gracioso.
Margarita se levantó del piano y todos nos apresuramos á felicitarla y aplau-
dirla. Su triunfo fué tan grande como merecido, y la ovación que la tributamos
tan grande como justa.
— Es preciso, — dijo Alfredo, nuestro compañero, — que mañana Santos y yo
le llevemos á usted á oir á Joaquin el f adista mas célebre de Lisboa.
Así terminó aquella hermosa velada.
TOMO i.
99
790
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
IV
Con efecto, al siguiente dia fuimos en busca de Joaquín, el gran fadista por-
tugués.
Y ahora, á su vista, y tratando de recordar las noticias y datos que me suminis-
traron mis dos amigos, y las observaciones que jo hice, procuraré describir el fa-
dista Joaquín, á quien hallamos cerca de Belen, uno de los barrios mas lindos de
Lisboa, en una casa de pasto (tienda de vinos), debajo de una gran parra, senta-
do sobre el pico de una mesa, con el cigarro en la boca, caído sobre el lábio, y la
vihuela en el brazo, tal y como le representa nuestro grabado.
El bom Joaquín era un mozo de 25 á 30 años, ajado por la crápula y la orgía:
llevaba una chaqueta y un pantalón de corte especial, y en la cabeza el indis-
pensable gorro de algodón. Cuando nosotros llegamos se hallaba en esa actitud
indolente del que todo lo posee, ó del que nada necesita, contemplando melancó-
licamente la guitarra, quizás para componer alguna nueva caución, ó para llorar
la pérdida del vino que había desaparecido de la botella que tenia á su lado. Al
oir de lábios de mis amigos nuestra pretensión, que era la de oirle cantar y tocar,
y al ver la mesa cubierta de blanco mantel, de humeantes chuletas y multitud
de botellas de rico Oporto y sabroso Madera , el fadista se hirguió altanero, alzó
orgulloso la frente, relucieron sus ojos, su boca lanzó atrevidas frases y sonoras car-
cajadas, y se dispuso á hacernos oir las mas picarescas canciones de su inagota-
ble musa.
A medida que apuraba sorbos de vino su rostro adquirió tintas mas rojas, sus
risas eran mas desordenadas, sus guiños mas atrevidos, sus coplas y sus movi-
mientos mas escandalosos.
Joaquín era el bello ideal del fadista , uno de los tipos mas populares de Por-
tugal.
Al fadista se le halla siempre en los pintorescos alrededores de la hermosa
Lisboa, porque es un artista de corazón, y lo mismo aparece en Belen que en
Nueva Cintra, igual en Alcántara que en Cacilhas, lo propio junto á las sober-
bias quintas de Pombal, de las Larangeiras ó del Bispo, esas quintas deliciosas
llenas de exquisitas frutas y de variadas flores, de las que ha dicho Campoamor
que en ellas los sueños son pasiones, que en Collares ó en Cintra.
Siguiendo las huellas de un ilustre escritor, diremos que el fadista es un tro-
AMERICANOS Y LUSITANOS
791
vador del vicio en la juventud, alabardero de los teatros, y asiduo concurrente á
la plaza de toros del campo de Santa Ana en la edad adulta, y centinela y guar-
dián de las tabernas en la vejez. El f adisla, ni envidioso ni envidiado, ni pobre
ni rico, pasa su vida en el ocio y en la orgía. Frecuenta las tabernas, visita los
lupanares, entra en las iglesias, acude á las bodas, y lo propio sirve para un fre-
gado que para un barrido, como vulgarmente se dice. Completaremos su retrato
diciendo, que es generoso y algo desconfiado, fanático y libre pensador, prudente
y valeroso, artista y matón, y que con el mismo fervor que oye una misa empu-
ña el ferro (cuchillo), y despacha á cualquier prójimo; que es un hábil guitarris-
ta y un cantador incansable de coplas, que según asegura saca de su misma ca-
beza, y por lo tanto el convidado indispensable, el personaje principal de toda
boda. Una palabra más y concluimos.
El f adisla es un bebedor admirable, y su cuerpo al igual del famoso tonel de
las Danaides no tiene fondo.
El tipo del f adista lo mismo que el de la ocarina, vendedora de pescado, ó pes-
cadora de Ocar , graciosa, fina, y generalmente bonita, vestida con ligera saya de
bayeta, colletinho ajustado, un lenzuelo de color de grana ceñido graciosamente al
seno, una cesta redonda sobre la cabeza llena de pescado vi vito, y la airosa pierna
al aire, son hoy universalmente conocidos merced al inimitable lápiz del gran ar-
tista portugués Bordallo Pinheiro.
Y aquí terminamos nuestro trabajo, que esperamos que nuestros ilustrados
lectores acojan benévolamente, copiando las únicas canciones susceptibles de tras-
cribir, que oimos de los lábios del célebre f adista Joaquin:
«El que mucho posee mucho gasta:
Al que poco tiene poco le basta,
A quien nada tiene
Dios le mantiene.
»A1 irme de Portugal
Tres cosas te he de pedir,
Gran firmeza, lealtad,
Y honradez en el vivir.»
Se nos olvidaba. En Lisboa, y en todo Portugal, se vende un libro curiosísi-
mo que recomendamos á los señores bibliófilos y anticuarios, y que lleva por tí-
tulo: Almanach do bom f adista.
A la verdad creemos que ni la literatura podia aspirar á menos, ni el f adista
á más.
(EL COLONO EN AMÉRICA)
por I). J. de Vargas.
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» /) T \\V_>
■W-
rave problema de economía política es el de la emigración;
y sobre si lian de evitarla ó nó los gobiernos, se lian ocupado
y ocupan los hombres versados en la citada ciencia.
Sea de ello lo que fuere, pocos países en verdad reúnen
tantas condiciones como el nuestro para que sea fácil evitar
el que sus hijos vayan las mas de las veces á morir de mala manera
en lejanas playas. La población que habita en nuestra península no
es excesiva y las condiciones de nuestro suelo feraz y fértil, á poco que
fueran trabajadas con constancia, darían mas que suficiente para que
todos vivieran con holgura. Uno de los antiguos graneros del so-
berbio imperio romano no cabe creer que sea tan grande su decadencia y agota-
miento que no baste ya á levantar las exiguas exigencias de los que en él habitan
y si con efecto la tierra ya, contra lo que creemos, no diera lo suficiente, gracias
á los progresos y adelantos de la industria moderna, pueden abrirse nuevas fuen-
tes de riqueza, pueden arbitrarse medios que lleven ála prosperidad moral y ma-
terial del país conteniendo á los nacidos en él, reteniéndolos é impidiendo que
vayan á morir como hemos dicho, después de arrastrar una vida de privaciones
y de fatigas.
W
T'
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS 793
Bien sabido es que los puntos de que mas gente emigra son Galicia y Astu-
rias, regiones las mas pobladas de nuestra España; naturales que adolecen de un
defecto que en ellos, más que en ningunos otros, ha llegado á ser proverbial. El
gallego y el asturiano sueñan con el oro, lo anhelan, lloran por él, mas no como
muchos que lo quieren por lo que el oro representa, por las necesidades que sa-
tisface, por las comodidades que reporta, no, el gallego y el asturiano, hablando
en tésis general, quieren el oro por el oro mismo y cuando lo tienen puede de-
cirse que no les sirve mas que para satisfacer una soñada aspiración de su alma,
la de tenerlo: una vez que lo posea lo guardará, lo conservará hasta el fin de sus
dias, sin que uno solo siquiera haya dejado de trabajar por aumentar el capital
que ya para él constituía la primera moneda. Por conseguir ésta se afanó duran-
te largos años, luchó y perseveró á costa de todas sus fuerzas y de su reposo y de
salud y en cuando la llegó á tener, vió que era poco, guardóla y siguió trabajan-
do por tener otra y otra, y cien más, y luego pensó en el millar de millares, y
en los millones mas tarde.
En las largas noches de invierno cuando el frió mortifica y la lluvia cae pau-
sadamente, una vez vueltos del trabajo los mozos de aquellas pobres pero risue-
ñas aldeas se refugian junto al fuego, y como tan uniforme y monótona es la vida
que hacen, pasan el rato en tanto el calor los conforta y el sueño los vence en
hacer castillos en el aire que les hacen poner tristes casi siempre y que con fre-
cuencia les hacen exclamar:
— ¡ Si yo fuera rico !
No falta muchas veces quien evoque el recuerdo de un hijo de la aldea, que
como por encanto desapareció de ella cuando apénas contaba veinte años, y
que al cabo de otros veinte volvió á parecer, pero muy distinto y cambiado de lo
que era cuando se le echó de menos.
Cuando marchó no tenia para comprar un sombrero, á pesar de lo poco que
allí cuestan, y cuando se apareció de nuevo, favoreció á sus parientes, compró
tierras, bueyes y hasta la casa en que habia nacido.
Como la curiosidad está vivamente excitada y todos quieren saber el miste-
rioso secreto, merced al cual se enriqueció el paisano, no falta entre ellos quien
pregunta de que medios se valió para llegar al soñado desiderátum á que to-
dos aspiran, y entonces se les dice con aire retumbante que estuvo en América.
— América, América, — contesta alguno, — ¿y qué es eso?
Esta pregunta es ya contestada prévia preparación, con lo cual resulta una
794
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
especie de Jauja, Edén encantado donde parece prohibido trabajar y donde no
bien ha llegado uno, cuando se encuentra rico sin más ni más.
Tan pronto como del cerebro de uno de aquellos asturianos ó gallegos se apo-
dera la mencionada idea, no la abandona jamás hasta que por desgracia suya tra-
ta de abandonar su tierra para realizarla.
¿Donde está América, esa tierra de promisión, donde todo es ventura y bien-
andanza, donde se encuentra? Léjos, muy léjos, y para llegar á ella hay que
atravesar el mar. Esto es lo grave. Si por tierra se pudiera ir, si fuera posible
llegar á ella andando, la cosa era bien distinta, pues entonces, en aquel momento,
sin descansar de las fatigas deldia, emprendieran la marcha y sin parar un mo-
mento verían realizado su intento ó morirían en el camino.
Pero hay que embarcarse y las gestiones y diligencias que practica para con-
seguirlo le hace caer en manos de uno de esos reclutadores que cobran una co-
misión para fletar gallegos ó asturianos ó catalanes con rumbo al Nuevo Mundo.
Cuando aquel agente de embarques, verdadero contratista de carne humana,
comprende que tiene reunido un número suficiente de alucinados, da al que pa-
rece mas listo una carta con la cual se presenta en Santander ó en la Coruña al
sugeto á quien va dirigida, que no es mas sino otro agente, de mas elevada ge-
rarquía. Desde el momento en que se ha puesto en contacto con él, aquella pobre
gente queda reglamentada de una manera casi militar; todos los dias tienen que
presentarse al agente, quien les da una miseria para que puedan comer y buscar
donde dormir.
Llega por fin un momento en que hay que proceder al trato; entonces se en-
tera nuestro tipo de cuantos son los que en definitiva están dispuestos á marchar
pues sucede con frecuencia que de estas partidas no faltan varios que se arre-
pientan, esto es, que desertan de las filas, irrogando una insignificante pérdida
á la terrible compañía que se ha hecho cargo de ellos y que puede ser perfecta-
mente comparada con una de aquellas que se establecieron para esplotar los tro-
zos de ébano, pérdida que por otra parte no les resulta, por cuanto buen cuidado
tienen de dividirla á prorata, aumentada por supuesto y cargada en cuenta á los
demás infelices.
Pronúnciales un largo discurso encaminado á probarles lo bien y lo cómoda-
mente que van á hacer la travesía; la dicha y el contento que van á disfrutar
durante toda ella, precursora de la gloria mayor de verse al poco tiempo dueños
de una fortuna considerable, conseguida con muy poco trabajo.
AMERICANOS Y LUSITANOS
795
Los futuros emigrantes al oir esto sienten que el corazón se les salta dentro
del pecho y quisieran ser pájaros para llegar allá mas pronto, pero casi ensegui-
da sobreviene la segunda parte del discurso que es la mas lastimosa y la que da
lugar á que el dolor les nuble la vista, pues lia llegado el comisionado á un pun-
to que no esperaban ó que al menos habian olvidado, acariciando tanta hermosa
idea como el primer trozo del discurso hiciera surgir en la mente de aquellos in-
felices. El comisionado les ha, hablado del pago del pasaje que es caro por cuanto
se trata de ir á tan lejanas tierras, pago necesario é indispensable que se ha de
hacer anticipadamente, porque así lo exige el capitán del buque que los ha de
conducir. Todos, por boca del que mas avispado parece, confiesan que no tienen
un céntimo, y lo que es aun peor, ni de donde les venga, afirman que se habian
creido otra cosa, que se figuraron que podrían pagarlo después con lo que allí gana-
ran y que por eso vinieron. Ruegan luego al pérfido instrumento, que vea la mejor
manera de arreglarla cuestión aquella para que no queden fallidas sus esperanzas.
Con. áspero y desabrido tono, contesta el comisionado que hará lo que pueda
y los infelices se retiran tristes y cariacontecidos, sin saber lo que les pasa y cre-
yendo que el mundo se les ha venido encima, mas no pierden del todo la espe-
ranza, pues aquel señor á quien conocían en el pueblo y que tan eficazmente los
había recomendado, les dijo: que aunque se presentaran algunas dificultades su
amigo de Santander ó de la Coruña, procuraría arreglarlas y vencerlas.
Con todo, en la noche les es casi imposible conciliar el sueño, pues no cesan
de repetirse que si aquello no se arregla no podrán marchar á América, perdien-
do dolorosamente todo lo que esto significa: tendrán que volver de nuevo á sus
rudas y pesadas ocupaciones, á mal comer y mal dormir, sin poder abrigar la es-
peranza de mejorar ni de que aun llegue el dia en que tranquilamente pueda con-
templar su capital, sin ocuparse de si hace frió ó calor, de si llueve ó está sereno.
En tan triste pensar le sorprende el dia y no bien le parece que es ya hora
conveniente, se reúne con sus amigos y compañeros y marcha á la casa del co-
misionado. Este los recibe con malos modos, con seca y dura frase, pero al fin
concluye por anunciarles que á duras penas ha podido conseguir que el capitán
del buque los trasporte siempre que ellos se comprometan á firmar un documen-
to por el que se obliguen á pagarle cuando lleguen. Tal trato les hace ver el cie-
lo abierto, acceden á todo, firman lo que les ponen delante y pocos dias después
hacinados como fardos en el entrepuente de un buque parten para lo que ellos
creen tierra de promisión ,
796
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
Los primeros dias de navegación son horribles; no acostumbrados á tal géne-
ro de travesía se trastornan y marean, son la burla y el hazme reir de toda la
gente de abordo, nadie los cuida ni los atiende y los infelices que no pueden ni
aun sufrir la vista de los alimentos, contraen enfermedades de las que no pocos
sucumben. Los que sobreviven contemplan con honda pena como son los cadáve-
res arrojados al agua y aun escuchan con horror la broma y chacota de los ma-
rineros.
Comiendo solo un miserable rancho, bebiendo agua salobre la mayor parte
del tiempo, haciéndolos trabajar y obligándoles á que sirvan á los demás, siguen
dias y dias hasta que por fin pasados veinte y tantos del nefando en que por su mal
abandonaran la tranquila aldea en que habian vivido, llegan á las risueñas playas
del nuevo mundo donde esperan encontrar la paz, la ventura y la felicidad con
las riquezas.
El aspecto de las comarcas aquellas les hace abrigar la esperanza de ver rea-
lizados sus deseos. Aquel cielo explendente y puro, no parece que pueda cobijar
mas que dichas y alegrías; aquella tierra cuya exuberancia está atestiguada por
la fuerza de la vegetación que atónitos contemplan, debe ser harto dúctil al tra-
bajo y conseguirse de ella todo cuanto pueda desearse. Sienten que el alma se les
ensancha, mas algo les desanima, el carecer de indicaciones precisas para saber
á donde tienen que dirigirse, esto les desconcierta y les lleva á preguntar al ca-
pitán que desde luego se encarga de hallarles colocación.
En los antiguos tiempos, cuando á las costas de país amigo ó conocido arriba-
ba buque pirata, que en alta mar se hubiera hecho de presa, ó cuando anclaba
en la bahía embarcación de guerra que hubiera tomado parte en cualquier expe-
dición haciendo prisioneros á los que, en gracia de la vida, reducian á la esclavi-
tud, acudian presurosos á la playa todos los que tenian necesidad de esclavos,
y no bien fueran aquellos desembarcados y expuestos á las ávidas y codiciosas
miradas de los que los deseaban, comenzaba el horrible trato, y aquella mercan-
cía tan despreciada era objeto de mil alzas y bajas según la mayor ó menor de-
manda. Seguían los infelices apresados la misma ley que las cosas puramente
materiales tras lo cual quedaban reducidos á un sufrimiento eterno al que era
preferible la muerte.
Historiadores políticos y filósofos á porfía, han condenado tan bárbaras cos-
tumbres, han hablado mal, como no podia ser menos de aquellos ruinosos tiem-
pos en que había hombres tan desgraciados que podían quedar convertidos en oh-
AMERICANOS Y LUSITANOS
797
jetos de comercio ó en medios de adquirir, como sucedía con los bienes inmue-
bles y con las bestias de carga y todos se lian congratulado de alcanzar tiempos
en que la personalidad humana se tiene en mas elevado concepto.
Mas tal cosa sucede porque no se han fijado en lo triste, muy triste que es
la condición del emigrante.
Puede censurársele á este el afan de riquezas que le llevó á dejar su casa,
mas bien visto en el fondo, esto no es mas que la constante afición del hombre de
mejorar y mas que nada por punible que fuera su lecho, por censurable que fuera
su conducta, nunca habría motivo bastante para que se les hiciera experimentar
los numerosos y grandes sufrimientos á que se les condena.
Al ofrecerles el capitán del buque en que han sido conducidos, que buscaría
y hallaría para ellos una colocación, sabe de antemano lo que se ha dicho, pues
inmediatamente que salta en tierra tiene ya muchos conocidos que le aguardan y
preguntan con solicitud si trae hombres. A su contestación afirmativa se inquie-
re la clase y condición de cada uno de ellos y los gastos que trae cada cual. Esta
frase que subrayamos no es poco lo que representa, pues desde luego indica lo que
el amo tendrá que pagar por el criado antes que entre á su servicio. El capitán
presenta documentos con los que acredita que cada uno de los hombres que for-
man el cargamento le adeuda doscientos duros que es en lo que se ajustó el pasa-
je y en lo que están incluidos todos los gastos que se han hecho, y esto bien pue-
de ser considerado como un precio; al desembarcar los infelices tienen ya amos,
cada cual puede escoger el que mas le agrade, unos los llevan al campo donde
tendrán que ocuparse en las labores de la tierra, otros irán á tiendas de telas ó
géneros comestibles y los habrá también que no sirviendo para otra cosa, á juzgar
por la presencia que es lo que mas se estima, serán cogidos para mozos de servicio
é irán á ganar una mensualidad miserable trabajando de dia y de noche.
De nada les servirá protestar si las colocaciones que se le presentan no les
agradan, inútil será que en su desencanto reniegue, se arrepienta y hasta llore.
¡Qué ha de hacer el infeliz! Léjos de su pátria, ausente de su familia, sin ami-
gos ni conocidos no tiene mas remedio que ceder á la dura é imperiosa necesidad,
terrible maestra que nos enseña muchas cosas contra nuestra voluntad. El infe-
liz emigrante, tiene que optar pronto por cualquier cosa, tiene que decidirse sin
mas remedio, pues de lo contrario el hombre por un lado le hace horribles mue-
cas con su descarnada faz y del otro el capitán le acosa, pues quiere cobrar lo
que para su bien le anticipó y le amenaza con los tribunales y con la cárcel fun-
TOMO i. 100
798
LOS HOMBRES ESPAÑOLES, AMERICANOS Y LUSITANOS
dándose en que por el pagaré que tiene en su poder se obligó solemnemente á sa-
tisfacerle la suma, tan pronto como llegará á tierra de América.
Volvemos á repetirlo, no tiene mas remedio que aceptar lo que se le presenta
que nunca es bueno y pocas veces regular, y aun así tiene que confesarse desde
luego deudor á su amo de la suma que este reembolsa al capitán, con lo cual
queda empleado. ¿Qué vida es la que hace desde entonces? Si su amo tiene al-
guna pingüe hacienda de las que allí alcanzan tau considerable extensión se verá
reducido á desempeñar las mismas faenas de que hastiado, le llevaron á dejar su
tierra. No bien haya amanecido tendrá que dejar la miserable cama si es que no
duerme al raso acostado sobre la húmeda yerba, y permanecerá trabajando sin
descanso hasta que el dia niegue sus luces: con escasa y poco sana alimentación,
expuesto á los ardores de aquel sol, sufriendo aquellas repentinas lluvias, su sa-
lud se resentirá bien pronto y morirá rápidamente, pues á los estragos materia-
les se unirá la nostalgia que ha de sentir cualquiera aunque vaya á hermosísi-
mo país, si es en él mal tratado.
Si por suerte suya no fué al campo sino que lo escogió quien tenia un esta-
blecimiento mercantil, trabajará en él de la misma manera, sufriendo constante-
mente malos tratos, y después de muchos años, durante los que ni un solo dia
habrá dejado de imponerse privaciones, tal vez logre reunir con que poner una
pequeña tienda donde seguir vegetando. Casi lo mismo que un poco de actividad
é iniciativa hubiera conseguido en su pátria querida, á la que en el mayor núme-
ro de los casos no vuelve á ver.
Seducidos por fútiles palabras y engañosas promesas dejaron lo cierto que tenian
para aventurarse en lo dudoso que le ofrecieron. Alucinado por la palabra colono
crevó sin duda que al llegar hallaria medios para ejércitar un trabajo indepen-
diente que le permitiera ahorrar, mas llevóse solemne chasco; á América no van
como colonos, van contratados como trabajadores y reputándose allí que íueran
porque no tenian otro remedio, los acojen y los obliga, y en una palabra no ha-
llan nada absolutamente, nada de lo que les habian prometido. Lo que con tan-
to afan y esfuerzo ganan, lo guardan y procuran conservarlo, se hacen duros de
corazón, avaros, ciegos á toda necesidad que pudieron remediar, sordos á toda sú-
plica; rara vez recuerdan á su pueblo, á su familia, ni á sus amigos, mas en las
raras cartas que escriben siempre repiten á los que van dirigidas; no os dejeis en-
gañar, ni creáis nada de lo que os digan; América está peor que esa y como en
todas partes, hay necesidad de mucho trabajo para escasa recompensa.
por D. Francisco de P. Monroy.
o primero que indefectiblemente hace cualquier extranje-
ro ó provinciano que llega á Madrid, coronada villa, ca-
pital de las Españas, es visitar la Puerta del Sol, lugar
que no se ha dejado de describir por cuantos bueno ó malo
han escrito. La Puerta del Sol tiene muchos mas atracti-
vos para el que no lo ha visto, que para el que la vé; cosa bien clara
cuando se sabe lo mucho que la imaginación abulta.
Descrita sin pasión, la anchurosa plaza no es mas, si bien se
mira, que un espacio situado en el centro de la villa, en el cual des-
embocan las calles mas principales; arterias que vierten la gente en
un punto común para que de allí vuelva nuevamente á los extremos.
Cualquier extranjero ó provinciano que llegue á Madrid, luego que se haya
convencido que la Puerta del Sol no tiene nada de particular, y se fije por hacer
algo en la gente que la frecuenta, tal vez lo que mas llame su atención sea el
constante grupo reunido de ordinario, é interceptando el paso las mas de las ve-
800
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
ces en la ancha acera que se extiende delante del café Imperial, gente que á juz-
gar por su traje parece pertenecer toda á la misma clase, y que, sin embargo,
forma parte de varias, por mas que en el fondo se den la mano y tengan entre sí
alguna relación mas cercana ó mas próxima.
Con efecto, al primer golpe de vista cualquiera dirá que todos los que visten
estrecho pantalón acampanado, chaqueta corta, muy corta, tal vez demasiado
corta, ciñe su cuerpo, procurando hacerlo esbelto, aunque no lo sea, con roja
faja, y cubre su cabeza con pintorero sombrero de anchas alas, pertenecen á una
misma clase, máxime cuando en la parte posterior de la cabeza dejan ver trenza-
do mechón de pelo. Pues se engaña de todo punto el que tal afirmación haga,
pues bajo este traje es cierto que se oculta desde el matador de cartel que tiene
cuadrilla formal y es torero de verano hasta el matachin toreador de invierno,
que cuenta cien proezas diarias sin haber realizado ninguna; desde el banderi-
llero con ajuste hasta el mulillero que sirve en la plaza para conducir el ganao
de arrastre, y no es solo esto, sino que también se presenta con el mismo traje el
chalan que comercia en ganado caballar y mular, el que no es nada y aspira á
torero, el empleado en el matadero el que revende carnes, y por último hasta
nuestro tipo, hasta el cantaor de flamenco, contratado en alguno de los cafés esta-
blecidos en Madrid, donde, si no se hace, se parodia al menos algo de lo que
ocurre en los colmados y hosterías andaluzas.
El cantaor de flamenco, pues así él mismo se llama con sin igual orgullo, ha
nacido generalmente bajo el esplendente sol de Andalucía, donde la gracia y el
salero rebosan por todas partes; de fijo que si tratáis de fijar la filiación de los de
tal clase os dirá que pasó sus primeros dias en la reina de aquel antiguo reino en
la hermosísima Sevilla, y mas que en la población, en el renombrado barrio de
Triana, donde ya dió más de una prueba de lo que de él se podia esperar. Si no
es de Sevilla puede apostarse, sin temor de perder, que vió la primera luz en Má-
laga, y que discurrió en sus juveniles años por las tortuosas calles del Perchel y
si aun no se hubiera acertado, que lo veo muy raro, seguramente que es de Cá-
diz, pues sin que pueda decirse por qué, los tres citados puntos son los llamados
á suministrar los cantaures y cantaoras de más renombre y de más fama.
Vestido como hemos dicho de una manera tal que fácilmente se le puede con-
fundir con el torero, nuestro tipo tiene gran semejanza con él desde mas de un
punto de vista. Excepción hecha del corto rato que trabaja ¿en qué ha de ocupar
el tiempo? ¿En qué ha de gastar el dinero que con tanta facilidad gana? Sin fa-
AMERICANOS Y LUSITANOS
801
milia y sin hogar, el mayor número de ellos consumen su tiempo en orgías y
borracheras de las que no pocas veces resultan riñas, que cuando no, les hacen
perder la vida, les cuesta la libertad por algún tiempo; y con aquello que les po-
dia servir para asegurarse una cómoda existencia en el tiempo en que no pueda
ganar satisfacen fútiles y vanales placeres y caprichos en los que pierden la sa-
lud y consumen la vida tontamente.
Alegre, gracioso y decidor casi nunca se le vé solo, tiene su camarilla que de
continuo lo sigue á todas partes, y lo sirven, lo miman y lo adulan, porque un
hombre de esta clase es siempre rumboso, y jamás cierra su bolsillo á los que son
sus amigos ó dicen serlo. Antes al contrario, siempre franco á su lado no quiere
nunca penas, y como él mismo dice da comida de su cuerpo se la da al que se la
pida. De aquí las dilapidaciones que le arruinan y que le hacen rentar siempre
sin un cuarto; de aquí también su corta y efímera existencia.
El canto le seduce y causa su delicia; la profesión que tiene la siguió porque
era una exigencia de su propia naturaleza y tan orgulloso se muestra con ella
que para él un hombre que no sepa modular unas playeras ó entonar unas segui-
dillas es un sér al que le falta algo. Cuando pasa por la calle va convencido de
que todo el mundo lo admira, y en parte no le falta razón, pues cantaor ha habi-
do que llegó hasta donde pocos llegan, y que fué escuchado con curiosidad y en-
canto en suntuosísimos salones: de ellos los ha habido amados por ricas elegan-
tes y bellas damas y aunque no todos puedan registrar en su futura historia
dicha tan grande, es seguro que aspiran á ella por lo cual es de ver como se con-
tornean y estiran para que si estupendas historias no se cuenta de ellos como
ciertas, que haya al menos motivos para que se les pueda suponer.
Sus cariños son fugaces, caprichos pasajeros que se van como vienen, pues
corazones gastados en su mayor número poco ó nada fructifica en ellos. Lo que
ayer le seducia hoy le causa hastío y mañana lo habrá dado al olvido con segu-
ridad. Tal es su vida pública, pero aun nos queda verlo en el verdadero lugar de
su acción, allí donde luce sus habilidades y la curiosidad de los más y el encan-
to de no pocos.
Mucho mas ceñudo su traje, ostentando estrecha y fina bota donde sobran los
adornos que con profusión la recargan, completamente afeitado y peinado hasta
con acicalamiento, apénas dan las ocho de la noche se dirige al antiguo circo de
Paul que desde que en él estuvo la bolsa se llama de la bolsa y que es el local
donde desde hace tiempo vienen contratadas las compañías de cante que se reclu-
802
LOS HOMBRES ESPAÑOLES
tan en Andalucía, pues ya apénas si pasa un año sin que tengamos una novedad
en el género que se anuncia por carteles en gruesos caractéres para que todos
puedan entenderse. Antes el canta flamenco estaba reducido al café de Naranjero,
donde concurre la gente de bronce ó donde como un amigo nuestro decia con
mucha oportunidad no llevando zamarra y gorra de pelo, liabia que cortarse la
cabeza para entrar y llevarla debajo del brazo; los gustos cambian con el tiempo
y ya la música de Triana y del Perchel tiene un local designado en el que la
ópera de nuevo género, la ópera inminentemente española se escucha sentado en
butacas como la italiana. El cantaor al entrar excita la curiosidad de todos los
concurrentes que ocupan ya las localidades y que se levantan ó estiran el cuello
para mejor verle ó contemplarle.
Indiferente á cuanto le rodea á juzgar por su apariencia tranquila, el orgullo
lo ahoga, y la satisfacción mas viva puede leerse en su rostro, no siendo para
menos, pues jamás pudo soñar que hombres y mujeres llegaran á admirarlo como
lo admiran. Es de ver la calma y parsimonia con que trago á. trago saborea la
taza de café que se ha hecho servir, en tanto que, dándose toda la importancia
que le han hecho adquirir, contesta á los saludos y felicitaciones de los amigos
que se le acercan, y cuenta que tiene amigos en todas las clases sociales desde
las más altas á las más bajas, pero él se cree superior á todos y lo mismo escu-
cha la palabra del duque que la del chulo.
El público que paga se impacienta fácilmente y el de tales coliseos manifiesta
su impaciencia de tal manera que es sobrado comprometido dejarla que suba de
punto, así es que tan pronto como se revelan las primeras señales el cantaor se
despacha y precedido de sus compañeros y del indispensable tocaor de guitarra
se dirige al clásico tablado donde toma asiento en una de las sillas allí colocadas.
El se atrae todas las miradas y su turno es esperado por el inteligente público
con verdadero anhelo que solo parece tener tregua cuando contempla los convul-
sos y lascivos movimientos de la bailaora, que al dulce compás de la suave gui-
tarra, se agita en uno de esos bailes que acreditan el abolengo morisco de que
los andaluces pueden hacer gala.
Por último, lo vamos á escuchar: él como preferido avanza la silla casi hasta
el borde del tablado; el tocaor hace lo mismo con la suya, se pone á su lado lo
mas cerca posible, afina el instrumento hasta que el héroe de la función le dice
que está bien, y luego tan pronto comienzan á dejar oir los dulces sones, lleva el
compás con un bastoncillo corto, marcando el golpe en el palo de la silla en que
AMERICANOS Y LUSITANOS
803
se halla sentado. Se arregla el cuello de la camisa, tose, escupe, mira á todos la-
dos, prueba por lo bajo la voz, y á renglón seguido comiénzalo cantar, hacién-
dolo preceder de una especie de gorgorito interminable, que cualquiera, ageno á
las fioritures de su arte creería que provienen mas de un hombre á quien se azo-
ta, de un hombre que trata de divertir á los que para divertirse lian pagado.
Hecho este alarde de pecho y de garganta que ya le vale aplausos, comienza
la copla larga, tierna, sentimental, que tiene algo del lamento dulce de un pe-
cho enamorado, y no bien la finaliza el público lo saluda con aplausos y vítores,
gritos de satisfacción y entusiasmo, á los que apénas si se digna contestar, mas
cediendo á los reiterados deseos de la gente que no cesa de aplaudir, la repite
volviendo á escuchar de nuevo bravos y vítores, con los que le saludan los entu-
siastas y de nuevo las muestras de satisfacción mas grata se advierte en el audi-
torio.
Durante el rato que la función dura, nuestro tipo da muestras tres ó cuatro
veces de su habilidad, y en cada una de ellas no falta nunca algún obsequioso
que le remite cuatro ó seis cañas de manzanilla, de todas las cuales prueba, mas
tanto gustar compone una cantidad de líquido respetable que tarda poco en su-
bírsele á la cabeza, con lo que muy pocas veces sale de haber cumplido su obli-
gación completamente tranquilo.
Luego que ha terminado la tarea que le impone su contrata, y que por lo re-
gular le vale seis ú ocho duros, tiene algo que hacer, pues nunca falta una cena
de gente de posición, que quieren amenizarla escuchando á aquella maravilla y
á la que nuestro hombre concurre, alternando con todos y cobrando luego no pe-
queña suma, pues con el canlaor nadie es mezquino.
Otras veces no es la orgía de gente bien educada que se olvida á ratos de su
clase la que le consume la mayor parte de las horas en que el sol no luce sino
una bacanal desenfrenada de toreros y gente de pelo en pecho, en la que se di-
vierte más, consiguiendo el mismo resultado ó si cabe mejor, pues torero hay
que excede en rumbo al título de Castilla mas encopetado.
Haciendo esta vida, fácil es comprender que el canlaor de flamenco no duer-
me nunca de noche sino de dia. Levántase á las dos de la tarde, almuerza lo que
se le antoja, é inmediatamente lo tendréis en la puerta del café Imperial donde
hace tiempo para ir á cumplir con su obligación, y entre tanto no pasa mujer de
clase alguna á la que deje de decir un chiste de mas ó menos subido color que
hace reir á todos sus adláteres y que á él le enorgullece.
804
LOS HOMBRES ESPAÑOLES. AMERICANOS Y LUSITANOS
Cuatro años de esta vida bastan, como es fácil comprender, para que nuestro
tipo quede inutilizado en su oficio, y entonces ¿qué remedio le queda? Ninguno:
pues inhábil para trabajar, no sirve para hacer nada. Entonces nadie lo mira ni
lo atiende, ni lo obsequia ni lo favorece; todos huyen de él. pues saben que nun-
ca se acerca sino para pedir alguna cosa. Poco tiempo, sin embargo, sufrirá des-'
aires y desdenes: la crápula y la vida disipada agotan bien pronto la existencia,
y el cantaor de flamenco muere sin dejar mas que un fugaz recuerdo que se des-
vanece al muy poco tiempo.
FIN DEL TOMO PRIMERO Y ÚLTIMO.
INDICE
DE LOS TÍTULOS Y AUTORES DE ESTA
Páginas.
Prólogo.— Nicolás Diaz de Benjumea y Luis Ricardo Fors v
El Hombre de Estado. — Emilio Castelar 11
El Descamisado.— José Selgas 25
Un Boceto de Costumbres. — Cárlos Frontaura 35
La Verbena. (Cuadro popular). — Antonio F. Grilo 69
El Cazador. — Enrique Perez Escrich 77
La Semana Santa en Sevilla (cuadro primero). — Nicolás Diaz de Benjumea. . . . 104
Costumbres y Creencias Populares de Asturias. — J uan de Dios de la Rada y Delgado. 1 14
El Hacendado mejicano. — José Zorrilla 135
El Sereno. — Luis Ricardo Fors 157
El Anticuario. — E. Rodriguez Solís 164
El Cacique. — C. Ochoa 171
Los Gauchos. — Alejandro Magariños Cervantes 175
La Semana. Santa en Sevilla (cuadro segundo). — Nicolás Diaz de Benjumea. ... 183
Las Corridas de Toros. — Ricardo Sepúlveda 192
El Gomoso.— Luis Ricardo Fors 207
El Montañés de Sevilla. — José Navarrete 213
Los Venezolanos. — M. Tejera 216
El Sacamuelas. — Cecilio Navarro 223
El Granerer. — Cristóbal Pascual 237
La Gramática Parda. — Julio Nombela, (padre) 247
El Contramaestre. — Cesáreo Fernandez Duro 268
El Ranchero Mejicano. — A. Fernandez Merino .289
El Actor Consorte. — José Feliu y Codina 299
La Semana Santa en Sevilla (cuadro tercero). — Nicolás Diaz de Benjumea. . . . 308
El Proletario del Campo. — Guerra Junqueiro 318
Los Estudiantes de Antaño. — Francisco Fors de Casamayor 322
Los Caballeros de Industria. — Juan García Luque 338
La Habana de Antes.— Luis V. Betancourt 351
El Mozo de Café.— Juan Mendez Cueto 359
ÍNDICE
Páginas.
El Guardia. Civil. — Manuel J. Rengifo 3(37
El Usurero. — Mariano Ramiro : 381
El Hacendado y la Hacienda. — Miguel Portuondo y Labra 384
El Proteccionista. — Luis Ricardo Fors 401
El General de América. — Francisco X. Baraibar 409
Tipos Navarros. — A. Sánchez Ramón 422
La Hamaca. — Diego Vicente Tejera 429
Los Pilluelos de Sevilla. — Benito Mas y Prat 435
El Maestro de Escuela. — R. Perez Puigcerbé 439
El Gacetillero. — Nicolás Diaz de Benjumea 450
La Romería de San Isidro. — Ricardo Sepúlveda 457
Los Montañeses de León. — Juan de Dios de la Rada y Delgado 403
El Domador Argentino. — Pedro Arnó 470
La Gente de Teatro. — Eduardo de Palacio 475
Peregrinos y Peregrinaciones.— J. Rodríguez de Castro 486
El Tenor de Zarzuela. — Francisco Fors de Casamayor 497
El Indio Boliviano. — .José Domingo Cortés 509
La Caza del Tigre. — Luis Ricardo Fors 516
El Filibustero Cubano. — José López Segarra 565
Los Pescadores de la costa de Málaga. — Rafael Marios Giménez 578
Los Mendigos. — F. Villabrille Marta 591
Los Pedigüeños.— Mariano Ramiro 605
El Vendedor de Periódicos. — Ricardo Sepúlveda 615
Don Crítico. — J. Nombela y Campos.. . 624
El Candidato para Diputado á Cortes.— Pedro Arnó 631
El Tomador. — Joaquín Mendoza Cáceres. . . 650
Los Gitanos de Granad*. — M. Rodríguez y Ales 657
La Fiesta del Santo. — Enrique de Salazar 662
El Librero. — Adolfo R. de Góngora 688
El Trapero. — J. L. Ginestá 697
El Presidiario. — L. Maldonado Vicente 702
El Contratista de Obras Literarias. — M. Saavedra 713
El Indiano. — J. B. Haro 722
El Ciego. — Cecilio Navarro 730
El Ayuda de cámara. — A. Fernandez Merino 745
El Hombre de Mundo. — Federico Valcárcel 751
El Tugurio.— Luis Ricardo Fors 772
El Mendigo.— Diego Vicente Tejera 780
El Fadista. — Enrique Rodríguez Solís 786
El Emigrante de España. — J. de Vargas 792
El Cantaor de Flamenco. — Francisco de P. Monroy 799
FIN DEL ÍNDICE.
PARA LA COLOCACION DE LAS LÁMINAS
PÁGINAS.
Portada 1.a
El Cazador 77
El Nazareno 104
El Sereno 157
El Gaucho 175
El Torero 192
El Café de Julio César. . 213
El Granerer 237
El Contramaestre ' 268
Los Estudiantes de Antaño 322
El Guardia Civil 367
El General Americano 409
Los Montañeses de León 463
Los Peregrinos 486
El Filibustero Cubano 565
Los Mendigos 591
El Vendedor de Periódicos 615
El Diputado á Cortes 631
Los Gitanos 657
El Librero 688
El Presidiario 702
El Indiano 722
El Ciego 730
El Hombre de Mundo 751
El Fadista 786
i
Olmo, 13, Barcelona
I 1 JUAN
SDSCRICION PERMANENTE
á las siguientes obras ilustradas con láminas del Sr. Planas
y editadas por esta empresa editorial
Los Tribunales Secretos, por Feval. 2 t. . .
Historia de los Papas y los Reyes, por Mau-
ricio de La Chatre. 4 tomos, precio.. .
Historia de la Prostitución, por P. Dufour.
(Primera parte.) 2 tomos
Los Misterios de París, por Eugenio Sue.
Segunda edición. 2 tomos folio menor.
El hijo del Diablo, por Feval. 2 tomos. . .
Historia Crítica de la Inquisición de España,
por don Juan A. Llórente. 2 tomos.. .
El Parnaso Español, por don Francisco de
Quevedo. 1 tomo
Memorias de un marido, por E. Sué. 1 tomo
Historia de los Estados-Unidos, por D. José
Comas. 1 tomo
Historia de las Antillas, por J. Comas. 1 1.
Historia de un jóven pobre, por Feuillet. 1 1.
Los derechos del Hombre, por Pelletan. 2 t..
Idea general de la Revolución en el siglo diez
y nueve, por P. J. Proudhon. 1 tomo. .
Ignacio el estudiante, ó un deber político, por
Antonio I. Fornesa. 2 tomos
El Expósito del Ródano, novela moral por
D. Víctor Roselló. 1 tomo
Rosa, la Cigarrera de Madrid, por D.* Faus-
tina Saez de Melgar. 2 tomos
Matilde ó la mujer del gran mundo, por Eu-
genio Sue. 2 tomos
Historias extraordinarias, por Edgar Poé,
Hoffman, etc. 1 tomo
El Conde de Monte-Cris lo, por Pumas. 2 t .
La Condesa de Monte-Cristo, por Boys. 2 t.
Los hijos de Familia, por E. Sué. 2 tomos. .
La Soberanía Nacional ó el último suspiro
de un trono, por D. J. Belza. 2 tomos. .
Jaime el Barbudo, por Sales Mayo. 1 tomo.
Miserias imperiales, por el mismo. 1 tomo.
/ Pobre Madre!... por D. J. Belza. 2 tomos. .
La Vieja del Candilejo, Por L. Mejias. 2 t.
Las Siete Virtudes, Por Fernando G. B -¡do-
gal. 1 t
Luisa ó la Providencia, J. Feneiro y Peral-
ta. 1 t
Veleidad y Amor, C. Soler y Arqués 1 1. .
Las Grandes Damas, por A. Houssaye. 4 t.
Historia de XX siglos. Los hijos del Pueblo ,
por Eugenio Sué. 4 tomos
Roma contemporánea. Edmundo About. 1 t.
Las Mil y una Noches de París, por id. 4 t.
132
rs. s
Las mujeres de París, por id. 4 tomos. . ,
24
rs.
El Amor, como es e'1, por id. 1 tomo. . . .
6
272
»
Isabel Primera, Francisco J. Orellana. 2 t.
96
»
Memorias de un Confesor, 1 tomo
4
»
100
»
Cartagena, por S. Giménez. 1 tomo. . . .
4
»
Historia del amor, por A. Peratoner. 2 t. .
144
»
100
»
Misterios de la Inquisición de España, por
78
»
Mr. de Fereal. 2 tomos
53
El Fraile, por Lewis. 1 tomo
16
»
72
»
Historia de la Prostitución (16C0 á 1876) por
Amancio Peratoner. 2 tomos
127
>x
47
»
La Vanidad de una Madre, por E. Sue. 2 t..
35
»
52
»
La Guerra de Oriente, tamaño folio. 3 t. .
148
La Hija Maldita, por E. Richebourg. 2 t. •
59
»
40
»
Los Misterios de París, por Eugenio Sué.—
37
»
Tercera edición. 2 tomos
62
»
10
»
Voluptas, estudio de malas costumbres por
8
»
Gerardo Blanco. 1 tomo
4
La Venganza de una Madre, por A. Dumas.
12
Tercera edición. 2 tomos
52
»
La Aurora Boreal, por Rochefort. 1 tomo..
10
56
»
Historias Extraordinarias. 2.a edición. 2 ts.
56
»
La Mujer ae un Jugador , por Dumas. 1 t. .
20
»
44
»
Un Caballero Particular, Paul de Kock. 1 1.
Historia del Bandolerismo y de la Camorra,
16
»
46
»
por Mañé y Flaquer. 1 tomo
Tres Perlas Literarias, por Dumas, Feui-
40
»
45
»
llet y Kock. 2 tomos
Historia de la Insurrección de Cuba , por don
44
»
72
»
Emilio A. Soulere. 2 tomos folio.
124
»
58
»
Historia Universal de la Mujer, por D. Vi-
38
»
cente Ortiz de la Puebla. 2 t. folio. . .
140
»
40
»
Historia de los Frailes y de sus Conventos,
por D. Antonio R. Zorrilla. 2 t. folio. .
106
»
49
»
Las Mujeres Españolas, Americanas y Lusi-
26
»
tanas pintadas por si mismas, escrita
39
»
por las principales literatas y bajo la
52
»
dirección de Doña Faustina Saez de
40
»
Melgar. Consta de un tomo en fóleo,
ilustrada con treinta magníficas lámi-
20
»
ñas dibujadas por D. E. Planas, precio.
Los Hombres Españoles, Americanos y Lusi-
121
»
15
»
taños pintados por sí mismos, escrita por
22
»
los mas reputados literatos y bajo la
24
»
dirección de D. Nicolás Diaz de Benju-
mea. Consta de 1 tomo en fóleo ilustra-
142
»
do con 26 magníficas laminas. Pre-
8
»
ció
114
»
24
»
EN PRENSA.
Historia de los Célebres Cornudos, por Enrique de Kock. Versión caste-
llana de Don Cecilio Navarro.
BOSTON PUBLIC LIBRARY
3 9999 08599 247
19 w*